XVII

Traspasamos las murallas adornadas de azul de Nippur, y aún me parecieron tan bellas como el día que las viera, por primera vez, en mi ya algo lejana niñez, aunque presentaban en algunos puntos daños, evidentemente producidos por el terremoto de tiempo atrás. En vez de desembarcar en el puerto, Ittibel hizo que trasbordáramos a una barca de piel, con la que pasamos a un canal secundario y, atravesando un par de barrios de la ciudad, desembarcamos cerca del palacio del gobernador. Tomamos habitaciones en una taberna que Ittibel conocía de sus anteriores visitas.

Nada más llegar, fue requerida por un antiguo conocido al que encontró en la taberna, así que me tocó esperar en mi cuarto a que el visitante acabara de yacer con Inanna. Aquello me puso todavía más nerviosa, y cuando Ittibel me dijo que no iríamos hasta el día siguiente al palacio del gobernador, apenas pude conciliar el sueño por la noche.

A la mañana siguiente, y tras vestirnos con la elegancia que nuestro cargo demandaba, salimos hacia el recinto sagrado de Enlil para presentar nuestros respetos, en primer lugar, a Gemezida.

Debo decir que se montó un buen revuelo cuando se corrió la voz de nuestra llegada. La Entu se encontraba enferma, y no pudo recibirnos, pero envió con nosotras a la anciana sal-me que ya habíamos conocido antes del ataque a Umma. La pobre mujer estaba casi sumida en un ataque de nervios, y tuvimos que esperar a que le trajeran de las cocinas una tisana tranquilizante.

Mientras esperábamos vi venir corriendo, a lo lejos, una figura familiar, que finalmente se echó en mis brazos.

—La gran montañesa viene a Nippur, debemos ser una ciudad importante — dijo riéndose la figura, que no era otra que la buena de Enanedu —. Eso significa que la guerra se ha terminado o que estamos todos en el otro lado. No, no puede ser eso último, porque hueles muy bien — añadió mientras me abrazaba.

Le expliqué en pocas palabras la misión que me había traído a la ciudad, ante lo que mi amiga adoptó una actitud seria y preocupada. Le pregunté si existían probabilidades de que su padre aceptara el acuerdo.

—No sabría decírtelo, Sheru — me respondió —. Esos asuntos son cosa de mi padre y él tiene sus propias ideas al respecto. Pero, ¿qué sucederá si fracasas?

—Que todos moriremos e iremos, esta vez sí, al otro lado —, afirmé con bastante seriedad.

—¿Todos?

—Todos — recalqué.

Dejé a mi amiga preocupada en el Templo de Enlil y, con Ittibel, me dirigí al palacio del gobernador, donde ya nos esperaban, pues Gemezida había tenido el cuidado de enviar un criado a notificar nuestra llegada.

Me reuní a solas con Amar-Enlil, lo que me puso aún más nerviosa. Sin embargo, las enseñanzas del tío Ektir me ayudaron a afrontar aquel mal trago, fingiendo una naturalidad que, en realidad, no tenía. La sala donde nos encontrábamos era hermosa, con bellos diseños geométricos en azul, cerca de los techos, y cenefas representando animales salvajes a media altura, pero me encontraba tan inquieta que apenas pude disfrutar de la decoración.

—Veo que os recuperasteis bien — apreció el gobernador con una sonrisa. Aunque debió decirlo por amabilidad, pues yo no debía tener muy buena presencia tras el viaje, así como el ayuno anterior al mismo.

—Nunca os he podido agradecer, convenientemente, vuestro asilo cuando estuve a punto de morir. Tengo una deuda que debo pagar.

El gobernador me dirigió una mirada inquisitiva.

—Y habéis venido a pagarla, por lo que veo.

—Señor... — No supe qué contestar a eso. Había intentado fingir que era una gran diplomática y, de repente, leían mis pensamientos sin problema alguno. El gobernador se rió con simpatía.

—No os azoréis, sacerdotisa — dijo —. Es algo lógico de deducir. El rey no hubiera enviado a una simple sacerdotisa a realizar esta misión, aunque fuera ayudante de la mismísima Enheduanna de Ur. Eso me indica que venís por iniciativa propia, seguramente apoyada por el consejo real, pero la idea no es de Naram-Sin. De hecho, si la cosa sale mal, vuestra cabeza durará poco sobre vuestros hombros, seguramente. Los reyes suelen ser quisquillosos con ese tipo de detalles.

—Adivináis la verdad, señor — asentí —. No puedo negar que la idea fue mía.

—¿Entonces, la tablilla del rey...? — Me preguntó mientras sostenía en sus manos el mensaje de Naram-Sin —. Es indudable que esto lo ha dictado él, ya que me intima... o mejor dicho... me ordena que acepte las condiciones.

—Si me permitís, señor... — Tomé con cuidado la tablilla de sus manos. Y luego, ante su asombro, la arrojé a un rincón, donde se rompió en mil pedazos —. Un mensaje que procede de alguien que rompe acuerdos, puede romperse sin miedo a que los dioses se enfaden. La oferta es mía, y no acepto intermediarios.

—Contadme, pues, vuestra oferta — me invitó el gobernador, admirado por mi inesperado gesto.

Le expliqué cuidadosamente la oferta aceptada por el rey, así como la contrapartida que se presentaba si era rechazada. Amar-Enlil me escrutó los ojos, tal vez queriendo asegurarse de que yo también me jugaba la vida con aquella aventura.

—Sois una mujer generosa. No es algo que hoy día se vea a menudo —aseguró —. Debéis de creer que vuestra deuda es muy grande, pues la labor que lleváis en los hombros es igual de grande. Si me niego, la ciudad desaparecerá, y si acepto, tendré que renunciar. Supongo que sabréis que el consejo de ancianos tiene algo que decir en ello, ¿verdad?

—Lo suponía, señor. Pero creo que convencer al consejo de ancianos, será más fácil que convencer de cualquier nimiedad al rey.

Amar-Enlil rió con ganas al escuchar mi observación y me miró con simpatía.

—¿Sabéis? El día de vuestra llegada tuve un sueño. Soñé que caminaba por las lejanas montañas, aunque nunca he estado allí, y que llegaba ante un torrente salvaje y frío. No podía cruzarlo, pero una mano de montañesa vino hacia mí desde la otra orilla. Yo sabía que debía tomar esa mano para salvarme, pero también sabía que, si la tomaba, me ahogaría.

