El brazo derecho de Dougie Mortimer
Robert Henry Kefford, conocido por sus amigos como Bob, estaba en la cama con una joven llamada Helen cuando oyó hablar por primera vez del brazo derecho de Dougie Mortimer.
Bob lamentaba tener que abandonar Cambridge.
Había pasado tres gloriosos años en St. John’s y aunque no había leído tantos libros como los que tuvo que leer para conseguir su título en la Universidad de Chicago, se había esforzado todo lo posible por mantener la cabeza fuera del agua.
Era insólito para un estadounidense haber obtenido una cinta azul de remo a principios de los años setenta, pero haber remado durante tres años seguidos con el victorioso equipo de ocho de Cambridge se reconocía como una primicia.
Robert Henry Kefford II, el padre de Bob, conocido por sus amigos como Robert, había viajado a Inglaterra para ver a su hijo tomar parte en las tres carreras desde Putney a Mortlake. Después de que remara con el equipo de Cambridge y lo llevara por tercera vez a la victoria, su padre le dijo que no debía regresar a su nativa Illinois sin haber ofrecido al club de remo de la universidad algo por lo que pudiera ser recordado en el futuro.
—Y no lo olvides, muchacho —declaró Robert Henry Kefford II—, el regalo debe ser ostentoso. Mejor hacer un esfuerzo para regalarles un objeto de valor histórico, antes que ofrecerles algo que haya costado mucho dinero. A los británicos les encanta esa clase de cosas.
Bob se pasó muchas horas reflexionando sobre las palabras de su padre, pero no se le ocurrió ninguna idea que valiera la pena. Después de todo, el club de remo de la universidad de Cambridge tenía más copas y trofeos de plata de los que podía exponer.
Fue aquel domingo por la mañana cuando Helen mencionó por primera vez el nombre de Dougie Mortimer. Ella y Bob se encontraban la una en brazos del otro cuando ella empezó a tantearle los bíceps.
—¿Es esto alguna clase de juego previo, típicamente británico, del que yo deba estar enterado? —preguntó Bob al tiempo que rodeaba el hombro de Helen con el brazo libre.
—Desde luego que no —contestó Helen. Solo trato de descubrir si tus bíceps son tan grandes como los de Dougie Mortimer.
Como Bob nunca había conocido a una joven que hablara de otro hombre mientras estaba en la cama con ella, no se le ocurrió ninguna respuesta inmediata.
—¿Y lo son? —preguntó finalmente, sin dejar de flexionarlos músculos.
—Es difícil saberlo —contestó Helen—. En realidad, nunca le he tocado el brazo a Dougie. Solo lo he visto a distancia.
—¿Y dónde te has cruzado con un ejemplar tan magnífico de masculinidad?
—Suele estar colgado de la barra, en el pub de mi padre, en Hull —dijo escuetamente Helen.
—¿Y no le parece eso un poco doloroso a Dougie Mortimer? —preguntó Bob con una sonrisa.
—Dudo mucho que eso le importe dijo Helen. Al fin y al cabo, lleva muerto más de sesenta años.
—¿Y su brazo todavía está colgado sobre la barra del bar? —preguntó Bob con incredulidad—. ¿No ha empezado a oler un poco mal a estas alturas?
Esta vez fue Helen la que se echó a reír.
—No, yanqui estúpido. Es un molde de bronce de su brazo. En aquellos tiempos, si alguien se mantenía en el equipo de la universidad durante tres años seguidos, hacían un molde del brazo para colgarlo en el club. Por no mencionar una tarjeta con su fotografía, que aparecía en cada paquete de cigarrillos Player’s. Y, ahora que lo pienso, yo nunca he visto tu fotografía en un paquete de cigarrillos —dijo Helen, que se subió la sábana por encima de la cabeza.
—¿Remó para Oxford o para Cambridge? —preguntó Bob.
—No tengo ni idea.
—Entonces, ¿cuál es el nombre de ese pub en Hull?
—El Rey Guillermo —contestó Helen al tiempo que Bob le sacaba el brazo de debajo del hombro.
—¿Es este el juego previo estadounidense? —preguntó ella al cabo de un rato.
Más tarde, aquella misma mañana, después de que Helen se marchara a Newnham, Bob empezó a buscar en las estanterías un libro con tapa azul. Tomó la manoseada Historia de las competiciones de remos y ojeó el índice, para descubrir que se citaba a un total de siete Mortimer, Cinco de ellos habían remado por Oxford, dos por Cambridge. Empezó a rezar mientras revisaba las iniciales, Mortimer, A. J. (Westminster y Wadham, Oxon), Mortimer, C. E. (Uppingham y Oriel, Oxon), Mortimer, D. J. T, (Harrow y St. Catharine’s, Cantab), Mortimer, E. L. (Oundle y Magdalen, Oxon).
Bob volvió de nuevo la atención a Mortimer, D. J. T., biografía en la página 129. Pasó las páginas hacia atrás hasta que llegó a la entrada que buscaba. Douglas John Townsend Mortimer (St. Catharine’s), Cambridge, 1907-1908, 1909, primer remero. Luego, leyó el breve resumen de la carrera de Mortimer como regatista.
