Pretor de la Ulterior
Julio César entendió de inmediato la importancia fundamental de Hispania en el amplio contexto romano. La Península era campo ideal para que cualquiera con aspiraciones en la cúpula de la República pudiera aumentar su prestigio y fuerza.
En 61 a.C., el azar o el destino lo condujo de nuevo a una tierra cuajada de posibilidades para él: la inmensidad territorial, una demografía adecuada para nutrir legiones y, sobre todo, riqueza inagotable para sustentar las necesarias acciones bélicas que lo revalorizaran ante el Senado romano.
César eligió Gades como sede del gobierno civil. Embelleció la ciudad y apostó seriamente por una bajada de impuestos. Lo cierto es que, desde las guerras sertorianas, la presión fiscal ejercida sobre las provincias hispanas se había convertido en asfixiante, por lo que las medidas emprendidas por el nuevo pretor fueron muy bien acogidas. Este afán por agradar a los ciudadanos de la Ulterior tenía desde luego varias lecturas, aunque la principal nos dice que Julio César trataba de establecer vínculos clientelares con buena parte de las élites hispanas; asunto vital cuando de proyección política se trataba. En ese sentido, la Ulterior era uno de los pilares coloniales de la República romana y contar con su adhesión suponía recibir un fuerte impulso hacia el poder —Pompeyo había realizado algo parecido mientras gobernó la Citerior—; como vemos, el teatro de la guerra civil posterior estaba desplegando todas las piezas y protagonistas en el escenario. Hispania aportaría variado atrezo y público más que activo.
Las alianzas sociales concedían apoyo moral y económico, pero César sabía que eso suponía tan sólo una parte del pastel. Si realmente ambicionaba el poder absoluto se debería acreditar como consumado militar, alguien a quien no le temblara el pulso a la hora de tomar decisiones tajantes, aunque fueran sangrientas.
La Ulterior se prestaba para esos fines. Siempre hubo, desde los tiempos remotos, levantamientos, razias o asaltos de las tribus del interior y, en consecuencia, cualquier pretexto sería bueno para iniciar la necesaria guerra.
César estudió con precisión la idiosincrasia de los lusitanos —a los que había elegido como enemigos—. Durante semanas, diferentes especialistas lo informaron sobre costumbres, tradiciones y forma de vida de aquellos pueblos rebeldes y amantes de la independencia. Mientras esto ocurría, las dos legiones asignadas a la provincia se adiestraban en el combate y se iban integrando paulatinamente al paisaje por el que iban a guerrear.
César ordenó la recluta de una nueva legión, compuesta esencialmente por veteranos itálicos establecidos en la Península tras su licenciamiento. Por tanto, el pretor se dispuso para el conflicto con fuerzas romanas de auténtica élite y con muy poca aportación aborigen. Este trance tampoco se nos debe escapar, ya que César, como hemos dicho, preparaba un gran triunfo que le otorgara la confianza y el beneplácito del pueblo romano; luchar sólo con legionarios de pura raza crearía vínculos indisolubles entre el líder y sus hombres en caso de victoria. Eso, por supuesto, sería otro factor a sumar en la lista de previsiones cesarianas.
La guerra empezó como todas las guerras, por un motivo absurdo; los romanos ordenaron a las tribus lusitanas alojadas en la Sierra de la Estrella que abandonaran sus aldeas para censarse en el llano; de esa forma, estarían controladas y se evitarían las acostumbradas razzias veraniegas que sufría la Ulterior. César era consciente de que esta imposición sería rechazada, y así fue. Sin esperar más, el ejército romano superó la línea del Guadiana y avanzó como un rodillo hasta la frontera del Duero. El oeste peninsular poco o nada pudo hacer ante los curtidos legionarios: decenas de ciudades fueron saqueadas y la resistencia apenas logró ocasionar daños de importancia. Las tropas romanas se internaron por los territorios galaicos, una zona poco explorada desde la expedición de Bruto en 137 a.C. Sin embargo, tuvieron que retroceder a sabiendas de que los lusitanos se estaban reorganizando en el sur para lanzar una contraofensiva. César llegó hasta la costa, muy cerca de Lisboa, donde disgregó a los nativos, que escaparon a una isla próxima al litoral. Ante la imposibilidad de perseguirlos por mar, solicitó que una flota zarpara de Gades para ayudar en ese propósito. Las naves cumplieron su objetivo y los lusitanos fueron reducidos a la nada. No contento con esta sonora victoria, aprovechó su nueva escuadra naval para realizar una operación anfibia por las costas situadas al norte del Duero. Los galaicos sufrieron el ataque por sorpresa y tan sólo pudieron ofrecer una mínima resistencia en Brigatium (Betanzos, La Coruña), donde, finalmente, las armas romanas salieron victoriosas tras una cruel matanza.