«Hasta el día de hoy no he sabido el significado de ese sueño. Porque es un buen dilema: o ahogarse lanzándose a un torrente, o ahogarse tomado de la mano de quien te ayuda a cruzarlo. Creo muchacha que representáis la esperanza. Y la esperanza es en ocasiones muy cruel, pues para que unos perduren otros deben perderse —. Se levantó y comenzó a pasear por la estancia lentamente, como si intentara buscar cuidadosamente las palabras en su cabeza —. Salvé vuestra vida porque algo en mi interior me decía que si moríais, moriría con esa muchacha la poca luz que le quedaba a este mundo. Mi corazón sospecha que los dioses os eligieron para algo grande, posiblemente no para ganar batallas o para construir reinos, pero sí tal vez para que aprendamos a conservar la luz en medio de las tinieblas.

Tomó una lámpara de aceite y se acercó a mí.

—Mirad, sacerdotisa — me dijo mientras colocaba el objeto ante mis ojos —. Es pequeña, pero es luz. Fuera de ella está la tormenta y la oscuridad. Alrededor sólo se escucha estruendo de muerte y gritos de agonizantes. Pero dentro de ella hay calor, y aunque pequeña, representa un futuro. Si dejamos que la llamita se apague, perderemos ese futuro que se nos anuncia.

Me sentía asombrada y algo inquieta. Había ido a ese lugar intentando representar el papel de una gran diplomática, y me estaban dando una lección magistral sobre la vida.

—Las negociaciones han terminado — anunció de repente, mientras me hacía un ademán amable para que me levantara —. Mañana venid a palacio y os anunciaré mi decisión. Esta noche hablaré con el consejo de ancianos. Por mi parte, me parece un acuerdo justo.

Me retiré con una extraña sensación en mi vientre, como si una serpiente me atormentara y yo no supiera la razón.

* * *

Ittibel me dejó sola en la taberna. Se nos había ofrecido la oportunidad de alojarnos en el recinto de Enlil, pero Ittibel prefirió que, de momento, la visita pareciera más informal y menos pomposa, para que no se corriera la voz por la ciudad.

—Tengo más confianza en mi amigo el tabernero — aseguró — que en los criados del templo.

Y debo decir que aquello fue bueno para mí, pues esa noche, cuando ya me disponía a dormir, una mano golpeó suavemente la puerta de mi cuarto. Abrí y me encontré con Enlilbani. Apenas pude reaccionar por la sorpresa, sólo pude balbucear su nombre y abrazarme a él.

Las explicaciones fueron rápidas y los besos lentos. Y aquellos besos nos llevaron, inevitablemente, hasta el lecho. Hasta entonces, las veces que habíamos estado juntos, Enlilbani había tenido siempre mucho cuidado con no tocar la cicatriz de mi costado, tal vez por la reacción negativa que despertó la primera vez que lo hizo. Esa noche, sus labios se deslizaron por mi kaunake, sus manos descubrieron suavemente mis pechos y se posaron en la cicatriz. Durante un rato su boca paseó por aquel triste recuerdo, acariciándolo a veces suavemente como se acaricia a un cachorro, y otras saboreándolo como una fruta madura; y eso hizo que Inanna se apoderara de mí, y un fuego abrasador me invadió, deseé abrazarlo apasionadamente, y decidí no esperar más. Así que le entregué mi negra barca y él navegó dulcemente por el río de mi vientre. Siempre que había imaginado ese momento, lo asociaba con aquellos versos:

Bésame con esos besos tuyos,

son mejores que el vino tus caricias;

qué grato es el olor de tus perfumes,

tú mismo eres aroma que enajena,

¡Cómo no van a amarte las mujeres!

Llévame contigo, vamos, vamos;

y el rey me llevó a la penumbra

a reír y ser felices juntos,

a revivir sus caricias mejores que el vino;

¡Cómo no amarte...!

Pero el deseo me invadía y, al rato, los versos ya no existieron. Los dos éramos el poema y lo escribíamos con nuestras lenguas y nuestras manos.

Cuando, más tarde, terminó de navegar, lo abracé contra mi pecho. Y mientras en la oscuridad notaba su dormida respiración y el calor de su espalda en mi vientre, pensé que me hubiera gustado estar así, toda la vida, abrazándolo. Tal vez no fuera un león, como bromeaba Enanedu, pero yo tampoco era una gacela. Era una mujer, y él era mi amante, y aunque tuviera que ir hasta las siete puertas de los infiernos como una nueva Inanna, no estaba dispuesta a perderlo.

* * *

A la mañana siguiente me desperté sola en el lecho, y fui consciente de mi situación. Yo no podía ser una esposa, y mis mañanas serían frías como aquélla, y tal vez solitarias. Aunque algo bueno sucedió a partir de aquella noche, y es que en presencia de Enlilbani, nunca he vuelto a avergonzarme de mi cicatriz.

Ittibel entró en el cuarto con una sonrisa. No sé cómo se había enterado de lo sucedido, o tal vez era más sabia de lo que yo pensaba y suponía de antemano lo que iba a suceder, habiendo dejado el campo libre esa noche. Sea como sea, me ayudó a vestirme, y fuimos al Templo de Inanna, donde rezamos a la diosa.

Intenté localizar a Enanedu, pero no estaba en el templo. Sólo me dijeron que había salido hacia palacio temprano y que no había vuelto. Sin saber por qué, una sombra se apoderó de mi corazón y sospeché que algo malo había sucedido.

Cuando llegamos a palacio vimos llorando a varios criados. Cada vez me sentía más confusa al ver las muestras de dolor a mi alrededor. Por fin, uno de los ancianos del consejo llamado U-Abzu, vino hacia nosotras y nos llevó a la sala de audiencias, que se encontraba vacía. Le pregunté por el gobernador, extrañada por todo ese ambiente.

—Amar-Enlil ha muerto — nos anunció. Fue como si una estatua se hubiera derrumbado sobre mi cabeza.

—Pero, si ayer yo... — Intenté decir algo, pero no se me ocurría nada.

—El gobernador habló anoche con nosotros, en el consejo — explicó el anciano con amabilidad. Observé que no parecía guardarnos ningún rencor —. El consejo de ancianos no podía aceptar la renuncia de un gobernador al que había elegido previamente, inspirados por el sagrado Enlil. Nos intentó convencer de que el acuerdo era justo, pues significaba la paz, la lejanía de la guerra, y la salvación para todos, pero no quisimos aceptar, a pesar de todo, pues no hubiera dejado de ser un sacrilegio. Por ello, el gobernador, a la hora del desayuno, y tras hacer llamar a sus hijos, tomó una dosis de cicuta y se suicidó.

El anciano se detuvo un momento, mientras la voz se le quebraba ligeramente.

—Era la única solución honorable — prosiguió —. Ahora el gobernador está muerto, y el consejo de ancianos es libre para designar como nuevo gobernador al heredero real. Podéis transmitir al rey que esta tarde el consejo votará dicha aceptación. He hablado con los otros miembros y todos, unánimemente, estamos de acuerdo. Pero exigimos que el tratado se ponga por escrito, y que lo selle la Entu de Nannar, en cuya sabiduría confiamos.

