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YA estamos en pleno otoño, las calles están llenas de hojarasca, cosa que nos da más trabajo, en las fachadas de las casas ondean las banderas, cansadas, sin entusiasmo, y en los edificios públicos han colgado eslóganes yerkish que sin duda serían la alegría de muchos chimpancés, en caso de que hubiese alguno en nuestras calles. Por suerte, de toda esa basura textil multicolor no debemos retirar nada, porque las banderas y los eslóganes los cuelgan y descuelgan brigadas motorizadas especiales.
Poco antes de llegar al ornamentado palacio topamos con la pareja de uniformados que ya conocíamos. El petimetre del bigote estaba hoy un poco mustio; probablemente había ido al trabajo después de una juerga, y su compañero tenía el mismo aspecto de siempre.
—Cuánta porquería, ¿eh?—se nos dirigió el primero señalando hacia algún lugar inconcreto frente a nosotros.
—La gente es muy cerda—asintió el capataz—. Y, ¿qué hay del asesino?—recordó—. ¿Ya lo tienen?
—Caso cerrado—respondido el del bigote, despreocupado—; los chicos han hecho su trabajo.
—Se llamaba Jirka—puntualizó su compañero.
—¿Cómo Jirka?—dijo el capataz, sorprendido.
—Es que era menor—dijo con un bostezo el del bigote—. A una chica que estuvo a punto de estrangular se le presentó como Jirka de Kladno. Pero le salió el tiro por la culata, la chica se le escapó.
—Y le dijo que estaba de aprendiz de minero—añadió el rubiales.
—Sí. Y entonces nuestros hombres se fueron a buscar a todos los Jirka que había entre los aprendices de minero, aunque sabían que podía ser una trola.
—Ah, claro—se emocionó el muchacho—, ¿y lo era?
—Por supuesto que no, ¡el tío era muy primitivo! ¿Saben a cuántas chicas nos violó? Anda, díselo—le incitó a decir a su compañero.
—¡A dieciséis!
—Ellas luego nos lo identificaron con pelos y señales.
—¿Así que era aprendiz de minero...?—dijo el capataz, asombrado.
—Pero si te lo estoy diciendo, era un chaval muy primitivo. Esos así cuando asesinan una vez luego ya no pueden parar. Vaya, vaya, eso de ser minero ya no es lo que era: ¡una profesión tan honrada!—El del bigote bostezó rotundamente—. Y, ¿qué?, ¿los bombachos para cuándo?—dijo, dirigiéndose al capitán.
—¡Para el hoyo!—le cortó el capitán.
Aunque tal vez me pareció oír eso por costumbre y en realidad dijo: ¡Corta el rollo!
Esa vez el petimetre ni siquiera rió, le hizo una señal a su compañero y prosiguieron juntos su ronda.
La señora Venus me alargó su pala y agarró la carretilla. Con la mano libre, se sacó enseguida un cigarrillo y lo encendió. Tenía los ojos inundados de lágrimas. Cuando fui a echar la basura a la carretilla, le pregunté si le había pasado algo.
Ella me miró como si cavilara qué podía haber detrás de mi pregunta:
—Pues, ¡qué me iba a pasar! ¡Que se ha muerto el viejo!
Tardé un momento en comprender a quién se refería:
—¿El que vivía en su galería?
—Pues sí, pero, vaya, tenía ochenta años, ¡así que se fue!—Echó la colilla en el cenicero de la carretilla y encendió otro cigarrillo. Para cambiar de tema dijo señalando hacia el palacio—: ¡Dicen que ahí abajo encontraron a un gitano enterrado en el hormigón!
—Qué me va usted a contar—se enojó el capataz—, yo tengo un amigo que trabaja en los garajes. Dice que el mes pasado fueron con barrenos y empezaron a derribarles la pared. ¿Y sabéis a quién buscaban? A esa cantante del Teatro Nacional que desapareció hace ocho años.
—¿Y la encontraron?—pregunté yo.
—No encontraron una mierda. ¡Se les jodieron todos los barrenos!
—Es un monstruo—dijo el capitán, llamando al palacio por su auténtico nombre—. Allí meten a un millón de personas, les sueltan su radiación, ¡y sacan a un millón de ovejitas!—Sólo de imaginarlo soltó un potente gargajo—. Un día alguien le prenderá fuego—añadió proféticamente—. ¡Y hará bien!
En ese momento, presentí el rumbo que llevaban sus cavilaciones.
Mi mujer se fue una semana con nuestra hija y nuestra nieta a la montaña, a esquiar; yo no quería dejar a mi padre tantos días solo, así que me quedé en casa. Únicamente me fui con Darja de excursión y pasamos un día y una noche fuera. Me llevó a las rocas de piedra arenisca donde un artista aficionado había esculpido durante décadas figuras de santos, caballeros y reyes checos, y también un león que se elevaba, imponente, en una terraza de la roca. Subimos por angostas y heladas chimeneas y descendimos por empinadas escalinatas. Ibamos encontrando una y otra vez nuevas figuras escondidas tras el tronco de un abeto o tras un arbusto de frambuesas. Advertí que la fuerza de voluntad creadora de ese artista desconocido, que desinteresado del público y, al contrario, seguro de su obra, grababa sus visiones en unas rocas solitarias, la conmovía y a la vez la aturdía.
Quise saber si a ella también le gustaría crear una galería así, al aire libre.
Ella dijo que prefería los jardines, los parques, el mar, el espacio abierto. Y que prefería la gente corriente a los santos.
¿Quién era la gente corriente según ella?
Todos los demás. La santidad se la inventaron los que tenían miedo a la vida y a los sentimientos de verdad. Por ^so sublimaron la exaltación extática como algo que debía-mos admirar, en lo que teníamos que ver un ejemplo.
Y si dispusiera de un espacio como el que ella deseaba, de un jardín a la orilla del mar, ¿con qué lo decoraría?
Mi pregunta la sorprendió. No había pensado en ello. Sin duda con nada que pudiese hacer que alguien se sintiera miserable, imperfecto o pecaminoso.
En cada uno de nosotros, claro, hay algo sagrado, prosiguió, no estaba pensando en el extatismo postizo, en la frase barroca, sino en algo eterno, inviolable e irrepresentable: el alma humana. En un momento de iluminación el hombre es capaz de vislumbrarla en su interior, de ver su propio rostro tal como los demás no pueden verlo. Si le encomendaran algún jardín, le gustaría llenarlo de formas en que los visitantes pudiesen verse a sí mismos como se verían en un momento de iluminación.
¿Qué formas podrían ser esas?
Las más naturales. Como en el poema de Prévert:
A veces el barrendero
prosiguiendo con desespero
su abominable faena
entre las polvorientas ruinas
de una indecente exposición colonial
se detiene admirado
ante extraordinarias figuras
de hojas y flores
que representan confusamente
sueños
crímenes fiestas lumbres
mujeres desnudas un riachuelo la aurora y la bondad y la risa y el deseo pájaros y árboles
o bien la luna el amor el sol y la muerte...
Por la noche pasamos mucho tiempo buscando alojamiento. Los hoteles estaban cerrados, completos u ocupados por escolares que habían salido de excursión. Finalmente, hallamos una fonda donde se dejaron ablandar por un soborno.
Cuando entramos en la habitación, fría y mal iluminada, quise abrazarla como hacía siempre que estábamos solos, pero ella me detuvo. Ni siquiera me permitió que metiera nuestras bolsas en el armario. Antes se acercó al armario y echó un vistazo en su interior. Luego descorrió las cortinas desteñidas, entreabrió la ventana y se sentó en un sillón que, incluso bajo su liviano peso, gimió. ¿No notas nada extraño, aquí?, preguntó. Pero aparte del cansancio, yo no notaba nada.
Aún se puso más nerviosa. Advertí que estaba intentando oír algo, que estaba concentrada en alguna cosa que a mí a todas luces se me escapaba. Me senté en el otro sillón. Por la ventana abierta, se colaba el ruido: alguien ponía en marcha una moto y, en la lejanía, un perro aullaba sin cesar. Una luz silenciosa y definida con nitidez recorrió rápidamente la pared, y noté que me invadía una sensación opresiva.
Al fin se levantó, me abrazó y me besó apresuradamente. Luego me preguntó si me enfadaría en caso de que tuviéramos que marcharnos de allí.
No me parecía muy prudente abandonar ese refugio sabiendo que en los alrededores no íbamos a encontrar otro.
En el peor de los casos, dijo ella, podíamos quedarnos fuera, sería mejor que allí, porque ése era un lugar desdichado.
Yo me encogí de hombros y cogí las bolsas de nuevo.
En el coche me abrazó y me pidió que no me enfadase, yo sabia muy bien que ella nunca había hecho una cosa así, pero en ese lugar había algo maligno, algo impuro. Alguien tenía que haber agonizado allí con gran pavor y tormento o haber sufrido algún otro suplicio.
Le dije que había tomado la decisión adecuada, que no me gustaría que estuviera conmigo en un lugar en el que no se sintiera bien.
Antes de medianoche, se compadecieron de nosotros en un albergue del club de alpinismo. Había una gran estancia en la que podían dormir hasta diez personas, pero estábamos solos. Las paredes estaban llenas de fotografías a color de picos alpinos y, tras la ventana, se erigía una montaña de verdad. Escogimos una cama que estaba justo debajo de la montaña y por fin nos pudimos abrazar.
Sin más ni más se puso a llorar.
Me había acostumbrado ya a sus estallidos de llanto, pero una y otra vez intentaba indagar hasta qué punto yo era la causa.
Me besó entre lágrimas. No, esa vez no era mi culpa, al contrario, me estaba agradecida por haberla comprendido y por no insistir en que nos quedáramos en esa horrible habitación. Allí la había asaltado la muerte y ahora no podía deshacerse de ella. Yo sabía que no le temía a la muerte, que no se aferraba a la vida, nunca lo había hecho, pero de repente se había dado cuenta de que la muerte nos iba a separar.
Insinuó una sonrisa. A pesar de que la adivina había vaticinado que moriría a los ochenta y siete años de edad y aunque en mi mano la línea de la vida también era larga, algún día llegaría ese momento y luego ya no volveríamos a encontrarnos, fueran adonde fueran nuestras almas, fuera cual fuera su destino.
La abracé como si quisiera transportarla en brazos hasta el otro lado del río del olvido que un día sin duda nos separaría.
Ahora me siento bien, susurró. Contigo me siento bien, ¡aquí me siento bien contigo! Y siguió diciendo que ese día notaba que había fuerza y paz en mí, que sentía que por fin me abría a mí mismo, que escuchaba mi propia voz, y no sólo la de los que estaban alrededor.
Y es que eres mío, susurró mientras se dormía, no estarías aquí conmigo si no fueses sólo mío.
No dije nada, no asentí, aunque esa noche deseaba estar con ella, permanecer con ella, protegerla de las gélidas aguas cuyo rumor ya alcanzaba a oír en momentos de calma absoluta. Contemplé por la ventana la oscura masa de la montaña y observé cómo los copos de nieve centelleaban a la luz de la única farola que había.
