UN BÁRBARO EN JAPÓN

«Porque estamos en el Paraíso, todo en este mundo nos hace mal. Fuera del Paraíso, nada molesta, pues nada cuenta.»

Desearía que esta encantadora frase de Komachi, la poetisa japonesa, disculpara mis malas impresiones del Japón.

(n. n. En 1931, no había más que combates y, en las calles, desfiles, amenazas, voces de mando. Todo respiraba la irrespirable guerra. Esta situación, que quizá la juventud japonesa a duras penas puede imaginar, se me antojaba el Japón eterno intratable, a lo que era necesario, a lo que yo debía referirlo todo.

Después de una aventura terminada en forma tan deplorable, ofrecen a menudo indudablemente a los bárbaros llegados en el 67 otro rostro, que debe hacer pensar en otras cosas, en otro fondo.)

Lo que les ha faltado a los japoneses, es un gran río. «La sabiduría acompaña los ríos», dice un proverbio chino. La sabiduría y la paz. En materia de paz, no tienen más que un volcán, majestuosa montaña, sin duda, pero en fin un volcán, que los inunda regularmente de fango, de lava y de desgracias.

No sólo falta el gran río, sino los grandes árboles y los grandes espacios. He andado 1.200 kilómetros en las provincias más reputadas del Japón sin ver hermosos árboles. Sé muy bien que los hermosos paisajes no suelen frecuentar las líneas ferroviarias, pero con todo...

El Japón tiene un clima húmedo y traicionero. El lugar del mundo donde hay más tísicos.

Los árboles son miserables, enclenques, delgados, de débil crecimiento, agrandándose difícilmente, luchando contra la adversidad, y torturados todo lo posible por el hombre, que quiere hacerlos parecer todavía más enanos y miserables.

Los bambúes japoneses son tristes, agotados, grises y sin clorofila que Ceilán no querría para cañas.

Lo que no es raquítico no encuentra partidarios. El cedro tiene que ocultarse tras el cerezo enclenque, el cerezo enclenque tras el ciruelo en maceta, el ciruelo en maceta tras el pino en un dedal.

Los hombres son feos, sin brillo, dolorosos, destruidos y secos, con aire de nenes, pequeños empleados sin porvenir, cabos, todos subalternos, servidores del barón X y del señor Z, o de la papa-patria.

Las mujeres parecen sirvientas (siempre servir); las jóvenes, mucamas bonitas.

Son retaconas, cortas, fuertes ante todo, y caderudas desde las piernas hasta los hombros.

A veces graciosas de cara, de una gracia sin horizonte y sin emoción.

De carácter semejante al cuerpo; una gran capa indiferente e insensible y luego una nada susceptible y sentimental.

Una risita tonta y superficial de sirvienta, donde el ojo desaparece como cosido, una vestimenta de jorobada, un peinado complicadísimo (el peinado de geisha), lleno de cálculos de trabajo, de simbolismo, pero de un conjunto tonto.

Una coraza comprimiendo y aplastando el pecho, un almohadón en la espalda, pintada y empolvada al 100 %, constituye la desgraciada creación de ese pueblo de estetas y de sargentos que no ha podido dejar nada, nada en su impulsivo estado natural.

Casas grises, de habitaciones vacías y heladas, trazadas y medidas según un orden duro e intransigente. Calles de balnearios con guirnaldas de florecitas o de lamparitas de colores. Un aire vano y transitorio. Ese lado blanco y playero de la existencia.

Ciudades iguales, inexpresivas y endemoniadamente estrepitosas.

País que, aunque lleno y archilleno, parece desierto, donde ni hombres, ni plantas, ni casas parecen tener cimiento ni amplitud.

Una mentalidad de isleños, cerrada y orgullosa.

Una lengua débil e insignificante, a flor de piel, pero dulce y agradable.

Una religión de insectos, exactamente la religión de las hormigas, el sintoísmo (con su famoso culto del hormiguero), pueblo de hormigas.

País donde todo es conocido, todo abierto, todo espiado, donde ninguna puerta se puede cerrar, donde se encuentra un espía hasta en el baño, desnudo, pero espía (por todas partes lo acompañan a uno), donde una muchacha no muy rica es vendida normalmente a un empresario de burdel, para servir a la multitud (por lo demás, con lo poco personales que son). (¡Servir, siempre servir!)

Pueblo prisionero de su isla, de su máscara, de sus convenciones, de su policía, de su disciplina, de sus impedimentas y de su cordón de seguridad.

