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LA mujer de la oficina me mandó al vestuario; tenía que esperar allí. Crucé, pues, el patio en dirección a una puerta en la que un cartel anunciaba que detrás se encontraba el vestuario. La oficina tenía un aspecto gris y sombrío, igual que el patio. En un rincón había un montón de ladrillos rotos y de revoco, algunas carretillas y muchos cubos de basura; ni pizca de verde por ningún lado. El vestuario me pareció todavía más sombrío. Me senté en un banco, bajo una ventana que daba al lóbrego patio, sin soltar la pequeña cartera de piel en la que llevaba mis tres bollos para el almuerzo, un libro y un cuaderno en el que tomaba apuntes cuando se me ocurría algo relacionado con lo que estaba escribiendo. En esa época estaba terminando un ensayo sobre Kafka.

En el vestuario había ya dos hombres sentados en un banco. Uno, canoso y larguirucho, me recordaba al doctor que muchos años antes me había extirpado las amígdalas; el otro, un chico achaparrado y de edad indeterminada, llevaba unos pantalones muy sucios y raídos, cuyas perneras apenas le llegaban a media pantorrilla y cuyos enormes bolsillos, cosidos por fuera, parecían informes fundas de pistola. En la cabeza llevaba una gorra azul de capitán con una visera sobre la que brillaba un ancla dorada. Por debajo de la visera me observaban, curiosos, unos ojos azules como el agua de los bajíos. Esos ojos, o más bien esa mirada, me resultaban familiares. Obviamente se dio cuenta de que yo era nuevo, y me informó de que debía poner mi carnet de identidad sobre la mesa. Obedecí; él puso el suyo junto al mío y en ese momento advertí que le faltaba la mano derecha, que de la manga le asomaba tan sólo un garfio negro.

Entretanto, empezaron a llegar mis nuevos compañeros de trabajo. A mi lado se sentó un pobre idiota, joven y rechoncho, con un tic en la cara, que sacó del armario un par de botas de agua sucias y les dio media vuelta -al hacerlo, de una de ellas salió una cantidad considerable de un líquido que sólo en el mejor y menos probable de los casos era agua del grifo-, y acto seguido se puso a dar voces dirigiéndose a todos nosotros, aunque no entendí ni una sola palabra de lo que dijo.

Ni yo mismo tengo claro qué es lo que me empujó a probar esta profesión tan poco atractiva. Probablemente esperaba encontrar allí una nueva posición que me ofreciera una visión del mundo antes inadvertida. Uno constata repetidamente que, si de vez en cuando no observa el mundo y a su gente desde un lugar distinto al acostumbrado, se le van embotando los sentidos.

Esperé a ver qué pasaba y de pronto recordé la cena que, quince años atrás, cuando estaba a punto de volver a casa tras una estancia en América, el decano de la facultad organizó en mi honor. El decano era matemático, un hombre rico, propietario de unas caballerizas y de una villa al estilo de los palacetes de caza. Sólo lo había visto una vez y no me apetecía ir a esa cena: reunirme con personas a las que no conozco me resulta más bien incómodo. ¿Y a quién iba a conocer allí si sólo había estado medio año dando clases en la universidad? Al final todos me trataron con mucha amabilidad, y no dejaron de son reírme durante toda la cena, muy a la americana; unos y otros me pidieron con insistencia creciente que les explicara cómo se me ocurría abandonar un país libre y rico como el suyo para volver al mío, donde reinaban la pobreza y la falta de libertad, donde probablemente me detendrían y me mandarían a Siberia. Yo me esforcé por resultar amable también. Echando mano de un patriotismo fingido y alegando una importante misión a la que éste me obligaba, se me ocurrió una imagen que me pareció ilustrativa: conté que en mi país la gente me conocía; que, aunque tuviera que dedicarme a barrer las calles, para la gente yo seguiría siendo quien era, lo único que quería ser, un escritor, mientras que allí, aunque siguiera paseándome en un Ford, no dejaría de ser uno más de los inmigrantes de los que se había compadecido una gran nación, añadí fanfarroneando. En realidad, lo que quería era volver a mi país, donde vivía gente que me era cercana, podía hablar con fluidez y escuchar mi lengua materna.

Ahora ya sabía que, si acababa barriendo las calles, para la mayoría de la gente no sería más que el que barre las calles, o sea, el barrendero en quien apenas reparaban.

En aquel momento hizo su aparición en el vestuario la primera mujer. Era esbelta; unos pantalones vaqueros ceñían sus estrechas caderas y tenía el rostro curtido y arrugado, como las viejas indias del mercado de Santa Fe. Una de éstas, la mayor y la más india de todas, había colocado sobre su mostrador, para mi regocijo, una tablilla que revelaba que el nombre de esa piel roja era Venus. Nuestra Venus ni siquiera se había sentado y ya estaba sacando del bolso una cajetilla de Start; mientras encendía un cigarrillo, advertí que le temblaban los dedos. La cerilla se apagó antes de que el cigarrillo prendiera y Venus refunfuñó. Tenía una voz de cazalla tan grave y ronca, y su entonación encajaba tan perfectamente con su aspecto, que las primeras actrices de los teatros más importantes, a quienes a menudo se les confía el papel de mujer del pueblo, hubiesen podido tomar clases particulares con ella.

Poco después, llegaron algunos hombres ya entrados en años y de aspecto deslucido. Al fondo, un muchacho rechoncho de mirada astuta empezó a cambiarse de ropa; igual que el memo de mi lado, tenía su propio armario, de donde sacaba ahora un mono de un color gris verdoso.

A las seis en punto entró la señora de la oficina y leyó los nombres de los que hoy debían limpiar nuestro distrito. Primero mencionó a los que irían a colocar señales; luego a otros tres a los que se les había asignado la tarea de vaciar las papeleras de la calle. Al final, le dio al gordo del mono una hoja de papel y le anunció que para el complejo le habían asignado a Zoulová, Pinz, Rada, Stych y en último lugar leyó también mi nombre, a la vez que dejaba frente a mí un chaleco de barrendero de color naranja. Lo cogí, pasé rápidamente junto a la mesa y elegí el armario que estaba más cerca de la esquina. Abrí la puertecilla, en la que alguien había escrito con tiza «Bui dinh Thi», saqué de la cartera los documentos, los bollos, el libro y el cuaderno, me lo metí todo en los bolsillos y cerré el armario.

Salimos todos al inhóspito patio, en el que ahora entraban con estrépito unas camionetas, y donde dos jóvenes cargaban a un pequeño camión palas, escobas, carretillas, señales de tráfico y viejos cubos de basura. Eran las seis y cuarto de la mañana, tan sólo las seis y cuarto, y yo percibía el día que tenía por delante en toda su extensión.

El hombre del mono, que al parecer nos había sido adjudicado como capataz, salió en dirección a la puerta, y del montón de barrenderos voluntarios se apartaron, efectivamente, cuatro figuras entre las que advertí a la mujer, la única que había, al muchacho de la cara pálida y femenina, que llevaba una gran bolsa colgada del hombro, al hombre que me recordaba al otorrinolaringólogo y al tipo de la gorra de marinero. Toda esa gente me resultaba tan ajena y distante como el trabajo que había decidido llevar a cabo, y aun así me puse a caminar con ellos a un paso más propio de una comitiva fúnebre que de una brigada de barrenderos. Avanzamos solemnemente por las calles de Nusle con nuestros uniformes de color naranja; a nuestro alrededor la gente corría, apresurada, a trabajar; nosotros no teníamos prisa, ya estábamos en el trabajo.

Raramente me encontraba en situaciones así; casi siempre vivía apremiado por la idea obsesiva de todo lo que debía alcanzar en la vida si quería escribir bien. Desde niño, había anhelado ser escritor, y la escritura siempre me había parecido una profesión noble. Creía que el escritor tenía que ser sabio como un profeta, puro y excepcional como un santo, y hábil y atrevido como un equilibrista en un trapecio. Aunque ahora ya sé que las profesiones selectas no existen, y que la sabiduría, la pureza, la excepcionalidad, la valentía y la habilidad en una persona pueden parecer desvarío, impureza, ordinariez y futilidad en otra, esa antigua idea se instaló en mi conciencia y en mi subconsciente, y probablemente por ello me incomoda denominarme a mí mismo escritor. Cuando alguien me pregunta mi profesión, intento eludir la respuesta. Al fin y al cabo, ¿quién puede decir de sí mismo que es escritor? A lo sumo podrá decir: he escrito libros. En muchos momentos pienso que ni siquiera soy capaz de determinar con exactitud cuál es el objeto de mi trabajo, qué distingue la auténtica literatura del mero inventario, que está al alcance de todos, incluso del que nunca ha ido a la escuela, donde podría haber aprendido a escribir.

Ahora, pues, podía saborear ese paso indolente, la confortadora idea de saber exactamente lo que se esperaba de mí. Pasamos lentamente frente al Comité Nacional y al edificio del Tribunal Supremo y llegamos a un antiguo gimnasio, donde nos esperaban ya nuestras herramientas: las escobas, las palas, los rascahielos y la carretilla, con medio cubo de basura a modo de caja. A fin de mostrar mi buena voluntad, agarré la pala más grande.

De niño vivía en las afueras de la ciudad, cerca del aeropuerto de Kbely, en una casa que lindaba con una posada. Poco antes de mediodía, solía pasar por allí el barrendero municipal. Se detenía con su carretilla en el patio donde los cocheros dejaban sus caballos, sacaba una pala de la carretilla, y, casi como si de un ritual se tratase, barría las boñigas de los caballos y otras inmundicias, las echaba en la carretilla, luego arrimaba ésta a la pared y se iba a la barra. A mí me gustaba: llevaba una gorra de visera, aunque no era de capitán, y un bigote rizado en recuerdo de nuestro último emperador. Su profesión también me gustaba; pensaba que era sin duda una de las más importantes que el hombre podía ejercer y que por ello los barrenderos gozaban de tanto respeto. En realidad, ocurría lo contrario: nunca se había valorado a los trabajadores que limpiaban el suelo de basura o de ratas. Recientemente leí que hace doscientos años un yesero despechado fue detenido y conducido al patíbulo tras haberle rajado la cara, los labios y los hombros con un cuchillo a su amada en la iglesia de San Jorge. Finalmente, fue indultado a cambio de la pena de limpiar durante tres años las calles de su ciudad. En general, sólo gozaban de respeto aquellos que limpiaban la tierra de inmundicia humana, ya fueran alguaciles, jueces o inquisidores.

Hace veinte años, cuando escribía un relato en el que se degollaban a unos caballos, tenía pensada una escena apocalíptica en una incineradora de basura. Intenté que me dejaran visitar la incineradora de Praga, que de niño aún había llegado a ver arder desde lejos y convertirse en un gigantesco chicharrón, pero el director se negó a dejarme entrar. Probablemente temía que mi intención fuera desvelar algunas de las deficiencias de su crematorio.

Muchos años más tarde estuve trabajando de sanitario en el hospital de Krc y todas las mañanas me dedicaba a llevar la basura a un enorme incinerador: vendas ensangrentadas, gasas llenas de pus, vello, pelos, sucios andrajos que apestaban a excrementos humanos y, naturalmente, un montón de papeles, latas, cristales rotos y plásticos. Con la pala iba echándolo todo al incinerador y, aliviado, me quedaba observando cómo la inmundicia se retorcía de forma convulsa, cómo se desintegraba con el ardor de las llamas, a la vez que oía el crepitar del cristal al reventar y resquebrajarse y el runruneo victorioso del fuego. Una vez—nunca llegué a descubrir la razón, si se debió a que el fuego tenía demasiada intensidad o, al contrario, demasiado poca, o si fue a causa del viento—la basura no llegó a consumirse, y la corriente de aire que recorría el incinerador la aspiró hacia arriba y la escupió por la boca de la chimenea, hacia el cielo. Admirado y aterrado a un tiempo, no pude sino contemplar la forma en que toda mi basura, ese montón de andrajos, papeles y jirones de vendas ensangrentadas, se precipitaba de nuevo hacia el suelo y se posaba en las ramas de los árboles. Si había algo que tenía la suerte de sortearlas, seguía volando en dirección a las ventanas abiertas de los pabellones. En ese momento, un grupo de dementes del Instituto de Asistencia Social que cuidaba del jardín del hospital se agolpó junto al enorme abeto, ahora engalanado cual árbol de Navidad, señalando hacia arriba y berreando de entusiasmo.

Esa vez me dije que aquello que me acababa de ocurrir no era sino un claro ejemplo de los hechos que formaban parte de nuestra vida cotidiana. La materia no desaparecía, sino que, a lo sumo, se transformaba. La basura era inmortal, se mezclaba con el aire, se hinchaba en el agua, se disolvía, se descomponía, se convertía en gas, en humo, en hollín, viajaba por el mundo y lo iba cubriendo lentamente.

Empezamos en la calle Lomnického; nuestra Venus, que, según me había enterado, se llamaba en realidad Zoulová, se puso a barrer blandiendo la escoba con energía, mientras que el hombre de la gorra de capitán, que rumiaba en silencio y de vez en cuando escupía una enorme baba espumosa, la ayudaba con otra escoba. Ambos iban llenándome la pala con montoncitos de basura y yo tiraba toda esa inmundicia al cubo de la carretilla. Cuando el cubo estaba lleno, le dábamos media vuelta y lo vaciábamos sobre la acera; toda la basura, pues, acababa reunida en diferentes montones a la espera de que la camioneta fuera a recogerla más tarde. A golpe de montoncitos, íbamos dejando señalado nuestro camino y poco a poco nos acercábamos a Vysehrad. Yo contemplaba las copas de los árboles, ahora de muchos colores, queme saludaban a lo lejos, aunque bajo sus ramas no me esperaba nadie, aunque ella ya no estaba allí esperándome. Digo ella porque en mi pensamiento no suelo llamarla por su nombre. Los nombres se desgastan y se erosionan igual que las palabras tiernas. A veces, hablando solo, la llamaba pitonisa. Y es que ella adivinaba el futuro a la gente y a mí me parecía que lo sabía de verdad; además, la envolvía un halo de misterio y eso la hacía más bella. En el bautizo le pusieron el nombre de Darja.

No conseguí recordar si habíamos estado allí juntos alguna vez; había empezado a confundir nuestros encuentros de todos esos años, y los años se habían ido amontonando como en aquella canción sobre los trabajos que un siervo hacía para su señor. La primera vez que oí hablar de ella fue una vez que había ido a visitar a un amigo al remolque donde se alojaba como aprendiz de obrero de una exploración geológica. Advertí una pequeña escultura que contrastaba por su aspecto fantasmagórico con la austera atmósfera del vehículo. Mi amigo, que hasta hacía poco se había dedicado a escribir críticas de arte, me habló durante un rato de una artista cuyo mundo se extendía entre los confines del sueño, la locura, la pasión y la ternura. Me dijo que la visita a su estudio era toda una experiencia y yo me apunté su dirección en la agenda. Un día, buscando un regalo de cumpleaños para mi mujer, me acordé de esa dirección.

El estudio, un tercio del cual estaba ocupado por estanterías de madera que contenían sus obras, se hallaba en un pequeño sótano abovedado de una casa del barrio de Malá Strana.

Me recibió afablemente y conversó conmigo un rato; incluso me habló de su hija y me preguntó a qué nos dedicábamos mi mujer y yo. Atribuí su interés al hecho de que yo estaba allí como cliente.

