CAPÍTULO 3
Bestia levantó la cabeza y gruñó. Abrí los ojos. Estaba sentada en una silla suave, de gran tamaño, intentando curar mi dolor de cabeza con una taza de café. Hacer frente a los intrusos era lo siguiente a lo último en mi lista de qué-quiero-hacer esta mañana, ocupando el último puesto involucrarse con hombres lobo.
Mis heridas habían resultado ser poco profundas. Las garras apenas me habían rozado las costillas, que todavía dolían como si no hubiera mañana, y tratadas correctamente, la mayor parte ya estaba en vías de recuperación. Por desgracia, la madrugada regaló un terrible dolor de cabeza, y mil miligramos de analgésicos ni siquiera estaban haciendo mella en él. Finalmente me di por vencida para dormir, me arrastré escaleras abajo, hice café, y me instalé en una silla frente a la sala de estar a beber mi veneno en paz.
Mis padres me miraban desde la fotografía en la pared. Sí, salí de los jardines de la posada y me involucré en un terrible lío. En mi lugar, lo hubierais hecho también.
Bestia ladró, con la mirada fija en la puerta.
No habrá paz para los malvados.
La magia me salpicó. Intruso. Podría ser un invitado, aunque la mayoría de los clientes serían más educados.
Me incliné para mirar por la mirilla de la puerta. Sean Evans estaba rondando en mi patio, emitiendo amenazas. Su rostro era sombrío y sus ojos traicionaban una determinación de acero. Todos esos duros músculos finalmente revelaron su verdadero propósito… porque propulsar su gran cuerpo hacia mí con una velocidad y fuerzas alarmantes garantizaban que destrozaría lo que fuera que se interpusiese en su camino. Si cerraba la puerta, él iría y la atravesaría. Así es como los caballeros medievales debían verse cuando asaltaban un castillo.
Miré a Bestia.
—Eleva el puente levadizo.
El pequeño perro me miró, perplejo.
—Eres un terrible guardián.
Sean golpeó en el marco de la puerta de la pantalla.
—Sé que estás ahí.
—¿Debería dejarle entrar? —le pregunté a Bestia.
—Puedo oírte —gruñó.
Por supuesto que podía. Suspiré.
—Está bien. Vamos. Está abierto.
Él abrió la puerta y entró en la casa.
—¿Dónde está?
—Buenos días a ti también, rayito de sol.
—He dicho, ¿dónde está?
—No tan fuerte. Tengo dolor de cabeza.
Se inclinó y plantó las manos en los brazos de mi silla. Sus ojos ámbar eran todo menos brillantes. Sean Evans estaba oficialmente furioso. Te lo mereces, bola de pelo.
—¿Qué hiciste con él?
—No tengo ni idea de que estás hablando. —Bebí mi café.
—Tú saliste, lo mataste anoche y luego lo arrastraste hasta aquí.
Le di mi mejor mirada inocente.
—Señor, creo que usted podría estar loco.
—Dejaste un rastro de olor de una milla de largo y localicé esta casa. Mataste a mi presa y te lesionaste haciéndolo.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Olí tu sangre. ¿Qué diablos te poseyó para que fueras allí? Te dije que yo me encargaría de eso.
Oh, eso era bueno.
—Encargarte, ¿de qué? Te pedí que te ocuparas de eso. Me dejaste y decidiste limitar tu participación a envenenar mis manzanas.
—¿Envenenar? ¿En serio? —En realidad escupió.
Deseaba que se hubiera encargado él para que yo no hubiera arriesgado mi neutralidad y porque él estaba adaptado únicamente para matar cosas. Pero ahora la nave había zarpado, y dada su actitud, estaba mejor sin su supuesta ayuda. Me incliné hacia delante para quedar a su nivel.
—Está siendo manejado. Tu participación no es necesaria. Eres libre de continuar con tu micción diaria en serie.
—No lo creo.
—¡Sean! Lar. Ga. Te.
Cerró la mandíbula.
—No sé qué diablos está pasando aquí, pero no me iré hasta que lo entienda.
De todos los idiotas, arrogantes, groseros…
—¿En serio?
—Sí. Me vas a enseñar esa cosa y, de ahora en adelante, yo me encargaré de ellos.
