Capítulo 11
GEORGIA se entusiasmó hasta tal punto con las telas y los estampados, que Dracy tuvo que insistir en que se marcharan, pues su madre estaría esperándola. Ella lo miró con un mohín, y luego se arrepintió un poco. Pero ¿qué derecho tenía él a regañarla?
Regresó al muelle en una silla de mano alquilada mientras leía una de las dos revistas que había pedido prestadas. Tendría que acordarse de pedir que se las enviaran con regularidad.
Su madre ya estaba en la barca y parecía enfadada, pero a Georgia no le importó. Por primera vez desde la muerte de Dickon se había sentido libre, libre de ir y venir y de elegir con qué entretenerse.
Antes de subir a bordo, se detuvo para dar las gracias a Dracy.
—Ha sido usted el perfecto acompañante, milord.
En cierto modo, así había sido. Sobre todo porque la había ayudado a alejar algunos miedos y no pocos fantasmas.
—Estoy a su servicio mientras me encuentre en Londres, lady Maybury.
—Eso es fácil decirlo, estando yo en Hammersmith.
—Pero me reuniré con usted allí para el baile.
—Estoy deseando verlo vestido de gala.
—Sube —ordenó su madre—. Debemos irnos.
Georgia dio media vuelta y montó en la barcaza con ayuda de un lacayo.
—¿Estará usted a mano para servirme de guardiana y consejera, lady Maybury? —preguntó Dracy. En vista de que ella titubeaba, añadió—: A fin de cuentas, tenemos un trato.
Estaba desafiándola, y Georgia recordó de pronto otras cosas sucedidas ese día. Su carrera por el parque. El beso que se habían dado.
—La imaginación ha de ser libre, desde luego —contestó despreocupadamente, y se acomodó en el asiento junto a su madre—. Cumpliré con mi deber.
Los remeros ya habían empujado la barca cuando se acordó de algo:
—¡Dracy! ¿Sabe usted bailar?
Él le lanzó una sonrisa oblicua.
—Descuide, soy tan capaz como el que más de bailar una giga.
Mientras la barca se alejaba por el río y los remeros comenzaban a bogar, cruzó los brazos y ejecutó ágilmente varios pasos de baile.
Georgia se quedó mirándolo, perpleja.
—Una giga —masculló.
—Estoy segura que conoce los rudimentos de otros bailes, hija —opinó su madre, y enarcó una ceja—. Pareces en muy buenos términos con lord Dracy.
—He cumplido con mi deber, madre, y ha sido tan agradable como esperaba. Además, ahora ya tiene ropa adecuada. Pero ojalá me hubiera acordado de lo del baile.
—No está en las antípodas. Escríbele una nota recomendándole un buen profesor de danza. ¿Encontrasteis todo lo necesario en Pargeter’s?
—Sí, aunque no me han dejado curiosear. He visto allí un traje de Ashart. Recuerdo que cuando se lo vi puesto pensé que era de un azul demasiado oscuro para él.
—No habréis pasado todo el tiempo allí —comentó su madre.
A Georgia le molestó que la interrogara, pero no tenía sentido rebelarse.
—Hemos estado un rato paseando por Green Park y luego me ha acompañado a mi modista. Ha sido muy atento conmigo.
—¿Y sus cicatrices? Parecías sentirte a gusto con él.
—No me molestan lo más mínimo —respondió, decidida a que así fuera—. ¿Sabe usted, madre, que es hijo único y que sus padres murieron? Me pregunto si tendrá familia.
—Muy poca, creo. Los padres de Cedric Dracy están muertos, y él también era hijo único.
—Vaya, parece un mal augurio. ¿Tendrán mala constitución?
—Los padres de Cedric Dracy se ahogaron viniendo de Holanda, hace unos años. Ocho, creo. El hundimiento del Bess dio mucho que hablar.
—¿Y los padres de lord Dracy?
—Puede que fuera algún accidente náutico. Tendrás que preguntárselo a él.