—Me ocuparé personalmente de redactar el texto y llevarlo a la Entu para que lo selle — dije, suponiendo que era lo correcto en aquellos instantes.

U-Abzu asintió.

—El gobernador confiaba en vuestro destino. Dijo que creía que iba unido a esta ciudad. Esperábamos a la muerte y nos habéis regalado la vida. Aunque el precio haya sido doloroso, os estamos agradecidos —. Hizo ademán de retirarse, pero se detuvo un momento y se volvió hacia mí —. ¿Me equivoco si hago la suposición de que, si esta negociación hubiera fracasado, habríais estado dispuesta a pagarlo con vuestra propia vida?

—No os equivocáis — dije con un hilo de voz, haciendo esfuerzos para no derrumbarme.

—Lo suponía. El gobernador lo dejó traslucir en la reunión de anoche. Creo que, en parte, aceptó la muerte porque creía que vuestra vida era un precio demasiado alto. Espero que seáis digna de su sacrificio, así como él lo fue de vuestra vida.

Y, sin más palabras, se retiró. Pienso que tenía razón, y hasta el día de hoy he intentado hacer honor a aquella idea. Cuando iba a salir de la triste estancia, vi la lámpara de aceite encima de una mesita. La cogí y me la guardé. A lo largo de los años han pasado por mis manos joyas delicadas, algunas extremadamente caras. Pero para mí, esa lámpara es, hasta el día de hoy, una de mis más valiosas pertenencias.

* * *

Tardé unos días en volver a estar a solas con Enlilbani, aunque a Enanedu la vi un rato después de la reunión con el anciano. Se abrazó a mí y estuvo llorando hasta que atardeció, y yo no me separé de ella. Nunca me ha reprochado la muerte de su padre. El gobernador murió delante de sus hijos. Quiso darlos una lección sobre la vida y sobre el honor, y les explicó por qué lo hacía. Dejó bien claro que yo arriesgaba mi vida haciendo aquello, y que el acuerdo era justo.

Dos días después logré ver a Enlilbani en el entierro de su padre, ya que una de las últimas disposiciones de Amar-Enlil fue que yo debía celebrar su funeral. Según Enanedu, había dicho que creía que yo caminaba en manos de los dioses y que, por tanto, viajar hasta el otro lado por mi mano, sería como hacerlo en las manos de una diosa. Creo que, incluso en sus últimos instantes, la galantería le pudo. En todo caso, hice las libaciones y los ritos, aunque como era mi primer funeral como oficiante, Ittibel tuvo que instruirme a toda prisa.

Tras acabar la ceremonia, dirigí mi ojos a las lejanas montañas y pronuncié unas palabras en guti que nadie pudo entender: «Dioses de mis padres — dije —. Aunque no tengáis entrada en el mundo de Ereshkigal, os ruego que vigiléis los pasos de un buen hombre. Él entregó su vida por honor, y vosotros respetáis el valor y el precio justo. Acompañadlo y sed su guía. A cambio, yo, la que camina entre dos mundos, intercederé por vuestros hijos. Es mi juramento».

Luego me volví hacia los presentes mientras me frotaba la frente con la mano, para dar fe del compromiso y, ya en sumerio, añadí: «Ahora todos los dioses de los confines del mundo lo acompañan. Ni siquiera un rey tuvo tan buena compañía».

Todos bajaron la cabeza como homenaje al difunto y Enanedu se volvió a abrazar a mí. Enlilbani se mantuvo un poco apartado, pero pude ver en sus ojos que tampoco me guardaba rencor por lo sucedido a su padre. Años después me confesó que se sentía orgulloso, tanto de su padre, como de mí, pues habíamos logrado salvar una ciudad entera con sólo una muerte.

Días después llegó Enheduanna acompañada del heredero Sharkalisharri. Por intermedio de Ittibel yo había enviado el acuerdo por escrito a Enheduanna, la cual lo hizo reproducir y lo selló en una ceremonia pública en el Templo de Nannar, con lo cual el rey ya no pudo echarse atrás.

Enheduanna hizo entrega de la tablilla a Gemezida, que la depositó en el recinto de Enlil, en la Sala de la Vida [21], junto a la Tablilla de la Vida, para que así nadie pudiera romper el juramento.

Sharkalisharri fue generoso, y ordenó respetar los bienes de la familia del gobernador, así como sus vidas. Con Enanedu no hubiera habido problemas, al ser sacerdotisa, pero Enlilbani hubiera corrido un serio peligro. Tanto que Gemezida, por si acaso, le había concedido el título de sabra [22], lo que le cubría ante una posible condena a muerte, aunque como he dicho, no fue necesario.

No tenía demasiadas ganas de asistir a los festejos que se celebraron para saludar al nuevo gobernador, pero no me quedó más remedio que asistir a algunos, tanto en mi calidad de sacerdotisa, como en la de ayudante de Enheduanna y artífice del acuerdo alcanzado. Fue entonces cuando descubrí que el heredero me estaba más agradecido de lo que yo creía. Por una parte le había conseguido un puesto de importancia, y por otra parte, ese puesto estaba lejos de su padre y del consejo real. No pareció llevarse mal, desde el primer día, con el consejo de ancianos, con lo que supuse que le iría bien en ese puesto hasta el día que le tocara suceder a su padre en el trono.

También, por aquel entonces, comprobé que andaba muy enamorado de su mujer, con la que su padre no hacía buenas migas. Pero de esto hablaré más adelante, pues en esos instantes mis propios amores estaban por encima de consideraciones relacionadas con la realeza.

Sólo pude reunirme a solas con Enlilbani dos días antes de mi vuelta a Agadé, y volvimos a navegar juntos, como si fuera la última vez que se nos concediera. Y, en esos momentos, ambos sentíamos como si así fuera. No me importaba que nuestros encuentros fueran fugaces, pues los disfrutaba como merecían, sino que temía que no volvieran a suceder. Envidiaba a las campesinas que tenían a su amante todas las noches en el lecho. Tal vez sea algo infantil, pues como dijo en cierta ocasión Ittibel sobre las relaciones entre Shamum y Enheduanna, tal vez hayan sido tan buenas a lo largo de los años por las continuas ausencias.

Aquella última noche juntos, mientras afuera en las calles se escuchaban los sonidos de la celebración, permanecimos abrazados largo rato, pero yo deseaba dejar las cosas claras. Quería que supiera que aceptaba la situación, que no me hacía ilusiones y sabía lo que él podía darme. Y así se lo hice saber, lo que le dejó un poco paralizado.

