Prólogo del traductor
Se ve que la filosofía puede
también tener su quiliasmo.
KANT.
Al traducir, por honrosa indicación del licenciado García Maynez, el ensayo de Kant: Relaciones entre teoría y práctica en la moral y el derecho, me llamaron la atención los pasajes que el filósofo encabeza con la salvedad polémica: contra Hobbes y contra Mendelsshon. Temas políticos e históricos, como la unión de naciones y la idea de progreso, son tratados por el fecundo «viejo» con el más apasionado rigor. En el mismo volumen, el v de las obras completas de Kant (edición de P. Gedan, W. Kinkel, G. H. v. Kirchmann, etc.), encontré otros pequeños ensayos que abordaban los mismos temas y a los que me bastó añadir: Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor, incluido en «la disputa de las facultades», para completar de manera sorprendente el pensamiento de Kant en lo que podríamos designar, sin exageración, su filosofía de la historia, con la gradación sistemática y cronológica que podrá seguir el lector. Otro escrito que, sin duda, correspondería en este lugar, La faz perpetua, es ya muy conocido en lengua española y por eso no lo incluimos, si bien pensamos que la selección que presentamos ahora servirá para colocar en su lugar y restaurar en su importancia un libro que figuraba, más bien, como un producto, un poco marginal, de la ancianidad del autor. En cambio, incluimos su Contestación a la pregunta ¿qué es la ilustración?, disponiéndola a la cabecera a guisa de prólogo orientador del espíritu del libro. Antes de seguir adelante quiero expresar públicamente mi gratitud al Lic. García Maynez, por todas las sugestiones y estímulos con que me ha animado a presentar en esta forma, que no pretende ser arbitraria, un aspecto fundamental del pensamiento kantiano.
Para Kant es Rousseau el «Newton del mundo moral» y es este mundo, puesto en pie ante la conciencia del hombre por el gran neurasténico, el que Kant vive apasionadamente, el mundo que quiere comprender y será responsable de su obra. No es el factum de la ciencia sino el de la moral, tal como ha sido disciplinado por Rousseau, la materia de su análisis filosófico. La voluntad general —la ley— es a lo moral, como descubrimiento, lo que la atracción universal —la gravedad— es a lo físico. Y si Kant comete una revolución copernicana en el ámbito del conocimiento es porque trata de fijarle sus límites haciéndole ver sus Anmassungen: sus pretensiones excesivas. El escepticismo de Hume le despierta del sueño dogmático, no sólo del racionalismo sino, más estrictamente, del cientismo. Kant da las gracias a Hume el desvelador, pero en nombre de Rousseau. Por eso su revolución crítica permite la asimilación copernicana por lo que ésta tiene de inversión de los términos y aquélla de heliocentrismo humano, pero tendríamos que cambiar de metáfora y hablar de revolución roussoniana si pensamos que la auténtica revolución crítica de Kant, de la que es instrumento la copernicana, remueve profundamente el mundo moral, donde la autonomía de la ley rescata para el hombre el centro de la creación que le había arrebatado Copérnico. El hombre, ser moral, es el fin último de la creación: el rey de la creación, y, como tal, soberano autor también —y autoritario—, por ejercicio soberano de su mente, de la naturaleza o experiencia.
Heine hace mal en sorprenderse al tropezar con la Crítica de la razón práctica después de su ditirámbica lectura de la Crítica de la razón pura. Nada menos, la sorpresa le sugiere la rastrera idea —que pretende seguir el rastro— de que Kant llevaba escondida un alma de tendero. Ahora bien; si el tendero Kant escribió la Crítica de la razón práctica, no se puede evitar la conclusión que, al escribir la Critica de la razón pura, no hizo sino barrer la tienda. Porque una lectura general de Kant no nos permite la duda sobre «la primacía»[1] en su cabeza y en su corazón de lo práctico sobre lo teórico. ¿O es que le salió el tiro por la culata? Era demasiado buen escopetero,[2] además de saber siempre muy bien a dónde apuntaba. Lo que sí puede ser verdad, históricamente corroborable, es que varias veces se ha intentado disparar, con su escopeta, por la culata.