Pero, por otra parte, el más activo, el menos charlatán, el más eficaz del mundo, el más dueño de sí. Sin decir una palabra han reconstruido Tokio en diez años; colonizado y repoblado de árboles Corea, industrializado Manchuria, conquistado, modernizado, batido todos los récords...; en fin, lo que todo el mundo sabe...

Pueblo desprovisto de sabiduría, de sencillez, de profundidad, archi-serio, aunque amante de los juguetes y de las novedades, que se divierte con dificultad, ambicioso, superficial y destinado visiblemente a nuestro mal y a nuestra civilización.

* * *

No hay en la tierra actor más gritón que el japonés, y con tan escaso resultado. No dice su idioma, lo maulla, lo eructa, y brama, vocea, relincha, gesticula como un poseído y a pesar de eso no convence.

Hace «decorativamente» esas contorsiones horribles que quieren expresar el dolor, y que no expresan más que el trabajo horrible que se da para representar el dolor; dolor remedado por un hombre que no sabe lo que es (son un montón de estetas) ante un público de estetas que tampoco lo sabe.

Llora, gime; un armazón de gemidos del que no se saca nada.

Como la sonrisa japonesa que sólo muestra los dientes, la amabilidad no se ve.

Con refunfuñonas voces de viejos, tratan de dar importancia a su pacotilla, con su idioma mediocre, y sus historias de vendettas, con gemidos prolongados, con sílabas enfiladas de gatas en celo en la soledad de la noche y en la exasperación nerviosa, los actores japoneses son los seres más falsos, más insoportables de toda el Asia y de toda Europa (sin excluir a las cantantes coreanas).

Teatro de roña, con Voz del Pueblo, Voz de Llamadas al Orden y de advertencias, pero sin grandeza.

Voz fuerte que huele a mil leguas los prejuicios, la vida tomada por el mal lado y un montón de viejas imposturas y obligaciones, y una serie de nociones de segunda mano, pero con una gran mayúscula, donde en medio de las voces del Imperativo categórico (que es el dueño del Japón) circulan los pobres personajes víctimas, y seres subalternos, pero como es de cajón, con grandes aires de matamoros, con un valor exclusivamente decorativo, y una falta tal de variantes que se comprende que en los Nô se les ponga una máscara y que en Osaka, representen simples fantoches de madera de tamaño natural.

Un día vi a un actor representar la ebriedad. Tuve necesidad de un buen rato para comprender. Había compuesto su papel tomando esto de un borracho, aquello de otro, a fulano la debilidad de palabra, a mengano del gesto, o de la acción, o de la memoria, y con esos retazos había formado un traje de arlequín de la ebriedad, que no correspondía a ningún borracho posible, y que no tenía ninguna ilación, ninguna realidad y había sido juntado como por un hombre que no supiera lo que es la ebriedad, y que no pudiera imaginársela interiormente. Y, sin embargo, eso parece inverosímil en el Japón, que es un país de borrachos. Debo decir que era asombroso.

No hay que creer que sea una convención de gran teatro. Vaya usted a los chicos, a los más chicos. Escuche los cantantes de Yosuri, asista a una simple recitación; y siempre el mismo infierno. Primero, un escenario frío, neto y siempre bien hecho. Luego dos mujeres sentadas de cara al público, una a la derecha, otra a la izquierda. Dos. La recitadora o gritona; la acompañante o cacareadora.

La recitadora hace de histérica sentada, da alaridos, vocifera, pero sigue sentada. Largos períodos de barullo nervioso y exterior que no llegan nunca a emocionar, pero que corresponden más o menos a una línea decorativa del sentimiento; la otra acompaña con un instrumento de tres cuerdas, y con una especie de cortapapel golpea vivamente sobre las cuerdas, y salen sonidos serruchados. El golpe de serrucho ocurre cada veinte segundos. Un sonido desesperado. El instrumento parece morir, y veinte segundos después resucita. Eso durante 25 a 30 minutos. Y mientras acompaña cacarea. Hace «guieng» (o ríen, o nieng), luego un silencio, luego hace «hom» con una o tan corta, estrecha, sobresaltada y ridícula donde hay relincho, mala voluntad, negación, aburrimiento, y sobre todo una dureza y una disciplina tremendas.

En cuanto a la música japonesa, hasta la de las geishas, es una especie de agua agria y gaseosa que pica sin reconfortar. (Salvo la admirable música cortesana del siglo xviii, magnífica, realmente imperial... pero que no escuché sino unos años más tarde. Entonces no había los discos ni las facilidades de audición de hoy).

Sin llegar nunca a ser grave, es desgarradora, de un desgarramiento nervioso y de un sobreagudo granguiñolesco. Ningún volumen, ningún asiento. Se divierte en embrollar y martirizar un nervio en el fondo del oído.

