CAPÍTULO XXXIX - 1936

Días sumergidos

EN RODMELL, entre la lluvia y el mal tiempo, Virginia pasó los tres primeros días del año “enteramente sumergidos”. Comenzar la revisión final de Los años adquiría carácter de urgencia ya que, por primera vez en mucho tiempo, Leonard le advirtió que no había producido suficiente dinero como para pagar su parte de los gastos. Lejos de desentenderse de la responsabilidad contraída, como pensaba que intentar hacer dinero con el periodismo sería en esos momentos “una brutal interrupción”, consideró sacar dinero de sus ahorros y así completar el presupuesto familiar. Por otra parte, su deseo de trabajar en lo que sería Tres guineas, la lectura de los papeles vinculados a la biografía de Roger y la revisión de Los años exigían una cuidadosa planificación; era cuestión de organizarse y de estar atenta. Había prometido entregar su novela a mediados de febrero, pero restaba mucho por hacer; “a decir verdad”, sentía que su cabeza explotaba: “Un movimiento en falso [significaba] desesperación galopante, exaltación, y todo lo demás de esa desdicha conocida: esa larga escala de infelicidad”.

Aunque pensaba que Los años ya no requería un trabajo de creación, sino emplear “solamente [su] oficio”, no podía mantener la calma y caía en los más oscuros tormentos. De hecho, el 16 de enero escribió en su diario: “Rara vez he sido más desdichada que anoche alrededor de las 6.30, releyendo la última parte de Los años”. El libro le parecía una suma de “tonterías insignificantes”, una especie de “cuchicheo trasnochado […] alarde de [su] propia decrepitud”. Con esa sensación, después de dejarlo sobre la mesa corrió escaleras arriba, al encuentro de Leonard, quien la tranquilizó recordándole que sentía lo mismo cada vez que terminaba un libro. Sin embargo, Virginia creía que nunca la desesperación había sido tan completa y pensaba que dejar constancia de ello en su diario era una manera de protegerse por si en el futuro llegaba a estar “en el mismo estado tras otro libro”.

Mientras tanto, la vida social en Londres se transformaba en un “problema crónico”. En ese sentido, su siempre nutrida correspondencia le permitía mantener contacto con los amigos y también servía para posponer encuentros. En las cartas que por entonces le escribía a Ethel, a Elizabeth Bowen y a Julian, Virginia daba cuenta de sus achaques, contaba que sus dolores de cabeza no desaparecían, pero que se obligaba a continuar con su “maldito” libro; la presión y el fastidio eran tales que decía que debía “revolcarse en [su propio] estiércol”. En ese marco, solo se permitía alguna que otra distracción. En una de esas ocasiones conoció a Charlotte Wolff, una médica judía alemana que había huido de su país, y era experta en quiromancia.[464] Invitada por el escritor Aldous Huxley y su mujer, Virginia dejó que le leyera la mano. Tras pagar sus dos guineas, escuchó escéptica, más interesada en analizar a la quiromántica que en ser analizada por ella. Si bien Leonard opinó que se trataba de una farsa desagradable —lo mismo pensaban Nessa y Clive—, Virginia se preguntaba si acaso no era posible que existiera una suerte de comunión entre los seres que no pudiera ser explicada. ¿No intentaba hacer algo así en sus libros, con sus personajes? Por su parte, en su libro Studies in hand-reading, Charlotte Wolff escribió que había leído, en la mano de Virginia, su esfuerzo por mantenerse a la defensiva; también que era una persona “repleta de contradicciones reales y aparentes”, con el “deseo de escapar de la realidad”.

Sea como fuere, la realidad se imponía. Por entonces, Virginia dejó constancia en su diario de la muerte del escritor Rudyard Kipling, y de los últimos días del rey Jorge V Pero lo que realmente la alarmó fue escuchar un cierto tono en la voz de Nessa, cuando la llamó por teléfono. “No puedo atenderte ahora”, le dijo su hermana, lo que llevó a que imaginara un sinnúmero de catástrofes, cuando en realidad solo se trataba de una crisis en la reunión del London Group. Este tipo de cuestiones la distraían del obsesivo trabajo de corrección, que ocupaba unas tres horas de sus mañanas y un par más a la tarde. También leía “por sexta vez con casi completa satisfacción” David Copperfield. Además, recibía una lluvia de pedidos, reclamos e invitaciones. Así pues, fue convidada a viajar a Buenos Aires para asistir a una reunión del PEN Club,[465] pero, como le escribió a Victoria Ocampo, sentía que esa no era su “línea”. Creía, más que nunca, que debía trabajar y producir buena literatura y decía que no deseaba “lanzar un chorro de […] tinta sucia” — es decir, trasladar las riñas entre escritores— “al otro lado del Atlántico”.

Lo cierto es que nada podía rescatarla del “perpetuo condensar y reescribir” en el que se obstinaba hacía más de un año, y solo ansiaba terminar la tarea para volver a una escritura libre y creativa. Asistir a la proyección de Tiempos modernos o ir al teatro a ver Casa de muñecas, donde Lydia Keynes interpretaba el papel de Nora, no llegaban a distraerla de su objetivo; incluso en el caso de la pieza de Ibsen, veía allí “una obra interesante” porque echaba luz sobre sus “propios esfuerzos”.