Porque no sólo se ha insistido tanto en la Razón especulativa que se ha desfigurado la Práctica y se ha relegado casi al olvido —fuera de su parte estética— obra tan fundamental como la Crítica del juicio —que, como dice Kant, trata de llenar el abismo entre las otras dos críticas— sino que, todavía hoy, se considera el pensamiento político de Kant y sus meditaciones sobre la historia como reflexiones de última hora sin relación mayor con su obra crítica central. A mí me extrañaría mucho que, en cualquier filósofo, sus pensamientos políticos fueran algo así como charlas de sobremesa, más o menos luteranas, donde el sabio se permite el desahogo de hablar ligeramente de cosas, por demasiado cercanas, fuera del alcance perforador de su profunda mirada. Si algo caracteriza al filósofo frente al hombre religioso es su preocupación por este mundo y este mundo, hasta ahora, nos viene envuelto en una atmósfera política. Cuando Descartes defiende su «comodidad», por encima de todo, está haciendo política en el más alto sentido de la palabra: está velando, con orgullosa conciencia, por el bien de la ciudad futura. E, inversamente, cuando se alista para la guerra (de los treinta años), lo hace por una decisión filosófica: conocer el mundo para salir de dudas, aumentándolas hasta la explosión. También hace política Spinoza cuando renuncia a una cátedra para sustraer sus meditaciones a la perturbación de las presiones políticas. ¿O vamos a dudar del temple político de Spinoza, que interrumpe su gran obra, La ética, para escribir un libro político de circunstancias, indignado por un suceso político persecutorio y escandaloso? ¿Y vamos a prohibir al valetudinario Kant, en el islote hiperbóreo de Koenisberg, que se entusiasme por la revolución francesa? Afortunadamente, el efecto de su entusiasmo perplejo no se redujo a trastornar los relojes de los tenderos de la capital: les marcó la hora a Fichte y a Hegel y también, aunque trastornándosela un poco, a Comte.
Con el contrato social y la voluntad general que lo expresa, la libertad física del hombre se convierte, nos dice Rousseau, en libertad moral. Las voluntades particulares, como las partículas cartesianas, se gastan por frotación sus esquinas egoístas para formar, en vorágine, los cuerpos políticos. La voluntad general es la ley universal de la voluntad. La ley moral. La libertad. La autonomía. La voluntad se manda a sí misma y por eso es libre. No la mandan consideraciones ajenas, sensibles, por eso es pura. Manda a todos, por eso es universal. Kant traslada a la conciencia lo que Rousseau había puesto en la sociedad —la pura causación por el fin general— y en este sentido parece un retroceso, pero es un retroceso para tomar carrerilla. A Rousseau le es ajena la idea de progreso y la idea de progreso hará que el imperativo categórico de Kant pase de la sociedad nacional a la sociedad cosmopolita del género humano. Por eso decimos que la verdadera revolución de Kant es la roussoniana, segunda edición, ahondadora, de la de Rousseau. En uno de los escritos de Kant que reproducimos, hay toda una página en que se ocupa de discutir la existencia histórica del contrato social[3] y nos dice, nada menos, que no sólo no se ha dado nunca sino que no es posible que se dé en la experiencia porque se trata de una idea de la rascón que tiene realidad práctica, reguladora: la de justificar aquellas leyes que podrían haber surgido de la voluntad unida de un pueblo. Voluntad unida, general, que no puede ser demostrada actualmente en la experiencia como no es posible demostrar la existencia empírica de una volición pura, porque la demostración habría de ser negativa —que no la inspira ningún motivo sensible— y, por lo tanto, imposible.