El silbido del viento en los cañaverales, y cierta ansiedad dan una penosa impresión de lejanía, pero nunca de infinito y de inmenso.

Recordar que el klaxon es utilizado en el Japón de una manera inútil e intensiva, y que sus notas agudas encantan y hacen de Tokio una ciudad más ruidosa y exasperante que Roma o Nueva York.

La música moderna: melodías tomadas a derecha e izquierda, gitanas, etc., otras propiamente japonesas. Voz fresca y melodiosa de niña, un poco tipo paloma.

JAPÓN

Mientras muchos países que a uno le han gustado, tienden a esfumarse, a medida que uno se aleja, el Japón que he aborrecido netamente, cobra ahora más importancia. El recuerdo de un admirable «No» se ha entrometido y se difunde en mí.

Ellos también tienen la culpa, con su maldita policía. Pero la policía no los incomoda, les gusta. Quieren el orden ante todo. No quieren necesariamente la Manchuria, pero quieren orden y disciplina en Manchuria. No quieren necesariamente la guerra con Rusia y los Estados Unidos (eso no es más que una consecuencia), quieren aclarar el horizonte político.

«Dénos la Manchuria, derrotemos a Rusia y a los Estados Unidos, y luego estaremos quietos.» Esta observación de un japonés, me impresionó muchísimo, ese deseo de limpiar.

El japonés tiene la manía de limpiar.

Ahora bien, un lavaje, como una guerra, tiene algo de pueril, porque al poco tiempo hay que recomenzar.

Pero el japonés ama el agua, y el Samurai, el honor y la venganza. El Samurai lava con sangre. El japonés lava hasta el cielo. ¿En qué cuadro japonés han visto ustedes un cielo sucio? ¡Y sin embargo!

Rastrilla también las olas.

Un éter puro y helado reina entre los objetos que dibuja; su extraordinaria pureza ha llegado a hacer creer que es maravillosamente claro un país donde llueve todo el tiempo.

Más clara es todavía su música, sus voces de señorita puntiaguadas y desgarradoras, especie de agujas de tejer en el espacio musical.

Qué lejos de nuestras orquestas de mar de fondo, donde han aparecido últimamente ese farrista sentimental llamado saxofón.

Lo que me helaba de tal modo en el teatro japonés, era ese vacío, que les gusta para concluir y que hace mal al principio, que es autoritario, y los personajes inmóviles, situados en las dos extremidades de la escena, vociferando y descargándose alternativamente, con una tensión realmente aterradora, especies de botellas de Leyden vivientes.

* * *

No soy de los que critican a los japoneses por haber reconstruido Tokio de una manera ultra moderna, de haberlo llenado de cafés, tipo Exposición de Artes Decorativas (Tokio es cien veces más moderno que París). De haber adoptado la geometría pura y neta, en materia de mueblaje y de decoración.

Podría criticar al francés la modernidad y no al japonés. Hace diez siglos que el japonés es moderno. No se encuentra en el Japón, en ninguna parte, el más mínimo rastro de innobles pretensiones estúpidas en el género de lo que se ha llamado estilo Luis XIV, XV, Directorio, Imperio, etc.

Para encontrar algo hermoso en Francia, para ver una silla más o menos decorosa (en tanto que puede ser decorosa una silla) como también una pintura, un cuadro honesto y claro hay que retroceder al siglo xvi y al xv. Cuando usted mira un cuadro de Clouet (y en otra parte, Memling, Ghirlandaio, etc.) hay algo de justo, de seguro, de apacible, adentro, de atento. Luego el siglo pomposo, luego el siglo frívolo, luego el estúpido siglo xix, «el siglo del mal de corazón». Desde el siglo xvi, el europeo se pierde y tiene que perderse, es evidente, para encontrarse.

En el Japón nada parecido, todo fue siempre neto, sin cargazón. No se pintan ni las casas, ni los cuartos, ni los barcos, no se tapiza, no se conoce ese género de pretensión.

Idéntico material para todos, ricos o pobres, y que nunca es feo: la madera.

Evidentemente, la geometría moderna es fría. La del Japón siempre lo fue. Pero siempre les ha gustado... Por otra parte, el japonés que «imita» comete, al imitar, pocas faltas de gusto. No ha imitado el estilo de 1900 que complace a la blandenguería del burgués, satisfecho. Esa idea no se le ocurrió a ningún japonés. Pero el estilo ultra moderno es hecho para él, o más bien era el suyo con otros materiales. Si en una aldea se construye un nuevo café, será ultra moderno. No hay intermediario.