Al mismo tiempo, Virginia intentaba conciliar su trabajo como escritora con la difícil situación reinante. Nunca había trabajado “tan duro en ningún libro”, pero además la actividad política de Leonard aumentaba y, consciente de que la situación europea era cada vez más seria, ella escribía en su diario: “H[itler] ha roto su palabra nuevamente”. En efecto, en violación al Tratado de Versailles las tropas alemanas habían entrado en la zona desmilitarizada del Rhin y Hitler imponía nuevas condiciones. Los intelectuales se movilizaban, pero algunos se mostraban reticentes. Era el caso de Aldous Huxley, que se había negado a firmar una petición de sanciones contra los alemanes y decía que se consideraba a sí mismo un pacifista: “También lo soy yo”, aseguraba ella, aunque no dejaba de escuchar las explicaciones de Leonard, para quien se trataba del peor momento en 600 años, y que apoyaba una posición decidida de la Liga de las Naciones. Los Woolf atravesaban “la más ferviente” semana política que habían tenido en mucho tiempo. Virginia acompañaba a Leonard, firmaba petitorios y tenía la sensación de que había pasado toda su vida protestando por esto o por aquello. La perseguía la idea de que la guerra y las armas irrumpirían en cualquier momento en la vida cotidiana; podía “verlas y escucharlas rugir”, y aun así continuaba “como un ratón condenado, royendo [su] página diaria”. La vida se había reducido a trabajar en Los años y a estar pendiente de las cuestiones políticas: “Qué más hay por hacer… excepto atender los incesantes teléfonos, y escuchar lo que L. dice. Todo se va por la borda. Felizmente hemos cancelado todas las cenas y demás, a favor de Los años.

Con Leonard enteramente “sumergido” en política, se veía a sí misma como la criada del primer ministro. Pero también la reclamaban otras cuestiones. Era una escritora famosa, e incluso las personalidades más llamativas del momento querían conocerla. Sin embargo, intentaba mantenerse firme, y de la misma manera en que se había negado al ofrecimiento de lady Oxford, que quiso presentarle a Wallis Simpson, “la nueva ramera real”, otras peticiones corrían el mismo destino. En esos tiempos, los escasos minutos de intimidad con Leonard eran bienvenidos, ya que sentía que podían crear a su alrededor un espacio y la “tranquilidad que es favorable a la diversión privada”. Pero la intensa actividad política de él la abrumaba, y no dejaba de quejarse,en cartas a amigos y parientes, de las reuniones políticas que se celebraban en su casa. De todas maneras, los meetings en el cuarto continuo no la movilizaban tanto como la realidad cuando se presentaba sin mediatizar, imponiendo la fuerza de las cosas más allá de todo discurso.

“Todo se estiliza cuando escribo”

Un día, mientras esperaba a la costurera, Virginia sintió un golpeteo en la ventana:

 

«Pero era, ay, una muchacha, desmayándose. ¿Puedo tomar un poco de agua? Apenas podía caminar. Se sentó en los escalones del zaguán mientras fui a buscarlo. Luego la hice entrar: llamé a L.: calenté sopa. Pero fue algo horrible. Ella había estado caminando todo el día para conseguir trabajo, tenía neuritis… no podía coser, había tomado una taza de té para el desayuno, vivía sola en una habitación en Bethnal Green. Al principio apenas podía hablar, ‘Tengo hambre”, dijo. Gradualmente se avivó. Medio adormecida. Dijo Parecen hermano y hermana, ambos tienen narices largas. Yo soy judía; un curioso énfasis en la palabra como si fuera una confesión. También él le dije yo. Luego ella se estimuló un poco. Pero mi Dios, nadie quien la ayude, dijo.

¿Amigos? Oh, tan solo piensan en pasarlo bien. ¿Puedo llevarme esto a casa? Tomando un panecillo. Le dimos lengua, 2 huevos y 5 chelines. Hizo esto usted misma —por la sopa—. Puede costearlo —por el dinero—. Y un mero susurro — 22— sufriendo. Nunca vi la infelicidad, la pobreza tan tangibles. Y sentí que era nuestra culpa. Y se disculpó. Qué podíamos hacer. Habré de quedarme en cama si me siento mal y luego iré a la Bolsa de Trabajo. Pero no puedo conseguir ningún trabajo. Piensen en uno de nuestra “clase”: y eso es lo que exigimos. Ahora está lloviendo, y supongo… ¿bueno, de qué sirve pensar? Como de costumbre lo que era tan vívido durante toda la tarde se estiliza cuando escribo. Algún horror se vuelve visible: pero en forma humana. Y ella puede llegar a vivir 20 años… Qué sistema».

 

Sensible a las injusticias del sistema y sus exclusiones, Virginia encontró en la escritura la manera de canalizar las denuncias de un estado de cosas que estaba lejos de ser ideal. Desde muy joven había establecido conexiones entre los sistemas político y patriarcal, siendo a este último al que apuntaba con seguridad y convicción sus dardos de denuncia. Eso es lo que había intentado en Un cuarto propio, y ahora sentía la urgencia de denunciar las conexiones entre sistema patriarcal, guerra y política, tarea que realizaría en un libro cuyo título provisorio era Dos guineas. Pero antes debía prestar especial atención a lo que le estaba sucediendo con su mente: “Debo bordear muy de cerca la locura, creo. Me sumerjo tanto en este libro que no sé lo que hago. Me encuentro a mí misma caminado por la Strand hablando en voz alta”. Además de la tensión que implicaba terminar Los años, la perseguía la sensación de que el mundo se transformaba en un “mundo de horror”, y a mediados de marzo escribía que desde Fin de viaje nunca había vuelto a sufrir tan “aguda desesperación” al releer un libro.

