No pases
Hamid Zebari sonrió ante la idea de que su esposa Shereen le condujera hasta el aeropuerto, algo que ninguno de los dos habría creído posible apenas cinco años antes, cuando llegaron a Estados Unidos como refugiados políticos. Pero desde entonces había iniciado una nueva vida, y Hamid empezaba a pensar ahora que todo era posible.
—¿Cuándo volverás a casa, papá? —preguntó Nadim, perfectamente sujeto por el cinturón de seguridad en el asiento de atrás, junto a su hermana May, que aún era demasiado pequeña para comprender por qué se marchaba papá.
—Dentro de dos semanas, os lo prometo. No más —contestó su padre—. Y cuando regrese, nos iremos todos de vacaciones.
—¿Cuánto tiempo son dos semanas? —preguntó su hijo.
—Catorce días —contestó Hamid con una risa.
—Y catorce noches —indicó su esposa, que dirigió el coche hacia la acera, por debajo del cartel anunciador de Turkish Airlines.
Tocó un botón del panel de instrumentos y el portamaletas se abrió. Hamid bajó del coche, sacó el equipaje y lo dejó sobre la acera, antes de introducirse en el asiento de atrás. Abrazó primero a su hija, y luego a su hijo. May lloraba, pero no porque él se marchara, sino porque siempre se ponía a llorar cuando el coche se detenía de repente. Dejó que el poblado bigote la acariciara; habitualmente, eso era suficiente para detener el flujo de las lágrimas.
—Catorce días —repitió su hijo.
Luego, Hamid abrazó a su esposa y sintió entre ellos la pequeña hinchazón de un tercer hijo.
—Estaremos aquí mismo para recogerte —le dijo Shereen mientras su esposo le daba una propina al mozo que esperaba en la acera.
Una vez comprobadas sus seis cajas vacías, Hamid desapareció en la terminal y se dirigió hacia el mostrador de la Turkish Airlines. Puesto que tomaba el mismo vuelo dos veces al año, no necesitó preguntar la dirección a la señorita que atendía el mostrador de billetes.
Tras haber conseguido la tarjeta de embarque, a Hamid todavía le quedaba una hora de tiempo antes de poder subir al avión. Empezó a pasear lentamente por la sala B27. Siempre era la misma, y el avión de la Turkish Airlines estaría aparcado como a medio camino de regreso hacia Manhattan. Al pasar junto al mostrador de la Pan Am, en la sala B5, observó que ellos despegarían una hora antes que él, un privilegio para todos aquellos que estuvieran dispuestos a pagar los sesenta y tres dólares extra que costaba el billete.
Cuando llegó a la zona de comprobación de pasajeros, una azafata de la Turkish Airlines deslizaba sobre un tablero el cartel para el vuelo 014, Nueva York-Londres-Estambul, cuya hora de partida aproximada era las 10.10.
Los asientos empezaban a ser ocupados por el habitual grupo de pasajeros cosmopolitas: turcos que regresaban a casa para visitar a sus familias, estadounidenses que iban de vacaciones y que se habían preocupado por ahorrarse sesenta y tres dólares, y hombres de negocios cuyos gastos eran estrechamente vigilados por contables tacaños.
Hamid se dirigió hacia el bar restaurante y pidió un café con dos huevos fritos poco hechos y carne picada.
Aquellas eran las pequeñas cosas que le recordaban diariamente su recién encontrada libertad, y lo mucho que le debía a Estados Unidos.
—Se ruega a los pasajeros que viajen a Estambul con niños pequeños suban al avión —dijo la azafata por el altavoz.
Hamid se tragó el último bocado de la carne picada (todavía no se había acostumbrado al hábito estadounidense de cubrirlo todo con ketchup), y tomó un sorbo final del flojo café, sin gusto. Ya se sentía impaciente por tomar el espeso y corto café turco, servido en pequeñas tazas de porcelana china. Pero eso no era más que un diminuto sacrificio si se comparaba con el privilegio de vivir en un país libre. Pagó la cuenta y dejó un dólar de propina sobre la pequeña bandeja metálica.