Se me ocurrió que ella me había ayudado efectivamente a deshacerme de ese estado en el que no me escuchaba a mí mismo, en el que incluso anhelaba escapar a mi propia voz, que en otros tiempos me había exigido sinceridad. Ella creía que esa voz me conduciría hasta ella. Y, ¿cómo podía ser de otra manera, si estábamos juntos tan a menudo y de una forma tan plena?
Pero a mí la voz me retornaba a viejos anhelos que no estaban unidos a ella, a un tiempo en el que mi vida me parecía más limpia que entonces.
La observé un momento. Ahora dormía, estaba aquí conmigo, aún podía tocarla, todavía podía estrecharla entre mis brazos, rendirme una vez más a su voz, a su fuerza, sentir el placer de su presencia a mi lado, pero en lugar de eso me di a la fuga, volví con mi mujer. Quería intentarlo una vez más: vivir con ella plenamente como nunca lo había hecho, como no lo habíamos logrado ninguno de los dos, pero como los dos habíamos deseado en otros tiempos.
Tal vez no sería más que un viaje infructuoso impulsado por mi desesperado y obstinado empeño por volver atrás, a la inocencia de antaño, y en realidad no haría sino errar por parajes cada vez más áridos en los que no habría ni un alma, y mucho menos un ser amado; lo que atisbaría al final, lo que alcanzaría, no sería sino ese venerable e ineludible río, pero incluso así ya no podría detenerme. Y entonces comprendí que no sería el río, sino yo, quien nos separase.
Suspiró imperceptiblemente entre sueños y yo me azoré al pensar que quizá me hubiera escuchado durante todo ese rato. ¿Cómo se lo diría? Si yo fuese tal como ella deseaba que fuese, como yo mismo deseaba ser, la habría despertado para decirle que me iba: Adiós, corderito mío, no hay otra solución, no soy capaz de tomar otra decisión, aunque te quiero, a ti, la más amorosa de todas las mujeres que he conocido. Pero no lo hice; la voz de mi interior todavía no sonaba con la suficiente intensidad.
Poco antes de las nueve, cuando nos disponíamos a dejar las herramientas en la marquesina de los cubos de basura de un supermercado para ir a la taberna, lo propio a esa hora, se detuvo a nuestro lado una furgoneta, de la que bajó el cretino de Franta. Con un gorro de cuartel calado con elegancia sobre la frente y un pañuelo rojo en torno al cuello, nos agasajó con una sonrisa. El capataz se le acercó y Franta, antes de decir nada, se sacó del bolsillo una cajetilla de Benson y ofreció primero a la señora Venus, luego al capataz y uno tras otro a todos los demás. Luego se llevó al capataz a un lado y estuvo un momento hablando con él; yo oía muy bien los gallos apenas articulados que soltaba con su falsete de castrado.
—¡La de perfume que llevaba el tío!—se desahogó la señora Venus en cuanto Franta se dio media vuelta y se alejó en dirección a la prisión de Pankrác—. Habrá robado una perfumería. Y un estanco—dijo refiriéndose a la dorada cajetilla de cigarrillos.
—¡Hay algo que no me gusta!—El capataz se quedó mirando en la dirección por donde había desaparecido la furgoneta, como si esperara que le llegase algún mensaje desde ese lugar.
Yo le pregunté qué era exactamente lo que no le gustaba, pero no le gustaba nada de lo que acababa de pasar: ni el cigarrillo, ni el pañuelo, ni la visita inesperada.
—¿Le ha dicho algo?—pregunté.
—¿Qué me va a decir, si no sabe hablar?—El capataz sacó una pala de la marquesina—. ¡Ese hijo de puta está tramando otra de sus trastadas! Mejor no vamos a ninguna parte, ¡nos tomaremos la cerveza aquí mismo de pie!
El muchacho fue al supermercado a por cervezas y yo le acompañé para comprarme algo para el almuerzo; la señora Venus quisiera que le llevásemos un paquete de su tabaco preferido, mientras que el capitán pidió una caja de cerillas.
—No sé, estoy un poco destemplado—dijo el joven, encogido, como si tuviera frío. Pero ¿me había enterado de lo de ayer?
Una banda de Nueva Orleans, de las de verdad, había tocado en Praga; casi nadie se había enterado, no había sido una actuación pública, pero él consiguió entrar.
—¡Si los hubiese oído! Tenían un pianista que era un nuevo Scott Joplin, ¡y tocaron las mejores piezas! Al final nos invitaron a tocar con ellos un rato. Eso sí que fue un honor, ¡nosotros tocando con ellos!—Tenía las mejillas rojas de la excitación. Se detuvo a la entrada del supermercado e imitó a uno de sus colegas haciendo un punteo con la tabla de lavar—. No pude resistirme e intenté tocar un rato, pero volví a encontrarme mal. Esto se acabará algún día, ¿no?
Le dije que sin duda, que sólo debía tener paciencia.
—De todas formas, puedo ir a tocar con los chavales cuando quiera—dijo—. Éramos buenos amigos. Ya vio, el otro día, que me dejaron tocar el solo de Gershwin.
—¡Tocaste muy bien!
—Eso no puede tocarse de otra forma. Siempre pienso que, cuando lo compuso, tenía en la cabeza algo sublime, algo... —Buscaba en vano una palabra que designase ese estado paradisíaco en que se halla el espíritu cuando crea.
Nuestra hija nos contó a mi mujer y a mí un sueño que había tenido: iba con su marido por un bosque y oían a lo lejos una música extraña y suave. Llegaban a un prado y veían a un enorme negro desnudo tocando una trompeta dorada. La trompeta brillaba tanto que con su luz iluminaba el prado, y era tanta la claridad con que lo llenaba todo que las cosas carecían de sombra. De repente, empezaban a acudir de todas partes pájaros de colores, probablemente colibríes, loros y garzas reales, aunque nunca había visto unos pájaros así en la realidad. Su marido se daba cuenta de que, entre las ramas de los árboles, había un columpio colgado. La sentaba a ella en el columpio y luego se iba. El columpio se ponía en movimiento por sí solo y la música seguía sonando, una música diferente a cualquiera que hubiese oído hasta entonces. Ella miraba a su alrededor para ver de dónde procedía, pero no veía un solo músico por ninguna parte. Entonces comprendía que la música brotaba directamente de la tierra, que las piedras retumbaban y los árboles sonaban como enormes violines. En el prado iban apareciendo personas desnudas, entre las cuales nos reconocía también a nosotros dos; todos teníamos posado alguno de esos maravillosos pájaros de colores sobre el cuello, la cabeza o un dedo extendido. Ella también estaba desnuda, pero no le daba vergüenza porque todavía era muy pequeña. En ese momento, llegaba volando un pájaro de colores y se posaba en su mano. Nunca había visto unos colores como los de ese plumaje. Y nunca había conocido un perfume tan delicioso como el que ahora sentía; entonces comprendía que estaba en el paraíso.
—¿Y qué es lo que te pareció más hermoso de todo el sueño?—quiso saber mi mujer.
Nuestra hija meditó un momento; luego dijo:
—Que volvía a ser una niña.
Darja leía en las estrellas mi retraimiento y mi poca disposición para entregarme a otra persona. Yo era un individuo dominado por Saturno, pero mi Saturno era regresivo y capricorniano, y de él emanaba un hálito mortal. Tan sólo el amor me podía liberar de mi retraimiento: un amor auténtico y que arrastrase todo mi ser. Ella me ofrecía un amor así para poder salvarme. Me ofrecía su cercanía, una comunión tal que llegaba a asustarme. Al hombre le asusta conseguir aquello que anhela, a la vez que, en su subconsciente, anhela aquello que le asusta. Tememos perder a quien queremos. A fin de no perderlo, lo ahuyentamos.
Ella deseaba que pasáramos juntos unos días, al menos de vez en cuando. Un poco de movimiento, un cambio para salir de ese estancamiento, se quejaba. Y yo me resistía para no tener que inventar mentiras en casa: pero ¡si hacía muy poco que habíamos estado juntos!
¿No me da vergüenza reprocharle eso? ¿Una sola noche? ¡Con ella—hablaba de mi mujer—estás todos los días! ¡Representas el papel de marido modélico! ¡Qué vida tan hipócrita la que tú llevas! ¡Qué miserable y bajo es todo esto!
No era capaz de encontrar una disculpa. Intentaba aplacarla con regalos.
No quiero que me compres con regalos. ¡Quiero que me ames!
Y la amo, pero ya no puedo continuar así. Deseo llegar a una reconciliación, con ella y con todos a los que quiero, pero no encuentro el valor de desvelarles la verdad. Y ella me pregunta cada vez con más frecuencia: ¿Cuándo te vas a decidir de una vez? ¿No sientes ni un poco de piedad?
¿Por quién?
Por ti mismo. ¡Por mí! ¿Cómo puedes tratarme así? Se echa a llorar.
Su marido se fue. Iba a estar sola en casa durante una semana, un día se quedaría sola completamente, únicamente con sus piedras, las cuales tenían más compasión que yo. ¿Qué destino era ése al que la había condenado? Llora. ¡Pues miente al menos, si no eres capaz de decir la verdad por mí!
En casa digo que voy a ver a un amigo al que se le casa la hija.
Buena idea, dice mi mujer, estás siempre solo en casa, al menos te distraerás un poco. Y se pone a pensar qué regalo podría comprarle a la hija de mi amigo. Quiere hacerme un bizcocho para el viaje.
¡Pero si en la boda habrá comida de sobras! Nos damos un beso de despedida. Qué vergüenza. ¿Cómo puedo tratarla así?
Llegamos a un albergue que hay al pie de la montaña; aunque afuera todavía no ha llegado la primavera, en el vestíbulo, no muy grande y revestido de madera, florecen plantas tropicales y cuelgan unas lianas; a los pies de la vigilante de la entrada yace un schnauzer negro, perezoso y fiel. Siempre me da miedo mostrar un carnet de identidad que me acusa, pero a la recepcionista le interesan bien poco las infidelidades ajenas; tiene bastante con sus preocupaciones, y mi amada le inspira confianza. Las mujeres conversan como si se conocieran de tiempo atrás, mientras el schnauzer me observa sin interés, mientras yo espero en un vestíbulo extraño como un fiel perro infiel.
Nuestra habitación tiene vistas al lago. Contemplamos unos minutos la quieta superficie del agua y después nos abrazamos. Quiere saber si me gusta todo eso, si estoy contento de estar aquí con ella. Le aseguro que sí. En los momentos de placer nos susurramos, igual que hemos hecho todos estos años, que nos amamos.
Antes de la cena, salimos a dar un paseo. Damos una vuelta alrededor del lago y seguimos por el bosque hasta que llegamos a una vasta llanura en cuyo centro descansa una recia construcción de madera que parece salida de un sueño: un conjunto de cubiertas, torres, silos y escotillas de metal. Es probablemente un molino triturador de piedra o un edificio en el que se destruyen antiguos billetes de banco, valores y documentos secretos que llegan hasta aquí en los camiones que ahora ocupan el patio desierto. No se ve un alma por ninguna parte; tan sólo chirrían unas cornejas bajo una alta torre de madera. Esperamos un momento por si se asoma algún rostro a las ventanas, por si alguien nos ahuyenta con un grito. Ella además vigila angustiada por si surge un espectro de algún lugar de las tinieblas, pero no ocurre nada, sólo una puerta entreabierta chirría de vez en cuando por el viento. Entramos. En el vestíbulo, donde todo está cubierto por una capa de polvo gris, se alza el cuerpo metálico de una máquina. Unas enormes ruedas brillan, grasientas e inmóviles, en la penumbra. Subimos por unas herrumbrosas escaleras metálicas a una plataforma de madera que queda sobre la máquina. Por una pequeña ventana vemos el bosque y, detrás, una parte del lago oscurecida en el incipiente anochecer. Nubes de lluvia con destellos rojizos recorren el cielo. El viento ronronea a través de las grietas de las paredes y el techo. ¿Me quieres todavía siquiera un poco?, pregunta. Aparta unos sacos y unos trapos viejos, se quita el abrigo y la falda de cuero y extiende las dos prendas sobre las tablas ennegrecidas; hacemos el amor sobre la plataforma sucia de un molino abandonado.