Significativamente, incluso Duncan y Vanessa, que cultivaban la imagen de artistas desconectados del mundo, siempre al margen de esos problemas, comenzaban a tomar conciencia de la grave situación política. Un tanto alarmada, Virginia le contaba a su sobrino Julian: “Como puedes imaginarte, estamos todos bajo la sombra de Hitler en este momento… incluso Nessa y Duncan comienzan una conversación diciendo ¿Cuál es tu opinión, Leonard, del fulano ese? Hacen preguntas inteligentes acerca de las colonias”.

Aunque para ella era cada vez más difícil contrarrestar la tensión que se respiraba en el ambiente, comprobaba que la mayoría de la gente, tal vez guiada por un instinto de negación y autopreservación, se aferraba a los viejos rituales, se movilizaba y buscaba sociabilizar, lo que la contrariaba al punto de escribirle a Ethel:

 

«Londres se está poniendo rápidamente tan intolerable que creo que habré de huir en busca de paz. Dime ¿qué debería hacer con el conglomerado de viejos amigos de familia que han hecho de mi vida un mero espasmo esta semana pasada? Cuando Mrs. Grosvenor dice que está vieja y que era amiga de mi padre, cuando Miss Elizabeth Robins dice que era amiga de mi madre, cuando Gerald Duckworth dice que está muy melancólico y que era mi medio hermano… ¿debo, oh, debo correr de un lado al otro a verlos a todos? Y luego — todo en esta semana— viene un anticuado primo hindú, cuyo hijo intuyo se está yendo rápidamente al demonio. ¿Y por qué los atraigo? No puedo resolver este acertijo: pero desbarata mis días y me hace planear un vuelo: la verdad es que no puedo resistir el teléfono, y así arruino mis días.[466] Mientras tanto, aquí estoy en la última etapa [de Los años], y piadosamente anestesiada del todo y no sé ni me importa si es el peor libro o el mejor».

 

Pronto se hizo evidente que necesitaba “dormir y silencio”. En efecto, como le contó en una de sus cartas a Victoria Ocampo, estuvo más de un mes enferma. En esas condiciones, a principios de mayo, le informaba a Sybil Colefax, que estaba harta del “detestable” Londres, de las multitudes y de lo árido, sórdido e inhumano de la ciudad. Ante la amenaza del quiebre ostensible que se cernía sobre ella, y en contra de lo que acostumbraban, Leonard leyó las galeras de Los años que llegaban de la imprenta, mientras Virginia enviaba las últimas páginas mecanografiadas.[467] La tarea le parecía aborrecible, y comprobaba con horror que todavía restaba afrontar “600 páginas de frías pruebas”. No había leído el libro completo y se planteaba la posibilidad de “romperlo todo”.

Próxima a colapsar, se decía a sí misma que esta sería su última novela, y oscilaba entre tirar Los años a la basura y considerarlo su mejor libro. Debido al agotamiento, durante dos meses interrumpió la escritura de su diario; los síntomas eran los de siempre: dolores de cabeza e insomnio. En ese estado de cosas, se permitió pasar cuatro semanas —casi todo abril— de convalecencia en Rodmell: allí, “completamente ausente e insípida”, yacía sobre un par de sillas, que solo abandonaba para ir a la cama. Su único alivio era que su editor norteamericano posponía la edición del libro hasta octubre. Sentada frente al fuego, Virginia leía una compilación de las poesías de Eliot; “semejante resplandor surge de las palabras que no puedo acercarme a ellas”. Pero “maldecida con jaquecas”, carecía de la capacidad de expresar sus impresiones, y esperaba recuperar su entendimiento para desmenuzar el libro “con mil navajas de bolsillo”[468]

Finalmente, el 3 de mayo, se encontraba otra vez en Londres, pero el 27, luego de almorzar con Vita, no pudo dormir. Pasó la noche en vela mientras contemplaba una botella de cloral — hidrato de cloro— prohibiéndose tomar otra dosis, y conectando esos momentos con anteriores crisis en las que no había tenido control de sí misma. Debido a su extrema sensibilidad, una visita de Ethel fue cancelada, no así la correspondencia que mantenía con ella. El colapso nervioso que Virginia atravesó entre abril y junio no tenía precedentes en los últimos años, y cuando se recuperó escribió en su diario: “Dos meses de lúgubre y peor, casi catastrófica enfermedad… nunca ha estado tan cerca el precipicio […] desde 1913” También Leonard se refirió a este período en sus memorias. Allí subraya que entre 1920 y 1930 la salud mental de Virginia había sido estable, y que solo al finalizar cada libro la amenazaban sus crisis de “negra desesperación”. Pero coincidiendo con el final de la escritura de Los años, estas crisis se hacían cada vez más “profundas y peligrosas”, y ambos vivieron tiempos aterradores. De todas maneras, hay que destacar que, a diferencia de las etapas en que había perdido el control de sí misma, en esta oportunidad Virginia conservaba la conciencia de su estado, e incluso se torturaba pensando que sus crisis preocupaban a Leonard. En ese contexto, su médica le aconsejó un cambio de panorama. Los Woolf viajaron a Cornwall y se quedaron unos días en casa de Ka y Will Arnold- Forster. Enamorada del paisaje, Virginia se preguntaba: “¿Por qué no pasamos siquiera una parte de nuestras cortas vidas en Sussex, Kent o Londres?”. También le escribía a Vanessa resaltando, como un hecho sugerente e inspirador, que el oeste de Inglaterra se mantenía como en los días de Jane Austen.