—Tú te casarás alguna vez, Enlilbani — le recordé —. Seguramente tu padre ya estaba pensando en alguna esposa para ti. Y si no está tu padre, será Enanedu la que lo haga, porque un Sabra debe tener una familia a la que dejar su posición y fortuna.

—Tú eres la única mujer a la que amaré, Sheru — me aseguró, un poco dolido por mi franqueza.

—Mi amor — le dije mientras le acariciaba el pelo con cariño — ya no podemos ser unos niños, como cuando me enseñabas a leer en Ur. Esos jardines quedarán siempre en nuestros corazones, pero sabes que ya nunca volverán. Ahora somos un hombre y una mujer. Y esta mujer es una sacerdotisa, y tú eres un escriba de alto rango.

—Lo sé, no soy un niño.

—Por eso debemos afrontar la realidad. Tú tendrás que casarte con una buena mujer que te dé hijos, y yo debo servir a los dioses. Nada de eso tiene que ver con nuestro amor, pero los dioses lo han decretado así.

—No me importa lo que los dioses ordenen. Si ése fuera el único problema, lo aceptaría con una sonrisa, pero no me gusta esta situación.

—Enlilbani, debes ser fuerte — intenté decir, pero él me interrumpió poniendo sus dedos en mis labios con suavidad.

—¿No lo entiendes? — Me dijo tras darme un suave beso en los labios —. No puedo esperar a que te maten. No puedo esperar a que, sencillamente, un día no vuelvas y pasen los meses y sólo me quede el silencio y los recuerdos. Los dioses te llevan de una guerra a otra, y estás rodeada por la muerte. No sé qué es lo que quieren de ti, pero parece que yo no soy parte de ello.

Asentí con algo de tristeza, pues tenía razón.

—Entiendo. La guerra nos convierte en huérfanos. No importa que estés rodeado de vida, pues vas hacia el vacío sin dejar nada atrás. Pero yo no me olvidaré nunca de ti, y lo sabes. Más pronto o más tarde, la diosa nos permitirá juntarnos.

—No quiero sentir celos de una diosa, pero tal vez no entiendes que tú también te conviertes en huérfana. Ambos lo somos — pareció que iba a protestar de nuevo, pero luego suspiró profundamente y se recostó contra mí, mientras me besaba suavemente los pechos —. Así pues, la opción que me ofrece la diosa es estar cerca y lejos de ti. Supongo que es lo justo, y lo acepto.

Tardé en conciliar el sueño esa noche. Por una parte me sentía feliz de que Enlilbani hubiera aceptado la situación, tal vez con la misma entereza con que el general Shamum la aceptó a su vez, pero por otra parte, también sentía miedo. Y es que Enlilbani tenía razón. Me sentía sola sin él, como una huérfana en un páramo solitario, y temía que al volver de alguna de aquellas misiones que la diosa me encargaba, él ya no estuviera a mi lado.

Aquella idea me revolvía el estómago. Así que permanecí el resto de la noche aferrada a él, sintiendo su piel y casi contando las veces que su pecho se levantaba al respirar. Si volvíamos a tardar en vernos, quería llevarme en mi magro equipaje esa sensación de calor y ternura, como una madre lleva en su corazón la primera risa de un hijo.

Por desgracia, el amanecer llegó demasiado pronto aquel día y, tras un beso largo y triste, nos separamos sin que ninguno de los dos se atreviera a decir adiós.

* * *

La guerra seguía en pleno apogeo. Mientras yo estaba en Nippur, otras dos batallas se habían sucedido la una a la otra, sin demasiada importancia, pues casi se las podía considerar como un tanteo.

En una de ellas, un destacamento de 2.000 acadios había rechazado una emboscada de hombres de Eridu, formada por 3.000 soldados. Aunque los de Eridu no habían sido derrotados de forma ignominiosa, y habían abandonado el campo con cierta dignidad, sabíamos por los informantes de Ittibel, que en esa ciudad la gente empezaba a no estar demasiado feliz con su pertenencia a la liga de Ur, sobre todo tras las noticias llegadas de Nippur.

La segunda batalla fue más mortífera y se celebró entre una falange de 7.000 acadios y otra de 8.000 sumerios. Ambas partes abandonaron el campo de batalla con unas bajas equivalentes. El general Shamum sabía que la gran batalla estaba cercana a celebrarse, y que en ella los sumerios iban a disponer de un número mayor de soldados. Si se perdía esa batalla, o quedaba en tablas, el equilibrio del reino podía desmoronarse, pues muchas ciudades, ya rendidas, caerían en la tentación de rebelarse de nuevo. Una señal de debilidad no era aceptable, por tanto, en esos instantes.

El general decidió convertir toda la cebada en harina, y partió una mañana con un ejército de 20.000 soldados, 150 carros de guerra y 400 arqueros, más un refuerzo de 150 honderos de Nippur. El ejército de la liga se colocó en un campo a una jornada de Ur, y allí esperó con unos efectivos de 25.000 soldados y 400 arqueros.

Shamum quiso que asistiera al consejo de guerra que se celebró la noche antes de la batalla, pues decía que yo le daba buena suerte. Pienso que, en realidad, tenía más bien el deseo de ver a Enheduanna, pero sabiendo lo que nos estábamos jugando, acepté. Por otra parte, en aquellos momentos yo deseaba fervientemente que la liga fuera derrotada, porque si salía victoriosa, Amar-Girid intentaría atacar Nippur, y yo no tenía duda acerca de la suerte que le cabría esperar a los hijos del difunto gobernador.

Shamum tomó unas disposiciones que a Naram-Sin, y al resto de los asistentes a la reunión, nos parecieron sumamente extrañas. Colocó a sus mejores soldados en el ala izquierda, y a los peores y más bisoños en la derecha, apoyados en su extremo por un destacamento de 400 veteranos.

—¿Por qué dividirlos así? — Pregunté yo extrañada.

—Porque el enemigo sabe de nuestras tácticas, por lo que colocará su propia falange al estilo acadio, y a los arqueros tras la falange, tal y como hicimos contra los elamitas.

Me encogí de hombros sin entender nada de ello, pero confiaba en el general. Y confiaba en Inanna a la que encomendé a Enlilbani.

Tras los sacrificios, los dos ejércitos se colocaron frente a frente. Después de un toque de cuernos, Amar-Girid, con gran impaciencia, hizo avanzar a la falange sumeria, mientras los arqueros arrojaban varias nubes de flechas contra los acadios. Sin embargo, los arcos sumerios no eran demasiado eficaces contra mantos de metal, con lo que fueron pocas las bajas que lograron. Tal vez hubiera sido más inteligente emplear primero los arqueros y hacer luego uso de la falange, según el estado en que quedase el enemigo, pero estaba claro que Amar-Girid no era el general Shamum.

