Viernes, 10

Era poco usual para el inspector Bob Martín encontrarse en cama a las siete y media de la mañana de un viernes, su jornada normal comenzaba al amanecer. Estaba tendido con los brazos detrás de la cabeza, su postura más cómoda, contemplando la tenue luz del día que se colaba por la persiana blanca de su pieza y luchando contra el impulso de fumar. Había dejado el cigarrillo hacía siete meses, llevaba un parche de nicotina y diminutas agujas que Yumiko Sato le ponía en las orejas, pero el anhelo de fumar seguía siendo casi irresistible. Ayani le había recomendado, en uno de sus encuentros, que ya no eran interrogatorios sino conversaciones, que probara con hipnotismo, uno de los recursos de la psicología que contribuyó a la fama de su marido, pero la idea no le gustaba. Creía que el hipnotismo se prestaba a abusos, como en esa película en que un mago hipnotiza a Woody Allen y lo obliga a robar joyas.

Acababa de hacer el amor con Karla por tercera vez en cinco horas, lo cual no era exactamente un récord, porque en total le había tomado veintitrés minutos, y ahora, mientras ella preparaba café en la cocina, él pensaba en la señora Ashton, en la fragancia dulce de su piel, que adivinaba, porque nunca había estado tan cerca de ella como para olfatearla, en su cuello largo, sus ojos color miel de párpados adormecidos, su voz lenta y profunda, como el caudal de un río o el motor de la secadora. Había pasado un mes desde la muerte de Ashton y él seguía inventando pretextos para ver a la viuda casi a diario. Eso provocaba comentarios sarcásticos de Petra Horr. Su asistente le estaba perdiendo el respeto. Eso pasaba por darle confianza, tendría que ponerla en su lugar.

Retozando con Karla en la oscuridad soñaba que lo hacía con Ayani, las dos mujeres eran altas y delgadas, de huesos largos y pómulos pronunciados, pero el hechizo se hacía trizas apenas Karla abría la boca para lanzar una retahíla de obscenidades con acento polaco, que al principio lo excitaban y pronto empezaron a fastidiarlo. Ayani hacía el amor en silencio, estaba seguro, o tal vez ronroneaba como Salve-el-Atún, pero nada de cochinadas en lengua etíope. No quería pensar en Ayani con Galang, como había sugerido Petra, y mucho menos en la mutilación que sufrió esa mujer en la infancia. Nunca había visto una criatura tan extraordinaria como Ayani. El aroma del café le llegó a la nariz en el momento en que sonaba el teléfono.

—Bob, soy Blake. ¿Puedes venir a mi casa? Es urgente.

—¿Le ha pasado algo a Amanda? ¿A Indiana? —gritó el inspector, saltando de la cama.

—No, pero es grave.

—Voy.

Blake Jackson, tan poco alarmista, debía tener una poderosa razón para llamarlo. En dos minutos se echó un manotazo de agua en la cara, se vistió con lo primero que encontró a mano y corrió a su coche, sin despedirse de Karla, que se quedó desnuda en la cocina con los tazones de café en las manos.

Al llegar a Potrero Hill, encontró la camioneta rosada de las Cenicientas Atómicas estacionada en la puerta de su ex suegro y a él en la cocina con Elsa Domínguez y sus dos hijas, Noemí y Alicia. Eran jóvenes, bonitas de cara, cuadradas de cuerpo y enérgicas, sin nada de la ingenuidad y dulzura de su madre. Habían comenzado a limpiar casas en la escuela secundaria, después de las clases, para contribuir a la economía familiar, y en pocos años se convirtieron en empresarias. Conseguían clientes y estipulaban las condiciones del empleo, luego mandaban a otras mujeres a hacer aseo y a fin de mes ellas cobraban, pagaban los sueldos y compraban los materiales de limpieza. Las empleadas no corrían el riesgo de ser explotadas por patrones desalmados y los clientes se libraban de preguntar por la situación legal de esas mujeres o de traducir instrucciones al español, pues se entendían directamente con Noemí y Alicia, quienes eran responsables de la calidad del servicio y la honradez de su gente.

