Libro II
Durante muchos años trabajé con Julia Atanasopulo y con Ernesto Vitale como terapeuta de grupos, coordinando espacios terapéuticos semanales y ocasionalmente sesiones de terapias prolongadas a las que llamábamos «Laboratorios».
Aprendimos de muchos maestros, colegas y terapeutas un centenar de dinámicas, juegos y tareas que proponíamos a los asistentes a nuestros talleres, en un intento de disparar el ansiado «darse cuenta» que tanto deseábamos para ellos y para nosotros mismos. Trabajábamos a veces con disfraces; otras, con juegos teatrales; muchas, con máscaras.*
Uno de los ejercicios que yo más disfrutaba era el de la apertura del taller que habíamos llamado «Vivir en red».
Recién llegados todos y aun antes de dejar que los asistentes se presentaran ante sus compañeros, les pedíamos que se pusieran de pie y formaran un círculo alrededor de una red de pesca que estaba extendida en el suelo, justo en el centro del salón.
Ubicados allí, invitábamos a que cada uno, en silencio, tomara con firmeza en su mano uno de los bordes de la red.
Recién cuando habían comprendido la consigna y todos lo habían hecho, yo les proponía que dieran un paso atrás, sin soltar la red, y que la tensaran un poco.
Con la red de pesca ya en el aire, les pedía que cerrasen los ojos y les contaba que yo iba a tocar a alguno de ellos en la espalda; el elegido debía tirar de la red hacia sí, siempre en silencio y sin brusquedad, como para no poner en evidencia quién era el señalado.
Cuando el participante que sentía el toque, tensaba un poco más la red, yo les preguntaba a los demás si sentían alguna diferencia.
Por supuesto, todos decían a viva voz que sí.
Repetíamos después el ejercicio con cada uno de los asistentes para que todos completaran la experiencia y, una vez que cada uno de los que formaban el círculo había corroborado personalmente que hasta un pequeño tirón de su trocito de red era sentido por todo el círculo, les pedía que abrieran los ojos y miraran al resto de los integrantes de la rueda.
—En la vida de todos los días —solía decir yo— las cosas funcionan de esta misma manera. Uno puede pensar que lo que hace, o deja de hacer, no tiene ninguna repercusión en el resto de las personas, pero eso nunca es cierto. Cuando tú das un tirón en tu costadito de este entramado que es tu vida, al otro lado hay personas, que a veces no conoces de nada y otras que ni siquiera te imaginas que puedan estar allí, que registran tu accionar, que recogen los beneficios o que terminan pagando por lo menos una parte de las consecuencias de todo lo que tú haces.
La vieja tradición jasídica tiene una imagen muy similar. Dicen los herméticos libros sagrados que en la antigüedad sucedía cada año una coincidencia muy particular. Era, según los sabios de Israel, el momento en que el sumo sacerdote abría el Arca donde estaban guardados los rollos de la Torá, durante la ceremonia del Iom Kipur, en el más reverenciado lugar del mundo antiguo: el gran Templo de Jerusalén.
Era una conjunción tan única y sagrada de día, lugar, persona y acto, que, según la tradición, si en ese momento, un mal pensamiento, de daño o de crueldad para con otros, pasara por la cabeza del sumo sacerdote, el mundo entero podría destruirse.
Y la sabiduría talmúdica agrega:
Para Dios, cada día es tan importante como el Iom Kipur, la casa de cada uno es tan sagrada como aquel Templo, cada momento de nuestra vida es tan trascendente como el de la apertura del Arca, y cada persona es tan significativa como el sumo sacerdote del Templo... y por esa razón deberíamos ser conscientes de que cualquiera de nuestros malos o crueles pensamientos para con otros podría destruirlo todo.
La idea es tan poderosa como romántica, y sobre todo me sigue pareciendo una señal indiscutible del valor y de la trascendencia de la sabiduría de los pueblos.
Miles de años después los terapeutas intentamos enseñar esa misma idea a los que nos consultan, por ejemplo realizando el ejercicio de la red de pesca: el hombre es un engranaje que forma parte de un todo mucho mayor que lo contiene.