Los arqueros acadios comenzaron a tensar sus armas cuando los sumerios estaban apenas a 60 codos de distancia, lo que me extrañó más aún, pues parecía como si el general Shamum deseara que ambas falanges se castigaran mutuamente.

Y, efectivamente, es lo que sucedió, pues con un terrible choque, ambas murallas de escudos se mezclaron y comenzó un intercambio de empujones y lanzazos que se mantuvo indeciso un buen rato, mientras de vez en cuando caía algún soldado de uno u otro lado. Desde donde estábamos llegaba hasta nosotros un estremecedor ruido, transformado por la distancia en un rumor donde se mezclaba el seco golpeteo de los escudos, y los gruñidos de los que empujaban. Los acadios, como siempre, hacían gala de una perfecta disciplina, y reponían ordenadamente, y sin perder la compostura, a los que de vez en cuando caían atravesados. Los sumerios lo realizaban un poco más desordenadamente, con lo que de tarde en tarde, se les colaba algún lanzazo de más y un pobre soldado de la liga caía al suelo intentando taponar con las manos su garganta abierta, por la que la vida se le escapaba a borbotones. Pero aquel pequeño desorden, era paliado por el mayor número de soldados que empujaban contra la muralla de escudos acadia.

Pasado un tiempo, que a mí me pareció eterno, el ala derecha acadia comenzó a flaquear y a retroceder poco a poco, abrumada por el empuje de los soldados sumerios. Los soldados bisoños, debido a su inexperiencia, habían sufrido más bajas que el ala izquierda, y aunque no se desordenaron, no pudieron impedir que, paso a paso, la falange acadia los fuera empujando inexorablemente hacia atrás. La línea acadia se torció primero en una curva cerrada, y luego se estabilizó gracias al esfuerzo sobrehumano que hicieron los veteranos acadios, al extremo de la línea. Los acadios se asemejaban en ese momento al meandro de un río, con los sumerios empeñados en destruir el extremo derecho, pues habían deducido que, si éste caía, podrían rodear a toda la infantería acadia.

En ese instante Shamum hizo que interpretaran un toque especial de cuerno. Ante ello, los arqueros acadios comenzaron a disparar de flanco, apoyados por los honderos que hasta ese instante habían permanecido ociosos. Al mismo tiempo, los carros acadios ejecutaron una fulminante y repentina salida desde la izquierda, y tras un recorrido de flanqueo, atacaron a los arqueros sumerios. Aunque el asalto de los carros les cogió por sorpresa, los arqueros sumerios reaccionaron prontamente, y recibieron a los vehículos con rápidas ráfagas de saetas. Casi la mitad de los carros acadios fueron alcanzados por flechas y sus onagros fueron muertos o heridos, así como los conductores y soldados que montaban en ellos, que al contrario que los infantes de la falange, no iban cubiertos con pesados mantos protectores. Pero el resto, sin detener la carga, se dedicó a disparar flechas y a arrojar lanzas a corta distancia, y arrollaron sin compasión al desordenado grupo de arqueros sumerios, logrando que éstos, finalmente, se dispersaran en fuga, presos de terror. No dudaron en tirar al suelo arcos y bagaje, para correr más ligeros mientras huían de los carros.

Mientras tanto, los arqueros y honderos del ejército acadio acribillaban, a corta distancia y de flanco, a la retaguardia de la falange sumeria, que al estar apretada y en una posición incómoda, no podía cubrirse con los escudos. Los arqueros realizaban sus disparos, de tal manera, que describieran trayectorias parabólicas, y cayeran casi verticalmente sobre los sumerios. Los honderos, en cambio, arrojaban sus pesados glandes de piedra de tal forma que, pasando apenas a medio codo de distancia de las cabezas de los acadios de la primera línea, casi siempre impactaban en las cabezas de algún enemigo, lo que resultaba terrible para el que recibía el impacto, pues esos soldados, apenas se cubrían con cascos hechos de cuero.

Numerosas bajas empezaron a cubrir el suelo, y la línea acadia, poco a poco, y ante nuestro asombro, fue recomponiéndose. Mientras la línea volvía a avanzar, los soldados de la retaguardia remataban a los sumerios heridos que sembraban el suelo tras su avance. Y debo decir que, en esa zona concreta de la batalla, la matanza fue horrible, porque como he dicho, gran número de sumerios habían sido heridos por las flechas y los proyectiles de honda.

Cuando aún no se habían recuperado del todo las posiciones iniciales, los carros que quedaban, y que disciplinadamente no habían abandonado el campo tras los arqueros sumerios fugitivos, sino que se habían retirado prudentemente a un lado para esperar una señal, atacaron por la espalda a los sumerios del ala derecha. Aquello fue lo que les faltaba a esos desesperados soldados para derrumbarse, así que esa zona de la falange sumeria se derrumbó y, en un completo caos, se dispersó por el campo. Los carros, esta vez sí, pasaron a perseguirles alejándose de la batalla, pues ahora era más importante que el ala derecha sumeria no se reagrupara.

Mientras, la falange acadia del ala derecha, aunque bastante tocada por haber soportado todo el peso de la batalla, y con muchas más bajas entre sus efectivos que la izquierda, se dedicó a avanzar ordenadamente y a cerrar poco a poco un círculo de bronce alrededor del resto de la infantería sumeria, que aún luchaba contra el ala izquierda.

Los sumerios, en ese momento, cayeron en la cuenta de que estaban siendo rodeados, y de que no tenían ningún apoyo de su retaguardia, con lo empezaron a abandonar el campo poco a poco. Al principio en pequeños grupos, pero luego, en la forma de un aluvión aterrorizado que intentaba escapar de aquel círculo de muerte que se cernía a su alrededor. Sólo unos pocos soldados sumerios aguantaron disciplinadamente hasta el final, y aquello fue su salvación, pues parte de la falange acadia, ahora libre de opositores, avanzaba ordenadamente y aumentaba la matanza con los que habían quedado heridos en el suelo. Aquel grupo de valientes, rodeado por todas partes, aceptó finalmente la rendición que generosamente les ofreció el general Shamum, y se libraron de la esclavitud o la ejecución porque el general convenció al rey de que, esos valientes, serían una buena adquisición como refuerzo para los regimientos acadios.

—Esta vez no fue al viejo estilo, general — le comenté yo, mientras le daba un beso en la mejilla y algunos oficiales jóvenes esbozaban sonrisas de satisfacción. La verdad es que sólo el general había esperado semejante desenlace.

—Nunca viene mal cambiar las viejas costumbres por otras nuevas — comentó Shamum, mientras se ponía rojo como el interior de una granada —. Pero si ésa va a ser la recompensa a mis victorias, tendré que romperme la cabeza inventando nuevas tácticas todos los días.