Ultima vez en Cornwall

Virginia no había regresado a Cornwall desde su último viaje en 1930, y esta sería la última vez que visitaría los paisajes que tanto amaba. Durante el viaje, pasaron por Devon, y ella y Leonard recordaron tiempos pasados; en tanto él rememoraba los días que había compartido con Lytton y el filósofo Moore en 1912, poco después de regresar de Ceilán, ella se remontó más lejos en el tiempo; recordó la casa donde había pasado las vacaciones en 1898, y a Thoby corriendo al galope por el patio.

Un atardecer, los Woolf se acercaron al jardín de Talland House. Virginia — escribió Leonard en sus memorias— se asomó a contemplar, a través de las ventanas de la planta baja, los fantasmas de su niñez:

 

«No sé si, como Heine, ella vio al Doppelganger y escuchó el apenado eco de la canción de Schubert: ‘Corazón, ¿recuerdas aquella casa vacía?, ¿recuerdas quién solía vivir aquí? ¡Ah, alguien viene! ¡Retorciendo sus manos! ¡Terrible! Soy yo misma. Puedo ver mi propia cara. ¡Hola, Fantasma! ¿Qué significa? Qué haces, burlándote de lo que viví aquí hace ya tantos años”».

 

El emotivo viaje concluyó a finales de mayo con una estadía de doce días en Rodmell. Aunque parecía que se encontraba mejor y retomó las pruebas de Los años, cuando visitó a su médica en Londres, esta le indicó que debía volver al campo y descansar. Le sugirió que debía pasar todo el verano allí con órdenes de no trabajar “más que % de hora por día”. Durante los siguientes tres meses y medio, Virginia estuvo recluida en Monk’s House.[469] De nada valía que Ethel le ofreciera reunirse con la princesa de Polignac, que había conocido a Proust; antes que nada, debía cuidar su delicado equilibrio. En vista de ello, descubrió un “nuevo estilo telegráfico” para redactar sus cartas, y volvió a un ritmo de lecturas que le recordaba el de su juventud. Descubrió con placer a Colette, y aunque quería corregir las pruebas de Los años, su “cabeza era casi como un pudín hervido y decorado con nervios calientes y rojos”. La corrección implicaba “vivir como un gato pisando huevos”, y se sentía agobiada por la “sensación de completa desesperación y fracaso”.

La vida resultaba como aplanada y todo debía ser cuidadosamente planificado.[470] Recostada en un sillón, recibía contadas visitas entre el té y la cena, y tenía mucho tiempo para reflexionar sobre ese extraño verano en el que descubría “nuevas emociones: humildad: alegría impersonal: desesperación literaria. Estoy aprendiendo mi oficio en las condiciones más feroces”. Durante ese período, halló consuelo leyendo las cartas de Flaubert: “Oigo mi propia voz gritar en alto ¡Oh arte!”. Como creía que debía ser el caso del escritor francés, Virginia concluyó que poca gente estaba sometida a semejantes torturas a la hora de escribir. También reconoció que su cerebro se había convertido en una máquina que solo podía hacer funcionar diez minutos cada vez y, abandonando la exigente tarea de escribir, se dedicó a la lectura. De todas maneras, se trataba de una lectura crítica. En efecto, después de leer la biografía de Juana de Arco escrita por Vita, concluyó que si bien se trataba de un sólido y respetable trabajo, edificado piedra sobre piedra, con gran acopio de hechos, al personaje principal le faltaba vuelo.[471] Su lectura fue la de una escritora que siente que con ese material hubiera escrito otro libro:

 

«Cómo desearía que escribieras otro capítulo sobre la superstición: lo que el campesino francés creía en aquel entonces. No puedo evitar pensar que el estado mental en general era tan distinto del nuestro que voces, santos, venían, no de Dios, sino de una psicología común: ¿por qué todos eran capaces de escribir poesía; tallar estatuas; pintar cuadros? entonces, y no ahora. De modo que ellos creían como nosotros no podemos. O más bien, nuestra creencia es difícilmente perceptible para nosotros, pero lo será para aquellos que escriban sobre nuestras vidas en 600 años. […] ¡Cuán angélicamente te comportaste con la Hogarth Press! Generosa, humana, adorable. En la época de Juana ninguna de esas cualidades existía. Por lo tanto oían voces celestiales ya que sin duda la vasija humana es tan limitada que solo puede contener unos pocos sentimientos exaltados, desasidos e impersonales cada vez. Como psicólogo, Proust es mucho más avanzado que Ronsard. Tu percepción o la mía es mucho más fina que la de las mujeres de 1456. Por otra parte, las campanas de la iglesia de Rodmell no generan en mí nada más que antipatía por la religión cristiana… más aún cuando ponen a ladrar a los perros de Miss Emery».

 

Después de unas pocas anotaciones, entre el 23 de junio y finales de octubre Virginia volvió a abandonar su diario personal. Pasó la mayor parte de ese tiempo en Rodmell, descansando, caminando, leyendo esporádicamente y escribiendo su correspondencia. Que no estuviera en su mejor momento de alguna manera la disculpa por no haberse mostrado gentil con su sobrino Julian. Tanto ella como Leonard estuvieron de acuerdo en rechazar una carta que había escrito sobre Roger y que deseaba que se publicara en la Hogarth Press. Mientras Julian vivió en China, tía y sobrino mantuvieron un fluido intercambio epistolar. En la correspondencia que mantenía con él, Virginia tenía un interlocutor polivalente que se interesaba sin distinción en las cuestiones familiares, artísticas, literarias o políticas. Cabía tanto contarle que Angelica tenía una desconcertante pasión por la ropa, como referirse a los paneles que Duncan pintó para decorar el Queen Mary[472] y que fueron rechazados, o decirle que nunca había soñado tan a menudo con la guerra. Las cosas se complicaban cuando expresaba, con cruda franqueza, lo que pensaba de sus escritos y de su poesía. Esta vez, Virginia no evitó señalar que juzgaba que su trabajo sobre Roger Fry era demasiado personal. Como era de esperar, el asunto trajo cola: Julian y Vanessa se sintieron, cada uno a su manera, enojados y despreciados. Nessa le escribió a su hijo diciendo que debido al estado precario de los nervios y la mente de su hermana, esta no estaba capacitada para dar cuenta del “mérito real” de otros autores.[473] Pero no perdonaba tan fácilmente a Leonard, y señaló que su cuñado podía mostrarse “curiosamente estrecho y limitado en sus apreciaciones”, ya que a diferencia de Roger, era “incapaz de aceptar cualquier cosa que no hubiera sido hecha según sus reglas”.