Las cenicientas atómicas se habían multiplicado en los años recientes, cubrían un área amplia de la ciudad y había una lista de espera para conseguirlas. Por lo general acudían a las casas una vez por semana, llegaban en equipos de dos o tres y se ponían manos a la obra con tal ímpetu, que en pocas horas dejaban todo soplado. Así lo habían hecho durante varios años con la jueza Rachel Rosen, en Church Street, hasta la mañana de ese viernes, cuando la encontraron colgada de un ventilador.

***

Alicia y Noemí le explicaron al inspector que Rachel Rosen ponía tantos inconvenientes para pagarles a tiempo, que finalmente, cansadas de lidiar con ella cada mes, decidieron suspenderle el servicio. Esa mañana fueron las dos a cobrarle los cheques de diciembre y enero y darle aviso de que las cenicientas no volverían. Llegaron a las siete, cuando el portero del edificio no estaba, porque comenzaba su jornada a las ocho, pero conocían la clave de la puerta principal y tenían llave del apartamento de su cliente. Encontraron el ambiente en penumbra y helado, la calefacción estaba apagada, y se extrañaron de la quietud, porque Rosen se levantaba temprano y a esa hora ya tendría que estar tomando té con las noticias de la televisión a todo volumen, en ropa de gimnasia y zapatillas para salir al parque Dolores. Su recorrido era invariable: cruzaba desde Church Street por el puente de peatones, caminaba a paso rápido una media hora, se detenía en la panadería Tartine, en la esquina de Guerrero con la calle 18, compraba un par de bollos y regresaba a su casa a ducharse y vestirse para ir al Tribunal. Las dos mujeres recorrieron la sala, el escritorio, el comedor y la cocina llamando a la señora, golpearon la puerta cerrada de su habitación y al no obtener respuesta se atrevieron a entrar.

—Estaba colgada del techo —dijo Alicia en un susurro, como si temiera ser oída.

—¿Se suicidó? —preguntó el inspector.

—Eso pensamos primero y miramos a ver si estaba viva y podíamos descolgarla, pero nos pareció que la habían matado, porque nadie se cubre la boca con cinta adhesiva para suicidarse, ¿no? Entonces nos asustamos y Alicia me dijo que saliéramos rápido. Nos acordamos de las huellas digitales y por eso limpiamos las puertas y todo lo que habíamos tocado —explicó Noemí, muy nerviosa.

—¡Contaminaron la escena! —exclamó el inspector.

—No contaminamos nada. Limpiamos con toallitas húmedas. Ya sabe, ésas que son desechables, siempre andamos con ellas, son desinfectantes.

—Llamamos a la mami desde la camioneta —agregó su hermana, señalando a Elsa, que lloraba silenciosa en su silla, aferrada a la mano de Blake.

—Yo les dije que se vinieran directo donde mister Jackson. ¿Qué otra cosa podían hacer? —dijo Elsa.

—Avisar al 911, por ejemplo —sugirió Bob Martín.

—Las muchachas no quieren líos con Inmigración, Bob. Ellas tienen permiso de trabajo, pero la mayoría de sus empleadas son indocumentadas —le aclaró Blake.

—Si ellas son legales no tienen nada que temer.

—Eso crees tú, que nunca has estado en la situación de un inmigrante con acento latino —replicó su ex suegro—. Rachel Rosen era muy desconfiada. Nadie la visitaba, ni siquiera su hijo tiene llave de su apartamento, sólo Alicia y Noemí, que iban a dejar a las mujeres de la limpieza todas las semanas. A ellas las van a tratar como sospechosas.

—A la señora nunca se le perdió nada, por eso al final nos entregó la llave. Al principio se quedaba para vigilar, contaba los cubiertos y cada pieza de ropa que iba a la máquina de lavar, pero después se relajó —explicó Alicia.

—Todavía no entiendo por qué no llamaron a la policía —insistió Bob Martín, echando mano de su celular.

—¡Espérate, Bob! —lo detuvo Blake.

—¡Llevamos tantos años trabajando en este país, somos personas honradas! Usted nos conoce, imagínese que nos echen la culpa por la muerte de esa señora —sollozó Elsa Domínguez.

—Eso se aclararía rápidamente, Elsa, no tema —le aseguró Bob Martín.

—Elsa está preocupada por Hugo, su hijo menor —intervino Blake—. Como sabes, el muchacho ha tenido problemas con la ley, a ti te tocó ayudarlo un par de veces, ¿te acuerdas? Estuvo en la cárcel por peleas y robo. Hugo tiene acceso a la llave de ese apartamento.

