CAPÍTULO XV
LA CONSULTA
Reclinada contra la repisa de la chimenea, o
mejor dicho, su brazo, pues era una mujer alta, presentía que algo
iba a decirle Eustaquio, y trató de disimular la inquietud que
sentía, fingiendo que se distraía con los adornos de bronce de la
repisa.
«Ahora o nunca», se dijo Eustaquio a sí
mismo, cobrando aliento y haciendo lo posible para reprimir los
latidos de su corazón.
—No sé qué decir, señorita Smithers —empezó
el joven.
—Pues entonces no diga usted nada —contestó
Augusta con prontitud—. Yo lo hice y me alegro de haberlo hecho.
¿Qué importan estas marcas si con ellas se evita una
injusticia?
La joven inclinó de nuevo la cabeza y,
entreteniéndose otra vez con los adornos de bronce, colocó el brazo
de manera que Eustaquio no podía verle la cara, al mismo tiempo que
ella lo observaba en el espejo y notaba sus cambios. Eustaquio, tan
pálido que parecía un espectro, la miraba asustado, como se asustan
todos los jóvenes, cuando proponen matrimonio por primera
vez.
—Señorita Smithers —murmuró Eustaquio—,
señorita, quiero decirle una cosa...
—Dígala usted, señor Meeson —contestó
Augusta.
—Quiero decirle...
—¿Lo que va usted a hacer a propósito del
testamento? —dijo la joven.
—No, no; nada de eso. No se ría usted de mí,
señorita.
—Yo no me he reído —repuso Augusta
inocentemente, envolviendo al joven en la dulce mirada de sus
ojos.
—Augusta —exclamó Eustaquio—, yo la amo.
Empecé a amarla cuando la vi por primera vez en casa de mi tío, y
desde entonces mi cariño ha crecido más cada día. Cuando supe que
usted se había ahogado, perdí toda esperanza y varias veces tuve
deseos de morir.
Al oír hablar así a Eustaquio, Augusta se
turbó, pues, por muy preparada que esté la mujer para un caso de
éstos, siempre se desconcierta y no sabe qué contestar.
—¿Sabe usted, señor Meeson —dijo al fin sin
levantar los ojos y ver el rostro suplicante de su amigo—, sabe
usted que ésta es la cuarta vez que nos vemos?
—Sí, lo sé, pero usted no debe rechazarme
por ese motivo. De ahora en adelante nos veremos con más
frecuencia, si usted lo permite. Yo conozco a usted más de lo que
se imagina. He leído sus obras muchísimas veces.
Ese fue un golpe magnífico. Por poco vana
que sea una persona, no es natural en una mujer oír un elogio como
ése y no sentirse halagada.
—Yo no soy mis libros —dijo Augusta.
—No, pero son alguna parte de usted. Por
ellos la conozco y la comprendo más de lo que podría comprenderla
si la hubiera visto cien veces.
Augusta levantó la vista y fijó en el joven
una mirada escudriñadora, tierna y llena de amor...
Poco después, el jefe de los sirvientes
llegó al comedor y al ver a Augusta encarnada y a Eustaquio lívido,
sentados juntos como dos palomas, se retiró fingiendo no percatarse
de ello.
El lacayo era hombre de experiencia que
había visto mucho y supuesto más.
La señora Holmhurst llegó después, y miró
guiñando el ojo a los jóvenes. Ella también era mujer de
experiencia.
Eustaquio le dijo que él y Augusta estaban
comprometidos, lo cual era ir tal vez demasiado lejos, puesto que
no había mediado promesa alguna, pero Augusta no quiso contrariar
lo dicho y con su silencio asintió.
—Es usted uno de los hombres más afortunados
que he conocido, señor Meeson —dijo la señora Holmhurst—, porque
Augusta no es solamente la más dulce y encantadora de mis amigas,
sino una de las más interesantes y valientes que conozco. Cuídese
usted mucho, señor de Meeson, para que el mundo no lo llame
«el marido de Augusta Smithers».
—Acepto el riesgo —repuso tranquilamente
Eustaquio—. En realidad, Augusta es mejor que yo y me admira que se
haya decidido a ser mi esposa.
—Así es como hablan los hombres siempre
antes de casarse —dijo la señora Holmhurst—. Augusta lleva en la
espalda la fortuna de usted, y por esto me permito indicarle que no
pierda tiempo y consulte con su abogado; esto, por supuesto, si han
terminado ustedes y se han dicho todo lo que tenían que decirse.
Usted volverá a comer con nosotras —. Puede venir más temprano, si
lo desea, pues Augusta estará en casa y querrá saber qué dice el
abogado respecto al testamento. ¡Hasta luego!
—Me parece que es un excelente joven,
querida Augusta —dijo la señora Holmhurst, después que Eustaquio
salió—. Tal vez fue algo audaz en proponerte matrimonio a la cuarta
vez que te veía, pero la audacia, por otra parte, es una buena
cualidad en los hombres. Además, si el testamento es válido,
Eustaquio será uno de los hombres más ricos de Inglaterra, y creo
que he de felicitarte, querida mía.
