Siete

 

—En serio, Benz, ¿por qué tardas tanto? —Reda apagó el motor del coche patrulla, se metió las llaves en el bolsillo, salió y cerró con un portazo—. ¿Has tenido que cultivar los granos de café u ordeñar personalmente a la vaca?

Más probablemente estaría de charla con la guapa morena que trabajaba en el mostrador del Porthole Packie.

Normalmente a Reda no le molestaba que su atractivo compañero se pusiera a flirtear, aunque la chica en cuestión tuviera más de diez años menos que él y estudiara en una universidad de la zona. Esa noche, sin embargo, la idea la cabreaba. Aunque no había estado muy enamorada del hombre que acababa de dejarla diciéndole: «no eres tú, soy yo», sí pensaba que el hecho de que hubiera ocurrido una vez más debería darle al menos cierta prioridad en lo referente al café. Quizá incluso una chocolatina de regalo.

Que, al parecer, iba a tener que comprarse ella misma. Empujó la puerta de la tienda murmurando entre dientes, sin hacer caso de las miradas de curiosidad que le lanzaron dos peatones. El local, una tienda de licores que, como muchos otros lugares de la zona, se había visto obligada a diversificarse para seguir a flote, tenía ahora también una sección de alimentación y servía un café excelente.

Cuando entró por la puerta, miró automáticamente el espejo curvo encima de su cabeza, que estaba colocado en ángulo para mostrar la zona de la caja registradora y tenía el apoyo de una cámara de vídeo.

Se quedó paralizada al ver a Benz detrás del mostrador con las manos en alto, una pistola en la cara y a la universitaria escondida detrás de él con los ojos cerrados y tapándose las orejas con las manos. Reda pasó la vista del espejo a la caja registradora y se dio cuenta de que lo que veía era real.

En el segundo que tardó el agresor en mirarla y empezar a gritarle que tirara la pistola y se tumbara en el suelo, ella valoró la escena… las líneas de visión, el posible modo de cubrirse y las posiciones de las otras tres personas presentes. Al instante se vio a sí misma fingiendo que cumplía órdenes pero lanzándose contra una estantería cercana. La vio caer sobre el agresor, vio a Benz saltar por encima del mostrador y dominar al tipo de la pistola. Era cuestión de entrenamiento, planificación e instinto, todo en uno. Y solo pasó en su cabeza.

En la realidad se quedó paralizada sin hacer nada.

—¡Al suelo! —el agresor dio un salto atrás y pasó de apuntar a Benz a apuntarla a ella. Reda vio el pánico en sus ojos y supo que tenía que reaccionar, tenía que apartarse de la línea de fuego. Pero no pudo. Su cerebro no funcionaba y su cuerpo no se movía.

La expresión del atracador cambió. Y Reda vio su muerte en los ojos de él.

—¡No! —Benz saltó por encima del mostrador y fue a por él tal y como Reda había imaginado, pero ella no le había ofrecido una distracción, no había hecho nada.

El agresor se giró y disparó cuando Benz lo golpeó. El tiro sacó a Reda de su parálisis cuando los dos hombres caían juntos al suelo, pero tardó demasiado en desenfundar la pistola. El pistolero se levantó de debajo de Benz y corrió a la salida.

—¡Alto! —gritó ella—. ¡Alto, policía! —lo cual fue solo una pérdida de tiempo.

Además, él ya se había ido y la puerta se había cerrado a sus espaldas.

Reda vaciló un momento más. ¿Lo perseguía o se quedaba? Una mirada a Benz tomó la decisión por ella. La sangre roja oscura formaba ya un charco en el suelo de tarima. Sacó la radio y pidió una ambulancia. Se acuclilló al lado de Benz y miró el desgarrón en el cuello.

Puso una mano en la herida y apretó como una loca diciéndole que aguantara, que había ayuda en camino.

Pero nada de eso importó, porque Benz ya había muerto.

—Y cuando los inspectores me preguntaron por el agresor, no pude recordar nada —terminó Reda, que había olvidado ya el bosque oscuro que los rodeaba y veía solo la tienda de licores, la sangre y las expresiones de los otros policías después de eso—. Los demás testigos no le habían visto la cara y el vídeo no sirvió de nada. ¡Si hubiera podido decirles algo! Pero no, solo quedaba niebla, como si mi mente se hubiera cerrado junto con mi cuerpo. Ni siquiera pude ayudarles con eso. Yo era un peso muerto e inútil —miró a Dayn—. Igual que he sido aquí.