Puede que seas el engranaje más sencillo en la máquina más compleja del mundo (no lo creo), pero estás allí y tienes tu responsabilidad. De la misma manera que ningún buen ingeniero coloca una pieza que no sirve para nada en un motor, cada uno de los seres humanos tiene un lugar y un papel en este todo global que es el planeta y en ese enorme grupo que es la humanidad.
A principios de los años noventa la industria automovilística mundial se revolucionó por un ingeniero vasco llamado José Ignacio López de Arriortúa, conocido por el sobrenombre de «Superlópez». En aquella época José Ignacio fue nombrado jefe mundial de compras de la General Motors. Al tomar posesión de su cargo, ordenó que desalojaran una nave, dispuso que llevaran allí un coche recién salido de la línea de producción y ordenó a los mecánicos que lo desmontasen pieza por pieza.
Cuando cada una de las miles de piezas necesarias para montar el coche, desde el eje de la transmisión hasta el último tornillo o las gomas de los limpiaparabrisas, estuvieron separadas y desplegadas en el suelo de la nave, mandó a hacer una detallada ficha de cada una de ellas, grande o pequeña, fundamental o accesoria. Al final de la ficha había dos preguntas: «¿A quién se la compramos?» y «¿Cuánto cuesta?»
Una vez terminado el «inventario», Superlópez hizo algo que nunca se había hecho en la famosa empresa, mandó a sus ingenieros mecánicos a evaluar la verdadera función de cada pieza, por insignificante que fuera.
No sin antes confirmar que ni siquiera una arandela fuera prescindible, hizo actualizar el diseño, recotizar y presupuestar cada una de las partes del auto, desde el más pequeño remache hasta el block central del motor.
Separadas del resto, cada pieza recuperó su verdadero valor y encontró su mejor diseño.
Un año después, construir ese mismo modelo de auto, con mejor calidad y mayor rendimiento costaba un 10 por ciento menos, a pesar de que se habían mejorado sustancialmente los salarios del personal de planta.
Nosotros somos como las piezas de un coche, todos tenemos una finalidad y un sentido. Y ninguno está de sobra. Quizá algún «Superlópez» más elevado y perfecto se ha ocupado de descartar los tornillos y las tuercas inservibles en algún momento, quizá ni siquiera hizo falta. Lo que parece que debemos asumir es que todos somos necesarios; unos pueden realizar una función que parezca primordial, y otros, alguna complementaria; unos son la estrella del equipo y otros quizá sólo llevamos el agua al estadio, pero todos formamos parte de lo que sucede. Y es necesario recordarlo. Por ese camino podremos también revalorizar lo que hacemos.
Un explorador avanza por el camino del valle y se cruza con una hilera de trabajadores que, uno tras otro, acarrean grandes piedras en sus carretillas. Los porteadores llegan desde el fondo de la planicie y se pierden en el polvoriento sendero que sube por la empinada ladera de la montaña. Sorprendido por tanto despliegue, el explorador se acerca a uno de los porteadores y le pregunta:
—¿Qué haces?
—¿No lo ves, imbécil? —contesta el hombre—. Transporto piedras en una carretilla.
El explorador se acerca a un segundo porteador, de aspecto menos huraño que el primero, y le pregunta:
—¿Qué haces?
- Trabajo llevando estas piedras, para así pagar la educación de mis hijos.
El explorador se dirige a un tercer porteador, éste parece tener una pequeña sonrisa dibujada en su cara.
También le pregunta:
—¿Qué haces?
- Mira allí, extranjero, en la montaña. ¿Lo llegas a ver? —le pregunta el obrero señalando hacia arriba.
Luego sigue:
- Estamos construyendo un templo.
Esta tercera respuesta sólo puede ser dada bajo la batuta de nuestra más profunda conciencia de nosotros mismos, la que nos permite comprendernos como parte de un todo mayor que se proyecta constructivamente hacia delante, en el resultado global.
La singularidad de lo espiritual en el ser humano se manifiesta por ser conscientes de estar insertados en ese todo.
Pero no sólo eso.
Conscientes además de ser un cuerpo animado y finito.
Conscientes de un alma que lo vive y de una mente que lo registra.
Conscientes de la necesidad del encuentro, de la vida compartida, de la comunión y de la trascendencia.
