Capítulo 6

—¡ESAS víboras parecían querer zampársela para cenar! —exclamó Dracy al entrar en el reservado que Tom Knowlton y él tenían en la posada.

Mientras iba hacia allí, no había dejado de pensar con indignación en los dardos envenenados que algunas de aquellas damas habían lanzado a lady Maybury durante la cena.

—¡Esa tal Cardross, diciéndole que la encontraba rara con esa apariencia tan monjil! ¡Y lady Waveney remachando que le sentaba mejor que ir vestida como una diosa! No sé por qué se sonreía todo el mundo, pero ha sido espantoso. ¡Ese montón de serpientes venenosas! Y para colmo de males tenía un montón de admiradores. El duque de Beaufort, el conde de Sellerby… ¡Hasta Waveney le sonreía como si lo hiciera a propósito para enfurecer a su esposa! No me extraña que a lady Waveney se le ocurriera lo del teatro. ¿No se subió al escenario vestida de hombre esa infeliz?

—¿Lady Waveney? No he tenido el placer. Toma un poco de cerveza, Dracy.

—No sería ningún placer, te lo aseguro. Es una mujer indolente y gordinflona. —Se sirvió una jarra de cerveza—. Pero yo me refería a lady Maybury. Imagino que no tiene por costumbre subirse a los escenarios.

—Ah, sí, algo recuerdo de eso.

—¿Fue una función privada?

—Pues no, que yo recuerde. Fue en un teatro de Londres.

—Maldita sea. Alguien tiene que llevarla por el buen camino.

Dracy recordó el posible trueque que le había propuesto Hernescroft y se sintió enfermo.

—No le envidio a nadie esa tarea —comentó Knowlton.

—¿No?

—Santo cielo, no.

—Es muy hermosa —repuso Dracy.

—Y también muy complicada.

Knowlton hablaba totalmente en serio y tenía razón. La escandalosa lady Maybury era una mujer muy complicada, pero Dracy recordaba también la perspicaz observación de Hernescroft: tal vez envidiara a Tom Knowlton su vida confortable y su confortable esposa, pero temía aburrirse hasta perder la razón si probaba a vivir así seis meses seguidos.

Bebió un largo trago de cerveza. Casarse con lady Maybury era imposible en todos los sentidos, y ella había procurado cortar de raíz cualquier esperanza al respecto. Durante la cena se había mostrado fría con él, no le había dirigido la palabra, ni le había dedicado una sola mirada significativa.

Dracy, sin embargo, no lograba quitársela de la cabeza. Y no sólo por su belleza, sino porque tenía la sensación, tal vez ilusoria, de que el instante que habían compartido en la terraza les había convertido en amigos. No creía haber hablado nunca tan cómoda y gratamente con una mujer, ni casi con ningún nombre.

—El que la hace, la paga —comentó Knowlton—. Tengo entendido que era de armas tomar. Que disfrutaba atrayendo a los hombres, casados o solteros. Así que es natural que las señoras no la traguen.

—No es culpa suya ser tan hermosa.

Knowlton lo miró con preocupación.

—Permíteme un consejo, Dracy. Lady Maybury es una joven encantadora. Hechicera, dicen algunos. Pero sólo trae problemas, como ocurre siempre con tales mujeres.

Dracy volvió a llenar su jarra de cerveza y se sentó.

—Es más vulnerable de lo que pueda pensarse. Hizo como que no notaba las miradas y las pullas que le lanzaban, pero yo estaba sentado a su lado. La noté tensa como un arco y apenas probó bocado.

—Así que no le gusta la cama en la que se acuesta, pero ella misma se la hizo con sus escandalosas hazañas. No hay nada que tú puedas hacer al respecto.

—Supongo que no.

Su mente, su corazón y sus entrañas le exigían que hiciera algo. Le instaban a permanecer a su lado en medio de la cubierta en llamas.

