I
“Oigan, si encienden las estrellas,
es porque alguien las necesita, ¿verdad?”
(Vladimir Mayakovski)
No nací para ser una diosa. Miradme bien, ahora que no llevo puesta la tiara: no soy más bella, ni más alta, ni más sabia. No arrojo rayos con mis manos y no puedo conseguir que las rocas floten en las aguas de los ríos... Soy como soy. Cuando llegué al mundo, nadie en mi aldea hubiera imaginado que, aquella niña, llegaría a ser portavoz de los dioses. Ni siquiera yo, que nunca me he tomado en serio a mí misma.
Al igual que vosotros, con los años he perdido algunos sueños. Algunas ilusiones se han convertido en pesadillas y, a veces, al final del túnel sólo veo conflictos y problemas. Pero con el tiempo he aprendido que la vida tiene magias imposibles que los seres humanos no son capaces de concebir o, siquiera, de percibir. Sigo confiando en la decisión de los dioses, que pensaron gastarle una broma a Akhad. Si ellos disfrutan de tan buen humor, ¿quién soy yo para estropearles el chiste? Aunque tal vez no sea una broma. Puede que, de hecho, los actos que he realizado a lo largo de mi vida, hayan sido una decisión sensata de los dioses. No parece que esté haciéndolo tan mal.
A pesar de lo que pudiera creerse, no soy acadia. Mi padre era sumerio y mi madre guti [1]. Con el paso de los años esto me ha resultado muy favorable ya que, gracias a esa circunstancia, sabía hablar ambos idiomas desde niña, y como siempre he disfrutado de buen oído para las lenguas, no tuve problemas en aprender el acadio e, incluso, el elamita. Tampoco soy de familia real, aunque se me representa con la diadema de plata y el rey, a su pesar (él se lo buscó), me llama hija. Pero eso no me importa, porque desde tiempos inmemoriales los reyes llaman hijos o hermanos a los gobernadores y a los reyes tributarios, e hijas y esposas a las grandes sacerdotisas, mientras asesinan sin remordimientos a los frutos de su propia carne. Es éste un extraño mundo, donde las ideas se revuelven y confunden.
No soy de familia rica y nací en una aldea, tan pequeña, que ni siquiera tenía nombre, ni templos. Apenas unas cuantas chozas de barro y cañas rodeadas por campos de cebada o mijo, y atravesadas por un riachuelo cuyas aguas acercaban a las llanuras el frío de las cimas. Vivíamos más allá de la ciudad de Eshnunna, en el camino de las montañas, lo que para mi padre fue una suerte, pues así pudo conocer a la que se convirtió en su esposa. Mi padre siempre fue muy independiente y, en vez de contentarse con cultivar la cebada y las cebollas como sus antepasados, prefirió dedicarse a recorrer las cercanas montañas comerciando con productos manufacturados de la ciudad. No era un mal trabajo, ya que los montañeses apreciaban esas mercancías. Lo malo es que los parientes de mi madre tenían su propia manera de hacer las cosas y, a veces, optaban por no pagar. En uno de sus viajes, mi padre fue capturado por la familia de su futuro suegro. Por supuesto, habían pensado deshacerse de él en algún remoto arroyo de montaña quedándose las mercancías. Pero por lo visto (eso le oí contar entre risas a mi madre) aquel día mi abuelo materno andaba con un gran dolor de muelas y, como dio la casualidad de que mi padre conocía una oración a Ninsutu, y ésta resultó ser eficaz, optaron por llevárselo ladera arriba para decidir qué hacer con él.
Una vez en las montañas, mi madre decidió por ellos. No conozco lo que pasó, ya que no llegué a estar con ella a la edad en que me hubiera hecho esas confidencias, pero el caso es que mi padre no tuvo problemas en aceptarla como mujer. Pienso que influyó que él vio en mi madre una belleza exótica que lo salvaba de una muerte poco agradable, y ella en él una resolución, picardía e ingenio, que no solían tener los agricultores de la llanura, demasiado ocupados en destripar terrones. En todo caso, lo que pudo haber sido una anécdota trágica, acabó con mi padre volviendo a la aldea con una mujer a su lado y un nuevo negocio, pues a partir de ese día y, gracias a sus nuevas relaciones familiares, se dedicó a comerciar con pieles de cabra salvaje. Dos veces al año subía a las montañas con un pequeño carro, y recogía las pieles que le proporcionaba su suegro llevándolas a los artesanos de Eshnunna. Las pieles eran de tan gran calidad, que llegó a tener entre sus clientes a los sacerdotes del Templo de Bau.
Con los años tuvieron descendientes y, al contrario que otras familias, ninguno de ellos murió en la niñez. Tal vez se debiera a que en mi aldea los recaudadores no exprimían las despensas de los vecinos, o a que alguna especial bendición de las montañas nos protegía de las enfermedades infantiles. El primero fue mi hermano mayor. Recuerdo poco de él, aparte de que me parecía muy alto. Casi siempre estaba de viaje con mi padre y, cuando volvían a la aldea, me hacía poco caso. Prefería dedicar sus atenciones a las chicas y tontear con ellas cuando iban al riachuelo a por agua (o a bañarse, pero yo no sabía mucho de esas cosas en esa época). En general, creo que para él, yo no tenía mucho interés. A fin de cuentas era la hermana pequeña, alguien destinada a casarse con algún convecino gris y aburrido. Entiendo también que las jóvenes del pueblo fueran a bañarse con él, pues era el heredero del único negocio interesante de la aldea. Los míos no son, por tanto, los recuerdos de una niña pobre. Nuestro hogar era de barro y cañas, pero más grande que otros, y nuestra vida era mucho mejor que la de la mayor parte de los aldeanos de las llanuras, ahogados por las deudas con los templos y los recaudadores.
La segunda en nacer fue mi hermana mayor que, como mi hermano, se parecía mucho a mi padre, aunque cuando cierro los ojos, no sé por qué, la veo con mi propio rostro. El tiempo ha hecho estragos en mis recuerdos. Saber que he perdido el rostro de mi hermana, la que fue la compañera de mi niñez, en ocasiones me llena de tristeza. Pero ahora tengo decenas de hermanas, por lo que tal vez sea mejor así.
La tercera y última fui yo, la niña a la que la vida eligió para llevar por caminos extraños. Mi madre me contó que llegué al mundo de madrugada, en el mismo momento en que en el cielo se producía una gran lluvia de estrellas. Mientras una partera la atendía, mi padre observaba con los otros aldeanos aquella cortina brillante de fogonazos que acuchillaba el cielo nocturno. Él siempre pensó que esas luces indicaban la proximidad de una guerra. Una más de tantas como ha habido desde antes de los tiempos del gran señor Sargón. Pero para mi madre fueron la señal de un regalo especial, porque nací con un gran parecido a mi abuela lo que, pasados los años, me trajo algún problema con los demás niños de la aldea, puesto que heredé no sólo su carácter de montañesa, sino también los rasgos de su rostro.