Una risotada acogió sus palabras, pero las risas no duraron mucho, pues Naram-Sin, que había recorrido el campo de batalla en un carro, disparando su arco contra el enemigo en fuga, se presentó de repente. Venía exultante de satisfacción, vanagloriándose de que había atropellado bajo las ruedas del carro a numerosos enemigos agonizantes, lo que tal vez fuera cierto, pues el vehículo aparecía cubierto de grandes salpicaduras de sangre, y de restos bastante más aterradores, que lo asemejaba al altar de un sacrificio.

A Ur, si los dioses no lo remediaban, le esperaban tiempos difíciles.

* * *

La ciudad de Eridu solicitó la paz, tras ejecutar ellos mismos a su gobernador. Otras ciudades, como Shuruppak, parecieron estar dispuestas a enviar embajadores y a someterse a Naram-Sin. Ur y Uruk, sin embargo, permanecían rebeldes y el ejército de ambas ciudades se refugió tras las respectivas murallas.

El sitio de Ur comenzó con un bloqueo del canal que daba paso al puerto de la ciudad. En Uruk no se practicó ningún sitio porque se consideró que, una ciudad como aquélla, con hasta tres grandes zonas amuralladas (la ciudad propiamente dicha, el Eanna y la Kullaba), hubiera necesitado más soldados de los que se disponía. No era posible mantener esos dos asedios simultáneamente.

El asedio de Ur duró cuatro meses y dio comienzo bajo los primeros rayos del sol del verano. Amar-Girid no había sido previsor, por lo que el hambre comenzó a reinar pronto en la ciudad. Ittibel consiguió acceder a la misma, gracias a sus contactos en el puerto y entre las prostitutas, y trajo información acerca de ello. Pero ante todo, y tras pasar varios años, yo deseaba tener noticias de mis amigos.

Así, supe que Sharrat era ya una profesora de música respetada en el recinto. Supe también que mi buena Agisa había sufrido un aborto con su primer hijo, que dos hijos más habían muerto de fiebres en la niñez, uno de ellos con menos de un año de edad y que, en aquellos instantes, tenía una hija pequeña. Me alegré por Akkilu y me lo imaginé abrazando a la niña, tal y como me había abrazado a mí cuando era una jardinera.

Y aquella circunstancia logró inspirarme una idea luminosa (Inanna debió andar de nuevo con sus manos sobre mí) que me permitió resolver esa situación desesperada. Ittibel les describía a Enheduanna y Alane el estado de abandono en que se encontraba el giparu. Amar-Girid había dado instrucciones para que no se repararan los daños del terremoto, y hasta los jardines estaban abandonados y llenos de maleza.

—¡Imagina, Enheduanna! — Decía la kezertu —. ¡Hasta los rosales yacen en el polvo, secos y agostados, sin nadie que los riegue! ¡Ya no hay rosas en el giparu!

Enheduanna se lamentó por ello.

—¿Recuerdas el olor de esos rosales, Sheru? — Me preguntó, intentando que recordara la noche en que hablamos en la terraza del giparu.

—Sí — asentí distraídamente, pues una idea loca rondaba por mi cabeza.

—Es una lástima que los hayan dejado morir, con lo hermosos que eran — suspiró Enheduanna.

—Los rosales son plantas sagradas, pueden resucitar — comenté yo.

—¿Ah sí? Bueno, tú fuiste jardinera — recordó Alane.

—Cierto, lo fui. Y también tengo la magia de las montañas, por lo que creo que, con la ayuda de Inanna, podremos hacer el truco más magistral que la ciudad ha visto en años.

Enheduanna, Alane e Ittibel, me dirigieron una mirada de extrañeza, así que les expliqué por encima mi plan. Tuve que repetirlo varias veces, pues como no habían sido jardineras, no comprendieron bien, al principio, la base del mismo.

Una vez que lo aceptaron, Ittibel se dirigió en barco a la ciudad de Eridu, donde recogió unos objetos por encargo mío. Cuando llegaron a mi poder, nos dirigimos a presencia de Naram-Sin, el cual se encontraba preparado para salir en dirección a Uruk con parte del ejército. Se había decidido que, si bien no se iba a sitiar la ciudad, iban a intentar de alguna forma que el ejército de Uruk aceptara una batalla en campo abierto. Por ello Naram-Sin mandaba aquel destacamento, que constaba de unos 11.000 soldados. Se suponía que en Uruk no quedaban más de unos 7.000 guerreros entrenados.

Naram-Sin había dejado instrucciones para que la ciudad fuera arrasada, y Enheduanna quería evitarlo. No deseaba ver la ciudad de Nannar ardiendo. Quería recuperar la tiara de cuernos sin que fuera un acto cruento, y mi plan, aunque arriesgado, se lo podía permitir.

En un principio Naram-Sin se rió con nuestra idea, pues no creía en ella. Le parecía una completa locura. Luego, ante las prisas que tenía por ir hacia Uruk y convertirse en victorioso general, optó por darnos permiso, aunque no dejó de burlarse de mí.

—Si una montañesa consigue conquistar la gran ciudad de Ur sin derramamiento de sangre, soy capaz de regalarle la corona. Bueno, la corona no — rectificó a tiempo —. Pero juro que te concederé aquello que me pidas, por muy costoso que sea. Nadie dirá que Naram-Sin no es generoso — afirmó tras pasear su mirada con suficiencia por los presentes.

Luego montó en un carro y se fue.

El general Shamum se acercó a nosotras y quiso saber lo que me habían traído de Eridu. Yo misma se lo enseñé: eran retoños frescos de rosal.

Durante un día entero le di a Ittibel instrucciones acerca de cómo debía tratarlos, y tras encomendarme a Buzur, le entregué apenas unos trocitos pequeños, los cuales introdujo en la ciudad. Ayudada por Agisa y Akkilu los trasplantó, siguiendo mis instrucciones, entre los restos secos de los anteriores rosales. Por la noche, y a escondidas, Sharrat y Agisa regaban con cuidado los retoños, que también fueron cubiertos disimuladamente con paja, para que no se helaran.

Mes y medio después, Ittibel salió de la ciudad con una sonrisa en los labios y sólo me dijo una frase: «Tal como tú dijiste».

Al día siguiente nos dirigimos hacia la puerta principal, en la parte opuesta al río. Enheduanna, Alane y yo, íbamos en un carro de guerra, vestidas con nuestras mejores galas de sacerdotisas, mientras que Ittibel se mantuvo fuera de la vista.

