CAPÍTULO 1
Brutus estaba muerto. Su cuerpo yacía debajo de una encina en el césped de los Henderson. Un pequeño grupo de vecinos se había reunido alrededor de su cadáver, con expresiones tristes y conmocionadas.
Había sido una mañana agradable. El verano de Texas finalmente se había enfriado un poco, lo que permitía una feliz ligera brisa. Ni una sola nube ocultaba el cielo azul, y el paseo a la gasolinera-tienda veinticuatro horas había resultado ser francamente placentero. Normalmente yo no iría de compras a la gasolinera a las siete y media de la mañana de un viernes, pero cuando diriges una media pensión, es una buena política cumplir con las peticiones de tus clientes, sobre todo si han pagado por una membresía de por vida. Así que me recogí el pelo rubio en una coleta, me puse una falda floreada y un par de sandalias, y moví el culo media milla hasta la tienda.
Estaba regresando con mis compras, cuando vi a mis vecinos reunidos bajo el árbol. Y justo así mi día feliz llegó a un punto muerto.
—Hola, Dina —dijo Margaret Pineda.
—Buenos días. —Miré el cuerpo. Un segundo apenado vistazo me dijo todo lo que necesitaba saber. Igual que los otros dos.
Brutus no había sido lo que se dice un buen perro. Un sobrealimentado Chow Chow negro, había recelado de todos, intratable, y a menudo demasiado fuerte para su propio bien. Su principal actividad cuando se las había arreglado para escapar del patio del señor Byrne había sido esconderse detrás de los contenedores de basura y asustar con una explosión de ladridos atronadores a cualquiera que se atreviera acercarse. Pero no importa lo molesto que hubiera sido, él no se merecía morir.
Ningún perro merecía morir de esta manera.
—Tal vez es un puma —dijo Margaret. Bronceada, delgada, con una nube esponjosa de pelo oscuro y rizado enmarcando su rostro, Margaret estaba en sus cuarenta y tantos años. Miró el cuerpo de nuevo y se alejó, sus dedos cubriendo su boca.
—Eso es terrible.
—¿Como, un puma de verdad? —Kayley Henderson levantó la cabeza de su teléfono. Con diecisiete años, Kayley vivía para el drama.
David Henderson se encogió de hombros. Era un hombre fuerte, sin un gramo de grasa, pero con tripa cervecera. Su esposa y él eran los dueños de una tienda de suministros de piscina en la ciudad y hacían todo lo posible como padres de Kayley, con un éxito desigual.
—¿Aquí? ¿En un barrio? —David negó con la cabeza.
—¿Por qué no? —Margaret se cruzó de brazos—. Tenemos búhos.
—Los búhos vuelan —señaló David.
—Bueno, por supuesto que vuelan. Son pájaros.
No había sido un puma. Un puma hubiera cazado al perro mordiéndole en la nuca y luego lo habría arrastrado por el suelo para alejarlo o al menos comido el estómago y las entrañas. Lo que había matado a Brutus le había destrozado el cráneo con un golpe devastador. Entonces le había dado la vuelta y abierto en rodajas el abdomen, desparramando los intestinos, pero no había tomado un solo bocado. Era una matanza territorial, un mensaje para quien lo viera: mira qué malo e inteligente que soy.
—Es el tercer perro en dos semanas —dijo Margaret—. Tiene que ser un puma.
El primero había sido una adorable pero tonta bóxer maestra del escape una calle más abajo. La habían encontrado de la misma manera, destripada, detrás del seto de los buzones. El segundo había sido un Beagle llamado Thompson, un notorio bandido del césped que había hecho la misión de su vida agregar un presente a cada trozo de hierba cortada. Le habían dejado en la sombra de un arbusto. Y ahora Brutus.
Brutus tenía un montón de piel. Lo que había hecho esas heridas tenía que tener largas garras. Largas, afiladas y pertenecientes a unos dedos con mucha destreza manual.
—¿Qué piensas tú, Dina? —preguntó Margaret.
—Oh, es un puma —le dije—. Definitivamente.
David exhaló por la nariz.
