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Santos, sabios y salvadores: la ley de servicio
El espíritu del Amor que se manifiesta como una vida plena y perfecta es la coronación del ser y el supremo propósito del conocimiento en esta tierra.
La Verdad de un hombre es directamente proporcional a su amor; la Verdad se aparta de aquel que no está regido por el Amor. El intolerante y el acusador, aunque profesen la religión más elevada, sólo poseen una parte limitada de la Verdad, mientras que aquel que ejercita la paciencia y escucha con calma y con objetividad a todas las partes con el fin de que todos lleguen a resolver los problemas de una manera imparcial y respetuosa, posee la Verdad en mayor medida. Ésta es la prueba final de la sabiduría: ¿cómo vive un ser humano? ¿Qué espíritu manifiesta? ¿Cómo actúa cuando está bajo censura o se enfrenta a la tentación? Muchos hombres que alardean de poseer la Verdad a menudo están dominados por la pena, la decepción y la pasión; se derrumban ante la primera prueba que se les presenta, por pequeña que ésta sea. La Verdad es inmutable, y siempre que el hombre adopte la postura de la Verdad, su virtud será inquebrantable y se elevará por encima de sus pasiones, emociones e inconstante personalidad.
Los seres humanos formulan dogmas efímeros a los que llaman Verdad. La Verdad no puede formularse; es inefable y está más allá del alcance del intelecto. Sólo se puede experimentar a través de la práctica; sólo se puede manifestar por medio de un corazón incorruptible y una vida perfecta.
En medio de este pandemónium de credos, doctrinas y partidos, ¿quién, entonces, posee la Verdad? Aquel que la vive. Aquel que la practica. Quien, habiéndose elevado por encima del pandemónium y dominándose a sí mismo, ya no se ocupa de la Verdad, sino que se sienta aparte, tranquilo, quieto, en paz y dueño de sí mismo, liberado de toda lucha, de todo prejuicio y de toda reprobación, y ofrece a todos el desinteresado y alegre amor de la divinidad que está en su interior.
Quien es paciente, amable, sereno e indulgente bajo cualquier circunstancia, manifiesta la Verdad. La Verdad nunca será probada con argumentos llenos de palabrería y con tratados eruditos, porque si los hombres no perciben la Verdad en la paciencia infinita, en el perdón permanente y en la compasión hacia todo, no existen palabras que puedan probársela.
Cuando una persona apasionada se encuentra sola o rodeada de calma, le resulta fácil hallar la tranquilidad y la paciencia. De la misma manera, a alguien que es poco caritativo le resulta fácil ser amable y bueno si es tratado con bondad. Pero aquel que conserva su paciencia y su tranquilidad en cualquier situación, aquel que permanece apacible hasta en las circunstancias más difíciles, él y nadie más que él, posee la inmaculada Verdad. Y esta manifestación ocurre así porque las virtudes más nobles pertenecen a lo Divino y sólo puede manifestarlas quien ha alcanzado la más elevada sabiduría, quien ha renunciado a su naturaleza apasionada y egoísta, quien ha comprendido la inmutable y suprema Ley y ha buscado estar en armonía con ésta.
Por lo tanto, los hombres deben abandonar sus vanos y apasionados argumentos acerca de la Verdad y pensar, decir y hacer lo que conlleva armonía, paz, amor y buena voluntad. Deben practicar las virtudes del corazón y buscar, con humildad y diligencia, la Verdad que libera al alma del error, del pecado y de todas las plagas que asolan el corazón humano y que oscurecen, como una noche interminable, el camino de las almas errantes en la tierra.
Existe una gran Ley que todo lo abarca y que es el origen y la causa del universo: la Ley del Amor. Se le han dado muchos nombres en diferentes países y en diferentes épocas, pero, detrás de todas esas denominaciones, el ojo de la Verdad sólo puede descubrir la misma ley inalterable. Los nombres y las religiones desaparecen, pero la Ley del Amor permanece. Al adquirir el conocimiento de esta Ley, al entrar en armonía con ella, nos volvemos inmortales, invencibles e indestructibles.
