Martes, 7

A las ocho y cuarto de la noche la jueza Rachel Rosen estacionó su Volvo en el garaje del edificio donde vivía, sacó de la cajuela su pesado maletín con los documentos que pensaba estudiar esa noche y la bolsa del mercado con su cena y el almuerzo del día siguiente, un trozo de salmón, brócoli, dos tomates y un aguacate. Se había criado en un ambiente de austeridad y para ella cualquier gasto innecesario era un insulto a la memoria de sus padres, sobrevivientes de un campo de concentración en Polonia, que llegaron a América sin nada y con mucho esfuerzo alcanzaron una buena situación. Compraba lo justo para el día y no desperdiciaba nada; las sobras de la cena servían para el día siguiente, las llevaba en envases de plástico al Tribunal de Menores, donde almorzaba sola en su oficina. No vivía mal, pero se daba pocos lujos y ahorraba como una urraca con la esperanza de retirarse a los sesenta y cinco años y vivir de sus rentas. Había heredado los muebles de su familia y las modestas joyas de su madre, sin más valor que el sentimental, y era dueña de su ático, acciones de Johnson & Johnson, Apple y Chevron y una cuenta de ahorro de la que planeaba gastar hasta el último céntimo antes de morir, porque no deseaba que su hijo y su nuera recibieran los beneficios de su trabajo, no los merecían.

Salió apurada de ese garaje maloliente y poblado de sombras, el lugar menos seguro del edificio; había oído historias de asaltos en sitios como ése, asaltos a mujeres solas, mujeres viejas, como ella. Hacía tiempo que se sentía vulnerable y amenazada, ya no era la persona fuerte y decidida de antes, la que hacía temblar a los pandilleros más duros, respetada por la policía y por sus colegas. Ahora esa misma gente cuchicheaba a sus espaldas, le habían puesto un apodo, le decían la Carnicera, o algo así, claro que nadie se atrevía a decírselo a la cara. Estaba cansada, mejor dicho vivía cansada, ya ni siquiera podía trotar, apenas lograba dar la vuelta al parque caminando, había llegado el momento de jubilarse, le faltaban sólo unos meses para gozar de un merecido descanso.

Subió en el ascensor directamente a su apartamento, sin pasar por la conserjería a recoger su correo, porque el portero se retiraba a las siete de la noche y dejaba todo con llave. Se demoró un par de minutos en abrir los dos cerrojos de su puerta y al entrar se dio cuenta de que había olvidado conectar la alarma al salir, un imperdonable descuido que jamás había tenido antes. Quiso atribuirlo al exceso de trabajo de las últimas semanas, andaba distraída y había salido deprisa por la mañana porque iba atrasada, pero tenía una sensación persistente y fastidiosa de que estaba perdiendo la memoria. Enseguida la asaltó la preocupación de que alguien hubiera entrado; también había escuchado que ninguna alarma es segura, que ahora había unos dispositivos electrónicos que podían desarmarlas.

Rachel Rosen apreciaba muy poco su vivienda; la idea de comprar ese apartamento de techos altos, antiguo e inhóspito, había sido de su marido, nunca llegaron a remodelarlo, como alguna vez habían soñado, y se quedó tal como estaba treinta años antes, con un hálito frío de mausoleo. Pensaba venderlo apenas se jubilara y trasladarse a algún lugar con sol, donde no necesitara calefacción, como Florida. Agobiada por el largo día lidiando con abogados y delincuentes, encendió la luz del hall, dejó el maletín sobre la mesa del comedor, avanzó a tientas por el pasillo oscuro hasta la cocina, donde soltó la bolsa del mercado sobre la repisa y fue a su pieza a quitarse la ropa de trabajo y ponerse algo cómodo. Quince minutos más tarde regresó a la cocina a preparar su cena, en pijama, bata de franela y pantuflas forradas en piel de cordero. No alcanzó a vaciar la bolsa.

Primero lo sintió a sus espaldas, una presencia sigilosa, como un mal recuerdo, y no se movió, expectante, con la misma sensación de pavor que la asaltaba al bajarse del auto en el garaje. Hizo un esfuerzo por dominar la imaginación, no quería terminar como su madre, que pasó sus últimos años encerrada bajo llave en su apartamento, sin salir para nada, convencida de que agentes de la Gestapo la aguardaban al otro lado de la puerta. Los viejos se vuelven miedosos, pero yo no soy como mi madre, pensó. Le pareció escuchar el roce de algo como papel o plástico y se volvió hacia la puerta de la cocina. Una silueta se recortaba en el umbral, una vaga forma humana, inflada, sin rostro, lenta y torpe como un astronauta en la Luna. Lanzó un grito ronco y terrible, nacido en el vientre, que le subió por el pecho como una llamarada, vio avanzar a la espantosa criatura; el segundo grito se le atascó en la boca y el aire se le acabó.

Rachel Rosen retrocedió un paso, tropezó con la mesa y cayó de lado, protegiéndose la cabeza con los brazos. Se quedó en el suelo, murmurando súplicas de que no le hicieran daño, ofreciendo entregar el dinero y las cosas de valor que tenía en la casa, arrastrándose debajo de la mesa, donde se acurrucó temblando, negociando y llorando durante los tres eternos minutos en que tuvo consciencia. No había sentido el pinchazo en el muslo.