Los sumerios se llaman a sí mismos, no sé la razón, “el pueblo de los cabezas negras”, y es algo que siempre me ha resultado incomprensible. Sumerios, acadios, hurritas y elamitas tienen los cabellos oscuros. En ese aspecto corporal, todos son semejantes, aunque los elamitas presenten los rostros más renegridos, y los acadios el pelo más rizado. Sin embargo, los sumerios eligieron llamarse a sí mismos “los de las cabezas negras”. Nunca he comprendido esto. Entiendo mucho mejor que llamen “dragones de montaña” a los gutis, posiblemente por algunas molestas costumbres suyas, como la de no pagar. Aún así, no todos practican el pillaje y, los que lo practican, tampoco están todo el año saqueando bienes ajenos. Ya se sabe que en este mundo todos pagan por las culpas del jardinero [2].
Pero mi madre no era una dragona, sino una bellísima mujer que me regaló, como herencia de su familia, dos ojos del color del oscuro cielo de las montañas, y unos cabellos como la miel clara en una tostada de avena (o eso solía repetir muchas veces mientras me peinaba). Ella me decía que su madre y algunas otras de mis parientes, también habían tenido cabellos de aquel color, y que entre las gentes de las montañas no era difícil ver personas con el pelo de miel. Y me contaba leyendas acerca de cómo los dioses llenaron de abejas la cabeza de algunos hombres que habían osado subir hasta lo alto del cielo, haciendo que se aclarara el color de sus cabellos. Los dioses de las montañas admiran la valentía por encima de todo, y por ello no los mataron, sino que los marcaron con esa señal para indicar que no se debe abusar de la confianza de aquéllos que nos crearon. «Si deseas tocar las nubes con tus manos — me advertía mi madre —, debes estar dispuesta a pagar el precio. Los dioses premian el valor, pero siempre exigen algo a cambio». En aquellos tiempos yo no entendía muy bien lo que me quería decir, pero ahora sé que tenía razón. El verdadero coraje consiste en aceptar el precio de la vida con una sonrisa, como si nos encogiéramos de hombros al pagar una apuesta perdida.
Cuando era niña, a veces los otros chiquillos me llamaban “la hija de la dragona”. Por supuesto que eran bromas de niños, pero también había heredado el carácter rebelde de los montañeses, así que más de uno llegó a su choza con una pedrada en la cabeza. Eso me sirvió para hacerme respetar. No quiero decir con esto que hubiera hostilidad contra mi madre, ni mucho menos. Como dije, son cosas de niños. Después de las pedradas, compartíamos las cebollas de la comida y la guerra de los niños se calmaba. ¡Ojalá las guerras de los adultos hubieran sido tan fáciles de evitar...!
Aparte de la suerte de pertenecer a una familia con cierto desahogo ante las deudas, mi infancia transcurrió como la de otra chiquilla cualquiera. Yo vivía en una aldea y mis padres eran de clase baja, pero aunque humildes, eran libres. Todos los vecinos de mi padre lo eran, tal vez porque al estar la aldea cerca de las montañas, no existía mucho interés por parte de la ciudad en poseer aquellas tierras o fiscalizarlas, lo que era una gran suerte, pues como dicen los ancianos: “Al pobre le prestan plata y preocupaciones”. No recuerdo siquiera que, en aquellos años, hubiera una recluta de ningún templo o del palacio para hacer algún servicio especial. En todo el pueblo sólo había dos esclavos. Ambos pertenecían a un anciano, antiguo soldado, que los trataba casi como si fueran de su propia familia. En su juventud había sido reclutado por el gobernador de Eshnunna, y luchó junto con otros contra el gran señor Sargón. Obviamente fueron derrotados, como tantas pobres milicias ciudadanas que no pudieron resistir aquel impetuoso viento de la guerra. Todavía recuerdo que era muy franco al recordar sus aventuras: «Empezaron a avanzar cubiertos con sus mantos de metal y nos vencieron en el tiempo que un lobo cubre a una loba», aseguraba riéndose, sin que pareciera importarle haber acabado su primera batalla de forma tan poco gloriosa. Aquéllos que sobrevivieron fueron trasladados a un regimiento real acadio, y así estuvo años dando tumbos de batalla en batalla. La razón de que poseyera esos dos esclavos se la oí contar en varias ocasiones a la luz de una hoguera, ya que sus historias solían ser las más interesantes que salían de aquel pueblo tan aburrido.
Por lo visto, narraba, un día salvó la vida del hijo del gran señor Sargón, Rimush, el que luego reinaría tras su progenitor, inundando las llanuras de sangre y cadáveres. Confesaba que, en realidad, había sucedido de forma involuntaria, ya que intentaba desertar al estar harto de tanta guerra. Mientras caminaba en la oscuridad se topó con el heredero, que hacía el amor en medio del campo con una bailarina eblaíta, sin saber que dos asesinos se disponían a degollarlo. Él salvó al futuro monarca o, por lo menos, eso aseguraba. Yo supongo, dado que cuando lo conocí era un poco aficionado a fanfarronear, que no debía desertar solo y que sus acompañantes debieron ayudar a despachar a ambos asesinos, pero como él era el que contaba la historia, intuyo que se atribuía más méritos de los que le correspondían. Rimush, agradecido, quiso ascenderlo, pero como dicho ascenso fue rechazado, al estar harto de tanta muerte y tanta guerra, fue licenciado con aquel obsequio. Como colofón de su historia siempre añadía, entre las risotadas de los vecinos, que bien podían haberle regalado la muchacha eblaíta, cuyos ijares valían más que trescientos esclavos.
Como acabo de decir, aquel anciano era el que contaba las historias más fascinantes del pueblo. Y he dicho bien cuando he especificado “del pueblo”, ya que aquí debería hablar un poco del tío Ektir. Nunca supe si era mi tío en realidad, pero todos en mi familia lo llamábamos así. De cualquier forma, era montañés como mi madre, y a veces acompañaba a mi padre cuando volvía de las montañas, quedándose entre nosotros un par de semanas. Luego, una mañana desaparecía sin que volviéramos a saber de él hasta que mi padre lo traía de nuevo. Cuando cierro los ojos, aún lo veo junto a las hogueras, alto, fuerte como un toro, y con una larga cabellera que le bajaba hasta la mitad de la espalda, siempre despeinada, lo que le proporcionaba un aspecto muy salvaje que hacía honor al mote de “dragón de montaña”. Pero él tampoco era un dragón, puedo asegurarlo. Con los niños era muy cariñoso, sobre todo conmigo, pues tal vez por el color de mis cabellos, fui desde el principio su favorita. Era un narrador extraordinario con un repertorio de cuentos interminable. No sólo contaba fábulas de las llanuras, sino también historias de las montañas. Nos hablaba de fieros guerreros sin miedo a la muerte y de batallas en los cielos entre dioses y dragones. Nos contaba historias de raptos y de derrotas, de triunfos y de muertes terribles; de demonios que mataban a reyes y esperaban a los hombres en la oscuridad. No me asustaban esas muertes ni esos demonios, porque sabía que esos dioses habitaban las montañas y estaban lejos de nosotros. Eran historias de montañeses.
Mis preferidas eran las que tenían por protagonistas a zorros, porque me hacían reír mucho. Recuerdo una, sobre todo, en la que un zorro y un asno decidían robar a un lobo. El lobo, dormido, soltaba una ventosidad y el zorro, que antes había jurado que iba a pelar los huesos del lobo, huía hasta las montañas aterrorizado, dejando al pobre burro caído en un lodazal...