Dougie Mortimer remó y llevó a la embarcación de Cambridge a la victoria en 1907, una hazaña que repitió en 1908. Pero en 1909, cuando los expertos consideraban que Cambridge disponía del mejor equipo desde hacía muchos años, los azul celeste perdieron ante la embarcación de Oxford, considerada como la que contaba con peores expectativas. Aunque la prensa sugirió muchas explicaciones en su época, el resultado de la carrera sigue siendo un misterio hasta nuestros tiempos. Mortimer murió en 1914.
Bob cerró el libro y lo dejó de nuevo en la estantería.
Probablemente, pensó, el gran remero debía de haber muerto en la Primera Guerra Mundial. Se sentó en el borde de la cama y consideró la información que ahora poseía. Si lograba hacer regresar el brazo derecho de Dougie Mortimer a Cambridge y ofrecérselo al club en la cena anual de los azules, seguramente sería un regalo que satisfaría el exigente criterio de su padre.
Se vistió y bajó hasta el teléfono de pago, en el pasillo. Una vez que el servicio de información le dio los cuatro números que buscaba, se dispuso a afrontar el siguiente obstáculo.
Las primeras llamadas las hizo al Rey Guillermo o, para ser más exactos, a los Rey Guillermo, pues el servicio de información le había dado los números de tres pubs de Hull que ostentaban el mismo nombre.
Cuando se puso en contacto con el primero, preguntó:
—¿Tienen ustedes el brazo derecho de Dougie Mortimer colgado sobre el mostrador?
No entendió todas y cada una de las palabras de la voz que le contestó, con fuerte acento del norte, pero no le quedó la menor duda de que no lo tenían allí.
La segunda llamada la contestó una chica que replicó:
—¿Se refiere a esa cosa que está claveteada en la pared, por encima de la barra?
—Sí, supongo que eso debe de ser —contestó Bob.
—En ese caso, este es el pub que usted busca.
Una vez que Bob hubo anotado la dirección y comprobado el horario de apertura del pub, hizo una tercera llamada.
—Sí, es posible —se le dijo ante su pregunta—. Puede tomar el de las 15.17 a Peterborough, donde tendrá que cambiar para tomar el de las 16.09 a Doncaster, y luego volver a cambiar para llegar a Hull a las 18.32.
—¿Cuál es el último tren de regreso? —preguntó Bob.
—A las 20.52, con cambio en Doncaster y Peterborough. Estaría de nuevo en Cambridge poco después de la medianoche.
—Gracias —dijo Bob.
Luego se dirigió a la facultad para almorzar y ocupó un asiento ante la gran mesa central, aunque demostró ser una compañía insólitamente aburrida para todos aquellos que le rodeaban.
Aquella misma tarde abordó el tren hacia Peterborough, sin dejar de pensar en cómo lograría aliviar a los propietarios del pub de su preciada posesión. Una vez en Peterborough, bajó de un salto, se dirigió a un tren que esperaba en el andén tres y subió a él, sumido todavía en sus pensamientos. Un par de horas más tarde, cuando el tren llegó a Hull, aún no había logrado solucionar su problema. Tomó el primer taxi de la fila y le pidió al conductor que lo llevara al Rey Guillermo.
—¿En Market Place? ¿En la esquina de Harold con Percy Street? —preguntó el taxista.
—Percy Street, por favor —contestó Bob.
—No abren hasta las siete, muchacho —le dijo el taxista una vez que dejó a Bob ante la puerta.
Bob comprobó la hora. Le quedaban veinte minutos de tiempo. Caminó por una calle lateral y se dirigió hacia la parte trasera del pub. Se detuvo a observar a unos muchachos que jugaban al fútbol. Utilizaban como porterías las dos paredes frontales de las casas situadas a ambos lados de la calle, y demostraban una extraordinaria habilidad para no lanzar la pelota contra ninguna de las ventanas. Bob se preguntó si aquel deporte llegaría a echar raíces alguna vez en Estados Unidos.
Se sintió tan cautivado por la habilidad de los muchachos, que ellos se detuvieron para preguntarle si deseaba participar en el juego.
—No, gracias —les contestó, convencido de que si lo hiciera sería la única persona en romper una ventana.
Llegó de nuevo ante la entrada del Rey Guillermo pocos minutos después de las siete y entró en el pub, con la esperanza de no atraer mucho la atención. Pero, con un metro noventa y tres de altura, vestido con una chaqueta azul cruzada, pantalones de franela gris, camisa azul y corbata de la facultad, las tres personas que estaban por detrás del mostrador bien pudieron haberse preguntado de qué planeta había salido. Evitó mirar hacia lo alto de la barra cuando una joven camarera rubia se adelantó hacia él y le preguntó qué quería tomar.
—Una jarra mediana de la mejor cerveza amarga que tenga —contestó Bob, con un esfuerzo para que su voz sonara como la de uno de sus amigos ingleses cuando pedían una bebida en el local de la facultad.
El propietario miró a Bob con recelo cuando le llevó la jarra mediana a la pequeña mesa redonda del rincón, y luego se sentó tranquilamente en un taburete. Bob se sintió complacido cuando otros dos hombres entraron en el pub y la atención del propietario se dirigió hacia ellos.