¿Con quién más podía contar? Su familia censuraba su actitud, como poco, y planeaba enjaularla para que no pudiera dar más motivos de escándalo. En el peor de los casos, no era más que una pieza de trueque, ¡y por un simple caballo!

Tal vez Beaufort la admirara de veras y estuviera dispuesto a defenderla, pero era muy joven. Sellerby era mejor candidato. Quizá por eso a Dracy le había desagradado de inmediato. Era guapo y elegante y parecía sentirse a sus anchas en aquel ambiente a pesar de que le importaran un bledo las carreras de caballos. Lady Maybury, a su vez, parecía tenerle especial aprecio.

—¿Conoces al conde de Sellerby?

Knowlton torció el gesto.

—Es de los que frecuentan la corte. Vuela demasiado alto para mí, pero hemos coincidido alguna vez. Ah, y fui con unos amigos a su casa de Londres a ver su colección de estatuas clásicas. Reproducciones modernas pero perfectas hasta el mínimo detalle, según él, muchas de ellas hechas a partir de esculturas que todavía están en el extranjero.

—¿Es rico, entonces?

—Yo diría que tiene que serlo. Había pensado en comprar un par de estatuas de ésas para mi casa. Puede que a Annie le gusten, siempre y cuando vayan vestidas como es debido, claro. Recuerdo que Sellerby habló de un tipo nuevo de escayola que soporta bien la intemperie. Cocida, igual que la cerámica. Podría poner una estatua o dos en el jardín.

Dracy dudaba de la conveniencia de poner esculturas clásicas en una acogedora casa de campo, pero no dijo nada. Se preguntó, en cambio, tontamente, si a Georgia Maybury le gustaría tenerlas en Dracy. Si así era, tenía la firme sospecha de que preferiría las de atuendo más indecente. A fin de cuentas, aunque era muy joven, en Georgia la perspicacia mundana saltaba a la vista.

Lo cual no era ningún crimen en una viuda…

—¿Qué tal te ha ido con Hernescroft?

Cayó en la cuenta de que había entrado despotricando sobre el trato recibido por lady Maybury y de que no había hablado de otra cosa. ¿Qué podía decir?

Bebió otro trago de cerveza.

—Por eso estoy ahogando mis penas. Goslingo ha muerto.

—Pero ¡qué dices!

—Fue hace un par de días. Le dio una rabieta y se rompió el corvejón.

—Qué mala suerte.

—Sí, ¿verdad?

—Entonces, ¿vas a quedarte con Imaginación Libre?

Dracy detestaba mentir, y más aún tratándose de un amigo, pero tuvo que hacerlo:

—Estamos buscando otra alternativa.

—Pero tú necesitas un semental, y maduro, además.

—¡Ya lo sé! Perdona mi mal humor, pero estas últimas horas no han salido como yo esperaba en ningún sentido.

Knowlton asintió con un gesto.

—Agárrate al dinero. Hernescroft puede reunirlo, y así podrás elegir. Dicen que el duque de Cumberland está en bancarrota, y tiene una cuadra notable. Incluso podrías comprar a Herodes.

Herodes era un semental de primera clase, pero Dracy negó con la cabeza.

—Dudo que el dinero que me pagaran por Imaginación Libre cubriera el precio de Herodes en una subasta. ¿Cuánto calculas tú? ¿Mil libras?

—Más, si la subasta es reñida.

En cambio, con doce mil libras en el bolsillo…

—El problema es que Hernescroft tiene la sartén por el mango. Ya sabe que no quiero a Imaginación Libre. Puede que incluso sospeche que tengo tan buen corazón que no quiero arrancar a la yegua del establo al que está acostumbrada. Si se empeña en que no puede reunir el dinero y tengo que elegir entre Imaginación Libre o nada, me veré en un aprieto.

Knowlton pareció atónito.

—¿Crees que el conde de Hernescroft está tramando algo sucio?

—Simplemente intenta que las cosas salgan como le conviene, y de momento no sé a qué atenerme. Más vale que vuelva a Dracy y empiece a invertir mis ganancias en la reforma de los establos. Son algo más de trescientas libras.