Conscientes de la urgencia de vivir con horizontes cada vez más distantes.
Puede que sea cierto que la espiritualidad, como dijimos, nazca con nosotros y hasta con anterioridad a nuestro nacimiento, pero esta conciencia de nuestra espiritualidad no nace en nosotros tan tempranamente y casi siempre ocurre después de haber recorrido un largo trayecto alejándonos de ella.
Lo he visto tantas veces...
Alguien tiene todo lo que alguna vez pudo soñar y más. Vive con todas las comodidades posibles, y tiene un éxito ostensible hasta en las cuestiones del amor, pero, a pesar de ello, un día, posiblemente una tarde gris (como en el tango), le asaltan unas injustificables ganas de llorar.
Sin más motivo que su desazón, no puede alejar de su cabeza un absurdo pensamiento recurrente, la idea de que cientos o miles de personas, en ese mismo instante, estarían pensando y sintiendo lo mismo. Pero toda esa compañía, en ese momento, en lugar de consolarlo hace que se sienta aún más solo.
Si viniera a mi consulta... o si yo pudiera acercarme a donde está... le llevaría aquel poema, atribuido a Rimpoche, para que por lo menos supiera que ya otros han caminado por esa acera.
Construimos casas cada vez más grandes...
y familias más pequeñas.
Gastamos más... pero tenemos menos.
Compramos más... pero lo disfrutamos menos.
Habitamos en edificios más altos...
con vidas poco profundas.
Vamos por autopistas más amplias...
con mentes cada vez más estrechas.
Tenemos más comodidades...
pero vivimos más incómodos.
Tenemos más conocimiento...
y menos sensatez.
Más expertos... y menos soluciones.
Más medicinas... y menos salud.
Son tiempos de comida rápida...
y de digestión lenta.
De casas fantásticas... con hogares rotos.
De enojarnos enseguida...
pero de perdonar lentamente.
De salir muy temprano...
y llegar siempre tarde.
Levantamos las banderas de la igualdad,
pero sostenemos los prejuicios.
Tenemos la agenda llena
de teléfonos de amigos
a los que nunca llamamos...
Y los estantes de nuestra biblioteca
repletos de libros,
que jamás leeremos...
Nos ganamos la vida,
pero no sabemos cómo vivirla.
Poseemos cada vez más cosas,
y desperdiciamos casi todas.
Tal vez le pediría que leyera la columna que escribí hace meses para un periódico, ese texto de tono impersonal pero claramente dirigido a mí mismo:
«Alejado de su espiritualidad el hombre crece con las limitaciones que le impone una mentalidad estancada, en la que se atrofia el deseo de perseguir lo fundamental, especialmente cuando intenta sustituirlo con lo superfluo... Y lo más doloroso es nuestro argumento, jamás esgrimido: lo hacemos así porque sabemos (nos han enseñado, hemos aprendido) que nos resulta más sencillo ir detrás de esto que de aquello».
Ciertamente funcionamos como aquel borracho que buscaba la llave alrededor de la farola no porque la hubiera perdido allí, sino porque dos calles más arriba donde realmente se le cayó... no había luz suficiente para encontrarla...
Actuamos como si estuviéramos empeñados en descender por aquella escalera, la del crecimiento personal, que el mexicano Alfredo Torres decía que sólo estaba diseñada para subir.
No será por el poema... y menos por mi artículo, pero después de experimentar un episodio como el que describo, uno muchas veces amanece con la clara sensación de comprender desde adentro la diferencia entre lo trascendente y lo intrascendente.
Un aspecto relacionado con nuestra entrada en el plano espiritual es justamente la conciencia de lo trascendente de nuestras vidas, actos e ideas.
La palabra trascendencia, en sentido literal, quiere decir: llegar más allá. ¿Más allá de qué? Más allá de nuestros límites físicos y temporales. El puntal de toda una filosofía de vida.
Por un lado porque implica que nuestros actos, por pequeños que sean, tienen siempre consecuencias en nuestro entorno y es obvio que esa conciencia nos agrega una mayor responsabilidad sobre nuestra conducta (cuanto más si agregáramos que estos efectos alcanzan, aunque a veces ni nos enteremos, a personas a las que no conocemos o que ni siquiera saben que existimos).