Se movía con agilidad entre las estanterías. Al caminar, en su larga falda ondeaba un estampado de ojos y labios, de ojos pardos y labios rojos. Sus ojos eran azules, y sus labios más bien pálidos. ¿Qué ocurriría si intentara abrazarla entre los estantes? Pero sabía que no lo haría.

Compré un pájaro de cuello estilizado sobre el que descansaba una cabecita angulosa provista de unos burlones ojitos humanos. Ella me envolvió el regalo en papel de seda y me acompañó hasta la puerta. Luego no nos volvimos a ver durante muchos meses. Hasta la víspera del día de mi cumpleaños—cumplía cuarenta y siete—, en que se presentó inesperadamente en mi casa: necesitaba que le prestáramos la estatuilla para una exposición que se iba a celebrar en Budapest. La hice pasar y se la presenté a mi mujer, que se alegró de conocerla, y a continuación los tres nos sentamos un rato en mi despacho. Lída, a la que le gusta hacer cumplidos, elogió la estatuilla.

Estuvimos tomando unas copas de vino, mi mujer y yo, sólo por acompañarla. Darja estuvo hablando con entusiasmo de su próxima exposición, y más tarde de sus viajes. Habló de Camboya, donde había estado tiempo atrás, como de un paraíso habitado por gentes felices e inocentes, lo cual cautivó a mi mujer, que siempre ha anhelado descargar a las personas del sentimiento de culpa; luego le llegó el turno a nuestra cultura, basada en la conciencia del pecado y, por consiguiente, en la culpa metafísica. Darja decía que la doctrina de la culpa era nuestra maldición, ya que nos privaba de libertad y se interponía tanto entre las personas como entre éstas y Dios. Mi mujer hizo alguna objeción, ya que le parecía que la libertad tenía que estar limitada por alguna lógica interna; luego se puso a hablar de los niños y de su educación, pero yo cada vez me concentraba menos en las palabras en concreto, lo que percibía era otra cosa: la voz queda de esa mujer. Me parecía que se dirigía a mí y que lo hacía con la esperanza de que la oyera y la comprendiera.

La penumbra de la tarde invadía ya la estancia y me pareció que la poca luz que quedaba se concentraba en su frente, en una frente alta que, curiosamente, se parecía a la de mi mujer. Lo extraño era que la luz no se extinguía junto con el día. Era como si emanase de ella, de la llama que sin duda ardía en su interior, y se me ocurrió que esa llama se inclinaba hacia mí y me acariciaba con su cálido aliento.

Cuando se hubo ido, seguí sintiendo el calor de esa llama. Lída dijo que la escultora era una mujer interesante y simpática, y que la podíamos invitar algún día, tal vez con su marido, pero yo, no sé bien si a causa del miedo o por un presentimiento de que se confabularan entre ellas, en lugar de asentir, cambié de tema. Luego mi mujer se fue a su habitación y yo intenté en vano trabajar un rato. Puse la radio; sonaban unas piezas barrocas para órgano, pero tampoco la música consiguió apaciguarme: no era capaz de percibirla. En lugar de la música llegaban a mis oídos fragmentos inconexos de oraciones; la letanía que interpretaba esa voz desconocida penetraba en mi interior como el calor de un baño humeante. Pero ¿cómo era esa voz? Busqué una palabra que la definiera. No era demasiado sonora, ni suave o melodiosa, no era policroma ni empalagosa, fui incapaz de determinar por qué me había embrujado.

Esa noche, mientras abrazaba a mi mujer, que en el amor era tierna y serena, pausada como un río que cruza una llanura en el estío, me pareció oír de nuevo esa voz, y, entonces, me di cuenta de cuál era la palabra que mejor la definía: apasionada. Intenté ahuyentarla—en ese momento tan poco oportuno—, pero no lo conseguí.

Tras doblar la esquina, volvíamos a alejarnos de Vysehrad. Yo seguía llenando mi pala de carbonero con papelitos, vasos de plástico y cajas de cerillas aplastadas; incluso recogí la cabeza de una muñeca, una zapatilla deportiva hecha jirones, un tubo completamente estrujado y una carta manchada de barro, pero lo que más rodaba por el suelo eran colillas. Iba echando toda esa basura al pequeño cubo gris de la carretilla y, cuando estaba lleno, lo agarrábamos el capitán y yo y lo vaciábamos sobre la acera, y el viento, que soplaba cada vez con más fuerza, volvía a dispersar los escombros; aunque en realidad daba igual, en cualquier caso la basura era indestructible.

La basura es como la muerte. ¿Qué otra cosa puede ser de tal modo indestructible? Nuestros vecinos, los de la posada, tenían cinco hijos. El más pequeño se llamaba igual que yo y teníamos más o menos la misma edad. Solíamos jugar juntos y yo apreciaba su amistad, que me abría las puertas a los espacios prohibidos de la posada: al sótano, en el que incluso en los días más bochornosos de verano se conservaban unas vastas piezas blanquecinas de hielo, o gigantes—al menos a mí me lo parecían—barriles de cerveza, y a las cuadras, donde, aunque ahora albergaban un viejo coche negro y un montón de gatos de todos los colores y edades en vez de caballos, las paredes seguían oliendo a orines.

El muchacho enfermó de difteria y, al cabo de una semana, murió. A los cinco años yo no sabía lo que era la muerte; mis padres no me llevaron al entierro. Sólo vi al tabernero vestido de negro, a su mujer, deshecha en lágrimas, y al cortejo fúnebre, y oí tocar a la banda unas marchas increíblemente lentas.

Cuando pregunté cuándo iba a volver mi tocayo, mi madre, tras un momento de vacilación, me respondió que no volvería nunca, que se había ido. Yo quería saber adonde, pero ella no me dijo nada más. Hasta que un día la vieja sirvienta de la posada, cuando por fin me atreví a preguntarle, me dijo que se había ido al paraíso, adonde si no. Y que ahora su alma inocente vivía entre las flores de ese hermoso jardín y jugaba con los ángeles, pero que algún día, si yo era bueno, nos volveríamos a encontrar allí.

Yo crecí en un entorno en el que nunca se oyó rezar a nadie; el único jardín que conocía era el que tenía debajo de la ventana, y allí no había ángeles revoloteando, sino trenes que pasaban con estruendo justo detrás de nuestra cerca.

Cuando quise saber más cosas de ese jardín paradisíaco y de las almas que lo habitaban, mi madre me mandó a preguntarle a mi padre.

A mi padre, dotado de una mente racional que, como yo muy bien sabía, se había ganado el respeto de la gente por haber ingeniado un motor para el tren más rápido de todos los que pasaban por debajo de nuestras ventanas y los aviones que rugían por encima de nuestras cabezas, le sorprendió mi pregunta. Entonces me cogió de la mano, salimos de la casa y, una vez fuera, me habló largo y tendido: que si el origen del mundo, que si los vapores calientes y la materia que se enfriaba, que si los átomos, minúsculos, incluso invisibles, que giraban incesantemente por todas partes y en todo. De ellos estaban compuestos, de hecho, los montones de barro y los caminos de piedras por los que ahora caminábamos, incluso las piernas que nos sostenían. Mientras hablábamos, anduvimos tranquilamente a lo largo de las vías, cruzamos el ralo bosquecillo de las afueras de la ciudad y seguimos hacia arriba, en dirección al aeropuerto. Ahora los trenes aullaban en las profundidades de la tierra, bajo nuestros pies, mientras que sobre nuestras cabezas rugían los biplanos militares. Mi padre me habló también del sufrimiento de los hombres, que desde tiempos inmemoriales estaban pegados al suelo, al que no podían ni sabían cómo abandonar. De manera que al menos soñaban que conseguían liberarse, y así fue como inventaron el jardín del Edén, en el que había todo lo que anhelaban y que no podían alcanzar en la vida, e imaginaron unas criaturas a su imagen y semejanza, aunque dotadas de alas. Sin embargo, aquello que al principio no era más que un sueño empieza a hacerse realidad, me dijo mi padre señalando hacia el cielo despejado. Los ángeles no existen, pero la gente puede volar. El paraíso, donde se suponía que habitaban las almas de los hombres, no existía, pero algún día yo entendería que lo importante era que el hombre fuese feliz y que su vida fuese de provecho aquí, en la tierra.

No acabé de entender lo que mi padre me estaba contando, pero sus palabras provocaron en mí una inesperada congoja, una inexplicable angustia que me abatió de tal manera que me puse a llorar. Entonces, para consolarme, me prometió que durante el festival aéreo que se iba a celebrar el domingo siguiente y al que pensábamos asistir, me montaría en un avión y sobrevolaríamos Praga.

Y, efectivamente, el domingo siguiente me sentó en un artefacto estruendoso que, para mi asombro y pavor, después de coger impulso a trompicones sobre la hierba, levantó el vuelo y ascendió conmigo en su interior. Conforme íbamos subiendo, la tierra empezó a balancearse a nuestros pies y todo lo que había en ella empezó a menguar, a encogerse hasta desaparecer. Lo primero en esfumarse fue la gente, luego los carros de caballos y los coches, y al final se empezaron a disipar incluso las casas. Cerré los ojos con fuerza y me sumí en una oscuridad atronadora que me devoraba. En ese momento, me asustó la idea de no volver nunca más a tierra, como mi tocayo, que, según decían, había muerto.

Esa vez no pasó nada, Darja se fue y yo volví a mi trabajo. En esa época estaba escribiendo unos cuentos sobre mis amores de adolescente, lo cual me traía recuerdos de viejas emociones. Cuando volví a observar el rincón más oscuro de mi despacho, el sillón en el que ella había estado sentada, sentí que mis antiguos sentimientos empezaban a tomar cuerpo.

Me dirigí, pues, a la cabina telefónica—en casa tenía, en aquel tiempo, el teléfono cortado—y marqué su número. Seguía albergando esa excitación, que se adecuaba a mi edad sólo si se asumía que ese estado sentaba bien a cualquier edad, y pregunté cómo había ido la exposición de Budapest. Por un momento escuché sus explicaciones, que iban de los cuadros a las bodegas; luego dije algo sobre mi trabajo y añadí que me acordaba mucho de su visita y que me gustaría volver a verla algún día. No propuse, sin embargo, nada en concreto, y ante mis palabras ella tan sólo rió discretamente. A pesar de ello la conversación me turbó y, después, en lugar de volver a casa, deambulé por las callejuelas de los alrededores prosiguiendo el diálogo, que se hacía cada vez más personal y más frágil. Ya no estaba acostumbrado a mantener ese tipo de conversaciones, o cualquier tipo de conversación; ya no estaba acostumbrado a hacer confidencias.

Hacía ya diez años que vivía en una especie de extraño exilio, rodeado de prohibiciones, vigilado por agentes a veces visibles, a veces ocultos y otras veces simplemente imaginarios. No me estaba permitido aparecer en escena a menos que fuera como huésped, pasajero o peón en ciertas profesiones. Durante esos años, fue creciendo en mí el deseo de que ocurriera algo que por fin cambiara mi destino, a la vez que crecía también la timidez que había heredado de mi madre, así que los cambios de cualquier tipo y toda persona desconocida me inspiraban temor. Mi casa se convirtió en refugio y cárcel al mismo tiempo; deseaba refugiarme y a la vez escapar de ella, tener la seguridad de no ser expulsado y la esperanza de huir algún día. Me apegué a mis hijos, o tal vez los necesitaba más de lo que los padres suelen necesitarlos, y de la misma forma necesitaba a mi mujer. A través de ellos penetraba el mundo en mi vida, al tiempo que yo penetraba en él, en ese mundo del que se me excluía.

No creo que para ellos la vida fuera más fácil que para mí. Los crios, igual que yo cuando era niño, cargaron con el estigma de un origen indeseable y mi mujer se pasó años buscando un empleo suficientemente digno. Cansada de recorrer los departamentos responsables de proteger los puestos de trabajo de sujetos políticamente indeseables, acabó aceptando un empleo de encuestadora para un estudio sociológico. Por un sueldo que más que un aliciente constituía una humillación, tenía que patearse los suburbios de la ciudad persuadiendo a informantes poco predispuestos, o incluso asustados, para que respondieran a sus preguntas. No se quejaba, es cierto, pero a veces la vencía el abatimiento. Entonces nos atosigaba a los niños y a mí con reproches por algún comportamiento o proceder que otras veces pasaba por alto.

Yo no tenía que ir a trabajar. Cuando por la mañana se iban todos, solía sentarme a la mesa; ante mí, pilas de papeles en blanco, la infinita extensión del día y la profundidad del silencio. Ni siquiera podía sonar el teléfono, que estaba cortado. Por lo demás, en la escalera se oían pasos sólo de forma esporádica, y normalmente me asustaban: tenía más razones para esperar visitas desagradables que gratas sorpresas.

Y escribía: horas, días, semanas. Obras de teatro que nunca iba a ver sobre el escenario y novelas que suponía no iban a publicarse, al menos no en la lengua en que yo las escribía. Trabajaba y a la vez temía que el silencio que reinaba a mi alrededor penetrara en mi interior, paralizara mis ideas, asediara mis sentidos y ahogara mis historias. Sentado a la mesa, percibía el peso de las paredes, del techo y de las cosas que en cualquier momento me podían sepultar con su indiferencia.

Y así pasaba el día hasta que mi mujer y mis hijos volvían a casa. En el momento en que sus pasos sacudían el silencio en las escaleras, yo sentía que recobraba la paz, no la paz del silencio, sino la de mi vida.

Sabía, naturalmente, que al cabo de poco tiempo los niños se harían mayores y se irían de casa, que sus pasos eran probablemente más fugaces que mi propia fugacidad. Hablaba y disfrutaba con ellos, pero sentía cómo se alejaban y sabía que no debía oponerme a ese movimiento si no quería oponerme a la vida.

Notaba también a mi mujer buscando su espacio, una forma de huir de la asfixiante trivialidad del trabajo que había tenido que aceptar. Había decidido dedicar el tiempo libre a estudiar, a comprender el significado del alma humana, a penetrar su misterio y encontrar así una manera de auxiliarla cuando sufría demasiado. A mí ese proceder me parecía demasiado atrevido; yo seguía viéndola tal como era cuando la conocí, demasiado infantil e inexperta para asumir semejante cometido, pero la alentaba a seguir: cada uno toma el camino hacia el lugar desde el cual le parece oír al menos la insinuación de una llamada.

Yo también había tomado mi camino. Ahora me desvivía mucho menos por todas las cosas que años atrás me habían atraído; habían dejado de interesarme. Hasta hacía poco coleccionaba mapas y libros antiguos, mientras que ahora dejaba que el polvo se acumulara sobre ellos. Ya no me preocupaba por estar al día de los acontecimientos, por saber cuándo empezarían por fin a mejorar unas circunstancias que, por así decirlo, no me eran muy favorables. Empecé a buscar algo que se elevara por encima de esas circunstancias, a preguntarme si habría alguna cosa que pudiera elevar nuestras vidas por encima de la esterilidad y el olvido; quería encontrarlo yo mismo, no asumir las revelaciones e imágenes de los demás. Si me empeñaba en demostrarlo no era por orgullo, sino porque sé que lo fundamental de la vida no puede transmitirse ni aprisionarse en las palabras, aunque la gente trate de transmitir lo que cree descubrir, aunque yo mismo intente hacerlo. En cualquier caso, aquel que cree haber hallado lo realmente eterno, que transmite a los demás la esencia divina diciéndoles que ha descubierto la fe que más se adecúa a ellos, que ha comprendido por fin el misterio de la vida, es un necio o un loco, y casi siempre es peligroso.

