CAPITULO VII
David Owens se dirigía a su casa, sin sospechar lo que le esperaba en ella. Conducía su coche, un precioso «Opel-Senator», con el semblante serio.
Y es que no podía apartar de su pensamiento el suicidio de Marion Tracy, la prometida de Robert Sullivan, que él no lograba explicarse, porque su socio no le había hablado de la hermosa Deborah.
Robert Sullivan tampoco le había hablado de ella a Trevor Borex, su otro socio. Sólo lo había hecho con Chris Ralston.
Sin dejar de darle vueltas al asunto, David Owens llegó a su casa.
No metió el coche en el garaje, porque, tras el almuerzo, tenía que volver a su trabajo. Lo dejó frente a la casa y salió del vehículo.
Abrió la puerta con su llave y penetró en la casa.
—¿Jennifer... ?
Su mujer no le respondió.
David fue hacia la cocina, esperando encontrar a Jennifer allí.
—¡Ya estoy aquí, cariño!
Su esposa siguió sin responderle.
David alcanzó la cocina y entró en ella.
Jennifer, efectivamente, estaba allí.
Muy quieta.
Y muy seria.
Tenía la mano derecha oculta en su espalda.
David se quedó parado al ver la expresión de su mujer.
—¿Qué te sucede, querida...?
—Nada.
—Tienes una cara muy rara.
—Te gusta más la de Susie Caswell, ¿verdad?
—¿Cómo dices? —parpadeó David.
—Estoy hablando de la secretaria de Robert Sullivan.
—¿Y por qué la mencionas?
—Porque es tu amante.
—¿Qué... ?
—Me engañas con ella, David. Tres veces por semana Y algunas semanas, cuatro. Con razón no querías ya nada conmigo, por las noches.
Owens puso cara de retrasado mental.
—¿Que yo...? ¿Con Susie...?
—Sí.
—¡No sabes lo que dices, Jennifer!
—Eres un cerdo, David.
—¡Yo no te he engañado con nadie, te lo juro!
—Es inútil que lo niegues, porque estoy bien informada.
—Tiene que haber una equivocación! ¡Yo no he puesto nunca los ojos en la secretaria de Sullivan!
—Has puesto tus ojos, las manos, y más cosas.
—¡No la he tocado, tienes que creerme!
—Lo que tengo que hacer, es acabar contigo, gusano —dijo fríamente Jennifer, sacando la mano que ocultaba en su espalda.
David desorbitó los ojos al ver que su mujer empuñaba un cuchillo.
—¿Te has vuelto loca, Jennifer... ?
—Te voy a coser a cuchilladas, puerco.
—¡Si todo esto es una broma, no tiene ninguna gracia!
—¡La cosa va en serio! —aseguró Jennifer, y le soltó una cuchillada al pecho.
David dio un salto hacia atrás, pero no con la necesaria rapidez, y la punta del cuchillo le causó una herida justo debajo de la clavícula izquierda.
La sangre brotó en seguida, manchándole la camisa.
David se llevó la mano derecha a la herida, con claro gesto de dolor.
—¡Me has herido, Jennifer! —gritó—. ¡Y has podido matarme!
—¡Eso es lo que quiero! —rugió su mujer, y le soltó otra feroz cuchillada.
David no saltó esta vez.
No le dio tiempo.
La hoja del cuchillo cayó sobre su mano y se la atravesó, incrustándose algunos centímetros en su pecho.
El alarido que emitió David, fue estremecedor.
Jennifer desclavó el cuchillo de golpe.
David aulló de nuevo y se agarró la atravesada mano, que chorreaba sangre en cantidad.
Jennifer le asestó una nueva cuchillada, esta vez en el pulmón derecho.
David se derrumbó, mortalmente herido, porque el acero había profundizado mucho. Jennifer, cuya expresión reflejaba ahora una fiereza diabólica, saltó sobre él como una pantera y siguió acuchillándole salvajemente.
—¡Toma! ¡Toma! ¡Toma!
La hoja de acero se clavó en el vientre de David, en su estómago, en su pecho, en sus hombros, en su cuello...
Jennifer lo cosió literalmente a cuchilladas.
David ya estaba muerto.
Era un cadáver totalmente cubierto de sangre.
Sin embargo, Jennifer seguía descargando el cuchillo sobre él, como poseída por todos los demonios del infierno.
* * *
Chris Ralston no había escrito una sola línea en todo el día.
Ni siquiera lo había intentado.
Prefirió emplear el tiempo repasando la información que había logrado reunir sobre «lady» Deborah Marley y su leyenda. Quería tener todos los detalles en su mente aquella noche, cuando acudiese a la casa de Roben Sullivan y éste le presentase a la fascinante mujer rubia que hallara completamente desnuda en su casa, y con la que pensaba casarse muy pronto.
¿Sería «lady» Deborah...?
¿No lo sería... ?
El escritor se hallaba cada vez más convencido de que sí, aunque no estaría seguro hasta que la tuviese ante sus ojos.
De pronto, llamaron a la puerta.
Chris miró su reloj.
Eran las seis, y había quedado con Lucy Gardner a las siete y media, así que no podía ser ella.
Intrigado, el escritor salió de su despacho y acudió a abrir.
Se había equivocado, porque sí era la joven y atractiva periodista.
—Lucy...
—Ya sé que no son las siete y media, pero tenía que venir —dijo la periodista, nerviosa.
—¿Qué ha pasado?
—Algo terrible, Chris.
—Cuenta.
—David Owens ha muerto.
—¿Qué... ?
—Lo mató su mujer, a cuchilladas. Y le dio por lo menos dos docenas.
Chris Ralston no podía creer lo que oía.
—¿Que Jennifer fue capaz de...?
—Ella misma lo confesó a la policía.
—¿Y dijo por qué...?
—Parece ser que David la engañaba con otra mujer. Se enteró y, en un arrebato de cólera, le dio de cuchilladas hasta que se cansó.
—Anoche Marion Tracy, hoy David Owens... —murmuró Chris—. ¿No lo encuentras muy extraño, Lucy?
—Confieso que sí, porque los dos estaban muy relacionados con Robert Sullivan.
—Y Robert Sullivan tiene en su casa a una hermosa rubia llamada Deborah, que llegó desnuda y no recuerda nada, ni siquiera su apellido.
La periodista no se atrevió a hacer ningún comentario.
Chris apretó los puños y dijo:
—Es «lady» Deborah Marley, Lucy, que ha vuelto a la vida, más perversa y más diabólica que nunca.