I. Acerca de la relación entre teoría y práctica en la
moral
(En respuesta a unas cuantas objeciones del profesor
Garve)[[*]]
[[*] Ensayos sobre distintas materias de moral y literatura[5], por Ch. Garve, Primera parte, pp. 111-116. Denomino objeciones a la impugnación de mis tesis que hace este hombre benemérito, a propósito de aquello sobre lo cual desea (así lo espero) ponerse de acuerdo conmigo, y no la llamo «ataques», pues éstos, en tanto que afirmaciones condenatorias, habrían de incitar a una defensa, cosa para la que no es éste el lugar apropiado, ni va tampoco con mi talante.]
Antes de abordar el punto que realmente está en litigio —acerca de aquello que en el uso de uno y el mismo concepto pueda ser válido sólo para la teoría o también para la práctica— tengo que confrontar mi teoría, tal y como la he presentado en otros lugares, con la versión que da de ella el señor Garve, para ver de antemano si nos entendemos mutuamente.
A. De modo propedéutico, y a título de introducción, yo había definido la moral como una ciencia que enseña, no cómo hemos de ser felices, sino cómo hemos de llegar a ser dignos de la felicidad[[*]]. Junto con esto, tampoco he descuidado advertir que no por ello se exige al hombre, cuando se trata del cumplimiento del deber, renunciar a su fin natural, la felicidad, pues no puede hacerlo —como tampoco lo puede hacer en general ningún ser racional finito—, pero sí tiene que prescindir por completo de esa consideración cuando entra en juego el precepto del deber. De ningún modo tiene el hombre que convertirla en condición del cumplimiento de la ley \<Ak. VIII 279> que la razón le prescribe; es más: en la medida en que le sea posible, procurará ser consciente de que en la determinación del deber no se mezcla inadvertidamente ningún móvil derivado de aquella consideración, cosa que se logrará presentando al deber conectado más bien con los sacrificios que cuesta su observancia (la virtud) que con las ventajas que nos comporta, para así representarse el precepto del deber en toda su dignidad, dignidad que exige obediencia incondicional, se basta a sí misma y no necesita de ningún otro influjo.
[[*] La dignidad de ser feliz es aquella cualidad de una persona —cualidad que depende de la propia voluntad del sujeto— con arreglo a la cual una razón legisladora universal (tanto de la Naturaleza como de la voluntad libre) estaría de acuerdo con todos los fines de esa persona. Por tanto, es completamente distinta de la habilidad para procurarse dicha. Pues un hombre no es digno de esta habilidad, ni del talento que la Naturaleza le ha otorgado para ello, si tiene una voluntad disconforme con la única voluntad adecuada a una legislación universal de la razón y si esa voluntad suya no puede estar contenida dentro de esta última (es decir, si se opone a la moralidad).]
a) Mas el señor Garve expresa esta tesis mía así: yo habría sostenido que «la observancia de la ley moral, sin consideración alguna a la felicidad, es el único fin final para el hombre, y tal observancia habría de ser considerada como el único fin del Creador». (Según mi teoría, el único fin del Creador no es ni la moralidad del hombre por sí misma, ni la felicidad por sí sola, sino el supremo bien posible en el mundo, que consiste en la reunión y concordancia de ambos términos.)
B. Además, yo había hecho notar que esta concepción del deber no necesita aducir como fundamento ningún fin concreto, sino que invoca, más bien, otro fin para la voluntad del hombre: el de contribuir con todas sus fuerzas al bien supremo posible en el mundo (la felicidad universal del mundo entero, unida a la más pura moralidad y conforme con ésta). Lo cual, puesto que se halla sin duda a nuestro alcance en lo que atañe a uno de sus aspectos, mas no en lo que atañe a ambos conjuntamente, obliga a la razón, desde un punto de vista práctico, a creer en un Señor moral del mundo y en una vida futura. Desde luego, no como si sólo bajo la presuposición de ambas creencias cobrase el concepto universal del deber «apoyo y firmeza», esto es, un fundamento seguro y la fuerza requerida a un móvil, sino que sólo presuponiéndolas obtiene ese concepto universal del deber un objeto en aquel ideal de la razón pura[[*]]. Pues el deber no es de suyo sino una \<Ak. VIII 280> limitación de la voluntad a la condición de una legislación universal, posible mediante una máxima aceptada, cualquiera que sea el objeto o el fin de dicha voluntad (incluyendo también, por tanto, a la felicidad); pero aquí se prescinde enteramente de éste y de cualquier otro fin que se tenga. Por consiguiente, en la cuestión del principio de la moral se puede omitir totalmente y dejar a un lado (por anecdótica) la doctrina del bien supremo como fin último de una voluntad determinada por tal doctrina y conforme con las leyes de ella; en este sentido, se muestra a continuación que, al tratar el auténtico punto en litigio, no se tomará en cuenta para nada esa doctrina, sino sólo la moral en general.