—He terminado con esto. Tengo que llevar a Kayley a la escuela y abrir la tienda en quince minutos. ¿Alguien ha llamado a Byrne?
Brutus era el orgullo y la alegría del señor Byrne. Le había paseado todas las tardes a través de la subdivisión, sonriendo cuando la gente se detenía para alabarle.
—Yo lo hice —le contestó Margaret—. Debe haber ido a recoger a sus nietos al colegio. Le dejé un mensaje.
Hola, siento mucho decirte que tu perro ha muerto de una manera horrible... Tenía que parar. Ahora.
Un hombre apareció trotando por la calle. Caminaba con una energía en su paso que anunciaba que podía correr y correr muy rápido si quería. Sean Evans. Solo el diablo que quería ver.
Sean Evans era una nueva adición al Barrio Avalon. Los rumores decían que era ex-militar. Ese rumor probablemente no se equivocaba. En mi experiencia, había dos tipos de chicos ex militares. El primero se dejaba crecer el pelo y la barba, y se entregaba a todas las cosas que no había podido hacer mientras había estado en las fuerzas armadas. El segundo hacía todo lo posible para fingir que nunca salió.
Sean Evans pertenecía a la segunda categoría. Llevaba el cabello marrón cobrizo casi al cero. Su mandíbula cuadrada bien afeitada. Alto y ancho de hombros, tenía un cuerpo sólido y duro en forma por el ejercicio y un tono muscular definido. Parecía que podría correr por toda la ciudad con una mochila que pesara 80 kilos, y a continuación convertir a un montón de enemigos impíos en una pulpa sanguinolenta con sus propias manos mientras los coches explotaban espectacularmente como fondo. Se decía que era infaliblemente cortés, pero algo en su mirada comunicaba un claro mensaje de ‘no te metas conmigo’.
—¡Sean! —le saludó Margaret—. ¡Tenemos otro perro muerto!
Sean ajustó ligeramente su ruta, dirigiéndose directamente hacia nosotros.
—Es tan caliente que marea —comentó Kayley.
La cara de David cambió a un saludable color morado.
—El hombre tiene veintisiete años. Es demasiado mayor para ti.
—No he dicho que quisiera salir con él, papá. Por Dios.
Mi gusto era un asunto complicado que involucraba cerebro, humor y algunas otras cosas, pero todo eso a un lado, estaba dispuesta a admitir que Sean Evans era agradable a la vista. Por desgracia, a la luz de lo ocurrido hacía dos noches, era también el principal sospechoso de las muertes de estos perros.
Sean se detuvo y miró a Brutus. Cuando elevó la mirada, comprobé sus ojos. Eran de color ámbar, un tono marrón claro con un toque dorado, casi naranja a la luz del sol, y estaban sorprendidos. Él no había matado a Brutus. Dejé escapar un suspiro de alivio.
Un SUV negro giró en la esquina. El señor Byrne. Oh, no.
Los Henderson hicieron una retirada estratégica, mientras que Margaret saludó a la camioneta. Sean miró al perro un poco más, negó con la cabeza, y se apartó del cuerpo. Estaba a punto de largarse. Detenerle y llamar su atención era una idea terrible. Involucrarse en todo este asunto de perros muertos era una idea aún más mala. Pero la alternativa era no hacer nada. No había hecho nada las primeras dos veces, y el asesino de perros en serie no mostraba señales de ir a detenerse.
—¿Señor Evans? —le llamé—. ¿Un momento de su tiempo?
Me miró como si nunca me hubiera visto antes.
—¿La conozco?
—Mi nombre es Dina. Soy la dueña de la posada.
Miró más allá de mí a la antigua casa situada en la boca de la subdivisión.
—¿Esa monstruosidad?
¿No es un encanto?
—Sí.
—¿Qué puedo hacer por usted?
El SUV paró en seco. El señor Byrne salió. Un hombre bajo, mayor, pareció encogerse a medida que se acercaba al cuerpo de su perro. Su rostro se había vuelto blanco como el papel. Tanto Sean y como yo le miramos fijamente durante un breve segundo.
—¿Cuánto tiempo tiene la intención de dejar que esto continúe? —le pregunté en voz baja.