Los hombres regresan, una y otra vez, a la vida, al sufrimiento y a la muerte debido al esfuerzo que hace el alma por llegar a comprender esta Ley. Si el alma llega a entenderla, el sufrimiento termina, la personalidad se dispersa y la vida carnal y la muerte se destruyen, porque la conciencia se hace una con lo Eterno.
La Ley es impersonal en su totalidad y su más elevada y manifiesta expresión es el Servicio. Cuando el corazón purificado ha comprendido la Verdad, es llamado a realizar el último, el más grande y el más sagrado sacrificio: el sacrificio del bien merecido gozo de la Verdad. Es en virtud de este sacrificio que el alma divinamente emancipada viene a convivir entre los hombres, cubierta con un cuerpo de carne, contenta de vivir entre los más pequeños y humildes y de ser considerada la servidora de toda la humanidad. Esa sublime humildad que han manifestado los salvadores del mundo es el sello del Representante Divino, y aquel que haya eliminado la personalidad para convertirse en la manifestación viviente y visible del impersonal, eterno e ilimitado Espíritu del Amor merece recibir la gloriosa adoración de la posteridad. Sólo al individuo que ha logrado someterse a sí mismo con esa divina humildad que no sólo significa la extinción del ego, sino también llenarse de todo el espíritu del amor desinteresado, se le exalta más allá de toda medida y se le ofrece el dominio espiritual de los corazones de la humanidad.
Todos los grandes maestros espirituales han rechazado lujos personales, comodidades y recompensas; han renunciado al poder temporal y han vivido y enseñado la ilimitada e impersonal Verdad. Compara sus vidas y sus enseñanzas y encontrarás la misma simplicidad, el mismo autosacrificio, la misma humildad, amor y paz en su vida y en las palabras que han predicado. Todos ellos enseñaron los mismos Principios eternos, la comprensión de lo que destruye todo el mal. Estos maestros espirituales que han sido adorados y aclamados como salvadores de la humanidad, fueron manifestaciones de la Gran Ley impersonal y, por ello, se liberaron de toda pasión y prejuicio. Y, como no tenían opiniones ni preceptos especiales de doctrina que predicar o defender, nunca buscaron el proselitismo ni convertir a nadie. Al vivir en la más elevada Bondad, en la suprema Perfección, su único objetivo era ennoblecer a la humanidad, manifestando esa Bondad en pensamiento, palabra y obra. Se hallan entre el hombre personal y Dios, el impersonal, y, como modelos ejemplares, ayudan a la salvación de la humanidad que se ha esclavizado a sí misma.
Los seres que se encuentran inmersos en el ego y que no pueden comprender la Bondad impersonal niegan la divinidad de todos los salvadores, excepto los suyos propios, inculcando el odio personal y la controversia doctrinal. Y mientras defienden con pasión sus particulares puntos de vista, califican a los demás de ateos o infieles. En lo que a sus vidas se refiere, rechazan la bella actitud desinteresada y la sagrada grandeza de las vidas y enseñanzas de sus propios Maestros. La Verdad no puede limitarse; nunca podrá ser la prerrogativa especial de ningún hombre, ideología o nación, y, cada vez que la personalidad hace su entrada, la Verdad desaparece.
Ésta es la gloria que comparten por igual el santo, el sabio y el salvador. Ellos han comprendido la más profunda humildad, el desinterés más sublime. Como han renunciado a todo, incluso a su propia personalidad, todas sus obras son santas y duraderas, ya que no tienen la corrupción que entraña el ego. Ellos dan y, sin embargo, jamás piensan en recibir; trabajan sin lamentarse del pasado y sin anticipar el futuro y nunca buscan recompensa alguna.
El agricultor que ha cultivado, que ha preparado su tierra y que ha colocado la semilla sabe que ha hecho todo lo que podía hacer y que, a partir de ese momento, debe confiar en los elementos y esperar con paciencia a que, con el tiempo, se produzca la cosecha. Sabe también que ningún tipo de expectativa de su parte podrá modificar el resultado. Aun así, aquel que ha comprendido que la Verdad siembra, sin esperar nada a cambio, las semillas de la bondad, de la pureza, del amor y de la paz, sabe que existe una Gran Ley que todo lo regula, que produce su cosecha a su debido tiempo y que es, al mismo tiempo, la fuente de la preservación y de la destrucción.