Abrí los ojos ampliamente y agité mis pestañas hacia él.
—Lo siento, debo haber faltado a tu ceremonia de coronación. Tonta de mí.
—¡Dina!
¡Ja! Recordaba mi nombre. Agité mis dedos en dirección a la puerta.
—Shoo. Lárgate, y no des un portazo al salir.
Él se plantó con los brazos cruzados, los músculos abultados.
—Oblígame.
No se merecía una advertencia, pero le di una de todos modos.
—He tenido suficiente. Lo digo en serio, Sean. Lárgate o habrá consecuencias.
—Dame tu mejor golpe.
Vale.
—Retiro tu bienvenida.
La magia se estrelló contra Sean. Salió por los aires. La puerta lateral se abrió justo a tiempo y voló a través de ella hasta el huerto. El huerto era una apuesta más segura. La mayor parte de la casa estaba oculta a los transeúntes y al tráfico, con la esperanza de evitar preguntas dolor-en-el-culo.
Oí un ruido sordo y sólido, me levanté y miré a través de la puerta abierta. Bestia se unió a mí.
Sean yacía inmóvil en la hierba. Uff.
Eché un vistazo a Bestia.
—Se lo advertí.
Sean levantó la cabeza, la sacudió, y se puso de pie. Su rostro adquirió esa mirada salvaje, depredadora.
—Oh, oh. Será mejor que nos preparemos. —Tomé un sorbo de mi taza de café.
Sean tomó carrerilla y cargó contra la puerta. Comenzó a cerrarse, y moví mis dedos, ordenando a la posada que la mantuviera abierta. Reemplazar la puerta costaría dinero. Sean se metió por la puerta, puso un pie y medio en el interior, y la magia le golpeó de nuevo a toda velocidad hacia atrás. Sean voló, rodando sobre la hierba mientras caía.
No debería haber llegado tan lejos. No debería haber sido capaz de entrar, y punto. Es cierto que la posada había estado abandonada durante mucho tiempo y no era tan fuerte como la mayoría, pero debería haberle mantenido fuera.
Sean se puso de pie. Sus ojos se habían vuelto completamente salvajes. Concentró su cuerpo en una bola apretada y corrió hacia la puerta a una velocidad inhumana. Sentí la posada bloquearle. Se estrelló contra la barrera invisible y la rasgó, llegando a conseguir dar dos pasos dentro.
La magia le golpeó, lanzándolo hacia atrás. Atrapó el marco de la puerta con las manos y se quedó ahí colgado.
Hala.
Sean gruñó como un animal. Era un sonido escalofriante que ningún ser humano tenía derecho a hacer.
Cogí la escoba. La posada necesitaría algo de ayuda.
—¿Sabes cuál es la definición de locura, Bestia?
Sean se tensó. Los músculos de sus brazos y de su cuerpo se hincharon, tensos como cuerdas bajo su piel. Poco a poco ganó una pulgada. Otra pulgada. Vaya. Era muy fuerte.
—De acuerdo con Einstein, es hacer lo mismo una y otra vez y esperar un resultado diferente. —Clavé la culata de la escoba en el suelo—. Fuera.
Mi magia resonó a través de la posada como el sonido de una enorme campana. No tenía sonido, pero he oído que es lo mismo. Sean salió volando de la casa como una mota de polvo atrapada en la corriente de un ventilador y se estrelló contra un manzano a cuarenta pies de distancia. Oí el crujido desde donde estaba.
—Karma —dije, acariciando al marco de la puerta.
La casa crujió.
—Lo hiciste bien —le murmuré—. No es más que monstruosamente poderoso.
Increíblemente poderoso. He manejado a hombres lobo antes. Eran psicóticos y homicidas, pero ninguno podría haber hecho lo que este tipo acababa de hacer.
Sean no se movía. Tal vez el impacto le había roto algo. No es que no fuera a curarse, lo haría, y a un ritmo acelerado, pero aun así, romperle la columna vertebral no había sido mi intención.
Bestia me rozó el tobillo.
—¿Deberíamos ir a investigar?