Sean frunció el ceño.
—No la sigo.
—Algo está obviamente matando a los perros en su territorio. Uno podría pensar que le gustaría hacerse cargo de eso.
Sean me clavó una mirada de mil yardas.
—Señora, no sé de qué demonios está hablando.
¿Señora? ¿Señora? Era por lo menos cuatro años más joven que él.
Byrne se arrodilló en el césped al lado del cuerpo de Brutus. Su cara se aflojó.
—Los dos primeros perros estaban escondidos, pero éste está a la vista. Lo que les está matando está subiendo de nivel, y se está burlando de usted. Ha dejado a su presa donde todos puedan verla.
El rostro de Sean ganó una expresión sin sentido tolerado.
—Creo que podría estar loca.
El señor Byrne parecía estar a punto de derrumbarse.
—Discúlpeme. —Puse mi bolsa de supermercado en la hierba, esquivé a Sean, y me agaché junto al hombre de más edad. Puso la mano sobre su cara.
—Lo siento mucho.
—No lo entiendo —dijo el señor Byrne, su voz hueca—. Estaba bien esta mañana cuando le dejé en el patio. No entiendo... ¿Cómo pudo siquiera salir?
Margaret decidió que era un buen momento para escapar y retrocedió.
—¿Por qué no vuelves a casa? —dije—. Iré a por mi coche y le llevaré a Brutus.
Su mano estaba temblando.
—No, es mi perro. Tengo que llevarle al veterinario...
—Yo te ayudaré —le prometí.
—Cogeré una manta del maletero —dijo Sean—. Deme un minuto.
—No puedo... —El rostro del señor Byrne se puso rígido.
—Yo me encargo —dijo Sean—. Lo siento por su pérdida.
Sean volvió con algunos plástico transparentes del jardín. Nos llevó unos cinco minutos envolver los restos de Brutus y Sean cargó el cuerpo en la parte trasera del SUV. El señor Byrne entró, y Sean y yo observábamos alejarse el vehículo.
—Solo quiero evitar cualquier malentendido —le dije—. Ya que usted se niega a defender su territorio, tendré que cuidarlo yo.
Se inclinó más cerca de mí.
—Señora, creo que ya se lo he dicho… No sé de qué está hablando. Vuelva a su casa y barra el porche o lo que sea que haga allá arriba.
Quería fingir ignorancia. No había mucho que pudiera hacer al respecto. Tal vez era un cobarde, aunque no parecía de ese tipo. Tal vez no le importaba. Bueno, a mí me importaba. Tendría que ser suficiente.
—Muy bien. Siempre y cuando no se ponga en mi camino, no tendremos ningún problema. Así que encantada de conocerle, Sr. Evans.
Caminé por la calle hacia mi casa.
—¡Señorita, está usted loca! —gritó a mi espalda.
Puede que sea una locura, pero muy rara vez me equivocaba, y tenía el fuerte presentimiento de que la vida en los suburbios de Red Deer, Texas, acababa de volverse mucho más complicada.
La Posada Gertrude Hunt estaba construida a la entrada del Barrio Avalon, sobre tres acres de terreno, la mayoría ocupado por el huerto y el jardín. Varios robles centenarios daban sombra a la casa, y un muro de cuatro pies bordeaba el césped en el lado que daba a la calle. El revestimiento de madera de escamas de pescado del edificio se había podrido hacía mucho y había sido sustituido por una versión más práctica y moderna en verde cazador oscuro. Construida a finales de 1880, la posada de tres pisos contaba con toda la parafernalia Reina Ana Americana: un profundo porche envolvente con columnas bajas corintias que resguardaba la entrada, tres pequeños balcones sobresalientes en el segundo piso, y dos ventanas con miradores con vanos proyectadas aparentemente en lugares al azar. Al igual que muchas de las casas victorianas más antiguas, la posada era asimétrica, y si uno la miraba desde el norte y luego desde el sur, ni siquiera vería la misma casa. El ala oriental contaba con una pequeña torre; el ala occidental lucía una esquina redondeada, formando una terraza acristalada. Era como si un castillo medieval y una bella mansión sureña de antes de la guerra hubieran tenido un bebé y éste hubiera llegado al mundo por un decorador de tartas nupciales góticas.