[[*] La exigencia de admitir un bien supremo en el mundo —posible además gracias a nuestro concurso— como fin final de todas las cosas no es exigencia que nazca de una falta de móviles morales, sino de una falta de circunstancias externas en las cuales, y sólo en las cuales, puede ser realizado, de acuerdo con dichos móviles, un objeto que es fin en sí mismo (fin final moral). Pues no puede haber una voluntad completamente desprovista de fines, si bien es cierto que, cuando se trata simplemente de la coacción legal de las acciones, hay que prescindir de los fines y la ley constituye el único fundamento determinante de la voluntad. Pero no todo fin es moral (no lo es, por ejemplo, \<Ak. VIII 280> el de nuestra propia felicidad), sino que un fin de esa índole ha de ser desinteresado; y la exigencia de un fin final propuesto por la razón pura, fin que comprende el conjunto de todos los fines bajo un principio (esto es, un mundo como bien supremo, posible además gracias a nuestra cooperación), es una exigencia de la voluntad desinteresada, que va más allá de la observancia de las leyes formales y alcanza a la realización de un objeto (el bien supremo).
Esta determinación de la voluntad es de carácter muy peculiar, a saber, es una determinación por la idea del conjunto de todos los fines, idea en la cual radica el fundamento de que, si nos hallamos en ciertas relaciones morales con las cosas dentro del mundo, tengamos que obedecer siempre a la ley moral, y a esto se añade todavía el deber de procurar con todas nuestras fuerzas que exista semejante relación (un mundo ajustado a los fines éticos supremos). En este orden de cosas, el hombre se piensa análogamente a la divinidad, la cual, aun cuando subjetivamente no tenga necesidad de ninguna cosa externa, sin embargo no cabe pensar que se recluya dentro de sí misma, sino que está determinada a producir fuera de sí el bien supremo, incluso por ser consciente de su total suficiencia; esta necesidad (que en el hombre es deber) no puede ser representada por nosotros en el Ser supremo sino como una exigencia moral. De ahí que, entre los hombres, el móvil que estriba en la idea del supremo bien posible en el mundo —gracias a nuestra cooperación— no sea tampoco el de buscar en ello la propia felicidad, sino que es tan sólo esa idea como fin en sí misma, por tanto, su persecución como deber. Pues esa idea no contiene una perspectiva de felicidad sin más, sino sólo la perspectiva de una proporción entre ésta y la dignidad del sujeto, sea cual sea. Pero una determinación de la voluntad que se autolimite a tal condición y que a ella ciña su propósito de pertenecer a un todo semejante no es una determinación interesada.]
b) El señor Garve presenta estas tesis en los siguientes términos: «El virtuoso nunca puede perder de vista ese aspecto (el de la propia felicidad), ni tampoco le es lícito hacerlo, porque de lo contrario perdería por completo el tránsito al mundo invisible, el tránsito hacia la convicción de que Dios y la inmortalidad existen, y esta convicción es absolutamente \<Ak. VIII 281> necesaria, según esta teoría, para proporcionar apoyo y firmeza al sistema moral»; y concluye con un buen resumen de las afirmaciones que me adjudica: «A consecuencia de aquellos principios, el virtuoso se esfuerza incesantemente por ser digno de la felicidad, pero en la medida en que es verdaderamente virtuoso jamás se esfuerza por ser feliz». (La expresión en la medida en que produce aquí una ambigüedad que debe ser subsanada de inmediato. Puede significar en el acto de, puesto que el virtuoso, al serlo, se somete a su deber, y entonces este enunciado concuerda plenamente con mi teoría. O bien que, si es en general virtuoso, sin más, no debe tomar en cuenta para nada a la felicidad, incluso en aquellos casos en que el deber no esté en juego ni se atente contra él, y en eso contradice por completo mis afirmaciones.)