Pero lo mejor de todo era la forma en que el tío Ektir acompañaba sus narraciones con voces y gestos. Imitaba los sonidos de los animales y, a veces, hablaba con la voz de un cordero o de un perro, haciendo que los niños nos desternilláramos de risa. También cubría su rostro con barro y se disfrazaba con trapos y restos de pieles para representar las escenas de sus historias. Cuando la narración consistía en una batalla, tomaba un palo y hacía movimientos como si de un hacha se tratara. Siendo una sola persona, lograba que viéramos a miles de combatientes con brillantes armas luchando en la oscuridad. Durante un instante era un rey desafiante ante sus enemigos y, al momento siguiente, era un pordiosero o un esclavo con las manos temblorosas por el frío. Acompañaba sus historias con cantos de las montañas que sólo entendíamos los de mi familia, pues los cantaba en el idioma de mi madre. Eran extrañas canciones que hablaban de venganzas, de fieras mujeres que bailaban danzas guerreras a la luz de la luna con sus hombres; de amores no correspondidos y de amantes que subían a las montañas para solicitar ayuda a los dioses.
Y, por si fuera poco, realizaba milagros, o eso creían todos, ya que hacía desaparecer cosas. Colocaba en la palma de su mano el anillo de una chica, cerraba el puño, y el anillo desaparecía, reapareciendo más tarde en el cuenco de sopa de algún aldeano. Supongo que, en realidad, un habitante de las llanuras siempre está dispuesto a creer que en las montañas hay mucha magia.
En cierta ocasión, vi cómo escamoteaba el anillo de la mano de la joven a la que estaba haciendo el truco y lo ponía en un pliegue de sus ropas. No lo habría descubierto si hubiera estado observando la escena con los demás, pero en ese instante volvía de nuestra choza, tras recoger una piel de abrigo para mi padre, y pude verlo desde la posición en la que estaba, casi a sus espaldas.
Durante días continué vigilándolo y pude pillarlo, en dos o tres ocasiones más, haciendo cosas parecidas. No sé de dónde saqué el valor, ya que pensaba que podría lanzarme una maldición por haber descubierto el gran secreto, pero un día que estábamos solos se lo confesé. No sólo no se enfadó, sino que se limitó a soltar una risotada complacida.
—Mi pequeña montañesa — me dijo —. Sólo alguien como tú podría haber captado la magia de las montañas. Ya que me has contado tu secreto, yo te corresponderé a ti con otro: la magia sólo la poseen los dioses — y añadió bajando la voz con aire misterioso —. Los hombres solamente podemos remedar una ilusión.
Me confesó que la razón por la que hacía esas maravillas junto a la hoguera nocturna, era porque las llamas a su espalda confundían los ojos de los que miraban el milagro. Si antes de ello había sido su favorita, desde aquel día pareció tomarme bajo su especial protección. En los tres años siguientes, cada vez que visitaba la aldea, me enseñaba a realizar trucos de los suyos, y no solamente me refiero a hacer desaparecer cosas, o a transformar unos objetos en otros o mutarlos de apariencia, sino a trucos más increíbles, que conseguían que aquél del anillo resultara un juego de niños. E, incluso, efectos que me permitían convertir un acto simple en algo grandioso y especial. De esa forma, aprendí la importancia del ángulo de visión, los secretos de la luz, la voz, y de cómo narrar historias despertando la curiosidad de las gentes. Me enseñó que un desenlace cómico debe ir precedido de un pequeño instante de silencio para aumentar la tensión en los oyentes. Descubrí que la magia humana, al igual que la propia vida, consiste en un conjunto que comienza en la mano del que hace la ilusión, y acaba en los ojos del que contempla maravillado un cambio. Un conjunto formado por sonidos, luces, colores, y el deseo íntimo del asombrado aldeano de contemplar algo que sólo ha vislumbrado de madrugada y en sueños. El tío Ektir me enseñó, poco a poco, que una historia acompañada de un entorno apropiado, pasa de ser una simple narración a convertirse en un acto real, pues las historias, como los anillos, pueden desaparecer de una mano y aparecer en el cuenco de sopa de un aldeano.
Aún recuerdo con nostalgia el día que apliqué, por vez primera, las enseñanzas del tío Ektir. Ante los vecinos de mis padres conté una de mis fábulas favoritas. En ella un zorro decidía construir una gran casa para ser el más envidiado de sus congéneres. Tras muchas vicisitudes, apenas lograba levantar un par de paredes medio derrumbadas. Acompañé el desarrollo de la trama con voces y gestos, tal como me había enseñado el enorme montañés. Incluso utilicé cañas y pedazos de adobe para representar la construcción de la casa. Reconozco que estaba muerta de miedo y, que la única razón por la que me embarqué en aquel fenomenal embrollo, fue por contentar a mi mentor. Las manos me temblaban y al principio de la historia se me cortó la voz en un par de ocasiones. Pero supongo que algo de la magia de las montañas me había sido transmitida por el tío Ektir, o que ese día la diosa Nidaba me miró con buenos ojos, ya que, de repente, sucedió algo que no esperaba. Mientras narraba cómo el zorro intentaba reconstruir una de las paredes, derrumbada por una repentina inundación, el trozo de adobe se me resbaló de las manos y me cayó sobre un pie. De forma totalmente improvisada imité el aullido de un lobo, luego adopté una actitud de zozobra y, recurriendo a la entonación que había usado hasta entonces para la voz del zorro dije: «¡Oh, maldito adobe! Creí que yo era un lobo y ya iba a devorarte, pero mi peludo rabo me ha recordado que soy un zorro, así que...» y acto seguido comencé a lloriquear y a imitar una cojera pronunciada.
Nunca habría podido imaginar la carcajada con la que mis vecinos acogieron mi improvisación. En ese instante se me quitó el miedo. Bueno, no es que desapareciera del todo. Incluso hoy día siento que se me hace un nudo en el estómago cada vez que me coloco la tiara de cuernos, pero desde ese momento ya no he vuelto a pensar en ello. No me fijo en el sudor de mis manos y me guío por mi instinto, tal como me enseñaron.
La historia del zorro tenía un final jocoso. El animal, desesperado por la dificultad de la construcción, acababa apoderándose del hogar de un vecino. Al término de la historia, el zorro — yo — se subía a una mesa — una piedra — y, ante el sumiso vecino, declaraba ser un conquistador más grande que el señor Sargón y, por tanto, con derecho a quedarse de por vida como dueño de ese hogar. En ese momento y, tras un gesto de inteligencia de Ektir, me quedé en silencio un pequeño instante, y acto seguido, cuando calculé que había creado la suficiente expectación entre mis vecinos, imité el ladrido furioso de un perro, me caí aparatosamente de la mesa — la piedra — al escucharlo, y fingí una retirada presurosa mientras gemía: «¡Oh...Oh...! ¡El señor Sargón se fue por una urgente necesidad a Akhad, y a mí me necesitan para supervisar una boda en Eridu!»
Mientras simulaba una corta carrera de huída escuché a mis espaldas una tremenda risotada. Todos me felicitaron y el tío Ektir me abrazó.
—¿Entiendes ahora la magia? — Me susurró al oído.
—Sí.
—No me esperaba tu improvisación. Tienes un don de nacimiento.
Yo pensaba que aquel enorme montañés era el más grande inventor de historias que conocía y así se lo dije, pero él lo negó con una sonrisa.