—No, no, era simple curiosidad. ¿Van bien los asuntos políticos, madre?
—Parece que los desatinos están tocando a su fin. Puede que el baile de Winifred sea la ocasión de zanjar de una vez el asunto. Es una suerte que tu regreso nos brinde la excusa perfecta.
—Es un honor ser de utilidad.
Si su madre advirtió su ironía, no dio muestras de ello.
¿Por qué, se preguntaba, era la dama tan poderosa en el ajedrez teniendo las mujeres tan poco poder en el mundo? Georgia sospechaba que su madre era mucho más avezada que su padre en asuntos políticos, y sin embargo sólo a través de él podía ejercer alguna influencia.
Se acordó de las escasas ocasiones en que se había apasionado por algún asunto político y había persuadido a Dickon de que fuera a votar al Parlamento. Si ella hubiera podido ir, tal vez hubiera dado un discurso sobre el tema. Seguramente podría haber convencido a la cámara gracias a su encanto, si no la convencía por su elocuencia.
—¿Cree usted que alguna vez las mujeres podrán sentarse en el Parlamento? —preguntó por pura malicia.
—¿Sentarse? —exclamó su madre—. ¿Presentarse a elecciones? Eso sería absolutamente indecoroso, y los hombres jamás votarían a una mujer.
—Si las mujeres tuvieran voto…
—Basta ya de tonterías, Georgia. Las mujeres tienen bastante con ocuparse de la casa y los hijos. Los hombres disponen de más tiempo para discursos, negociaciones y cosas así, aunque no siempre pueda confiarse en que utilicen el sentido común.
Georgia contuvo la risa, segura de que a eso se debía el que su madre dedicara tanto tiempo a los asuntos políticos de su padre. La discusión era interesante, sin embargo.
—¿Qué hay de la situación de lady Rothgar? —preguntó—. También es condesa de Arradale por derecho propio, y el condado de Arradale tiene un escaño en la Cámara de los Lores. Ella afirma que debería poder sentarse en él, y yo no veo por qué no.
—Lady Rothgar tiene muchas ideas estrafalarias. Como dar el pecho a su hijo mientras sigue con sus actividades. O escribir en los periódicos sobre temas jurídicos.
—Pero ¿por qué es tan disparatado que quiera ocupar su escaño en el Parlamento? No se le permite enviar a un delegado, así que el condado se ve privado de influencia.
—Por eso los títulos deberían recaer siempre en un heredero varón —repuso su madre—. Lo demás produce irregularidades, y ya hay suficientes en el mundo por otros motivos. El comportamiento de las americanas es absurdo, y si no tenemos cuidado otras mujeres desnaturalizadas como lady Rothgar causarán desórdenes en nuestro país. Piénsalo: esa mujer ha viajado al norte para ocuparse de la administración de sus dominios cuando su puesto estaba en Westminster, junto a su esposo. Ignoro por qué no pudo mandar un delegado allí, pero para colmo ha tenido que llevarse también a su bebé. Confiemos en que sobreviva.
Georgia no estaba segura de que el deseo de su madre fuera sincero. Había olvidado que su madre sentía especial inquina por Diana Rothgar.
—Amén —dijo, y se refugió en su revista.
Su madre abrió un libro: un libro de cuentas o algo parecido. Seguramente se disponía a revisar las cuentas de Hernescroft, igual que ella había revisado antaño las de Maybury. Dejarlo en manos de Dickon habría sido un desastre, y habría permitido que los sirvientes de mayor rango apartaran bajo cuerda fondos para su uso particular. ¿Serían las mujeres las encargadas de mantener a flote los grandes latifundios, y no los hombres? Una idea interesante. ¿Quién supervisaba los libros en Dracy Manor?
No, no se ofrecería a hacerlo por él, aunque echaba de menos ese aspecto de su vida anterior más de lo que había imaginado. Había algo de satisfactorio en manejar datos y números, en ponerlos por orden y hacerlos cuadrar. Necesitaba un marido dispuesto a dejar en sus manos esa tarea, pero era una incógnita si podría encontrarlo.