Estas objeciones no son, por tanto, sino malentendidos (pues no me gusta considerarlas como tergiversaciones) cuya posibilidad tendría que causar extrañeza, si tal fenómeno no quedara suficientemente explicado por la humana propensión a juzgar el pensamiento ajeno con arreglo a las ideas propias, ya arraigadas por el hábito, involucrándolas en el juicio.
Mas a este polémico tratamiento del mencionado principio moral sigue una afirmación dogmática de lo contrario. Pues el señor Garve concluye analíticamente: «En el orden de los conceptos, la percepción y la distinción de los estados —merced a las cuales se otorga preferencia a un estado frente a otro— tiene que preceder a la elección de uno entre ellos y, por tanto, a la previa determinación de un cierto fin. Pero un estado que, al tenerlo presente y percibirlo, es preferido frente a otros modos de existencia por un ser dotado de conciencia de sí mismo y de su propio estado, es un estado bueno; y una serie de tales estados buenos es el concepto universalísimo que se expresa con la palabra felicidad». Prosigue: «Una ley presupone motivos, pero a su vez los motivos presuponen la distinción —percibida de antemano— entre un estado peor y un estado mejor. Esta distinción percibida es el ingrediente elemental del concepto de felicidad». Continúa: «De la felicidad —en el sentido universalísimo de la palabra— brotan los motivos de todo afán; también, por tanto, los del cumplimiento de la ley moral. En definitiva, primero he de saber que algo es bueno, antes de que pueda preguntar si el cumplimiento de los deberes morales se inscribe dentro de la rúbrica del bien; el hombre ha de \<Ak. VIII 282> tener un móvil que le ponga en movimiento, antes de que se le pueda indicar una meta[[*]] hacia la cual este movimiento deba ser dirigido».
[[*] Esto es precisamente aquello en lo que hago más hincapié. El móvil que el hombre puede tener de antemano, antes de que le sea indicada una meta (fin), obviamente no puede ser sino la propia ley, en virtud del respeto que ésta infunde (sin determinar todavía qué fines quepa tener y alcanzar por su cumplimiento). Pues la ley, la consideración formal del arbitrio, es lo único que resta cuando he dejado fuera de juego la materia del arbitrio (la meta, como la llama el señor Garve).]
Este argumento no es más que un juego con la ambigüedad de la expresión el bien. Porque, o se considera al bien en oposición al mal en sí, y entonces es bueno en sí, incondicionalmente bueno, o se lo compara con el bien peor o mejor, y entonces sólo es condicionalmente bueno, por cuanto que el estado resultante de elegir este último es un estado sólo comparativamente mejor, pero en sí mismo puede ser malo.
La máxima de la observancia incondicionada de una ley que se impone al libre albedrío categóricamente, sin tomar en consideración ningún fin como fundamento (esto es, la máxima del deber), se ha de distinguir esencialmente, por su índole, de la máxima consistente en perseguir el fin que nos ha sido puesto por la Naturaleza misma como motivo para cierto modo de obrar (fin que, en general, se denomina «felicidad»). Pues la primera es buena en sí misma, mientras que la segunda en modo alguno lo es, sino que puede ser muy mala en caso de colisión con el deber. En cambio, cuando cierto fin es puesto como fundamento, y cuando, por tanto, ninguna ley manda incondicionalmente (sino sólo bajo la condición de ese fin), dos acciones contrapuestas pueden ser ambas condicionalmente buenas, sólo que una será mejor que la otra (y por eso se dirá que esta última es comparativamente mala), ya que no se distinguen entre sí por la índole sino únicamente por el grado. Y esto es lo que ocurre con todas las acciones cuyo motivo no es la ley incondicionada de la razón (el deber), sino un fin puesto arbitrariamente por nosotros como fundamento, dado que este fin pertenece a la suma de todos los fines cuya consecución se llama «felicidad», y como una acción puede contribuir más o menos que otra a mi felicidad, será por ello mejor o peor que la otra. Pero preferir un estado de determinación de la voluntad frente a otro es simplemente un acto de libertad (res merae facultatis, como dicen los juristas), en el que no se toma en cuenta para nada si esa determinación de la voluntad es buena o mala en sí, y, por tanto, resulta indiferente a este último respecto. \<Ak. VIII 283>