La posada se construyó con distintos estilos, no tenía sentido y era demasiado complicada, pero no era una monstruosidad.
Subí las escaleras del porche y acaricié la pálida columna.
—Es un idiota grosero. No le hagas caso. Creo que eres encantadora.
La casa no respondió.
Entré y mi corazón se estrujó ligeramente en mi pecho cuando asentí a la fotografía de mis padres que colgaba en la sala. Cada vez que salía, una pequeña parte de mí esperaba que cuando volviera, les encontraría allí mismo, en el pasillo, esperándome.
Tragué saliva, giré a la izquierda, subí la espaciosa escalera hasta el segundo piso y salí a la terraza norte, donde Su Gracia Caldenia ka ret Magren estaba tomando su té. Parecía estar en sus mediados sesenta, pero era la clase de sesenta lograda después de vivir durante años en el regazo del lujo. Su pelo gris-platino estaba recogido en un moño suave. Tenía un fuerte perfil con una nariz clásica griega, pómulos pronunciados y ojos azules que normalmente tenían una mirada un poco triste a menos que encontrara algo divertido. Sostenía la taza de té con la máxima elegancia, mirando hacia la calle con una actitud melancólica ligeramente sardónica.
Escondí una sonrisa. Caldenia era mundana, prudente y
seguía la moda de estar hastiada de vivir. A pesar de su aire de
desinterés, no tenía intenciones de ir con cuidado esa buena noche
y había recorrido un largo camino para asegurarse que no pasaría en
un tiempo cercano.
Abrí la bolsa de plástico y saqué un paquete de plástico de color amarillo y una lata amarilla.
—Sus Funyuns1 y su Mello Yello2, Excelencia.
—¡Ah! —Caldenia volvió a la vida—. Gracias.
Abrió la bolsa con un movimiento de sus dedos y sacudió algunos anillos Funyun en un plato. Sus largos dedos cogieron uno, se lo llevó a la boca y lo masticó con evidente placer.
—¿Cómo te fue con el hombre lobo? —preguntó ella.
Me senté en la silla.
—Está fingiendo que estoy loca y que no sabe de qué estoy hablando.
—Tal vez está reprimido.
Levanté las cejas.
Caldenia masticó delicadamente otro Funyun.
—Algunos se castran mentalmente a sí mismos de esa manera, querida. Controlándose, madre religiosa, débil, padre abusivo… Ya sabes cómo va la memoria genética, tiene sus límites. Personalmente, nunca fui de las que niegan sus impulsos.
Sí, y varios millones de personas habían pagado el precio.
Caldenia colocó la uña del pulgar contra el borde de la lata Mello Yello y tiró. El metal chirrió. Dobló la ficha y cuidadosamente levantó la tapa de la lata. El borde del corte era perfectamente nítido. Vertió el contenido en su taza de té y bebió, sonriendo.
—No está reprimido —le dije—. Se ha pasado los últimos dos meses marcando cada pulgada de lo que considera su territorio.
Caldenia enarcó las cejas.
—¿Le has visto?
Asentí. Incluso en la oscuridad Sean Evans era difícil de confundir con otra persona. Era su manera de moverse… un flexible depredador, poderoso en su vagabundeo.
—¿Tuviste una visión de su equipo?
—Honestamente, ahora...
Caldenia se encogió de hombros.
—Solo quiero saber si está proporcionado. Una curiosidad natural.
Sin duda, curiosidad.
—No tengo ni idea. Fue relativamente modesto y yo no me quedé mirando.
—Ese fue tu error. —Caldenia bebió un sorbo de té—. Carpe diem quam minimum credula postero, querida.
—No estoy interesada en aprovechar los días con Sean Evans. Solo quiero que detenga al asesino de perros.
—Nada de esto es tu problema, ya lo sabes. La posada no ha sido amenazada.
—Son mis vecinos. —Y tuyos también—. No tienen ni idea de con que están tratando. El asesino es cada vez más audaz. ¿Y si mata a un niño después?
Caldenia puso los ojos en blanco.