La magia tiró de mí. Me eché hacia atrás para mirar a través de la puerta principal. Un coche blanco y negro estaba aparcado en mi camino y un hombre con uniforme se acercaba por dicho camino a mi casa. Estaba a punto de recibir una visita del D.P. de Red Deer. Me di la vuelta.
La hierba bajo el manzano estaba vacía. Sean Evans había desaparecido.
—¿Puedo ofrecerle un té, oficial?
El oficial Hector Marais me miró. Sólidamente formado y bien afeitado, con el pelo oscuro corto, encarnaba la esencia misma de su profesión. Si le vieras con pantalones vaqueros y una sudadera con capucha, caminando hacia ti en la oscuridad, no cruzarías la calle, porque sabrías que es un policía. Irradiaba ese aire de autoridad cauteloso, y al cruzar el umbral de la posada, me examinó y luego al interior de la posada como si estuviera buscando armas.
—No, gracias, señorita Demille. Hubo una alteración en su barrio anoche, alrededor de la una de la mañana. Una mujer fue atacada. ¿Ha notado algo inusual?
—¡Oh Dios mío! ¿Quién era? ¿Está bien? ¿Qué le ocurrió? —Las personas que tuvieran conciencia del incidente no harían preguntas.
El oficial Marais me estudió.
—La víctima está muy bien. Está clasificado como un ataque animal salvaje. ¿Notó algo inusual anoche? ¿Ruidos, tal vez un animal de gran tamaño poco común?
—No. ¿Debo cerrar la puerta?
—Usted siempre debe cerrar la puerta. ¿Conoce a alguien que tenga mascotas exóticas?
—Robyn Kay tiene un lagarto como mascota —le dije—. Creo que es una iguana.
El oficial Marais sacó una libreta e hizo una anotación.
—¿Dirección?
—Vive en Corte Igraine. No recuerdo el número. Es una casa de ladrillo con un gran nopal4 al frente.
—¿Alguien que tenga un puma o un oso?
Negué con la cabeza.
—Nunca he oído hablar de nadie que tenga un oso o un puma. Lo sabríamos. La gente en este barrio no tiene muchos secretos.
—Se sorprendería —dijo.
Y usted no sabe ni la mitad de ellos.
—¿Es consciente de que varios perros de su vecindario han muerto recientemente?
—Oh, sí. Es horrible.
—Tenemos una razón para creer que alguien en esta área está manteniendo a un gran animal depredador como mascota. —Asintió con la cabeza a Bestia—. Le aconsejo que se asegure de que su perro salga siempre con una correa y esté supervisado cuando se le permita salir.
—Ella.
El oficial Marais parpadeó.
—Es una chica —le dije.
Bestia ladró una vez para subrayar el punto.
El oficial Marais sacó una tarjeta de visita llana y blanca con estampado azul.
—Si se da cuenta de que alguien tiene una mascota exótica o lo ve, por favor, llámeme. No se acerque al animal.
—Por supuesto.
—¿Ha tenido más problemas con los adolescentes?
Se acordaba. Hacía tres años, poco después de que me mudara a la posada, Caldenia había llegado con una pequeña manada de cazadores de recompensas a sus talones. Un par había demostrado ser tan tontos como para intentar dispararla. Me había encargado de ellos casi al instante, pero no antes de que el señor Ramírez bajando la calle informara de los disparos a la policía. El oficial Marais había estado en uno de los cuatro coches de policía que respondieron.
Ya que la posada había escondido el daño y era justo después de Año Nuevo, afirmé que algunos niños habían disparado fuegos artificiales sobrantes. Por desgracia, el señor Ramírez era un infante de marina retirado, y había sido firme en que oyó disparos de fusil. Ante la falta de pruebas, los policías no tuvieron más remedio que irse, pero estaba bastante claro que el oficial Marais no había comprado mi historia.
—No hay ningún problema en absoluto —le dije.
El oficial Marais me dio una última mirada.
—Gracias por su cooperación, señora. Por favor, hágamelo saber si se da cuenta de algo referente a este caso. Adiós.
—Adiós.