Podría decirse que Virginia se mostró tan dura con Julian como lo venía siendo consigo misma. La tarea de revisión de las pruebas de Los años era ardua, avanzaba lentamente y recién pudo terminarla al final del verano. Incapaz de someterse al estrés adicional de asumir alguna participación en política, y alegando que Leonard podía hacer el trabajo de los dos —“o incluso el de una docena”—, por entonces renunció al Comité antifascista del que ambos eran miembros.[474] Aun así, se sumó a la Asociación de Escritores para la Defensa de la Cultura, firmó una carta con otros intelectuales solicitando el apoyo del gobierno inglés al gobierno español, que apareció en diferentes periódicos, y en diciembre publicó en el Daily Worker una nota en la afirmaba que era importante que los artistas tomaran parte en política.

Ethel vs. Bloomsbury

La crisis de salud que atravesó Virginia, y que se extendió más allá de la primera mitad del año, tuvo consecuencias en su relación con Ethel. Si bien ella reconocía que Virginia la había estimulado a escribir el último tomo de sus memorias, y se lo dedicó, las amigas no paraban de discutir acerca del valor de sus respectivos grupos y amistades. El caso es que Virginia diferenciaba entre el estilo literario de Ethel —decía que escribía “como un viejo pavo esparciendo la gravilla con sus patas traseras”— y las cosas interesantes que tenía para contar. Incluso le recomendó a Vanessa que leyera sus memorias, señalando que podría ver allí un vivo retrato de los amigos de Ethel, un personaje que calificaba de shakesperiano, cuyo “genio” era a su manera inefable[475] Pero a diferencia de Ethel, que defendía a capa y espada a su adorado amigo Maurice Baring, Virginia no dudaba en criticarlo de la misma manera que ella hacía con los integrantes de Bloomsbury. En la correspondencia que ambas sostuvieron ese verano, la discusión se reiteraba tanto que incluso Vita fue llamada a contemporizar. Su posición respecto de Bloomsbury no admitía críticas y, con el ánimo de una sobreviviente, leal y apasionada, Virginia le escribía a Ethel:

 

«Un joven me envió un libro el otro día en el cual perpetuamente utilizaba ‘Bloomsbury” como una convención para todo lo tonto, barato, indecente, vanidoso y demás. Tras lo cual le escribí: Toda la gente que más respeto y admiro han sido lo que llamas ‘Bloomsbury”. Así, aunque tienes todo el derecho de despreciarlos y aborrecerlos, no puedes esperar que yo esté de acuerdo. Es más, utilizar un término general como este, sin dar casos ni nombres, para que la gente de la que te burlas pueda defenderse, me parece un subterfugio cobarde, del cual deberías avergonzarte. De todos modos, nunca vuelvas a visitarme a mí, que vivo en Bloomsbury. […] Y como tú has pisado nuevamente ese dedo —admito que todos los periodistas baratos, desde que Roger y Lytton murieron, han estado saltando sobre él—, veo rojo: color que no es favorable para la crítica, arte que debería ser impersonal; de modo que no te diré lo que pienso de tu artículo, también por este segundo motivo. El primero, sin embargo, es el más importante (para emplear una palabra de Bloomsbury): he leído casi todo Baring; y resumir nuestras diferencias sería, como digo, utilizar más tiempo y poder cerebral de los que poseo».

 

En ese estado de cosas, y para evitar que Virginia se alterara, Leonard intervino y se cancelaron los encuentros con Ethel. Marido y amiga entraban en conflicto. En tanto Ethel insinuaba que Leonard arrastraba a Virginia a los comités políticos, cuestión que ella negaba si bien admitía que ese era “el hobby y la pasión de Leonard”, él estaba convencido de que la vieja dama era más nociva que el zumbido de las reuniones políticas que, puerta de por medio, alteraban a Virginia. De hecho, entre las pocas distracciones que jalonaron ese verano, Leonard sólo permitió aquellas que creía que no alterarían ni perjudicarían el delicado equilibrio de su mujer. Así pues, el 30 de agosto asumió el riesgo de asistir junto con ella a una representación teatral familiar en Charleston.

La performance comenzó con una canción entonada por una amiga de Angelica, recostada en una mesa y con vestimenta eduardiana, cuya gracia consistía en tomar unos tragos de gin cuando olvidaba la letra. Luego Janie Bussy, profesora de francés de Virginia, recitó en acelerado e ininteligible francés; y finalmente Angelica representó tres pequeñas piezas. En una de ellas personificó a una joven escritora que visita a la reconocida autora Virginia Woolf, y encuentra, en boca de la monita tití de Leonard, el manuscrito que le había enviado para que leyera. Otro de los momentos fuertes de la noche fue cuando Duncan apareció en escena, extrañamente caracterizado: “con una simple máscara y una mantilla negra, con una figura de mujer desnuda hecha de cartón atada a su cuerpo mientras hacía piruetas, ocultando a medias sus partes privadas con su mantilla y abanico”.

