William Stanley, Henry Wriothesley, el piloto y el capitán del galeón volvieron a reunirse en el camarote de este último. Antes de que los demás pudieran opinar sobre lo sucedido, Wriothesley quiso dejar claro que todavía no había que descartar la opción de los cañones. Un impacto directo sin duda eliminaría a la ballena.
También podían recurrir a otras estrategias. Podían disparar a la ballena con los arcabuces. Podían hervir agua y verterla sobre el leviatán cuando pasara junto al galeón. O podían hacer lo mismo empleando la reserva de alquitrán que el galeón llevaba para los carenados de emergencia. Impregnarían con ella al pez y le lanzarían flechas incendiarias.
No jugaréis con fuego en el Nimrod, Wriothesley, dijo el capitán en un tono que no admitía replica. Ordenaré que os pongan grilletes sólo con que volváis a insinuarlo.
Hemos de contraatacar de algún modo, dijo el piloto rompiendo el silencio que siguió a las palabras del capitán. Si la ballena hubiera arremetido contra otra parte del barco que no fuera la roda, nos habría reventado.
Podemos buscar otro medio, al margen de los cañones, prosiguió Wriothesley, que no requiera que el leviatán se acerque al barco.
El piloto dijo haber oído que a bordo viajaba un marinero con experiencia en balleneros; podría ser útil escuchar su opinión. El capitán ordenó ir a buscarlo.
Calhoun se presentó poco después, escoltado por el contramaestre. Los esfuerzos que había hecho por adecentar su aspecto después de pasar varios días postrado les parecieron a todos muy insuficientes. El camarote era demasiado pequeño para pasar por alto el mal olor del marinero. El capitán le preguntó si era cierto que había pescado ballenas y él respondió que sí, que había sido arponero. Para demostrarlo les enseñó las palmas de sus manos, teñidas de un indeleble color naranja por el roce con los remos de las lanchas balleneras. Preguntado por la mejor manera de deshacerse de la ballena, respondió que, en su muy humilde opinión, él haría forjar un arpón, o varios. Después ordenaría que un bote zarpara en busca del pez. Ésa era la única forma que conocía y la única que funcionaba.
¿Quién empuñaría ese arpón?, quiso saber el capitán. ¿Tú?
Supongo que podría hacerlo, capitán.
Se hizo el silencio, roto por Wriothesley al preguntar por qué no había visto a ese hombre desde que zarparon de Londres. El contramaestre le informó de que Calhoun se había sentido enfermo al inicio de la travesía y que desde entonces se estaba recuperando. Los demás volvieron a escrutar al marinero, con ánimo aún más crítico.
No parece muy enfermo, declaró Wriothesley, sin ocultar el desagrado que Calhoun le producía.
¿Cuál es la naturaleza de tu indisposición?, preguntó el capitán, al que sus dolores reumáticos le hacían tratar con especial consideración a cualquiera que sufriera una dolencia física.
Fiebre, capitán. Escalofríos, una gran debilidad…
¿Te has cuidado debidamente estos días?
He hecho todo lo posible, capitán.
En ese caso, te encuentras mejor.
No podría negarlo, capitán.
Eso me parecía.
Y dirigiéndose al contramaestre, el capitán del Nimrod ordenó que Calhoun volviera de inmediato a sus tareas.
Gracias por tu recomendación. Puedes retirarte. Contramaestre, vos aguardad un momento, puede que os necesitemos.
Cuando Calhoun abandonó el camarote, Stanley hizo saber a todos que aquel hombre no le parecía digno de confianza. Wriothesley opinaba del mismo modo. Eso bastó para que el consejo de Calhoun ni siquiera fuera tenido en consideración.
De lo que nos ha contado ese farsante, dijo Wriothesley, sólo me ha gustado la parte de salir en busca de la ballena. Eso nos evitaría la espera. No dependeríamos de que se acerque a nosotros. Y además, añadió tras una pausa, si algo saliera mal, el Nimrod permanecería a salvo. No creo que la ballena sea capaz de asociar el bote con el galeón. No seré yo quien afirme tal cosa.
Los demás se mostraron de acuerdo.
¿Iríais vos a bordo del bote?, preguntó Stanley.
No lo dudéis.
Nunca se me ocurriría, respondió Stanley con una sonrisa.
Henry, ofendido, iba a preguntar qué pretendía decir con eso, cuando el capitán intervino.
Supongamos que elegimos ese camino, dijo con una actitud que a todos les pareció sorprendentemente desganada. Os aproximáis a la ballena en un bote y después, ¿qué? ¿La arponeáis?
Wriothesley negó con rotundidad.
¿Nadie se ha fijado en la espalda de ese pez? No arriesgaré mi vida sólo para añadir otro arpón a su colección.
Tras una pausa enfática, que estuvo al límite de ser ridículamente larga, añadió:
Usaré una pértiga explosiva.
El capitán le pidió que se explicara.
Una pértiga que se clave en la ballena. Cerca de la punta, un recipiente lleno de pólvora y una mecha. Seis libras de pólvora serán suficientes. El recipiente deberá ser ligero y alargado, para que desestabilice la pértiga lo menos posible. Estoy seguro de que el carpintero podrá fabricar algo así.
Parece arriesgado, opinó Stanley. Acercarse a esa bestia en mar abierto, lanzarle la pértiga… Yo nunca me enfrentaría a una bestia de tal tamaño.
El tercer conde de Southampton alzó la barbilla antes de responder.
No será necesario plantarse ante sus ojos. Aunque la explosión no le cause la muerte, pondrá en fuga a la ballena. El lanzamiento no tendrá que ser tan atinado como el de un arpón. No será imprescindible un arponero con experiencia.