Por otro lado porque el deseo o la necesidad de trascender se podría definir, si se me permite simplificarlo a ultranza, como la intención (asociada a una conducta congruente) de dejar una huella en otras personas, en otros lugares, y hasta en nosotros mismos en otro tiempo o en otras dimensiones.
Supongamos que el equivalente de la manera de ser y de actuar de una persona pudiera simbolizarse con la evolución y el rendimiento de un árbol. Una forma de evaluar su vida «arbórea» (no la única, por supuesto) es mirar la cosecha de sus frutos desde su nacimiento hasta su muerte.
Si nos fijamos, por ejemplo, en el manzano que se alza en el jardín de mi amigo Kike, descubriremos que no todas sus frutas son del mismo tamaño. Unas manzanas son más grandes y otras más pequeñas (pese al esfuerzo genuino y a la inversión efectiva que Kike le pone para que no sea así).
También observaremos, seguro, que las manzanas de este año son más rojas y de una calidad muy superior a las de temporadas anteriores, o viceversa. O que sumando resultados, su ciruelo ha rendido mucho más que su manzano.
¿Transformaría alguna de estas aseveraciones, aunque fuera absolutamente cierta, a este árbol en algo absolutamente intrascendente o despreciable?
Por supuesto que no.
Como no podría ser de otra manera, el valor y el sentido del manzano no se pueden juzgar exclusivamente por la cantidad de manzanas que nos ha dado esta temporada ni por ningún otro «cuánto» medido en un momento puntual de su existencia. Debe evaluarse, en todo caso, por el qué a lo largo de toda su vida.
La importancia y la fuerza generadora del deseo de trascender es tanta, que se ha colado para muchos (entre los cuales me incluyo) en la lista de esas necesidades «innatas» de las personas que se nos imponen naturalmente, sin tener que pensarlas ni justificarlas.*
En este sentido yo veo tres tipos de búsqueda de trascendencia, que se corresponden con otros tantos estilos, caminos y deseos.
Existe para mí una trascendencia que podríamos llamar Horizontal, otra que definiría como Vertical, y una última a la que le pondría el adjetivo Perpendicular.
La trascendencia horizontal es lo que se persigue y se logra en relación a los pares, tus vecinos, tus amigos, tus compatriotas, tus contemporáneos. La gente suele conocerla como popularidad, o fama, o gloria. Si consigues trascender horizontalmente, el resto de la gente sabe de ti. Te transformas en un referente, en un ídolo o en un héroe. Seas consciente de ello o no, a muchos les llega lo que haces o dices; los toca, influyendo (mucho o un poco) en sus decisiones, gustos o maneras de analizar las cosas.
La trascendencia vertical incluye, en cambio, el factor tiempo. Tiene que ver con que esa misma «fama» o influencia traspase tu vida y tu tiempo. El recuerdo de quien fuiste sigue vigente cuando tú ya no estás; son muchos los que valoran lo que hiciste, a veces hasta el punto de convertirte en un modelo a imitar. Para poner tan sólo un ejemplo, Miguel de Cervantes escribió El Quijote a principios del siglo XVII y si bien no fue bien recibido en su tiempo, hoy, cuatrocientos años después, el libro sigue siendo considerado una joya literaria y su autor, un ejemplo del novelista ideal para los que mucho saben.
Por fin, en el deseo de trascendencia que llamo perpendicular, las personas jamás actúan en función directa de la valoración o el reconocimiento de los hombres y las mujeres de su entorno, ni de los que vendrán. Se hace, se piensa y se actúa en función de otro plano de existencia, quizá en función de la vida eterna, o de una supuesta reencarnación que seguirá a la muerte, o de la sola mirada de una instancia superior o metafísica. Esta búsqueda es la de una trascendencia en lo sagrado o en lo divino.
Como es obvio, este deseo de trascender, sea horizontal, vertical o perpendicular, señala una dirección, marca un sentido y determina una forma de actuar que en todos los casos debería poder conjugarse con facilidad con una determinada y propia escala de valores.
No se puede avalar, sosteniendo la bondad de mis intenciones, los alienantes condicionamientos que nuestra sociedad impone a los más jóvenes.