La penumbra desdibuja sus facciones. Ahora la veo igual que la veía en la época en que nos conocimos. Como si volviera a esos tiempos, o más bien como si me hallara fuera de un tiempo concreto. Estoy con ella fuera de todo, y ese vacío me hechiza. Me balanceo sobre las olas; colgado en mi red floto tan alto que desde allí no se ve absolutamente nada.
El suelo de madera chirría, el viento hace repiquetear alguna chapa medio suelta, en el aire se arremolinan motitas de polvo, pero todo eso contribuye a acrecentar el silencio que reina aquí, el aislamiento absoluto. Puedo decirle en voz alta palabras llenas de ternura; ella me responde. A continuación nos quedamos tumbados uno al lado del otro, ya a oscuras. Siento el aroma familiar de su cuerpo, además del olor a piedra y madera, y de repente me parece que conozco este lugar, que ya he estado aquí alguna vez. Una angustia gélida se apodera de mí, si bien probablemente tan sólo me han venido a la cabeza los barracones de madera de mi infancia o tal vez las buhardillas de los cuarteles donde me obligaron a residir, donde reinaba la muerte. Justo en ese momento me acude a la cabeza la muerte.
La angustia no me abandona, volvemos a hacer el amor, la estrecho entre mis brazos en las tinieblas de esa soledad; en pleno éxtasis, me estrecho a ella agradeciéndole que esté allí conmigo, que haya subido conmigo a ese lugar que recuerda más la imagen de un infierno en las alturas—donde los huesos de los pecadores son triturados hasta convertirse en polvo—que un lugar adecuado para hacer el amor.
De repente me pregunta: ¿Con tu mujer también haces el amor?
Su pregunta me precipita de vuelta al presente.
No quiero que hagas el amor con otra mujer, ¡quiero que estés sólo conmigo! Se aparta de mí. ¿Me oyes?
La oigo. Qué tengo que responder, cómo ahuyentar su pregunta, cómo ahuyentarla a ella, sí yace a mí lado, si lo único que quiere es que saque una conclusión del hecho de que ahora mismo la estoy abrazando, de que llevo ya unos años estrechándola entre mis brazos, reclamándola y acudiendo con premura a su llamada. La bajeza de mi situación y mi comportamiento me arrolla y ahoga en mi interior todas las palabras.
Me aparta, se levanta a toda prisa, se sacude el polvo de la falda y se viste. Hurga un momento en su bolso, luego enciende una cerilla y baja corriendo haciendo crujir las escaleras. Pero ¿tú quién te has creído que eres?, pregunta cuando estamos de vuelta en la habitación. ¿Crees que tengo que tragarlo todo? ¿Que no encontraría a otro como tú? Tal vez es cierto que no encontraría a otro que la tratara así, prosigue, como si fuese una mujer de la calle.
Nunca le hago preguntas sobre la vida que lleva con su marido, pero ahora le digo que ella tampoco está sola.
¿Qué quiero decir con eso? El hecho de que tenga un marido a mí me va de perlas. Si estuviese sola, ya la hubiese mandado al carajo hace mucho tiempo por temor a echar a perder mi maravilloso matrimonio.
Hace unas semanas fuimos juntos al cine. Durante el descanso, advirtió que en la fila de enfrente estaba sentado su marido con otra mujer. Desde ese momento fue incapaz de mantener la mirada en la pantalla. Cuando terminó la película me besó fugazmente, no debía enfadarme, pero tenía que irse, y salió corriendo detrás de la pareja. Al día siguiente, nos encontramos como de costumbre. Tenía los ojos hinchados de llorar y no dormir. Su marido, me explicó, siempre le había negado que tuviese algo con esa mujer, y por fin lo había sorprendido con ella. Habían pasado la noche en vela; ella le dijo cosas que no olvidaría nunca, recordándole qué sería él sin ella. Al final le dio a elegir: o se quedaba con ella y nada más que con ella o cogía sus cosas y se largaba. ¡El tuvo que prometerle que se quedaba con ella!
Me asusté al pensar que ella por fuerza tuvo que prometer algo parecido. Sin embargo, no consintió que se hablara de ella y de mí; lo mío era algo totalmente diferente: a mí no me había negado ni escondido nunca.
Soy repugnante, me grita ahora, primero la meto en una situación deshonrosa y humillante—nunca hubiese pensado que podía acabar así—y encima tengo la desfachatez de echárselo en cara.
Se pone a lloriquear.
¿Cuánto tiempo llevo escuchando sus vehementes acusaciones, que ella considera irreprochables? Según éstas, el único culpable soy yo y no tengo esperanzas de poderme defender.
Se cambia de ropa y se retoca el maquillaje de los ojos. Va a sentarse un rato al bar y no desea que la acompañe.
Espera que insista para que se quede conmigo o para que me permita ir con ella. Me quiere, sólo desea que decida quedarme con ella, teme que de lo contrario me perdería. Y antes que perderme, prefiere irse. Sale dando un portazo.
En la cama contigua, tan cerca que podría llegar a tocarla con la mano, está su pequeña maleta, abierta. Justo al lado está su falda de piel, todavía sucia de polvo.
El jardín del Edén, tal como lo vio hace dos mil años un rabino erudito, tiene dos portalones decorados con rubíes. Cada uno de ellos está flanqueado por sesenta mil paráclitos. El rostro de todos y cada uno de éstos resplandece por su jubilosa belleza cual luz de la bóveda celeste. Cuando llega un hombre justo y fiel, lo despojan de las vestiduras con las que se ha levantado de su tumba y lo visten con ocho túnicas hechas de nubes de gloria; en la cabeza le ponen dos coronas, una de piedras preciosas y perlas, la otra de oro de Parvaim, y en la mano, siete ramilletes de mirto; entonces le dicen: ¡Ve y come con deleite tu pan!
Según el respeto que se merece, cada cual tiene su aposento, que es regado por cuatro fuentes: una de leche, una de vino, una de bálsamo y la última de miel. Sobre cada uno de los hombres justos y fieles revolotean sesenta ángeles, que le repiten: Ve y come con deleite de esa miel, porque te has consagrado a la Tora, que es comparable a la miel, y bebe de ese vino, porque te has consagrado a la Tora, que es comparable al vino.
Para el justo ya no hay noche, las horas nocturnas se convierten en tres períodos de vigilia. En el primero, el hombre justo se convierte en un chiquillo y se mezcla entre los niños, disfrutando con sus juegos infantiles. En el segundo se convierte en un joven, se mezcla entre los jóvenes y disfruta con sus juegos. En el tercero se convierte en un viejo, se mezcla con los ancianos y disfruta con sus juegos. En medio del jardín del Edén crece el árbol de la vida, cuyas ramas se extienden sobre todo el jardín ofreciendo quinientas mil clases de frutas: cada una de sabor y aspecto diferente a las demás.
Los hombres justos y fieles están divididos en siete clases, en el centro de las cuales está el Santo Eterno, bendito sea su nombre, que les explica las Escrituras tal como fueron pronunciadas: mis ojos pondré en los fieles de la tierra para que convivan conmigo.
Cuando me desperté, hacia el amanecer, me di cuenta que estaba solo en la habitación. Su falda y su maleta habían desaparecido. Era raro que yo no me hubiese despertado cuando recogió sus cosas, tengo un sueño más bien ligero.
Bajé al vestíbulo, donde la locuaz recepcionista estaba regando las plantas.
La señora había salido a toda prisa para coger el tren de la mañana, me dijo. Después me preguntó hasta cuándo quería quedarme yo. Pero ya no tenía ninguna razón para quedarme. Volví a la habitación y empecé a recoger mis cosas. Advertí que, entre todos mis sentimientos, predominaba el alivio.
Fuimos expulsados del paraíso, pero el paraíso no fue destruido, escribió Kafka. Y añadió: la expulsión del paraíso fue en cierto modo una suerte, porque si no hubiésemos sido expulsados, el paraíso habría tenido que ser destruido.
La idea del paraíso perdura en nosotros, y con ella también la idea de comunidad. Y es que en el paraíso no existe la soledad, el hombre vive en compañía de los ángeles y cerca de los dioses. En el paraíso seremos incorporados a un orden superior y eterno que nos es negado en la tierra, a la que fuimos arrojados, a la que fuimos desterrados.
Ansiamos el paraíso y ansiamos huir de la soledad.
Tratamos de huir buscando un gran amor o errando de persona en persona con la esperanza de que al final alguien se fije en nosotros, de que ese alguien desee reunirse con nosotros o al menos hablarnos. Por esa misma razón alguien escribe poemas de protesta, aclama a sus ídolos o se hace amigo de protagonistas de series televisivas, cree en Dios o en la camaradería revolucionaria, se convierte en delator para ser recibido con buena cara al menos en la comisaría de policía o le retuerce el pescuezo a su prójimo. Incluso el asesinato es un encuentro del hombre con el hombre.
De la soledad puede sacarnos no sólo el amor, sino también el odio. El odio es considerado erróneamente la antítesis del amor, pero en realidad va codo con codo con éste, y la antítesis de ambos es la soledad. A menudo, nos hacemos la ilusión de que es el amor el que nos une a otra persona, aunque en realidad no nos una más que el odio, que preferimos incluso a la soledad.
El odio nos acompañará mientras no consigamos aceptar la soledad como nuestro posible, o más bien obligado, destino.
Cuando volvimos, los demás ya habían empezado a avanzar con las herramientas hacia los bancos en los que, si bien no podíamos sentarnos, sí podíamos dejar las botellas de cerveza.
El capataz fumaba y hablaba sin parar. Nos prometió a todos un trabajo mejor, naturalmente si conseguía un puesto de influencia en la empresa. Nos mandaría a limpiar en las obras de construcción, donde, aunque era cierto que a veces tocaba arrimar el hombro a base de bien, se ganaba más. Yo podría ocupar su puesto, él se encargaría de arreglarlo. Introduciría sin demora cambios significativos. Intentaría incorporar cierta mecanización, y también se ocuparía de que nos trasladaran siempre al lugar de trabajo. Así se ahorraría mucho tiempo, se ganaría más, nuestros ingresos podrían aumentar. Él se tomaría en serio su trabajo, mientras que a los responsables de la limpieza actuales les importaba todo un cuerno, se preocupaban tan sólo de sus sobresueldos y lo dejaban todo en manos de desviados que se paseaban perfumados como rameras.