Ordenad al carpintero que se ponga a trabajar, dijo Stanley al contramaestre.
Éste dirigió una mirada interrogativa al capitán, que asintió.
Es una insensatez, opinó Shakespeare.
Estaban en su camarote y Wriothesley acababa de exponerle su plan.
Mis soldados irán conmigo. Les hará bien un poco de ejercicio. Llevarán sus armas.
¿Y traje de gala?
Si de tu admirada imaginación surge una propuesta mejor, amigo mío, me encantaría escucharla.
Como Shakespeare no dijo nada, Wriothesley siguió hablando.
Me he cansado de esperar que vuelva el viento. Y en Dinamarca aguardan nuestra llegada. Tenemos una misión.
Una misión estúpida que bien puede esperar una semana o un mes o toda la eternidad.
Míralo de otra forma. Si la ballena nos embiste de nuevo, probablemente no volvamos a tener tanta suerte. Ese golpe ha aflojado hasta el último clavo del galeón. No quiero ahogarme en compañía de estos imbéciles. No quiero que tú mueras ahogado.
Shakespeare no dudaba que fueran ciertas las palabras de su amigo. Aunque sabía que Wriothesley tenía motivos adicionales para actuar como lo estaba haciendo. Si su plan salía bien, si clavaba la pértiga explosiva en la ballena, la hazaña encontraría gran eco en Londres. Llegaría a oídos de la reina, que quizás entonces cambiara su valoración del tercer conde de Southampton, del que pensaba que «su consejo era de escasa utilidad, y su experiencia aún menos». Henry lavaría su imagen. Su participación en la rebelión de Essex quedaría olvidada, lo que le facilitaría la entrada en el negocio de las colonias. Wriothesley se imaginaba lanzando la pértiga, que recorrería un elegante arco en el aire, la trayectoria dibujada por la estela de humo de la mecha, para ir a hundirse en un ojo de la bestia, y luego la explosión. El leviatán se hundiría como se hunde un barco, rígido y acompañado de un borboteo. La cabeza, lo último que desaparecería bajo el agua. Un ojo transformado en un cráter sanguinolento, el otro en blanco. Las fauces abiertas en un aullido sin aullido. Y luego se disiparían las nubes y antes de que el bote con el héroe estuviera de regreso en el Nimrod ya soplaría un viento fresco y firme, dispuesto a empujarlos hasta las costas danesas.
Sé que piensas que es una locura, pero tengo que hacerlo.
En realidad, Shakespeare pensaba que iba a ver al modelo para el protagonista de su obra enfrentarse a una ballena de verdad. La idea bastó para producirle un mareo. Henry, creyendo que era la preocupación lo que había indispuesto a su amigo, se acercó para darle un abrazo, pero Shakespeare se apartó asegurando que se encontraba bien.
Lo que sucediera sería una fuente de inspiración, pensaba. Por una vez, no expoliaría una obra de otro, ni se basaría en un poema, ni en un libro polvoriento con siglos de antigüedad, sino en hechos reales de los que él mismo habría sido testigo de primera fila.
Iremos por la ballena en cuanto amanezca, dijo Henry. No te ocultaré que tengo miedo.
Calló un instante para luego añadir:
Será una ocasión importante para cuantos nos encontramos en el Nimrod. Se hablará largamente de ello en Dinamarca y en Inglaterra. Así que antes de subir al bote me gustaría pronunciar unas palabras, algo que, suceda lo que suceda después, sea recordado.
Tras una nueva pausa añadió:
Si no es una molestia excesiva, querido amigo, me gustaría que me escribieras unas líneas. No muy largas, ya sabes que la buena memoria no se cuenta entre mis virtudes. Algo que suene natural, no demasiado pomposo. En la línea del monólogo de Enrique V la víspera de la batalla de Agincourt, pero no tanto. Ya me entiendes.
Y con una sonrisa añadió también:
Y, por favor, que no resulte demasiado evidente que ha salido de la pluma del maestro William Shakespeare.
Tras un largo día de vuelo, el águila pescadora no había encontrado rastro de tierra y las nubes seguían extendiéndose hasta más allá de donde alcanzaba su privilegiada vista. La ausencia de viento le impedía planear. Estaba al límite de sus fuerzas. Si no daba con un lugar donde posarse caería al mar.
Aunque no podía ver el sol, su instinto le informó de cuándo el astro estaba a punto de tocar el horizonte. Y seguidamente le dijo que ascendiera. Debía atravesar las nubes, las mismas que hasta entonces había evitado rozar, manteniéndose por debajo de ellas. Lo que hubiera al otro lado podía ser su salvación.
Aceleró el aleteo para ganar altura. En el último momento echó un vistazo al horizonte, por si localizaba un atisbo de tierra. No fue así y su silueta se difuminó al entrar en contacto con la masa nubosa.
Todo quedó reducido a la superficie del mar, la de las nubes y el tramo de aire encerrado entre ambas. Si el ave no encontraba asidero, volvería a aparecer muy pronto, en esta ocasión en caída libre, aún viva pero incapaz de sostener el vuelo. Las alas, ya inútiles, flamearían tras ella o quizá la envolvieran como una mortaja.
La bandada de colibríes había caído hacía horas. Mucho menos capacitados que la gran rapaz para los vuelos prolongados, sus corazones estallaron como petardos diminutos. Las aves llovieron sobre el mar como un puñado de confeti. Casi de inmediato bocas sin labios se tragaron los cuerpecillos. Sombras alargadas nadaron en círculos a poca profundidad, a la espera de nuevas presas. Los colibríes no habían hecho más que avivarles el hambre.
El águila no volvió a aparecer.