—¿Cómo así? —preguntó el inspector.

—Mi hermano vive conmigo —dijo Noemí—. Las llaves de todas las casas que servimos están colgadas en mi pieza en un llavero, con el nombre del cliente. Hugo tiene la cabeza hueca y se mete en líos, pero es incapaz de matar una mosca.

—Tu hermano pudo ir al apartamento de la Rosen a robar… —especuló el inspector.

—¿Te parece que iba a ahorcar a esa mujer? ¡Por favor, Bob! Ayúdanos, tenemos que mantener al muchacho fuera de esto —le rogó Blake.

—Imposible. Vamos a tener que interrogar a todo el mundo que haya tenido contacto con la víctima y el nombre de Hugo saldrá en la investigación. Voy a tratar de darle un par de días —dijo el inspector—. Me voy a la oficina. Dentro de diez minutos hagan una breve llamada anónima al 911 desde un teléfono público para avisar de lo que pasó. No es necesario que se identifiquen, sólo den la dirección de la Rosen.

***

El inspector se detuvo en una gasolinera a llenar el tanque y, tal como esperaba, la voz de Petra Horr lo alcanzó en su móvil para informarle del cadáver de Church Street. Se dirigió hacia allá mientras su asistente, con eficiencia militar, le entregaba los primeros datos de la víctima. Rachel Rosen, nacida en 1948, graduada de Hastings, ejerció como abogada en una firma privada, luego como fiscal pública y finalmente como jueza de menores, cargo que ejerció hasta el momento de su muerte.

—Tenía sesenta y cuatro años, iba a jubilarse el próximo año —añadió Petra—. Casada con David Rosen, se separaron pero no se divorciaron, tuvieron un hijo, Ismael, que vive en San Francisco y me parece que trabaja en una distribuidora de licores, pero debo confirmarlo. Todavía no ha sido notificado. Ya sé lo que está pensando, jefe: el primer sospechoso es el cónyuge, pero no nos sirve, porque David Rosen tiene una buena coartada.

—¿Cuál?

—Se murió de un paro cardíaco en 1998.

—Mala suerte, Petra. ¿Algo más?

—La Rosen no se llevaba bien con su nuera, eso la distanció del hijo y de los tres nietos. El resto de su familia consiste en un par de hermanos en Brooklyn, a quienes aparentemente no había visto en años. Era poco amistosa, una mujer amargada y de mal genio. En el Tribunal tenía reputación de severa, sus juicios eran temibles.

—¿Dinero? —preguntó Bob.

—Eso no lo sé, pero estoy investigando. ¿Quiere que le dé mi opinión, jefe? Era una vieja jodida, merece cocinarse en las pailas del infierno.

Cuando llegó Bob Martín a Church Street, frente al parque Dolores, media cuadra ya estaba acordonada y el tráfico desviado por la policía. Un oficial lo acompañó al edificio, donde el portero de turno, Manuel Valenzuela, un hispano de unos cincuenta años, de traje oscuro y corbata, le explicó que él no había llamado al 911. Se enteró de lo sucedido cuando aparecieron dos agentes y le exigieron que abriera el apartamento de Rachel Rosen con su llave maestra. Dijo que había visto a la señora por última vez el lunes, cuando ella recogió su correo, lo que no hizo el martes, miércoles ni jueves, por eso pensó que estaba de viaje. A veces se ausentaba por varios días, era parte de su trabajo. Esa mañana él la llamó pasadas las ocho, apenas comenzó su turno, para preguntarle si deseaba que le subiera la correspondencia acumulada y un paquete, que le había llegado el día anterior por la tarde, pero nadie contestó el teléfono. Manuel Valenzuela supuso que si la mujer había regresado de su viaje, podía estar en el parque. Antes de que alcanzara a inquietarse llegaron la policía y una ambulancia, con un escándalo que alteró a todo el barrio.

Bob Martín le ordenó al portero que esperara en su puesto y diera el mínimo de información a los otros habitantes del inmueble para evitar el pánico, luego confiscó la correspondencia y el paquete y se encaminó al piso de Rachel Rosen, donde lo esperaba el sargento Joseph Deseve, el primero en acudir a la llamada del 911. El inspector se alegró de verlo: era un hombre con años de experiencia, prudente, que sabía manejar una situación como ésa. «Limité el acceso al piso. A la escena sólo he entrado yo. Tuvimos que impedir a la fuerza la entrada a un reportero que se las arregló para subir hasta aquí. No sé cómo se entera la prensa antes que nosotros», le informó el sargento.