No se puede hablar del amor al prójimo sosteniendo que «está justificado» matar, torturar, quemar o mutilar a seres humanos para salvar los intereses o la integridad de otros seres por lo menos tan humanos como aquéllos.
No se puede declamar a viva voz el respeto a la individualidad y legislar después qué es lo que «hay que hacer», por fuerza, para ser «alguien en la vida».
No se puede vivir profiriendo loas sobre la pareja que has construido y en la intimidad vivir peleando por el más pequeño espacio de poder.
Cuando me toca atender a una pareja que discute demasiado, siempre les cuento esta historia, extraída casi literalmente de un hecho real:
Él, después de una sesión muy dolorosa, en la que estuvo hablando de ella y de sus desencuentros, vuelve a su casa y (quizá por una vez sin malas intenciones) le dice a su esposa:
- ¿Nunca pensaste que uno de nuestros problemas es que somos demasiado competitivos?
Ella, furiosa, le contesta:
- Claro que lo pensé. Y mucho antes que tú... ¡¡¡Idiota!!!
Competir, imponer, manipular.
Palabras tan lejanas al verdadero encuentro con otros y sin embargo tan presentes en los intercambios nuestros de cada día.
En una vieja taberna de Madrid, al lado de antiquísimos afiches publicitarios de principios de siglo pasado, cuelga todavía en la pared, un cartel que dice:
El anuncio parece creer (o más bien quiere creer) que el problema está en el tema de la discusión, minimizando así la importancia de la actitud de los que discuten, cuando en realidad el más ingenuo de los espectadores puede darse cuenta de que no es así.
De todas formas, es el dueño de aquella taberna madrileña quien no ha caído aún en la cuenta de que el verdadero problema del hombre no está basado en el poco respeto que se siente por las ideas ajenas sino, sobre todo, en el poco sostén que se tiene para las propias.
Cuentan que un famoso líder revolucionario menospreciaba, criticaba y perseguía con dureza la labor y la presencia de la Iglesia católica en su país.
Alguien se le acercó un día para intentar convencerlo de que, ya que su oposición era tan contundente, por qué no adoptaba para él y para su pueblo otra religión que no fuera la católica.
El general miró gravemente a su interlocutor y le dijo:
- ¿Qué me dice? ¿Usted está loco? Si no creo en la Iglesia verdadera... ¿voy a creer en otra?
Vuelvo a pensar en el local de Madrid... Te prometo que la próxima vez que pase por la taberna de las peleas, voy a proponer un pequeño agregado al anuncio que cuelga en la pared, como para que quede así:
Prohibido hablar de política y de religión
sin reírse de uno mismo y de las propias ideas.
Estoy más que seguro de que si se hace caso a mi sugerencia y el público acata la restricción, las peleas terminarán de inmediato.
De la misma manera que, más allá del límite de nuestra piel, formamos parte de una red transpersonal, en nuestro interior vivimos en una urdimbre particular constituida por las distintas facetas de nuestra personalidad (y entre ellas, por supuesto, nuestra muchas veces olvidada vertiente espiritual).
Vuelvo atrás para aprovecharme de la recién incorporada imagen de la red de pesca. Aunque nos empeñemos en negar nuestra esencia, nuestro espíritu está sosteniendo su trozo de la red de lo que somos, y cada vez que tira de él, el resto de nosotros lo siente y lo registra. Asimismo, cada vez que otra de nuestras facetas, por ejemplo el cuerpo, tira de la red (se esfuerza en demasía, se hiere o se enferma), lo siente, claro, nuestro espíritu.
Es por esa razón que por mucho que pretendamos negarla, por mucho que queramos ignorarla, por mucho que busquemos esconderla, nuestra espiritualidad siempre está presente. Y no parece una buena idea cerrar los oídos a sus reclamos de atención, porque en todo caso jamás conseguiremos hacerla desaparecer, y más tarde o más temprano comenzará a gritar, cada vez más fuerte, hasta que nos ocupemos de ella. (Según mi opinión, que sé que muchos comparten, algunos de los problemas que actualmente tiene la sociedad son consecuencia de no prestarle suficiente atención a la llamada de nuestros aspectos más elevados y fundamentales.)