El capataz estaba cada vez más irritado, y también más inseguro. Sólo se callaba para echar un trago o para volverse y mirar en dirección a la prisión, de donde parecía esperar un golpe traicionero.
No debíamos pensar que tuviera miedo, sabía arreglárselas, en la vida ya había pasado por situaciones difíciles. Todavía no nos había contado que, años atrás, cuando se estaban introduciendo los MiG-19 supersónicos, uno de esos aparatos se tragó una paloma o algún bicho así justo cuando acababa de despegar del suelo e inmediatamente se precipitó hacia abajo. Lo pilotaba un amigo suyo, Lojza Havrda. Tenía que haber saltado, estaba claro, pero, como el aparato era totalmente nuevo, no se atrevió a abandonarlo. Estaba fuera de pista y, al intentar frenar, el avión se llevó por delante todo lo que encontró a su paso: arbustos, barriles vacíos y las maquetas que había frente al hangar.
Y para colmo iba derecho a los barracones de la tropa. En ese momento estaban echando la siesta; de repente alguien gritó: ¡Todos fuera de la habitación! El capataz se asomó a la ventana y vio un gigante de ocho toneladas cargado de combustible que se abalanzaba directamente sobre ellos. Nadie se podía imaginar aquello, la gente empezó a saltar por las ventanas de atrás. Él fue el único que se quedó observando a Lojza lidiar con el aparato. Parecía imposible, pero cuando estaba a un par de metros del edificio consiguió frenarlo. En ese momento, por supuesto, habría tenido que salir del aparato a toda velocidad, pero el tío, ¡nada! Y entonces el capataz no vaciló, saltó por la ventana y corrió hacia el avión. En la cabina encontró a Lojza cubierto de sangre e incapaz de moverse. Lo liberó de los cinturones y lo bajó cargándolo a la espalda. Cuando hubo arrastrado a su amigo hasta los barracones, entendió que el aparato podía haber saltado por los aires con ellos dentro.
—¿Y estalló?—pregunté yo.
El capataz dudó un momento, como si no lo recordara, y luego negó con la cabeza.
—Llegaron los bomberos y empezaron a lanzar espuma inmediatamente.
—¿Sabe que me dio un cuadro?—me dijo la señora Venus.
—¿Quién?—No la había comprendido.
—Pues mi viejo. Hace un mes, más o menos. Un cuadro grande que tenía colgado sobre la cama.
—¿Un óleo?
—María con el niño Jesús. Me dijo: ¡Llévese este cuadro, mujer, que yo ya no veo!
Nos habíamos terminado las cervezas. El muchacho se metió las botellas vacías en la bolsa y dijo que iba a devolverlas al supermercado. Caminaba despacio, como si la cuesta lo fatigara.
A mí también me costaba respirar. Una tapadera enorme cubría la ciudad; el humo y la niebla llenaban las calles.
Pensé que tardaría en volver a verla, que ella había decidido también por mí. No había abandonado sólo un albergue al pie de la montaña, me había abandonado a mí, se había alejado, y había hecho bien. A pesar de que a veces por la mañana el nuevo día me observaba con una mirada exánime, seguía sintiéndome aliviado.
Permanecimos casi un mes sin hablarnos; luego la llamé para preguntarle cómo estaba.
Hacía casi una semana que estaba en la cama, me dijo, no podía ni moverse de lo mal que se encontraba. En su voz había dolor, rencor, también ternura. De repente, me doy cuenta de que he estado esperando esa voz durante todo este tiempo. Aún me resulta cercana, tan cercana que es capaz de hacerme estremecer con unas pocas palabras.
¿Por qué has estado tanto tiempo sin decir nada?, pregunta. ¿Estabas ofendido? ¡Yo sí que tenía razones para estar ofendida después de lo que me hiciste!
Con esto está diciéndome que todavía me quiere, que me espera. Al cabo de una hora la estoy besando con una gerbera de color púrpura en la mano. Tiene los labios secos.
Se fue de la ciudad cuando vio que yo no daba señales de vida; estuvo plantando árboles y al parecer se dañó la espalda; pasó tres días sola en su casa de campo sin moverse de la cama.
Vuelve cojeando a la cama y yo pongo agua en un jarrón.
Una vecina la encontró y llamó a una ambulancia; en
el hospital le pusieron una inyección para que al menos pudiera ir a coger el autobús. ¡Y yo ni siquiera la llamé! ¿De verdad serías capaz de olvidarme tan rápidamente?, pregunta.
Digo que a ella no la olvidaré mientras viva, pero en su mente persiste la pregunta de siempre: ¿Y qué saca ella de eso, si se pasa los días en la cama, abandonada?
¿Nunca te has planteado la posibilidad de estar conmigo plenamente?
Está analizando mi firmeza, mi entrega, olvida que aunque quisiera difícilmente podría estar con ella plenamente, ya que está su marido. Tal vez estaría dispuesta a arrinconarlo, pero yo no se lo he pedido nunca, nunca he tenido la suficiente determinación para instarla a hacer eso.
Como si fuese posible no haberme planteado esa posibilidad.
¿Y qué saco yo de todo esto?, pregunta.
¿Qué saca de todos esos días con sus noches que he pasado reflexionando sobre mi futuro, sobre nuestro futuro, si no ha cambiado nada, si de todas formas no estoy con ella, si estoy con ella sólo a escondidas?
Salgo a comprar al supermercado y hago la comida.
Te portas tan bien conmigo, dice. ¡Cuando tienes tiempo! Cuando tienes un agujero en el que quepo yo.
Quiero lavar los platos, pero me pide que lo deje todo y que permanezca a su lado. Está tumbada. Tengo su mano entre las mías. Me mira, y su mirada me absorbe como siempre hacia un angosto abismo en el que no cabe nada ni nadie más que ella.
Me pregunta qué he hecho durante todo ese tiempo.
Le hablo de mi padre, de mi hijo, intento contarle qué he escrito, pero quiere saber si he pensado en ella, si he pensado en ella cada día.
Se fue de mi lado en plena noche y me dejó en un hotel desconocido; luego me hizo sufrir la soledad durante unas semanas para que me diera cuenta de lo desoladora que sería mi vida sin ella. Empiezo a comprender que se fue para empujarme a tomar una decisión por fin.
Pregunta: ¿Cómo puedes vivir así? ¿Cómo puedes creer que vas a escribir algo viviendo en una eterna mentira?
Me observa con un amor solícito. Espera que finalmente encuentre en mi interior la fuerza suficiente para empezar a vivir con sinceridad, para que, obedeciendo a mi corazón, me quede sólo con ella. Está convencida de que me comprende. Lleva ya tanto tiempo instándome a abandonar esa indigna vida de mentiras que no se le ha ocurrido que, al hacerlo, me empuja asimismo a que la abandone a ella. Tiene razón, tengo que tomar una decisión.
En la mesilla de noche tiene preparados unos cuantos libros. Cojo el que está encima: cuentos de Borges. Le leo un relato. Habla de un joven al que crucifican por hacer el amor con quien no debe.
A nuestros oídos la historia resulta terrorífica; estamos acostumbrados a la idea de que no existe el amor prohibido, o, mejor aun, de que al amor le está todo permitido.
Me escucha atentamente y le pregunto si quiere que lea otro cuento.
¡Mejor échate a mi lado!
De su espalda ni se acuerda, se acurruca junto a mí y suspira de placer: ¡Cariño mío, con lo que yo te quiero y tú no haces más que hacerme sufrir! ¿Por qué me haces daño constantemente, si sabes que nunca te sentirás tan bien con nadie como conmigo, que nadie te querrá tanto como yo?
La abrazo una vez más; me tengo que ir, dentro de poco llegará su marido.
¿Vendrás mañana?
Sus dedos tiernos, su boca, sus ojos: ¡Nadie te querrá nunca como yo! ¡Con nadie gozarás tanto como conmigo! ¿Por qué no reconoces que eres mío? Anda, escapemos juntos, ¡amémonos hasta morir! ¿Por qué te resistes, si sabes que tiene que ser así? Si hubiese algo de malo en ello no sería tan maravilloso.
Ella me mira, yo miro su rostro. Ha cambiado en todo este tiempo, ha perdido ternura y encanto, ha ganado cansancio, incluso amargura. Ha envejecido. En los últimos años ha envejecido incluso a mi lado, en mis brazos, con sus esperanzas sin cumplir, sus pesadillas y sus ataques de llanto. Durante todas esas noches en blanco le han salido arrugas, y yo no he sido capaz de besárselas más que a ratos.
Siento un repentino arrebato de lástima, o incluso de compasión, y le prometo que mañana volveré.
Estábamos cerca de la estación del metro. Podíamos observar a la muchedumbre que, impelida por la necesidad de desplazarse de un lugar a otro con la máxima rapidez, descendía voluntariamente al inhóspito subsuelo. En los alrededores de la estación siempre se acumulan las inmundicias, el césped se pierde de vista prácticamente bajo un montón de papeles y escombros; sin embargo, limpiar el césped no era nuestra tarea, aunque estuviera completamente cubierto de basura. Me di cuenta de que el muchacho se había quedado rezagado y luego se detenía, se apoyaba en una farola y se quedaba inmóvil.
Me acerqué a él. Su rostro pálido estaba todavía más pálido y en la frente apuntaban gotitas de sudor.
—¿Qué te pasa?—le pregunté.
El me miró en silencio. Seguía sujetando el rascahielos con la mano derecha, mientras que con la izquierda se apretaba el bajo vientre.
—¿Te duele ahí?
—No es nada. Me da de vez en cuando.
—¿No deberías ir al médico?
Contestó que normalmente se le iba solo.
No obstante me pareció que el dolor no menguaba, así que me ofrecí para acompañarlo al médico. El capataz nos dejó marchar sin poner reparos:
—¡Si salís a tiempo, ya sabéis dónde encontrarnos!
El viaje al hospital no duró ni veinte minutos, pero aun así se me hizo eterno. En el autobús conseguí que el joven se sentara en uno de los asientos para discapacitados. No decía nada. De su bolsa de cartero sacó un mugriento pañuelo verde militar para enjugarse el sudor de la frente. ¿Quién le lava la ropa? No sabía nada de él, no tenía ni idea del lugar donde dormía.
Bajamos delante del hospital. Le ofrecí el brazo para que se apoyara, pero negó con la cabeza. Apretaba los dientes, pero no se quejaba.
La enfermera que nos atendió refunfuñó porque no pudimos enseñarle ni un triste carnet; al final aceptó los datos que el muchacho le dio y lo mandó a una sala de espera, un cuarto deprimente por el silencio y la penumbra que reinaban en él. Nos sentamos en un banco desportillado; al muchacho seguía resbalándole el sudor por las mejillas.
—Tal vez lo de ayer fue demasiado. El concierto...
—Qué va, el concierto fue fantástico, de verdad. —Al momento, añadió—: Siempre quise tocar en un buen grupo, pero en el orfanato teníamos un director para el que la música no era una profesión decente, teníamos que aprender un oficio como Dios manda; aprender a lijar con la fresadora, por ejemplo, o a coser suelas... Él había aprendido el oficio de zapatero.
Se quitó el chaleco y lo dejó a su lado, sobre el banco.
—Yo nunca les he hablado a los chicos de lo que hago. ¡Del traje de gala este que nos obligan a llevar!