El ático de la víctima tenía ventanales frente al parque, pero la vista y la luz estaban bloqueadas por visillos y gruesas cortinas, que le daban al ambiente aspecto de funeraria. La dueña lo había decorado con muebles anticuados y en mal estado, alfombras de imitación persa, cuadros de paisajes bucólicos en colores pastel con marcos dorados, plantas artificiales y un aparador con puertas de cristal, donde exhibía un zoológico de animales de cristal Swarovski, que el inspector captó con el rabillo del ojo antes de dirigirse a la habitación principal.

El oficial que bloqueaba la puerta se hizo a un lado al verlos y Joseph Deseve se quedó en el umbral, mientras el inspector entraba con su pequeña grabadora para dictar sus primeras impresiones, que a menudo eran las más acertadas. Tal como habían dicho Noemí y Alicia, la jueza estaba en pijama, descalza, colgada del ventilador del centro de la pieza, amordazada con cinta adhesiva. Se fijó de inmediato en que alcanzaba a tocar la cama con los pies, eso significaba que podía haber tardado horas en morir, luchando instintivamente por sostenerse, hasta que la venció el cansancio o se desmayó y el peso del cuerpo la estranguló.

Se agachó a examinar la alfombra y verificó que la cama no había sido desplazada de su sitio, se empinó para observar el ventilador, pero no se subió a una silla o a la mesilla de noche porque antes debían tomar huellas digitales. Le extrañó que el ventilador no se hubiera desprendido del techo con los movimientos desesperados de la víctima.

El proceso de putrefacción estaba avanzado, el cuerpo hinchado, el rostro desfigurado, los ojos desorbitados, la piel marmórea con vetas verdes y negras. Por el aspecto del cadáver, Martín supuso que la muerte había ocurrido por lo menos treinta y seis horas antes, pero decidió no hacer conjeturas y esperar a Ingrid Dunn.

Salió del cuarto, se quitó la mascarilla y los guantes; después dio orden de volver a cerrarlo y poner vigilancia en la puerta. A continuación llamó a Petra para que diera aviso a la forense y al resto del personal necesario para examinar la escena, dibujar un boceto del contenido de la habitación, fotografiar y filmar antes de levantar el cuerpo. Se subió el cierre de la chamarra con un escalofrío y se dio cuenta de que tenía hambre, que le hacía falta el café con que despertaba por las mañanas. En un chispazo vio a Karla con dos tazones en las manos, desnuda, alargada como una garza, los huesos protuberantes de las caderas y las clavículas, los senos exagerados, que le habían costado los ahorros de tres años, una fabulosa criatura de otro planeta aparecida por error en su cocina.

***

Mientras el sargento Deseve bajaba a la calle a controlar a la prensa y los curiosos, Bob Martín hizo una primera lista de las personas que debía interrogar y luego revisó el último correo de Rachel Rosen, varias cuentas, un par de catálogos, tres periódicos y un sobre del Banco de América. El paquete contenía otro animal de cristal. Bob Martín llamó a la recepción y el portero le explicó que la señora Rosen recibía uno por mes desde hacía años.

Pronto llegó en masa el equipo forense, encabezado por Ingrid Dunn y acompañado por Petra Horr, que no tenía nada que hacer allí; a modo de pretexto le traía al inspector un café con leche tamaño gigante, como si le hubiera leído el pensamiento. «Perdone, jefe, pero no aguanté la curiosidad: tenía que verla con mis propios ojos», fue su explicación. Bob Martín recordó la historia que Petra le había contado una noche de celebración, que comenzó con mojitos y cerveza en el Camelot, el antiguo bar de la calle Powell, donde policías y detectives iban regularmente después de las horas de oficina, y terminó en la pieza de Petra con lágrimas y confidencias. Se habían juntado varios colegas a brindar por la condena de O. J. Simpson en Las Vegas —asalto a mano armada y secuestro, treinta y tres años de prisión— que aplaudieron como prueba fehaciente de la justicia divina. La admiración que todos sentían por las proezas del futbolista se había tornado en frustración siete años antes, cuando fue absuelto de los asesinatos de su ex mujer y un amigo de ésta, aunque las pruebas en su contra eran contundentes. La policía de todo el país se sintió burlada.