Bob tomó un sorbo del oscuro líquido y estuvo a punto de atragantarse. Cuando se hubo recuperado, dejó que la mirada se desplazara hacia lo alto del mostrador. Intentó ocultar su nerviosismo al observar la escultura de bronce de un enorme brazo incrustado en un gran trozo de madera barnizada. El objeto le pareció tan terrible como inspirador. Su mirada descendió hacia las letras mayúsculas impresas en oro, por debajo de la escultura:
Bob no apartó la vista del propietario, mientras el pub empezaba a llenarse, pero pronto se dio cuenta de que era su esposa, a la que todos llamaban Nora, la que no solo estaba realmente a cargo del local, sino que también se ocupaba de atender a la mayoría de los clientes.
Una vez que hubo terminado su jarra de cerveza, se dirigió hacia ella, en el extremo de la barra.
—¿En qué puedo servirle, joven? —preguntó Nora.
—Tomaré otra, gracias —dijo Bob.
—Estadounidense, ¿verdad? —preguntó ella mientras bajaba la palanca de la bomba y empezaba a llenarle de nuevo la jarra—. No vienen muchos por aquí, al menos desde que cerraron las bases. —Dejó la jarra llena sobre el mostrador, delante de él—. ¿Qué le trae por Hull?
—Usted —contestó Bob sin hacer caso de la bebida.
Nora miró con recelo a aquel extraño, lo bastante joven como para ser su hijo. Bob le sonrió.
—Oh, para ser más exactos, Dougie Mortimer.
—Ah, ahora ya le tengo localizado —dijo Nora—. Fue usted el que llamó esta mañana, ¿verdad? Mi hija Christie me lo dijo. Debería haberlo imaginado.
—¿Cómo es que el brazo terminó aquí, en Hull? —preguntó Bob.
—Bueno, eso es una larga historia —contestó Nora—. Perteneció a mi abuelo. Nació en Ely, y solía pasar las vacaciones de pesca en el río Cam. Dijo que eso fue lo único que logró pescar ese año, lo que supongo que es mucho mejor que decir que se cayó desde la parte trasera de un camión. Sin embargo, cuando murió, hace unos pocos años, mi padre quiso tirarlo, junto con un montón de cosas inútiles, pero yo no quise saber nada y le dije que lo colgaría aquí mismo, en el pub, ¿verdad? Lo limpié y lo barnicé hasta que terminó por convertirse en algo bastante agradable y luego lo colgué encima de la barra. Pero ha hecho usted un viaje muy largo solo para echarle un vistazo a ese viejo remiendo.
Bob levantó la mirada para admirar de nuevo el brazo. Contuvo la respiración.
—No vine solo a mirar.
—Entonces, ¿a qué ha venido? —preguntó ella.
—A comprarlo.
—Empieza a moverte, Nora —dijo el propietario—. ¿Es que no ves que hay clientes que esperan a que les sirvas?
Nora se volvió en redondo hacia él.
—Sujeta tu lengua, Cyril Barnsworth. Este joven ha hecho un largo viaje hasta Hull solamente para ver el brazo de Dougie Mortimer y, lo que es más, resulta que quiere comprarlo.
Eso causó una oleada de ligeras risas entre los clientes habituales que estaban más cerca de la barra del bar, pero al ver que Nora no se reía se apresuraron a ponerse serios.
—En ese caso, ha sido un viaje perdido, ¿verdad? —dijo el propietario—. Porque eso no está a la venta.
—No eres tú quien decide su venta —dijo Nora, que se llevó las manos a las caderas—. Pero no por ello deja de tener razón —añadió volviéndose a mirar a Bob—. No me separaría de él ni por un billete de cien —dijo Nora.
Algunos de los clientes empezaron a interesarse por la conversación.
—¿Qué le parecen doscientos? —preguntó Bob con calma. Esta vez, Nora lanzó una risotada, aunque Bob ni siquiera se permitió una ligera sonrisa. Cuando Nora dejó de reír, miró directamente a aquel extraño joven.
—Dios mío, lo ha dicho en serio —exclamó.
—Desde luego que sí —le aseguró Bob—. Quisiera asegurarme de que ese brazo regresa al hogar al que le corresponde, en Cambridge, y estoy dispuesto a pagar doscientas libras por ese privilegio.
El propietario miró a su esposa, como si no pudiera creer lo que oía.
—Podríamos comprar ese pequeño coche de segunda mano al que le he puesto la vista encima —comentó.
—Por no hablar de las vacaciones de verano y de un abrigo nuevo para el próximo invierno —añadió Nora, que miró a Bob como si todavía tuviera que convencerse de que aquel joven no había surgido de otro planeta. De repente, extendió la mano por encima del mostrador y dijo—: De acuerdo, joven, acaba usted de cerrar un trato.
Al final, Bob tuvo que pagar varias rondas a aquellos clientes que afirmaron haber sido buenos amigos personales del abuelo de Nora, a pesar de que algunos de ellos eran evidentemente jóvenes. También tuvo que quedarse a dormir aquella noche en un hotel de la localidad, porque Nora no quiso desprenderse de la «reliquia de familia» de su abuelo, como empezó a llamarla ahora, hasta que el director del banco no llamara a Cambridge para comprobar que el cheque de Robert Henry Kefford III valía, en efecto, doscientas libras.
El lunes por la mañana, Bob se aferró a su tesoro durante todo el trayecto de regreso a Cambridge, y luego transportó el pesado objeto desde la estación hasta su alojamiento en Grange Road, donde lo ocultó debajo de la cama. Al día siguiente lo llevó a un restaurador local de muebles, quien prometió devolverle al brazo su antigua gloria a tiempo para la noche de la cena de los azules.