—También está el tejado de Dracy Manor —le recordó Knowlton.

Dracy estuvo a punto de decirle que por él el tejado podía pudrirse, pero aquello habría dejado estupefacto a su amigo.

—Le pondré un parche o dos. No me sermonees, Tom. De un modo u otro voy a levantar las cuadras de Dracy.

—Necesitas un techo, y productos de la tierra para comer.

—Lo sé, lo sé. Pero la agricultura es condenadamente aburrida.

—Sólo en los buenos tiempos —contestó Tom con vehemencia—. ¿No puedes conformarte con llevar una vida tranquila?

Dracy bebió más cerveza, consciente de que la respuesta era no. ¿Para qué quería una vida tranquila cuando tenía al alcance de la mano a una pelirroja audaz, con dinero suficiente para arreglar Dracy de abajo arriba: la casa, la finca y las cuadras? Una pelirroja audaz a la que admiraba y que, sitiada por sus enemigos, necesitaba un hombre fuerte a su lado.

Recordó el comentario de lady Hernescroft: «Las polillas mueren atraídas por la llama».

Pero ¿qué era la vida sin riesgo?

Lizzie:

¡La cena ha sido espantosa! ¿Por qué me habrá sorprendido?

Tenías razón, querida, al dudar de que fuera sensato permanecer recluida tanto tiempo. He perdido mi instinto para desenvolverme en el mundo elegante. Ni siquiera he entendido la mitad de lo que decían. Se supone que un comentario acerca de una potranca debía horrorizarme, y sin embargo no le he visto el menor sentido.

Es todo culpa de mi padre por haberme ordenado que bajara a cenar. Si hubiera tenido previsto asistir a la cena, habría estudiado la lista de invitados y habría estado mejor preparada.

La esposa de Pranks no estaba, pero su hermana, Eloisa Cardross, se encargó de echar suficiente leña al fuego. No era mi intención acaparar a los caballeros, pero ella se lo ha tomado como una afrenta personal y ha replicado haciendo un comentario acerca de mi disfraz de diosa.

Sí, ya sé que a ti te pareció escandaloso, pero iba tan bien tapada como cualquier otra dama. ¡Más, incluso!

Bruja odiosa.

No, bruja, no. Hurón, más bien, con esa nariz tan afilada. ¿Crees que de veras tiene esperanzas de casarse con Beaufort? Su dote será buena, pero no creo que tenga muchas posibilidades. Con Sellerby quizá sí, si es que consigue aguantarla.

Él también estaba presente, fingiendo que le interesan las carreras. Le he tomado el pelo atrozmente a cuenta de eso, porque casi nunca monta a caballo. Aunque mi periodo de luto no ha acabado todavía, ha dicho un par de cosas de las que se deduce que tiene intención de cortejarme. Pero, ay, me temo que tendré que desilusionarlo. Siempre he disfrutado de su compañía, y compartimos infinidad de gustos, pero cuando vuelva a elegir marido, no me conformaré con buscar una tibia amistad.

Georgia dejó de escribir: no quería desvelar nada más acerca de cierto defecto de su matrimonio. Dickon había sido su amigo, pero nada más. Le parecía una deslealtad pensarlo siquiera, pero era cierto, y en ese sentido buscaba algo mejor.

Ahora se arrepentía de haber permitido que Sellerby le escribiera y, sobre todo, de haber respondido a sus cartas. Durante los primeros meses de luto se había negado a recibir cartas de caballeros, tras la primera nota de pésame. Las había devuelto todas sin abrirlas. Pero cuando se había enterado de los esfuerzos de Sellerby por convencer a su suegra de que cambiara de actitud, le había escrito para darle las gracias y a partir de ese momento habían mantenido correspondencia. Había disfrutado de sus cartas, pues Sellerby le contaba los mejores chismorreos de la ciudad y sabía valorar las artes y el estilo, pero tal vez con ello le había dado falsas esperanzas.