—Se ruega a los pasajeros de las filas treinta y cinco a cuarenta y uno que suban al avión.
Hamid tomó el maletín y se dirigió hacia el pasillo, que conducía al vuelo 014. Un empleado de la Turkish Airlines comprobó su tarjeta de embarque y le franqueó el paso.
Se le había asignado un asiento en el pasillo, cerca de la parte posterior de la clase económica. Diez viajes más, se dijo a sí mismo, y volaría en clase business de la Pan Am. Para entonces ya podría permitírselo.
Siempre, cuando las ruedas de su avión se elevaban del suelo, Hamid miraba por la ventanilla y observaba a su país de adopción que se alejaba rápidamente de la vista. En esos momentos, por su mente cruzaban siempre los mismos pensamientos.
Habían transcurrido casi cinco años desde que Saddam Hussein le despidiera del gobierno iraquí, después de haber desempeñado el puesto de ministro de Agricultura durante solo dos años. Las cosechas de trigo habían sido pobres en otoño y el pueblo iraquí terminó con raciones bastante cortas después de que el Ejército del Pueblo recibiera su parte y los intermediarios la suya. Alguien tenía que cargar con la culpa, y el chivo expiatorio más evidente era el ministro de Agricultura.
El padre de Hamid, comerciante de alfombras, siempre había deseado que se uniera al negocio familiar y, antes de morir, incluso le había advertido que no aceptara el puesto en Agricultura, ya que los tres ministros anteriores fueron primero despedidos, y luego se les dio por desaparecidos, y en Irak todo el mundo sabía lo que realmente significaba «desaparecido». A pesar de todo, Hamid aceptó el puesto. La cosecha del primer año fue abundante. Después de eso, se convenció a sí mismo de que Agricultura no era más que un trampolín para otras cosas más grandes. De cualquier modo, ¿acaso no le había descrito el propio Saddam ante todo el Consejo de Mando Revolucionario como «mi buen y querido amigo»? A los treinta y dos años uno todavía tiene la tendencia a creerse inmortal.
El padre de Hamid había demostrado tener razón, y fue precisamente el único y verdadero amigo de Hamid el que le ayudó a escapar. Los amigos suelen fundirse como la nieve bajo el sol de la mañana cuando este presidente en particular le destituye a uno.
Durante el tiempo que formó parte del gobierno, la única precaución que tomó Hamid fue la de retirar cada semana de su cuenta bancaria un poco más de dinero del que realmente necesitaba. Luego, cambiaba ese dinero extra en dólares estadounidenses a un cambista callejero, para lo que utilizaba siempre a personas diferentes; además, nunca cambiaba cantidades lo bastante importantes como para despertar sospechas.
En Irak, todo el mundo era un espía.
El mismo día en que fue destituido, comprobó cuánto dinero tenía guardado bajo el colchón. Había un total de once mil doscientos veintiún dólares estadounidenses.
Al jueves siguiente, día en que empieza el fin de semana en Bagdad, él y su esposa embarazada tomaron el autobús a Erbil. Dejó el Mercedes visiblemente aparcado en el camino de acceso a su gran casa, en los suburbios residenciales, y no llevaron consigo equipaje alguno; simplemente, dos pasaportes, el rollo de dólares oculto entre las holgadas ropas de su esposa y unos pocos dinares iraquíes para llegar lo antes posible a la frontera.
A nadie se les ocurriría buscarlos en un autobús que viajaba hacia Erbil.
Una vez que llegaron a Erbil, Hamid y su esposa tomaron un taxi hasta Sulaimaniya, y emplearon los dinares que les quedaban para pagar al taxista. Pasaron la noche en un pequeño hotel, lejos del centro de la ciudad. Ninguno de los dos logró dormir, mientras esperaban a que saliera el sol del nuevo día y brillara a través de la ventana sin cortinas.