Él la miró a los ojos, aunque su expresión estaba escondida en la oscuridad del amanecer que había empezado a teñir el horizonte de un tono azul vivo.

—Esperas que te diga que no fue culpa tuya.

A ella le dio un vuelco el estómago.

—Tú crees que lo fue.

—Creo que no importará nada lo que yo crea. Tienes que solucionarlo por ti misma y encontrar el modo de aceptarlo. O no.

Pero aunque sus palabras levantaban barreras, el tono suave de su voz las atravesaba y recordaba a Reda con quién hablaba y lo que él había pasado. Él no había perdido solo a un compañero, había perdido a su familia, su vida y su herencia.

—Lo siento —dijo ella sonrojándose—. Tú solo preguntabas por ser amable y yo me he puesto a hablar y…

Él le tomó la mano.

—Reda, basta. Yo no quería decir eso.

Ella tragó saliva e intentó no aferrarse mucho a su mano.

—Perdona. No se me da bien interaccionar con la gente. Mis hermanos dicen que es porque paso demasiado tiempo sola —o al menos era lo que decían antes de largarse a iniciar trabajos nuevos y familias nuevas dejándola a ella atrás.

—El concepto me resulta familiar —él le soltó la mano, pero caminaban más juntos que antes y sus hombros y brazos se rozaban—. Me he pasado todos estos años muriéndome de ganas de volver a Elden, de reencontrarme con mis hermanos y matar al Mago Sangriento, no necesariamente en ese orden. Pero también he pasado mucho tiempo culpándome por no haber estado en el castillo cuando llegó el ataque.

—No habrías podido… —Reda se interrumpió porque entendió lo que él quería decir.

—Exacto. Cierto o equivocado, lo que importa es que yo me siento responsable —él hizo una pausa—. Había una chica, Twilla. Era hija de un guardián y pensaba entrenar para ser guardia de la reina.

—¡Oh! —era ridículo sentir celos, pero Reda los sentía.

—Mis padres no lo aprobaban porque ella era plebeya y tenían otros planes para mí. Discutimos y yo me largué enfadado, y estaba fuera cuando cayó el castillo. Peor, lo último que hubo entre nosotros antes de su muerte fueron palabras feas y acusaciones.

Dayn extendió las manos.

—No estoy orgulloso de mí mismo. Me habría gustado ser mejor hombre y mejor hijo. Mejor príncipe, incluso. Pero no puedo volver atrás y cambiar eso. Lo único que puedo hacer es ser mejor la próxima vez, sea cuando sea esa vez.

—¡Oh! —repitió ella, pero esa vez fue un sonido más suave, un sonido de comprensión. Porque ahora entendía lo que quería decir él cuando hablaba de seguir adelante y mirar al frente. No pretendía alejarla del pasado ni que lo ignorara. Intentaba arreglar el futuro.

Y en eso no se parecía al padre ni a los hermanos de ella, que pasaban tanto tiempo adelantándose a los acontecimientos que no podían ver lo que tenían delante.

Su opinión de él, que ya era peligrosamente elevada, subió un escalón más. Y eso, combinado con la lobosbena, hizo que ahora fuera muy consciente de que sus brazos se rozaban al andar. El contacto era casi indetectable a través de las chaquetas y los jerséis, pero ella lo sabía. Lo sabía.

Sin embargo, aunque el calor de la excitación seguía alto en su sangre, su energía empezaba a decaer. No dijo nada y siguió andando hasta que Dayn le dio un codazo y señaló un estrecho sendero de caza que salía del camino principal.

—Mira. Eso es lo que buscaba. Lleva a una cabaña de caza a un kilómetro de aquí —sonrió—. Es de Kenar y sabemos con seguridad que está detrás de nosotros. La manada tendrá que descansar, así que estaremos seguros. He traído un par de varitas. Clavaré una aquí para que nos advierta si sube alguien por el sendero y colocaré la otra en los alrededores de la cabaña.

Ella asintió.

—Está bien.