Se estaba quedando sin espacio para escribir en la hoja de papel, así que la giró para escribir de lado y mojó la pluma.

Permíteme hablarte de otro caballero: lord Dracy. Perdona que te escriba así, pero no quiero cargarte con el coste de otra hoja.

Dracy es todo un personaje, de eso no hay duda. Me lo he encontrado tan inclinado sobre la barandilla de la terraza que temí que fuera a arrojarse por ella. Pero no, sólo estaba intentando identificar unas flores.

Imagino que, como se ha pasado la vida en el mar, sabe poco de jardines. Yo lo odiaría, estoy segura, porque me encantan las flores. Cuando pienso en las que había en nuestro jardín de Londres, y sobre todo en las de Sansouci…

Pero no quiero ponerme triste. Todo eso es agua pasada y pronto tendré otro jardín.

Esperaba que Dracy fuera un carcamal ceremonioso y curtido por el sol, pero aunque está moreno y tiene modales de militar, es muy refinado a su modo. Y joven. Estoy segura de que no tiene ni treinta años. Y además posee una figura elegante y viril.

Pero tiene mucho que aprender. ¿Te puedes creer que me levantó en volandas, sin avisarme ni pedirme permiso, y me subió a la balaustrada para que le dijera qué flores eran aquellas? Me puse muy nerviosa, porque es muy fuerte.

Georgia dejó de escribir y se pasó el extremo de la pluma por los labios.

A pesar de sus cicatrices, de su brusquedad y su falta de modales mundanos, aquel hombre tenía algo. Era tan firme, tan completo en sí mismo. Tan seguro y fuerte…

Una lástima, lo de su físico.

Georgia se avergonzó de cómo había reaccionado en ese sentido y decidió enmendarse si alguna vez volvían a coincidir. Por de pronto, podía hablar del asunto con franqueza en su carta:

El pobre hombre tiene cicatrices de quemaduras en todo el lado derecho de la cara. En ese lado la piel está fruncida y brillante, y le levanta el lado derecho de la ceja y los labios como si tuviera siempre una sonrisa burlona. Me he esforzado por tratarlo exactamente como a cualquier otra persona, pero es una pena que resultara herido porque creo que antes tuvo que ser un hombre muy guapo.

Se suponía que tenía que echarle una mano durante la cena, pero se las arregló bastante bien solo. Creo que, por el contrario, fue él quien me impidió zozobrar. Una expresión bien elegida tratándose de un marino, ¿no crees? Me amarró y de ese modo pude hacer caso omiso de la malevolencia de las señoras y de la lujuria de lord Waveney, que ahora que está casado debería darse por vencido.

Cuando mi madre se llevó a las señoras, como no quería que esas arpías me acorralaran, me excusé y volví a mi habitación.

Estoy decidida a evitar el gran mundo hasta que acabe mi luto, diga lo que diga mi padre. Cuando regrese a la ciudad para reintegrarme en él, será en todo mi esplendor y rodeada de amigos. Cara a cara, la gente se dará cuenta enseguida de que sus sospechas son ridículas.

Y hablando de Londres, o sea, de cotilleos, debo decirte que el duque de Grafton también estaba presente, sin su amante ni su esposa. Tengo entendido que ahora la duquesa hace la vista gorda. Pobre mujer, quel scandale. Pero su marido se ha comportado de la manera más ruin e intolerable.

Ya que hablamos de duques, Beaufort ha coqueteado deliciosamente conmigo y me ha hablado de mi regreso a la ciudad, aunque le preocupaba que tal vez no estuviera a salvo allí. ¡Qué fastidio, los tejedores de seda inquietos y la turbamulta siempre en pie de guerra! Recuérdame cuando nos veamos que te cuente lo de Ulises. Fue un momento encantador.

En letra minúscula logró añadir:

Imaginación Libre parece a salvo por el momento. Va a quedarse aquí hasta que estén reparados los establos de Dracy, o hasta que mi padre encuentre un trato aceptable que ofrecerle. En todo caso, yo ya he cumplido con mi parte.