Un estado en conexión con cierto fin dado, fin que prefiero a cualquier otro de la misma clase, es un estado comparativamente mejor, a saber, mejor dentro del ámbito de la felicidad (a la cual la razón nunca reconocerá como buena más que de modo simplemente condicionado, en la medida en que uno sea digno de ella). Pero aquel estado en el que, en caso de colisión entre ciertos fines míos y la ley moral del deber, soy consciente de preferir este último, no es simplemente un estado mejor, sino el único bueno en sí: se trata de un bien perteneciente a otro ámbito completamente distinto, donde los fines que puedan ofrecérseme (y por ende su conjunto, la felicidad) no son tomados en cuenta para nada, y donde no es la materia del arbitrio (un objeto que se le ponga como fundamento), sino la mera forma de la legitimidad universal de su máxima, lo que constituye el fundamento de determinación de dicho arbitrio. Por tanto, no se puede decir en modo alguno que todo estado que yo prefiera frente a otros modos de existencia sea preferido por mí merced a un cálculo en aras de la felicidad, pues primero tengo que estar seguro de que no actúo contra mi deber; sólo después me está permitido atender a mi felicidad y ver en qué medida puedo conciliaria con mi estado moralmente (que no físicamente) bueno[[*]].
[[*] La felicidad abarca todo (y también sólo) lo que la naturaleza puede proporcionarnos; en cambio, la virtud contiene aquello que sólo el hombre mismo puede darse o quitarse. Si se argumentara en contra diciendo que el hombre, al desviarse de la virtud, puede siquiera atraerse reproches y dar lugar a una autorreprobación moral pura, por tanto al descontento, haciéndose con ello infeliz, eso, en todo caso, tal vez quepa concederlo. Pero de este descontento moral puro (que no resulta de las consecuencias desfavorables de su acción, sino de la propia ilegalidad de ésta) sólo es capaz el virtuoso o el que está en camino de serlo. Por consiguiente, tal descontento no es la causa, sino sólo el efecto de que aquél sea virtuoso, y la razón que mueve a ser virtuoso no pudo haberse sacado de esa infelicidad (si se quiere llamar así al malestar que resulta de una mala acción).]
Sin duda la voluntad ha de tener motivos, pero éstos no son ciertos objetos propuestos como fines y relativos al sentimiento físico, sino que son sólo la propia ley incondicionada; a tal efecto, la disposición de la voluntad a encontrarse bajo dicha ley como obligación incondicionada se llama sentimiento moral; éste no es, pues, la causa, sino el efecto de la determinación de la voluntad, y no tendríamos en nosotros la más mínima percepción de él si aquella obligación no le precediera en \<Ak. VIII 284> nosotros. De ahí que pertenezca a la esfera de las frivolidades sutiles aquella vieja cantinela según la cual este sentimiento —por tanto un placer que instituimos en fin nuestro— constituye la causa primera de determinación de la voluntad, haciendo de la felicidad (que contiene ese placer como ingrediente elemental) el fundamento de toda necesidad objetiva en el obrar; por consiguiente de todo deber. Pues si al asignar una causa a un cierto efecto no se puede dejar de seguir preguntando por las causas, se terminará convirtiendo al efecto en causa de sí mismo.
Y ahora llego al punto que realmente nos ocupa aquí, a saber, el de examinar y comprobar mediante ejemplos el interés, presuntamente contradictorio en filosofía, de la teoría y la práctica. La mejor prueba de esto la da el señor Garve en su tratado. Primero dice (refiriéndose a la distinción que encuentro entre una doctrina que nos enseña cómo debemos hacernos felices y aquella otra que nos indica cómo debemos hacernos dignos de la felicidad): «Por mi parte, confieso que en mi cabeza comprendo muy bien esta división de las ideas, pero no encuentro en mi corazón tal división entre deseos y aspiraciones; confieso incluso que me resulta inconcebible que un hombre pueda tener conciencia de haber soslayado sin más su propio anhelo de felicidad y, por tanto, de haber cumplido con el deber de forma completamente desinteresada».