Volví tarde a casa y, ya en la puerta, advertí la tensión reinante: mi hija estaba sentada a la mesa y observaba la calle con una actitud de desafiante rebeldía; mi mujer lavaba los platos haciendo más ruido del necesario; en el radio-cassette de mi hijo retumbaban canciones protesta.

No me apetecía averiguar las causas de ese malestar, pero Lída se deshizo en quejas sobre nuestros hijos, dijo que eran desordenados y gandules, y me pidió que interviniera de alguna forma.

Comprendí que todo lo que les podía decir ya se lo había dicho ella, y en ese momento no estaba de humor para ponerme a limpiar. Me encerré en mi habitación y traté de trabajar, pero la casa o yo, uno de los dos, estaba demasiado cargado de ruidos perturbadores.

Se me ocurrió que llevaba mucho tiempo sin hacer otra cosa que ver pasar los días desde que me levantaba hasta que me acostaba; que, sí, escribía historias, pero que mi propia historia se había estancado, no avanzaba y se estaba desmoronando. Me hubiese gustado hablar de ello con mi mujer, pero cuando por la noche nos quedamos finalmente a solas, percibí cierta desgana por su parte, lo que inmediatamente me alejó de ella. Le pregunté si le había hecho daño de alguna manera. Ella me respondió que a quienes les hacía daño era a los niños, negándome a educarles y representando el papel de padre blando e indulgente que tolera sus defectos y sólo trata de ganarse sus simpatías. Yo repliqué que estaba siendo injusta conmigo, pero entonces Lída me largó uno de sus sermones llenos de reproches, consejos y aleccionamientos bien intencionados. De vez en cuando, arremetía contra los niños y contra mí de ese modo, pero, tanto si tenía razón como si no, escogía los momentos más inoportunos, cuando aquellos a los que dirigía su discurso estaban menos dispuestos a escucharla o necesitaban, por el contrario, hablar ellos y ser escuchados.

Ya eran casi las nueve y nuestro ejército de color naranja descendía por la calle Sinkulova en dirección a la depuradora. Entre los adoquines y en las juntas de los bordillos arraigaban ramilletes de diente de león, llantén y todo tipo de malas hierbas. El chico de la cara aniñada iba arrancándolos con la mano o los desenterraba de raíz con el rastrillo. A pesar de que se inclinaba mucho hacia delante, su cara seguía teniendo una palidez enfermiza.

Había coches aparcados bajo los árboles, en las aceras. Nuestro tropel se detuvo junto a un viejo Volga abandonado; el capataz levantó el capó y comprobó con satisfacción que durante la semana alguien se había llevado el radiador.

Un coche también es basura, un enorme conglomerado de desechos que se cruza en nuestro camino casi a cada paso.

Hace quince años, una vez que viajé a una ciudad cercana a Detroit para acudir al estreno de una de mis obras de teatro, el director de la compañía Ford me invitó a comer. Sentados en la terraza de la última planta—o, para ser exactos, de la azotea—del rascacielos de la compañía Ford, desde donde se divisaba una monstruosa metrópoli industrial cuyas calles eran un hervidero de coches, en lugar de interesarme por su último modelo de automóvil—pregunta que a mi padre le habría encantado—, le pregunté cómo se deshacían de todos esos coches una vez habían cumplido su cometido. El director me respondió que no era una tarea difícil. Todo lo que se producía podía desaparecer sin dejar rastro; se trataba de un simple problema técnico. Sonrió ante la idea de un mundo absolutamente limpio y vacío. Cuando terminamos de comer, el director me prestó su automóvil, con chófer incluido, y me llevaron a las afueras de la ciudad, a una extensa explanada llena hasta donde alcanzaba la vista de limusinas abolladas y herrumbrosas. Unos negros vestidos con monos de colores se dedicaban a arrancar las entrañas de los coches con unas tenazas enormes, les quitaban los neumáticos, las ventanas y los asientos, y luego los empujaban hasta unas enormes prensas que convertían los vehículos en paquetitos de chapa de medidas aceptables. Aun así, los paquetitos de chapa no desaparecen del mundo, igual que no desaparecen el cristal, los neumáticos o el aceite, aunque sean incinerados en hornos; ni siquiera desaparecen los ríos de gasolina consumida tanto durante los viajes necesarios como los innecesarios. Es probable que de la chapa fundida obtengan nuevo hierro y nuevo acero para nuevos coches, así que a partir de la basura se generan nuevos desechos: estos simplemente se multiplican. Si volviera a encontrarme con el ufano director, le diría: no, no es un simple problema técnico. El espíritu de las cosas muertas flota sobre la tierra y sobre las aguas y su hálito es fatídico.

Durante la guerra la suciedad nos arrollaba, tanto en un sentido literal como figurado, se abalanzaba sobre nosotros igual que la muerte, y a veces era difícil desligar una de la otra. En la mente de mi madre ambas cosas estaban unidas, la muerte y la basura: pensaba que la vida iba unida a la limpieza, tanto en un sentido literal como figurado.

La guerra terminó y éramos felices al pensar que íbamos a vivir en paz y amor, pero ella no anhelaba otra cosa que la pulcritud, quería conocer nuestros pensamientos y la asqueaban nuestros zapatos, nuestras manos y nuestras palabras. Examinó nuestra librería y la depuró de libros que pudieran mancillar nuestro pensamiento. Compró una enorme olla en la que día sí día no hervía nuestra ropa interior. Pero aun así le dábamos asco, nos mandaba lavarnos una y otra vez, y no tocaba pomos ni objetos ajenos si no era con guantes.

Por la noche, a veces me parecía oírla suspirar y lamentarse. Lloraba a los familiares que había perdido en la guerra, pero también se lamentaba de la suciedad del mundo en el que le había tocado vivir. Así pues, en nuestro hogar reinaban la pulcritud y la soledad. Papá ya casi no paraba en casa, pues se había buscado un trabajo en Pilsen, para respirar un poco. En cuanto aparecía los domingos iba directo a su despacho caminando descalzo por una alfombra de hojas de periódico, pero el breve instante que tardaba en cruzar el recibidor bastaba para que lo inundara de un olor en que mi madre identificaba el hedor repugnante de alguna golfa. En vano se esforzaba papá en eliminarlo con agua y jabón, en vano ayudaba a cubrir la alfombra con nuevas hojas de periódico.

Yo pensaba que un día ya no volvería, que se quedaría con la otra, con la amante maloliente; si lo hubiera hecho, no me habría enfadado con él. Pero él siempre volvía, y una vez incluso intentó convencerme de que no debía juzgar a mamá, de que era buena pero estaba enferma, de que no todo el mundo tenía tanta fuerza como para salir indemne de todo lo que habíamos pasado.

Más tarde detuvieron a papá de nuevo. El sufrimiento que le causaban los demás alejaba a mamá, al menos un poco, del sufrimiento que se infligía ella misma.

Un vehículo de los del alcantarillado pasó junto a nuestra brigada. Se detuvo frente a nosotros, los ocupantes saludaron a nuestro capataz y se pusieron a examinar la tapa de alcantarillado más próxima.

—¿Qué buscan?—pregunté a la señora Venus.

—Comprueban que la alcantarilla no esté atascada —me explicó—. No podemos tirar nada por ella. Una vez, Jarda, ése de ahí—dijo señalando al muchacho de la cara de chica—, echó a la alcantarilla restos de plantas. Justo en ese momento pasaba el inspector de los del alcantarillado y le multó: cincuenta coronas, cobradas en el acto. ¡Y eso que están casi tan forrados como los de las ratas!

—Huy, no me hable de los de las ratas—intervino el capataz—. En Pilsen, las ratas que vivían debajo del matadero cogieron la rabia y por las noches subían por las alcantarillas y corrían por las calles, pegando chillidos como ardillas. Así que buscaron a toda prisa un desratizador; ofrecían veinte talegos al mes, pero nadie picó pues estaba claro que si te mordía una rata ¡se acabó! Yo tengo un amigo en Pilsen, de cuando era paracaidista, que se mosqueó y dijo: ¡Joder, pues yo no me voy a acojonar por un par de ratones! Y enseguida le dieron una escafandra y un trozo de tela de amianto con la que debía cubrirse cuando las ratas se le echaran encima!

—¿Y se atreverían a echársele a uno encima?—dije sorprendido.

—Pues, claro, ¿no acabo de decir que tenían la rabia? Tú las persigues y ellas, cuando están acorraladas, se abalanzan sobre ti. Entonces te tumbas en el suelo, te cubres con la tela y ellas te pasan por encima. Eso es lo que hizo mi amigo; debajo de la tela no le podía pasar nada, pero cuando sintió a esos bichos que lo pisoteaban, se cagó de miedo.

Al cabo de unos días, ella me hizo saber por escrito que iba a pasar por mí casa; anunciaba el día y la hora y añadía que esperaba encontrarme.

Ese día y a esa hora, efectivamente, apareció. Tras la ventana se cernían nubarrones otoñales, y la penumbra volvía a inundar la estancia. Ignoro si yo irradiaba también alguna especie de resplandor: uno no se percibe a sí mismo, no vislumbra su propia luz más que en los ojos del otro, y eso sólo en momentos de gracia. Pero, sí, probablemente había percibido algo en mí, porque de otro modo no hubiese querido volver a encontrarse conmigo, no hubiese emprendido voluntariamente una travesía de la que más tarde, en momentos de ira, decía que no le había traído más que sufrimiento. Yo mismo a veces no comprendía por qué se me había entregado de esa manera.

Las primeras semanas íbamos al campo, a pasear por el bosque o por algún parque. Ella conocía los nombres de las plantas, incluso los de las más exóticas, y los lugares de donde provenían. También a mí me llevaba a esos sitios, y a la tierra de los jemeres o a la orilla del majestuoso río Ganges, a calles sofocantes y atestadas de gente. Hasta me llevó a la selva y a un ashram, para que pudiera escuchar lo que un sabio gurú decía sobre la vida recta. Me habló de sus antepasados, entre los que había fabricantes, ilustrados maestros y un trotamundos que acabó asentándose en las laderas occidentales de los Andes; también una tía romántica que, incapaz de retener al amante por el que languidecía de amor, decidió morir de hambre, o un genial estudiante de derecho que era capaz de recitar de memoria los códigos de leyes pero que un día se hartó del derecho y decidió dedicarse a la filosofía. Cuando hubo comprobado de forma irrefutable la esterilidad de la conducta humana, se sentó y redactó su testamento filosófico. La felicidad, decía en él, no es más que un sueño mientras que la vida constituye una cadena de padecimientos; a continuación se pegó un tiro en la sien justo sobre el manuscrito, de manera que la sangre que brotó de la herida puso el punto final a su testamento.

Todos los miembros de la familia de su padre, decía, se distinguían por su genialidad, su voluntad inquebrantable y su clarividencia, su padre sobre todo. Lo mencionaba a menudo, y yo, que nunca lo había visto, pensaba en el mío, no porque también fuese ingeniero, sino porque, según decía, era fuerte y sano y, cuando por fin se decidía a levantarse de su mesa de trabajo, sabía divertirse.

Me habría gustado poderle contar historias parecidas de mis antepasados, pero desconocía sus vidas. Sabía que algunos habían venido de lejos, pero ignoraba cuándo, si doscientos o mil años atrás. Supongo que sabían leer, aunque empleaban un alfabeto diferente al mío y rezaban en una lengua de la cual no entiendo una palabra. No sé de qué vivían. Mis dos abuelas vinieron a Praga e intentaron hacer negocios, sin éxito. Mis abuelos también eran de pueblo. El padre de mi padre estudió química y trabajó de ingeniero en una azucarera situada en la región húngara del imperio. Cuando mi padre tenía once años, mi abuelo cayó bajo un arado arrastrado por cable y quedó herido de muerte. El padre de mi madre, en cambio, alcanzó una edad venerable: trabajó de pasante de abogado en los juzgados y a los ochenta años, cuando estalló la Segunda Guerra Mundial, todavía vivía, así que supo lo que era estar marcado a la vista de todos y ser deportado al gueto. Pero ni siquiera de ese anciano menudo de bigote gris, algo amarillento por el tabaco, era capaz de contar nada curioso, acaso tan sólo que, a diferencia de sus antepasados, que creían obstinadamente en la llegada del Mesías, él fijó todas sus esperanzas en la quimera de la revolución socialista. Esta ilusión le ayudó a no sucumbir a las adversidades del destino, incluida la muerte de su esposa, la pérdida de su casa, la injuria, el hambre y las penurias de la reclusión. En ese lugar inhóspito, una frecuencia cada vez mayor sermoneaba a todo aquel que estuviera dispuesto a escuchar, y con una frecuencia cada vez mayor el único dispuesto a escuchar era yo. Me instigaba a no creer en un dios inventado por los hombres, un dios que los señores habían endosado a los pobres para que soportaran mejor el peso de su destino. A medida que envejecía, sus discursos se fueron convirtiendo en una letanía, en una oración monótona y rígida que yo me sabía de memoria y que ya no me hacía falta escuchar. Una noche en que todos dormían, me desperté y oí un extraño murmullo procedente del rincón de la sala donde mi abuelo tenía su cama. Reconocí la voz del anciano y la lastimera entonación de un rezo pronunciado en una lengua que él todavía conocía y de la que yo no entendía nada, un rezo que se elevaba hacia Dios. Paralizado, escuché con asombro esa voz que parecía venir de un lugar remoto, de tiempos ancestrales. Entonces comprendí por primera vez que el fondo del alma humana es inescrutable.

El padre de ella abandonaba de vez en cuando la mesa de dibujo e iba a pasear por la montaña, a trepar por peñas escarpadas. Se llevaba a su hija y le enseñaba a no tener miedo de las alturas. Mi padre tan sólo se paseaba por las montañas de números en que se convertían los fantasmas de sus motores. Cargaba con sus cálculos incluso en el momento en que nos íbamos de vacaciones, y, cuando de repente se le ocurría cómo resolver algún viejo problema de una forma nueva, cosa que ocurría constantemente, se olvidaba de nosotros por un buen rato. Más tarde, al reparar en nosotros de nuevo, a la hora de cenar, o fuera, sentados bajo la ventana, nos preguntaba, sorprendido, de dónde habíamos salido. Lo habían desterrado de su mundo en contra de su voluntad, le habían puesto un uniforme de presidiario y lo habían encerrado entre unos alambres electrificados que eran trazados de un modo trivialmente calculable. En esa época concentró toda su voluntad y todas sus fuerzas en sobrevivir, en sobrevivir con dignidad para poder volver a su amada tierra. Como tiempo después comprobé, además de los números y las máquinas, mi padre adoraba también a las mujeres guapas, así como las perspectivas socialistas de un mundo mejor. Y, como todo enamorado, depositaba en el objeto de su adoración esperanzas falsas y desmesuradas.

—¿Crees que todo amor trae consigo falsas esperanzas? —me preguntó ella.

Comprendí que se estaba refiriendo a nosotros dos y no tuve el valor de decirle que sí, aunque ignoraba por qué no podíamos convertirnos en una excepción.