—Entonces cualquiera que sea la aplicación de ley en este rincón del universo se ocupará de eso. Probablemente fallarán espectacularmente, pero el autor, o se detendrá para evitar atraer más la atención o tal vez el Senado enviará a alguien para tratar con él. En cualquier caso, querida, no es tu problema.
Miré la calle. Desde el balcón se podía ver casi trescientas yardas hasta la primera curva de la ridículamente llamada Carretera Camelot antes de que se curvara a un lado para atravesar otro barrio. Las personas se apresuraban al trabajo. A la derecha un par de niños montaban en sus triciclos arriba y abajo de la calzada de hormigón en frente de su casa. A la izquierda Margaret estaba reponiendo el comedero para pájaros, mientras que una pequeña bola mullida de pelaje rojizo que era supuestamente un Pomerania rebotaba bajo sus pies.
Eran mis vecinos. Tenían sus vidas normales y problemas comunes. Vivían en una urbanización, se enfrentaban a las deudas y a una economía tambaleante e intentaban ahorrar para la universidad de sus hijos. La mayoría no estaban equipados para hacer frente a las criaturas que tenían dientes afilados y una inteligencia de depredador que acechaba en la noche. La mayoría ni siquiera sabía que existía algo semejante.
Mi imaginación evocaba algo con largas garras que se lanzaba de debajo de los setos y cogía a un niño pequeño. Las reglas y las leyes por las que vivía decían que no debería involucrarme. Yo era neutral por definición, lo que me daba ciertas protecciones, y una vez comprometiese dicha neutralidad, sería presa fácil para el dueño de esas garras.
—¡Misha! —llamó Margaret.
El Pomerania corrió a su alrededor, todo menos volar sobre la hierba verde.
—¡Misha! ¡Ven aquí, mocoso!
Misha corrió hacia el otro lado, disfrutando del juego. En un minuto Margaret perdería su paciencia y la perseguiría.
Tendría que ser una serpiente sin corazón para dejarles hacer frente a un monstruo por su cuenta. Caldenia, a pesar de sus corazones gemelos, era bastante cruel, pero eso no quiere decir que yo tuviera que serlo.
Caldenia crujió otro Funyun.
Sonreí.
—¿Más Mello Yello, Su Gracia?
—Sí, por favor.
Saqué otra lata de la bolsa. No habría más perros muertos si podía evitarlo.
Abrí los ojos. Mi laico dormitorio estaba en penumbra, la luz de la luna pintaba largas franjas plateadas sobre el viejo suelo de madera. La magia resonó en mi cabeza. Algo había cruzado el límite de los terrenos de la posada. Bueno, algo mágicamente activo o que pesaba más de cincuenta libras. El hotel era bastante bueno en distinguir entre una amenaza potencial y la vida silvestre que vagaba al azar por el mismo terreno.
Me senté. Al lado de la cama, Bestia levantó la cabecita de su cama.
Escuché. Los grillos cantaban. Una brisa fresca flotaba desde la ventana abierta, agitando las cortinas de color beige. El suelo de madera se sentía fresco bajo mis pies descalzos. Realmente debería poner una alfombra aquí.
Otro timbre suave. Se sentía como si alguien hubiera arrojado una piedra en aguas tranquilas y las ondas salpicaran mi piel. Definitivamente un intruso.
Me puse de pie. Bestia se lanzó como un loco y me lamió el tobillo. Tomé la escoba de su sitio contra la pared y salí de la habitación. Un largo pasillo se extendía ante mí, moteado con fría oscuridad y la luz de la luna que entraba por los grandes ventanales. Caminé por el pasillo, haciendo el menor ruido posible. El Shih Tzu trotó a mi lado como una vigilante fregona de siete libras en blanco y negro.
La posada y yo estábamos atadas con tanta fuerza que era casi una extensión de mí. Podría identificar con una precisión milimétrica cualquier intrusión. Este intruso en particular no se movía. Solo pululaba alrededor en un solo lugar.