—No — aseguró —. Sólo soy un pobre embaucador que enciende una luz ante unos aldeanos. ¿Quieres saber quién es el mejor narrador de historias del mundo? El mejor — añadió casi sin dejarme asentir — es aquél que pueda sustituir un pequeño cuenco de sopa por un gran cielo tachonado de estrellas.
Yo no sabía en aquellos momentos que esas ideas, traídas de las montañas, iban a influir en mi vida más allá de unos pequeños instantes gastados alrededor de una hoguera tras la cosecha. Aún hoy día, cuando miro al cielo nocturno y veo que las estrellas son las mismas que había encima de mi aldea, intento imaginar cómo hubiera sido mi vida. Tal vez con la edad de mi madre, haciendo reír a mis vecinos con la magia de las montañas. Tal vez... pero no. Sólo son sueños que tengo aquí, entre las rosas de este jardín. Las estrellas nos engañan lo mismo que los dioses. No es bueno perderse entre ensoñaciones. Esas estrellas iban a estar presentes en mi vida, vigilando los cambios que los dioses deseaban imponerme. Y si ellos lo han querido así, pues así debe ser.
Si ahora, pasado el tiempo, tuviera que elegir el momento en que mi vida empezó a desviarse de la normalidad, sin duda alguna diría que ese momento comenzó cuando mi padre nos llevó por primera vez a la ciudad. Fue el año que el señor Manishtusu regaló una estatua de granito rojo al Templo de Inanna en Kish. Mi padre, por lo visto, tenía que negociar con el clero de Ninazu la compra de una gran partida de pieles, así que pensó que no era mala idea hacerse acompañar por toda la familia. En la ciudad se iba a celebrar la Fiesta del Año Nuevo. Para una niña como yo aquello era todo un acontecimiento. El verano estaba por comenzar, así que el tiempo permitía realizar un desplazamiento de varios días. Recogimos unos pocos enseres y alimentos para el viaje, que cargamos en el carro de mi padre, y partimos con una gran impaciencia por llegar, por lo menos en mi caso.
Poco puedo decir de aquel corto viaje. No recuerdo si los campos tenían flores, ni cuántos nuevos riachuelos aparecieron tras una colina. No podré contaros si atravesamos llanuras colmadas de cebada o llenas de hierba, porque sólo recuerdo la excitación que sentía por ver lo que era una ciudad. Para mí todo se reducía a aquel íntimo acto de descubrimiento. Aún reaparece en mis sueños el asombro con el que admiré por primera vez aquellas murallas imponentes, y siento el mareo de estar rodeada por tanta gente.
Al principio fue como atravesar un pueblo grande, pero con casas de adobe en vez de cañas cubiertas de barro. Yo pensaba que en una ciudad los edificios estaban encerrados dentro de las murallas, así que me llamó la atención que tanta gente tuviera que salirse fuera de ellas para construir sus casas. De improviso aparecieron las altas murallas y, antes de que me diera cuenta, el carro se detuvo ante dos enormes torreones que franqueaban la puerta de la ciudad. Mientras mi padre entregaba varias pieles a los recaudadores de impuestos, yo no perdía ojo de esas inmensas puertas y de la peligrosa apariencia de los soldados, con armas como aquéllas que había oído describir al anciano de la aldea. Pensaba que tenía mucha lógica que esos grandes guerreros cubiertos de cuero y metal estuvieran allí para vigilar unas puertas tan colosales. No lograba entender por qué en vez de atender a tan importante tarea, parecían más bien estar pendientes de las charlas de algunas mujeres que esperaban detrás de las puertas. No era aún tan mayor como para captar los movimientos insinuantes de las que, con los años, supe que en realidad eran prostitutas, como las que buscan clientes en cualquier portón por el que entren los comerciantes y viajeros.
Nos alojamos en el hogar de un tratante de lana de cabra que tenia negocios con mi padre. Nunca antes había estado en una casa de verdad y no sabía que existieran paredes de adobes duros que no se deshicieran con la uña, ni que pudiera haber más de un piso. Imaginad la fascinación con la que se me presentó aquella nueva visión del mundo desde aquel (para mí) altísimo tejado, viendo pasar la gente a mis pies. Hombres y mujeres, animales y esclavos, todos ellos revueltos entre calles estrechas, gritando, riendo, hablando y haciendo un ruido infernal que me maravillaba. El carro de mi padre era el único de la aldea y, desde aquel improvisado púlpito, veía a mis pies decenas de vehículos en un tránsito continuo. Podría haberme quedado allí sentada sobre el cálido terrazo durante meses, cogida de la mano de mi hermana, pues ese lugar se convirtió para mí en lo más parecido a la antesala del palacio de un dios.
El dueño del edificio se llamaba Messilim y era el hombre más gordo que había visto nunca. Se trataba de un comerciante semita y, como tal, llevaba la barba larga y rizada. La barriga le caía por encima del faldellín de tiras de piel y se sacudía como un odre cuando se reía. Y recuerdo que lo hacía continuamente, con el rostro rojo como el vino de uva. No sabía si asustarme de él o, en cambio, reírme con él. A pesar de que era de origen acadio, seguía la costumbre de los habitantes de las ciudades sumerias de dejarse un colgante de piel por detrás, a imitación de los rabos de los animales y, cuando soltaba una carcajada y su barriga comenzaba a vibrar, el rabo se balanceaba recordándome a un buey espantando moscas. Tenía dos hijos que iban camino de acabar más rollizos, todavía, que el padre. Era viudo, así que supongo que los tenía muy consentidos, aunque la verdad es que me relacioné poco con ellos. Me trataban con una actitud distante, casi de desprecio. Yo sólo era una aldeana para ellos.
Dado que mi padre siempre hablaba bien de Messilim, supongo que era un buen hombre, pero reconozco que llegué a odiarlo. Desde el primer día adoptó la detestable costumbre de darme tirones en el pelo, mientras se maravillaba del color de mis cabellos. Con los años he llegado a acostumbrarme al hecho de que la gente a mi alrededor me considere distinta, pero entonces aquello era nuevo para mí. No sirvió de nada que fuera generoso a la hora de obsequiarnos, a mi hermana y a mí, con grandes tostadas de pan de avena y el requesón más sabroso que había probado nunca. No había nada que hacer, detestaba a aquel hombre.
Por si fuera poco, en la primera comida que hicimos invitados en su casa y, tras beberse una jarra entera de cerveza, se le ocurrió bromear comentándole a mi padre que sería una buena idea desposarme con uno de sus hijos, más concretamente con el menor de ellos, que superaba a su hermano en volumen corporal. Mis padres rieron con la idea, pero yo casi pierdo el apetito. Esa noche mi hermana no hizo más que zaherirme con mi supuesto casamiento.
—Serás una novia preciosa — reía una y otra vez—. Y tendrás hijos rollizos a los que podrás usar como arcón para guardar las pieles.
Fui una tonta, ya que no debí tomármelo en serio. Puede que Messilim fuera amigo de mi padre, pero dudo que jamás hubiera deseado casar a uno de sus hijos con una niña rara de una aldea perdida. Además, un par de días después supe que ese chico estaba asistiendo a la escuela de escribas del palacio. Con la riqueza de su padre y alguna que otra influencia, seguramente haría carrera en algún templo o junto al gobernador, donde podría conseguir una esposa de mejor familia. Pero, ¿qué podía saber una niña de todo eso? El disgusto estuvo a punto de amargarme la fiesta.