Al día siguiente, otro autobús los llevó hasta las altas colinas del Kurdistán, y llegaron a Zakko a primera hora de la noche.
La parte final del viaje fue la más lenta. Fueron llevados a través de las montañas en mulas, lo que les costó doscientos dólares, ya que el joven contrabandista kurdo no demostró el menor interés por los dinares iraquíes. Dejó sanos y salvos al antiguo ministro del gobierno y a su esposa al otro lado de la frontera, para que realizaran a pie el trayecto hasta el pueblo más cercano, ya en territorio turco. Llegaron a Kirmizi Renga aquella misma noche, que también pasaron sin dormir apenas en la estación local, a la espera del primer tren que partiera hacia Estambul.
Hamid y Shereen durmieron durante todo el largo trayecto en tren hasta la capital turca, y despertaron a la mañana siguiente, convertidos ya en refugiados. La primera visita que hizo Hamid en la ciudad fue al Banco Iz, donde ingresó diez mil ochocientos dólares. La siguiente fue a la embajada estadounidense, donde entregó su pasaporte diplomático y solicitó asilo político. En cierta ocasión su padre le había comentado que un ministro recién destituido del gobierno de Irak siempre era un buen pez para los estadounidenses.
La embajada se ocupó de disponer alojamiento para Hamid y su esposa, en un hotel de primera clase, e informó inmediatamente a Washington del golpe de suerte que habían tenido. Prometieron a Hamid que se pondrían en contacto con él lo más pronto posible, pero no le ofrecieron la menor indicación de cuánto tiempo podrían tardar. Decidió emplear ese tiempo para visitar los bazares de alfombras de la parte sur de la ciudad, que en otros tiempos habían sido tan frecuentados por su padre.
Muchos de los comerciantes recordaban al padre de Hamid, un hombre honesto, al que le gustaba regatear y tomar grandes cantidades de café, y que a menudo les había hablado de su hijo, que se había metido en política. Se mostraron complacidos de conocerle, sobre todo cuando supieron lo que tenía la intención de hacer una vez que se instalara en Estados Unidos.
A los Zebari se les concedieron visados estadounidenses al cabo de una semana, y se les trasladó en avión a Washington, con gastos pagados por el gobierno, lo que incluía un cargo por exceso de equipaje debido a las veintitrés alfombras turcas que llevaron con ellos.
Después de cinco días de intensos interrogatorios por parte de la CIA, a Hamid le dieron las gracias por su cooperación y la útil información que había suministrado. A continuación, se le dejó en libertad para que iniciara su nueva vida en Estados Unidos. Él, su esposa embarazada y las veintitrés alfombras subieron a un tren con destino a Nueva York.
Hamid tardó seis semanas en encontrar la tienda adecuada, en el Lower East Side de Manhattan, desde donde vender sus alfombras. Una vez firmado el contrato por cinco años, Shereen se puso inmediatamente a pintar su nuevo nombre anglicanizado sobre la puerta.
Hamid no vendió su primera alfombra hasta después de transcurridos otros tres meses, y para entonces ya habían desaparecido sus escasos ahorros.
Pero al final del primer año ya había logrado vender dieciséis de las veintitrés alfombras, y se dio cuenta de que pronto tendría que viajar de nuevo a Estambul para reponer su stock.
Habían transcurrido cuatro años desde entonces y, recientemente, los Zebari se habían trasladado a un establecimiento más grande en el West Side, con un pequeño apartamento situado encima de la tienda.
Hamid no dejaba de decirle a su esposa que aquello no era más que el principio, y que en Estados Unidos todo era posible. Ahora se consideraba un ciudadano estadounidense plenamente integrado, y no solo debido al mimado pasaporte azul que confirmaba su estatus.