La casa estaba oscura y silenciosa a mi alrededor. Crucé el pasillo, giré, y me detuve delante de la puerta de la terraza occidental. Algo se movía más abajo, en el huerto. Veamos que se arrastraba en la noche. Sin hacer ruido, la puerta se abrió delante de mí, y di un paso en el balcón.
En el huerto, a veinte yardas de la casa, Sean Evans estaba orinando en mi manzano.
Tienes que estar bromeando.
—Deja de hacer eso —le susurré en un suspiro teatral.
Me ignoró. Estaba de espaldas a mí y todavía llevaba los mismos vaqueros y la misma camiseta gris que le había visto esa mañana.
—¡Sean Evans! Te estoy viendo. Deja de marcar tu territorio en mi manzano.
—No te preocupes —dijo sin volverse—. A las manzanas no les duele.
Tendrá cara.
—¿Cómo lo sabes? Estoy convencida de que nunca has crecido en un árbol de manzanas.
—Querías que me encargara —dijo—. Me estoy encargando de ello.
Estaba encargándose, de acuerdo.
—¿Qué te hace pensar que marcar tendrá algún efecto? El asesino de perros ya ha ignorado tus marcas antes.
—Esto es lo que hay —dijo—. Hay un protocolo para estas cosas. Me ha retado, y ahora le estoy desafiando de vuelta.
—En mi huerto, no. Fuera.
Bestia ladró una vez para añadir su apoyo.
—¿Qué es eso? —preguntó.
—Es un perro.
Sean se subió la cremallera, se dio la vuelta y se subió a un roble. Fue algo increíble: soltó a seis pies del árbol, rebotó en la corteza hasta donde dos grandes ramas se separaban del tronco, planeó como si fuera ingrávido, aterrizó en la rama que se estiraba hacia el balcón, corrió sobre ella hasta que se hizo demasiado delgada y se agachó. Todo en menos de dos segundos.
Sus ojos brillaron una vez con ámbar dorado. Su rostro había ganado una nitidez peligrosa, depredadora y un poco salvaje. Un escalofrío me recorrió la espina dorsal. No, no estaba reprimido. Ni siquiera un poco.
Un hombre lobo era una mala noticia. Siempre. Si lo hubiera conocido en la calle como esta mañana, habría comenzado a hacer ruidos suaves y a pensar en estrategias de salida. Pero estábamos en mi territorio.
—Eso no es un perro —dijo Sean.
Bestia dejó escapar un pequeño gruñido, atónita ante el insulto.
—Pesa, ¿cuánto? ¿Unas seis o siete libras? Ahora, estoy dispuesto a admitir que en algún lugar de un pasado lejano uno de sus antepasados podría haber sido un perro. Pero ahora es una chinchilla grande.
—Primero insultas mi casa, ahora insultas a mi perro. —Me apoyé en mi escoba.
—Está usando coletas —dijo Sean, señalando las dos diminutas colas de caballo encima de los ojos del Shih Tzu.
—Se le mete el pelo en los ojos. Es por higiene.
—Ajá. —Sean inclinó la cabeza hacia un lado. Parecía completamente fiero ahora—. Me estás pidiendo que me tome en serio a un perro con coletas.
—No te estoy pidiendo que hagas nada. Te lo estoy diciendo: Sal de mi propiedad.
Me enseñó los dientes en una sonrisa ligeramente trastornada. Se veía hambriento.
—O, ¿qué? ¿Me barrerás con tu escoba?
Algo así.
—Sí.
—Estoy tan asustado ahora mismo que estoy prácticamente temblando.
Estaba dentro de los límites de la posada. Yo era claramente una posadera… la escoba era un claro indicativo. Sin embargo, no mostraba respeto. Había conocido a algunos hombres lobo arrogantes… cuando eres una máquina de matar muy eficaz, tiendes a pensar que el mundo es tu ostra… pero éste se llevaba el premio.
—Vete, siri. —Ahí estaba. Eso le enseñaría.
—Mi nombre es Sean. —Inclinó la cabeza de nuevo.
Sin reacción al insulto. O tenía un ego a prueba de balas o no tenía ni idea de que le acababa de llamar cobarde llorica en su propio idioma.
Sean ladeó la cabeza.
—Entonces, ¿cómo una chica como tú conoce a los hombres lobo?