Tres semanas más tarde, cuando Bob pudo contemplar los resultados del trabajo del restaurador, se sintió inmediatamente convencido de que ahora poseía un trofeo no solo digno del club, sino que, además, satisfacía plenamente los deseos de su padre. Decidió no compartir su secreto con nadie, ni siquiera con Helen, hasta la noche de la cena de los azules, aunque advirtió al extrañado presidente del club de que iba a hacer una presentación, para lo que necesitaría que previamente se atornillaran a la pared dos ganchos, separados cuarenta y cinco centímetros el uno del otro y a dos metros cuarenta de distancia del suelo.
La cena universitaria de los azules es un acontecimiento anual que se celebra en la sala de los remeros, que da al río Cam, y en la que tiene derecho a participar cualquier remero que hubiera defendido en el pasado, o defendiera en el presente el color azul del club. Al llegar, Bob se sintió encantado al ver que aquella noche registraría casi un récord de asistencia.
Colocó bajo la silla el paquete cuidadosamente envuelto en papel marrón, y una cámara sobre la mesa, delante de él.
Puesto que se trataba de su última cena de los azules antes de regresar a Estados Unidos, Bob había sido sentado a la mesa principal, entre el secretario honorario y el actual presidente del club. Tom Adams, el secretario honorario, se había ganado su camiseta azul unos veinte años antes, y era reconocido como la enciclopedia ambulante del club ya que era capaz de nombrar no solo a todos los que estuvieran presentes en la sala, sino también a todos los grandes del pasado.
Tom le indicó a Bob la presencia de tres medallistas olímpicos que se encontraban en distintas partes de la sala.
—El más viejo está sentado a la izquierda del presidente —dijo—. Es Charles Forester. En 1908-1909 remó para el club con el número tres, por lo que ahora debe de tener más de ochenta años.
—¿Es posible? —preguntó Bob, que recordó la fotografía de juventud de Forester, colgada en la pared del club.
—Desde luego que sí —afirmó el secretario—. Y lo que es más, jovencito —añadió con una sonrisa—, tú tienes su mismo aspecto.
—¿Qué me dice del hombre sentado en el extremo más alejado de la mesa? —preguntó Bob—. Parece incluso mayor.
—Lo es —asintió el secretario—. Se trata de Sidney Fisk. Fue timonel de 1912 a 1945, con solo una breve interrupción en la Primera Guerra Mundial. Si lo recuerdo bien, tomó el testigo de su tío, con muy poco tiempo de aviso previo.
—En ese caso, tuvo que haber conocido a Dougie Mortimer —dijo Bob con ansiedad.
—Ah, ese sí que es un gran nombre del pasado —dijo Adams—. Mortimer, D. J. T., 1907-1908-1909, del St. Catharine’s, primer remero. Oh, sí, Fisk tuvo que haber conocido a Mortimer, de eso puedes estar seguro. Y ahora que lo pienso, Charles Forester también tuvo que haber estado en la misma embarcación cuando Mortimer fue el primer remero.
Durante la cena, Bob siguió interrogando a Adams acerca de Dougie Mortimer, aunque fue incapaz de añadir gran cosa a la información que ya había encontrado Bob en Historia de las competiciones de remos, excepto confirmar la derrota de Cambridge en 1909, que todavía seguía siendo un misterio, ya que los azules habían tenido un equipo netamente superior.
Una vez retirados los últimos platos, el presidente se levantó para dar la bienvenida a sus invitados y pronunciar un corto discurso. Bob disfrutó de lo que pudo oír por encima del ruido producido por los rudos estudiantes, y hasta se unió al griterío cuando se mencionó el nombre de Oxford. El presidente terminó sus palabras diciendo:
—Este año habrá una presentación especial al club, a cargo de nuestro primer remero colonial Bob Kefford, que estoy seguro apreciaremos todos.
Cuando Bob se levantó de su asiento el griterío se hizo todavía más estridente, pero empezó a hablar con voz tan suave que el ruido desapareció con rapidez. Les contó a sus compañeros cómo había llegado a descubrir y más tarde a conseguir el brazo derecho de Dougie Mortimer, aunque no dijo dónde lo había encontrado.
Luego, con un ademán de triunfo, desenvolvió el paquete que había mantenido guardado debajo de la silla y dejó al descubierto el recientemente restaurado molde de bronce. Todos los presentes se pusieron en pie y lanzaron vítores. Una sonrisa de satisfacción apareció en el rostro de Bob, que miraba a su alrededor complacido, y solo deseaba que su padre hubiera podido estar presente para ser testigo de la reacción.
Al recorrer la sala con la mirada, no pudo dejar de observar que el más anciano azul de los presentes, Charles Forester, había permanecido sentado y que ni siquiera se había unido al aplauso. Luego, la mirada de Bob se desvió hacia Sidney Fisk, la única otra persona que tampoco se había levantado. Los labios del viejo timonel permanecían apretados, en una línea recta, y las manos no se apartaron de sus rodillas.
Bob se olvidó de los dos ancianos cuando el presidente, ayudado por Tom Adams, colgó el brazo de bronce de la pared, colocado entre una pala que había sido manejada por uno de los miembros del equipo olímpico de 1908 y un céfiro ganado por el único azul que remó en una embarcación de Cambridge que había batido a la de Oxford durante cuatro años seguidos. Bob empezó a tomar fotografías de la ceremonia, de modo que pudiera disponer de un documento gráfico que demostrara a su padre que había logrado cumplir sus deseos.
