En las fechas en que recibió la orden de embarcar, Shakespeare daba forma a una obra basada en la Ilíada de Homero. Le apetecía escribir algo que se desarrollara en un entorno cálido y soleado. A veces le bastaba una motivación tan sencilla como ésa para empezar a trabajar.

Le gustaba el sol. Sus rayos lo hacían retroceder a una adolescencia idealizada —su adolescencia real en Stratford había transcurrido bajo cielos de un gris casi perpetuo— y creaba en su memoria táctil la ilusión de unas caricias que en realidad no había regalado ni recibido. Cuando posaba la pluma sobre el papel era como si los nubarrones que cubrían Londres se retiraran. Su imaginación lo trasladaba a un paisaje agostado por el sol troyano.

Vio a Aquiles y a su amigo Patroclo pasear por una playa donde permanecían embarrancadas desde hacía años mil naves griegas. Cubiertas por una lámina de sal, parecían una gigantesca dentadura mellada que mordiera la costa. Amanecía y el campamento griego comenzaba a despertarse. Los dos guerreros, libres de sus armaduras hasta que comenzara la contienda del día, vestían túnicas y sandalias. Caminaban sobre un lecho de algas pardas arrastradas por la marea; las vejigas flotatorias emitían un cantarín plop, plop, plop al reventar bajo sus suelas. De vez en cuando, se tomaban de la mano. Shakespeare los acompañaba, escribiendo desde dentro de la obra. Olía, al igual que ellos, el tufo yodado de las algas, y oía las hachas en el campamento, troceando la leña para las hogueras del desayuno. No obstante, a diferencia del de los guerreros, su caminar no dejaba rastro alguno en la playa. Se adelantó unos pasos y se llevó la mano a la frente a modo de visera para observar las siluetas de los centinelas en la cima de las murallas de Troya. Al cabo de un momento se dio cuenta de que ya no se oía el plop, plop, plop. Se volvió y encontró a Aquiles y Patroclo abrazados. Poco después uno de ellos reía a carcajadas y se apartaba y daba una fuerte palmada en el hombro del otro y los dos echaban a caminar con paso decidido, comentando la necesidad de reforzar el cerco de estacas puntiagudas que rodeaba el campamento.

Pero Shakespeare aspiraba a algo más que calentarse bajo un sol ficticio. Quería que esa obra fuera diferente a todo lo que había hecho hasta entonces. Pensaba que retroceder hasta la época de los héroes, un territorio que nunca había visitado, le forzaría a explorar nuevos caminos. Sin embargo, lo conseguido hasta el momento estaba lejos de dejarlo satisfecho.

Su intención no era competir con Homero, pero sí trasladar al escenario al menos una parte de la intensidad de sus páginas. ¿Cómo lograr ese propósito?

A Shakespeare cada vez le asfixiaban más las limitaciones que el teatro de la época le imponía: un escenario desnudo, sin nada que proporcionara una idea de dónde tenía lugar la acción; lo reducido del espacio disponible; la impresión de fiesta tabernaria cuando más de cuatro actores figuraban en escena; la prohibición de emplear mujeres para los personajes femeninos; que a los niños encargados de interpretar esos personajes les cambiara la voz o les brotara el bigote…

La labor de los actores no mejoraba necesariamente el texto. La mayoría de las veces no lo hacía. Titubeaban, olvidaban sus líneas, bebían demasiada cerveza antes de entrar a escena, estaban pendientes del escote de la espectadora de la primera fila, gritaban para imponerse al murmullo del público, a los eructos, a los gritos de los vendedores ambulantes, no eran lo bastante atractivos, no eran lo bastante repulsivos…

Aún más irritante era la imposibilidad de mostrar lo grandioso: los portentos de la naturaleza; los ejércitos espoleando sus monturas acorazadas cuando se lanzaban al combate; las luchas a espada, con los contendientes hundidos hasta la cintura en una marisma; los hombres que corrían envueltos en llamas por las calles de Roma y el león desdeñoso que rondaba el Capitolio los días previos al asesinato de César…

Esas restricciones hacían que Shakespeare a menudo disfrutara más leyendo las obras de teatro que viéndolas representadas; las de los clásicos y también las de sus contemporáneos, que adquiría en las calles en ediciones en cuarto. De ese modo su imaginación podía vagar más allá de las mediocres fronteras del escenario y poner a los personajes los rostros y los cuerpos idóneos. Pero le ofendía e inquietaba que otras personas pudieran pensar lo mismo de sus obras.

Disponía de las palabras. Es cierto. Con ellas podía hacer que el público sintiera en el fondo de su pecho el temblor del suelo bajo los cascos de los caballos al galope. Y también lograba lo más grandioso, desnudar el alma humana con su dominio del verbo y exponerla sobre las tablas como un polluelo tembloroso, un ave de espléndido plumaje o una hez expulsada por algún innombrable ser.