—Esto es como lo de los cementerios en la autopista —dijo la señora Venus—. Cuando los querían quitar y había que desenterrar cadáveres, ofrecían cien coronas a la hora y una botella de ron al día y no había dios que se dejara camelar. Tuvieron que mandar a los presos, ¡y a esos no les dieron una mierda!—Se detuvo, se desentumeció, apoyó la pala en la pared y encendió un cigarrillo—. Y los cadáveres aún, pero es que en esos cuerpos hay un veneno que traspasa incluso los guantes de goma, y cuando se te mete en la sangre, te vas al otro mundo. —Mientras saboreaba su cigarrillo iba lanzando miradas hacia delante y atrás, hacia algún lugar que sólo ella podía ver. Si la hubiese conocido años atrás, estoy seguro de que habría intentado retener sus palabras, que habría corrido a anotarlas para poder conservar su forma de hablar con la mayor fidelidad posible. Antes creía que todo lo que veía y grababa en mi memoria podía serme útil para algún relato. Ahora hace tiempo que sé que es improbable que encuentre una historia que no sea la mía propia. Uno no puede apropiarse de la vida ajena, y, aunque lo consiguiera, no encontraría en ella una historia auténticamente nueva. En el mundo viven casi cinco mil millones de personas, cada una de las cuales cree que su vida bastaría al menos para un relato. La sola idea produce vértigo. Si apareciera, o más bien se fabricara, un ente escribidor tan eficiente que fuese capaz de asimilar cinco mil millones de historias y luego eliminar de ellas todo lo que tuvieran en común, ¿qué quedaría? De cada vida apenas una frase, un instante que sería como una gota de agua en el mar, un momento irrepetible de angustia o un encuentro, un instante de contemplación o de dolor. Pero ¿quién reconocerá desde fuera esa gota de agua? ¿Quién sabrá separarla de la inmensidad del mar? Así que ¿qué sentido tiene inventar nuevas historias?

Una vez Darja me reprochó entre sollozos que yo la miraba como si fuese un escarabajo que tuviese ensartado en un alfiler para así poder describirlo mejor. Pero se equivocaba; en su presencia olvidaba, más que nunca, que alguna vez había pretendido contar alguna historia, y si la observaba atentamente era sólo porque quería comprender el lenguaje en el que me hablaba cuando estaba en silencio conmigo.

—Con los cadáveres he pasado lo mío. Una vez encontré un empleo ahí abajo—dijo la señora Venus señalando las murallas de Vysehrad—, en el instituto de patología. Los cuerpos que llegaban allí estaban todos rajados o llevaban algún navajazo. Fui a parar a ese sitio por una amiga, un trabajo con un extra de peligrosidad, me dijo, pero luego no me dieron una mierda. Yo me quedé sólo porque el viejo que abría los cuerpos era la mona y estaba loco por los cadáveres. Zoulová, me decía, por ejemplo, qué bracitos tiene usted, lo que daría yo por examinar su húmero algún día. —Y la señora Venus extendió los brazos: eran realmente largos y finos.

Sentí que me embriagaba el olor empalagoso de la descomposición. Cuando entré a trabajar de sanitario, mi compañero no quiso privarse del gusto de llevarme ya el primer día al depósito de cadáveres, donde me mostró los cuerpos que había sobre las mesas, en el suelo y en la cámara frigorífica. Se quedó mirándome de reojo a la espera de que palideciera y saliera corriendo por la puerta, pero yo estaba acostumbrado desde pequeño a los muertos; estaba habituado a tales cantidades de muertos que ese puñado de cadáveres, algunos de ellos incluso ataviados con ropa elegante, ni me asustó ni me revolvió las tripas.

Ahora no sólo recordaba la sala de azulejos, sino que veía con la precisión de un sueño la mesa ancha sobre la que yacía mi padre.

Mi padre estaba muy mal: la enfermedad iba consumiéndole lentamente, y él, que siempre había sido fuerte y había gozado de una salud de hierro, ahora a duras penas podía sostener una pluma entre los dedos. Al echar un vistazo a su manuscrito, que como siempre era un hormiguero de cifras y fórmulas que yo no entendía, observé que los números temblaban como si los recorriera un escalofrío. Al mirarlos me embargó la tristeza. Sabía que hacía años que ya no publicaba sus cálculos, aunque se lo pidieran, pero a la vez sabía que las cifras le señalaban el camino hacia algún tipo de conocimiento, y que el conocimiento para él era la vida. Al ver esa letra comprendí que la vida de mi padre empezaba a apagarse y que los números se disponían a emprender con él el camino hacia el infinito.

Me habría gustado ahuyentar ese sombrío recuerdo, pero por más que fijara la mirada en mi carretilla, el rostro inmóvil de mi padre seguía allí. ¿De qué sirven las malas experiencias? Aunque uno se incline con humildad ante lo ineludible, se siente abatido cuando intuye que la muerte se acerca a sus seres queridos.

Con todo, aún me reconforté con la idea de que mi padre, que había ganado tantas batallas en la vida, tampoco sucumbiría en esa ocasión.

Aquella vez, cuando el avión aterrizó, mi padre tuvo que sacarme del aparato. Yo temblaba y lloriqueaba y me negaba a mirar al cielo, donde los atrevidos pilotos acróbatas hacían cabriolas con sus aviones, se escondían detrás de las nubes dibujando tirabuzones o se lanzaban de cabeza hacia los tejados de los hangares. Papá me alzó y me sentó sobre sus hombros. No dijo: ay, pobrecito mío, ni me riñó; me llevaba a hombros y por el camino me iba mostrando los trenes que pasaban soltando chispas a nuestros pies, al tiempo que les daba nombres, como si fuesen sus hermanos o sus hijos. Así, me condujo hasta el puente de madera que se arqueaba sobre la vía y me permitió que escupiera en la chimenea de la primera locomotora que pasara por debajo. Cuando al poco rato se acercó un tren arrojando chispas y humo, él mismo se inclinó sobre la barandilla para darme ejemplo, y el potente chorro de humo y vapor que salía de la chimenea le arrancó el sombrero. A continuación observamos impotentes cómo el sombrero descendía para acabar posándose sobre un montón de carbón en uno de los vagones y perdiéndose con él en la lejanía. Papá rió y dijo que su sombrero también era un acróbata, y yo, contemplando con entusiasmo cómo desaparecía, olvidé el pavor que me había provocado el vuelo.

Esa misma noche papá volvió a casa con su sombrero negro de hollín, que había encontrado no sé en dónde, y, para mi diversión, lo convirtió en un bombín que se encasquetó para hacer el payaso un rato, imitando a Chaplin. Le gustaba entretener a los demás y, cuando se reía, lo hacía a mandíbula batiente y con todo su ser. Sabía reírse de lo que la gente solía reírse, pero también de lo que la enojaba o desesperaba. Muchas veces yo hubiese querido divertirme de la misma manera, liberarme y estar por encima de todo, pero carecía de la fuerza, la espontaneidad y la concentración de mi padre.

La señora Venus echó una palada de basura a mi carretilla:

—¿Sabe cuántas personas pasaron por su mesa?

Yo no lo sabía así que ella respondió, en tono victorioso:

—¡Cincuenta mil!

—Ande—intervino a mi espalda el jovencita—, no nos venga con cuentos. ¡Eso serían varios regimientos!

—Pues así es, Jarousek. ¡Y todos de muerte violenta! —La señora Venus rió como si acabara de decir algo muy divertido.

Luego, unos días antes de Navidad, hicimos el amor por primera vez, bajo el tejado de una casa barroca, en una buhardilla de ventanas pequeñas y gruesos muros. Enfrente, al otro lado de la calle, se levantaba el muro de un palacio con enormes ventanas de dos hojas en cuyas cornisas descansaban las palomas, transidas de frío. La estancia olía a aceite mezclado con un ligero tufo a gas, e incluso a mediodía permanecía en la penumbra. Ahora, además, había una estatua de san Esteban Mártir tapando las ventanítas. La restauración de la estatua estaba ya casi terminada, pero Darja había abandonado el trabajo: le molestaba que su mano se moviese siguiendo las directrices de otra persona.

Yo deseaba que le gustase hacer el amor conmigo; estaba tan obsesionado con esta idea que hasta temblaba de ansiedad, y ella también se estremecía. Tenía marido y una niña, y ahora se acurrucaba en mis brazos y se dejaba llevar hacia un lugar del que no había vuelta atrás. Cargué con ella, pues, y a cada paso advertía que pesaba cada vez un poco más, que a duras penas la aguantaba. Me daba miedo; a los dos nos asustaba el deseo que sentíamos el uno por el otro. La cama, enorme y asombrada, chirriaba a cada movimiento, y nosotros tratábamos de ahogar los crujidos susurrándonos palabras llenas de ternura. Nos mirábamos a la cara el uno al otro y me sorprendía ver la manera en que su rostro se transformaba, cómo se dulcificaba y adoptaba una expresión antigua, ancestral. Quizá fuera el rostro olvidado de mi madre, o el recuerdo de mis primeras imágenes, de mis primeras fantasías sobre la mujer a la que un día había de amar.

Volví a casa ya de noche y me acosté junto a mi mujer, que se acurrucó a mi lado y se durmió. Confiada como un niño, no sospechaba nada. En cuanto cerré los ojos, me di cuenta de que estaba desvelado. En el jardín se oía trinar un pájaro, los trenes pasaban zumbando a lo lejos y, frente a mí, como una luna llena en plena oscuridad, asomaba el rostro de la otra: serena, bellísima, como oculta en mí desde siempre y a la vez inmóvil como el rostro de sus esculturas. Así me observaba, suspendida en el espacio, fuera del tiempo y de todas las cosas, y sentí añoranza, angustia, deseo y tristeza.

Ese invierno nevó mucho. Ella acompañaba a su hija a clase de piano y yo caminaba detrás de ellas sin que la niña notara nada. Me iba hundiendo en la nieve recién caída porque no miraba dónde pisaba; la observaba a ella: en su forma de caminar había siempre una premura que apenas se podía ocultar, o tal vez era más bien afán de vivir. Sujetaba a su niñita de la mano y sólo de vez en cuando lanzaba una miraba fugaz hacia atrás: incluso a esa distancia yo percibía su amor.

Otro día salimos a pasear por una llanura nevada que se extendía cerca de la ciudad; a nuestros pies había una granja abandonada y un bosque; sobre nosotros, el cielo helado bajo un baldaquín de niebla. Nos detuvimos, y ella, de espaldas, se apoyó en mí. Yo abracé su cintura, abultada por el chaquetón de piel que llevaba, e inmediatamente nos sentimos transportados a la eternidad, despojados del tiempo, despojados de miedos y alegrías, del frío y el soplido del viento, y ella dijo en voz baja: ¿Es posible que nos amemos tanto?

Sobre el lago había niños patinando, como en un cuadro de Brueghel. La taberna estaba casi vacía, el fuego runruneaba en la enorme salamandra, en un cuadro que había colgado en la pared ardía una hacienda y los valientes bomberos luchaban contra el fuego. La tabernera nos trajo unos grogs, le dio la vuelta a una especie de botón y el incendio del cuadro se iluminó desde atrás con llamas rojas.

Darja se puso contenta como un niño: ¡Tanto fuego y encima nosotros dos!

Siento de verdad que me baña el calor, lo percibo incluso por dentro, me siento como grano en primavera, siento que estoy reventando, que me abro paso hacia la luz.

Ella lo adivina y dice:

—¡Ya verás cómo a partir de ahora conseguirás lo que quieras!

—¿Por qué crees que será así?

—Porque ahora empiezas a vivir de verdad.

Cree que hasta ahora no he vivido. Que estaba preso, que el hielo me invadía el cuerpo, que del manantial de mi interior brotaban apenas un par de gotas frías. Y sigue diciendo: Has vivido sólo con la cabeza, pero lo que tú haces no se puede hacer sólo con la cabeza. Con la cabeza podemos dominar tal vez algunos motores. Entonces me promete que me enseñará a escuchar las voces ocultas.

Quiero saber qué le voy a enseñar yo.

Ella se limitará a escucharlas conmigo. Luego dice: Te escucharé a ti; ahora no necesito aprender nada, ¡necesito estar contigo!

La tabernera apaga el cuadro luminoso y nosotros salimos al frío atardecer. Antes de separarnos, nos besamos; nos besamos como si no hubiese ni un antes ni un después, como si quisiéramos apresar nuestras vidas en esos besos. Entonces me pregunta: ¿Alguna vez has amado a alguien de verdad?

Naturalmente no quiere oír hablar de mi mujer, ni de mis hijos, ni de mi padre, no quiere oír hablar de nadie real, lo que quiere oír es que ella es la primera mujer a la que amo de verdad. Pero tal vez me equivoco, tal vez su pregunta es fruto de la angustia; le extraña que me despida de ella, que no me la lleve a otros lugares; teme que la traicione, intuye en mi interior territorios que la asustan.

Mi mujer también los intuía, y a veces, en sus súbitos arrebatos de tristeza, se quejaba de que yo no consiguiera entregarme a ella; sostenía que de niño, cuando a mi alrededor se cernía la muerte incesantemente, mi alma había sufrido una herida de la cual nunca me había recuperado.

¿Cómo son los sentimientos que uno experimenta en aquellos lugares donde la muerte revolotea más a menudo que los pájaros?

En el gueto había muchas niñas con las que me cruzaba y charlaba, cuando apenas tenía doce años. En medio de ese horror, ¿cómo se me iba a ocurrir que podía suceder algo que ahuyentara el miedo aun cuando nos siguieran custodiando guardias armados, por mucho que perduraran el hambre y las deportaciones?

No la llevaron allí hasta principios del año cuarenta y tres; la encontré aterrada en uno de los pasillos transversales de nuestro barracón: se había perdido. Me preguntó por el camino, y yo, que era veterano allí, la acompañé sin dificultad hasta la sala que le habían asignado.

Mientras andábamos tuvo tiempo de decirme de dónde era, que no tenía padre y que ese lugar le daba miedo.

Yo la consolé diciéndole que no había que tener miedo, que allí no se vivía del todo mal, y que, si quería, yo la protegería.

Ella me dijo que nunca lo iba a olvidar.

El día siguiente fui a buscarla y le presenté a mis amigos; ninguno de ellos tenía la intención de hacerle daño, no hacía falta protegerla de ellos, pero me pareció que ella no pensaba igual, que necesitaba mi presencia, que conmigo se sentía más segura. Tenía la misma edad que yo y se distinguía de las otras niñas porque tenía el pelo rubio, del color del centeno o el trigo. Nunca nos quedamos los dos a solas; siempre estábamos en compañía de nuestros amigos, aunque yo siempre intentaba estar lo más cerca posible de ella; además, intercambiábamos los pocos libros que teníamos; no nos atrevimos a nada más, yo no me atreví a nada más. Y, sin embargo, de repente todo había cambiado, la vida había empezado a transcurrir entre diferentes jalones, no iba de la mañana a la noche, o de una comida a otra, sino de un encuentro con ella al siguiente. En el gueto se agotó la sal, las patatas eran negras y estaban podridas, y el pan, enmohecido; nada de eso me importaba, ni siquiera que a mi abuelo se lo llevaran al hospital del campo, del cual sospechábamos que ya no volvería: yo apenas reparaba en nada. Los pasillos del barracón, siempre abarrotados, se vaciaban cuando ella iba a mi lado, y el diminuto espacio que se nos había delimitado se ensanchaba, o más bien se encerraba en sí mismo y se hacía infinito.