—¿Una chica como yo?
—¿Cuántos años tienes?
—Veinticuatro.
—La mayoría de las mujeres de veinticuatro años que conozco duermen con algo más revelador. Algo más adulto.
Levanté las cejas.
—Mi camiseta de Hello Kitty no tiene nada de malo. —Era delgada, cómoda y me llegaba a la mitad del muslo, lo que significaba que si tuviera que levantarme en medio de la noche para encargarme de cualquier intruso, lo haría con el trasero cubierto y la modestia intacta.
Sean frunció el ceño.
—Claro, si tuvieras cinco años. ¿Tienes algún trastorno de crecimiento lento?
Argh.
—Lo que tengo no es asunto tuyo.
—Encaja —dijo.
—¿Qué?
—La camiseta. Encaja con tu estilo de vida. Apuesto a que también creciste por aquí.
¿A dónde quería llegar?
—Tal vez.
—Probablemente nunca has salido de la ciudad, ¿verdad? Nunca has estado en ningún lugar extraño, nunca has hecho ninguna locura, y ahora diriges esta posada y bebes té con señoras mayores en un balcón. Una buena vida tranquila.
¡Ja!
—No hay nada malo en una buena vida tranquila.
—Claro. —Sean se encogió de hombros—. Cuando tenía veinticuatro años, quería ver el mundo. Quería ir a lugares nuevos y conocer gente.
No me pude resistir.
—Y matarles.
Me enseñó los dientes.
—A veces. El punto es, que si has estado aquí toda tu vida, ¿cómo sabes que existen los hombres lobo? No hay uno en millas, y si los hay, están en estado latente. Peiné este territorio antes de tomarlo. El hombre lobo más cercano está a las afueras de Houston, y cuando hablé con él, confirmó que no ha habido un hombre lobo activo en esta área durante años. Entonces, ¿cómo sabes que existen los hombres lobo?
—No te gusta mucho tu propia especie, ¿verdad?
—¿Siempre pasas de las preguntas o simplemente soy especial?
—Eres especial —le dije, hundiendo el sarcasmo todo lo que pude—. Ahora shoo. Vete.
Él bajó la cabeza y me miró fijamente, sin pestañear, con la intensidad enfocada de un lobo en medio del invierno avistando a su presa. Sus ojos brillaban, reflejando la luz de la luna. Cada pelo en la parte de atrás de mi cuello se levantó.
—Voy a averiguarlo. No me gustan los misterios sin resolver.
Y ahora me estaba amenazando. El colmo. Una palabra más y lamentaría haber abierto la boca.
—Largo. Ya.
El hombre lobo me sonrió, con los ojos llenos de salvajismo.
—Vale, vale. Que duermas bien.
Se dejó caer de la rama, cayó sobre los dos pies al suelo, aterrizó levemente agachado, y echó a correr. Sus largas piernas le llevaron fuera de mi huerto, y un segundo después la magia intervino en mi cabeza, anunciando que había dejado los jardines del hotel.
Me di la vuelta y regresé a mi habitación, la puerta del balcón cerrándose suavemente detrás de mí. Grosero culo inteligente. Con que nunca he estado en ningún sitio, nunca he hecho nada, eh. Crecimiento lento, eh. Teniendo en cuenta que venía de un hombre que pasaba las noches haciendo pis en las cercas de sus vecinos, tenía valor. Dispara, debería haberle dicho eso. Oh, bueno, demasiado tarde.
Me subí a la cama. No se les llamaba amablemente lunáticos por que sí. Por lo menos había decidido actuar para detener al asesino de perros.
Media hora más tarde, decidí que era hora de dejar de pensar insultos ingeniosos e inventivos que implicaban a los hombres lobo. La casa estaba en silencio. Bestia roncaba suavemente. Bostecé, le di la vuelta a mi almohada caliente, y me deslicé debajo de las sábanas. Hora de dormir...
La magia onduló, salpicándome como una marea. Alguien corría a lo largo del borde de los terrenos de la posada, rozando la misma. Se movía rápido, demasiado rápido para un ser humano. Podría ser Sean, pero lo dudaba.