Respondo, en primer lugar, a esto último. Desde luego, acepto de buen grado que ningún hombre pueda ser consciente, con certeza, de haber cumplido su deber de un modo absolutamente desinteresado, pues esto pertenece a la experiencia interna, y tal conciencia de su estado anímico supondría tener una representación clara y exhaustiva de todas las representaciones anejas y todas las consideraciones que asocian al concepto del deber la imaginación, la costumbre y la inclinación, cosa que en ningún caso puede ser exigida; además, en definitiva, la inexistencia de algo (por tanto también la de una ventaja pensada ocultamente) no puede ser objeto de experiencia. Sin embargo, que el hombre debe cumplir con su deber de un modo absolutamente desinteresado y tiene que separar completamente su anhelo de felicidad del concepto de deber, para que éste se posea en toda su pureza, es algo de lo que el hombre tiene conciencia con máxima claridad; y si creyera no tenerla, cabe exigirle que la tenga en la medida de sus fuerzas, porque justo en esa pureza se ha de hallar el verdadero valor de la moralidad y, por consiguiente, tiene que ser también capaz de ello. Quizá nunca un hombre haya cumplido con su deber —que reconoce e incluso venera— de un modo absolutamente desinteresado (sin mezcla \<Ak. VIII 285> de otros móviles); acaso jamás llegará nadie tan lejos ni aun con máximo esfuerzo. Pero, en la medida en que puede percibir su interior mediante el más esmerado autoexamen, es capaz de cobrar conciencia, no sólo de que no concurren tales motivos, sino más bien de su abnegación con respecto a muchos motivos contrapuestos a la idea del deber; por tanto, cobrará conciencia de la máxima que prescribe esforzarse en pro de aquella pureza. De eso sí es capaz, y eso es también suficiente para su observancia del deber. Por el contrario, favorecer el influjo que tienen tales motivos, si se convierte en máxima bajo el pretexto de que la naturaleza humana no permite lograr semejante pureza (cosa que, por otra parte, tampoco se puede asegurar), constituye la muerte de toda moralidad.
Mas por lo que se refiere a la confesión inmediatamente anterior del señor Garve, la de que su corazón no encuentra la división aquella (que propiamente es una separación), no tengo ningún escrúpulo en contradecir sin rodeos su autoinculpación y en asumir la defensa de su corazón frente a su cabeza. Él, que es un hombre recto, siempre encontró realmente en su corazón (en sus determinaciones de la voluntad) una división tal, sólo que ésta, en su cabeza, con fines especulativos y para comprender lo que es incomprensible (inexplicable), a saber, la posibilidad de imperativos categóricos (como los del deber), simplemente no quería amoldarse a los principios habituales de las explicaciones psicológicas (que se fundan todas ellas en el mecanismo de la necesidad natural)[[*]][6].
[[*] El profesor Garve (en sus Observaciones [filosóficas y disertaciones] al libro de Cicerón «Sobre los deberes», p. 69 de la edición de 1783) hace esta curiosa confesión, digna de su agudeza: «La libertad, según su más íntima convicción, permanecerá por siempre insoluble y jamás será explicada». Una prueba de su realidad no se puede encontrar de manera absoluta, ni en una experiencia inmediata ni en una experiencia mediata; pero sin prueba alguna tampoco cabe admitirla. Ahora bien: como no se puede llevar a cabo una prueba de ella partiendo de fundamentos meramente teóricos (pues habría que buscarlos en la experiencia), y se habrá de hacer entonces partiendo de meras proposiciones prácticas de la razón, pero tampoco de las práctico-técnicas (que de nuevo exigirían fundamentos empíricos), sino sólo, por consiguiente, de las práctico-morales, síguese de ahí que uno por fuerza se ha de sorprender ante el hecho de que el señor Garve no recurra al concepto de libertad para salvar, cuando menos, la posibilidad de semejantes imperativos.]