En mi pueblo la Fiesta del Año Nuevo, al igual que en todas las tierras de Sumeria, era la fiesta más importante. Pero yo no estaba preparada, a pesar de lo que había oído contar a mis padres, para lo que iba a encontrarme. En el campo se hacía venir a algún sacerdote para realizar un par de sacrificios. Se comía, se bailaba, se cantaba y se amaba (por lo menos mi padre estaba más cariñoso que nunca con mi madre). Pero en la ciudad era todo una vorágine de color y de sonido que me impactaba. Resultaba casi imposible caminar por las calles, debido a la gran cantidad de personas que se movían al mismo tiempo. Los olores me asaltaban. No sólo el olor a alimentos que nunca había probado, sino también los perfumes. Algunos eran embriagadores, otros picantes, o dulces... Perfumes de flores y aromas de plantas aromáticas rodeando a una multitud. Y también hedores desagradables que ya antes conocía, pero que en aquel lugar se arremolinaban y se concentraban entre las callejas, con una falta de orden que me llenaba de confusión y me fascinaba al mismo tiempo. Caminabas por una calle donde el aroma del incienso te envolvía como en una mágica nube y, al girar por alguna bocacalle, te invadía un tufo de orines con la misma intensidad.
Mi padre no quiso dejarnos salir a las chicas la primera noche. Supongo que tenía miedo de que algún borracho cargado de cerveza hiciera algo inadecuado con alguna de nosotras. Seguramente más por mi hermana, que ya empezaba a ser una jovencita que se preguntaba si no sería interesante ir a bañarse al riachuelo con alguno de nuestros jóvenes convecinos. Pero yo, sentada en la terraza de la casa de Messilim, escuchaba a las parejas en las callejuelas de los alrededores. La cuarta noche, una de las parejas del callejón trasero, resultó estar compuesta por mi hermano y una joven bastante alegre. Se lo conté a mi hermana, y ésta se rió y se limitó a preguntarme si la joven era guapa y qué ropa llevaba. Cuando a la mañana siguiente mi padre se enteró, no sólo no se lo tomó a mal, sino que pareció muy complacido porque Messilim le informó de que, la muchacha, era hija de un escriba de los almacenes de trigo del Templo de Inanna en Kish. A mí todo eso me superaba. Los sumerios son un pueblo muy abierto en materia de sexo, pero yo había estado tal vez demasiado unida al kaunake de mi madre, y los montañeses son un punto más reservados en esa materia. En todo caso, mi madre también estuvo de acuerdo en que no era una mala elección la de mi hermano y, a partir de ese día, permitieron que mi hermana se uniera a la fiesta, convenientemente acompañada, por una prima de Messilim.
Eso me dejaba sola en la casa con los criados más ancianos, que hablaban de temas de los que yo no entendía. Una de las noches escapé a su vigilancia y me dediqué a explorar por la casa. Encontré en el patio una portezuela que daba a un subterráneo bajo el suelo. Bajé unos escalones y descubrí un pequeño altar. Encima del mismo había unos platos con alimentos y una jarra de leche. Bajo el altar se veía sobresalir el extremo de una tinaja enterrada. Me quedé unos instantes en medio de la penumbra sobrecogida ante semejante vista, y me sobresalté cuando una de las criadas entró y me tomó de la mano, intentando que saliera de la estancia. Le pregunté qué era aquéllo.
—Es la tumba de la esposa del señor — me respondió la criada con un tono susurrante de voz que me sobrecogió aún más —. La señora murió al dar a luz y ahora se encuentra en el mundo del otro lado.
Yo ya sabía que en algunas ciudades se acostumbraba a enterrar a los difuntos bajo las casas, pero había algo que me intrigaba.
—¿Qué es esa especie de tinaja que hay bajo el altar? — Pregunté.
—Es el hijo de la señora. Él está enterrado allí, en los brazos de Nintu.
Me empujó suavemente y me sacó de aquella estancia tan triste. A partir de ese momento no me perdieron de vista y ya no pude escapar de los criados, con lo que mi aburrimiento aumentó. Me hubiera gustado tener a mis amigas del pueblo para distraerme, y esperaba con impaciencia la llegada del alba, para poder salir a aquella calle inmensa que me llamaba a gritos desde el otro lado de la puerta.
En una ocasión acompañé a mi madre y a mi hermana a adquirir telas. Me compraron un kaunake que aún recuerdo. No era la ropa de tiras de piel que había vestido hasta entonces, sino que era de lana. Recuerdo que era azul. No estaba adornado ni llevaba piedras de colores, como algunos de los que veía portar a mujeres evidentemente más ricas que nosotras. Pero yo me sentía más elegante que las hijas del rey, de las que sólo había oído hablar por referencias, pero que suponía que, por ser hijas del monarca, debían tener miles de kaunakes donde elegir.
El mercado me llamó la atención, no tanto por su tamaño, ya que en cierto modo me lo esperaba, sino más bien por la variedad. En realidad no estaba como tal en una plaza, sino que ocupaba varias calles del barrio de los comerciantes. Para comprar algún producto determinado debías ir a una calle concreta, ya que todo estaba agrupado por gremios. Puede que resultara cansado tener que caminar tanto, pero a mí me gustaba, pues así podía empaparme de experiencias nuevas. También me atraían los puestos de comida callejeros. Mi madre nos compró unas brochetas de saltamontes que me parecieron deliciosas. Había tantas mercancías, y tan exóticas, que me hubiera gustado gastar varios de los anillos de plata que llevaba mi madre en los dedos, y con los que pagaba tras regatear unos instantes.
El último día de la fiesta nos encaminamos todos juntos hacia un templo que había junto al palacio. Era muy difícil caminar entre la multitud, así que iba agarrada a la mano de mi madre con un miedo terrible a soltarme. El templo se encontraba en el extremo de una gran plaza, en lo alto de una extensa plataforma de piedra que refulgía, con un blanco deslumbrante, bajo el sol de principios del verano.
Se realizaron varios sacrificios. Los sacerdotes extraían las vísceras y las examinaban. Tras hacerlo, la gente prorrumpía en gritos de alegría. Después de los sacrificios, un kallu[3] se adelantó hasta el borde de la plataforma y, repentinamente, se hizo un silencio sepulcral en la plaza. El kallu comenzó a cantar con su extraña voz, y acompañado por dos músicos que tocaban una lira y un pandero, interpretó un largo poema acerca de cómo Ninazu había nacido de Enlil, y cómo traía la salud a los hombres. Yo nunca había escuchado a un hombre con voz de mujer, pero me pareció un canto muy bonito, aunque triste. La multitud asistió al recital con reverencia y, cuando acabó, arrojaron flores hacia la plataforma. Muchos comenzaron a retirarse de la plaza, mientras otros intentaban acercarse a unas escaleras que subían a la plataforma, para dejar a su pie animales y cestas con regalos para el templo, que varios sacerdotes recogían apresuradamente.