También en otro lugar se ocupa de la aparente contradicción roussoniana entre los primeros escritos sobre los males de la civilización y los orígenes de la desigualdad y el grupo posterior del Emilio y el Contrato social. Rousseau denuncia en los primeros la terrible contradicción de una civilización que corrompe al hombre y ve en los segundos la manera de resolverla, haciendo que la sociedad, la civilización, se congracie con la naturaleza, la del hombre, moralizándose por la libre voluntad general igualadora. Pero esta voluntad general, categorizada imperativamente como voluntad pura, cobra el dinamismo progresivo que reclama el reino inteligible de los fines. El Estado es una idea platónica, pero una idea que no está en el tofos uranos sino tirando del hombre desde el infinito del tiempo. Y este Estado ideal es la idea del Estado universal —o federación de naciones—, pues la perfección de los Estados depende irremisiblemente de su establecimiento. Por eso la filosofía tiene también su quiliasmo. Su fin del mundo y comienzo de otro: en el que las aptitudes morales del hombre se podrán desarrollar, sin trabas, en el seno de la naturaleza, en el que, como en una obra de arte, se podrá conciliar la libertad —la cultura—, con la naturaleza. Kant le reprocha a Rousseau la ilusión de la inminencia, que es lo que hace que los políticos tomen a chacota tales sueños, pero él, que ha convertido el sueño en una idea de la razón y en un imperativo, incurre también, por el entusiasmo de la revolución francesa, en el pecado de profecía.
Me suena un poco a disparate, pero lo voy a decir: Kant, a los ochenta, muere prematuramente. Rumiaba con sosiego de años sus temas centrales. La historia de la aparición de sus tres Críticas es la prueba. Y estos temas se desarrollan genéticamente en forma que mientras uno de ellos va gestando su madurez, ya lleva en las entrañas el siguiente. No ha publicado todavía su Crítica de la razón 'práctica y ya han aparecido pequeños trabajos en los que apunta la preocupación por los temas históricos y políticos. Idea de una historia universal en sentido cosmopolita (1784); Comienzo presunto de la historia humana (1786). Entre los dos se coloca la Fundamentación de la metafísica de las costumbres, heraldo de la obra grande: Crítica de la razón práctica (1788). La Disputa de las facultades lleva fecha 98 y en ella —disputa entre la facultad de filosofía y la de jurisprudencia— se contiene un esbozo de historia profética que es un ahondamiento de su meditación anterior atizado por la revolución francesa, y podría ser considerada, por la claridad y justeza de sus líneas, como heraldo también de otra obra grande que, junto a las tres críticas, o absorbiéndolas en una unidad superior, hubiera integrado históricamente la naturaleza del hombre y su destino. Donde se hubiera completado, perfeccionado, la revolución roussionana. El último hijo de su paternal pensamiento, que se hubiera arrogado la representación de los hermanos mayores, que no habían hecho más que prepararle el camino.[4]En este breve tratado en el que la senectud del filósofo nos le muestra —como a Voltaire—, más juvenil y chispeante que nunca, la Tatsache scibile que es para él la libertad —V. Critica del juicio § 91— parece descubrirla no tanto en el santuario de la conciencia como en la actitud de los espectadores entusiastas de la revolución. «El verdadero entusiasmo hace siempre referencia a lo ideal, a lo moral puro, esto es, al concepto del derecho». La creencia en el progreso no puede basarse en la experiencia, es también una idea de la razón, como el contrato social, pero una idea que no sabemos ya si no es la libertad misma puesto que «se refiere a una constitución y facultad [del género humano] que sería la causa de su progreso hacia mejor». «Hay, por lo tanto, que buscar un hecho que nos refiera de manera indeterminada, por respecto al tiempo, a la existencia de una tal causa y también al acto de su causalidad en el género humano, y que nos permita concluir el progreso hacia mejor como consecuencia ineludible, conclusión que podríamos extender luego a la historia del tiempo pasado». Se trata de una disposición moral del género humano que él descubre actuante en la realidad histórica, como a la libertad actuante en la conciencia —causalidad final— y que muestra los mismos caracteres de universalidad y desinterés. «Aquello que nos muestra a la razón como pura y, al mismo tiempo, en virtud de su gran influencia, que hace época, como deber reconocido por el alma de los hombres, que afecta al género humano en la totalidad de su asociación (non singulorum, sed universorum), y cuyo esperanzado logro y cuya procuración nos entusiasma con una participación tan general y tan desinteresada, tiene que ser algo fundamentalmente moral».