Aceptó que jamás podría regresar a su país natal mientras Saddam siguiera gobernándolo. Su hogar y sus posesiones ya hacía tiempo que fueron requisadas por el Estado iraquí, y se le había condenado a muerte en su ausencia. Dudaba mucho de poder volver a ver Bagdad.
Después de la escala en Londres, el avión aterrizó en el aeropuerto Ataturk de Estambul, unos pocos minutos antes de lo previsto. Hamid se alojó en el pequeño hotel que solía utilizar y planificó la mejor forma de emplear su tiempo durante las dos próximas semanas. Se sentía feliz de estar de nuevo entre el ajetreo de la capital turca.
Había un total de treinta y un comerciantes a los que deseaba visitar, porque en esta ocasión esperaba regresar a Nueva York con por lo menos sesenta alfombras. Eso exigiría pasarse catorce días bebiendo espeso café turco, así como muchas horas de regateo, ya que el precio inicial de cualquier comerciante sería por lo menos tres veces superior a lo que Hamid estaba dispuesto a pagar, o a lo que el comerciante esperaba recibir en realidad. Pero no había forma humana de acortar el largo proceso del regateo, algo de lo que Hamid disfrutaba en el fondo, como lo había disfrutado su padre.
Al término de los catorce días había adquirido cincuenta y siete alfombras, con un coste algo superior a los veintiún mil dólares. Había llevado buen cuidado de elegir únicamente aquellas alfombras que serían buscadas por los más perspicaces neoyorquinos, y confiaba en que la venta completa del lote le permitiera ganar casi cien mil dólares. Había tenido tanto éxito en su viaje, que Hamid tuvo la impresión de que podía permitirse el lujo de tomar el avión de la Pan Am, que partía antes de regreso a Nueva York. Al fin y al cabo, se había más que ganado aquellos sesenta y tres dólares extra durante el transcurso de su viaje.
Ya antes de que despegara el avión esperaba con anhelo volver a ver a Shereen y a los niños, y la azafata, con su pronunciado acento neoyorquino, no hizo sino aumentar la sensación de encontrarse ya en casa.
Después de servido el almuerzo, y como no quería ver la película, Hamid dormitó y soñó con lo que, andando el tiempo, podría conseguir en Estados Unidos. Quizá su hijo decidiera actuar en política. ¿Estaría preparado el país para tener un presidente de origen iraquí en el año 2025? Sonrió solo de pensarlo y, satisfecho, se sumió en un profundo sueño.
—Damas y caballeros —resonó de pronto una profunda voz sureña a través de los altavoces—, les habla el capitán. Siento mucho tener que interrumpir la película o a aquellos de ustedes que estén descansando, pero se nos ha presentado un pequeño problema en un motor del ala de estribor. Nada de lo que preocuparnos, pero las reglas de la Autoridad Federal de Aviación insisten en que en tales casos se aterrice en el aeropuerto más cercano y se resuelva el problema antes de continuar nuestro viaje. No deberíamos tardar más de una hora, como máximo, y luego reanudaremos el viaje. Pueden estar seguros de que intentaremos recuperar todo el tiempo que podamos. —Hamid se despertó de repente—. No desembarcaremos del avión en ningún momento, puesto que se trata de un vuelo sin escalas. No obstante, una vez que regresen a casa podrán decir que han visitado Bagdad.
Hamid sintió que todo su cuerpo se quedaba flácido.
Luego, su cabeza se balanceó hacia delante. La azafata acudió presurosa a su lado.
—¿Se encuentra bien, señor? —le preguntó.
Levantó la cabeza y la miró a los ojos.
—Debo ver al capitán inmediatamente.
Inmediatamente.
La azafata no abrigó la menor duda en cuanto a la ansiedad del pasajero y le condujo rápidamente en dirección a la escalera en espiral que permitía el acceso a la cabina de primera y a la cubierta de vuelo.
Llamó a la puerta de la cabina, la abrió y dijo:
—Capitán, uno de los pasajeros necesita hablar con usted urgentemente.