* * *

El europeo, al cabo de muchos esfuerzos, ha llegado a achicarse ante Dios.

El japonés no sólo se achica ante Dios, o ante los hombres, sino ante la ola más pequeña, ante la hoja encogida de la caña, ante una lejanía de bambúes que apenas ve. La modestia sin duda tiene su recompensa. Pues a nadie, en ninguna parte, se le manifiestan hojas y flores con tanta belleza y fraternidad.

EN SEÚL (COREA)

La civilización europea tiene, se entiende, todos los defectos. Pero tiene un magnetismo que arrastra todas las demás. Hay en el mundo un impulso general hacia una alegría sin profundidad, hacia la agitación. La antigua música del Japón se parece a los gemidos del viento, la nueva ya es bastante briosa, la antigua música china es una pura maravilla, lenta y dulce al corazón; la nueva es arrolladura como las demás, la antigua música de Corea es trágica y terrible, y sin embargo, la cantaban mujeres livianas, pero ahora «vamos, bailemos alegremente» (su música actual es un golpe innoble y muestra de otro modo ese ímpetu singular que distingue, entre todas las razas amarillas, al coreano), el hombre ya no es presa del mundo; sino el mundo es su presa, el hombre sale de un largo hundimiento. Antes a buen seguro tenía el cafará. ¡La represión le era muy dura! Hasta a él, al asiático.

JAPÓN

Eso ocurría en la estación de Okayama (en las estaciones, en los andenes, hay siempre una cantidad de Señores, para saludar en grupo a las personas más o menos importantes del tren).

Primero hay cinco o seis saludos precipitados de una y otra parte; luego se apaciguan, empiezan a echar una mirada entre zalema y zalema; luego, uno se arriesga a hablar cortésmente, con un nuevo saludo en las primeras palabras para disipar toda duda acerca de los buenos sentimientos de una y otra parte.

En Okayama, una dama debía tomar el tren. Estaba en el andén, de luto riguroso. Traje sumamente distinguido (negro, con algunas pintitas blancas que parecían caídas por casualidad como gotas de lluvia).

Estuvo, durante los ocho minutos de parada del tren, de espaldas al compartimento, mientras sus servidores preparaban los asientos para ella, para su hijo y su hermano (a menos que este último no fuese su mayordomo) y subían las canastas de flores, cubiertas de seda blanca, con un solo punto negro en el lugar donde habían hecho el nudo.

Trece personas, en semicírculo, en el andén, la rodeaban, inmóviles, sin demostrar otro sentimiento que la deferencia. Dos o tres parecían sin embargo, «conmovidas»...

Ella, durante todo ese tiempo, muy pálida, parpadeaba.

Tenía los ojos un poco colorados, y dos veces los enjugó con un pañuelito hasta entonces disimulado.

No miraba a nadie en particular. Tampoco miraba a lo lejos. No estaba decididamente triste, pero mostraba tener el sentido de una ceremonia importante, y de encontrarse en una situación que tenía o debía tener chic.

Al final se inclinó repetidas veces, sonrió un poco, el tren silbó una primera vez, dijo tres palabras a su hermana que se le acercó, le sonrió claramente, volvió a saludar al semicírculo, el semicírculo saludó, doblado en escuadra, ella subió al tren que volvió a silbar y partió.

En ese momento, yo no sé quién en la concurrencia se acordó de algo, quiso advertir al mayordomo, corrió a lo largo del tren, saludando e inclinándose, e inclinándose, y tanto se inclinó corriendo que un pilar de la estación, que no pudo distinguir a tiempo por no estar derecho, lo detuvo en seco en su carrera y debió recibir un golpe considerable.

* * *

Después de haber hablado de la mentalidad de ciertos pueblos, uno se pregunta si eso ha valido, verdaderamente, la pena; si no hubiera sido mejor ocupar el tiempo de otro modo.

Tomemos el ejemplo de una nación, que se considera una gran nación: Inglaterra.

¿Qué es el inglés? Un ser no muy extraordinario. Pero son 55 millones. He aquí lo importante. Supongamos 30 ingleses en todo y por todo, por el mundo. ¿Quién se fijaría en ellos? Pasa igual con todos los pueblos. Constituyen «términos medios». Una nación de quinientos mil Edgar Poe sería, es evidente, un poco más impresionante.

¿Quién medirá el peso de los mediocres en el establecimiento de una civilización?