Yo tenía algunos lápices de colores y hojas de papel en blanco; una noche intenté dibujar su rostro de memoria, pero no lo conseguí. Entonces se me ocurrió que podía escribirle un poema, y garabateé un par de versos que hacían más referencia a ciertos fenómenos climáticos que a mis sentimientos, y se lo entregué. Me dijo que le gustaba, cogió una castaña y esculpió para mí la cara de un muñe-quito que sonreía. Yo lo colgué en el montante de mi litera, junto a la cabecera, así podía contemplarlo un rato antes de dormirme. En esa época pasaba más tiempo con ella que con nadie, y siempre que la amenazaba un peligro acudía a salvarla. En mi imaginación, la sacaba en brazos del calabozo en el que la habían metido desnuda para torturarla, y en el que yo me infiltraba disfrazado hasta dar con ella; de este modo, cada noche repetía mis fieles y viriles hazañas, hasta que me dormía.

Se había traído de casa una tacita de porcelana, casi translúcida, y decorada con dragones y flores chinas. A veces servía en ella una infusión de hierbas; bebíamos los dos de la misma tacita, ella con aire ceremonioso. Un día, como no podía ser de otra manera dado el constante ajetreo y desconcierto en que vivíamos, alguien tiró la tacita al suelo. Cuando ella hubo llorado la pérdida de la tacita, conseguí, a fuerza de ruegos, hacerme con los trocitos de porcelana, que eché con cuidado al interior candente de la salamandra. Luego me puse a observar lo que ocurría con ellos. Me pareció que el fuego los consumía, que los fragmentos de porcelana ardían con sus propias llamas, pero más tarde, cuando retiré la ceniza, los encontré inalterados, tal vez algo chamuscados, pero por lo demás intactos. Los retiré de entre las cenizas, los limpié con mucho cuidado, me quedé con uno de los pedacitos y los demás se los devolví a ella. Sentía por ellos una especie de afecto, o de admiración, por haber sobrevivido a la caída, al fuego y al calor. Tal vez alguien nos ayude, tal vez un día nos desentierren intactos de entre las cenizas a nosotros también.

En mis fantasías la defendía de todo mal, pero al final no pude salvarla. La llamaron para el transporte, llamaron a casi todos los inquilinos de nuestro barracón.

Salió, pues, corriendo de aquel lugar dominado por la confusión y el lamento, donde se trasegaban y empaquetaban con desesperada urgencia míseros restos de propiedad carcelaria; tenía sólo un momento, quería estar con su madre, que estaba aterrada. Conocíamos un lugar, en una esquina del terraplén, en el que la pendiente quedaba cubierta bajo la hierba y sombreada por viejos tilos; era el lugar más tranquilo de todo el campo. Ése era el lugar en el que nosotros dos y nuestros amigos pasábamos más tiempo, pero ahora ya no quedaba ninguno de ellos. Nombramos a los amigos que habían sido llamados al transporte y nos aseguramos el uno al otro que la guerra terminaría muy pronto, que la liberación estaba a la vuelta de la esquina y que no había nada que temer, que nos volveríamos a ver, que nos encontraríamos todos de nuevo; el lugar del encuentro no lo acordamos, no nos pareció importante. Luego nos quedamos en silencio; ¿de qué íbamos a hablar en un momento así? Dimos una vuelta por el lugar y luego dijo que tenía que volver. De repente se detuvo, se acercó a mí y sentí el roce de su boca en mis labios. Su aliento me embriagó y sentí mi cuerpo estremecerse. Después se dio la vuelta y salió corriendo. Cuando la alcancé, me pidió que no la acompañara, que ya nos habíamos despedido.

Esa tarde, pues, se fue. Yo lo observaba todo desde la ventana, no me estaba permitido salir. La busqué entre la multitud que se arrastraba por la calle, pero no alcancé a verla. Entonces se me ocurrió que tal vez no se había ido, que no podía ser que desapareciera, que ya no estuviera.

Me aparté de la ventana y llamé a la puerta de la sala contigua y, como no respondió nadie, abrí. La sala, que un rato antes estaba llena de gente, de voces y de cosas, ahora estaba desierta. Me sentí como si estuviera encaramado a una roca, sobre la cresta de un precipicio tan profundo y tan abrupto que no se alcanzaba a distinguir el fondo. El vértigo se apoderó de mí y en ese momento me di cuenta de que yo también me derrumbaba; era inevitable, una simple cuestión de tiempo. En un solo momento puede hundirse aquello que parecía firme, y romperse aquello que en la tierra parecía estar inquebrantablemente unido.

Huí del cuarto vacío, me tumbé en el catre y cerré los ojos. En ese momento, su rostro apareció sobre mí como una luna que me contemplase desde el cielo nocturno, clara, lejana, inaccesible, y sentí que me inundaba una ola de felicidad, de congoja y de desesperación.

A las nueve en punto nos sentábamos en U Bozenky, una taberna corriente. En las paredes ennegrecidas, como única decoración, había carteles con advertencias y prohibiciones; los manteles lucían las manchas de la comida del día anterior, y en una esquina había un billar viejo y abollado cuya superficie verde, a causa de las cenizas y el humo, hacía ya tiempo que había empalidecido y adquirido un color grisáceo.

La posada de mi infancia estaba llena de colores. Tras la muerte de mi amigo apenas me acercaba por allí, sólo cuando mi padre me mandaba a por cerveza, y mi padre tomaba cerveza una vez al mes como mucho. Conforme se abría la puerta, extendía sus alas de colores en la pared de enfrente un faisán púrpura y en todas las paredes había alegres cuadros de caballos y carros, aunque probablemente no eran sino la obra de algún maestro de carteles y dianas de feria. El tabernero llevaba un impecable delantal a cuadros. Cuando terminaba de llenar la jarra de cerveza, salía de detrás de la barra para ponerla en mis manos con el mayor cuidado. En la taberna de mi infancia todavía se respiraba un aire de libertad.

Mi padre nunca pretendió educarme; nunca me ordenaba ni me prohibía nada. Sin embargo, de vez en cuando salía con mi madre y conmigo a pasear, casi siempre en dirección al aeropuerto, porque, si bien le encantaba el bosque, los parques y cualquier tipo de paisaje acuático, por encima de todo le interesaban las máquinas, y, por encima de todas ellas, a su vez, las que eran capaces de elevarse. Cuando llegábamos al aeropuerto, se quedaba encandilado observando los aviones que avanzaban por la pista, los robustos biplanos y los ultraligeros. En ese momento se olvidaba de que estábamos allí con él, incluso se acercaba a los mecánicos y se ponía a charlar con ellos mientras nosotros nos quedábamos de plantón en la explanada, a merced de las ráfagas de viento.

A mi padre le interesaba todo lo que volaba. Me enseñó a hacer aviones de papel, pero no de esos corrientes que se lanzan en clase en dirección a la pizarra cuando el profesor está de espaldas, sino naves aerodinámicas que planeaban hábilmente y con elegancia por el aire, algunas de las cuales incluso insinuaban primero un vuelo ascendente y luego se precipitaban al suelo describiendo un tirabuzón.

También construíamos cometas, y poco antes de que acabaran todos nuestros juegos, excursiones y vuelos, construimos una gran maqueta de avión con palillos, madera de balsa y cartulina. A lo largo del fuselaje de la maqueta hicimos pasar una goma que se enroscaba y propulsaba la hélice. El avión, me aseguró mi padre, se elevaría a tal altura que incluso llegaría a sobrevolar la torre de la iglesia de Prosek.

Y, efectivamente, una mañana de domingo lo llevamos al margen de la pista del aeropuerto; tras darle cuerda a la hélice, el avioncito dio un brinco, se abalanzó hacia delante y al momento se elevó hacia el cielo, donde empezó a describir un gran círculo previamente establecido. Pero el círculo no se cerró; en un momento dado ocurrió algo inesperado: el avión empezó a zarandearse y de repente se partió, precipitándose contra el suelo en un tirabuzón.

Cuando llegamos hasta él, no encontramos más que un montón de palillos, madera de balsa y pedazos de papel cuidadosamente tensado.

Yo me puse a lloriquear y a lamentarme por la pérdida del avión y entonces mi padre me dijo: ¡No olvides nunca que los hombres no lloran! Esa fue una de las pocas lecciones que recibí de él. Recogió los restos del avión entre risas y luego añadió que ése era el destino de todas las cosas, y que quien se atormentaba por ello se hacía daño a sí mismo.

Pedí un té, mientras que a todos los demás les trajeron una cerveza grande sin que la pidieran; el joven bebía agua mineral. Venus sacó un paquete de Start, le tendió la cajetilla al vecino del otro lado y luego a mí. Yo le di las gracias y le dije que no fumaba.

—Es usted un hombre modélico—dijo—. Su mujer estará muy contenta con usted.

—Yo, si no me hubiese emborrachado—intervino el capataz—, probablemente ni me habría casado, porque yo ya me olía que el matrimonio era la tumba de la vida.

A Lída no la conocí hasta que terminé los estudios. Nuestro encuentro no tuvo nada de extraordinario, no estuvo acompañado por ningún acontecimiento ni por ninguna señal especial. Nos conocimos y nos gustamos. Era sólo seis años más joven que yo, pero a mí me parecía que nos separaba una eternidad.

La primera vez que la invité al cine, ella, naturalmente, llegó tarde. Llevaba un buen rato sentado en mi sitio, esperándola, y ya me había hecho a la idea de que no vendría. Luego atisbé su cabeza rubia llameando entre las de los demás rezagados y me pareció tan hermosa que llegué a dudar de que ese ser pudiera estar dirigiéndose hacia mí.

Estuvimos saliendo durante casi un año, viéndonos casi a diario, y en todo ese tiempo no discutimos ni una sola vez; nos parecía que no había nada que nos pudiera separar o alejar. La última noche de soltería la mayoría de los hombres se emborrachan, pero yo no lo hice. No por principios, simplemente no se me ocurrió. Sin embargo, pasé la noche prácticamente en blanco, presa de la angustia.

No eran dudas sobre mi elección lo que me afligía, sino la conciencia de haberme decidido de una vez para siempre. Intuía que el mayor placer para mí no era encontrar a la persona amada siempre a mi lado; al contrario, necesitaba alargar la mano en el vacío de vez en cuando, dejar madurar el deseo hasta que doliera, alternar la angustia de la separación con el consuelo del reencuentro, la posibilidad de la huida con el retorno, vislumbrar ante mí una luz errante, la esperanza de que el encuentro definitivo todavía estaba por llegar.

El hombre se resiste a aceptar que lo más esencial de su vida ya ha pasado, que todas sus esperanzas ya se han colmado. Se niega a mirarle a los ojos a la muerte, y pocas cosas se acercan tanto a la muerte como el amor correspondido.

Nuestra luna de miel la pasamos en las montañas, en los Tatra.

Llegaban ya los vientos del otoño, los alerces empezaban a dorarse y los prados olían a espigas maduras. Subimos hasta el linde donde terminaban los bosques; sobre nuestras cabezas se levantaban las crestas de los riscos desnudos. Yo me tumbé sobre la hierba, mí esposa cantaba y a mí me parecía que su voz llenaba completamente el espacio, desde el cielo hasta el pie de las rocas, delimitando así el territorio en el que iba a moverme el resto de mi vida.

—Usted, señor Marek, tiene que haber sido una buena pieza—dijo Venus—. Mi marido, cuando volvía borracho, tenía que dormir con las yeguas o en el garaje.

—¿Cuándo tuvieron ustedes coche?—se interesó el capataz.

—En Eslovaquia. Míla sacó de no sé dónde un Wartburg de segunda mano. La primera vez que nos fuimos de excursión con los crios, justo sobre Topofcianky, se desprendió el tubo de escape y empezó a hacer un estruendo tal que parecía que íbamos en un tanque. Cuando llegamos arriba, Míla, del cabreo que llevaba, tuvo que tomarse un par de copas, luego se metió debajo del coche para al menos atar el tubo con unos alambres y, cuando terminó, volvimos a bajar. Apagó el motor para no hacer tanto ruido, pero el coche iba cada vez más rápido, los niños estaban entusiasmados porque derrapábamos en todas las curvas, y yo le grité: ¡Míla, que nos vamos matar! ¿Has perdido la cabeza o qué? Y él va y me dice: La cabeza no: ¡los frenos!

Comprendí que la señora Venus estaba contando esa historia especialmente para mí, porque era nuevo, y le pregunté:

—¿Y cómo terminó el viaje?

—Acabó frenando con el motor. A Míla no hay bicho que se le resista.

—Excepto tú—señaló el capataz, y soltó una carcajada que marcó el inicio del alborozo. El que más se divertía era el capitán, cuyo aire familiar me seguía intrigando. Me evocaba algo, me remitía a alguna parte, sólo que no sabía adonde. El muchachito de la cara femenina apenas insinuó una sonrisa, y de repente me pareció que la muerte se cernía sobre él. A veces me ocurría, especialmente de niño: miraba a alguien y, de golpe, me asaltaba la angustiante idea de que pronto esa persona ya no estaría. Con eso no quiero dármelas de adivino. Desde entonces me he equivocado muchas veces. Hay personas que destilan muerte toda su vida y tienen una salud de hierro.

Durante la guerra mi padre estuvo en el mismo campo, entre las mismas murallas que yo, pero no podía verlo: nos separaban un montón de muros y de prohibiciones. Hasta que una vez se abrió nuestra puerta y tras ella, inesperadamente, estaba él. Demacrado, con el pelo cortado al cero y ataviado con un mono, apareció tras esa puerta y escudriñó con la mirada el fondo de nuestra sala. Yo solté un grito y él finalmente me vio y dijo: No grites, no grites, sólo he venido a arreglar una tubería. Y me sonrió. Luego me cogió en brazos, aunque yo ya no era un niño pequeño, me abrazó con fuerza y dijo: ¡Hijito mío! Y seguía sonriendo, pero de una forma extraña, los ojos se le humedecieron y observándole con más atención advertí con asombro que mi padre, ese hombre grande, fuerte y poderoso, estaba llorando.

Cuando, una vez terminada la guerra, me enteré de que todos aquellos a los que yo quería, todos a los que conocía, estaban muertos, de que todos habían sido gaseados como insectos o incinerados como basura, se apoderó de mí la desesperación. Casi todas las noches caminaba con ellos, y entraba en un espacio cerrado donde todos estábamos desnudos y donde de repente empezábamos a asfixiarnos. Yo intentaba gritar, pero no podía; en cambio, oía el estertor de los demás y veía cómo sus rostros se retorcían y se deformaban. Me despertaba aterrado, me daba miedo volver a dormirme y me esforzaba por mantener los ojos abiertos a la oscuridad, que estaba vacía. En esa época dormía en la cocina, muy cerca de los fogones. Una y otra vez me levantaba para convencerme de que no había fugas de gas. Tenía claro que seguía vivo por error, por un descuido del destino que podía ser enmendado en cualquier momento. El horror y la angustia me abatieron hasta tal punto que acabé enfermando. Mi dolencia tenía a los médicos totalmente confundidos; buscaban con insistencia el camino por el que ese microbio había llegado hasta mi corazón, pero no daban con la puerta correcta.

Así pues, me mandaron guardar cama y hacer reposo absoluto. En mi letargo, no obstante, podía rodearme de mis amigos, convertidos ahora en espectros, pasar con ellos todo el tiempo, que ahora transcurría lentamente, y dejarme envolver en el suyo, que había dejado de transcurrir. Nunca le hablé a nadie de sus visitas, pero me acompañaban a todas horas; me pedían que me fuera con ellos, y era tal la insistencia con que me lo repetían que al final comprendí que yo también había de morir.