»Tú has estado enamorada de él hace mucho
tiempo. Lo imaginé desde que lo vi en la estación; y me convencí
después, cuando me hablaste del testamento. A no ser así, no te
hubieras dejado marcar la espalda; ninguna mujer lo habría hecho
nada más que por justicia, como me diste a entender. ¡Ya te
conozco, Augusta!
Mientras tanto, Eustaquio se encaminaba
hacia el Temple. En la misma casa en que él vivía, habitaban hacía
algunos meses dos hermanos llamados Short, con quienes estaba él en
muy buenas relaciones. Los dos Short eran gemelos, tan parecidos el
uno al otro, que Eustaquio necesitó un mes para distinguirlos. Ei
padre de estos gemelos murió cuando ellos estaban aún en el
colegio, y les dejó lo poco que poseía, igualmente repartido entre
los dos. No era mucho, producía apenas cuatrocientas libras por
año, y los dos hermanos, muy sabiamente, resolvieron aprender algo
para aumentar su fortuna.
Con una previsión maestra, determinaron que
uno fuera abogado y otro corredor o procurador de los clientes, y
dejaron que la suerte decidiera la carrera que cada uno seguiría,
tirando al aire una moneda. La idea era magnífica, pues de ese modo
el uno ayudaba al otro. Juan presentaría clientes y memoriales a
Jaime y los triunfos forenses de éste se reflejarían en Juan. Su
objeto era establecer una oficina legal, de primera clase.
Los dos hermanos estudiaron y se licenciaron
a un tiempo. Juan estableció su oficina en un edificio lleno de
corredores y Jaime en otro lleno de abogados, pero la cosa no pasó
de ahí, porque Juan no pudo obtener clientes y, en consecuencia, no
tenía ninguno que presentar a su hermano.
En los tres años transcurridos hasta
entonces, ni Juan ni Jaime habían sacado el provecho que ambos se
prometían de la carrera. Juan iba a la oficina a sentarse y a
suspirar: los clientes eran tan pocos y tan difícil el obtenerlos,
que apenas ganaba lo suficiente para pagar los alquileres. Jaime,
por su parte, vestido con la artística toga del jurista, vagaba de
corte en corte, buscando a quien atrapar. Una que otra vez tenía el
placer de representar a algún colega que le recomendaba algún
asunto, mientras él atendía a los otros; pero esto, como se sabe,
equivale a desempeñar el trabajo ajeno sin remuneración de ninguna
especie. En otra ocasión, un togado, a quien apenas conocía, vino
corriendo hacia él con un memorial en la mano y le suplicó que lo
presentara cuando llegara el turno. El pobre Jaime apenas había
empezado a leer el escrito, cuando le tocó el turno. Baste decir
que, al concluir, el juez lo miró por encima de sus anteojos y le
dijo «que se admiraba que hubiera un abogado que consintiera en
perder el tiempo y hacer perder el suyo al tribunal presentando un
caso como ése».
Por eso, sin duda, el colega le había
trasladado el memorial y las responsabilidades, pero no los
honorarios.
En otra ocasión, hallándose en el tribunal
de verificaciones, un corredor —de carne y hueso— se le acercó y
suplicó pidiera a la corte para demandar la comparecencia de una de
las contrapartes en el divorcio.
El memorial estaba marcado: dos guineas.
Jaime hizo la petición, el juez aceptó la excusa, y cuando Jaime
volvió a buscar al corredor, éste había desaparecido y, junto con
él, las dos prometidas guineas. ¡Sin embargo, le quedó el memorial,
y desde entonces visitó frecuentemente la corte, con la esperanza
de ver al tal corredor el día menos pensado y con la idea de
aprovechar la primera coyuntura y hacer su reputación como abogado
de divorcios!
Ahora bien; Eustaquio, en la salita de la
pensión en donde vivía junto con los Shorts, había oído a Jaime
discutir con frecuencia y acaloradamente acerca de la validez o
nulidad de los testamentos, y naturalmente, se dirigió a éste en el
presente dilema. Sabía en dónde tenía su oficina y se encaminó a
ella sin perder un instante. Llamó a la puerta y fue recibido por
un chiquillo minúsculo que desempeñaba el oficio de dependiente de
Jaime Short y de los otros inteligentes abogados cuyos nombres
estaban pintados en la puerta.
El chico, al abrir la puerta, miró a
Eustaquio y se alarmó. Al principio lo miró lleno de esperanza,
pero enseguida lo miró con desesperación resignada; había creído
que Eustaquio era un cliente y eso lo llenó de alegría; vio después
que no parecía ser siquiera dependiente de ningún corredor y eso lo
desesperó. ¡Era imposible! ¡Eustaquio no era cliente!
—El señor Short está en ese cuarto, a la
derecha —dijo el chiquitín con resignación.