Una vez que el brazo quedó colgado, muchos de los miembros jóvenes y más antiguos de los azules rodearon a Bob para darle las gracias y felicitarle, lo que no le dejó la menor duda de que había valido la pena tomarse todas las molestias que se tomó para localizar y adquirir el brazo.
Aquella noche, Bob fue uno de los últimos en marcharse, debido a que fueron muchos los miembros que quisieron desearle buena suerte para el futuro.
Caminaba por el camino de tierra, de regreso a su alojamiento, tarareando algo para sí, cuando, de repente, recordó que había dejado olvidada la cámara en la mesa. Decidió recogerla a la mañana siguiente, pues estaba seguro de que el club ya habría quedado desierto y estaría cerrado, pero al volverse para comprobarlo, vio una sola luz procedente de la planta baja.
Se volvió y retrocedió hacia el edificio del club, sin dejar de tararear para sí. Cuando ya se encontraba a pocos pasos de distancia, miró a través de la ventana y vio que había dos figuras de pie en la sala del comité. Se acercó para echar un vistazo y se sorprendió al ver al azul más anciano, Charles Forester, y al timonel jubilado, Sidney Fisk, que trataban de desplazar una pesada mesa. Se habría apresurado a ayudarles si en aquel preciso momento Fisk no hubiera señalado de pronto hacia el brazo de Dougie Mortimer. Bob permaneció inmóvil mientras observaba a los dos ancianos que arrastraban la mesa centímetro a centímetro para situarla cerca de la pared, hasta que estuvo directamente debajo del brazo.
Entonces, Fisk tomó una silla y la colocó contra la pared, y Forester la utilizó para subirse a la mesa. Una vez allí, se inclinó y tomó del brazo al otro anciano, para ayudarle a subirse.
Una vez que los dos se encontraron sobre la mesa, mantuvieron una breve conversación antes de levantar las manos hacia el molde de bronce, descolgarlo de los ganchos y bajarlo lentamente hasta que lo dejaron sobre la mesa, entre sus pies. Luego, Forester, con ayuda de la silla, bajó de nuevo al suelo y se volvió para ayudar de nuevo a su compañero.
Bob continuó inmóvil, mientras los dos ancianos llevaban el brazo de Dougie Mortimer a través de la sala y lo sacaban hasta la caseta de botes. Tras haberlo dejado en el suelo, fuera de la puerta, Forester regresó para apagar las luces. Una vez que volvió al exterior, bajo el frío aire de la noche, el timonel corrió rápidamente el cerrojo de la puerta.
Una vez más, los dos hombres mantuvieron una breve conversación antes de levantar el trofeo de Bob y alejarse, medio tambaleantes, a lo largo del camino de sirga. Tuvieron que detenerse varias veces, bajar los brazos hasta el suelo, descansar y volver a empezar. Bob los siguió en silencio y utilizó los grandes troncos de los árboles para ocultarse, hasta que la pareja de ancianos giró de repente y empezó a descender hacia la orilla del río. Se detuvieron al borde del agua y dejaron su trofeo sobre un pequeño bote de remos.
El viejo azul desató la cuerda y los dos hombres empujaron lentamente el bote hacia el interior del río, hasta que el agua lamió sus pantalones hasta la altura de las rodillas. A ninguno delos dos parecía importarle el hecho de que se estaban empapando. Forester se las arregló para auparse con rapidez al interior del bote, pero Fisk tardó varios minutos en poder unirse a su compañero. Una vez que ambos estuvieron a bordo, Forester ocupó su puesto ante los remos, mientras que el timonel permanecía en la popa, aferrado al brazo de Dougie Mortimer.
Forester empezó a remar con movimientos lentos pero firmes hacia el centro del río. Su avance fue lento, pero el ritmo continuado revelaba que había remado muchas veces con anterioridad. Cuando los dos hombres calcularon que habían llegado al centro del Cam, en su punto más profundo, Forester dejó de remar y se unió a su compañero, en la popa. Tomaron entre los dos el brazo de bronce y, sin la menor ceremonia, lo arrojaron por la borda. Bob oyó el chapoteo y vio que el bote se balanceaba peligrosamente de un lado a otro. A continuación, fue Fisk el que se situó ante los remos; su avance de regreso hasta la orilla del río fue todavía más lento que el de Forester. Finalmente, llegaron a la orilla y los dos hombres se bajaron tambaleantes del bote y empujaron el bote hasta la estaca de amarre, donde, finalmente, el timonel lo amarró con un gran nudo.
Empapados y agotados, con la respiración evidentemente jadeante bajo el claro aire de la noche, los dos ancianos se quedaron allí de pie, uno frente al otro. Se estrecharon las manos como dos hombres de negocios que hubieran cerrado un trato importante y luego desaparecieron en la noche, cada uno por su lado.
Tom Adams, el secretario honorario del club, llamó por teléfono a Bob a la mañana siguiente para comunicarle algo que él ya sabía. En realidad, había permanecido despierto durante toda la noche, incapaz de pensar en otra cosa.
Bob escuchó en silencio la narración que le hizo Adams sobre el robo.
—Lo sorprendente es que solo se han llevado una cosa. —Guardó un momento de silencio antes de añadir—: Tu brazo… o más bien el de Dougie. Resulta muy extraño, sobre todo si tenemos en cuenta que alguien había dejado olvidada una cámara bastante cara sobre una de las mesas.