Finalmente, Quentin representó el papel de una mujer norteamericana, que junto con una francesa interesada más que nada en ver dónde estaba el cuarto de baño, realizaban un tour guiado por Charleston en el año 2036. Un guía uniformado señalaba a las turistas las piezas de mobiliario, relacionadas emblemáticamente con los presentes: una caja fuerte representaba a Maynard Keynes; un escritorio, a Clive; unas bibliotecas, a los Woolf. Según parece, los miembros de Bloomsbury estaban intrigados por imaginar cómo sería su reconocimiento póstumo. El caso es que Virginia se divertía con esas ocurrencias, y los encuentros familiares y el descanso en Rodmell tuvieron efectos positivos. En septiembre, con fuerzas renovadas, experimentó “un brote de salud”. Consciente de que su cerebro no se percataba de términos medios —era “sequía o inundación”—, aprovechó su mejoría para corregir las pruebas de Los años. Las “viejas prescripciones de Savage” habían resultado y se reponía paulatinamente; así pues, a finales de ese mes consideraba que había pasado lo peor y el 11 de octubre pudo regresar a Londres.

“¿Soy una esnob?”

El 30 de octubre Virginia retomó su diario: no deseaba detenerse a analizar el extraordinario verano que había vivido; le parecía “más útil y saludable escribir escenas; tomar mi pluma y describir acontecimientos actuales”. La decisión implicó dejar en blanco cuatro meses y evitar describir la etapa de “desesperación suicida” que había atravesado. Eludiendo ese tipo de temas, volvió a su diario relatando situaciones menos conflictivas. Con ese talante describió una visita a lady Colefax, quien había enviudado y debido a problemas económicos se había visto forzada a abandonar Argyll House, la casa de sus famosas recepciones, y también estaba rematando otras pertenencias. Esas notas de su diario sirvieron como base para el interesante texto autobiográfico-confesional “¿Soy una esnob?”, que Virginia leyó a principios de diciembre, en una reunión del Memoir Club, y que fue publicado póstumamente.

Si bien estaba mucho mejor, el 1° de noviembre, a poco de ponerse a revisar las pruebas de Los años, entró en pánico. El libro le parecía “tan malo” que decidió “llevar las pruebas, como un gato muerto, a L. y decirle que las quem[ara] sin leerlas”. Lo hizo con la impresión de que se sacaba un gran peso de sus hombros; no se sentía “Virginia, la genio” sino un ser insignificante, cansado, viejo, pero feliz de continuar “100 años con Leonard”. Preocupado, él comenzó a leer sin decir palabra. Mientras tanto, Virginia experimentó una suerte de “depresión activa”:

 

«Caí en uno de mis tórridos calores y profundos sopores,[476] como si se me hubiera ido la sangre de la cabeza. De pronto L. bajó su prueba y dijo que la consideraba extraordinariamente buena, tan buena como cualquiera de ellas. Y ahora continúa leyendo, y cansada con el esfuerzo de escribir estas páginas subo a leer».

 

Un día más tarde, Leonard hizo un alto en la lectura para decirle que el libro era “extraordinariamente bueno: muy extraño; muy interesante; muy triste”. Después de terminar de leerlo, agregó que incluso era mejor que Las olas. Virginia sintió que se había producido un “milagro”:

 

«L. bajó la última hoja alrededor de las 12 anoche; y no podía hablar. Estaba llorando. Dice que es “un libro muy notable… le gusta más que Las olas” Y no tiene ni la mínima duda de que deba ser publicado. Yo, como testigo, no solo de su emoción, sino de su absorción, ya que leyó y leyó, no puedo dudar de su opinión: ¿qué hay de la mía? De todos modos el momento de alivio fue divino. Apenas sé aún si estoy sobre mis talones o cabeza… tan asombroso es el cambio total desde el martes por la mañana. No he tenido semejante experiencia antes».

 

Años después, en sus memorias, Leonard contó las cosas de manera diferente. Consciente de que una mala crítica a su libro podría haber amenazado la recuperación de Virginia, decidió mentir. Si bien su obligación como editor era exponer los méritos y defectos del texto y definir si se publicaría, como marido sabía que se trataba de una “difícil y peligrosa tarea” que ponía en riesgo la salud de su mujer.

Leonard subrayó que hasta ese momento siempre había dado una “opinión absolutamente honesta”, y aunque el libro no era tan malo como su autora pensaba, él tampoco lo consideró de los mejores: “Fue en muchos sentidos un libro notable y muchos autores y la mayoría de los editores se hubieran alegrado de publicarlo como estaba. Yo lo consideré bastante largo, particularmente en el medio, y no tan bueno como Las olas, Al faro y La señora Dalloway”. A pesar de todo, elogió el libro y Virginia se sintió aliviada, aunque no podía superar las dificultades que presentaba la corrección y sufría intensamente. Torturada y agobiada, se prometía no volver a escribir otro libro tan extenso. Los años había resultado tan agotador “como un largo parto”. Finalmente, después de trabajar arduamente con las pruebas de galeras, cortó “dos enormes pedazos”, hizo correcciones en casi todas las páginas, y el 31 de diciembre entregó las pruebas corregidas a la imprenta.