Hicimos que una comitiva de criados, con carros cargados de comida, nos acompañara varios codos por detrás. Luego, ante el asombro de los que guardaban las murallas, resonó un toque de cuerno y solicitamos que saliera el jefe de la guarnición, así como cualquiera que tuviera poder de negociación.

Tras hacernos esperar un buen rato, las puertas de la ciudad se abrieron y varias personas avanzaron hacia nosotras. El jefe de la guarnición resultó ser el primo de Enanedu, Kudiya, el cual pareció alegrarse al verme.

—Llegó a mis oídos lo que hicisteis en Nippur. Os portasteis bien con mi primo — dijo —. Os lo agradezco.

Enheduanna hizo un ademán con la cabeza.

—Venimos a traer la vida a Ur — dijo a su vez, ante el asombro de los presentes.

—No parecéis entender la situación — alegó Kudiya —. Si Amar-Girid sabe que habéis venido, ordenará mataros.

—En ese caso, ¿por qué no nos dais muerte ahora mismo? — pregunté yo con algo de ironía.

Kudiya asintió.

—Tenéis razón. Podría haberlo hecho, pero sentía curiosidad por enterarme de lo que teníais que comunicar. Así pues, hablad, ¿cuáles son las condiciones?

—Las mismas que en Nippur. Que el rey Amar-Girid abdique, y el pueblo estará a salvo. No habrá represalias.

Observamos que gran cantidad de gente se estaba arremolinando en las murallas.

—Yo no puedo tomar esa decisión, tendré que comunicarlo al rey. Mientras tanto, esperad aquí.

Enheduanna hizo un gesto imperioso al conductor del carro.

—No esperaré como una pordiosera ante las murallas de la ciudad donde aguarda mi tiara de cuernos.

Y, sin hacer caso de los gestos de Kudiya, que no se atrevía a realizar ningún acto de violencia contra ella, se dirigió a las puertas y penetró en la ciudad. Se detuvo nada más entrar y comenzó a repartir pan entre las gentes que rodeaban el carro. Kudiya intentó intervenir, pero Enheduanna se volvió hacia él y le dijo con un tono imperioso que no admitía réplica: «Id y decidle a Amar-Girid que la golondrina ha vuelto. Si no desea nidos en la ciudad, que venga en persona a quitarlos».

Kudiya iba a intentar intervenir, pero en ese instante, mientras las gentes se peleaban por los panes que los ayudantes de Enheduanna arrojaban, una voz se escuchó viniendo calle abajo, desde el interior de la ciudad.

—¡Los rosales han florecido en el giparu! ¡Ningal ha vuelto y su esposo la recibe! ¡Hay rosas en el giparu!

Un impresionante tumulto se creó en la entrada de la ciudad, mientras Kudiya apenas podía creer lo que sucedía. Reconoció entre aquellas personas a uno de los criados del recinto y lo agarró del brazo con violencia.

—¿Es cierto lo que dicen? ¿Hay rosales en el giparu?

El criado se arrodilló a sus pies, mientras las lágrimas escapaban de sus ojos.

—¡Lo juro por Abu, general! ¡Hay rosas en el giparu!

Tal vez Kudiya hubiera reaccionado de otra forma, pero en esos momentos hizo acto de presencia, en un carro, uno de sus subordinados, el cual se bajó a toda prisa y le susurró algo al oído. Al escucharlo, Kudiya se acercó a Enheduanna y arrojó el siparru. Luego se arrodilló y besó el suelo ante sus pies.

—¡Hay rosas en el giparu! — Dijo —. ¡Ningal ha retornado! — Luego se volvió hacia la multitud y gritó —: ¡Proclamad que Ningal ha vuelto con nosotros! ¡La guerra ha terminado!

Recogió el siparru y se puso al frente de una escolta con la que intentó acompañar a Enheduanna al recinto sagrado. Sin embargo, era difícil caminar por las calles atestadas de personas, que gritaban alabanzas a la Entu, mientras se arrodillaban a su paso y lloraban de alegría.

Un grupo de sacerdotisas se acercaron y le entregaron un objeto a Alane, la cual lo levantó. Pude ver que era la tiara de cuernos, que colocó en la cabeza de Enheduanna, mientras la multitud entraba en un estado de delirio colectivo.

Tras muchos esfuerzos logramos llegar al giparu donde pude admirar a mis retoños, frescos, de un codo de largo, con un color que ya pasaba del marrón rojizo al verde brillante, y luciendo cuatro pequeñas y delicadas rosas.

Pocas veces podrá decirse que, cuatro humildes rosas, ganaron una guerra.

* * *

Amar-Girid se encontró, de repente, con que ni un solo soldado obedecía sus órdenes y, de la noche a la mañana, pasó a convertirse en un prisionero en su propio palacio. Tuve un fuerte desencuentro con Enheduanna, pues yo abogaba por que lo dejaran escapar mientras el rey volvía de Uruk. Sin embargo, ante mi asombro, Enheduanna se negó a ello y mandó redoblar la guardia.

Por primera vez descubrí en mi protectora un lado oscuro que me inquietaba. Pasé varios días intentando que Enheduanna rectificara, pero no hubo nada que hacer. Al final tuve que optar por no hablar con ella, pues siempre acabábamos discutiendo, y aquello me molestaba mucho.

Un par de días después llegó una tablilla de Naram-Sin. En ella se ordenaba despellejar vivo a Amar-Girid, tras cortarle los testículos, las orejas y la nariz, así como los dedos de manos y pies. Luego se debía colgar el cuerpo palpitante encima de la puerta principal de la ciudad, por la que habíamos entrado, para que el monarca pudiera pasar con su carro bajo el cadáver o el cuerpo agonizante.

Intenté por todos los medios que Enheduanna utilizara su poder para ahorrarle aquel horrible castigo, pero todo fue inútil. La discusión llegó a ser tan violenta que la Entu me echó de sus habitaciones.

Permanecí fuera del giparu, sentada, sumida en mis oscuros pensamientos. Ittibel se me acercó y puso una de sus manos en mi rodilla. Yo la miré con tristeza.

—Está equivocada, Ittibel. Está muy equivocada, y va a cometer un grave error.

Ante mi asombro, la kezertu no pareció dispuesta a apoyarme.

—No, no te confundas — me dijo —, tú tampoco tienes la exclusiva de la verdad. ¿Acaso sabes leer en su corazón? ¿Qué sabes tú sobre los problemas que tiene en la cabeza? Tú eres la que se ha equivocado, muchacha. Veías a nuestra Entu como un ser perfecto, como el árbol de la vida, con conocimiento de la verdad, del bien y del mal. Pensabas que todo lo que decía o hacía debía ser justo. Ahora descubres que el mundo es terrible, y ella te parece un demonio y todo lo que dice o hace es malo. Pues no, ella sólo es una mujer y comete errores, como todos nosotros.

