UN BÁRBARO EN CEILÁN

EL cingalés anda piadosamente. Es piadoso. Entré, un día por equivocación, en un corredor que conducía a una sala muy grande. Allí reinaba el sentimiento religioso. En un extremo de la sala había una multitud inmóvil, contemplativa. Me adelanté. Miraban jugar al billar.

Un día, pasaba en rickshaw por una calle popular. Un clamor me detuvo, bajé, el ruido salía de una iglesia católica, con todas sus puertas abiertas. Entré. Decían letanías con una fe, un alma extraordinaria. De tiempo en tiempo uno de ellos se levantaba para oprimir una de las vitrinas, que encerraba la estatuita de un santo. La magnetizaba (todas las estatuitas estaban encerradas en casas de vidrio, sin lo cual, no hubiera quedado nada al cabo de pocos días), la oprimía, seguía con la próxima, y después otro asistente se levantaba e iba a captar su esperanza del mismo modo. Estaban como en su casa. Muchos vagaban por los altares laterales, con una adoración manoseadora. Manoseaban los manteles de los altares, las flores, los candelabros, una devoción que se parecía al apetito. En verdad, esta religión parecía convenirles. En los templos de Budha, no tienen nada que hacer.

Un domingo, un cingalés vino a molestarme en mi banco. Quería explicarme los méritos del cristianismo. Yo le repliqué con los del budismo. Pero él no quería saber nada. La esperanza, decía, el paraíso con Dios en seguida después de la muerte.

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No hay que creer que todos los cingaleses sean lentos.

Algunos adelantan por zancadas regulares casi rápidas.

Si dan, a pesar de eso, una sorprendente impresión de inercia, es por la falta de ademanes. Hablan sin los brazos, los brazos son reservados.

El tronco inmóvil, inmutable.

Altos, delgados, delicados, serios, especie de zancudo humano, de mirada sin agresividad alguna, y que se encuentra como un horizonte lejano y sedante.

Femeninos y como mujeres que temen afear su belleza.

No les gusta descentrarse, ni tener emociones.

En un cine de barrio vi un viejo filme de cowboys. Y bien, ni por un instante, tuve una impresión de movimiento, de emoción, ni siquiera una impresión americana.

Y eso por una razón asombrosamente sencilla: el filme iba acompañado del pulso constante de golpes formidables de tam-tam, que trataban de atravesar los sones religiosos de un armonium.

Ningún otro filme me ha dado esta impresión de eternidad, de ritmo sin fin, de movimiento perpetuo. Sin embargo, en ese filme se movían estúpidamente. No importa, el filme era inmóvil. Lo llevaba algo más inmenso que él mismo, como una jaula de gallos de riña en un tren expreso.

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Otra cosa sobre la velocidad de los cingaleses. Ustedes habrán visto, en el Atlas al menos, esos nombres soberbios, esas maravillosas y largas serpientes de vocales de tambor; Anuradhapura, Polgahawela, Parayanalankulam, Kahatagasdigiliya, Ambalantola. Pues bien, los dicen tan ligero y tan gentilmente (lo mismo que sonriendo engoman y borran el inglés) que Anuradhapura resulta no más importante que «amena». Salvo en los niños.

Si se les oye en la escuela, cantando y recitando, hay el despliegue magnífico de las palabras contemplativas, algo de bien dispuesto, y bien seguido interiormente, como hace el ruso cuando emite sus admirables palabras polisilábicas (donde predominan las consonantes) y como hacen también los griegos (igual afición a las redundancias, al alargamiento y a la masticación triunfante de las palabras).