—Hágale pasar —dijo la voz sureña. El capitán se volvió para encontrarse con Hamid, que ahora temblaba incontrolablemente—. ¿En qué puedo ayudarle, señor? —le preguntó.
—Soy Hamid Zebari, ciudadano estadounidense —empezó a decir—. Si aterriza usted en Bagdad seré detenido, torturado y ejecutado. —Las palabras le salieron a trompicones—. Soy un refugiado político, y tiene que comprender que el régimen no dudará en matarme.
El capitán solo necesitó echarle un vistazo a Hamid para darse cuenta de que no exageraba.
—Toma los mandos, Jim —le dijo al copiloto—, mientras yo hablo con el señor Zebari. Llámame en cuanto nos hayan concedido permiso para aterrizar. —Se desabrochó el cinturón de seguridad y condujo a Hamid hacia un rincón vacío de la cabina de primera—. Y ahora, cuéntemelo más despacio —le dijo.
Durante los minutos siguientes, Hamid explicó por qué había tenido que abandonar Bagdad y cómo había llegado a vivir en Estados Unidos. Cuando llegó al final de la historia, el capitán sacudió la cabeza y sonrió.
—No debe tener miedo, señor —le aseguró a Hamid—. Nadie va a tener que abandonar el avión en ningún momento, por lo que los pasaportes de los pasajeros ni siquiera serán controlados. Una vez que se haya reparado la avería del motor, volveremos a despegar y seguiremos nuestro vuelo inmediatamente. ¿Por qué no se queda aquí, en primera clase? De ese modo podrá hablar conmigo en cualquier momento que se sienta ansioso.
¿Hasta qué punto se puede uno sentir ansioso?, se preguntó Hamid mientras el capitán se marchaba para hablar con el copiloto. Empezó a temblar una vez más.
—Les habla de nuevo el capitán, solo para informarles. Se nos ha concedido permiso para aterrizar en Bagdad, de modo que iniciamos el descenso y esperamos aterrizar dentro de veinte minutos. Luego nos dirigiremos al extremo más alejado de la pista, donde esperaremos a los mecánicos. En cuanto se hayan ocupado de nuestro pequeño problema, volveremos a elevarnos y proseguiremos nuestro vuelo.
Un suspiro de alivio colectivo se elevó entre los pasajeros, mientras Hamid se aferraba a los brazos del sillón y deseaba no haber almorzado nada. No dejó de temblar durante los veinte minutos siguientes, y casi se desmayó cuando las ruedas se posaron sobre su tierra natal.
Miró fijamente por la portilla del avión, que pasó ante la terminal que tan bien conocía. Vio a los guardias armados estacionados en el tejado y en las puertas que daban a la pista. Le rezó a Alá, a Jesús y hasta al presidente Reagan.
Durante los quince minutos siguientes el silencio solo se vio interrumpido por el sonido de una camioneta que se acercó sobre la pista y se detuvo bajo el ala de estribor del avión.
Hamid observó, mientras dos mecánicos que llevaban grandes cajas de herramientas bajaron de la camioneta, subieron a una pequeña grúa y fueron izados hasta que estuvieron a la altura del ala. Empezaron a desatornillar las planchas exteriores de uno de los motores. Cuarenta minutos más tarde, volvieron a atornillar las placas y fueron bajados al suelo. Después, la camioneta emprendió el camino de regreso hacia la terminal.
Hamid se sintió aliviado, aunque no exactamente relajado. Esperanzado, se abrochó el cinturón de seguridad. Los latidos de su corazón descendieron desde aproximadamente 180 a unos 110 por minuto, aunque sabía que no recuperarían su ritmo normal hasta que el avión no se hubiera elevado y pudiera estar seguro de que no regresarían. No ocurrió nada durante los siguientes y pocos minutos, y Hamid empezó a sentirse nuevamente angustiado. Luego, se abrió la puerta de la cabina de mando y vio al capitán que se dirigía hacia donde él estaba, con una ceñuda expresión en su rostro.