Mientras esas intensas batallas se desarrollaban en su aparato psíquico, Europa continuaba en crisis. Franco había bombardeado Madrid, pero la ciudad resistió hasta principios de noviembre. Durante varios meses, debido a su estado físico y mental, Virginia había evitado anotar en su diario los acontecimientos políticos. Cuando estuvo lo suficientemente bien como para registrarlos, decidió intervenir de alguna manera, y publicó un artículo en el diario comunista Daily Worker, en el que declaraba que en épocas de crisis, como la que estaban viviendo, los artistas debían sumarse a la vida política, salir de sus estudios y talleres para bien de la comunidad. Aun así, durante una comida con Adrian en la que el tema principal fue el psicoanálisis, sintió alivio por “no tener que hablar siempre de política”.

De política sí habló con lord Cecil, presidente de la Unión de la Liga de las Naciones, que defendía la propuesta rearmamentista de Churchill con la idea de que con eso se fortalecería la autoridad y efectividad de la Liga. Para lord Cecil, la postura “aislacionista” de Bertrand Russell — con la que Virginia se sentía identificada —[477]era una completa locura. “¡Decirnos que debemos someternos a Hitler!”, había exclamado ofuscado lord Cecil. La política amenazaba con invadirlo todo, incluso la Hogarth Press, ya que entre 1933 y 1936 las publicaciones políticas superaron en número a las literarias. Al tiempo que leía los panfletos pacifistas que publicaban, Virginia se anoticiaba de la postura de Russell. Si bien por inclinación coincidía con el enfoque de Huxley,[478] se sentía obligada a considerar la posición de Leonard, que, cada vez más convencido de la necesidad de favorecer un fuerte sistema de alianzas internacionales, apoyaba el rearmamentismo.

Las marchas antifascistas estaban a la orden del día y la guerra civil española era un hecho, pero una de las cosas que más impresionó a Virginia fue ver las fotografías de niños españoles muertos tras los bombardeos. De todas maneras, se trataba de tragedias de algún modo lejanas, y en Londres la vida cotidiana continuaba sin que su rutina se viera afectada. Es así como a mediados de noviembre Virginia retomó su vida social y, reconciliada con Los años, escribió en su diario que no debía sentirse desdichada, ya que se trataba de un libro intenso, verdadero y tenaz; diferente, más “real” y con “más sangre y huesos” que los otros. Además de proponerse no preocuparse por la opinión de los críticos, reconocía que el libro le había enseñado a construir escenas:

 

«De hecho halago a esa mujer terriblemente deprimida, yo misma, cuya cabeza le dolía tan seguido; que estaba enteramente convencida del fracaso; ya que a pesar de todo creo logró salir de eso, y debe ser felicitada. Cómo lo hizo, con su cabeza como un trapo viejo, no lo sé».

La amante del Rey

El año 1936 también fue de crisis para Inglaterra. La muerte de Jorge V el 20 de enero, había generado expectativas en el público inglés, muy atento, además, a los mecanismos sucesorios. Estas cuestiones ocuparon buen espacio en el diario personal de Virginia. La noche del deceso del monarca, ella se había acercado en auto a Buckingham y, como otras personas que daban vueltas por el lugar, le preguntó a un policía acerca del último boletín oficial. “La vida de Su Majestad se está aproximando a un pacífico fin”, le contestó el uniformado sin demasiada convicción, como si estuviera recitando una oración aprendida. El lugar bullía de gente y agitación; pero el desenlace no se hizo esperar demasiado, y al día siguiente todos pudieron conocer las últimas palabras del monarca: “Le había dicho a su secretario ‘¿Cómo se encuentra el Imperio?’… una expresión extraña. ‘El Imperio, señor, se encuentra bien’; tras lo cual se durmió”.

Aunque se confesaba atraída por la aristocracia y le encantaba que las duquesas la admiraran, Virginia no dejaba de ser crítica con la monarquía y con los sentimientos que la muerte del rey despertaba en el publico inglés: “Una curiosa supervivencia de barbarie, emoción, heráldica, clericalismo, pura sentimentalidad, esnobismo, y algún sentimiento para el hombre común que era tan parecido a nosotros mismos”. De todas maneras, el poder democratizante de la muerte se imponía sobre cualquier diferencia social, incluso sobre viejos rencores. Por eso, al enterarse del fallecimiento de la madre de Vita, Virginia sintió que ya no tenía enconos con la “pobre vieja infeliz” que tanto la había injuriado.

En cuanto al rey, quedaba claro que a rey muerto, rey puesto, y ella misma sentía curiosidad por el sucesor aunque opinaba, después de escuchar fuentes cercanas a la realeza, que Eduardo era un “sinvergüenza barato de segunda cuyos únicos buenos puntos” eran que tenía “dos amantes y que no se casará ni formará un hogar”; y que se reunía a tomar el té con las esposas de los mineros.

Bastante antes de que la opinión pública estuviera al corriente de las implicancias del affaire entre el sucesor al trono y la dos veces divorciada Wallis Simpson, los Woolf conocían los detalles que les suministraba, entre otros, su amigo Kingsley Martin,[479] editor del New Statesman and Nation (NS&N). Finalmente, el 2 de diciembre un periódico publicó que el obispo de Bradford se había referido a la asistencia irregular del rey a la iglesia. A partir de entonces, la relación entre el rey y la señora Simpson invadió los periódicos. Virginia escribió en su diario que todo Londres se encontraba “excitado” y agregaba: “No podemos tener una Simpson por reina, esa era la sensación. Ella no es más real que tú o yo, es lo que dijo la jovencita del almacén”. Aun así, al principio, una oleada de simpatía romántica apoyó el affaire real. Eran varios los que opinaban que las convenciones victorianas debían quedar en el pasado y que había que dejar que Eduardo se casara “con quien quisiera”, pero en ambientes como el exclusivo club al que asistía Clive Bell, la mayoría de los nobles expresaban sus temores y denunciaban que la monarquía estaba en crisis. Lo cierto es que este asunto había cambiado el centro de atención: “España, Alemania, Rusia… todos fueron apartados a codazos”. La época de los paparazzi comenzaba: Wallis Simpson era fotografiada bajando de su automóvil; también fotografiaban su equipaje. Pronto las simpatías que despertaba el affaire fueron cambiando de signo. Virginia fue una de las primeras en cansarse:

 

«De hecho estamos todos hablando hasta por los codos; y pareciera que ese insignificante hombrecito hubiera movido la piedrita que desplaza una avalancha. Cosas, imperios, jerarquías, moralidades… nunca volverán a ser lo mismo. Sin embargo hoy hay una cierta sensación de que el botón ha sido presionado demasiado fuerte: la emoción ya no se ofrece tan generosamente. Y el rey puede mantenernos a todos esperando, como un niño malcriado en el cuarto de niños, mientras se sienta, tratando de decidirse».

 

El 10 de diciembre, según consta en su diario, Virginia siguió con atención las alternativas que parecían culminar con la abdicación del rey. El grupo de Bloomsbury tenía preferenciales contactos e informantes cercanos a la realeza, entre ellos Mary Hutchinson, que tenía amigos en la corte y conocía lady Diana Cooper, invitada por el rey a un crucero que compartió con Mrs. Simpson. También recibían chismes del secretario privado de la princesa Mary, amigo de Duncan Grant. Todo eran especulaciones acerca de qué pasaría y Virginia encontraba emocionante que cada día amaneciera con noticias nuevas. Pero con el paso de las horas, la actitud de la gente había cambiado y ella constataba que “la jovencita de la tabaquería” había dicho que el rey “debería sentirse avergonzado”. Por su parte, Virginia era de la opinión de que “la pequeña mente burguesa trastornada del rey” era de temer, y se preguntaba por qué deseaba casarse cuando “podría haber continuado con Mrs. S. como amante hasta que ambos se enfriaran: nadie objetaba”.

Como le había sucedido a principios de año, ante la inminencia de la muerte de Jorge V la tarde del 10 de diciembre Virginia sintió la necesidad de ir a Westminster. Allí se encontró con Ottoline y Bob Trevelyan. Mientras recordaban el Jubileo de Diamante de la reina Victoria, ocurrido cuarenta años antes, Ottoline señaló la ventana a la que se asomó Carlos I, poco antes de que le cortaran la cabeza; entre tanto Virginia tuvo la sensación de estar en el siglo XVII, conversando con una de las cortesanas que lamentaba “no la abdicación de Eduardo […] sino la ejecución de Carlos”. Luego, Ottoline se lamentó del estado de cosas presente y criticó al rey: “Pobre niñito tonto. Nunca pudo controlar su mal genio. Nadie podía decirle nada que le desagradara”. Con la sensación de sentir la “presión” de todos los reyes de Inglaterra y de las glorias de la Corona sobre sus cabezas, ambas se alejaron en un taxi. Por entonces, la noticia de la abdicación ya estaba en los titulares de los periódicos.

Ese mismo día, Virginia escuchó al príncipe Eduardo, anunciando por radio su renuncia al trono:

 

«Con una forzada voz acerada, como si estuviera parado con la espalda contra la pared, el rey (pero eso ya está desvaneciéndose y aferrándose a York) comenzó: “Al fin… puedo hablarles. La mujer que amo… Yo, que no tengo ninguna de esas bendiciones…”. Bueno, uno se puso en contacto con la carne humana, supongo. También con una decidida mente obstinada y acerada… un joven muy común; pero la cosa nunca había sido hecha a esa escala. Un hombre instalado en la Torre Augusta en Windsor dirigiéndose al mundo de parte suya y de Mrs. Simpson. Afuera en la plaza había un vacío total».

Finalizado el asunto de la abdicación y con Jorge VI como nuevo rey, Virginia volvió a sus asuntos: los Woolf partieron a Monk’s House, donde pasaron la Navidad. El 31 de diciembre, ella anotó en su diario que se sentía aliviada por haberse liberado de su libro. Bueno o malo, estaba terminado.

Sentía una “absoluta necesidad” de trabajar, se encontraba capaz y con la habilidad suficiente para encarar la biografía de Roger Fry y Tres guineas; también lista para escribir unos artículos para Norteamérica, y sobre Gibbon, al cumplirse el centenario de su nacimiento.

El difícil año terminó con un magnífico regalo. Como si con ello demostrara que todo lo grande está en medio de la tempestad,[480] Violet Dickinson le envió dos volúmenes, tipiados y encuadernados, que reunían cerca de 350 cartas que Virginia le había escrito desde su juventud. Un regalo que incluso tienen que agradecer los lectores, ya que estas cartas ocupan más de la mitad de las que forman el primer volumen de su correspondencia. Se trataba de un obsequio espléndido y conmovedor que le permitió acceder a la escritura, los pensamientos y sentimientos de la joven que había sido. De todas maneras, Virginia concluyó que no estaba segura de que le gustase “aquella muchacha” y se sintió feliz de que Angelica no tuviese que “pasar por todo lo que su tía pasó a su edad”. Esas cartas tenían, como ningún otro testimonio, la capacidad de evocar “ráfagas de su trágico pasado” y traían a su memoria muchas cosas que había olvidado.