—¿Y tienes que hacerlo?
—Es que me han asignado una pensión que... ¡los presos ganan más puliendo cuentas de cristal!
Sin duda, a su edad a mí también me hubiese humillado hacer de barrendero. Incluso me humillaría hoy, si no tuviese otra salida, si, como él, fuese un barrendero de verdad.
De repente, caí en la cuenta de lo lejos que estaba de ser aquella persona por la que me hacía pasar. ¿Qué tenía en común mi suerte con la de aquellas personas que trabajaban a mi lado? Lo que para el muchacho era un destino desolador, para mí era a lo sumo un juego un poco cruel en el que ponía a prueba mi perseverancia, del que incluso estaba orgulloso, a la vez que me divertía con las inesperadas imágenes que me proporcionaba. Me avergoncé. Me quité también el chaleco, lo dejé a un lado hecho una madeja y decidí que no me lo pondría nunca más.
El muchacho se secó el sudor de nuevo.
—¿No tienes sed?—se me ocurrió preguntarle.
—Pues la verdad es que sí, algo bebería.
Fui a buscar un vaso.
Hace diez años trabajé en el pabellón de al lado. Iba tres veces a la semana y me ponía unos pantalones y un chaleco blancos, al que normalmente faltaba al menos un botón, pero nunca me convertí en un auténtico sanitario.
¿Cuándo se convierte uno de verdad en esa persona por la que se hace pasar? Probablemente, cuando se encuentra en un lugar del cual ya no puede, no consigue o no quiere escapar, en el lugar de su sufrimiento. La autenticidad va siempre unida al sufrimiento, porque le cierra al hombre todas las salidas de escape, porque lo conduce al borde del abismo, a un abismo al cual puede precipitarse en cualquier momento.
La enfermera de la recepción me prestó un tarro de mermelada, que ella misma llenó de agua. Pero cuando volví a la sala de espera, el muchacho ya había entrado en la consulta.
Me senté y dejé el vaso a un lado.
Incluso aquel que consigue pasarse toda la vida mintiendo no puede evitar al menos un único momento de autenticidad del que no hay escapatoria, del que no puede huir ni con mentiras ni con dinero.
Me vino a la mente ese día en que estaba esperando en otra sala de espera, también de hospital. Si te llamase ahora, ¿vendrías a verme?
¿Estás en el hospital otra vez? ¿Le ha pasado algo a tu padre?
El no está muy bien, pero ahora he venido con otra persona. A uno de los que barren conmigo le ha dado un arrechucho en plena calle.
Y tú lo has llevado al hospital. Qué bueno eres. ¡No has cambiado nada en todo este tiempo!
Necesitaba ayuda de verdad. Tiene el hígado fastidiado. He escrito al extranjero pidiendo un medicamento para él, pero de momento no ha llegado.
Yo me he encontrado mal muchas veces, durante todo este tiempo. Tan mal que he llegado a pensar que había llegado el final.
No lo sabía.
¿Cómo ibas a saberlo? Hubieras tenido que llamarme para saberlo. Pero para eso no te queda tiempo, claro, si te dedicas a cuidar enfermos. Tiene que ser un sentimiento maravilloso, eso de ayudar al prójimo. Especialmente si es pobre y está necesitado. ¿Ha sido idea de tu mujer eso del medicamento?
Siento que hayas estado mal.
No tienes por qué atormentarte. He estado muy mal, pero tú seguramente estás peor, si te ha dado por dedicarte a la beneficencia. ¿De qué estás intentando convencerte? ¿No te parece un poco miserable escapar de todo así, con mentiras?
No estoy escapando de nada con mentiras. No puedes juzgarme sólo desde tu punto de vista.
¿Y cómo voy a juzgarte entonces? ¿Te acuerdas alguna vez de lo que me decías cuando estábamos juntos? Yo pensaba que todo eso también significaba algo para ti, algo auténtico de lo que no se podía escapar como si nada. ¡Y tú ahora intentas reemplazarme con un par de buenas obras! ¿Por qué callas de nuevo? ¿Te has dado cuenta alguna vez de que me has engañado?
Kafka aspiraba a ser auténtico en su escritura, en su profesión y en el amor. A la vez sabía, o al menos intuía, que aquel que quería vivir de forma auténtica elegía el sufrimiento y la abnegación, la vida monacal, es decir, servir a un único dios y sacrificarlo todo por él. No podía ser un escritor auténtico y a la vez un amante o incluso un esposo auténtico, aunque anhelaba ser las dos cosas. Por breves instantes, sucumbió repetidamente a la ilusión de que lograría ser ambas cosas, y de hecho fue en esos momentos cuando escribió la mayoría de sus obras. Pero una y otra vez acabó rindiéndose a la evidencia, el sufrimiento lo apresó, lo paralizó. Entonces dejaba a un lado su manuscrito y no volvía a retomarlo, o cancelaba todos sus compromisos y suplicaba a sus amantes que lo abandonaran.
Tan sólo los necios, que tanto abundan en estos tiempos turbulentos y tan poco monásticos, creen que pueden unirlo todo con todo, tomar de todo un poco y retroceder como si tal cosa, crear algo de vez en cuando y experimentar lo absoluto. Los necios convencen de ello a otros necios, e incluso se premian recíprocamente con condecoraciones y distinciones que son tan poco auténticas como ellos mismos.
Yo también me comportaba en la vida como un necio a fin de atenuar mi sufrimiento; no era capaz de amar de manera auténtica, ni de abandonar a nadie, ni de quedarme sólo con mi trabajo. Así que tal vez había echado a perder aquello que toda la vida había anhelado, y encima había engañado a aquellos a quien había deseado amar.
Por fin el muchacho apareció en el umbral.
—¿Aún me está esperando aquí con el agua?—El médico le había puesto una inyección y le había mandado dos días de reposo. Me ofrecí para acompañarle a casa, pero él rehusó. Si no me importaba, quería sentarse un momentito; luego podíamos volver con los demás.
—Cuando era pequeño—recordó—, mi abuela me esperaba a veces delante de la escuela, por la tarde. Siempre me llevaba al Dukla de Liben, no sé si lo conoce, muy cerca del gimnasio. Se tomaba una cerveza y me compraba un helado. Y cuando se tomaba otra cerveza, a mí me compraba otro helado, era una mujer justa. ¡Y cómo tocaba la armónica!—El muchacho suspiró; preferí no preguntar qué le había ocurrido a la abuela, porque tenía la sensación de que todo lo relacionado con él estaba inevitablemente marcado por el infortunio.
Fuera había empezado a caer una fina lluvia. El joven se puso el chaleco naranja, pero yo—fiel a la promesa que me acababa de hacer—llevaba el mío enrollado bajo el brazo.
Todo en la vida se mueve hacia un fin, y quien se resiste a aceptar ese fin cae en la sinrazón. La cuestión es simplemente qué significa en realidad ese fin, qué cambio supone en un mundo del que nada desaparece, ni una sola mota de polvo, ni siquiera un estremecimiento de compasión o incluso de ternura, ni un solo acto de odio o traición.
Tenía que irme a la montaña, adonde me había mandado el médico, y además, mi amada también necesitaba reposar. El trabajo la extenuaba y se quejaba de que siempre estaba cansada. Labrar la materia, golpear la piedra a menudo durante horas agota incluso a un hombre fuerte, aunque yo sabía que se refería a otro tipo de cansancio. Me reprocha que la recluya en un territorio fronterizo de amor y traición, de encuentros y despedidas; un territorio que, según dice, he marcado yo y donde las fuerzas se consumen con rapidez, donde se agotan realizando esfuerzos desesperados y oponiendo una infructuosa resistencia.
Podríamos irnos juntos a alguna parte. Sé que desea, al menos de vez en cuando, pasar unos días a solas conmigo. Menciono esta posibilidad. Ella está de acuerdo, a mí me asalta inmediatamente la duda de si de verdad deseo hacer un viaje con ella, de si no preferiría estar solo. ¿Y si mi mujer me propone acompañarme? Me asusto de antemano al pensar en las excusas, en las mentiras que voy a tener que inventar, me asusto como un criminal impenitente que sabe que esta vez al fin será capturado.
Pero mi mujer no me propone nada, no sospecha de mí. Dice que la estancia en las montañas me sentará bien. Uno necesita cambiar de aires de vez en cuando. Irá a visitar a mi padre en mi lugar, no debo preocuparme por él, ahora está bien.
Sé que mi mujer está inmersa en su mundo. Un mundo que es posible tan sólo cuando se lleva a cabo un trabajo como el suyo, que la une al dolor humano y al sufrimiento que provoca un espíritu enfermo, pero la aleja del mundo real. En él nadie quiere hacerle daño a nadie, el mal se presenta tan sólo en forma de bien reprimido, latente o descarriado, y la traición resulta tan incomprensible como el asesinato.
¿A quién ve en mí cuando yace a mi lado, cuando me abraza y me susurra que se siente bien conmigo? ¿Cómo justifica su repetida y una y otra vez defraudada confianza? ¿O acaso cree que tarde o temprano demostraré ser digno de esa confianza?
Mi amada advierte mi vacilación: ¿Quieres de verdad que venga contigo?
No respondo con la suficiente rapidez, no asiento con la suficiente persuasión, la duda se asoma a mis ojos, ella llora. Presentía que al final iba a acobardarme, ya me conoce, he perdido la noción de la libertad, no me aprecio a mí mismo, me he convertido en un esclavo del espejismo de mi maldito matrimonio, ya no puedo vivir sin mi yugo e intento colocárselo también a ella. ¿En qué quiero convertirla? ¿Cómo puedo permitirme tratarla así, humillarla de esa manera?
Intento consolarla, pero llora cada vez más, el llanto la sacude, no hay forma de apaciguarla: ¡Se acabó, para siempre, ya nunca irá conmigo a ninguna parte, no quiere verme nunca más!
Siento alivio y tristeza a la vez.
Alza la vista hacia mí; su mirada celestial, con la que siempre me atrae al fondo del abismo, es ahora rojiza, como si en ella se estuviera poniendo el sol. Beso esos ojitos hinchados y afeados, y sus manos, que tantas veces me han abrazado, que me han tocado con tanta ternura: no entiendo por qué llora, si lo que quiero es que vayamos juntos, se lo suplico.
Va a pensárselo, quiere que la llame desde allí.
Y me voy solo hasta los Bajos Tatra. Camino por los prados, que huelen a rocío; por encima de mí, en las laderas de las montañas, todavía hay nieve. Durante la cena charlo sobre yoga con un viejo médico, que me habla de las extraordinarias propiedades de las plantas medicinales. Ando por caminos forestales y disfruto del silencio que me rodea, me repongo en la soledad, aunque sé que es fugaz, igual que el alivio que ahora siento; la soga que yo mismo me he puesto en el cuello está esperando, está en mi interior.
Levanto los ojos a las cumbres lejanas: la niebla se extiende sobre la llanura. Miro atrás, donde rompen las olas, donde ruge el mar y se lleva mi imagen moldeada en la arena; ella se está bañando en aguas solitarias, la tierra ennegrece, las tramas de raíces que atraviesan el camino son cada vez más espesas, los cuervos revolotean, sombríos, sobre las copas de los árboles. Camino con ella entre rocas hasta que nos encontramos en medio de una llanura cubierta de nieve, la abrazo: ¿es posible que nos amemos tanto?