Escríbeme pronto, mi queridísima amiga,

 

Georgia

 

Dobló la hoja tres veces y luego tres más y sacó el lacre negro y su sello de oro. No era un sello propio de la condesa de Maybury, pues llevaba solamente una G rodeada de flores, pero se lo había regalado Dickon. Cuando volviera a casarse, ¿se consideraría adecuado que siguieran usándolo?

Miró el retrato.

—A ti no te importaría, ¿verdad que no, amor?

Como si Dickon le hubiera de contestar, arrugó la nariz. Estaba harta del negro. Faltaban aún varias semanas para que acabara su luto, pero ese día se le antojaba un nuevo comienzo. Rebuscó en el cajón hasta encontrar la cera roja. La acercó a la llama de la vela y echó una gota sobre la juntura de la carta. Después, aplicó con firmeza el sello.

El sello sería siempre un dulce recuerdo de Dickon, y jamás se casaría con un hombre que pusiera objeciones al respecto.

Mandó a Jane con la carta y luego, impulsada por su sensación de empezar de nuevo, tomó una hoja limpia y comenzó a hacer planes para su grandioso regreso al centro del mundo, veinticuatro días después.

A Londres.

A la Ciudad.

A la Vida.

 

—¿Que no vuelva a la ciudad? —Georgia miró perpleja a su padre.

Lord Hernescroft estaba sentado en un sillón tapizado muy corriente, en el cuarto de estar, pero daba la impresión de hallarse en un trono. A su lado, su madre tenía el mismo aire.

Georgia se sentía empequeñecida ocupando un canapé.

Sus padres habían viajado a Herne desde Londres para hablar con ella, lo cual debería haberle hecho sospechar que pasaba algo raro. Tenía previsto partir para reunirse con ellos al día siguiente, cuando acababa oficialmente su duelo.

—Es demasiado peligroso —afirmó su padre—. Por Dios, niña, tú lees los periódicos. Los tejedores de Spitalfields rompieron las ventanas del duque de Bedford para protestar por las sedas francesas, y el populacho está como loco por los impuestos y acosa a todos aquellos a los que toma ojeriza.

—Yo no llevo sedas francesas, padre, ni tengo nada que ver con esas disputas.

—No, hija.

Era la palabra de Dios, y aunque apretó los dientes contrariada, Georgia no pudo hacer otra cosa: intentarlo habría sido tan inútil como la violencia del populacho.

Escogiendo con cuidado sus palabras, dijo:

—No puedo quedarme aquí, padre. Podría parecer que me estoy escondiendo.

—Lo cual no sorprendería a nadie, dada tu conducta.

—¿Dónde voy a ir, si no? Algunos amigos míos están todavía en la ciudad. Los Harringay y los Arbutt, y también Perry, claro.

—Ay, no —dijo su madre—. Perry se ha ido a Yorkshire.

—¿A Yorkshire? ¿Perry? ¡Pero eso para él es como irse al África negra!

—Pues así es, pese a todo. Las obligaciones de la amistad lo han impulsado a ir. Quizás hayas leído que el conde de Malzard murió de repente hace quince días. No dejó hijos varones, así que su heredero es un amigo de Perry que no está precisamente preparado para asumir sus deberes.

—Qué desgracia —dijo Georgia refiriéndose a varias cosas. Había esperado poder contar con Perry—. Los Malzard parecían una pareja muy agradable. ¿Quién es el heredero?

—Un hermano que dejó el ejército hace poco.

Un militar, como Dracy, pensó Georgia. A veces se preguntaba qué tal le estaría yendo en su finca. Sin duda sabía tan poco de agricultura como del gran mundo.

Procuró concentrarse en el aprieto en el que se hallaba.

—Perry tendrá que regresar pronto, madre, y estoy deseando conocer sus aventuras en el desierto, pero no necesito que esté en Londres para volver.