—Será mejor que se reúna con nosotros en la cubierta de vuelo —le dijo el capitán en un susurro.
Hamid se desabrochó el cinturón y, de algún modo, se las arregló para ponerse en pie. Con paso poco firme, siguió al capitán hacia la cabina de vuelo. Notaba las piernas como si fueran de gelatina. La puerta se cerró tras ellos. El capitán no perdió el tiempo en explicarle la situación.
—Los mecánicos no pueden localizar el problema. El ingeniero jefe no estará desocupado durante por lo menos otra hora, así que se nos ha ordenado que desembarquemos y esperemos en la zona de tránsito hasta que haya terminado el trabajo.
—Preferiría morir en un accidente aéreo —espetó Hamid.
—No se preocupe, señor Zebari. Hemos pensado en una forma de solventar su problema. Le vamos a entregar un uniforme de reserva. Eso le permitirá quedarse con nosotros todo el tiempo y utilizar los servicios de la tripulación. Nadie pedirá ver su pasaporte.
—Pero si alguien me reconoce… —empezó a decir Hamid.
—Una vez que se haya afeitado ese bigote y que se ponga un uniforme de oficial de vuelo, gafas oscuras y una gorra de plato, ni su propia madre lo reconocería.
Con ayuda de las tijeras, espuma de afeitado y una navaja, Hamid se afeitó el poblado bigote del que se había sentido tan orgulloso, y dejó al descubierto un labio superior que tenía un aspecto tan pálido como una bola de helado de vainilla. La principal azafata de vuelo le aplicó a la piel algo de su propio maquillaje, hasta que la mancha blanca se mezcló con el resto del color de su rostro. Hamid seguía sin mostrarse convencido, pero después de ponerse el uniforme de piloto y de mirarse en el espejo del lavabo, tuvo que admitir que sería realmente notable si alguien lograba reconocerle.
Los pasajeros fueron los primeros en abandonar el avión, y un autobús del aeropuerto los trasladó a la terminal principal. Luego, una pequeña camioneta de tránsito acudió para recoger a la tripulación, que abandonó el aparato en grupo y protegió a Hamid asegurándose de tenerlo rodeado en todo momento.
Hamid se puso más y más nervioso a cada metro que la camioneta avanzaba hacia la terminal.
Cuando entraron en el edificio, la guardia de seguridad no demostró ningún interés particular por la tripulación, y se les dejó a solas para que se acomodaran en los bancos de madera de una sala con paredes blancas. La única decoración era un enorme retrato de Saddam Hussein, en pleno uniforme, llevando un Kalashnikov. Hamid no consiguió reunir el valor necesario para mirar la fotografía de su «buen y querido amigo».
Otra tripulación estaba sentada en la sala, a la espera de subir a su avión, pero Hamid se sentía demasiado asustado como para iniciar una conversación con alguno de ellos.
—Son franceses —le dijo una de las azafatas de vuelo—. Voy a descubrir si mis clases nocturnas han valido la pena.
Se sentó en el asiento vacío junto al capitán del avión francés y probó con una sencilla pregunta inicial.
El capitán francés le decía que estaban a punto de despegar para Singapur, vía Nueva Delhi, cuando Hamid lo vio: Saad Al-Takriti, en otro tiempo miembro de la guardia personal de Saddam, que entró en la sala.
A juzgar por la insignia que mostraba en el hombro, ahora parecía estar a cargo de la seguridad del aeropuerto.
El capitán tocó a Hamid en el hombro y este estuvo a punto de pegar un salto de sorpresa.
—Está bien, está bien, no pasa nada. Solo pensé que le gustaría saber que el ingeniero jefe se dirige en estos momentos al avión, así que ya no tardaremos mucho tiempo.