Tres son las ideas fundamentales de la razón práctica para Kant: libertad, Dios, inmortalidad; la primera, Tatsache, hecho cognoscible, aunque no teóricamente, las dos segundas postulados mere credibile, si se quiere, realidades prácticas, como la idea del contrato. Por la idea del contrato, que es también una idea de esa razón, el imperativo categórico se especifica socialmente y con la idea de progreso, que es también otra idea, se especifica cosmopolitamente. El sumo bien que en la Crítica de la razón práctica postula la inmortalidad del alma individual ahora postula la inmortalidad de la especie porque el sumo bien, el cumplimiento del destino del hombre en este mundo, su desarrollo como especie moral, es su progreso indefinido. Este sumo bien no se refiere a la especie (moral) singulorum sino universorum, repartida por pueblos sobre la tierra. Para él el primer deber de la especie es laborar para evitar las guerras mediante la constitución republicana del país, primero, y la confederación universal después. Éste es el quiliasmo que a la filosofía le ha traído la revolución francesa. La revolución francesa se cruza entre la Idea de una historia universal en sentido cosmopolita y Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor. La primera obra es la aplicación a la historia de la crítica del juicio: la idea de finalidad. En la segunda se plantea el tema dentro del terreno, más absoluto, de la razón práctica. Éste es el ahondamiento atizado por los acontecimientos que acaba perforando el mismo instrumento ahondador.
En este propósito de Kant de poner orden en la historia, sonsacándole un sentido y haciéndola profetizar, el pensamiento suyo, tan secularizador que ya mereció un insigne rapapolvo de su majestad prusiana, por haber pretendido meter a la religión en los límites de la mera razón, parece despedirse de los últimos ecos de su pietismo. En algún sitio dice que la desesperación de encontrar una intención racional en la historia humana —el cumplimiento del destino del hombre— nos lleva a esperarla en el otro mundo. Y en cuanto a la idea de Dios, postulada para garantía de la realización del sumo bien, Kant ya parece más tranquilo al convertir en idea de la razón la de progreso: «Se trata, pues, de un principio, no sólo bien intencionado y recomendable en la práctica, sino, a pesar de todos los incrédulos, válido también en la teoría más rigurosa, cuando decimos: que el género humano se ha mantenido siempre en progreso, y continuará en él… a no ser que a la primera época de una revolución natural que enterró al reino animal y vegetal antes de que naciera el hombre, le siga una segunda que haga lo mismo con el hombre… porque frente a la omnipotente Naturaleza o, más bien, a su suprema causa inaccesible, el hombre es una insignificancia». Y se confía en la «omnipotente Naturaleza» más bien que en «su suprema causa inaccesible», como, de tener la historia un sentido, sería una justificación de la Naturaleza[5] mejor que de la Providencia. De la inmanencia o autonomía de lo moral pasamos a la inmanencia o autonomía cósmica. Del imperativo categórico al progreso indefinido.
Piensa uno en la sentencia de Heine: el panteísmo es la religión secreta de los alemanes. Pero la naturaleza alemana, con Herder y Lessing, se ensancha con la historia. Por otra parte, si el panteismo es su religión secreta, el idealismo es su filosofía manifiesta. Platón y los estoicos en un mundo concebido históricamente: desde la nebulosa cosmogónica hasta el arrebatado viaje de Elías al cielo, figuración quiliástica de la humanidad.
¿Qué es noúmeno? ¿La cosa en sí? Noúmeno es la libertad; noúmeno lo que está detrás de los fenómenos de la naturaleza; hay también un Estado noúmeno, el Estado ideal, y esto ya no es cosa sino pura idea. Hay, imaginable, una duratio noumenon[6] —la eternidad sin tiempo— puro caldo de cabezas (ens rationis ratiocinantis); el homo noumenon empieza a ser la humanidad —Menschheit— en el hombre y termina siendo la humanidad de los hombres: la especie moral. La especie moral es la que tiene un destino que cumplir: un bien supremo que alcanzar. Sólo la humanidad, en su conjunto, puede ser feliz, mejor dicho, digna de la felicidad. La humanidad, no el hombre, es el verdadero rey de la creación, su fin supremo. «Si el género humano significa toda una serie de generaciones que se prolonga indefinidamente y se supone que esta serie se va aproximando incesantemente a la línea de su destino, que corre a su lado, no hay contradicción alguna en decir que aquél, en todas sus partes, le es asintótico y, sin embargo, coincide en su conjunto con ella, en otras palabras, que ningún miembro de todas las generaciones del género humano sino únicamente la especie alcanza por completo su destino. El matemático puede dar explicaciones sobre el particular; el filósofo diría: el destino del género humano en total es el progresar incesante y su cumplimiento es una mera idea, pero muy útil en todos los sentidos, del fin hacia el cual, siguiendo la intención de la Providencia, tenemos que dirigir todos nuestros esfuerzos» (Recensionen von J. G. Herder’s Ideen zur Philosophie der Geschichte der Menschheit).