—No, Georgia —contestó su padre, tajante—. Mi deber sagrado es protegerte. No puede ser.

—Entonces, ¿adónde voy a ir?

No se quedaría allí, no podía quedarse, y aquel repentino escollo en sus planes resultaba intolerable. No le había agradado pasar aquel año en Herne, pero hasta ese momento no se había sentido prisionera.

—Pero Georgia necesita salir de Herne, esposo mío.

Georgia miró a su madre con una mezcla de sorpresa y desconfianza.

—Que se quede aquí puede producir mala impresión. Como si temiera regresar. Como si la aplastara la mala conciencia. Quizá debería ir a visitar a Winifred…

—¡A Hammersmith! —exclamó Georgia, tan perpleja por la idea de emprender aquel viaje como por la de visitar a su severa hermana mayor.

—Hablas como si estuviera en la punta norte del país, cuando no está ni a diez millas de ese Sansouci que tanto te gustaba. Estamos en junio, hija. Todo el que puede permitírselo está empezando a marcharse de la ciudad para ir a instalarse a lugares más saludables, incluidos tus amigos.

En eso Georgia no podía llevarle la contraria. Hasta Perry iba a visitar a sus amigos al campo durante los meses de más calor, y ese año estaba siendo especialmente caluroso. El anterior, cuando había tenido lugar el duelo, Dickon y ella estaban haciendo los preparativos para mudarse a Sansouci.

Había imaginado su resurrección como un regreso a la vida en la ciudad tal y como la había disfrutado un año antes: a Saint James y a Mayfair, a la corte, a los parques y al teatro. Pero lo mejor de aquello ya habría pasado, pues el rey se había trasladado a Richmond para pasar el verano.

¡Pero Hammersmith, aquella cueva de católicos y eruditos! Era muy típico de su insulsa hermana mayor haberse casado con un hombre cuyos dominios lindaban con Hammersmith.

Winifred, lady Thretford, era dos años mayor que ella y siempre le había guardado rencor por ser tan bella. Cuando habían empezado a hablar del posible matrimonio de Georgia con el conde de Maybury, Winnie había insistido en que era ella, por ser la mayor, quien debía convertirse en condesa. Pero Dickon no la había querido. Había preferido a Georgia, y se había empeñado en que se casaran inmediatamente. Los Hernescroft habían intentado retrasar la boda hasta que casaran a Winifred, pero Dickon no había querido ni oír hablar del asunto.

Y después, claro, cuando Winnie se había casado, había sido con un vizconde, lo cual la había situado de por vida un escalón por debajo de Georgia. Winnie se había vengado asumiendo una postura de superioridad moral, y había llegado al extremo de enviar cartas a Georgia sermoneándola por su comportamiento. Llevaban años sin tratarse.

A Winnie le agradaría tan poco tenerla por invitada como a Georgia ir de visita a su casa, pero al parecer sólo se le permitía ir a Thretford Park. La finca estaba al menos a corta distancia de Londres tanto por vía terrestre como fluvial, de modo que Georgia procuró poner buena cara.

—Estaré encantada de visitar Thretford, madre, y de conocer al bebé de Winifred.

Su madre asintió con una inclinación de cabeza.

—Yo también deseo ver a la pequeña Charlotte. Te acompañaré mientras tu padre regresa directamente a sus responsabilidades en la ciudad.

¡Qué viaje tan maravilloso iba a ser aquél!

Su madre pareció malinterpretar su mueca.

—Hammersmith no es un páramo, Georgia. Winifred organizará algo en tu honor. Un baile, creo.

—Madre, hace sólo un mes y medio que dio a luz.

—El parto fue muy sencillo, y me ha asegurado que está muy recuperada. No le importará cumplir con su deber.

—Claro que no —añadió su padre—. Winnie es una hija obediente. Una idea excelente, lady Hernescroft. Un baile dará ocasión para que algunas personas se reúnan fuera de Londres. Tanto amigos como enemigos. Además, Hammersmith no está lejos y al mismo tiempo es un lugar discreto.