Julio César fue proclamado imperator por sus hombres; el plan se había cumplido y ahora contaba con una clientela insobornable. Bueno, esto último se trastocó sensiblemente cuando el propio César llenó de oro las bolsas de sus legionarios a costa de los resignados aborígenes hispanos, los cuales vieron sus poblaciones esquilmadas para mayor gloria de un hombre que soñaba con el Imperio. El botín capturado sirvió, no sólo para recompensar a sus soldados, sino también para enviar gran parte de la riqueza obtenida a Roma, lo que justificaba de facto aquella guerra. Huelga comentar que César se quedó con la mejor tajada, lo que le permitió pagar sus abundantes deudas en la metrópoli. En resumen, Hispania cumplió una vez más con su papel de provincia dedicada a la explotación intensiva: no sólo llenaba los graneros de Roma, sino que hacía lo propio con privados aspirantes a detentar el poder de la República.
Tras derrotar a los galaicos, las tropas romanas reembarcaron en las naves para regresar a Gades. César se mostraba impaciente por volver a Roma, su ego era conocedor de que el recibimiento sería apoteósico y el triunfo estaba al alcance de su mano. Aquí inscribimos la célebre escena de Julio César ante la estatua del conquistador macedonio Alejandro Magno. Según se cuenta, tras arribar a Gades, el pretor inició los preparativos de su marcha; estaba eufórico por su reciente victoria. Sin embargo, un buen día se desmoronó ante la visión pétrea del mayor comandante militar del mundo antiguo, cayó postrado de rodillas y empezó a sollozar con un tremendo desconsuelo; dicen que alguien le escuchó unas palabras muy orientativas sobre su inquieta ambición; más o menos vino a expresar que él con 40 años no había conseguido nada comparado con lo obtenido por el gran Alejandro, de tan sólo 32 años. En fin, son las veleidades infantiles permitidas a los grandes personajes históricos. Afortunadamente para César y para Roma, el destino le concedió oportunidades únicas que supo aprovechar, una de ellas el triunvirato compartido con Craso y Pompeyo, lo que le concedió un nuevo teatro de operaciones que ensalzara su gloria; nos referimos a las Galias, donde en una campaña sin parangón en toda la historia fue capaz, al frente de diez legiones, de someter a tres millones de celtas: un millón fueron muertos; otro, esclavizado, y el último, sometido. No obstante, tanta fama terminó por engendrar innumerables envidias y enemigos; Julio César se había convertido en un claro opositor a las formas republicanas.
Tras la espectacular victoria en las Galias llegaba el momento de romper las reglas del juego. César cruzó el río Rubicón en el año 49 a.C., y con ello la suerte de Roma quedó echada. Al frente de dos fieles legiones, dio el paso más arriesgado de su vida. Según parece no obligó a que sus soldados lo siguieran en aquella aventura, aunque la respuesta legionaria fue rotunda: «César o nada». Éste fue el premio a un trabajo bien hecho; recordemos que estuvo ganando adeptos a su causa desde bien jovencito, pasando por sus cargos públicos en Hispania. Ahora, ante el reto de enterrar a la República, contaba con el apoyo total de numerosas legiones que habían combatido con honor a su lado en decisivas campañas militares.