Los seres humanos que no comprenden la divina simplicidad de un corazón sin egoísmo, consideran que su salvador particular es la manifestación de un milagro especial, algo completamente ajeno a la naturaleza de las cosas, inalcanzable para la humanidad a causa de su excelencia ética. Esta actitud de falta de fe (porque eso es lo que realmente es) en la divina perfectibilidad del hombre paraliza todo esfuerzo y ata las almas de los hombres al pecado y al sufrimiento con fuertes cuerdas. Jesús «creció en sabiduría» y fue «perfeccionado por el sufrimiento». Así lo consiguió Jesús; así lo alcanzó Buda; y todos los santos lo han logrado con una continua perseverancia en el autosacrificio. Una vez que reconozcas esta gran verdad, una vez que comprendas que, con esfuerzo vigilante y una tenacidad llena de esperanza, puedes elevarte por encima de tu naturaleza inferior, se abrirán ante ti grandes y gloriosos horizontes y logros. Buda juró que no cejaría en sus esfuerzos hasta llegar a este estado de perfección y, al final, consiguió su propósito.
Tú también puedes alcanzar lo que santos, sabios y salvadores han logrado si recorres el mismo camino que ellos recorrieron y delimitaron: la ruta del autosacrificio y del servicio abnegado.
La Verdad es muy simple y nos dice: «Renuncia al ego», «Ven a Mí» (lejos de todo lo que se corrompe) y «Yo te daré descanso». La gran cantidad de comentarios que han provocado estas frases no puede lograr que un corazón que busca con toda rectitud la Honestidad deje de escucharlas. No hace falta el aprendizaje; la verdad puede conocerse a pesar de la ausencia de éste. Aunque el hombre egoísta, en su desorientación, la vista con muchos disfraces, la bella simplicidad y clara transparencia de la Verdad permanecerá inalterable y resplandeciente para que el corazón generoso penetre y participe de su brillante resplandor. No se llega a la Verdad mediante complejas teorías, ni tampoco con la creación de filosofías especulativas, sino con el deseo de tejer la red de pureza interior y con el anhelo de construir el Templo de una vida incorruptible.
El que recorre este sagrado camino empieza por refrenar sus pasiones. Al hacerlo, practica la virtud y ésta es el comienzo de la gracia. A su vez, la gracia es el comienzo de la santidad. El hombre que es mundano en todos los aspectos satisface todos sus deseos y únicamente lo restringe la ley del lugar donde vive. El virtuoso domina sus pasiones; el santo ataca al enemigo de la Verdad en la fortaleza que se encuentra dentro de su corazón y reprime todos los pensamientos impuros y egoístas porque se ha liberado de la pasión. El hombre santo es aquel para quien la bondad y la pureza son algo tan natural como el perfume y el color lo son para una flor. Es un ser divinamente sabio. Solamente él conoce la Verdad en toda su plenitud y ha conseguido una paz y un descanso perdurables. Para el santo, el mal ha terminado: ha desaparecido en la luz universal de Todo lo Bueno. La santidad es la insignia de la sabiduría. Dijo Krishna al Príncipe Arjuna:
«La humildad, la veracidad y la no violencia, la tolerancia, la sencillez y la veneración a los sabios, la pureza, la constancia, el autocontrol, renunciar al goce de los sentidos, el autosacrificio, la percepción de la certeza de lo negativo en el nacimiento, la muerte, la vejez, la enfermedad, el sufrimiento y el pecado. Un corazón siempre tranquilo en lo bueno y lo malo de la fortuna…
… Decididos esfuerzos para alcanzar la mayor percepción del alma, y la gracia necesaria para comprender los beneficios de lo que se trata de conquistar. ¡Ésa es la verdadera sabiduría, Príncipe! ¡Todo lo demás es ignorancia!».