El sol salía por el horizonte, señalando el final de una noche casi interminable, pero ella no miró a su alrededor, no le importaba dónde estaban ni qué aspecto tenía el sitio a la luz del día. Mantenía la vista fija en el suelo y seguía a Dayn por una pendiente que a veces se volvía tan empinada que era casi vertical y tenían que agarrarse con manos y pies a las raíces y las piedras.

Por fin él llegó a la cima y se volvió.

—Vamos. Ya hemos llegado.

Ella le dio la mano y él tiró de ella hasta lo que resultó ser un saliente ancho en la base de una pared de roca. Cerca de la parte de atrás, apoyada en la roca, había una cabaña de troncos casi oculta entre matorrales y pinos que no eran muy altos pero sí más que el pequeño habitáculo.

Reda siguió a Dayn hasta la cabaña y se detuvo obediente cuando él le hizo una seña, demasiado cansada para ofrecerse a ayudarle a explorar la zona y colocar las varitas. Cuando se reunió con ella, iba mezclando una especie de polvos en el contenido del pellejo de agua que llevaba al hombro.

Cuando llegó a su lado, echó atrás la cabeza y bebió largamente.

Reda miró fascinada los movimientos de su garganta, sintió un cosquilleo en la piel y la sensación penetró en ella y rozó el punto de calor que era todo lo que le quedaba del poder de la lobosbena.

Se estremeció levemente cuando él bajó el pellejo de agua y se lo ofreció.

—Es un estimulante suave. Te despejará la niebla e impedirá que quedes tan inconsciente que no puedas correr si es necesario.

Cuando Reda tomó la poción, el cosquilleo se extendió por todo su cuerpo en una combinación potente de miedo y excitación que, en lugar de dejarla paralizada en el sitio, la impulsaba a acercarse a él y acurrucarse a su lado. No dejó que le temblara la mano, pero cuando tragó la mezcla, que tenía un sabor suave a cítrico pero con un regusto a té negro fuerte, era muy consciente de que Dayn la miraba como lo había mirado ella y se preguntó si sentía también el cosquilleo.

Bajó el pellejo de agua y lo miró a los ojos. Y casi se quemó con su mirada. Él tenía las pupilas dilatadas y el cuerpo tenso y parecía más grande que unos momentos antes, como si sintiera el mismo anhelo atávico de apareamiento que se había apoderado de ella.

El rostro de Reda se cubrió de un rubor intenso que bajó rápidamente por su garganta hasta calentarle la piel del pecho. Los pezones se endurecieron con una excitación que encontró eco en su mismo núcleo, hasta que todo su cuerpo vibró de excitación sensual.

«Es la droga», se dijo débilmente; pero solo débilmente porque en realidad era Dayn. Y porque ya estaba harta de ser racional, pragmática o lógica.

Él no era el leñador, no era el amante que había visto en sus sueños. Pero eso no le había impedido desearlo desde el primer momento en que se había despertado y lo había mirado a los ojos. Más aún, mientras estaban allí, en un saliente de roca escondido, tan seguros como podían estar dadas las circunstancias, sintió rebeldía, avaricia y, extrañamente, lógica.

Tal vez no estuviera atrapada en un sueño, pero aquello no era su vida real. Y teniendo en cuenta eso, mientras guiara a su príncipe hasta el arco a tiempo, ¿qué tenía de malo que en las próximas cuarenta y ocho horas buscara lo que quería?

Dayn vio el cambio en sus ojos, vio su deseo seguido de comprensión y después de determinación y supo que ella iba a ser la más lista de los dos y apartarse. Probablemente sería lo mejor, porque en aquel momento era él el que estaba paralizado, clavado al sitio no por el miedo sino por el deseo. Quizá allí también había miedo, causado por saber que aquello no era solo la poción, al menos no para él.

Sí, la lujuria le palpitaba bajo la piel, endurecía su carne y le hacía querer cerrar la distancia entre ellos y besar los labios, el cuerpo y el sexo de ella. Pero también había una ternura y un respeto que habían nacido durante la noche al verla luchar por lidiar con la situación en la que se había encontrado.