Quizá en la sobremesa familiar nos manifestamos conscientes de su presencia, en la charla con los amigos sostenemos y defendemos una manera de pensar más que espiritual... y sin embargo, un poco después, a la hora de actuar, nos comportamos como si nuestros pensamientos y palabras fueran por un lado y nuestra conducta cotidiana fuera por otro. Y lo peor es que algunas de estas acciones «incongruentes» demasiadas veces no se corresponden con ingenuos errores ni con meras distracciones. Antes bien, son respuestas repetitivas y clásicas, condicionadas por nuestra educación, que están diseñadas en función de obtener algunos logros que satisfacen nuestro ego o vanidad o que nos empujan en dirección de superar las metas que garantizan la cosecha del aplauso, la fama y hasta un poco de poder...
Y lo peor es que esa indignidad suele ser inútil, porque las más de las veces el afán desmedido de éxito suele aterrizar en una catástrofe personal de la que es muy difícil volver, resultando ser esos «atajos cortos que conducen a desvíos largos».
Mi pensamiento puede evolucionar (y es más que saludable que así sea), mi manera de ver las cosas hoy puede ser radicalmente distinta a cómo las veía ayer, pero entre uno y otro momento, o entre las dos ideas, debe haber un hilo conductor del proceso que permite comprender el cambio de los conocimientos y del proceso. Los dos pensamientos, aunque contradictorios, son congruentes: uno con la persona que yo era en ese momento, y otro con la que soy ahora (asumiendo de paso que ya no soy el mismo).
Hoy puedo ser de izquierdas y mañana de derechas; hoy pueden gustarme las rubias y mañana las morenas (o los morenos); hoy puedo ser católico y mañana musulmán, ateo o judío; hoy puedo ser del Madrid y mañana del Barça (bueno, bueno, tanto no...), pero lo importante es que en todo momento esté siendo fiel a mi manera de sentir y pensar. No es lo mismo ser contradictorio con mi pasado (quizá eso sea incluso deseable como pauta evolutiva) que ser incongruente aquí y ahora.
Una vez más recuerdo la parábola del hombre que llora frente a su maestro, quejándose de una imagen que lo atormenta:
- Pienso en el día en que llegue al cielo. Quizá Dios me esté esperando para preguntarme por qué no fui como Moisés, como Jesús o como Gandhi... Me angustia darme cuenta de que no voy a poder darle más que excusas absurdas...
El maestro lo mira y le dice:
- A mí me pasa igual... pero diferente. Si cuando yo llegue al cielo, Dios me hace esa pregunta, sé que tendré mucho para argumentar. Sin embargo, si apenas llegue al cielo, Él me preguntara: «¿Por qué no fuiste como realmente eres?», sé que sólo podría bajar la cabeza y quedarme mudo, porque no tendría ni una sola respuesta para dar...
En mi vida como terapeuta he intentado ayudar a otros a vivir vidas congruentes y he visto a muchos de ellos abandonar la congruencia conseguida, sin siquiera replantearse si se justificaba hacerlo, para partir detrás de un objetivo al que suponían una urgencia emocional, o simplemente detrás de alguien que les parecía más importante que nada en el mundo. No está mal, las pasiones son así (y enamorarse es la más hermosa de todas las pasiones, por cierto).
Pero es bueno saber que cualquiera de nosotros terminará siendo incongruente...
si trata de satisfacer a otro y renuncia a ser el centro de su propia existencia;
si pretende responder o ajustarse a un modelo que no es el propio;
si intenta aparentar que es lo que debiera ser, en vez de ser lo que es;
si divorcia lo que piensa de lo que siente, y lo que siente de lo que hace;
si negocia su autenticidad a cambio de una mirada de aprobación.
No parece pues buena idea acceder, ni por un momento, a hacer lo que está en contra de mis principios, reñido con mi ideología, o a contrapié de mi crecimiento... Mucho menos después de darme cuenta, en este plano, que lo único que podría perder, si perdiera algo, serían esas cosas que alimentan el peor de mis narcisismos.
Y habrá que llevar cuidado con las «pequeñas excepciones», porque, como venimos diciendo, cada una de mis acciones de una u otra manera es capaz de cambiar o modificar la realidad de alguien más.