Y pasan las noches, noches como cárceles, noches largas como la vida, su rostro sobre mí, mi mujer a mi lado, estoy solo con mi amor, con mi traición. De noche ella se inclina sobre mí, me llama, me pide que me vaya con ella para siempre: vayámonos juntos, cariño, seremos felices. Y yo, sí, salgo hacia ella, cruzando la oscuridad, corriendo por calles frías y desiertas, que están tan vacías como ni siquiera podrían estarlo en la noche más profunda, he sido yo quien las ha vaciado, me arrastro por las calles de una ciudad muerta, de una ciudad helada, y me invade la angustia, de repente oigo una voz en mi interior que proviene del fondo de mi ser y pregunta: ¿qué has hecho? A medio camino, me detengo y vuelvo a toda prisa al lugar del que he salido, al lado de mi mujer. Eso hago noche tras noche hasta que de pronto me doy cuenta de que ya no quiero irme, de que ya no quiero arrastrarme por una ciudad desierta, al menos por ahora. Me digo «por ahora» y finalmente me vence un sueño confortador.
Ella también se resigna por el momento al hecho de haber esperado en vano, pero con el tiempo vuelve a preguntar por qué no he ido, qué me pasa. Yo la amo, juntos somos felices, así que ¿por qué no soy capaz de tomar una decisión? Busca una explicación, expone en mi nombre razones objetivas y razonables que rebate inmediatamente, se enfada conmigo, llora, la desespero, la desespera mi pasividad, mi obstinación, mi insensibilidad, mi cobardía. Me asegura que no tengo nada que decidir, a mi mujer no la voy a abandonar ahora, ya la abandoné hace mucho tiempo, no soy más que una carga para ella. Y mis hijos son mayores y serán mis hijos estén donde estén. La escucho en silencio, sin poner ninguna objeción a sus razones. Y es que la voz de mi interior que me detiene una y otra vez no es una razón, ni siquiera se puede descomponer en razones, está por encima de ellas. Me pregunto si es posible que ella no oiga en su interior una voz semejante, no ya que la alarme, sino que al menos la haga dudar.
Ni siquiera ahora, después de todo este tiempo, rodeado de montañas y sin nadie que me coaccione, consigo descomponer esa voz en razones: el amor a mi mujer y a mis hijos, la compasión o el sentido del deber. Con todo, sé que si desoyera esa voz, mi situación sería aún peor de la que es.
Tal vez rija en nuestro interior una ley ancestral e injustificable que nos prohíbe abandonar a las personas que nos son cercanas. Intuimos su existencia, pero fingimos no saber nada de ella, fingimos que dejó de ser válida tiempo atrás y que, por tanto, podemos infringirla sin reparos. Ignoramos la voz que en nuestro interior apela a esa ley como si quisiera impedirnos, con un espíritu insensato y retrógrado, que probemos, mientras todavía estamos vivos, la felicidad del paraíso.
Infringimos leyes ancestrales que resuenan en nuestro interior y creemos que podemos hacerlo con toda impunidad. Y es que en su camino hacia una mayor libertad, en su camino hacia el cielo soñado, al hombre debe permitírsele todo. Nos lanzamos en pos de la felicidad terrenal, cada uno por su cuenta y todos juntos, y al hacerlo nos cargamos de culpas que, sin embargo, nos negamos a admitir. Pero ¿qué felicidad puede alcanzar un hombre con el alma lastrada por la culpa? No le queda otro remedio que ahogar el alma que hay en él y unirse a la multitud de los que se arrastran por el mundo buscando algo con que llenar el vacío que se ha apoderado de ellos tras la muerte de su alma. El hombre ya ni siquiera es consciente de la relación que existe entre su forma de vivir y el destino del mundo, del que se lamenta, del que tiene miedo, al presentir que con él entrará en la era del Apocalipsis.
La niebla del valle se eleva a mis pies y está a punto de alcanzarme. Sé que debo acabar con esta forma de vida que me carga de culpa, pero no estoy solo en ella. Me siento atado de pies y manos, me he hecho encadenar a la roca sin haberle entregado el fuego a nadie.
¿Qué valor puede tener mi afecto y a qué voy a apelar? ¿A qué orden, a qué integridad, a qué fidelidad?
De la niebla emerge súbitamente una figura conocida, me azoro, desde la niebla me miran sus ojos celestiales: ¿Tú podrías renunciar a mí?
No existe ni una sola razón con la que pasar la prueba ante ella; puedo, a lo sumo, inventar excusas, suplicar comprensión, perdón o castigo, pero nada de ello tiene sentido, con ello no le ofrezco consuelo.
La llamé, como le había prometido. Me dijo que vendría a pasar diez días, que estaba muy ilusionada. Y añadió: vamos a despedirnos con unas buenas vacaciones. Pero no me pareció que estuviese hablando en serio.
Encontramos a nuestros compañeros en su sitio: la taberna. El primero en vernos fue el capitán, que se tocó la gorra con la punta de los dedos.
Me senté a su lado y advertí que, según las rayas de su posavasos, ya llevaba cuatro cervezas.
—¡Estoy de celebración!—me explicó.
Su aspecto no parecía el de alguien que estuviera celebrando algo, pensé, sino más bien el de alguien ahogando sus penas. No obstante, le pregunté:
—¿Le han aceptado algún invento?
—¿Cómo? ¿No se lo he dicho? ¡Han encontrado el Titanic! Soltó una risa breve y escupió al suelo.
—¿El Titanic?
—Con todo lo que llevaba. Sólo ha desaparecido la gente.
—¿De verdad? ¿Y qué fue de todos los pasajeros?—Al muchacho se le habían pasado los dolores, así que ya se podía interesar por el dolor o la muerte ajenos.
—Probablemente saltaron al agua—explicó el capitán, indiferente—. Uno no se queda en el barco cuando se está hundiendo. Todo el mundo espera salvarse de alguna forma.
Era evidente que el capataz todavía seguía pensando en la visita de la mañana; de pronto decidió que iba a averiguar cómo estaban las cosas, que llamaría a la oficina. Hurgó un momento en sus bolsillos, luego tomó prestadas del señor Rada dos monedas de una corona y, con paso ostentoso, se dirigió al teléfono.
—Tuvo que ser horrible eso de encontrarse de repente en el agua, sin que se viera tierra firme por ninguna parte.
—Así es la vida—dijo el capitán—; las cosas te van bien, todos te respetan, llevas en la cabeza la sabiduría de toda la Academia de Ciencias y de pronto estás en el agua. Te hundes... ¡y se acabó!
El camarero nos trajo cervezas y al capitán le sirvió además una copa de ron.
El capitán dio un sorbo.
—Y todas las ideas, los molinos, las enciclopedias, el final de la era glaciar... todo se hunde contigo. —Se levantó y, con paso vacilante, llegó hasta el viejo billar. De su chaqueta de polipiel negra asomaba el garfio de hierro, más negro todavía, que tenía en lugar de mano. Agarró hábilmente el taco con el garfio y le dio una leve sacudida con los dedos de la otra mano.
Seguí el movimiento de la bola, que había tomado exactamente la trayectoria deseada.
—¿Sabe que le escribí?—me dijo, cuando volvió a la mesa.
—¿A quién?
—A Marie. Hace poco cumplió los cuarenta y cinco. Por si quería volver.
—¿Y le ha respondido?
—Ayer me devolvieron la carta. Destinatario desconocido. ¡Se ve que ahora es una desconocida!
—Se habrá mudado.
—Uno estaba y, de repente, desaparece. ¡Pues hundámonos todos!
El capitán se dio la vuelta hacia su vaso y se puso a balbucear algo y a hacer cálculos en voz baja. Algún invento nuevo y revolucionario, tal vez, o quizá contaba los días que había pasado solo. O simplemente el número de piquetes que había hecho en la partida que acababa de jugar. Su rostro expresaba tristeza, y tal vez en ese momento agonizaba, se desmoronaba ya, la última imagen clara que había de producir su mente de soñador. Volvió a invadirme un sentimiento de pudor por estar sentado allí observándolo indiscretamente. Ya era hora de que me levantase y alejase de todo ese mundo de barrenderos. Eché un vistazo alrededor en busca de los demás, como si esperase que hubiesen adivinado mis intenciones, pero todos estaban ocupados en sus cosas.
Los del billar volvieron a llamar al capitán. Por un momento fingió no oírlos, o no los oía de verdad; después se levantó, se agarró con firmeza a la silla, se apoyó con la mano al respaldo de la mía, se sujetó a la mesa y, sin despegarse de la pared, llegó hasta el billar, cogió el taco con el garfio y, después de concentrarse unos instantes, imprimió velocidad a la bola. Observé cómo la bola roja corría por el tapete verde, cómo pasaba, solitaria, entre las otras bolas, sin tocarlas, sin siquiera acercarse a ellas.
—No debería beber más—le dije cuando volvió.
El clavó en mí su mirada empañada.
—¿Y por qué?—Con esta pregunta, me recordó al compañero de clase de mi hija que hacía un año había acabado con su vida en una lengua de tierra de la isla de Zofín.
A todo eso, ya volvía el capataz del teléfono. Con la cara roja, como si estuviera al borde del infarto, se dejó caer en la silla, cogió el vaso, se lo acercó a los labios y lo apartó de nuevo.
—Pues, ¡ya tenemos nuevo encargado!
—¿Usted...?—aventuró a decir la señora Venus.
—¡Déjese de bromas, Zoulová, no estoy de humor! —Hizo una pausa para darnos tiempo a hacer nuevas conjeturas y luego anunció—: ¡Se lo han dado a ese maldito hijo de puta!
—¿A Franta? Pero si es un cretino—dijo sorprendida la señora Venus.
—Pues por eso—dijo el señor Rada, mientras que el capitán se ponía a reír en voz baja y con deleite, como si hubiese algo en esa noticia que lo complaciera especialmente. Tal vez en ese instante se le acababa de mostrar con claridad la naturaleza de la radiación que nos iba a convertir a todos en ovejitas.
El capataz dio finalmente el primer sorbo de cerveza, vació el vaso de un trago y luego anunció:
—Si se creen que ese capullo me va decir a mí cuál es el plan de trabajo, van listos. ¡Me voy de la empresa!
—No se lo tome así. —La señora Venus intentaba consolarlo—. ¡Ese no durará mucho ahí! ¡Ya verá cómo se los quita a todos de en medio otra vez y sigue subiendo!
Desde el billar llamaron al capitán, pero él se levantó a duras penas, echó una mirada al rincón, hizo un gesto de resignación con la mano y se volvió a sentar.
—No—dijo el capataz—, ¡es mi última palabra!
—De todas maneras ya ha empezado a hacer frío fuera—intervino el joven—. Es por eso por lo que me puse malo. —Con este comentario, obviamente estaba comunicando que él también tenía la intención de dejarlo. Yo debería hacer lo mismo, pero, al ser un extraño, no tenía mucho sentido darle tanta importancia a mi partida. Más tarde, cuando me levanté, dije dirigiéndome al capataz:
—Adiós, seguro que nos volveremos a ver algún día. —Se levantó, me dio la mano ceremoniosamente, me llamó por el nombre de pila y dijo:
—¡Muchas gracias por su trabajo!