Pero seguía temiendo la muerte; tanto me aterraba que no me atrevía siquiera a mirarme al espejo. Durante semanas permanecí inmóvil, hasta que mi madre me trajo un día los tres tomos de Guerra y paz, los dejó sobre la mesilla que tenía al lado del canapé y me prohibió que los cogiera, pues eran demasiado pesados. Realmente estaba muy debilitado y apenas tenía fuerzas para levantar uno de esos volúmenes, aunque eran libros corrientes. Pero, cuando mi madre me alargaba uno, yo lo apoyaba en mis rodillas y me ponía a leer tumbado. Y leyendo empecé a rodearme poco a poco de una compañía diferente. A veces se me ocurría que las personas sobre las que leía también estaban muertas, que tenían que haber muerto incluso aquellas a las que la muerte no alcanzaba en alguna de las páginas del libro. Y no obstante, a la vez, aun estando muertos, vivían.

Y ahí tomé conciencia del extraordinario poder de la literatura o, en general, de la creatividad humana: conseguir que incluso los muertos vivan y que los vivos no mueran nunca. Fascinado por ese prodigio, por el extraño poder del escritor, empezó a brotar en mi interior el anhelo de lograr algo así.

Le pedí a mi madre que me comprara unos cuadernos. Luego, cuando me quedaba solo, me ponía a crear mis propias historias y a devolverles la vida a aquellos que ya no estaban vivos. Entonces los fantasmas empezaron a alejarse; su aspecto yerto, frío y angustiante se fue diluyendo. Cuando al cabo de medio año el doctor me dio permiso para levantarme, las imágenes de los muertos se habían disipado completamente, como si se hubieran apartado de mi camino. Ya no era capaz de invocarles, y si me hubiesen mostrado el retrato de alguno de mis amigos muertos, habría dicho: no le conozco. Pero no era por el olvido que trae la muerte, o por ese olvido en el que se deleita el espíritu de nuestros tiempos, ese olvido por cuyas fauces han de desaparecer los muertos y los vivos que nos resultan molestos, sumidos para siempre en el silencio, ese olvido que devora incluso la palabra. Se trataba más bien de una forma especial de rememoración, esa rememoración que levanta a los muertos de sus cenizas e intenta resucitarles a una nueva vida.

Estaba vivo, pues, y el doctor celebró el milagro que habían causado esas pastillas descubiertas hacía poco y que me había recetado; aunque yo sabía por qué estaba vivo, sabía que, mientras pudiera escribir, seguiría vivo y liberado de mis fantasmas. Y aún hoy sigo pensando lo mismo, pero también sé que nada en el mundo desaparece, que incluso la imagen de una chica asesinada mucho tiempo atrás permanece oculta en algún lugar, tal vez precisamente en mi mente, flotando en sus profundidades igual que su alma flota sobre la tierra y sobre las aguas. Y, ahora, cuando observaba el rostro de esa mujer a la que había conocido casi en el crepúsculo de mi vida y que en algún lugar del fondo de mi ser sentía muy cercana, se me ocurrió que era ella, que al final, gracias a algún milagro, había vuelto aquella a la que había amado al principio. Y cuando de noche contemplaba sobre mí de nuevo, después de tantos años, ese rostro exánime, onírico y amoroso, me inundaban olas de felicidad y de angustia a la vez, a pesar de haber comprobado con alivio que Darja ya tenía tres años cuando asfixiaron a la primera.

—Ustedes iban a toda leche cuesta abajo—dijo el capataz dirigiéndose a la señora Venus—, pero ¿qué diría si saliera cagando leches hacia arriba, hacia el cielo?—Y señaló hacia el techo con un gesto tan sugerente que todos levantamos la mirada.

Treinta y cinco años atrás había trabajado en el aeropuerto de Stríbro, y allí, además de fantásticos cazas s -i 9 9, había un globo aerostático de entrenamiento que había pertenecido a los alemanes. Una vez, un sargento le mandó que lo equipara para casos de emergencia, lo cual quería decir que debía meter en la barquilla un paracaídas y sacos de lastre. El mismo sargento le ayudó, pero, en cuanto metieron el primer saco de arena, la amarra se soltó y salieron disparados hacia arriba con tanto impulso que, al cabo de un par de segundos, estaban por encima de las nubes.

—Se lo aseguro, eso iba más rápido que un cohete. Y nosotros dos en mangas de camisa—el capataz se dejaba llevar por su propia historia—, porque abajo estábamos en pleno verano, y de repente nos encontramos en el polo norte. Y digo: camarada sargento, doy parte de que estamos volando, destino desconocido, probablemente a tomar por culo. Él, que era un buen tío, va y me dice: Marek, yo le he dado una orden incorrecta diciéndole que se metiera dentro sin paracaídas, así que intente salir de ésta como pueda, yo ya me las arreglaré. Y me tendió el único paracaídas que había a bordo. Yo le dije: mi sargento, usted tiene esposa y niños, si esto se va a tomar por culo, salte usted. Y él me responde: es usted un buen muchacho, Marek, o nos vamos a tomar por culo los dos o los dos nos convertimos en héroes. ¡En ese momento ya empezaba a tener escarcha en la cara!

—Podían haber intentado soltar gas—dijo el joven, sorprendido.

—¿Y qué crees que hicimos? Pero una válvula congelada, eso lo sabe todo el mundo, no sirve una mierda. —El capataz siguió describiendo durante unos minutos las terribles condiciones atmosféricas que había en las gélidas alturas; al cabo de tres horas, aterrizaron cerca de Lysá.

—Hace treinta y cinco años—intervino el tipo que me recordaba a mi otorrino—, estaba yo en un campo de concentración de Mariánské Lázné, muy cerca de la frontera. Un día, los americanos empezaron a mandar globos con octavillas. Las octavillas llegaron un par de veces hasta nuestro campo, pero el que cogía una octavilla se arriesgaba a que le metieran en el calabozo.

—¿Y qué ponía en las octavillas?—se interesó el joven.

—Nada por lo que valiera la pena acabar en el calabozo. ¿Qué se puede esperar de un trozo de papel?

—Los globos y los barcos tienen futuro, pero yo en un globo no me montaría—dijo el capitán reconduciendo la conversación a su terreno—. Ni en un avión. Si un barco se hunde, uno tiene posibilidades de salvarse, pero si se cae un avión...

—¡Qué va usted a contarme!—dijo ofendido el capataz—. A veces había tales tortazos que luego de los muchachos no quedaba ni un pedacito así—sacudió la ceniza de su cigarrillo con el dedo—. Y cuando por milagro alguno salvaba la piel, estaba claro que nunca más serviría para nada.

Darja y yo nos movíamos por encima de la tierra y de las aguas, día a día, mes a mes. Incluso de noche, cuando entre nosotros se tendía la distancia, en nuestros sueños o nuestras fantasías, a menudo tan cercanos entre sí.

Y eso ocurría, me explicó, porque de noche nuestras almas se encontraban.

¿Crees que, estando vivos, el alma puede abandonar el cuerpo?

Ella me contó la fábula de un hechicero centenario que había ocultado su aspecto real valiéndose de la magia. Vivía en una casa de piedra, en el corazón de los bosques que se extendían hasta los mares del norte, completamente solo. Cuando se cansó de la soledad, atrajo con su magia a una hermosa joven a la que quería convertir en su esposa. Cuando adivinó su aspecto real, la muchacha le suplicó, aterrada, que la dejara escapar: él ya era viejo, estaba a un paso de la tumba, mientras que ella tenía toda la vida por delante. Y el brujo le respondió: Es cierto que tengo aspecto de anciano, pero no voy a morir, pues no es mi cuerpo el lugar donde anida mi alma. Cuando ella quiso saber dónde vivía el alma del hechicero, éste le respondió que muy lejos, más allá de las montañas y los ríos, donde había un lago, y en medio del lago, una isla, y en la isla, un templo, un templo sin ventanas y con una sola puerta, imposible de abrir. Dentro del templo revoloteaba un pájaro y él no moriría mientras ese pájaro siguiera vivo, pues en el pájaro moraba el alma del hechicero. Mientras el pájaro viviera, él viviría también.

La muchacha tenía un enamorado, y cuando consiguió transmitirle noticias de su suerte, éste salió en busca de la isla y del templo. Con ayuda de los duendes buenos abrió la puerta imposible de abrir, capturó al pájaro, que era incapaz de morir por sí solo, y fue con él a encontrarse con su amada. La joven escondió a los dos bajo el lecho del hechicero y ordenó a su amante que apretara con fuerza al pajarillo. El muchacho obedeció y el hechicero sintió de repente una ligera indisposición; cuando el chico volvió a apretar, esta vez con más fuerza, el anciano se sintió peor. En ese momento al anciano le asaltó la sospecha y escrutó la estancia con la mirada. ¡Mátalo, mátalo!, gritaba la chica. El muchacho aplastó al pobre pajarillo con el puño, y el hechicero dio su último suspiro.

Comprendí que me contaba esa historia para que no olvidara nunca que su alma era un pajarillo que yo estrujaba con la mano.

Tras la muerte, el alma abandona el cuerpo y entra en otro cuerpo, en un animal o incluso en un árbol. Por eso ella prefiere trabajar con piedra o con arcilla antes que con madera. Cuando talan un árbol, lo oye sollozar. En su viaje hacia un nuevo cuerpo, el alma puede cubrir cualquier distancia. ¿Por qué no podrá hacerlo también durante la vida? El alma no es material y no hay fuerza en el mundo que consiga encadenarla y aprisionarla si desea huir, levantar el vuelo o estar cerca de una persona.

Otra vez me dijo que había visto una bola dorada que revoloteaba entre los rosales en pleno día; las rosas se reflejaban en la bola y todo estaba en movimiento, todo era libre y edificante. Poco después, una tarde, o más bien una noche que regresaba a casa me vio al otro lado de la calle, apoyado en una farola, y se me acercó corriendo, pero yo me desvanecí ante sus ojos. ¿Fue un espejismo maquinado por un poder maligno o una señal de amor?

Todo lo que ocurría debía venir dictado por una instancia superior; para todo buscaba una explicación en la posición de los planetas. Averiguó que mi estrella de la suerte, y la más poderosa en mi horóscopo, era el Sol, que tenía en el signo de virgo y en la casa diez, y que gracias a mi Sol había sobrevivido a lo que había sobrevivido, que gracias a él conduciría mi vida con éxito hasta el lugar en que había de abandonarla. Porque iba a dejar mi cuerpo una vez hubiese cumplido con mi misión, una vez hubiese llevado a cabo la creación que debía llevar a término. ¿Existe acaso destino mejor que ése?

El día de los Reyes Magos hicimos juntos nuestras figuritas de plomo fundido en el agua. A mí me salieron una mujer que se tapaba la cara y un ave rapaz, o una especie de Hermes alado. En la mujer se reconoció a sí misma y en el ser alado, a mí. Yo había descendido hasta ella para raptarla o para entregarle un mensaje de los cielos.

Y la mujer, ¿por qué se tapaba la cara?

Probablemente me tenía miedo.

Se procuró una baraja de cartas de tarot de la famosa mademoiselle Lenormand y las echó varias veces, tanto a mí como a ella, preguntando por el pasado, por el presente, por el futuro próximo y por el lejano, y, sorprendentemente, las cartas que auguraban mi futuro eran halagüeñas, incluso excelentes.

Yo no consideraba esas adivinaciones más que una extraña forma de juego amoroso, pero dije que, por supuesto, a mí la suerte no podía sino sonreírme, ya que me había sido regalada la vida, igual que al único superviviente de la caída de ese avión que hacía años se había precipitado contra la torre de una iglesia de Munich o la muchacha que había sobrevivido a un accidente aéreo en los Andes y que luego se había abierto paso sola por la selva durante días y noches hasta que, con las últimas fuerzas que le quedaban, consiguió llegar a una aldea. Al hombre, precisamente, lo conocí hace poco y nos entendimos bien; a la muchacha no la he visto nunca, pero sin duda estaríamos de acuerdo en que aquello que para otro es desolador a nosotros nos parece una nimiedad. Y viceversa, probablemente.

En realidad, para ella nada era un juego; para ella todo era vida y cada segundo que pasábamos juntos debía estar colmado de amor; en los momentos en que no estábamos juntos se le aparecían monstruos de todas partes, como en el Apocalipsis, serpientes con muchas cabezas que se le enredaban por las piernas. Ella se defendía y me pedía ayuda, me rogaba que no la abandonara, que me quedara con ella si era cierto que la amaba, que a ella también la amaba, que me quedara con ella al menos un instante más. Pero yo ya me había ido; mi mente ya estaba volviendo a casa, corriendo hacia el tranvía que estaba a punto de salir para poder llegar antes que mi mujer, que no sospechaba nada, que sonreía o fruncía el ceño según su humor, independientemente de mis actos. De este modo, nos separábamos, besándonos una vez más en la esquina, y luego aún nos dábamos la vuelta para despedirnos con la mano y yo alcanzaba a ver una sonrisa cuajada en sus amorosos labios y las lágrimas que anegaban sus ojos tiernos.

Siempre me había aferrado a mi trabajo, y luchado por un rato de más para poder escribir. Ahora le robaba al trabajo un minuto tras otro, y los minutos se iban convirtiendo en horas y días. Tenía claro que quería rebelarme, que iba a implorar al menos unos días de tregua, porque para mí escribir era la vida.

Ella dijo: ¿Cómo puedes siquiera hablar de eso? ¿Qué es todo el arte al lado de la vida?

Si dejo de escribir, me muero. Pero me iré lleno de amor.

Si bien mis recuerdos de la guerra habían ido languideciendo, volvía a ellos una y otra vez. Era como si tuviera una deuda con aquellos a los que había sobrevivido y debiera recompensar a la fuerza benévola que me eximió del destino común concediéndome la vida.

Con ese lastre me adentré en la vida. Con apenas dieciocho años, empecé a escribir una obra de teatro sobre un motín en un campo de concentración de mujeres, sobre la disyuntiva de vivir en libertad o morir. El padecimiento que acarreaba una vida privada de libertad me parecía el más importante de todos los temas sobre los que cabía reflexionar y escribir. Igual que en el campo de concentración, también ahora, después de la guerra, sentía que me aferraba a la libertad con todo mi ser. Era capaz de recitar de memoria la reflexión del cautivo Pierre Bezukhov sobre la libertad y el sufrimiento, tan cercanos entre sí que es posible encontrar la libertad incluso en el sufrimiento.

No comprendía a Tolstói, igual que no me había dado cuenta de que cerca de mi casa aparecían nuevos campos donde la gente volvía a tener la segunda alternativa: buscar la libertad incluso en el padecimiento. Yo no conocía más que los campos de mi infancia.

Pasamos por la calle V Dolinách, que estaba impecable—antes que nosotros ya había pasado el camión-barredora, conducido ese día por el señor Kromholz, que trabajaba con tanto esmero que en tiempos como ésos llegaba a desentonar—, y nos acercamos a un edificio monstruoso que habían ubicado en la explanada de Pankrác. Originariamente, querían llamarlo Palacio de Congresos, ya que ése era su auténtico objetivo: crear un entorno de dimensiones suficientemente grandiosas para reunir a todas las entidades, las útiles y las inútiles, y ante todo aquella que nos gobernaba y se erigía sobre todos nosotros, aunque al final, muy astutamente, lo llamaron Palacio de Cultura.