Tras la ceremonia nos dirigimos hacia la casa de Messilim, intentando abrirnos paso entre aquel caos humano y, al estar yo tan apurada intentando no soltar la mano de mi madre, si no hubiera sido por la mirada de mi hermano, jamás las hubiera visto. Eran dos, caminando entre el gentío. Una de ellas debía tener catorce o quince años, apenas un poco mayor que mi hermana. La otra llegaría ya a los veinticinco, una edad en la que muchas mujeres tienen una gran familia. Y allí estaban ambas, la más joven vestida con un bonito kaunake de lino blanco con adornos de piedras azules, mientras que la mayor iba envuelta en el chal más maravilloso que nunca habría podido imaginar hasta entonces, adornado con bellos y dorados flecos anudados. Ambas llevaban los cabellos rizados y largos, casi hasta la cintura y, la segunda, lucía en ellos un adorno formado por pequeñas estrellas azules. Podría decir que llamaban la atención por su belleza, pero no era sólo eso. Era la forma de caminar, la forma de moverse... la forma en que mi hermano las admiraba. Por una parte, era la misma mirada que dirigía en el río a las chicas del pueblo, pero había algo más: eran los ojos con que se contempla a los dioses.
—¿Quiénes son? — Le pregunté a mi madre.
—Son sacerdotisas de Inanna — respondió ella.
Pensé que, si alguna vez una diosa había caminado sobre la tierra, lo habría hecho como lo hacían esas dos mujeres. Hasta los sacerdotes y los soldados les cedían el paso con deferencia.
La mayor de ambas me dirigió una mirada. No sé si fue una casualidad que nuestros ojos se encontraran, o si se dio cuenta de la cara de asombro que yo debía tener, pero esbozó una media sonrisa que, desde el fondo de mi corazón, deseé que estuviera dedicada a mí. Y aunque han pasado los años, estoy segura de que así fue, porque estoy convencida de que aquella sonrisa me guió en las siguientes semanas, cuando el camino de mi vida fue torcido por los dioses. Poco sabía en aquellos felices momentos, tal vez los más felices de mi infancia, que jamás volvería a ver mi aldea.
Estuvimos en casa de Messilim durante tres semanas más, una vez acabadas las fiestas del año nuevo. A lo largo de los días me enamoré por completo de la ciudad, y llegó un momento en que me convencí de que no podía vivir en un lugar distinto. Me fascinaba aquella explosión de vida.
Mi hermano, como yo ya sospechaba, siguió frecuentando a la hija del escriba y, pasados unos días, nos fuimos haciendo a la idea de que pronto habría una boda en la familia. En Sumeria las bodas no tienen por qué ser por amor pero, si lo hay, es una circunstancia añadida y agradable, por lo que yo me alegraba mucho por él. Casi no me llegué a relacionar con la que iba a ser mi cuñada, pero en cierto modo la admiraba, pues era una mujer de mundo con cierta riqueza familiar, y que sin duda llegaría a ocupar un espacio importante en la sociedad de su ciudad. La muchacha, junto con su madre, era huésped de una prima suya, cuyo marido trabajaba como escriba en el Templo de Bau. Sólo una vez estuve en esa casa y me recordó bastante a la de Messilim, aunque su tamaño casi doblaba a la del gordo comerciante de lana.
En aquella ocasión sucedió algo que por entonces, no me llamó demasiado la atención, pero que ahora, viéndolo en perspectiva, tengo que reconocer que fue muy significativo. Se suponía que el centro de la reunión debía ser mi hermano, ya que se trataba, a fin de cuentas, de que la madre y los primos de la muchacha lo conocieran oficialmente. Cuando mi padre me presentó al escriba de Bau, se hizo un silencio extraño. Mi madre me había vestido con el kaunake azul y, tal vez porque la ocasión era importante o, simplemente porque hacía un calor terrible, me había cubierto los cabellos con un turbante. Estaba hecho de una tela sencilla que había pertenecido a la mujer de Messilim, una simple tela vieja. Justamente cuando mi padre me estaba presentando, me quité el turbante e intenté desplegar el tejido para usarlo a modo de un improvisado chal. Nos encontrábamos en la entrada, al lado del santuario familiar, justo antes de pasar al patio interior. Se trataba de un patio grande que, en esos instantes, estaba ocupado por varias decenas de personas; familiares de mi futura cuñada principalmente, pero también vecinos y amigos del dueño de la casa, así como un par de sacerdotes del Templo de Bau. En el momento de descubrir mis cabellos se hizo, como he señalado, el silencio, cosa que a mí me pareció algo graciosa, pues todos me observaban con cara de asombro. Uno de los sacerdotes esbozó una sonrisa nerviosa e intercambió unas palabras con mi padre acerca de la futura boda, pero aún recuerdo que, disimuladamente, tomó en sus manos un amuleto que llevaba colgado del cuello. Más tarde, mientras los hombres siguiendo la costumbre acadia se sentaban y comían en el patio, las mujeres lo hacíamos en una de las habitaciones superiores. Dos de ellas eran esposas de acadios, con lo que llevaban velos cubriendo sus rostros. Me llamó la atención la naturalidad con la que se los quitaron, una vez que estuvimos a solas. Una de las que estaba hablando con mi madre se dio cuenta de que yo no quitaba ojo de un cuenco de requesón, que siempre ha sido una de mis debilidades. Con amabilidad, tomó una pequeña torta de cebada y untó un poco de requesón en ella. Luego me la alcanzó:
—Toma, pequeña diosa — dijo con una sonrisa.
Mi madre se rió por aquella frase. Yo imité a mi madre, aunque no entendía dónde estaba la gracia. Pero durante el resto de la reunión caí en la cuenta de que todas me miraban disimuladamente y, en ocasiones, hacían comentarios en voz baja.
—¿Por qué hablan de mí? — Le pregunté a mi madre. — ¿Me encuentran rara?
—No — respondió ella —. Lo que ven es que mi hija es una bonita montañesa. Y eso les asusta y fascina al mismo tiempo.
—¿Por qué? ¿Es porque piensan que el abuelo es un dragón? — Mi madre soltó una carcajada al escuchar esto. Ciertamente yo no había conocido nunca a mi abuelo, y estaba claro que debía ser un hombre normal y corriente, pero reconozco que a veces, en mis sueños, se me presentaba como un enorme dragón rugiente.
—Verás... Para los sumerios, tus ojos claros y tus cabellos, son una señal de los dioses.
—¿Piensan entonces que los dioses me llenaron la cabeza de abejas?
—No — interrumpió mi hermana con sorna —, de abejas no. Los dioses te llenaron la cabeza de cigarras.
—Ellos no conocen la historia de los hombres que subieron a los cielos — añadió mi madre con una sonrisa sin hacer caso a mi hermana, que claramente estaba un poco celosa de que yo fuera el centro de atención —. Ellos veneran otros dioses distintos y, como suelen tener los ojos oscuros, piensan que los de color claro son una señal divina. Cuando un gran señor manda que le erijan una estatua, a veces exige que le coloquen los ojos de color claro, para darse así más importancia.
Mi hermana me arrojó un trozo de pan.
—¿Lo ves? Te venderemos como estatua a algún templo, así te sacaremos alguna utilidad, si es que el hijo de Messilim no te acepta como esposa.
La referencia al hijo de nuestro anfitrión no me hizo ninguna gracia, así que preferí ignorar a mi hermana durante el resto de la velada, lo que resultó difícil, pues hizo lo imposible para estropeármela.