Este esfuerzo por el progreso, por el desarrollo de todas las facultades humanas, por la libertad es «lo que nos muestra a la razón como pura», «como deber reconocido por el alma de los hombres que afecta al género humano en la totalidad de su asociación (non singulorum, sed universorum)». (Si el género humano…), En este trabajo insiste como no lo hizo antes en una especificación: «… historia de las costumbres no según el concepto de la especie (singulorum) sino según la totalidad de los hombres reunidos socialmente sobre la tierra, repartidos por pueblos (universorum)». Y en nota al § 65 de la Critica del juicio leemos: «Podemos ilustrar cierta unión, que se encuentra más en la idea que en la realidad, mediante una analogía con los llamados fines naturales inmediatos [los seres orgánicos]. Así, en una transformación, recientemente emprendida, de un gran pueblo en Estado, se ha empleado a menudo la palabra organización para la institución de las magistraturas, etc., y hasta para todo el cuerpo estatal, y muy adecuadamente. Porque cada miembro, en semejante todo, debe ser no sólo miembro sino también fin y, al mismo tiempo que coopera a la posibilidad del todo, su posición y función, a su vez, deben ser determinadas por la idea del todo». Sin embargo, «como los hombres no se mueven, como animales, por puro instinto, ni tampoco, como racionales ciudadanos del mundo, con arreglo a un plan acordado, parece que no es posible construir una historia humana con arreglo a plan (como es posible, por ejemplo, en el caso de las abejas y de los castores)». (Idea de una historia universal).
Una historia como la que él se propone, en un planteamiento estrictamente sociológico (aunque se ha dicho lo contrario): «Cualquiera sea el concepto que, en un plano metafísico, tengamos de la libertad de la voluntad, sus manifestaciones fenoménicas, las acciones humanas, se hallan determinadas, lo mismo que los demás fenómenos naturales, por las leyes generales de la Naturaleza». La arbitrariedad de las acciones humanas «si se contempla el juego de la libertad humana en grande» puede mostrarnos un curso regular «no menos que los cambios atmosféricos que, siendo imprevisibles singularmente, en su conjunto consiguen mantener en un curso homogéneo y constante el crecimiento de las plantas, el curso de las aguas y otros fenómenos naturales».
El fenómeno de la sociabilidad humana lo estudia íntegramente, con las tres facultades: entendimiento, juicio y razón. La Historia presunta maneja, más bien, el concepto de causa eficiente. La Idea de una historia universal la causalidad final —no constitutiva, sino reguladora— propia del reflectirende Urteilskraft. Teleología orgánica, teleología utilitaria, teleología del fin último. Pero no cala metafísicamente ni descansa hasta que no encuentra, en el entusiasmo de los hombres, «aquello que nos muestra a la razón como pura», «algo fundamentalmente moral», «que afecta al género humano en la totalidad de su asociación» y «cuyo esperanzado logro y procuración nos entusiasma con una participación tan desinteresada». Es decir, la ley moral, que es la ratio cognoscendi de la libertad nos lleva a la libertad, su ratio essendi. Y la ley moral, el reconocimiento como deber del progreso, nos hace tocar la humanidad: el hombre noúmeno.[7] Esto es válido «en la teoría más rigurosa» y, por eso, se atreve a profetizar.
El Eros platónico, mensajero entre los dos mundos, se transforma en Deber, la divina naturaleza de los estoicos se convierte en historia, el Bien, en vez de sostener al mundo en su caída, tira de él desde el infinito del tiempo.