—Sí, ahí tienen otro tipo de máquinas—me dijo el capataz cuando advirtió adonde se dirigía mi mirada—. Ahí se pasean por los pasillos con unos pequeños carritos barredores, con aparatos para el parqué y enceradoras, todo de importación. Y exclusivamente a su servicio; ¿sabe a cuánta gente tienen ahí?

—¡Es un monstruo!—dijo el capitán—. ¡Nos chupa la sangre a todos!

—La semana pasada—intervino la señora Venus— se perdió un Chavalín ahí dentro. Todos pensaban que había salido y se había perdido por el barrio de Vysehrad, pero se había quedado dentro: se metió en un saloncito y se quedó dormido allí y, cuando se despertó, empezó a recorrer los pasillos una y otra vez hasta que al fin se metió en la sala de máquinas; de tanto dar vueltas entre tubos de colores y motores, acabó de perderse del todo. Por la mañana, cuando lo encontraron, había perdido hasta la chaveta.

Hacia nosotros, con un paso en el que se mezclaban una desgarbada indolencia con el aire de quien se siente importante, se acercaban dos agentes. Uno de ellos era robusto y tenía un rostro agradable con un elegante bigote, mientras que el otro, de pelo rubio y unos ojos azul celeste, parecía un niño crecidito pero de aspecto enfermizo. Cuando los vi, me recorrió un escalofrío. Yo no había hecho nada, era cierto, pero mis experiencias de persona inocente con los agentes, tanto si llevaban uniforme como si no, no habían sido nunca buenas. No era consciente de que, gracias a mi uniforme naranja, me encontraba en el último peldaño de la escala social.

—¿Qué tal, barrenderos?—nos preguntó el más elegante de los dos—. ¿Mucha basura?

—No nos podemos quejar—respondió el capataz—; hoy no hemos limpiado ninguna barriada, allí sí que son cerdos.

—Pues, nosotros, en cambio, vaya follón hemos tenido—dijo el del bigote poniéndole amigablemente la mano en el hombro al capataz—. Y justo aquí al lado. —Señaló hacia Vysehrad—. Como por este barrio deambula ese loco que estrangula a mujeres, una tipa que pasaba por aquí ha creído que la estaba persiguiendo y se ha puesto a pedir ayuda a grito pelado; ¡menudo alboroto! Hemos rodeado el parque, éramos cinco patrullas, han venido incluso de Vrsovice, de la brigada de emergencias, y no hemos pillado más que a un tipo. Yo enseguida me he dado cuenta de que no era él, porque ese perturbado tiene como mucho veinte años y mide metro noventa, y éste tenía unos cincuenta y la altura de Pulgarcito, y, por no llevar, no llevaba ni el pase del tranvía; ¿qué íbamos a hacer con él?

—Era un redactor—añadió su compañero—que se está recuperando de un infarto y había salido a pasear.

—Dicen que ya se ha cargado a siete mujeres, ¿no?— preguntó la señora Venus.

—¿Quién le ha contado esa patraña?—dijo, enojado, el petimetre del bigote—. Se han denunciado dos asesinatos y cuatro intentos de violación, ¡nada más!

—¿Y cuándo lo van a pillar de una vez?—siguió preguntando la señora Venus.

—No tema—dijo el del bigote, acariciando la funda de la pistola—. ¡Ya nos las arreglaremos! Hemos averiguado que es rubio, delgado, tiene los ojos azules y mide casi dos metros, ¿a que sí?—Y le echó una mirada a su compañero, que respondía con asombrosa fidelidad a esa descripción—. Si ven por casualidad a alguien así... ya saben.

—Claro—le aseguró el capataz.

El del bigote volvió a dirigirse al capitán:

—¿Y qué pasa con los pantalones?—bromeó—. ¿Cuándo se va a poner los bombachos de una vez?

—En el ataúd—respondió el capitán—; en casa ya tengo las dos cosas preparadas.

El petimetre soltó una breve carcajada y luego levantó la mano derecha en dirección a la visera de su gorra.

—Bueno, queda claro. Cuantos más ojos, mejor.

—Sólo tenemos que ir con cuidado para no borrarte pistas a golpe de escoba—dijo a sus espaldas la señora Venus—. ¡Y por eso cobran más que un minero!

A las once horas y veinte minutos terminábamos la limpieza de los alrededores del palacio. Con ello, habíamos cumplido con nuestra obligación del día. Llevé los utensilios hasta el antiguo gimnasio y ahora no nos quedaba más que esperar tres horas hasta que acabase nuestra jornada laboral y después ir a cobrar el jornal. Mis compañeros, naturalmente, le habían echado el ojo a una taberna, a la que se dirigieron de inmediato. Podía haberles seguido, pero no me apetecía. Me basta con ir de tabernas de vez en cuando.

El primer cuento de Franz Kafka que leí es uno de los pocos relatos extensos que terminó. Es la historia de un viajante a quien, estando de visita en una isla, un oficial presenta con amor y un ardiente entusiasmo su extravagante aparato de ejecución. El aparato, sin embargo, se estropea durante la presentación, lo cual supone para el oficial tal deshorna que él mismo se coloca de forma voluntaria en la camilla de ejecución. El autor va acumulando de forma fría y consecuente detalles sobre el monstruoso aparato, con lo que parece querer encubrir el misterio y lo incomprensiblemente paradójico de los acontecimientos relatados.

Me consternó y me cautivó el misterio, en apariencia impenetrable, de una historia que a la vez me resultaba angustiante. No obstante, yo era capaz de percibir tan sólo su plano más ostensible: el oficial—cruel, meticuloso y entusiasmado por su creación ejecutoria—se me antojaba un presentimiento profético de los oficiales con los que me había encontrado yo, una premonición del inspector Hoess de Auschwitz, y me fascinó la idea de que la literatura pudiera no sólo resucitar a aquellos que ya habían muerto, sino incluso describir la apariencia de aquellos que todavía no habían nacido.

De repente, me hallaba de nuevo en Vysehrad. Crucé el parque hasta llegar al cementerio y a la iglesia, que estaba rodeada de andamios. Nunca había estado en esa iglesia, aunque alcanzo a verla a lo lejos desde el peñascal que hay detrás de nuestra casa, e incluso tengo un antiguo grabado donde aparece representada:

Sacro-Sancta, Regia, et exempta Ecclesia Wissehradensis SS Apostolorum Petri et Pauli ad modum Vaticanae Romanae a Wratislao I. Bohemiae Rege A. i o 6 8 aedificata, et prout ante disturbia Hussitica stetit, vere et genuine delineata, et effigiata. A. 1420, 2 Novembris ab Hussitis destructa, ruinata et devastata.

El edificio que aparece en el grabado era diferente de la que ahora se erigía ante mí, y eso no sólo porque había sido destructa, ruinata et devastata por los husitas, sino porque desde la época de la creación del grabado el templo había sido reformado varias veces, y en todas ellas había empeorado. En nuestro país, todo se modifica constantemente: la fe, los edificios y los nombres de las calles, algunas veces para esconder el paso del tiempo, otras para simularlo, porque nada debe aparentar lo que realmente es, nada puede conservarse como fiel testimonio de su época.

Conforme rodeaba la iglesia, vi que el portón de la entrada estaba entreabierto. Eché una mirada al interior: también allí había un montón de cachivaches de construcción, andamios y cubos, y algunos bancos estaban cubiertos con una lona. A un lado del altar, distinguí a uno de mis nuevos compañeros de esa mañana, el que me recordaba al doctor que me había extirpado las amígdalas. Sin el chaleco naranja, era obvio que estaba entregado a la contemplación.

Preferí no entrar. No quería interrumpirle ni ponerme a hablar con él.

Cuando llegué al parque, me alcanzó:

—Vaya tontería—se me quejó—, eso de tener que perder tanto tiempo esperando el jornal.

Yo asentí con la cabeza. Dijo que se llamaba Rada. Mi nombre lo recordaba de la mañana. Hacía cuarenta años, en el Seminario de Litoméíice, había vivido con un muchacho que se llamaba como yo.

Le dije que mis familiares habían muerto en la guerra.

El tenía dos hermanos menores. El mediano vivía en Toronto y el más joven era médico, radiólogo, un buen médico, dijo, pero tenía que haberse hecho explorador. Sólo era feliz cuando veía paisajes nuevos. Y la verdad es que estaba casi siempre de viaje; la última vez había ido hasta Camboya.

—¿Puede creer que estando allí aprendió la lengua jemer? Eso le divierte, ¡aprender un idioma en unas semanas!

Salimos de Vysehrad por el Portal de Ladrillos y nos acercamos de nuevo a los lugares que habíamos limpiado por la mañana: estaba contento por haber terminado el trabajo y poder pasear por aquella callejuela tranquila—a la que ahora volvían a caer las hojas amarillentas de los jardines vecinos—ante los ojos sombríos de las casas, que me observaban cansadas pero serenas a la vez.

De repente, me sobresalté: en una de las ventanas me pareció ver a un ahorcado, con el rostro pegado al cristal, la boca abierta con una larga lengua colgando y un resplandor sanguíneo que lo bañaba desde abajo.

El señor Rada se dio cuenta de lo que observaba:

—¿Qué nos ofrece hoy el artista?

Advertí que la figura de la ventana no era más que un muñeco de trapo aderezado con gran acierto. Al fijarme más atentamente vi otra cabeza, medio de mujer medio de perro, que tenía los dientes clavados en el muslo del ahorcado.

—Huy, huy—dijo mi compañero para expresar su insatisfacción—, qué mal hemos dormido hoy. A veces saca cosas más divertidas a la ventana. Hace poco colgó unos saltimbanquis de esos de colores que dan volteretas. De vez en cuando, vengo a propósito para ver qué es lo último que se le ha ocurrido. Una vez que vino mi hermano a verme, afirmó que eso eran obras de un demente. —El señor Rada empezó a hablar otra vez de su hermano, a quien yo no conocía pero que era evidente que tenía una función importante en su vida—. Para él todo aquel que le resulta impredecible es un loco. De hecho piensa que el planeta entero está lleno de dementes; el mundo, según él, necesitaría una buena sacudida, una gran revolución que borrara las diferencias entre los que tienen el estómago lleno y los que pasan hambre. El y yo discutimos a menudo. Hasta que esta última vez, cuando volvió, me habló de una revolución, ni yo me lo podía creer. Al lado del hospital había un pozo lleno hasta los bordes de cadáveres; muertos por todas partes, nunca se lo hubiera imaginado, decía. Tal vez por fin se ha dado cuenta de lo que traen consigo las revoluciones. —El señor Rada se detuvo y miró hacia atrás, pero en la calle, ahora limpia y solitaria, estábamos solos—. ¡El Apocalipsis! Esa palabra la utilizó él, aunque nunca ha creído en el Juicio Final y en las Revelaciones no ve más que un conjunto de imágenes poéticas.

Mi mujer tenía su consulta cerca de allí.

Afortunadamente, la sala de espera estaba vacía. Llamé a la puerta. Al momento sacó la cabeza la enfermera, se tragó la reprimenda que se disponía a soltarme y me invitó a pasar.

Vi a Lída detrás de la mesa, medio escondida tras un ramo de margaritas silvestres. Estaba revisando alguna cosa en las tablas de las manchas de Rorschach.

—¿Vienes a verme? ¡Qué alegría!

—Pasaba por aquí.

—¿Ya te vas para casa?

—Creo que antes pasaré a ver a mi padre.

—Es todo un detalle que hayas venido a verme. ¿Quieres un café?

—No, gracias. —Hace veinticinco años que mi mujer me ofrece café; me gustaría saber si se ha dado cuenta de que no tomo café.

La enfermera desapareció y oí que cerraba la puerta casi sin hacer ruido. Me senté en un sillón en el que normalmente se sientan personas que sufren depresión, o les afligen la tristeza, las pasiones reprimidas, el complejo de Edipo o incluso pensamientos suicidas. Me dolían las piernas.

—¿Has visto qué flores me han regalado?—me las señaló.

Yo elogié el ramo y le pregunté quién se lo había traído. Los pacientes la apreciaban. Era amable con ellos y les dedicaba más tiempo del obligatorio; a cambio le llevaban flores. ¿Cuándo había sido la última vez que yo le había regalado flores?

A la otra le llevaba flores y le repetía hasta la saciedad que la amaba: seguía despertándome ternura una y otra vez.

Por mi mujer también sentía ternura, pero me daba miedo mostrársela, probablemente porque se hubiese puesto a hablar de esa emoción, o incluso me hubiese elogiado por ella.

Las flores se las había traído una paciente que la preocupaba. Estaba a punto de cumplir diecinueve años y no conseguía resignarse al hecho de que sus padres se hubiesen separado. Había dejado de estudiar, de cuidarse, tendría que haber visto cómo había ido languideciendo en las últimas semanas.

Durante un rato mi mujer sigue hablándome con interés de la chica cuyo futuro la preocupa. Asume las cargas de aquellos que acuden a ella, buscando la forma de ayudarles y atormentándose cuando no lo consigue. Tal vez me habla de esa chica en parte para mostrarme la desolación que puede llegar a provocar la ruptura de un matrimonio; sin duda este tipo de casos le afectan especialmente.

Ese día, la chica le había contado un sueño: caminaba al anochecer por un camino rural y de repente veía ante sí un resplandor. El resplandor se le iba acercando hasta que se daba cuenta de que la tierra se abría ante su mirada y de sus profundidades subían unas llamaradas. Sabía que no iba a escapar del fuego, pero no tenía miedo ni intentaba huir; simplemente observaba cómo se abría la tierra ante sus ojos.

Miro a mi mujer, miro su rostro vivaz. Todavía es guapa, aún no le he descubierto ninguna arruga, o no las percibo; mi mirada, sin quererlo, asocia la imagen de antaño con su apariencia actual.

—¡Tengo miedo de que haga alguna tontería!

Yo me levanté y le acaricié el cabello.

—¿Ya te quieres ir?—Entreabrió la puerta de la sala de espera—. No hay nadie, no tienes por qué irte, al menos sin contarme—recordó—cómo te ha ido allí... en... —en vano buscaba una palabra para designar mi nuevo trabajo de barrendero.

—Esta noche te lo cuento.

—De acuerdo, hablamos tranquilamente en casa. —Me acompañó a la puerta diciéndome que le había dado una alegría. Siempre le doy una alegría cuando me ve inesperadamente.

Me hubiese gustado decirle algo parecido, que su presencia me reconfortaba, que me daba calor, pero no tuve el valor de hacerlo.

Ella volvió a su mesa, sacó la flor más grande que había en el jarrón y me la dio para que se la llevara a mi padre. Era una flor peluda, de un color amarillo oscuro con un matiz parduzco en la punta de los pétalos.

No sospechaba, seguro que nunca había reparado en ello, que a mi padre no le gustaban las cosas superfluas e inútiles como las flores.

Le di un beso rápido y nos dijimos adiós.