—¿Hay algo que yo pueda hacer para ayudar? —preguntó Bob.
—No, no lo creo —contestó Adams—. La policía local ha abierto una investigación, pero apostaría a que quien haya robado el brazo ya estará muy lejos a estas alturas.
—Supongo que tiene usted razón —dijo Bob—. Y, a propósito, ahora que está al teléfono, señor Adams, quisiera hacerle una pregunta sobre la historia del club.
—Haré lo que pueda por contestársela —dijo Adams—, pero recuerde que eso solo es una afición para mí, muchacho.
—¿Sabe usted, por casualidad, quién es el remero azul más viejo que viva todavía en Oxford? —Se produjo un largo silencio al otro lado de la línea—. ¿Está todavía ahí? —preguntó Bob finalmente.
—Sí. Solo intentaba recordar si el viejo Harold Deering todavía vive. No recuerdo haber visto su necrológica en el Times.
—¿Deering? —preguntó Bob.
—Sí, Radley y Keble, 1909-1910-1911. Llegó a ser obispo, si recuerdo correctamente, pero que me aspen si recuerdo dónde.
—Gracias —dijo Bob—, ha sido usted muy útil.
—Pero podría estar equivocado —indicó Adams—. Al fin y al cabo, no leo las necrológicas todos los días. Y me siento un poco oxidado cuando se trata de cosas relacionadas con Oxford.
Bob le dio las gracias una vez más, antes de colgar.
Después de un almuerzo en la facultad que apenas tocó, Bob regresó a su alojamiento y llamó al portero de Keble. Le contestó una voz de tono irascible.
—¿Tienen ustedes alguna información registrada sobre un tal Harold Deering, un antiguo miembro de la facultad? —preguntó Bob.
—Deering… Deering… —dijo la voz—. Ese apellido es nuevo para mí. Déjeme ver si está en el manual del colegio. —Se produjo otra prolongada pausa, durante la que Bob empezó a pensar que se habían olvidado de él, hasta que la voz dijo—: Dios santo, no es de extrañar que no lo recordara. Estuvo por aquí un poco antes de que yo llegara. Deering, Harold, 1909-1911, licenciado en 1911, doctor en teología en 1916. Fue obispo de Truro. ¿Era ese el nombre que buscaba?
—Sí, ese es el hombre —contestó Bob—. ¿Tiene usted por casualidad su dirección?
—La tengo —dijo la voz—. Reverendo jubilado Harold Deering, The Stone House, Mill Road, Tewkesbury, Gloucestershire.
—Muchas gracias —dijo Bob—. Ha sido usted muy amable.
Bob se pasó el resto de la tarde dedicado a redactar una carta que pensaba dirigir al antiguo obispo, con la esperanza de que el viejo azul aceptara verle.
Tres días más tarde le sorprendió recibir una llamada en su alojamiento de una tal señora Elliot, quien resultó ser la hija del señor Deering, con quien vivía ahora.
—En estos últimos tiempos el pobre apenas puede ver más allá de sus narices —explicó la mujer—, así que tuve que leerle la carta que usted le envió. Pero dijo que estaría encantado de recibirle y se pregunta si podría usted venir este próximo domingo, a las once y media, después del servicio religioso matinal, suponiendo que eso no sea ningún inconveniente para usted.
—Me parece muy bien —dijo Bob—. Le ruego que le comunique a su padre que me espere hacia las once y media.
—Tiene que ser por la mañana —explicó la señora Elliot porque tiene tendencia a quedarse dormido después del almuerzo. Estoy segura de que lo comprenderá usted. Y, a propósito, le enviaré instrucciones a su colegio para que pueda llegar hasta aquí.
El domingo por la mañana, Bob se levantó bastante antes de que saliera el sol e inició su viaje a Tewkesbury, en un coche que había alquilado el día anterior. Habría ido en tren, pero los Ferrocarriles Británicos no parecían dispuestos a ponerse en marcha lo bastante pronto como para permitirle llegar a su destino a tiempo. Mientras cruzaba los Cotswolds, intentó recordar la necesidad de mantener el coche en el carril de la izquierda, y no pudo dejar de preguntarse cuánto tiempo tardarían los británicos en construir algunas carreteras con más de un carril.
Llegó a Tewkesbury pocos minutos después de las once, y gracias a las claras indicaciones de la señora Elliot encontró rápidamente The Stone House. Aparcó el coche frente a una pequeña puerta con postigo.
Una mujer abrió la puerta de la casa antes de que Bob hubiera recorrido la mitad del camino, medio cubierto de arbustos.
—Debe de ser usted el señor Kefford —dijo—. Soy Susan Elliot. —Bob le sonrió y le estrechó la mano—. Debo advertirle que tendrá que hablar en voz muy alta —explicó la señora Elliot al tiempo que le hacía pasar hacia la puerta de entrada—. Mi padre se ha quedado bastante sordo últimamente, y me temo que su memoria ya no es lo que solía ser. Es capaz de recordar todo lo que le sucedió cuando tenía la misma edad que usted, pero no recuerda ni las cosas más sencillas que le sucedieron ayer mismo. He tenido que recordarle a qué hora llegaba usted esta mañana —dijo cuando cruzaron la puerta—. Y nada menos que tres veces.