Pero cuando dice finalmente el señor Garve: «Tales sutiles distinciones de ideas se oscurecen ya al reflexionar sobre objetos particulares, pero se pierden por completo a la hora de actuar, \<Ak. VIII 286> cuando deben ser aplicadas a apetitos e intenciones. Cuanto más simple, rápido y desprovisto de representaciones claras sea el paso con que transitamos desde la consideración de los motivos hasta la acción real, tanto menor será la posibilidad de conocer, de modo preciso y seguro, el peso determinado con el que cada motivo ha contribuido a guiar ese paso en tal dirección y no en tal otra», me veo obligado a contradecirle manifiesta y vehementemente.
El concepto del deber, en toda su pureza, no sólo es incomparablemente más simple, claro, aprehensible y natural para todo el mundo, en orden al uso práctico, que cualquier otro motivo tomado de la felicidad o mezclado con ella y a ella referido (esta clase de motivos exigen siempre mucha habilidad y reflexión), sino que resulta también sobradamente más fuerte, penetrante y prometedor de éxito que todas las motivaciones procedentes del principio interesado de la felicidad, y esto es así incluso a juicio de la razón humana más común, simplemente con que el concepto del deber sea traído ante ella y se presente además a la voluntad humana distinguido, y aun opuesto, frente a esas otras motivaciones.
Sea, por ejemplo, el caso siguiente: alguien tiene en su poder un bien ajeno que le ha sido confiado (depositum) por su dueño, quien ha fallecido sin que sus herederos sepan ni puedan llegar a saber nada de aquel bien. Preséntese este caso inclusive a un niño de unos ocho o nueve años, añadiendo además que el poseedor del depósito ha ido a parar justo en ese momento (sin culpa suya) a la ruina total, viendo a su alrededor una familia —mujer e hijos— afligida, agobiada por privaciones, siendo así que podría sacarla de tal penuria en un abrir y cerrar de ojos si se apropiara del depósito; es más: supongamos que nuestro hombre es humanitario y caritativo, mientras que aquellos herederos son ricos, egoístas y hasta tal extremo petulantes y manirrotos que añadir eso a su fortuna sería como arrojarlo directamente al mar. Pregúntese ahora si en tales circunstancias podría considerarse permitido el uso de ese depósito en provecho propio. Sin duda alguna, el interrogado responderá: «¡No!». Y en vez de invocar toda clase de razones, se limitará a decir: «es injusto», esto es, se opone al deber. Nada más claro que esto; pero, ciertamente, no porque con la restitución favorezca su propia felicidad. Pues si nuestro hombre esperara que el propósito de ser feliz determinase su decisión, podría pensar más o menos así: «Si espontáneamente restituyes a sus verdaderos propietarios ese bien ajeno que se encuentra en tu poder, \<Ak. VIII 287> es de presumir que te recompensen por tu honradez o, si esto no sucede, adquirirás una buena fama que, al difundirse, te puede ser muy provechosa. Pero todo esto es harto incierto. En el caso contrario, también surgen sin duda muchos reparos: si quisieras apropiarte del depósito que te ha sido confiado, utilizándolo rápidamente para salir de una vez de tus apuros, suscitarías la sospecha de cómo y por qué medios has llegado a mejorar tan pronto tu situación; mas si te sirvieras lentamente de ese depósito, la necesidad se incrementaría entretanto hasta el extremo de que ya no se podría remediar de ningún modo». Por consiguiente, la voluntad que sigue la máxima de la felicidad titubea, entre sus móviles, sobre lo que debe decidir, pues pone las miras en el éxito y éste es muy incierto; hace falta una buena cabeza para desenredarse de la maraña de razones en pro y en contra sin engañarse en el cálculo final. En cambio, cuando se pregunta cuál es el deber en ese caso concreto, no titubea en absoluto sobre la respuesta que ha de darse a sí misma, sino que sabe de inmediato y con toda certeza lo que ha de hacer. Incluso experimenta, si el concepto del deber tiene algún valor para ella, cierta repugnancia a entregarse al mero cálculo de las ventajas que puedan resultarle de su infracción, como si en esto le cupiera elección alguna.