—Tú siempre la has defendido, es lógico... — Quise alegar, aunque con poca convicción, pero Ittibel me interrumpió.

—No es a Enheduanna a quien defiendo. Defiendo todo lo bueno que he visto en ella a través de estos años. Defiendo a una mujer a la que no dejaron ser niña, y que ha pasado su vida tolerando y luchando por gente como tú y como ellos — afirmó mientras señalaba con su brazo en dirección a la ciudad —. A una mujer cuyo padre hizo muchos hechos terribles, pero también muchos otros buenos. Ella desea redimir la memoria de un padre al que adoraba, intentado imponer las cosas que cree, en su fuero interno, que son justas. Si ella se ha equivocado, por lo menos lo ha hecho en nombre de algo que es intrínsecamente bueno. Lo ha hecho en nombre de una igualdad y de una integración que a los poderosos importan poco. Y ahora ve la oportunidad de hacer que ello triunfe y el mundo es imperfecto, y debe hacer cosas que en sus sueños se convierten en pesadillas. Castiga a un obstáculo que se interpone entre la unión definitiva de sumerios y acadios, sí, y tal vez se equivoca al hacerlo, aunque ella cree que debe hacerse así. Pero tú... ¿En qué crees? ¿Crees en Enheduanna, en sus ideas...? Yo sí que creo en ella, y creo que al final de todo el horror de este mundo, logrará sacar algo bueno.

—Yo quiero creer en ella. ¡Lo juro por Inanna, deseo con todo mi corazón creer en Enheduanna, pero esto es algo horrible!

Ittibel asintió con la cabeza mientras me acariciaba el pelo.

—Entiendo... Eres joven y estás confusa. Aún no sabes cómo ver las flores en medio de un muladar. En un futuro lo comprenderás. Algún día tal vez tengas que enfrentarte a ti misma, y en ese momento descubrirás que la Entu siempre estuvo de acuerdo, más de lo que piensas, con tus ideas y tus opiniones, porque tú eres la jovencita que una vez fue ella, antes de verse obligada a tomar decisiones que la horrorizaban.

—¿La Entu está de acuerdo conmigo? — Pregunté con estupor —. Sólo soy una mestiza montañesa, que encima se permite llevarle la contraria.

—No. Eres una muchacha cabezota y luchadora, pero también inocente y maravillosa. Ella lo sabe, pero no está en posición de decírtelo. Algún día lo comprenderás.

El castigo se impuso y tuve que asistir a él. Aún recuerdo, si cierro los ojos, los gritos de terror de Amar-Girid, que se fueron convirtiendo en alaridos de dolor, para finalmente permanecer como un obsceno gorgoteo, que acompañaba la respiración agitada de aquel guiñapo que colgaba de la entrada a la ciudad.

No asistí al desfile triunfal, pues las sacerdotisas esperamos al rey en un estrado ante la entrada del palacio. Antes de penetrar en el mismo, Naram-Sin se detuvo y me echó un vistazo.

—Bien, montañesa, parece que es verdad lo que dice mi hija y puedes hacer milagros — dijo en un tono inusualmente afable —. Tal como prometí, y para que todos vean que cumplo mis promesas... ¿Qué es lo que deseas? ¿Tal vez un templo para ti sola?

Unas risas acompañaron aquella observación. Yo le miré a los ojos.

—¿Cuánto cuesta un esclavo, mi señor? — le pregunté.

Naram-Sin miró en derredor y luego se encogió de hombros.

—Nunca he comprado uno, me los compran. Aunque dicen que cuestan más que un burro y menos que un carro.

Otras risas acogieron el comentario.

—En ese caso, mi señor — dije —, solicito plata suficiente para manumitir a un esclavo.

La sonrisa desapareció de los labios de Naram-Sin. Se le veía claramente estupefacto.

—¿Puedes pedir el mundo y sólo quieres dar la libertad a un esclavo?

—Mi señor, ¿quién es bastante grande para abrazar la tierra entera? Yo sólo deseo ayudar a un amigo.

Naram-Sin asintió, mientras volvía a dirigirme aquella mirada suya en la que la suspicacia reinaba a sus anchas.

—Sea pues — concedió —. Tendrás la plata.

Al día siguiente, por primera vez, me encaminé a los jardines acompañada de un pregonero, de Alane y de la más anciana de las qadishtu, llamaba Ninkinda, que también era sal-me del santuario. Hasta ese momento no me había reunido con Akkilu y Agisa, y lo había evitado con toda la intención, pues deseaba pillarlos por sorpresa. Sabía que, a esas horas, estarían cenando bajo el tamarindo. Cuando me vieron llegar, no daban crédito a sus ojos, pues habían supuesto que yo me había acostumbrado a vivir en un mundo ajeno al suyo.

Iban a avanzar hacia mí, pero les hice un gesto para que se detuvieran. Luego, ante el asombro de los jardineros y criados presentes, el pregonero se adelantó y leyó el acta de libertad de Akkilu. Acto seguido, sin que éste pudiera dar crédito a lo que había escuchado, un barbero se adelantó y le cortó la coleta que lo identificaba como esclavo.

En ese instante reaccionó y cayó de rodillas junto con Agisa. Ambos intentaron besarme el borde del kaunake, pero se lo impedí y me abracé a ellos.

—¿Sabes Akkilu? — Le informé cuando logró calmarse un poco —. Hoy no sólo es el día de tu libertad, sino el de tu venganza. Parece ser que el Shangu no quería aceptar tu manumisión, y la Entu, que anda muy crecida con lo de su reposición en el cargo, mandó darle diez latigazos. Lo ha cesado y ahora será Shangu en un pequeño templo de los alrededores. ¡Quién sabe...! — Añadí —. Lo mismo consigo que te nombren Shangu a ti.

Todos celebraron la broma. Fue entonces cuando conocí a Aman-Ashtan, la hija de ambos, que entonces era una niña agarrada al borde de mi kaunake, y ahora me observa sonriente tocando su arpa, mientras escribo estos recuerdos.

—¿Te gusta el regaliz? — Le pregunté.

Pero no pude disfrutar de su respuesta, pues lo que había podido ser un día maravilloso, se vio repentinamente ensombrecido.

A lo lejos hacía su entrada en el recinto un exultante Naram-Sin. En su carro, a su lado, bella como Ereshkigal y maligna como Namtar, se encontraba Agatima. Luego supe que, con el cadáver de su padre aún goteando sangre, había sido nombrada por el rey ishtaritum mayor y nin-dingir del Templo de Ishtar de Agadé.

No tuve duda de que, la hierogamia, ya había sido cumplidamente celebrada antes del Año Nuevo.

En un mundo azul oscuro
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