—Siento mucho causarle tantas molestias, señora Elliot —dijo Bob.
—No es ninguna molestia —dijo la señora Elliot, que le condujo a lo largo de un pasillo—. La verdad es que mi padre se ha mostrado muy animado ante la idea de ver a un azul estadounidense de Cambridge que viene a visitarle después de todos estos años. No ha dejado de hablar de ello durante los dos últimos días. También siente curiosidad por saber por qué desea usted verle —añadió en un tono de voz conspirativo.
Hizo entrar a Bob en el salón, donde se encontró inmediatamente ante un anciano sentado en una mecedora de cuero, envuelto en un cálido batín de paño, instalado sobre varios almohadones, con las piernas cubiertas por una manta a cuadros. A Bob le resultó difícil creer que esa frágil figura hubiera sido en otros tiempos un remero olímpico.
—¿Es él? —preguntó el anciano con voz fuerte.
—Sí, padre —contestó la señora Elliot con voz igualmente fuerte—. Es el señor Kefford. Ha llegado desde Cambridge especialmente para verte.
Bob se adelantó y estrechó la huesuda mano tendida por el anciano.
—Ha sido muy amable por su parte haber hecho todo este recorrido, Kefford —dijo el antiguo obispo mientras se levantaba la manta un poco más.
—Le agradezco mucho que haya accedido a verme —dijo Bob, mientras la señora Elliot le indicaba que se sentara sobre una cómoda silla, delante de su padre.
—¿Desea tomar una taza de té, Kefford?
—No, gracias, señor —contestó Bob—. Realmente, no deseo tomar nada.
—Como quiera —asintió el anciano. Y ahora, debo advertirle, Kefford, que mi capacidad de concentración ya no es lo que solía ser; así que será mejor que me diga directamente por qué ha venido a verme.
Bob intentó poner sus pensamientos en orden.
—Llevo a cabo una pequeña investigación sobre un azul de Cambridge que tuvo que haber remado aproximadamente en la misma época en que usted lo hizo, señor.
—¿Cómo se llama? —preguntó Deering—. Como comprenderá, no los recuerdo a todos.
Bob le miró, y por un momento temió haber hecho el viaje en vano.
—Mortimer. Dougie Mortimer —contestó.
—Ah, D. J. T. Mortimer —respondió el anciano sin la menor vacilación—. Ese sí que fue alguien a quien no se puede olvidar fácilmente. Uno de los primeros remeros más exquisitos que tuvo Cambridge en toda su historia… como bien descubrió Oxford a su costa. —El anciano hizo una breve pausa, antes de preguntar—: ¿Es usted periodista, por casualidad?
—No, señor. Solo se trata de una especie de capricho personal. Deseaba descubrir una o dos cosas sobre él antes de regresar a Estados Unidos.
—En tal caso, haré todo lo posible por ayudarle si puedo —dijo el anciano con voz aflautada.
—Gracias, señor —dijo Bob—. En realidad, quisiera empezar por el final, si me lo permite, y preguntarle si conoce las circunstancias en que se produjo su muerte.
No hubo respuesta durante un rato. Los párpados del viejo clérigo se cerraron y Bob empezó a preguntarse si no se habría quedado dormido.
—No es la clase de asunto que solían comentar los jóvenes de mi tiempo —terminó por contestar—. Sobre todo porque en aquel entonces estaba fuera de la ley.
—¿Fuera de la ley? —repitió Bob, extrañado.
—El suicidio. Es algo estúpido, si se piensa en ello —continuó el viejo sacerdote—, aunque se trate de un pecado mortal, porque no se puede encerrar en la cárcel a nadie que ya está muerto, ¿verdad? Aunque eso no llegó a confirmarse nunca, ¿comprende?
—¿Cree que el suicidio pudo haber estado relacionado con la derrota de Cambridge en las regatas de 1909, cuando eran los claros favoritos?
—Supongo que es posible —dijo Deering, que vaciló una vez más—. Debo admitir que esa misma idea cruzó más de una vez por mi cabeza. Como quizá sepa usted, yo mismo tomé parte en aquella regata. —Se detuvo de nuevo para respirar pesadamente—. Cambridge eran los claros favoritos de aquel año y nosotros sabíamos que no teníamos ni una sola posibilidad. El resultado nunca quedó debidamente explicado, tengo que admitirlo. Se difundieron muchos rumores por entonces, pero no se probó nada… nada, ¿comprende?
—¿Qué fue lo que no se probó? —preguntó Bob.
Hubo otro largo silencio, durante el que Bob temió por un momento que el anciano pudiera pensar que había ido demasiado lejos en sus preguntas.
—Ahora me toca a mí hacerle unas pocas preguntas, Kefford —dijo finalmente.
—Desde luego, señor.
—Mi hija me dice que ha participado usted como primer remero en la embarcación ganadora de Cambridge durante tres años seguidos.
—Así es, señor.
—Felicidades, muchacho. Pero dígame una cosa: si hubiera querido perder una de esas regatas, ¿podría haberlo hecho sin que se dieran cuenta los demás miembros de la tripulación?
Ahora le tocó a Bob reflexionar un momento. Se dio cuenta, por primera vez desde que había entrado en el salón, de que no debía suponer que un cuerpo frágil contiene necesariamente una mente frágil.