Justo cuando ya nos retirábamos, la esposa del escriba se agachó y me dio un beso en la mejilla. Acto seguido se quitó un pequeño amuleto que llevaba, una estrella de ocho puntas azul, y lo puso en mi mano. Apenas pude balbucear unas frases de agradecimiento, pues estaba tan cohibida que creo recordar que algunas de las palabras las dije en el idioma de mi madre, lo que hizo que los presentes se rieran. La señora, sin darlo mayor importancia, me acarició la mejilla.
—Recuérdame cuando hables con la Estrella de la Tarde — me rogó.
Unos instantes después, mientras caminábamos por la calle, mi hermana volvió a burlarse de mí.
—¡Pues tú no hablas con las estrellas...! Esa pobre mujer va a tener que esperar sentada hasta que la recuerden.
—No se refería a las estrellas del cielo — interrumpió mi padre con semblante serio —. “Estrella de la Tarde” es una de las advocaciones de Inanna. La estrella de ocho puntas es su símbolo y el azul es su color. No pierdas el amuleto — me ordenó —. Te protegerá, porque Inanna es tan poderosa como vengativa cuando alguien molesta a uno de sus seguidores.
Cierta noche, cuando ya la boda estaba tan decidida que se comenzaba a hablar de los términos del contrato matrimonial, Messilim convenció a mi padre para acudir a la ciudad de Kish y realizar allí la ceremonia. La idea era simple: con el pretexto de conocer a la familia de su futura nuera, podrían establecer relaciones con el clero del Templo de Inanna, ayudados por el que en un futuro sería el suegro de mi hermano que, según decían, ocupaba una buena posición en la administración del templo.
Si bien es cierto que la muchacha no iba a poder vivir una temporada en nuestra casa junto a su futuro marido, como es costumbre entre los cabezas negras, Messilim ofreció la posibilidad de acogerla en su hogar unas semanas, a pesar de que éste ya comenzaba asemejarse a los corrales de un templo. La madre de la joven consideró que, ese paso en el compromiso matrimonial, podía saltarse ante la circunstancia de la lejanía entre ambas ciudades, ya que el matrimonio parecía ser un buen negocio para ambas partes y, a fin de cuentas, son las mujeres las que conciertan los matrimonios entre los cabezas negras. La idea de Messilim no sólo consistía en vender pieles de cabra montañesa, sino también en ampliar su negocio de venta de lana hasta el interior de Sumeria. Él importaba lana de unas cabras que, por lo visto, eran criadas en unas tierras más allá de las montañas de mi madre. Dicha lana ha sido siempre muy apreciada para adornar los faldellines de los acomodados, por lo que el acadio adivinó en la boda del hijo de su amigo y socio una oportunidad de oro para ampliar los horizontes del negocio y, tal vez incluso, crear toda una red de comercio en varias ciudades, ya que la recomendación de un templo famoso puede ser fundamental para ello. Los primos y la futura suegra, por tanto, coincidían con el semita al imaginar un negocio con ramificaciones entre dos ciudades y dos templos. Si la cosa salía bien, la unión de esas dos familias (y la sociedad de Messilim) prometía un futuro en el que la plata llegaría en abundancia.
A mi padre no le desagradaba la idea de ampliar horizontes, no por ambición, sino porque él era así. De la misma manera que un día había subido a las montañas cambiando radicalmente su forma de vida, ahora no encontraba problema en aventurarse en otras ciudades, máxime si ello implicaba una oportunidad para que mi hermano prosperara como representante del negocio en otro lugar.
El problema es que Kish estaba a cierta distancia de Eshnunna. Para llegar allí, lo habitual era viajar por el canal Gibil desde el río Idigna, aunque para ello se debía llegar primero a la ciudad de Tutub. Incluso hoy día es la ruta más segura.
Ello implicaba que, no sólo había que navegar por un par de canales (esa era la parte fácil), sino que también debíamos unirnos a alguna caravana de comerciantes para viajar, dado que no era aconsejable hacerlo en solitario, con el campo colmado de desertores y nómadas renegados.
En un principio se pensó, con cierta lógica, que mi madre, mi hermana y yo, nos volviéramos a la aldea. Pero mi madre deseaba acudir a la boda, por lo que insistió con toda su cabezonería de montañesa. Otra opción que se barajó fue la de que las dos chicas nos quedáramos unos meses más en la casa de Messilim. ¡Quién sabe...! Ahora tal vez estaría "felizmente" casada con el arcón de su hijo. Pero dado que Messilim tenía decidido viajar con mi padre para participar en las negociaciones matrimoniales, y que a mi padre no le desagradaba la idea de tenerlo a su lado a la hora de discutir una dote, resultó que, de repente, nuestro viaje a Kish se convirtió en una gran aventura en la que, supuestamente, me iba a hartar de ver ciudades. Esa aventura, para mí, ha durado hasta el día de hoy.
El día que salimos de Eshnunna, el verano estaba en su esplendor.
El viaje hasta Tutub lo hicimos en una pequeña caravana que trasladaba ovejas. Tutub me decepcionó, pues era una ciudad pequeña y no me entusiasmó como Eshnunna. Por otra parte, no nos alojamos en ninguna casa, sino que vivimos una par de semanas en una gran tienda que pertenecía a Messilim. Mi padre, con la recomendación del primo de su futura nuera, logró negociar que nos uniéramos a una caravana más grande que se dirigía a Kish con un cargamento de copal. Durante unos días mi hermana y yo nos dedicamos a pasar el rato aburridas, observando los preparativos. La prometida y la futura suegra de mi hermano, permanecían en la tienda casi sin salir, acompañadas de mi madre, ya que se consideraba que esa convivencia bastaría como adecuado preliminar antes de la ceremonia de boda en Kish.
El hombre que dirigía la caravana era otro acadio como Messilim. Se llamaba Usselli y, al contrario que el amigo de mi padre, llegué a hacer buenas migas con él. Por las noches solíamos reunirnos alrededor de varias grandes hogueras, y yo aprovechaba para poner en práctica lo que el tío Ektir me había enseñado: contaba historias y hacía juegos de manos. Usselli se divertía tanto conmigo que me tomó simbólicamente bajo su protección el día anterior a la partida.
A mi familia le favoreció esa decisión, pues como el caravanero quería tenerme cerca, pudimos viajar en la parte delantera de la caravana, en vez de tragar polvo junto a los asnos de la cola. La caravana se dirigía hacia el Idigna, con lo que el terreno se iba llenando de vegetación poco a poco. El día que vi por primera vez el gran río, debí poner una cara de asombro muy graciosa, porque Usselli se estuvo riendo y haciéndome bromas hasta que pasamos a la otra orilla.
Una vez allí, y tras acampar para pasar la noche, sucedió otra de esas pequeñas cosas que influirían en mi destino en los siguientes años. Yo había estado improvisando un par de historias sobre el río, cuando Usselli se me quedó mirando con una gran sonrisa y me dijo de repente:
—Alguien como tú debería tener un nombre grande y sonoro.
—Ya tengo un nombre — repuse extrañada por su afirmación.
Debo decir aquí que mi nombre, el que mi madre me puso, es Tijstirk. Es un nombre de las montañas que significa “llena de estrellas”, ya que, como narré anteriormente, nací bajo una gran lluvia de ellas. Sin embargo, supongo que para el acadio era una palabra extraña y bárbara. Así pues, volvió a insistir negando con la cabeza sin abandonar su sonrisa.