Así pues, que tales distinciones (distinciones, según acabamos de mostrar, no tan sutiles como pretende el señor Garve, sino que están escritas en el alma del hombre con los más gruesos y legibles caracteres) se pierdan por completo a la hora de actuar —como él lo expresa— contradice incluso a la experiencia propia. Cierto que no contradice a la experiencia suministrada por la historia de las máximas que resultan de uno u otro principio, pues en este punto la historia demuestra, desgraciadamente, que la mayor parte de esas máximas proceden del último principio (el del egoísmo); pero sí contradice a la experiencia —que sólo puede ser interna— en virtud de la cual ninguna idea ensalza más al espíritu humano, ni incita más al entusiasmo, que la de un talante moral puro, talante que venera ante todo al deber, que lucha contra las innumerables calamidades de la vida e incluso contra sus más seductoras tentaciones, y que, no obstante, triunfa sobre ellas (se supone, con razón, que el hombre es capaz de hacerlo). El hombre es consciente de que puede hacerlo porque debe: esto revela en él un fondo de disposiciones divinas que le hace experimentar, por decirlo así, un sagrado estremecimiento ante la grandeza y la sublimidad de su \<Ak. VIII 288> verdadero destino. Y si el hombre tuviera más a menudo el cuidado y la costumbre de descargar completamente a la virtud de toda la riqueza constituida por ese botín de ventajas en que quieren convenir al cumplimiento del deber —representándose con ello a la virtud en toda su pureza—, si además la puesta en práctica de todo ello se instituyera en principio de la enseñanza privada y pública (método éste, el de inculcar deberes, que casi siempre ha sido descuidado), pronto irían mejor las cosas para la moralidad de los hombres. La culpa de que la experiencia histórica no haya querido, hasta el momento, demostrar el buen éxito de la doctrina de la virtud ha de achacarse precisamente a la falsa suposición de que el móvil derivado de la idea del deber en sí mismo es demasiado sutil para el común entendimiento, mientras que ese otro móvil, más tangible, tomado de ciertas ventajas que cabe esperar —tanto en este mundo como incluso en un mundo futuro— del cumplimiento de la ley (sin tomar en cuenta a ésta como móvil), actuaría con más fuerza sobre el ánimo. Aquella falta de éxito por parte de la doctrina de la virtud es achacable, asimismo, al hecho de que hasta el momento se haya tenido como principio de la educación y de los sermones eclesiales el de otorgar preferencia a esa pretensión de felicidad, por encima de lo que la razón instituye en condición suprema, a saber, la dignidad de ser feliz. Siendo así que las prescripciones sobre cómo llegar a ser felices, o al menos sobre cómo podemos precavernos de los reveses, no son preceptos. Estas prescripciones no vinculan a nadie de manera absoluta, de suerte que, tras haber sido advenidos por ellas, podemos elegir lo que nos parezca bien, pechando con lo que sobrevenga. En cuanto a los males que nos pudieran surgir entonces por haber descuidado ese consejo, no hay razón para considerarlos como castigos, pues éstos atañen sólo a la voluntad libre pero contraria a la ley; mas la naturaleza y la inclinación no pueden dar leyes a la libertad. Todo cobra un cariz muy distinto tratándose de la idea del deber, cuya transgresión, aun sin tomar en cuenta las desventajas que se siguen de ella, actúa inmediatamente sobre el ánimo tornando al hombre en reprobable y punible ante sus propios ojos.
He ahí una prueba clara de que todo cuanto en la moral es correcto para la teoría también tiene que ser válido para la práctica. Por consiguiente, en su cualidad de hombre, como ser sometido a ciertos deberes por su propia razón, cada uno es una persona con ocupaciones y responsabilidades (Geschaftstnann). Y puesto que, como hombre que es, nunca estará suficientemente crecido para abandonar la escuela de la sabiduría, acaso tampoco pueda decir con orgulloso desdén al adepto de la teoría que retorne a la escuela, presumiendo estar mejor instruido, gracias a la experiencia, sobre lo que es un hombre y sobre lo que se le puede exigir. Porque toda esta \<Ak. VIII 289> experiencia de nada le sirve para sustraerse a la prescripción de la teoría, sino a lo sumo únicamente para aprender cómo ésta puede ser llevada a la práctica de un modo mejor y más universal, cosa que sucede cuando uno ya la ha incorporado a sus principios. Pero no nos ocupamos aquí de esa habilidad pragmática, sino de estos principios teóricos.