Le vi caminar al coche. La mayoría de la gente descartaba su intuición como una superstición inexistente. Yo lo sabía mejor. Cada vez que me ponía malcriada con mis poderes, papá solía recordarme que todo ser humano tenía magia. La diferencia entre ellos y yo era la conciencia y la práctica. La mayoría de la gente simplemente no se daba cuenta que podía hacer cosas que empeñaran su realidad. Era una especie de crecer en una tierra sin ríos o lagos profundos. Si nunca lo has intentado, ¿cómo sabes si se puede nadar?
Pero incluso sin la práctica, la magia encontraba una manera de darse a conocer. La intuición era semejante manifestación. La intuición del oficial Marais estaba diciéndole alto y claro que había algo malo en mí. No podía poner el dedo en la llaga, pero su tenacidad no le dejaría seguir adelante sin más. A pesar de que el incidente ocurrió a varias calles de distancia, había decidido visitarme por si acaso. Ahora que tenía una razón para volver y mantener el control sobre el barrio, tendría que vigilar mis pasos.
Hablando de intuición… Algo en la conversación con Sean me estaba molestando. La revisé, perpleja, y me di cuenta de qué se trataba. Él había dicho: ‘De ahora en adelante, voy a tratar con ellos’. Ellos. Como si fueran más de uno. La Guía de las Criaturas explicaba que los acosadores viajaban en manadas, pero Sean no tenía forma de saberlo. Si tuviera acceso a un recurso que pudiera identificar a los acosadores, debería haberme identificado también, y habría ajustado su actitud en vez de asaltar mi castillo.
Debía haber olfateado diferentes olores. Quizás echarle no había sido lo más inteligente. No, no, lo había sido. Había límites. No importa lo poderoso que fuera, no podía dejarle pasar por encima de la posada y yo.
‘Ellos’ significaba que los incidentes podrían seguir ocurriendo. El que estaba detrás de esto pronto se daría cuenta de que había matado a uno de la manada. Él o ella podría tomar represalias, y no tenía ni idea de qué forma tomaría represalias. Salvo por una entrada abreviada en la Guía de las Criaturas, en mi búsqueda de los acosadores no había aparecido nada útil. Eran una especie rara, no muy numerosos y no muy conocidos.
Podía echar mano del resto de mis recursos. Tenía acceso a otros libros, pero dudaba de que fuera a encontrar algo útil. Tendría que buscar cualquier mención casual de los acosadores en asociación con otras especies, y ninguno de los otros volúmenes estaban indexados o tenían búsqueda automática. En su mayoría eran anécdotas registradas por varios posaderos.
Cuando tenía ocho años, mis padres nos llevaron a mis hermanos y a mí a California de vacaciones. Habíamos visitado muchos lugares frescos, incluyendo la playa de cristal cerca de la ciudad de Fort Bragg. Los vecinos de la zona la habían utilizado para tirar la basura en el océano, mucha de la cual consistía en vidrio, y con los años, las olas habían suavizado los fragmentos afilados en hermosas piedras de cristal y depositado miles de ellas en la playa. En el gran esquema de las cosas, la búsqueda de los acosadores era como ir a la playa de cristal cerca de Fort Bragg e intentar encontrar una determinada pieza de vidrio entre los otros miles. Tomaría mucho tiempo, y mi tiempo era escaso.
Echaba de menos a mi hermana. A diferencia de mi hermano, que de vez en cuando se pasaba cuando podía arrancarse desde el más allá, nunca me visitaba. Se enamoró, se casó y se mudó con su esposo a su planeta. No tenía ni idea de cómo era su nueva vida, pero esperaba que fuera agradable.
Necesitaba un acceso directo. Necesitaba a alguien con más experiencia y conocimiento práctico.
Me acerqué a la fotografía de mis padres y presioné mi pulgar a una espiral de madera del marco. Una pequeña anotación apareció en la esquina superior por encima de la cabeza de mi madre.
Brian Rodríguez, 8200 Cielo Vista, de Dallas.
Dejé a un lado el marco y las palabras se desvanecieron. Brian Rodríguez era un posadero. Él no me conocía y yo no le conocía, pero mi padre le había mencionado antes. El señor Rodríguez operaba en una de las posadas más antiguas de Texas, que había estado allí cuando el Virreinato de la Nueva España era todavía un poder real. A diferencia de Gertrude Hunt, esa posada había permanecido continuamente ocupada con el conocimiento y la experiencia pasando de un posadero al siguiente. Si alguien sabía de los acosadores, sería el señor Rodríguez.