—No. Yo te pondré otro nombre, uno de verdad —. Lo pensó unos instantes y luego añadió —: desde hoy, para mí te llamarás Sheru.
No me pareció un nombre feo, así que decidí seguirle el juego y, desde ese momento, yo fui Sheru para él.
Pero he llegado al momento en que mi camino fue desviado por los dioses, y debo narrarlo, aunque me resulte doloroso recordarlo.
Fue una noche tranquila a los dos días de haber pasado el Idigna. La caravana había acampado junto a un pequeño altozano cubierto de arbustos en su cima. Yo tenía la costumbre de dar un corto paseo junto con mi hermana, justo antes de dormir. Por una parte, me servía para idear nuevas historias y, por otra, nos permitía hablar de nuestras cosas, sin los mayores escuchando en la tienda.
Aquella noche mi hermana quiso que subiéramos a esa elevación. Nos sentamos entre los arbustos, en la cima, y estuvimos contemplando la caravana inmersa en la semioscuridad, rota solamente por algunos fuegos de campamento. Estábamos hablando tranquilamente cuando, de improviso, escuchamos un grito. Era sobrecogedor, ya que se trataba del grito de alguien que estaba siendo asesinado. A ése le siguieron otros más, y luego vi llamas que rompían la oscuridad. En medio de las tiendas se movían sombras con antorchas.
Mi hermana me ordenó que no me moviera de los arbustos y salió corriendo hacia el campamento. Pasé toda la noche así, encogida en el suelo sin atreverme a mirar, mientras los gritos se multiplicaban. Cuando amaneció, el estruendo comenzó a disminuir, pero yo no me moví. Hacia el mediodía todo estaba ya en silencio y, sin embargo, yo seguí allí, aterrorizada sin cambiar de lugar. Al caer la tarde me quedé dormida por el cansancio, y desperté cuando amanecía de nuevo. Esta vez bajé al campamento. Los asnos habían desaparecido y la mayor parte de las tiendas estaban quemadas y destrozadas. Un espantoso hedor se extendía por toda la zona. Era una mezcla horrible de carne quemada y excrementos. También olía a sangre. Me recordaba al olor de los sacrificios, pero sin perfumes ni incienso.
Busqué a mi familia. Nuestra tienda estaba parcialmente quemada y junto a ella vi el cadáver de Messilim. Lo habían torturado, ya que tenía señales de golpes en el rostro, y luego lo habían destripado. El anteriormente obeso comerciante, era ahora un guiñapo roto e informe. En el suelo, junto a su cadáver, descubrí un pequeño cilindro de piedra. Lo tomé con mis manos y vi que estaba sucio de sangre, pero en vez de tirarlo me lo guardé. Unos pasos más allá, junto al cadáver de uno de los caravaneros, encontré el kaunake que mi hermana llevaba puesto unas horas antes. Lo tomé en mis manos y observé que estaba totalmente desgarrado y cubierto de manchas de sangre. No fui capaz de ver más.
Salí corriendo hacia la cima pero no me detuve en ella, sino que seguí corriendo durante horas, hasta caer agotada. Esa noche dormí al raso, en un hueco del suelo junto a una roca, acurrucada y aterida de frío, pues no tenía la piedra de fuego de mi padre.
No sé cuántos días estuve caminando sola. No sabía muy bien qué hacer ni a dónde ir. Unas veces debí intentar volver en dirección a las montañas, hacia mi aldea, y otras cambiaba de camino hacia una ciudad que, en realidad, no sabía dónde se encontraba. Incluso llegué a pensar en buscar a mi abuelo-dragón. Estaba totalmente perdida. No sé si estuve dando vueltas o si avancé en alguna dirección. De esos días, lo que más permanece en mi memoria es el terrible frío que sufría por las noches, el terror al pensar que podía toparme con un lobo o alguna otra alimaña y, sobre todo, el hambre. Apenas encontraba algunas raíces para alimentarme en aquel páramo solitario, y no descubrí ninguna aldea. Ahora soy consciente de que, si me hubiera movido a lo largo del río, las habría encontrado más pronto o más tarde, pero supongo que debí dirigirme hacia el interior. En un par de ocasiones, seguí de lejos a un rebaño de onagros hasta algún arroyo, con lo que no morí de sed.
Finalmente llegó un momento en que, el hambre y el cansancio, me hicieron caminar en un estado febril en el que ya ni siquiera sentía ambos. Tenía los pies destrozados de marchar durante días sin parar, sin pensar, sin sentir... Tampoco me quedaban fuerzas para llorar más, a pesar de mis recuerdos y de las imágenes que llenaban mis pesadillas. Después de ese día, raras veces he vuelto a tener miedo. Es posible que sea verdad lo que dicen mis actuales hermanas acerca de mi fortaleza de montañesa, pero yo creo, más bien, que los dioses hicieron que gastara casi todo el que una persona pueda tener a lo largo de su vida.
Un atardecer me pareció distinguir la figura de una leona a lo lejos. En vez de huir, decidí seguir caminando en dirección hacia ella para acabar de una vez por todas. Sin embargo, no sólo no me atacó, sino que se mantuvo a distancia. Cada vez que yo avanzaba en su dirección, ella se alejaba un poco. Continué con aquel extraño juego mientras las tinieblas se cerraban a nuestro alrededor. Pensé que la leona había decidido lanzarse sobre mí aprovechando las sombras de la noche, pero estaba equivocada. Se limitó a acercarse más a mí, como intentando que no la perdiera de vista, lo justo para que yo distinguiera su oscura forma y el brillo de sus ojos, pero manteniendo las distancias. Parecía casi como si me estuviera guiando hacia algún lugar, y aquella idea se reforzó en mi obnubilada mente cuando, al transcurrir gran parte de la noche, vislumbré un tenue resplandor tras lo que parecía una colina lejana. Seguía aterida de frío, así que me dirigí arrastrando los pies en esa dirección. Tardé en llegar hasta allí y, cuando miré hacia atrás, desde el pie del montículo, me asombró comprobar que la leona había desaparecido. Subí trabajosamente hasta lo alto y logré alcanzar la cima cuando estaba comenzando a clarear. Con gran sorpresa por mi parte descubrí en aquel lugar a una mujer. Se encontraba de pie, con los brazos tendidos hacia el cielo y los ojos cerrados. Permanecí un rato mirándola sin que ella se percatara de mi presencia.
Tras unos instantes pronunció en voz alta unas palabras en un idioma que no entendí, pero que me recordaba el que Messilim y Usselli hablaban.
—¡Ishtar ilat, Shereti![4] — Exclamó.
Ahora, pasados los años, me resulta casi gracioso. Yo estaba allí, contemplándola en silencio y, de improviso, ella reparó en mí. Bajó los brazos, me miró a su vez, y me tendió una mano. Me preguntó algo en ese idioma extraño que yo, obviamente, no entendí. Pero se me ocurrió decir mi nombre y, dado que sólo conocía una palabra en dicho idioma, pronuncié el que Usselli me había puesto.
—Sheru — logré balbucear apenas, pues tenía la boca y la garganta totalmente secas.
Ella asintió con una sonrisa y volvió a tenderme la mano. Yo intenté dar un paso, pero el dolor que sentí me hizo tambalear. No recuerdo nada más, pues todo a mi alrededor se volvió negro y me desmayé.