—Sí, supongo que sí —terminó por contestar—. Siempre se puede cambiar la velocidad de la palada sin advertencia previa, o incluso fallar con el remo al tomar la curva de Surrey. Solo Dios sabe la cantidad de restos flotantes que hay siempre en el río, los suficientes como para que eso pudiera parecer inevitable. —Bob miró al anciano directamente a los ojos—. Pero jamás se me habría ocurrido que alguien pudiera hacerlo deliberadamente.
—A mí tampoco —dijo el sacerdote— si su timonel no hubiera recibido las órdenes sagradas.
—Temo no haberle comprendido, señor —dijo Bob.
—No hay razón para que lo comprenda, joven. En estos últimos tiempos me descubro pensando a veces en non sequiturs. Intentaré ser menos oscuro. En 1909, el timonel de la embarcación de Cambridge era un tipo llamado Bertie Partridge. Más tarde se convirtió en vicario rural en un lugar muy apartado llamado Chersfield, en Rutland. Probablemente era el único lugar donde se le hubiera aceptado. —Emitió una ligera risita—. Pero cuando llegué a ser obispo de Truro, me escribió y me invitó a dirigirme a sus feligreses. En aquellos tiempos, el viaje desde Cornualles hasta Rutland era tan agotador, que fácilmente habría podido disculparme pero, lo mismo que usted ahora, deseaba solucionar el misterio de lo que ocurrió en 1909, y pensé que aquella podría ser mi única oportunidad.
Bob no hizo el menor intento por interrumpirle, con el temor de detener el flujo de las ideas del anciano.
—Partridge era soltero, y los solteros terminan por sentirse muy solos, ¿verdad? Si se les presenta la más ligera oportunidad, les encanta charlar. Aquella noche me quedé con él, lo que le dio todas las oportunidades para hablar. A lo largo de una prolongada cena, acompañada por una botella de vino que, por lo que recuerdo, no era de marca, me contó que era bien sabido que Mortimer había contraído muchas deudas en Cambridge. Eso no era nada extraordinario. Le sucede a la mayoría de los estudiantes, puede estar seguro, pero en el caso de Mortimer las deudas habían llegado a superar incluso sus ingresos potenciales. Creo que confiaba que su fama y su popularidad impedirían a sus acreedores presionarle para cobrar. En el fondo, esa esperanza no fue muy diferente a la que demostró Disraeli cuando fue primer ministro —añadió con otra risita. Pero en el caso de Mortimer hubo un tendero en particular que no sentía absolutamente ningún interés por las regatas, y mucho menos por los estudiantes, y amenazó con declararlo en bancarrota una semana antes de la regata de 1909. Al parecer, pocos días después de que se hubiera perdido aquella regata, Mortimer, sin explicación aparente, pagó todas sus deudas y ya no volvió a saberse nada más del asunto.
El anciano se detuvo una vez más, como si se hallara sumido en profundos pensamientos. Bob guardó silencio, pues no deseaba distraerle.
—La única otra cosa que recuerdo es que los apostadores profesionales hicieron su agosto —dijo Deering sin advertencia previa—. Lo sé a mi propia costa, porque mi tutor perdió una apuesta de cinco libras y jamás dejó que olvidara el hecho de que le había asegurado que no teníamos la menor posibilidad de ganar. Aunque la verdad es que siempre pude ofrecer eso como excusa por no haber conseguido un sobresaliente.
Levantó la cabeza y miró a su visitante. Bob estaba sentado sobre el borde del asiento, como hipnotizado ante los recuerdos del anciano.
—Le agradezco mucho su franqueza, señor —dijo—. Y puede estar seguro de mi discreción.
—Gracias, Kefford —dijo el anciano y luego, casi en un susurro, añadió—: Me siento encantado de haberle podido ayudar. ¿Hay algo más en lo que pueda serle útil?
—No, gracias, señor —contestó Bob—. Creo que ha abarcado usted todo lo que necesitaba saber.
Bob se levantó de la silla y al volverse para darle las gracias a la señora Elliot se dio cuenta, por primera vez, de la existencia del molde de bronce de un brazo que colgaba de la pared del extremo. Por debajo, grabado en letras de oro, decía:
—Tuvo que haber sido usted un remero excelente, señor.
—No, en realidad no lo fui —dijo el anciano. Pero tuve la suerte suficiente como para encontrarme en la embarcación ganadora durante tres años seguidos, lo que no complacería a un hombre de Cambridge como usted.
Bob se echó a reír.
—Quizá una última pregunta antes de marcharme, señor.
—Desde luego, Kefford.
—¿Hicieron alguna vez un molde del brazo de Dougie Mortimer?
—Desde luego que sí —contestó el sacerdote—. Pero en 1912 desapareció misteriosamente de la caseta de botes. Pocas semanas más tarde, el timonel fue despedido sin la menor explicación, lo que causó una cierta agitación en aquellos momentos.
—¿Se llegó a saber por qué fue despedido? —preguntó Bob.
—Partridge afirmó que una noche en que el viejo timonel se emborrachó, confesó haber arrojado el brazo de Mortimer en medio del río Cam. —El anciano hizo una pausa, sonrió y añadió—: Seguramente es el mejor lugar donde puede estar, ¿no le parece, Kefford?
Bob pensó por un momento en la cuestión, sin dejar de preguntarse cómo habría reaccionado su padre.
Finalmente, contestó:
—Sí, señor, el mejor lugar donde puede estar.