Ella se consideraba cobarde, pero él veía a una superviviente que se había visto obligada a reconstruir su vida demasiadas veces sola y que había dejado de creer… en sí misma, en la suerte, en la fe. Y esa parte de ella llamaba a la misma parte de él y hacía que se sintiera, por el momento al menos, un poco menos solo.

Ella era su guía. Pero también era una mujer por derecho propio, y esa mujer lo atraía, le producía deseo. Y eso, combinado con las pociones, implicaba que tendría que ser ella la que se apartara.

En vez de eso, ella dio un paso hacia él.

Dayn contuvo el aliento.

—Reda —no pudo decir nada más. Solo su nombre.

Los labios de ella se curvaron; sus ojos se oscurecieron hasta el azul glorioso que él había visto en sus sueños.

—Dayn.

Y ella dio un paso más. Otro más y se tocarían.

Dayn tuvo la sensación de que se le paraba hasta el corazón, y en aquel momento fue como si estuviera de vuelta en el bosque de Elden, esperando a una criatura fiera y peligrosa que era al mismo tiempo hermosa y extrañamente tímida. En su sangre había el mismo zumbido de anticipación, la misma sensación maravillada y un susurro interior que decía: «Sí, eso es. Un paso o dos más y serás mía».

—La droga… —empezó a decir. Pero guardó silencio cuando ella dio el último paso y quedaron cara a cara, sin tocarse pero lo bastante cerca para hacerlo. Para besarse. Para hacer más. Él era consciente de su cuerpo y de su calor incluso a través de las capas de ropa.

Ella le puso un dedo en los labios.

—Para mí no es solo la droga. Y si lo es, no me importa —le brillaron los ojos—. Estaba adormecida, no solo por lo que le pasó a Benz, sino también porque no he encontrado lo que quería en un hombre, en un trabajo ni en la vida. No todo era malo, pero no dejaba de pensar que podía ser mejor. Y ahora… —se interrumpió y apretó un segundo los labios—. Lo que importa es que ahora me siento viva.

«Sí», pensó él. «Vivo». Esa era la palabra para describir la sensación que lo embargaba y hacía que todo pareciera fresco y brillante cuando el sol coronaba el horizonte y un pájaro cantor solitario trinaba desde los árboles que rodeaban la cabaña. ¿Había pasado los últimos años caminando por la vida como un sonámbulo, viviendo solo a medias porque la estaba esperando?

Creía que sí. Y ahora estaba despierto. ¡Estaba despierto!

De pronto ya pudo moverse otra vez. Quería correr, abrazarla y hundirse en ella. Por eso y por su impaciencia, se obligó a ir despacio.

Dolorosamente despacio.

Tomó el rostro de ella en sus manos, se inclinó y la besó en los labios. Se entretuvo allí, captando la sensación de la piel suave de ella y el modo en que pasaba de fría a cálida contra él, oyendo su respiración, saboreando la magia y oliendo a flores y especias.

El calor subía por su cuerpo y su alma y hacía que le picara la piel de las encías. «No», dijo a la magia. «Ahora no. Con ella no». Aquello lo sobresaltó un poco porque no sabía dónde estaría la siguiente vez que se alimentara, ni si tendría alguna vez esa oportunidad., pero sabía que no estaría con ella, porque cuando llegaran al Arco Meriden, seguirían caminos separados.

—Escucha —necesitaba decir algo, pero no sabía qué exactamente—. Cuando lleguemos a Meriden…

—Ahora no quiero pensar en eso —ella lo besó en los labios y pasó delante de él en dirección a la cabaña, aunque enseguida se volvió y le tendió la mano—. Prefiero pensar en ti.

La luz del sol pasó entonces del amanecer al día y Dayn la vio claramente por primera vez. Su hermoso pelo cobrizo atrapaba la luz del sol, sus labios estaban suaves por los de él y lucía un sonrojo de deseo en la piel.

Más aún, sus palabras resonaban dentro de él como un recuerdo de que había sido muchas cosas, hijo, príncipe, hermano, cazador, invitado… pero casi nunca él mismo. Había otros hijos, otros príncipes, otros hermanos, cazadores e invitados. Pero Reda lo miraba a él, lo deseaba a él solo.

Extendió el brazo y sus dedos se encontraron y se aferraron.

Y la siguió a la cabaña con la sensación de que en ese momento había cambiado el eje de toda su existencia.