* * *

Sólo el alma amarilla no arrastra fango. Jamás hay fango en ella. No se sabe qué hacer con él. No lo tiene. Me dieron en Singapur, tarjetas chinas obscenas. El chino ha escrito cosas obscenas; entre ellas piezas de teatro. ¿Pero qué quieren que les diga? La mitad de las telas del Luxemburgo me parecen sucias, y esas tarjetas obscenas me parecen asombrosamente finas e incapaces de estragos interiores. No tienen perturbación alguna. Por algo será que el japonés se identifica con las flores, les rinde un culto y las ama fraternalmente, como hay quienes aman los perros, y los chinos se identifican con las hojas de sauce y de bambú.

Cuando de Bengala pasé a Darjiling en la frontera del Nepal, llegué a una parada y una joven nepalesa me sonrió. Creo que quería saber si yo compraría chocolate que ella estaba dispuesta a ir a buscar en un almacén. Pero ella no sabía más palabra en inglés que chocolate. (En un nepalés, hay del hindú y del mongol; ella era mongólica pura.) Esa sonrisa, nada torpe, tan clara, me impresionó tanto, la miré tan encantado que ella misma se emocionó. Por fin, se desprendió como si el viento la arrebatara; corrió a buscar los chocolates, y me los puso en la mano. Pero el auto que yo compartía con otros viajeros debía partir, no teníamos a un tiempo palabras en ninguna lengua.

¡Oh primera sonrisa de la raza amarilla!

Todo en mí es duro y árido, pero su sonrisa tan fresca me parecía, sin embargo, el espejo de mí mismo.

Al regresar busqué, miré, me detuve. Nadie; pero en el preciso momento en que el tren silbaba y partía, alguien corrió vivamente, con paso rápido, a mi ventanilla, y sofocada, vino a sonreír, a sonreír una última vez, a sonreír tristemente. ¿Entonces ella se acordaba también? ¿Por qué no he vuelto? ¿No estaba ahí mi destino?

* * *

El traje de un pueblo es más revelador que su poesía, que puede venir de otro lado y engañar a todos, como la del Japón.

El traje es una concepción de sí que se lleva en sí.

¿Quién soñaría en llevar algo que le es contrario y que lo contradice constantemente?

Cuando un pueblo se viste, a veces se equivoca en lo que le conviene, pero raras veces y por poco tiempo. Ni el color de la piel ni la forma del cuerpo dictan el traje, sino el alma y los conceptos generales.

Es difícil vestir a la japonesa, pero nada la obliga a apretarse, como lo hace, los senos que tiene hermosos y bien formados, y a llevar un almohadón en la espalda. Nada sino el amor a la disciplina. El traje japonés es en extremo decorativo, pero estético.

Las baliñesas van muy bien con el pecho desnudo.

No crean ustedes que es casual, sus piernas están cuidadosamente cubiertas hasta los pies por lindas telas que tiñen ellas mismas y podrían vestirse bien. Por otra parte el desnudo se lleva difícilmente: es una técnica del alma. No basta sacarse la ropa. Hay que sacarse la picardía. (He visto nudistas, en los alrededores de Viena. Se creían «desnudos». Yo no he visto más que carne.)

La poesía de un pueblo, en muchas épocas una fabricación de estetas, engaña más que el traje.

El teatro no miente tanto (al menos en la manera de representarlo), pues el público no iría regularmente a espectáculos que lo aburren.

He visto los teatros chino, coreano, malayo, tamil, bengalí, indostaní, turco, griego moderno, anamita, húngaro, español, servio, etc., etc.; el cinematógrafo chino, japonés, bengalí, hindú, y los bailes javaneses, balineses, hindúes, somalíes... y de los indios del Perú y del Ecuador.

Pero fue necesaria la postguerra para que nacieran estas obras maestras.

Ningún pueblo, en los films, se ha realizado y revelado tanto.

Pueblo de acción, de gesto, de teatralización, el cine lo esperaba en particular, a él predestinado.

En este nuevo arte para todos, tenía que hacer algo absolutamente aparte. Iba a mostrar a sociedades que creían saber lo que es realmente el porte.

No se puede asistir a sus espectáculos sin incorporarse. El zazen, no lejos; a otro nivel.

El argumento es lo de menos. Muchos son semejantes. Lo mismo la historia de los pueblos (en todas partes semejantes) importa poco. La manera, el estilo, cuentan, y no los hechos. Un pueblo del que nada se sabe o que ha robado todo a los demás, tiene propios sus gestos, su acento, su fisonomía..., sus reflejos que lo traicionan.

Y cada hombre tiene su cara que lo juzga, y su cara, al mismo tiempo, juzga su raza, su familia y su religión, su época.

¿Habrá otra guerra? Mírense, europeos, mírense.

Nada en vuestra cara es apacible.

Todo es lucha, deseo, avidez.

Hasta la paz la queréis violentamente.