Eustaquio llamó y entró en una oficina del
tamaño de una alacena, amueblada con una mesa, tres sillas, una de
ellas mecedora, y un estante con una veintena de libros de leyes y
otros de relaciones forenses. En el poyo de la ventana, exactamente
en el medio, estaba el venerado memorial de las dos guineas.
Jaime Short era de baja estatura y bastante
grueso, de ojos negros, nariz aguileña y muy calvo. La calva era,
felizmente, el único distintivo entre él y su hermano, pero de nada
servía cuando ambos tenían el sombrero puesto.
Al llegar Eustaquio, Jaime estudiaba con
marcada atención ese gran periódico legal llamado el Sporting Times, que dedica todas sus columnas al
pugilato, las carreras y las apuestas en general; pero tan pronto
como entró el «cliente», ocultó el periódico y lo tapó con un libro
que sacó a la ventura del estante que tenía a la mano.
—No hay cuidado, amigo mío —dijo Eustaquio
que había advertido la trasposición del periódico—. No te alarmes;
soy yo.
—¡Ah! Yo pensé que sería un cliente. No es
cosa probable por más que parece imposible, y uno debe estar
siempre preparado para la probabilidad.
—Muy bien hecho —repuso Eustaquio—. Pues has
de saber que yo soy un cliente, un bocado de reina; ¡son dos
millones de libras la fortuna de mi tío! Hay otro testamento y
quiero oír tu opinión en el asunto.
Al oír la palabra «testamento», Jaime dio un
salto de alegría, pero después, como si se le ocurriera una idea,
se sentó en la silla majestuosamente y se puso serio.
—Señor Meeson —dijo—, siento mucho no poder
oír a usted.
—¡Eh! —murmuró Eustaquio, sorprendido—. ¿Qué
dices?
—Digo que usted no viene acompañado de un
corredor, que usted no me ha sido presentado, y la etiqueta de la
profesión a que tengo la honra de pertenecer, me prohíbe oír a un
cliente que no ha sido introducido por un corredor.
—¡Hombre! ¡Deja la etiqueta de la profesión
por un momento siquiera!
—Señor Meeson, si usted hubiese venido aquí
como amigo, con mucho placer le daría cualquier informe: pero usted
mismo me ha dicho que viene como cliente, y en este caso, nuestra
amistad se deja a un lado y cede el puesto a los respetos
legales.
—¡Oh, cielos! No me imaginé que usted fuera
tan escrupuloso y creí que sería un buen bocado para usted.
—Sin duda, sin duda; en el estado actual de
mis negocios —dijo Short mirando melancólicamente el viejo
memorial—, no puedo desechar a ningún cliente. Aconsejo a usted que
vaya y consulte a mi hermano, y voy a fijar la hora para que
vuelvan juntos. Nos encontraremos aquí dentro de una hora... No,
espere usted, tal vez tengo otro compromiso. Voy a ver el registro.
¡Muchacho!
El chiquillo apareció.
—¿Cuándo ha de venir el próximo cliente?
¿Qué compromisos tengo para hoy?
—Ninguno, señor —contestó el niño—. ¡Ah! No
—añadió apresuradamente— ; creo que hay varios.
El muchacho salió y regresó casi al momento,
diciendo que había dos clientes para el siguiente día.
—Muy bien —dijo el señor Short—. Anote usted
el compromiso para hoy a las dos en punto.
Así Eustaquio fue de Herodes a Pilato. Tan
pronto como dejó la oficina, Jaime llamó al dependiente y le dijo
que fuera al despacho del señor Thompson en el próximo piso. El
chico fue a suplicarle, de parte del señor Short, que hiciera el
favor de proporcionar a éste el tomo octavo de la Recopilación
revisada de los estatutos, que contiene las disposiciones vigentes
sobre testamentos y los Comentarios de Brown, Dixon y Ponoles sobre
el mismo asunto, obras todas valiosas por los informes que dan.
Thompson envió los libros con mucho gusto y Short se dedicó a
examinarlos cuidadosamente, mientras regresaba el cliente.
Al salir a la calle, Eustaquio tomó un coche
y dijo al cochero que lo llevara al Temple, en donde Juan Short
tenía su despacho.
Al entrar, supo que la oficina del señor
Short estaba en el séptimo piso del edificio más alto que había
visto en su vida. No se desanimó por eso y subió las interminables
escaleras, que le recordaban las minas de Cornwalis. Cinco minutos
después se hallaba frente a una puerta que tenía el nombre de
«Juan Short-Corredor».
Llamó y fue recibido por un chiquillo tan
parecido al de Jaime, que Eustaquio quedó sorprendido. Como sus
patrones, los dos muchachos eran gemelos.
Juan Short estaba en su oficina y Eustaquio
fue conducido inmediatamente a su presencia. Parecía que estaba
consultando una pila inmensa de correspondencia escrita en papel de
oficio, pero Eustaquio observó que los cantos del papel estaban muy
amarillos y la tinta desteñida, como si fueran escritos
viejos.
¡Juan Short los había comprado junto con los
otros muebles de la oficina...!