Una incógnita, igual que el nombre de Dracy. ¿Cuál podía ser, que tanto le desagradaba? ¿Moisés? ¿Esaú?
¿Boaz? ¿No había un santo llamado Crisóstomo o algo por el estilo?
Los hombres tomaban a veces el apellido de su madre. ¿Blatherwick? ¿Peabody? ¿Pickle?
—¿Has tosido? —preguntó su madre.
—No, madre —contestó, mordiéndose el labio.
No veía la hora de contarle a Dracy los nombres que se le habían ocurrido cuando se vieran en el baile.
Estaba inspeccionando la colección de fuentes y vasijas de Winnie cuando un lacayo fue a buscarla.
—Ha venido el conde de Sellerby, señora.
—Qué fastidio —masculló Georgia en voz baja, pero no podía negarse a verlo si había venido desde la ciudad. Aún tenía mala conciencia por haber roto la invitación y haberla arrojado al «lago» de Winnie.
—Enseguida voy —le dijo al lacayo, y fue a toda prisa a su cuarto a quitarse el delantal y a asearse—. No me extrañaría que se declarara —le dijo a Jane—. ¿Qué voy a hacer?
—¿Rechazarlo, señora?
Georgia se quedó quieta. De pronto se había dado cuenta de algo.
—Nunca antes había tenido que rechazar a un pretendiente.
—Sólo tiene que decir que no, señora. Amablemente.
—Supongo que sí. Y puede que no se declare. Sabe de estas cosas y primero tendría que haber hablado con mi padre. A no ser que ya lo haya hecho, claro. ¡Santo cielo! Mi padre no le habrá dado su consentimiento, ¿verdad? ¿Sin hablar conmigo primero?
—Aunque lo haya hecho, señora, puede usted negarse.
—Sí, claro que puedo, pero… Confío en poder salir de este aprieto sin tener que desafiar abiertamente a mi padre.
Jane le puso una mano en el hombro.
—No será para tanto, señora. Lord Sellerby es todo un caballero. No querrá disgustarla.
—Me disgusta ser objeto de tanta adoración, sobre todo porque nunca puedo recompensarlo como desearía. Tienes que bajar conmigo, Jane. Así se dará por enterado.
—Muy bien, señora, pero mostró usted predilección por él durante dos largos años antes de que muriera lord Maybury.
—¿Es que ahora eres mi conciencia? ¡Pues no lo seas! Conozco mis defectos. Pero entonces estaba casada, así que no tenía importancia. Sellerby era un acompañante excelente para asistir a ciertas veladas que desagradaban a Dickon. Conciertos de música antigua, conferencias sobre arte, veladas filosóficas… Vamos, deshagámonos de él. Tenemos muchas cosas que hacer.
Sellerby esperaba en el saloncito pequeño, y Georgia se detuvo un momento a admirar su aspecto sencillo, pero elegante, correcto en cada detalle, como no lo había estado en Herne. Paño gris con botones de plata labrados, el pelo castaño pulcramente peinado, chorreras estrechas sólo con el borde de encaje. Un anillo y un alfiler de oro en la corbata.
Quizá debería reconsiderar su opinión.
—Sellerby —dijo ofreciéndole la mano—, ¡qué amable por tu parte alejarte tanto de Londres para venir hasta aquí!
Él tomó su mano y la besó. Tocó con los labios su piel, lo cual no era del todo decoroso.
—Mi querida Georgie, tú sabes que por ti viajaría a las Indias.
Hacía años que le permitía tutearla. Otra cosa de la que arrepentirse.
—¿A las Indias? —repitió, ocupando una silla para que él no intentara sentarse a su lado—. ¿Y me traerías rubíes?
—Tan grandes como huevos de paloma.
Georgia se echó a reír para quitar importancia a su respuesta.