Pero eso, desnudar el alma, podía hacerlo de igual forma con la poesía. Y también mostrar los ejércitos y las tempestades y las calzadas de la antigua Roma. Si lo mejor del teatro —y más aún— se podía lograr con la poesía, ¿por qué continuar escribiendo obras?

Los motivos eran diversos, pero sobresalía el reto, precisamente, de explorar las ventajas que el teatro ofrecía sobre la poesía, y hacerlas crecer.

Si el autor teatral no tuviera que malgastar tiempo y talento en referir al público la marcha de las batallas —que tenían lugar, por necesidad, fuera del escenario—, de los crímenes más atroces —acontecidos de nuevo lejos de la vista del público—, de describir el aspecto de los bosques y los efectos de las tormentas…, si todo eso simplemente estuviese allí, y el escritor pudiera dedicar toda su agudeza a la indagación del alma, ¿hasta dónde sería capaz de ahondar?

Totus Mundus Agit Histrionem, «el mundo entero es un escenario», era la divisa de El Globo, el teatro propiedad de Los Hombres de Lord Chamberlain. Pero en ese momento el reto de William Shakespeare era introducir el mundo entero en el escenario. Un mundo muy grande y en el que había y sucedían demasiadas cosas.

Si él no lo lograba, ¿quién iba a hacerlo? ¿Ben Jonson? ¿Ese odre hinchado, ese fatuo incapaz de una palabra de elogio para otro que no fuera él mismo, para quien disponía de infinitas?

Marlowe.

Sin duda.

Christopher Marlowe podría haberlo conseguido. Por momentos lo hizo.

El ardor de las líneas que escribió para Doctor Fausto invocó al mismísimo Satanás: un rostro extraño surgido entre los actores que, disfrazados de demonios, arrastraban a Fausto a los infiernos en la escena final, una presencia que miraba a su alrededor con hambrienta curiosidad. El público huyó despavorido, los actores pasaron noches enteras rezando y ayunando, algunos abandonaron el oficio para siempre.

El enorme e impío Marlowe.

Shakespeare lo echaba de menos. No tuvo tiempo de aprender lo bastante de él.

Algunos días, por el contrario, se alegraba de que la daga de Ingram Frizer se hubiera hundido en el ojo de Marlowe ocho años atrás, en una taberna de Deptford. Con inmensa vergüenza, Shakespeare se congratulaba de ello cada vez que llegaba el estreno de otra de sus obras. Entonces ganaba seguridad en sí mismo pensando que Marlowe y su sardónica sonrisa no estarían entre el público.

Con todo, mientras trabajaba en la obra sobre la Ilíada extrañaba a Marlowe más que nunca. ¿Qué habría hecho él para mostrar a los dioses del Olimpo de forma que no parecieran vulgares vecinos de Londres disfrazados con túnicas y barbas postizas? ¿Cómo habría dejado patente su poder celestial, logrando que el público sintiera el impulso de practicarles ofrendas votivas? ¿De qué manera los habría hecho parecer más altos que los vulgares humanos? ¿Cómo los habría hecho refulgir, empuñar el rayo? ¿Cómo habría llevado al escenario los combates entre aqueos y troyanos, los combates dentro de los combates para apropiarse de los cuerpos de los héroes caídos, los combates dentro de los combates dentro de los combates para hacerse con los trofeos que eran sus armas? ¿Cómo habría reproducido la emoción que Homero lograba, mediante una insultante sencillez, al escribir: «Y sus armas resonaron»? Cada vez más desanimado, Shakespeare hojeaba la Ilíada y envidiaba a los dramaturgos del final del Imperio Romano. Entonces no existían trabas para mostrar sobre el escenario cualquier variedad de frenesí sexual. Y si la obra incluía una muerte, siempre había reos o esclavos dispuestos para que se les cortara la cabeza o para ser atravesados con lanzas y espadas. A continuación surgían las hienas atrailladas para disputarse los restos, quebrar los huesos y revolcarse en la sangre, riéndose y luciendo erecciones como cimitarras.

Séneca, cuyo humanismo era más poderoso que su sentido del espectáculo, repudió esas prácticas y las desterró de sus obras a un limbo más allá del escenario, para ser referidas tan sólo por aburridos mensajeros. Siglos después, la Iglesia, siempre presta a tutelar el ocio de su grey, hizo suya la opinión de Séneca y aumentó las limitaciones de lo que podía hacerse y decirse en un estrado. Sólo permitió espadas teñidas con sangre de oveja y aburridas tripas de cerdo para simular entrañas humanas.

No era el propósito de Shakespeare sembrar sus obras de cadáveres y doncellas desfloradas en público —secretamente se avergonzaba de la gratuidad de la violencia con que él mismo había aderezado Tito Andrónico—; lo que envidiaba era la libertad de hacer más que lo que él podía hacer.