«Cuando el cuarto Angel tocó la trompeta—leía en el Apocalipsis, ya en casa—, oscureció una tercera parte del sol, una tercera parte de la luna y una tercera parte de las estrellas y el día perdió la tercera parte de su luz, y lo mismo sucedió con la noche... El quinto Ángel tocó la trompeta y vi cómo una estrella que había caído del cielo a la tierra recibía la llave del pozo del Abismo, y comenzó a subir un humo, como el de un gran horno, que oscureció el sol y todo el aire». Y en otra parte: «Cuando se cumplan esos mil años, Satanás será liberado de su prisión y saldrá para seducir a los pueblos de los cuatro confines de la tierra... Los reunirá para la batalla y serán tan numerosos como arena hay en el mar... Pero bajó fuego del cielo y los devoró. El Diablo, que los había seducido, fue arrojado al estanque ardiente de azufre... Después vi un gran trono blanco y al que estaba sentado en él. Ante su presencia el cielo y la tierra desaparecieron y ya no hubo lugar para ellos».

Durante siglos, quizá desde el momento en que empezó a reflexionar sobre el tiempo y, por consiguiente, sobre el propio pasado, el hombre ha imaginado que el principio de todo fue el paraíso, que el hombre vivía dichoso en la tierra, donde:

non galeae, non ensis erant: sine militis usu

mollia securae peragebant otia gentes...

A la vez ha profetizado la llegada de la destrucción. Esta es inevitable, puesto que se produce por voluntad del cielo.

Por la noche, una periodista americana se presentó en mi casa inesperadamente. Era joven, rezumaba perfume francés y confianza en sí misma, y me sonreía con unos labios gruesos y sensuales, como si fuésemos viejos amigos. Quería saber de qué manera iba a evolucionar la lucha por los derechos humanos en mi país, qué actitud tenían mis compatriotas hacia los suyos, cómo les recibirían si viniesen como liberadores. También deseaba saber si yo consideraba que la guerra era probable, el movimiento pacífico, útil, y el socialismo, factible.

Quizá piense realmente que para alguna de sus preguntas es posible encontrar una respuesta que quepa en una columna de periódico. Me pregunta como si yo fuera el representante de algún movimiento, o al menos el representante de algún destino colectivo. No se da cuenta de que, si me convirtiera en representante de cualquier cosa, dejaría de ser escritor, sería un simple portavoz. Pero eso sin duda no le importa, porque no me necesita como escritor y porque, de todas formas, no va a leer ninguno de mis libros.

Hace poco leí en un periódico estadounidense la alentadora noticia de que catorce subnormales profundos e incapacitados para el lenguaje habían aprendido yerkish. Este es el nombre que recibe un lenguaje de doscientas veinticinco palabras desarrollado en Atlanta para la comunicación entre personas y chimpancés. Sin duda cada vez más infelices, creían los autores del artículo, se comunicarían en yerkish. Inmediatamente se me ocurrió que por fin habían encontrado una lengua en la que podía expresarse el espíritu de nuestro tiempo, y que por ello esa lengua se extendería de polo a polo, del este al oeste del meridiano cero, que sería la lengua del futuro.

No me entiendo con los que aceptan tan sólo la literatura que ellos mismos dirigen y que obligan a escribir en yerkish, y me temo que no voy a entenderme tampoco con la bella periodista, a pesar de que me asegura que desea la libertad absoluta para mí y para mi país tanto como para sí misma y para su país. Me temo que hablamos lenguas que se han alejado demasiado una de la otra.

Al despedirse, más por cortesía que por otra cosa, me pregunta en qué estoy trabajando en este momento. La sorprende que quiera escribir sobre Kafka. Es evidente que cree que la gente que está en una situación como la mía debería escribir sobre cuestiones más trascendentales: la represión, las cárceles, las injusticias cometidas por los órganos del Estado. Pregunta si al menos escribo sobre la obra de Kafka porque es un autor prohibido.

Pero yo escribo sobre Kafka porque me gusta. Cuando lo leo siento realmente que se dirige a mí, de forma personal y con plena actualidad, desde la lejanía del tiempo. Añado, para ser exactos, que sus obras no están prohibidas, que simplemente han intentado desterrarlas de las librerías públicas y de las mentes de los ciudadanos.

Quiere saber por qué precisamente la obra de Kafka. ¿Tan provocadora resulta políticamente? ¿O les molesta que fuera judío?

Creo que en nuestro siglo encontraríamos pocos autores que se interesaran tan poco por la política y por la vida pública y, por otro lado, no hay nada en su obra que haga alusión directa a su condición de judío. El hecho de que en nuestro país se repruebe la obra de Kafka tiene otras razones. No sé si es posible delimitarlas de una forma simple, pero yo diría que lo que más molesta de la personalidad de Kafka es su autenticidad.

La periodista ríe. ¿Quién no se reiría de esa explicación?

Cuando se marchó, poco antes de medianoche, me fui a la cama enseguida. Estaba cansado, después de un día que para mí había empezado a las cinco de la mañana.

Mi mujer se acurrucó a mi lado, sin despertarse, pero yo no conseguí sosegar mis pensamientos. Sentía una garra pesada oprimiéndome el pecho, asfixiándome.

Hubo un tiempo en que, por la noche, estaba impaciente por que llegase la mañana siguiente: la noche era como un perro rabioso tumbado en medio de mi camino. Por la mañana, en cuanto me despertaba, recorría todas las ventanas de nuestro piso, que estaban orientadas hacia tres puntos cardinales diferentes, para deleitarme con el paisaje en la lejanía, a veces verde, otras veces blanco de nieve. Mi empleo me gustaba, la gente de la redacción también, iba a trabajar con ilusión por volver a verles a ellos y con impaciencia por los encuentros inesperados que podían producirse en cualquier momento; abría todas las cartas con expectación: esperaba constantemente recibir algún mensaje reconfortante, una noticia excitante o una declaración de amor. También sentía ilusión por los libros que aún tenía por leer. Leía en todos los ratos libres: en el tranvía, en la sala de espera del médico, en el tren y mientras comía. Engullía tal cantidad de tramas e historias que todas ellas acababan entrelazándose y a menudo no sabía cuál pertenecía a qué libro. Adoraba la vida, me lanzaba de una vivencia a otra con tanta avidez que parecía un devorador compulsivo que, de pura ansia por el plato que le espera, no es capaz de disfrutar del que está comiendo. Y si no bebía ni fumaba no era por alguna forma de puritanismo, sino por miedo a reducir la agudeza de mi percepción y perderme alguna experiencia, algún posible encuentro. Sabía, lo había comprendido durante la guerra, de niño, que todos vivíamos en lo alto de un precipicio, de un agujero negro en el que un día caeríamos, pero sentía que el hoyo se alejaba de mí, que me ataban a la vida un sinfín de hilos que se entrelazaban en una sólida red en la que, de momento, me mecía a una altura vertiginosa.

Pero los hilos se iban rompiendo poco a poco: algunos se pudrían con la edad, otros los rompía yo con mi torpeza, y otros los rompían otras personas. Podría decir: ¡la época!

Y a veces, cuando me acuesto, siento esa garra pesada atenazándome el pecho. Por la mañana, cuando me despierto, tengo ganas de cerrar los ojos de nuevo y seguir durmiendo.

Hace un tiempo vino a verme un compañero de clase de mi hija, que una vez había intentado cortarse las venas, y me preguntó: ¿Por qué debe vivir el hombre?

¿Qué podía responderle? Vivíamos porque era ley de vida, vivíamos para seguir transmitiendo nuestro mensaje, un mensaje cuyo significado no éramos capaces de comprender, ya que era oscuro e irrevelable. Mi padre, por ejemplo, vivía para su trabajo, y hasta tal extremo le hacía feliz ser capaz de poner la materia en movimiento de una forma nueva que prácticamente no pensaba en nada más, y por este propósito renunció a todas las demás alegrías, incluso al sueño. Pero probablemente por ello era capaz de quedarse extasiado cuando de repente advertía que estaba saliendo el sol, o escuchando un quinteto de Schubert. Y hasta se me ocurrió que vivíamos porque nos esperaban encuentros por los que merecía la pena vivir; encuentros con personas que aparecían cuando menos lo esperábamos, a las que les aparecíamos cuando menos lo esperaban. O encuentros con otras criaturas cuyas vidas se encontraban con las nuestras tan sólo en una mirada fugaz... ¿Qué más podía decirle?

Aun así, una noche volvió a cortarse las venas y con las manos sangrando todavía se ahorcó de un árbol en una lengua de tierra de la isla de Zofín, mientras otros jóvenes se divertían en una antigua sala de baile cercana. Mi hija me lo contó deshecha en lágrimas, y al final exclamó refiriéndose a su compañero muerto:

—¡Pero por lo demás era absolutamente normal!

Por la tarde, cuando estaba en casa de mi padre, de repente empezó a subirle la fiebre bruscamente. Le castañeteaban los dientes y tenía una mirada ausente. Empapé una sábana e intenté envolver su cuerpo escuálido en la tela mojada, pero él se resistía; intentaba arrancarme la sábana de las manos y gritaba: ¡Agárrala y quémala!

Sí, le respondía yo, la agarraré y la quemaré.

A mi padre lo habían detenido dos veces en la vida; agentes de dos policías secretas diferentes registraron nuestro piso: pensé que en ese momento quizá se refiriera a cartas o documentos. Y entonces pregunté: ¿Qué es lo que tengo que agarrar y quemar?

Con sus ojos de un gris azulado que, cuando yo era niño, tenían todavía el color del liquen cladonia, me lanzó una mirada apagada y dijo: ¡La fiebre! ¿Qué, si no?

Agarré, pues, su fiebre y con periódicos y viejos manuscritos míos que llevaban casi treinta años esperando en vano en un armario, encendí un pequeño fuego sobre el parqué. Mientras lo hacía, vislumbré entre las llamas el rostro de la fiebre, que parecía el rostro de una pálida virgen de porcelana, y esperé a que se derritiera o que al menos estallara. Pero, como aquel pedazo de porcelana de muchos años atrás, era resistente al fuego y sólo de vez en cuando parecía retorcerse, agonizando, y entonces me di cuenta de que la virgen estaba llorando, de que, entre las llamas, sobre su pálido rostro centelleaban las lágrimas.

Las llamas se extinguieron. Me levanté, me acerqué a mi padre y le puse la mano en la frente. Estaba fría y empapada de sudor. Mi padre entreabrió los ojos, todavía presentes, y sonrió. Por un momento, percibí la fuerza de su sonrisa y me inundó una esperanza reconfortante.

Pero cuando miré detrás, la fiebre yacía entre las cenizas, su rostro de porcelana se había secado de nuevo, y estaba reseca y anhelante.

Quería dormirme, pero sentía cómo la noche se deslizaba a mi alrededor sigilosamente como un gato al acecho para el cual todo, excepto el presagiado botín, carece de sentido. Examiné los hilos con los cuales la vida me sujetaba: seguía sosteniéndome sobre el oscuro agujero, de cuyo cráter ahora estaba tan cerca que había momentos en que llegaba a vislumbrar el borde.

Lo que más me ligaba a la existencia era mi escritura: todo lo que experimentaba se convertía en imágenes. A veces me rodeaban con tanta intensidad que me sentía como en otro mundo, y eso me colmaba de bienestar, o al menos de consuelo. Años atrás me convencía a mí mismo de que era capaz de transmitir esas imágenes a los demás, de que incluso había gente que las esperaba para disfrutar de ellas conmigo, o para compartir mi aflicción. Hacía todo lo que estaba en mis manos para cumplir con esa misión imaginaria. En semejante empeño no había orgullo ni sentimiento de superioridad, sino más bien el deseo de que alguien compartiera mi mundo conmigo.

Más tarde comprendí que, en una época en la que la mayoría miraba a los ojos al espíritu yerkish con sumisión y fidelidad sólo para no tener que mirar a los ojos a los jinetes del Apocalipsis, muy poca gente se interesaría por las imágenes o las palabras de otro.

Aún escribo, compongo historias de palabras y oraciones: mis visiones. A menudo me devano los sesos durante días con un solo párrafo, lleno páginas que luego tiro a la basura, intento una y otra vez expresar de la forma más completa y precisa aquello que me viene a la cabeza, para que no haya malentendidos, para que ninguna de las personas a las que me dirijo se sienta engañada. Cada vez que termino de escribir un libro o una obra de teatro mi cuerpo se rebela y me castiga con el dolor, y aun así sé que la editorial me lo devolverá acompañado de una única frase: «Le devolvemos su manuscrito, puesto que no encaja en nuestros planes editoriales». Luego lo doy a leer a algunos de mis amigos, y alguna de las personas que siguen negándose a entregarse al espíritu yerkish lo copia a máquina y se lo presta a sus amigos. También lo mando al extranjero, donde, si no se pierde por el camino, me lo publican. Esperemos que, si sigo agarrado a ese hilo, haya en el mundo un puñado de personas con las que, a pesar de todas las contrariedades, pueda llegar a relacionarme.

He escrito a lo largo de todos estos años en los que en nuestro país no podía aparecer ni una sola línea que llevara mi firma, en los que algunos de mis viejos conocidos me evitaban porque temían que un encuentro conmigo arrojara una sombra de duda sobre su integridad. Escribía obstinadamente, pero a veces me afligía el peso de la soledad. Pasaba horas sentado a la mesa, escuchando el silencio, que me absorbía. No oía nada más que el crujir, apenas perceptible, de cada uno de los hilos que se iban desgarrando, y buscaba con ansiedad alguna esperanza a la que poder agarrarme.

Y entonces apareció ella. Si nos hubiésemos encontrado en otro momento, tal vez hubiésemos pasado de largo, pero en ese momento me abalancé sobre ella como un enajenado, y en todos estos años no he logrado recuperarme. Y eso que nunca dejamos de mantener un enfrentamiento tácito porque, a pesar de que la deseaba más que a nadie y de que las palabras morían en mi garganta apenas me miraba, en cuanto la noche me alejaba de su envolvente y reconfortante mirada, yo empezaba a formular respuestas a las preguntas, los reproches, los deseos y las añoranzas que antes había dejado sin responder.

También ahora, mientras la noche caía pesadamente sobre mí, continuaba como por costumbre la carta silenciosa en la que me defendía y pretendía demostrar que no había querido hacerle daño. Antes de echarla a una caja llena de deseos y cartas no enviadas, llena de promesas, ruegos y esperanzas pronunciadas a media voz, aún intenté imaginar qué estaría haciendo en su habitación; aunque quizá no estaba allí—yo ya no sabía cómo pasaba las noches—; tal vez ahora estaba volviendo a casa, cerrando el círculo con sus pasos presurosos. Si en este instante me levantase y acudiese corriendo a encontrarme con ella, quizá podría romper dicho círculo, estrecharla entre mis brazos y olvidar todo lo que hubiese más allá de los muros de ese círculo, todo lo que había existido, lo que existía y lo que inevitablemente tenía que llegar. Pero en lugar de eso iba a levantarme de madrugada para salir a recorrer unas calles que me había propuesto limpiar, y, de repente, se me ocurrió que ése era el motivo por el que la mañana anterior había salido a la calle con una carretilla. Necesitaba tener algún lugar al que ir por la mañana, tener un objetivo claro al menos durante un tiempo: ir a alguna parte, llevar a cabo alguna actividad y escuchar cualquier tipo de conversación con tal de no tener que oír en silencio el crujir de los hilos.

Tal vez, se me ocurrió, me hallaba en un nuevo espacio. A lo mejor había entrado en el lugar en el que nacía el olvido. O la desesperación. Y también el conocimiento. O acaso el amor, pero no como ilusión, sino como espacio en el que se mueve el alma.