Así pues, era cosa hecha. Georgia intentó no desanimarse. Todo en su vida tenía un propósito ulterior, y sin duda encontraría la manera de aprovechar aquel giro del destino. Una vez en Hammersmith, conseguiría regresar a Londres de un modo u otro.

—Voy a necesitar vestidos nuevos —dijo—. Iré a ver a mi modista.

—Tienes varios baúles llenos de ropa —repuso su madre.

—Vieja y gastada.

—La mayoría de tus vestidos sólo tienen un año, y muchos sólo te los has puesto una vez. Recuerda que ya no cuentas con la riqueza de tu marido para sufragar tus extravagancias.

—Tengo doce mil libras —contestó Georgia intentando que su tono no sonara demasiado áspero—. Voy a necesitar mi dinero normal para gastos, padre.

—¿Qué? Eso liquidaría tu capital en un abrir y cerrar de ojos. Con doscientas veinticinco debería bastarte.

Georgia se mordió la lengua mientras calculaba a toda velocidad.

—Si usted va a pagar mis facturas, padre…

—¡Ni hablar! —Sus mejillas se habían amoratado por la rabia—. Debes renunciar a tus gustos extravagantes, niña.

Georgia había llegado a gastar doscientas libras en un solo vestido y discutir con su padre era inútil.

—Como usted quiera, padre —dijo, y vio que parecía sorprendido y aliviado. ¿Había esperado que le plantara batalla? Sus hijos no habían sido educados para oponerse a su voluntad.

De nuevo tuvo la impresión de que había corrientes ocultas bajo aquellas aguas turbulentas.

—Nos vamos mañana —afirmó su madre—, así que ve a preparar tus cosas.

Despachada como una colegiala.

—Sí, madre —dijo Georgia, y se levantó, hizo una reverencia y regresó a su habitación como una buena hija.

—¡Política! —se quejó ante Jane en cuanto la puerta estuvo cerrada—. Soy un peón en el tablero, pero al menos no me han elegido marido. Temía que ése fuera su plan.

—Quizás elijan bien, señora. Eligieron a lord Maybury.

—Él me eligió a mí, pero sí, puede que elijan bien. Tienen tan pocas ganas como yo de verme casada con un hombre de rango o fortuna inferiores. Aun así, esa decisión quiero tomarla yo. ¡Thretford! —exclamó con fastidio—. Ahí es donde tengo que ir.

—No será para tanto, señora. Es una finca muy bonita…

—¡Y está a un tiro de piedra de la ciudad! —Georgia se rió y abrazó a su doncella—. Winnie va a hacer algo en mi honor. ¡Un baile! ¡Un baile, por fin!

Jane le devolvió el abrazo.

—¡Cuánto me alegro de verla contenta, señora! ¿Tendremos tiempo de encargar vestidos nuevos?

—Por lo visto no puedo permitírmelo. Hasta que me case sólo dispongo de doscientas veinticinco libras. ¡Para todo!

Jane pareció horrorizada, como era lógico, pero no se arredró.

—Entonces habrá que empezar a pensar en rehacer los viejos.

Georgia arrugó la nariz al pensar en ello, pero dijo:

—No, nada de arreglarlos. Mis mejores vestidos son únicos, todos ellos. Cualquier intento de hacerlos parecer nuevos parecería una ordinariez. Me los pondré como están, Jane, tal y como eran. Así todo el mundo sabrá que lady May ha vuelto intacta, que no he cambiado, que no me he dejado doblegar.

Jane sonrió.

—¡Ay, señora! ¡Qué valiente y qué lista es usted! Parece que tiene más años, de lo sabia que es.

—Eso espero, Jane. Sé que todavía corren habladurías, pero ¿qué remedio me queda? Tengo que enfrentarme a todos con valentía. No pienso enterrarme en el campo, y mucho menos huir al extranjero. Seré yo, la de siempre. Tengo la conciencia limpia.