La noche del Camelot había sido en diciembre de 2008 y para entonces Petra llevaba algún tiempo en el Departamento. Bob Martín sacó la cuenta de los años que habían trabajado juntos y le sorprendió que ella no hubiera envejecido ni un día, seguía siendo el mismo duende de antes, la misma que se tomó tres mojitos, se puso sentimental y lo llevó a la pieza de servicio que alquilaba en una casa. En esa época Petra vivía como estudiante pobre, todavía estaba pagando las deudas que le dejó un marido transeúnte antes de irse a Australia. Ambos estaban libres de ataduras y ella necesitaba calor humano, por eso tomó la iniciativa y empezó a acariciarlo, pero Bob Martín resistía el alcohol mejor que ella y con la escasa lucidez disponible decidió rehusar su ofrecimiento con gentileza. Hubieran amanecido arrepentidos, de eso estaba seguro. No valía la pena arriesgar su estupenda relación de trabajo por unos besos ebrios.

Se tendieron vestidos sobre la cama, ella apoyó la cabeza en su hombro y le contó las tristezas de su corta existencia, que él escuchó a medias, luchando contra el sopor. A los dieciséis años Petra había sido condenada a dos años de cárcel por posesión de marihuana, en parte por la incompetencia del abogado de oficio, pero sobre todo debido a la legendaria severidad de la jueza Rachel Rosen. Los dos años se extendieron a cuatro porque otra joven presa fue a dar a la enfermería a raíz de un altercado con Petra. Según ella, la otra mujer resbaló, se cayó y se golpeó la cabeza contra un pilar de cemento, pero Rosen lo había considerado asalto con agravante.

Media hora más tarde, cuando descolgaron a Rachel Rosen del ventilador y la tendieron en una camilla, Ingrid Dunn le dio sus impresiones al inspector.

—A primera vista calculo que la muerte ocurrió hace por lo menos dos días, tal vez tres, la descomposición puede haber sido lenta porque este apartamento es un refrigerador. ¿No tiene calefacción?

—Según el portero, cada ocupante regula su calefacción y la paga de forma independiente. A Rachel Rosen no le faltaban medios, pero pasaba frío. La causa de la muerte parece obvia.

—Murió estrangulada, pero no por la cuerda que tenía en el cuello —dijo Ingrid.

—¿No?

La médica le señaló una delgada línea azul, diferente a la marca de la cuerda, y le explicó que fue hecha cuando la jueza estaba viva, porque produjo rotura y derrame de vasos sanguíneos. La otra marca era una hendidura en la carne sin moretón, a pesar de que soportó el peso del cuerpo, porque se produjo después de la muerte.

—A esta mujer la estrangularon y deben de haberla colgado por lo menos diez o quince minutos después, cuando el cadáver ya no desarrolla hematoma.

—Eso explicaría por qué no se desprendió el ventilador del techo —dijo Bob Martín.

—No te entiendo.

—Si la mujer hubiera luchado por su vida, sosteniéndose en la punta de los pies, como pensé al principio, el ventilador no habría resistido los tirones.

—Si estaba muerta, ¿para qué la colgaron? —preguntó la forense.

—Eso tendrás que decírmelo tú. Supongo que le taparon la boca para que no gritara, es decir, cuando estaba viva.

—Le quitaré la cinta adhesiva en la autopsia y lo sabremos con certeza, pero no me imagino para qué iban a amordazarla cuando ya estaba muerta.

—Por la misma razón que colgaron el cadáver.

Después de que se llevaron el cuerpo, el inspector le ordenó al equipo forense continuar con su trabajo y convidó a Ingrid Dunn y a Petra Horr a desayunar. Sería el único momento de relajo antes de que comenzara la vorágine de una nueva investigación.

—¿Creéis en la astrología? —le preguntó a sus acompañantes.

—¿En qué? —preguntó la médica.

—La astrología.

—Por supuesto —dijo Petra—. No me pierdo el horóscopo de Celeste Roko.

—Yo no creo en eso, ¿y tú Bob? —le preguntó Ingrid.

—Hasta ayer no creía, pero hoy empiezo a dudar —suspiró el inspector.