La puerta del barracón estaba abierta y oscilaba empujada por el viento. La noche y la tormenta se colaban adentro a bocanadas. La cama estaba derrumbada. El colchón descansaba en el sucio suelo. Los ladrillos que apuntalaban una de las esquinas del somier se habían caído. El cubo donde habían encendido la hoguera estaba volcado y los rescoldos desparramados. El viento hacía brotar hebras incandescentes en estos y revolvía la basura.

Joanes avanzó hacia la puerta. Con las piernas dentro del barracón y la parte superior del cuerpo en los escalones de acceso, se encontraba la mujer. El profesor estaba junto al coche. Los cuerpos habían sido envueltos con sendas colchas y el viento luchaba por arrancarles las mortajas. Había un ladrillo abandonado en el barro. La lluvia lavaba la sangre que lo cubría.

Al contemplar el bulto empapado que era el cuerpo del profesor, Joanes no sintió ningún alivio. Su único pensamiento fue que ya no tendría oportunidad de aclarar los asuntos que tenían pendientes. Eso le desconcertó y más adelante le produciría una amargura sobre la que debería reflexionar a conciencia para definirla adecuadamente.

Llamó al negro, que salió de los baños apoyándose en la pared. Al verlo, Joanes ahogó una exclamación de sobresalto. El negro tenía la cara recorrida por arañazos, como si lo hubieran atacado con un rastrillo. Una de las heridas le cruzaba un ojo. Llevaba el torso desnudo y el pecho surcado por más arañazos.

Yo he hecho todo lo que usted me dijo.

Al hablar dejó ver los dientes, que tenía manchados de sangre.

Parece que el viejo se ha resistido, dijo Joanes.

Y ella también. Ella se ha resistido también. ¿Usted me dará ahora a Gagarin a mí? ¿Nosotros nos iremos?

Primero cierre la puerta.

¿Va a dejarlos a ellos ahí fuera, mojándose?

No creo que les importe.

El negro cerró la puerta y la apuntaló, para lo que antes tuvo que apartar el cuerpo de la mujer.

¿Dónde está Gagarin?

En el otro cuarto.

¿Él está bien?

Él está perfectamente.

¿Nosotros nos podemos ir ahora?

Pronto, respondió Joanes.

Y añadió:

Ahora está lloviendo mucho.

Pero…

Siéntese, por favor.

El negro obedeció.

¿Yo puedo ver a mi amigo?

No se preocupe por él, respondió Joanes.

Después encendió el farol de queroseno y apagó la linterna.

Así estaremos mejor, dijo tomando asiento él también en el suelo, a una distancia prudencial del negro. ¿Cómo se llama usted?

Abraham.

¿Sus amigos le llaman Abe?

Yo no tengo amigos.

¿Sus conocidos?

Algunos.

Bien. Yo le llamaré Abraham.

Y luego añadió:

Abraham, es mejor que dejemos claro lo que acaba de suceder. Usted ha matado a esas dos personas. Les ha quitado la vida. No debe olvidarlo. Se lo digo por si tuviera usted intención de acudir a la policía.

El negro no dijo nada.

Si usted contara que yo le he obligado a hacerlo, nadie le creería. Y llegados a esa situación yo podría demostrar que usted me atacó a mí, lo que haría su historia aún más difícil de creer, dijo Joanes mostrando la mano mutilada.

Ahora el negro agachó la cabeza y rompió a llorar.

¿Quiénes eran esas personas?, preguntó al cabo de un rato.

Eso no importa. Para usted no eran nadie. No necesita saber sus nombres ni quiénes eran. Basta con que yo lo sepa. Usted, Abraham, en realidad no es culpable de lo que ha pasado esta noche. No le quedó más remedio que actuar como lo hizo, porque tenía que proteger a Gagarin. Y usted lo quiere como si fuera su hijo, ¿no es cierto?

El negro asintió.

Él es el único amigo que yo tengo.

Claro que sí, Abraham. Tenía que defenderlo. Usted ha actuado bien. Ha cumplido con su deber.

Estas palabras volvieron a hacer llorar al negro. Joanes estiró las piernas buscando ponerse cómodo. Intentaba no pensar en el dolor de su mano y de su nariz.

Mientras pasa la tormenta, dijo, ¿por qué no me habla de usted?

El negro lo miró con los ojos llenos de lágrimas, sin comprender.

Quiero saberlo todo sobre usted, Abraham.

¿Por qué?

Porque ahora, Abraham, usted es alguien muy importante para mí.

Y repitió:

Muy importante.

Poco después el negro comenzaba a hablar.

Más alto. No le oigo bien.

El negro comenzó de nuevo.

Sobre ellos, el huracán proseguía su camino hacia el norte, transformando la energía térmica que había robado al mar Caribe en energía cinética, y consumiéndose a sí mismo en el proceso. Avanzaba ansioso hacia el golfo de México, donde desembocaría horas después y volvería a cobrar fuerzas, hinchándose como un portentoso macho en época de celo.