Hamid miró más allá del avión de Air France, y observó una camioneta que se detenía bajo el ala de estribor del avión de la Pan Am. Un hombre vestido con un mono azul bajó del vehículo y fue subido en una pequeña grúa.
Hamid se levantó para mirar más de cerca y en el momento en que lo hacía Saad Al-Takriti volvió a entrar en la sala. Se detuvo en seco, y los dos hombres se miraron brevemente el uno al otro, antes de que Hamid volviera a ocupar rápidamente su puesto junto al capitán. Al-Takriti desapareció en una estancia lateral en cuya puerta aparecía un letrero que indicaba:
PROHIBIDA LA ENTRADA
—Creo que me ha reconocido —dijo Hamid. El maquillaje se le empezó a correr por los labios. El capitán se inclinó hacia la jefa de azafatas e interrumpió su charla con el capitán francés. Ella escuchó las instrucciones de su jefe y luego probó a hacer una pregunta algo más complicada al francés.
Saad al-Takriti salió del despacho y empezó a caminar directamente hacia el capitán estadounidense.
Por un momento, Hamid creyó que iba a desmayarse.
Sin mirar siquiera a Hamid, Al-Takriti espetó:
—Capitán, le exijo que me muestre su declaración, el número de tripulantes que lleva a bordo y sus pasaportes.
—Mi copiloto tiene todos los pasaportes —contestó el capitán—. Me ocuparé de que se los entregue.
—Gracias —dijo Al-Takriti—. Una vez que los haya recogido los llevará a mi despacho, para que pueda comprobar cada uno de ellos. Mientras tanto, le ruego que pida a su tripulación que permanezca aquí. Bajo ninguna circunstancia deben abandonar el edificio sin mi permiso.
El capitán se levantó del asiento, se dirigió lentamente hacia donde estaba sentado el copiloto y le pidió los pasaportes. Luego, le dio una orden que lo pilló por sorpresa. A continuación, el capitán tomó los pasaportes y los llevó al despacho de seguridad, al mismo tiempo que un autobús se detenía fuera de la zona de tránsito para transportar a su avión a la tripulación francesa.
Saad Al-Takriti colocó los catorce pasaportes delante de él, sobre la mesa. Pareció complacerse en comprobar lentamente cada uno de ellos. Una vez que hubo terminado la tarea, anunció con burlona sorpresa:
—Creo, capitán, que conté quince tripulantes con uniformes de la Pan Am.
—Tiene que haberse equivocado —dijo el capitán—. Solo somos catorce.
—En ese caso, tendré que hacer una comprobación más detallada, ¿no le parece, capitán? Le ruego que devuelva estos documentos a sus propietarios. Si hubiera alguien que no estuviera en posesión de un pasaporte, tendrá que presentarse ante mí, naturalmente.
—Eso contraviene las reglas internacionales —dijo el capitán—, como estoy seguro de que sabe muy bien.
Estamos en tránsito y, por lo tanto, bajo la Resolución 238 de las Naciones Unidas, y no nos encontramos legalmente en su país.
—Ahórrese las palabras, capitán. En Irak no sirven de nada las resoluciones de las Naciones Unidas. Y, tal como usted mismo ha señalado correctamente, por lo que a nosotros se refiere ni siquiera se encuentran ustedes legalmente en nuestro país.
El capitán se dio cuenta de que perdía el tiempo y que no podía fanfarronear más. Recogió los pasaportes tan lentamente como pudo y dejó que Al-Takriti le condujera de regreso a la sala. Al entrar, los miembros de la tripulación de la Pan Am, que hasta entonces habían estado sentados en distintos bancos, se levantaron de repente y empezaron a caminar de un lado a otro, a cambiar continuamente de dirección, al mismo tiempo que hablaban en tonos altos.
—Dígales que se sienten —siseó Al-Takriti, mientras la tripulación zigzagueaba adelante y atrás, por la sala.
—¿Qué ha dicho? —preguntó el capitán llevándose una mano a la oreja.