Dallas estaba a más de cuatro horas en coche. Si me iba ahora, teóricamente podría estar de vuelta antes de la medianoche. A menos que el coche me fallara en la carretera. Dudaba que algo fuera a ocurrir durante el día, pero una vez cayera la noche, sino estaba en la posada sería juego sucio. Si los acosadores, sus aliados, o Sean, decidían tomar represalias, esta noche se les presentaría una excelente oportunidad.
Me senté y me bebí el té. Nunca había conocido el señor Rodríguez. Mi padre había hablado de él en términos halagadores, y había estado allí cuando mi madre había escrito su nombre y dirección en el retrato. Me dijeron que era bueno y que le podía pedir consejo. Sin embargo, no era un amigo. Cuando mis padres desaparecieron, le había escrito y recibido respuesta.
Intentarlo con el teléfono sería inútil, ningún posadero respondería a una consulta telefónica. Los dueños eran entidades neutrales, operativo encubiertas e independientes los unos de los otros, separados por la distancia. La seguridad de nuestros huéspedes era nuestra máxima prioridad. Nos basamos en las primeras impresiones y apretones de manos y hacíamos negocios solamente cara a cara.
Si me iba a Dallas, no tenía garantía siquiera de que el señor Rodríguez respondiera a mis preguntas.
¿Qué hacía?
Quedarme sentada aquí esperando a que los acosadores movieran ficha era inútil. No sabía cuál sería su vía de ataque. Ni siquiera tenía una idea clara de lo que eran capaces. ¿Había algún tipo inteligente detrás de ellos tirando de las cuerdas o fueron arrojados aquí solo para causar estragos?
Salir de la posada era un riesgo, pero un riesgo que tenía que tomar. Había elegido involucrarme… que podría haber sido un error por mi parte, pero ahora ya era demasiado tarde para echarse atrás… y necesitaba tomar medidas para garantizar la seguridad de la posada. Hombre prevenido vale por dos.
Además, había revisado la seguridad de la posada en los últimos tres años. Habíamos practicado simulacros y probamos diferentes escenarios. La posada no era inexpugnable conmigo lejos, pero irrumpir en ella era imposible sin hacer mucho ruido. Tenía la sensación de que ruido era lo último que todos querían.
Si me iba a ir, tendría que ser ahora. Por el momento Caldenia era mi único huésped, y se quedaría en la seguridad de sus aposentos. Pero si otro huésped hacía una aparición repentina, cancelaría mi viaje.
Me levanté y subí a la terraza norte. Caldenia estaba sentada en su silla favorita, mirando a la calle. Me vio e hizo un gesto con sus largos dedos.
—Mira. Me parece muy curioso.
Me senté a su lado. Debajo de nosotros, un par de policías intentaban calmar a dos sabuesos. Los grandes perros torpes tiraban de sus correas. El oficial Marais y otro policía miraban.
Finalmente uno de los oficiales K9 tuvo a su perro bajo control y dijo algo. El sabueso obedientemente puso la nariz en el asfalto, dio tres pasos hacia adelante, y retrocedió, gimiendo, el rabo entre las piernas.
—¿Están oliendo a la criatura que trajiste anoche?
—No, están oliendo a Sean Evans.
Ayer por la noche, cuando me vi obligada a esconderme en un arbusto con mi premio macabro, me había dado cuenta de que los glóbulos blancos de la criatura se evaporaban en el aire libre al cabo de unos cinco minutos. La única forma de que pudieran rastrearlo sería gracias a las marcas de arrastre o al olor. Así que había tomado un riesgo y tomado la calle, arrastrando mi cadáver a plena vista, lista para correr u ocultarme al menor ruido. Con el tiempo había subido la Calle Uther, que conectaba con la Carretera Igraine. Había estado a punto de entrar en Igraine cuando vi a Sean, una enorme sombra lanuda, negra, corriendo a cuatro patas. Había bajado corriendo Camelot y yo me había apoyado en la valla más cercana para tener un momento, temiendo que mi corazón saltara de mi pecho por lo rápido que latía.