Hacía mucho tiempo que un superior no me daba las gracias por mi trabajo.
El señor Rada, como de costumbre, salió conmigo.
—Ya ve por lo que estarían ésos dispuestos a pelearse.
Me parecía que hoy estaba afligido. Para levantarle el ánimo le pregunté por su hermano, si estaba preparando otro viaje a algún país extranjero.
—De ése mejor no hablar—dijo—. No me lo quito de la cabeza. Figúrese, ¡se ha hecho del partido! Para que lo puedan nombrar médico en jefe. ¿Se lo puede creer? Una persona así, con doce lenguas y con todo lo que ha visto por el mundo, ¡él mismo me lo contaba hace poco!
Objeté que tal vez era bueno que los médicos en jefe fueran justamente ese tipo de personas. Y que no era culpa suya si para ello necesitaban el carnet del partido.
—Uno no es responsable de la sociedad en la que ha nacido—declaró—, pero es responsable de sus decisiones y de sus actos. A mi madre, cuando se enteró, casi le da un infarto. ¿Sabe lo que esa gente le ha hecho pasar, a la pobre?
Y yo... yo estaba orgulloso de él, me parecía que el Señor le había concedido un don especial..., aunque él no lo reconocía, parecía no aceptar al Señor... Yo creía que algún día se le caería la venda de los ojos.
En su aflicción, empezó a recordar los años que había pasado en el campo de concentración. Entre los presos había muchos personajes inolvidables que, viéndose en esas condiciones, buscaban el camino hacia algo más elevado; algunos recibieron allí el sacramento del bautismo, y él mismo había bautizado clandestinamente a unos cuantos. Cuando recordaba esos tiempos en que, a pesar de las penalidades, Dios no volvía la espalda al hombre, le parecía que se trataba de los mejores años de su vida, o al menos los que dieron mayor sentido a su existencia.
Llegamos al callejón en el que vivía y exponía nuestro ya familiar artista desconocido. Por curiosidad, eché un vistazo a la ventana de la planta baja, pero esta vez no descubrí ninguno de sus artefactos: enmarcado en la ventana había un hombre real, probablemente el propio artista, que iba ataviado con una estrecha franja de tela de saco y un gorro de bufón con cascabeles en la cabeza; sobre el gorro, se había puesto una corona de laurel y en la mano derecha sostenía una gran flor acampanada, diría que una belladona.
Allí estaba él, de pie, inmóvil, con la frente pegada al cristal, como si estuviese esperando nuestra llegada. Me sorprendió lo joven que era; el pelo que asomaba por debajo del gorro de bufón era negro, y su piel, morena. Nosotros le observábamos, él nos observaba a nosotros sin dar señales de percibirnos, de ser consciente de nuestra presencia.
—Por Dios—se escandalizó el señor Rada—, ¡esto ya es demasiado!
De todas formas, noté que sentía simpatía por ese muchacho anónimo que se ofrecía a sí mismo a nuestros ojos, que no dudaba en exponer su miseria, sus anhelos y esperanzas. ¿Esperanzas de qué? De fama, de comprensión o al menos de que alguien se detuviera y le dedicara una mirada. Estando aquí delante con mi chaleco de bufón naranja, ¿en qué me diferenciaba de él? ¿En mi miseria, en mis anhelos o en mis esperanzas?
Estaba, pues, esperando a mi amada en una pequeña estación situada al pie de las montañas. A mi alrededor alborotaban ruidosamente unos gitanos borrachos. Un muchacho desconocido que olía a mugre y a aguardiente me pidió que brindara con él.
Huí al final del andén, desde donde esperaba ver la llegada del tren.
¿Esperaba ese tren con esperanza o con temor? ¿Por deseo o por obligación? ¿Qué más podía esperar, qué ilusiones podía hacerme?
A lo sumo, tal vez, una prórroga condicional que dilatase un poco más nuestro tormento y nuestro placer.
El tren llegó y la vi, a lo lejos, bajar del último vagón, con una mochila a la espalda llena de cosas; ella también me vio, me saludó con la mano y a pesar de la distancia me percaté de que venía rebosante de amor.
De pronto me invadió un sentimiento de gratitud, de haber sido agraciado sin merecerlo, y la abracé.
Estaba anocheciendo. La estación había quedado vacía; tan sólo a lo lejos se veían las luces de un tren que se acercaba.
Quise que ése fuera un tren especial, un tren que nos lo hubieran enviado a nosotros dos, y que subiéramos a un vagón, corriéramos las cortinas de las ventanas, echáramos la llave a la puerta, y que se pusiera de nuevo en marcha y viajara a toda velocidad de día y de noche, por puentes y valles, que nos llevara al país de las maravillas, lejos de nuestras vidas actuales, que nos llevara a un jardín lejano en el que se pudiera vivir sin pecado.
Un tren cisterna, que impregnó el aire de olor a gasolina, pasó zumbando por la vía con gran estruendo. Cogí su capazo y salimos de la estación.
Por la noche, llamé a mi mujer desde el hotel en que estábamos alojados. También en su voz percibí su amor, o la alegría de oírme. Me dijo que había recibido una invitación para asistir a un congreso de etología que iba a celebrarse cerca del lugar en el que yo estaba. No ahora, sino dentro de una semana, podríamos aprovechar la ocasión para encontrarnos, estaría bien, seguro que tenía que ser un poco triste para mí pasar tantos días solo, y el lugar al que ella tenía que ir ya lo habíamos visitado una vez, seguro que lo recordaba, durante nuestro viaje de novios...
Me quedé aterrado. ¡Todavía no sé lo que pasará dentro de una semana! Y ella, como si también se hubiese asustado, dijo que si no me iba bien, naturalmente no tenía por qué ir a verla. Sólo se le había ocurrido que la idea me gustaría, pero no quería que me sintiera obligado a hacerlo, ni ponerme en un apuro.
Le prometí que la volvería a llamar y colgué.
Al fin me había descubierto. De manera automática, mi mente intentó aún urdir alguna excusa, pero presentía que no había escapatoria, y ni siquiera deseaba escapar.
¿Por qué no me preguntó abiertamente? ¿Por qué no puso ninguna objeción? La extraña e incomprensible humildad que había percibido en su voz seguía resonándome en los oídos. Me embargó una emoción triste, pues también sentía ternura por mi mujer, que había querido darme una alegría en medio de mi soledad fingida, que desde la distancia me prometía que iríamos juntos a los montes donde antaño lo habíamos pasado tan bien juntos, donde habíamos empezado nuestra vida en común. Si hubiese estado solo, habría ido a encontrarme con ella y le habría dicho que, a pesar de todo lo que había hecho, nunca había dejado de amarla y no quería abandonarla. Si hubiese estado solo, no habría tenido que rechazarla, y me hubiese alegrado de que viniera a verme.
No soportaba estar en la habitación. La luna iluminaba la falda de la montaña y de las laderas bajaba un viento hostil. Darja quería saber qué pensaba hacer, pero yo estaba tan desconcertado por mis propios sentimientos que no fui capaz de confirmarle que deseaba quedarme allí con ella.
Ella se plantó frente a mí en el estrecho sendero: Pero ¡si fuiste tú quien me invitó a venir! ¡Te pido por favor, y tal vez sea ésta la última vez que te pido algo..., que te comportes como si yo fuese tu invitada!
El viento le arremolinaba el pelo sobre la frente. Ahora parecía de verdad una pitonisa, una bruja que hubiese emergido de las profundidades de la montaña.
Pero ¡si quieres, cojo mis cosas y me voy ahora mismo!
No era necesario que se fuese inmediatamente. Podíamos quedarnos allí toda la semana, tan sólo tres días menos de lo que habíamos planeado.
¿Estás regateando conmigo? Se puso a gritar en medio del silencioso paisaje nocturno: era un cobarde, un mentiroso y un hipócrita. Mercadeaba con las emociones. Era un traficante sin sentimientos. Al menos sin sentimientos hacia ella. ¿Cómo podía llegar a ser tan cruel, cómo podía ser tan cínico?
Tenía razón.
La cogí de la mano y me la llevé sendero arriba por la falda de la montaña. En la penumbra, íbamos tropezando con piedras o raíces que asomaban del suelo. Yo me esforzaba por hablar como si nada hubiese ocurrido. Estábamos allí solos, después de muchos meses volvíamos a estar por fin juntos y solos.
El día siguiente nos fuimos a otro lugar.
Me humillaba la idea de estar huyendo, esa huida de última hora, en un momento en que ya no deseaba escapar de ningún lugar ni de nadie. Salvo de mí mismo.
Ese año la primavera fue espectacular: las flores de azafrán inundaban de violeta los prados y junto a los caminos brotaban los tallos de la sombrerera. Pero nosotros subimos a mayores alturas, subimos por última vez uno al lado del otro: vadeamos montones de nieve helada, escalamos picos de gran altura, observamos el vuelo del águila y el salto de la gamuza, nos abrazamos sobre rocas solitarias y caldeadas por el sol, y, cuando volvíamos a la sombría estancia del refugio de montaña, hacíamos el amor como lo habíamos hecho durante años cada vez que nos encontrábamos.
Luego ella, agotada, se dormía, mientras que yo me quedaba tumbado, inmóvil, sobre la cama, escuchando el quedo goteo del agua tras la ventana y contemplando la montaña, que centelleaba a la luz de la luna; me esforzaba en imaginar qué haría tras mi vuelta a casa, cómo viviría, cómo sería mi vida, pero sólo dar el primer paso mis pensamientos tropezaban con un enorme escollo que había en su camino.
Luego, me ponía a escuchar la sosegada respiración de Darja y la tristeza me turbaba: Adonde te he llevado, niñita mía, hasta dónde no has ido por mí, hasta dónde hemos ido, caminamos por llanuras nevadas, la noche es gélida y profunda, el silencio del universo nos está atrapando. Tú querías salvarme, yo quería estar contigo en todos tus momentos difíciles, tal vez no te he querido como debía, no he sabido, no me he atrevido a quererte más. Aún te quiero, formas parte de mí hasta el dolor. Si hubiese sido más fuerte, si hubiese sido más sabio, tan sabio como para llegar a conocer todo lo esencial sobre mí mismo, te habría rechazado en cuanto te acercaste a mí por primera vez, porque habría sabido que no me atrevería a quedarme contigo de la forma que tú hubieses deseado, como me habría gustado quedarme contigo si hubiese estado solo, porque no he conocido mujer a la que haya deseado más que a ti. No me atreví a rechazarte. No fui lo bastante sabio y también le temía al dolor, al tuyo y al mío, le temía a una vida en la que tú no estuvieras presente; me parecía que contigo mi vida se llenaba de esperanza, que había encontrado una red más para extender entre yo y la nada.
Las cumbres empezaron a emerger de la oscuridad; el cielo sobre ellas palidecía y la montaña se elevaba casi eterna hacia un cielo aún más eterno, mientras que nosotros, pobres mortales, que aparecíamos y desaparecíamos en tan sólo un abrir y cerrar de ojos, en nuestro afán de llenar nuestra vida de satisfacción, en nuestra búsqueda de placer, llenábamos nuestro instante de sufrimiento.