—¡Dígales que se sienten! —gritó Al-Takriti.
El capitán dio una orden sin mucha convicción y pocos momentos más tarde todos se habían vuelto a sentar, aunque siguieron hablando en voz muy alta entre sí.
—¡Y dígales que se callen!
El capitán se movió lentamente por entre los bancos de la sala, y pidió a su tripulación, uno por uno, que bajaran la voz.
La mirada de Al-Takriti recorrió los bancos de la sala, mientras el capitán miraba hacia el asfalto y observaba el avión francés, que se dirigía hacia el extremo de la pista.
Al-Takriti empezó a contar y se sintió molesto al descubrir que en la sala solo había catorce miembros de la tripulación del avión de la Pan Am. Se volvió a mirar enojado por el resto de la sala, y luego, rápidamente, volvió a efectuar una comprobación.
—Parece que los catorce están presentes —dijo el capitán una vez que hubo terminado de entregar los pasaportes a cada uno de los miembros de su tripulación.
—¿Dónde está el hombre que se hallaba sentado a su lado? —preguntó Al-Takriti, que señaló al capitán con un dedo.
—¿Se refiere a mi primer oficial?
—No. Al que tenía aspecto de árabe.
—No hay árabes en mi tripulación —le aseguró el capitán. Al-Takriti se acercó a la jefa de azafatas.
—Estaba sentado a su lado. En su labio superior había maquillaje que empezaba a correrse.
—El capitán del avión francés estaba sentado a mi lado —dijo la jefa de azafatas, que inmediatamente se dio cuenta de su error.
Saad Al-Takriti se volvió a mirar por el ventanal y vio al avión de Air France, que en ese momento se encontraba en el extremo de la pista, preparado ya para despegar. Apretó un botón de su teléfono portátil en el momento en que los motores del avión empezaban a rugir, y ladró unas órdenes en su lengua natal. El capitán no necesitó hablar árabe para comprender los aspectos esenciales de lo que dijo.
Ahora, la tripulación estadounidense se había levantado y todos miraban el avión francés, como si desearan que despegara, mientras la voz de Al-Takriti se elevaba a cada palabra que pronunciaba.
El 747 de Air France inició su avance por la pista y poco apoco fue cobrando impulso. Saad Al-Takriti maldijo en voz alta, luego salió corriendo del edificio y saltó a un jeep que esperaba. Señaló con el dedo hacia el avión y ordenó al conductor que lo persiguiera. El jeep salió disparado y aceleró a medida que se abría paso por entre los aviones aparcados. Cuando llegó a la pista debía de ir a ciento cuarenta kilómetros por hora y a lo largo de unos cien metros corrió en sentido paralelo al avión francés, con Al-Takriti puesto en pie sobre el asiento delantero, aferrado al parabrisas, sin dejar de blandir el puño hacia la cabina.
El capitán francés le dirigió un saludo crispado y en el momento en que las ruedas del 747 se elevaron en el aire, un grito de júbilo resonó en la sala de tránsito.
El capitán estadounidense sonrió y se volvió a su jefa de azafatas.
—Eso no hace sino demostrar mi teoría de que los franceses serían capaces de cualquier cosa con tal de conseguir un nuevo pasajero.
Seis horas más tarde, Hamid Zebari aterrizó en Nueva Delhi, y telefoneó inmediatamente a su esposa para comunicarle lo que había sucedido. A primera hora de la mañana siguiente, la Pan Am lo llevó de regreso a Nueva York… en primera clase. Cuando Hamid salió de la terminal del aeropuerto, su esposa saltó del coche y le rodeó con sus brazos.
Nadim bajó la ventanilla y declaró:
—Te equivocaste, papá. Dos semanas resulta que son quince días.
Hamid miró sonriente a su hijo, pero su hija empezó a llorar y esta vez no porque el coche se hubiera detenido, sino solo porque se sentía aterrorizada al ver que su madre abrazaba a un completo extraño.