—Confío en que me hayas traído algo más valioso: los últimos cotilleos de la ciudad. ¿Qué tal va el lío de los Grafton?
Sellerby le contó obedientemente los últimos chismorreos y Georgia, que sólo tuvo que intercalar un comentario de vez en cuando, comenzó a relajarse. Estaba claro que no iba a declararse.
Sellerby hablaba con desparpajo y sabía qué temas le interesaban especialmente. Además, era guapo… No, eso no era del todo cierto. Georgia se dio cuenta de que su rostro era más bien corriente. Eran su estilo y sus modales los que lo embellecían.
—¿Cuándo te mudarás a la ciudad y volverás a tu vida de siempre, Georgie? Confieso que me sorprende que te hayas instalado tan lejos.
—Quería visitar a mi hermana y conocer a su bebé. Y ahora la estoy ayudando con el baile.
Hizo una mueca, pero ya se le había escapado.
—Ah, sí. —Él se alisó un volante—. Todavía no he recibido mi invitación.
—Me pregunto dónde habrá ido a parar —repuso Georgia, rezando por no parecer culpable. Claro que había un modo de salir del apuro—. Naturalmente, estás invitado, Sellerby.
—El primer baile de tu nueva vida. ¿Puedo pedirte que bailes conmigo la primera pieza?
No, pensó ella, tajante, pues al primer baile siempre se le atribuía una significación especial.
—Vamos, vamos, Sellerby —contestó, juguetona—, no puedes esperar eso. Ya se verá esa noche.
—Entonces, ¿no hay ninguna recompensa para tu más devoto servidor?
—Pago muy bien a mis criados, se lo aseguro, milord.
¿Se había crispado su terso semblante, lleno de irritación? Si así había sido, la crispación no duró.
—Lady May siempre tan ingeniosa. Tu mundo te espera. Cumpliré tu voluntad y esperaré a que llegue esa noche junto con toda tu cohorte, pero ¿me permites recordarte lo bien que bailamos juntos?
Era cierto. Sellerby era posiblemente el mejor bailarín de la aristocracia y siempre había sido su pareja preferida, pero la estaba cortejando aunque fuera discretamente. Y eso no podía ser.
—No lo olvidaré —contestó, y se puso en pie—. Ahora debes disculparme, Sellerby. Mi hermana ha dado a luz hace muy poco tiempo, y he de ocuparme de casi todos los preparativos para el baile.
Él se levantó, obediente.
—Entonces será un éxito, como todas las fiestas de lady May. Me pregunto cómo te llamaremos cuando vuelvas a casarte.
Seguramente estaba pensando que «lady Sell», se dijo Georgia con ironía. Pero sonaba fatal.
—Puede que haya pasado el tiempo de tales apodos —dijo mientras se dirigía hacia la puerta—. Pronto alcanzaré mi mayoría de edad.
—¡Qué vejestorio!
Ella sonrió, y cuando Sellerby se sacó algo del bolsillo y se lo puso en la mano, lo aceptó.
—Es poca cosa —dijo él—, pero te lo regalo de todo corazón.
Se marchó antes de que Georgia pudiera devolvérselo, y en todo caso se dio cuenta de que eran unos guantes, un regalo al que no podía poner ningún reparo.
Maldijo a Sellerby, sin embargo, por haberle tendido aquella trampa.
—Me temo que no va a darse por vencido —dijo.
—Creo que tiene razón, señora. Pero no importa. Sólo tiene que decirle que no.
—Sí, pero… Me atosigará con sus regalos y tendré que decidir si debo devolvérselos o no.
Desató la cinta y abrió el envoltorio de papel. Unos guantes blancos de seda, como había imaginado. Cortos y muy bien hechos, pero con corazones bordados en el puño.
—Un regalo del corazón, en efecto —dijo, y le dio los guantes a Jane—. Llévatelos. Tengo muchas cosas que hacer y sólo veinticuatro horas para hacerlas.