El segundo sabueso bailó en su lugar y aulló un gemido asustado e histérico.
—Anoche estaba reforzando su firma —le dije—. Mi conjetura es que es ambicioso en cuanto a lo que considera su territorio, por lo que debe de haber ido bastante lejos para marcar sus límites. Luego, cuando la policía se presentó, la curiosidad pudo más que él, y Sean cambió a modo encubierto para cerrar la distancia más rápida y sigilosamente, y ver que estaba pasando. Su rastro de feromonas está por toda la calle.
Los hombres lobo tenían tres modos básicos: su forma humana, que tiene la mayor destreza, la llamaban forma OPS de operativo; su forma intermedia, un humanoide, monstruo semejante a un lobo para el acercamiento y el combate personal; y la EM, en-movimiento, una forma para escurrirse rápidamente y en silencio cubriendo grandes distancias. Cuando cambiaban de una forma a otra, el cóctel químico de sus cuerpos provocaba la liberación de unas feromonas que asustaba a todo lo que tuviera cuatro patas. La señora Zhu, una loba mayor, que solía frecuentar la posada de mis padres, me había dicho que la liberación de feromonas era una señal deliberada, programada en ellos, pero no bajo su control directo. En una misión, ayudaba a saber que otros miembros de su grupo habían cambiado de forma y sin signos visuales o sonidos para darte ventaja.
Los perros del vecindario no tenían ningún problema con el Sean humano. Sin embargo, Sean el ‘lobo’ les volvía histéricos. Me dijeron que las emisiones de feromonas se detenían a los quince minutos más o menos de la transformación, habiendo dejado un olor de la firma duradero. Sean había cambiado recientemente. Apostaba que su olor sería fuerte y gané la apuesta. Sus feromonas asustaban a los sabuesos tanto, que se negaron a seguir su camino y ya que mi sendero estaba en la misma dirección, se negaron a seguirlo también. Sin sangre y sin rastro de olor, nadie tenía ninguna razón para conectar a la posada y a mí con las marcas de garras de la puerta de una casa a varias calles de distancia.
Como si fuera una señal, el oficial de Marais se volvió y miró directamente a nosotras.
—Sospecha algo —dijo Caldenia.
—No tiene ninguna prueba.
—Si alguna vez se convierte en un problema, podría comérmelo. Se ve delicioso.
—Gracias, pero eso no será necesario. —Y eso no era espeluznante. De ningún modo.
Caldenia sonrió.
—Te sorprendería lo difícil que es deshacerse de un cuerpo humano. ¿Pesará unas ciento setenta libras? Eso es un montón de carne. Podríamos congelarle. Me gustaría alimentarme durante al menos tres meses.
También estaba felizmente casado y tenía dos hijas pequeñas. Le había buscado en Google después de nuestro primer encuentro y encontré el blog de su esposa. Trabajaba como terapeuta y le gustaba tejer.
—Tengo que irme —le dije—. Debería estar de vuelta antes de la medianoche de hoy. Por favor, permanece en el interior.
—Lo haré. Tengo un nuevo libro de Eloisa James para hacerme compañía.
Diez minutos más tarde, mi mochila estaba preparada. Volví al vestíbulo.
La casa crujió a mi alrededor.
—Vuelvo esta noche. —Acaricié la pared—. No te preocupes. Protocolo de Seguridad LEJOS en sesenta segundos.
Acaricié a Bestia, agarré las llaves y salí. El Shih Tzu se quejó en voz baja.
—Guarda la casa. Puede necesitar ayuda. Volveré pronto.
Saqué el coche del garaje y esperé unos momentos en la calle, contando hacia atrás. Cinco, cuatro, tres, dos… uno.
La casa sonó. Por fuera nada había cambiado, pero sabía que detrás de las persianas, las cortinas y los cristales se cerraban. Las dos puertas visibles desde la calle se cerraron echando los barrotes, las dos puertas menos obvias se habían derretido por completo en las paredes. La posada se convirtió en una fortaleza que se defendería y grabaría todo lo que ocurriera durante mi ausencia.
Conducir al límite de velocidad, llegar a Dallas, visitar, volver. No quedarse. Salí a la calle. Cuanto antes llegara, más pronto podría regresar.