Quien pelea, día y noche, contra su propio egoísmo y se esfuerza por sustituirlo por el amor que todo lo abarca, es un santo, ya sea que viva en una cabaña o rodeado de poder y de riquezas. Es un santo, tanto si predica como si permanece en la oscuridad.
Para todas aquellas personas mundanas que comiencen a tener aspiraciones más elevadas, un santo tan bondadoso como San Francisco de Asís o un santo victorioso como San Antonio pueden convertirse en una inspiración gloriosa. Para el santo, la imagen de un sabio resulta igual de cautivadora tanto si lo observa sereno y virtuoso, después de haber vencido el sufrimiento y el pecado, como después de haber dejado atrás los arrepentimientos y remordimientos, alguien a quien la tentación ya no podrá alcanzar. Y hasta el sabio se siente inspirado por la imagen, aún más gloriosa, del salvador que manifiesta con afán su conocimiento en generosas labores y que engrandece su divinidad al sumergirse en el palpitante, afligido y suplicante corazón de la humanidad.
Éste es el verdadero servicio: olvidarse de uno mismo y dedicarse al amor a los demás, perderse para trabajar a favor de la humanidad. Hombre tonto y vanidoso que piensas que muchas palabras podrán salvarte, hombre que, encadenado al error, hablas a gritos de ti mismo, de tu trabajo y de tus muchos sacrificios para manifestar tu propia importancia, te digo lo siguiente: ¡aunque tu fama llene el mundo entero, toda tu labor se convertirá en polvo y a ti se te reconocerá por debajo de lo más ínfimo en el Reino de la Verdad!
Sólo la labor que es impersonal puede subsistir. Los afanes del ego son efímeros e inútiles. Las tareas que se llevan a cabo sin egoísmo y con un alegre sacrificio, sin importar lo humildes que sean, representan un verdadero servicio y un trabajo perdurable. Las tareas que se llevan a cabo por amor al ego, por muy brillantes y exitosas que sean, representan la ignorancia de la Ley de Servicio y, en consecuencia, el trabajo se extingue.
El mundo debe aprender una divina y gran lección: la lección de la generosidad absoluta. Los santos, sabios y salvadores de todos los tiempos son aquellos que se han dedicado a esta tarea, la han aprendido y la han vivido. Todas las sagradas escrituras que existen en el mundo enseñan esta lección, y todos los grandes maestros la reiteran. Sin embargo, ésta resulta demasiado simple para un mundo que, al desdeñarla, camina a trompicones por los complejos caminos del egoísmo.
Un corazón puro es el propósito de toda religión y el inicio de la divinidad. Buscar esta honestidad es tomar el Camino de la Verdad y de la Paz, y aquel que toma este Camino pronto percibirá esa inmortalidad que es independiente del nacimiento y de la muerte y comprenderá que, en la Divina economía del universo, el esfuerzo más humilde no se pierde.
La divinidad de un Krishna, un Gautama o un Jesús es la gloria coronada de la autoabnegación, el fin del peregrinaje del alma dentro de la mortalidad y la materia. El mundo no terminará su largo viaje hasta que todas las almas sean como éstas y hayan entrado en la dichosa realización de su propia divinidad.
Una gran gloria corona las cimas de esperanzas ganadas en ardua lucha; un honor brillante circunda la cabeza que ha realizado misiones colosales; las merecidas riquezas vienen para el que lucha por doradas ganancias y la fama glorifica el nombre del que trabaja con sabiduría. Pero mayor gloria espera a quien, en la lucha incruenta contra el ego y el mal, adopta, en el amor, la vida de sacrificio; y mayor honor ciñe la frente del que, entre el desdén de los ciegos idólatras del ego, acepta la corona de espinas. Y más pura y más justa es la riqueza que recibe el que lucha por recorrer los caminos del amor y la verdad, endulzando las vidas de los demás; y el que sirve bien a la humanidad, cambiando la fama efímera por la Luz eterna, la Alegría y la Paz, y se envuelve en la llama celestial.