Al cabo de diez días regresamos, cada uno a su casa. Nos despedimos, luego nos besamos y ella me deseó que fuese fuerte y que no hiciera nada que pudiera ir en contra de ella.
Pero no soy fuerte, al menos no en el sentido al que ella se refería. No quiero ser fuerte con la mujer que, desde hace tanto tiempo, comparte conmigo lo bueno y lo malo. Vuelvo a casa, en silencio, hilvanando unas pocas frases que pretenden ser una explicación.
Qué tonta soy, se lamenta mi mujer, y yo que había vuelto a creerte.
Está de pie frente a mí y baja la mirada. No sabe qué hacer, qué responderme. Dice que ha decidido irse de casa, que ya está buscando piso.
Le pido que no haga tonterías.
La mayor tontería que he hecho es volver a creerte.
Quiere que le explique, al menos, cómo he podido hacer lo que he hecho si le digo que la quiero, que nunca he dejado de quererla.
¡A la otra también la quería!
Lo ves, ¡todo esto es penoso! Ya no tiene sentido. ¿Cómo me has podido engañar así?
No digo nada. No tengo nada que responder, excepto que las cosas han ido así. Pero ¡no volveré a engañarte más!
Si lo dices de verdad, dime también qué piensas hacer para demostrármelo.
No sé cómo podría demostrártelo... simplemente me quedo contigo.
Esto ahora me lo dices a mí, pero ¿qué le dirás a ella?
¡Le diré lo mismo!
De acuerdo. Vamos a buscarla y se lo dices ahora mismo. Yo quiero estar presente.
No, eso no pienso hacerlo.
¿Por qué? ¿Por qué no ibas a poder decírselo delante de tu mujer, si es verdad que quieres decírselo?
Callo. Estoy atrapado.
¿Lo ves?, me querías engañar otra vez.
No quería engañarte.
¿Y esperas que me crea eso?
No sé a qué recurrir. No puedo hacer promesas ni juramentos.
Qué tonta, cómo he podido ser tan tonta. Aunque quisiera creerte, ya no podría.
Me vuelve a pedir que vayamos a ver a mi amante, puedo decirle lo que quiera, pero quizá en un momento así, al menos, diré la verdad.
Pero en este instante no me asusta la verdad; sólo sé que no quiero despedirme con una escena de esa mujer con la que he vivido tantos años de amor, a la que he amado tantas veces sin testigos y con la que he olvidado mi soledad.
Se lo diré yo solo. O le escribiré una carta.
¿Y cómo puedo estar segura de que lo harás?
Me encojo de hombros.
Noche. Mi mujer lloriquea en la habitación de al lado. Está esperando que vaya a verla. Le digo que lamento todo lo ocurrido y que me he dado cuenta de que puedo ser feliz sólo con ella. Y a la otra se lo diré a los ojos de manera que ella también lo oiga, de modo que se enteren todos los que sabían de nuestro amor.
Pero no soy capaz de hacer una cosa así, ni de decir más de lo que ya he dicho. Me veo a mí mismo desde lo alto: una figura erguida todavía, aunque con algunas canas en las sienes, esperando en una esquina, el lugar consabido, con un solo árbol en cuyo tronco puedo apoyarme. El reloj de la esquina está parado. Espero, espero, no viene nadie, espero, a ver si al menos viene ella, pero ya no viene.
Caigo de rodillas al suelo, apoyo la frente en el tronco del árbol. No consigo llorar. Abrazo el tronco, lo agarro convulsivamente, como si alguien fuera a arrancarme de él. Quisiera pronunciar su nombre en voz baja, pero no puedo. Advierto que el reloj se ha puesto en marcha, pero sé que ése es el único movimiento: ya nunca vendrá nadie más.
¿Y a qué esperas? ¿Qué quieres? ¿Qué sientes? ¿Qué ansias?
El día siguiente le escribí una carta. No volvería a una vida de mentiras. No iba a abandonar a mi mujer y tampoco era capaz de vivir a su lado y torturarla participándole que hacía el amor con otra mujer, no era capaz de seguir así, aunque mi mujer fuese capaz de hacerlo. También escribí que lo que habíamos vivido juntos me acompañaría toda la vida. Me hubiese gustado añadir algo tierno, y que tal vez llegaría el día en que yo estaría de verdad a su lado en algún momento difícil, aunque de una forma diferente a la que ella se imaginaba, y también que eso que habíamos vivido juntos no podía ser en vano, que de algún modo iluminaría el resto de nuestros días, y que nunca se apagaría esa luz de mi interior. Sin embargo, sentía que todas las palabras eran vanas y vanidosas, que no supondrían sino un falso consuelo tanto para ella como para mí.
Al cabo de dos días eché la carta al correo. Cuando se cerró la trampilla del buzón, advertí que se volvía a apoderar de mí el viejo vértigo, ya familiar.
Desde ese día no nos hemos vuelto a ver ni he vuelto a oír su voz. Sólo alguna vez en plena noche me he despertado con un sobresalto, mientras tocaba su frente alta con las puntas de los dedos, y entonces sentía que me penetraba un dolor lejano y ajeno, y oía un leve chasquido. La red se estaba desgarrando, no sabía cuántos hilos quedaban todavía, pero ya no podían ser muchos.
Me hubiese gustado saber si el hombre de la ventana percibía algo parecido, si nuestro inesperado encuentro no le hacía sentir un alivio repentino. Se me ocurrió que tal vez se apartaría del marco, abriría la ventana y me invitaría a pasar, o que al menos nos haría una señal con la flor, pero con ello probablemente vulneraría algo delicado y oculto que había crecido entre nosotros, entre él y yo, cruzaría la frontera invisible y apenas perceptible que separa el arte de la simple payasada, y me alegré, pues, de que porfiara en su inmovilidad.
—Ya no saben qué inventarse—opinó el señor Rada sobre lo que estábamos viendo.
Su afirmación me pareció desmesurada. Antes de empezar a juzgarse y a criticarse, las personas deberían hacer más por intentar comprenderse.
Llegamos a la oficina. Se me ocurrió que dentro podría estar ya el cretino de Franta, pero estaba la señora de siempre. Le di el chaleco, me devolvió el carnet y me pagó el jornal por última vez.
—Tiene razón—me dijo el señor Rada cuando nos despedimos—, no estamos aquí para juzgar a los demás. —Y yo interpreté que, más que al artista desconocido, se refería de nuevo a su hermano.
Lo miré mientras se alejaba y se detenía en la parada del autobús. Era un hombre alto y apuesto, aunque ya empezaba a encorvarse ligeramente, como si llevara una carga sobre la espalda. La carga de otros, probablemente, que él llevaba en vano. ¿Quién es capaz de penetrar en el alma del prójimo, aun tratándose del ser más cercano, de un hijo, o de un hermano al que se quiere como a un hijo?
Aún podía haberme acercado a él, pero en ese momento llegó el autobús y subió. Probablemente, no volvería a verlo nunca más, y ya no iba a conocer a su hermano, a menos que fuera a parar a su pantalla de rayos equis.
Pensé que el billete que me acababa de ganar, ese último billete de cincuenta coronas que me había sacado a golpe de escoba, tenía que gastarlo en algo bonito y especial, así que me encaminé hacia el barrio de Nusle, donde había montones de tiendas.
Encontré un pequeño mercadillo donde vendían flores. El jornal me daba exactamente para cinco crisantemos. Escogí tres de un color mantequilla y dos de un carmesí oscuro, los colores que le gustaban a mi mujer. En casa puse el ramo en un jarrón y lo coloqué sobre la mesa, cogí la bolsa con la comida que ella me había preparado por la mañana y me fui al hospital a ver a mi padre.
Abrió los ojos, me vio, movió la boca imperceptiblemente en un intento de insinuar una sonrisa, luego volvió a cerrar los ojos. Desde hacía unos días apenas hablaba, tal vez porque hablar lo fatigaba demasiado o porque no había nada que le pareciese tan relevante como para pronunciarlo en voz alta. Cuando habíamos estado charlando por última vez, recordó que mi madre le había reprochado muchas veces que se ocupaba poco de mí, que no me educaba lo suficiente. ¿Pero tú no esperabas sermones, verdad?, preguntó. Y yo me apresuré a decirle que para mí él había sido siempre un ejemplo, tanto por su forma de vivir como, especialmente, por su forma de trabajar. Al fin y al cabo me quedé con vosotros, añadió mi padre. Los ojos se le inundaron de lágrimas. Comprendí que, tras aquellas pocas palabras, se escondía una decisión dolorosa de otros tiempos, tal vez incluso un sacrificio.
Entonces saqué el tapón del termo y cogí un poco de puré con una cuchara. Mi padre tragó algunas cucharadas sin siquiera abrir los ojos. Luego dijo:
—Hoy me he caído y no podía levantarme. Y la enfermera, la guapa, ha empezado a gritarme que me levantara inmediatamente, que ella no pensaba ayudarme. Dime, ¿cómo puede una mujer llegar a ser tan mala?—Luego estuvo mucho rato callado; pensé que se había dormido. Hasta que de repente abrió los ojos—: ¿Te acuerdas del sombrero? ¿De cómo se me escapó aquella vez que estábamos en el puente y se fue en un tren? ¡Cómo nos reímos!—Cerró los ojos de nuevo. Le dije que me acordaba, pero ya no me oyó.
Cuando le estaba arreglando las cosas que tenía en la mesilla de noche, encontré su cuaderno de apuntes. Día tras día, había ido anotando con una letra cada vez más temblorosa la fiebre y los medicamentos que tomaba. La última anotación era de hacía tres días y ya no fui capaz de descifrar los números que contenía. Se me hizo un nudo en la garganta. Acaricié a mi padre en la frente y salí de la habitación. Una vez fuera no me dirigí a la entrada principal, sino que cogí un estrecho sendero que conducía a una puerta trasera. El camino serpenteaba entre parterres de césped sin cortar, pasaba junto al depósito de cadáveres. Justo detrás del depósito había un montón de cascos de ladrillo, latas oxidadas y botellas de suero rotas, incluso había un motor medio oxidado, tal vez era uno de los motores de los cálculos de mi padre. Se pasaba días enteros hasta la noche haciendo cálculos para sus motores. Cuando iba a verlo, temía entorpecer su labor, así que comentábamos por encima lo que había de nuevo en el mundo o en nuestras vidas, pero sobre lo más esencial, sobre nuestro paso por esta tierra, nos dijimos muy poco.
En un recodo del camino apareció un sanitario empujando una camilla metálica, una de esas cajas donde se deposita a los cadáveres. Yo también había transportado cajas de ésas. Lo esquivé con un rodeo, pero no pude deshacerme de la idea insistente de que se dirigía al montón de escombros para verter ahí su carga.
Volví al puente de madera.
Un tren ululó en las profundidades, el sombrero se escapó volando y luego descendió zarandeándose entre nubes de humo.
Mi padre se puso a reír y yo me sentí aliviado. Fue un momento de plena conexión, un soplo de reciprocidad que se alzó sobre nuestras vidas y que en todos estos años nada ha conseguido borrar ni manchar.
Mi padre se asomó al abismo, pescó de allí su sombrero, negro de hollín y carbonilla, se lo puso sin miedo, me dijo adiós con la mano y se alejó lentamente, riéndose.