La «insociable sociabilidad», anticipo de la añagaza de la razón —metáfora de los árboles y metáfora de la casa— le servirá a Hegel para romper la tensión dual de la asíntota. La dialéctica de las categorías dinámicas, dialéctica de la causalidad que Kant salva con el salto de través al mundo inteligible, se convierte en la dialéctica del concepto. El deber formal se materializa y la dualidad del mundo se funde en la identidad real = racional. Todo lo que marcha en el mundo va camino de la libertad. Va que echa chispas, porque la asíntota se encrespó en elípticos contactos. También Hegel vio «aquello que nos muestra a la razón como pura» en el entusiasmo de los hombres; «una emoción sublime reinaba en aquel tiempo; el entusiasmo del espíritu estremeció al mundo, como si sólo entonces se hubiera llegado a la efectiva reconciliación de lo divino con lo humano». Kant no pudo ver, a tiempo, cómo acababa aquello. Hegel sí y por eso —la taza y media de los filósofos— vio en el fracaso de la razón pura «la efectiva reconciliación de lo divino con lo humano.»
La «insociable sociabilidad» anticipa todo eso y recoge todo esto: Hobbes y Rousseau; Turgot y Lessing. «La coincidencia a formar sociedad, patológicamente provocada [se convierte], en un todo moral». Con todo y quiliasmo. La historia no es más que la educación que al género humano impone la madre naturaleza (Lessing). Le genre humain, toujours le même dans ses bouleversements, comme l’eau de la mer dans la tempete, et marchant toujours a sa perfection (Turgot). Se puede decir de Kant que es tan hobessiano[8] como roussoniano, que el pacto de soberanía y el contrato social los junta asintóticamente en el pacto noúmeno. Y hay que decir que la idea del pacto, tal como la levanta por primera vez Hobbes —como hipótesis subyacente— es un tema esencial de la filosofía moderna, con su dialéctica propia. La insociable sociabilidad, dentro de cada Estado y entre los Estados, la agonía antagónica, parece serenarse, por fin, en el espasmo quiliástico. En 1786 Kant nos dice que «sólo Dios sabe cuándo… podría ser saludable y hasta posible una paz perpetua». En 1798 su historia profética termina con estas palabras: «Los dolores que seguirán a la presente guerra pueden forzar al profeta político la confesión de la próxima orientación del género humano hacia mejor, que se halla ya en perspectiva». ¡Sabe Dios cuándo!, y, sin embargo, los dolores que seguirán a la presente guerra pueden también forzar al profeta político a anunciar la reconciliación de lo humano con lo humano.
Una disposición del género humano. Cree en el género humano y no es nada optimista sobre los hombres. Ya al romper el siglo Kant ha planteado en sus términos justos la contradicción dichosa, enarbolada por los conservadores: que los hombres siguen siendo homogéneamente miserables desde los más prehistóricos tiempos y que, por lo tanto, es una inocente vanidad cualquier fe en el progreso. Ha sido inútil que Kant les atajara una pregunta que ellos harán machaconamente: ¿Qué nos trae de bueno el tan decantado progreso? «No una cantidad siempre creciente de la moralidad en el sentir, sino un aumento de los productos de su legalidad en las acciones debidas». He aquí la distinción grávida que recogerá también Hegel. He aquí, otra vez, la taza y media. Sería embarazar este prólogo insistir sobre ella. Digamos, rápidamente, que la «insociable sociabilidad», el «curso paradójico de las cosas humanas» abrieron primero la esperanza que «la disposición del género humano» hizo luego cuajar en fe que, según el apóstol, es la sustancia de las cosas que esperamos. El espíritu maligno, que había inquietado a Descartes, inquietud que aplacó con su apelación al Ser Infinito, también tentó, literalmente, a Kant. Pero en otro terreno. Descartes tiene miedo que su pensamiento evidente, que sus ideas claras y distintas con las que trata de encender el mundo, pudieran ser un engañoso espejismo. Convertido por Kant el mundo en espejo del hombre, como la tierra lo es del sol, ese miedo desaparece pero queda o, mejor, nace otro: ¿Quién nos asegura que la humanidad, aunque efectivamente destinada a progresar, podrá cumplir con su destino? La inmortalidad de la especie, le justifica a la Naturaleza plenamente y ya no tiene miedo de que «se cancelen todos los principios prácticos».
Eugenio ÍMAZ