Hace unos pocos años se filmó una película fantástica llamada El efecto mariposa. El film habla del fenómeno de la influencia cruzada, concatenada y recíproca de cada hecho y de una realidad cualquiera sobre su entorno y más allá. Este «efecto dominó», desde su presentación ante el mundo de la ciencia, quedó anclado al ejemplo utilizado por los primeros que hablaron de esta teoría. Ellos decían que se podía demostrar científicamente cómo y por qué una variación en el ritmo del aleteo de una mariposa en Brasil puede acabar, a través de un particular encadenamiento de efectos, formando un tornado en Japón.
Sin tanta espectacularidad ni grandilocuencia, pero con mucho más arte y belleza, la maravillosa ópera Turandot nos muestra desde el primer acto otra consecuencia del mismo efecto potenciador de los hechos.
El príncipe Kalef, pretendiente a la mano de la inabordable y odiosa princesa Turandot, se prepara a jugarse la cabeza intentando resolver los enigmas que la virginal heredera plantea cada año.
En la plaza de Pekín, miles de súbditos se reúnen para ver, una vez más, rodar la cabeza de otro pretendiente.
Entre la multitud, Kalef reconoce a su anciano padre, el destronado rey de un lejano país... El pobre está ciego y enfermo, vive de la limosna que pide para mantenerlo una joven mujer llamada Liu.
Kalef se da cuenta de que el encuentro con su padre, al que busca desde hace años, es un prometedor augurio; no obstante, algo más ocupa su mente: no comprende por qué esa desconocida mujer se ha hecho cargo de su padre y lo ha servido desinteresadamente todos estos años.
Liu explica, en un aria bellísima, el origen de esa fidelidad, que después le costará la vida...
—Un día, para celebrar el aniversario de nuestra hermosa ciudad —cuenta Liu—, tu padre, el rey, había organizado un desfile. Yo bajé de mi casita en la montaña para verlos pasar. Esa mañana, allí, entre miles y miles de personas, cuando pasaste... desde lo alto de tu carruaje... tú... me sonreíste...
Nada hay en el mundo más blando que el agua... y sin embargo no hay cosa que supere mejor que ella el más difícil de los obstáculos y siga su curso.
LAO TSE
Cuando yo todavía era un estudiante de medicina en la Universidad de Buenos Aires, nuestro profesor de psicosemiología solía bromear con cada nuevo grupo de alumnos a la hora de explicar a grandes trazos las diferencias entre las principales patologías psiquiátricas.
—Si le hacemos a una persona «normal» una pregunta sencilla sobre la realidad externa, aunque sea abstracta, como podría ser «¿Cuánto suman dos más dos?», contestará seguramente «Cuatro» mostrando su ligazón con la realidad.
»Si le hacemos la misma pregunta a un paciente psicótico —decía después—, posiblemente conteste “Doce” o “Mil quinientos” o “Automóvil”, mostrando que ha perdido ese contacto con el mundo real.
»Finalmente —decía el profesor sonriendo con complicidad—, si sometemos a idéntico test matemático a un neurótico, lo más probable es que nos diga: «Dos más dos son cuatro... ¡pero no lo soporto!».
Bromas aparte, esta humorada refleja, con mayor pulcritud que algunos cientos de libros técnicos, el gran problema que nosotros, en alguna medida neuróticos, tenemos con la realidad en la que habitamos: sabemos más o menos claramente cómo son las cosas, pero simplemente (o no tanto) nos negamos a aceptarlo.
Adentrándonos en el plano espiritual, gran parte de este conflicto básico comienza a disiparse. La conciencia del prójimo y la nueva manera de conectar con el amor, son renovados puntos de apoyo para desarrollar una nueva actitud: aceptar las cosas tal como son.
La espiritualidad es, sobre todo, la aparición de una auténtica apertura a otros, capaz de gestar un novedoso canal de comunión que se manifiesta aun en el silencio de una reflexión.
Es en este estado de amorosa conexión con el universo de lo esencial cuando el entusiasmo te invade y percibes a tu alrededor una belleza que los ojos físicos no pueden ver, una gozosa energía y una definitiva aceptación de los hechos, las personas y las situaciones de nuestro entorno.
Poco a poco vamos aprendiendo y ejercitando el oficio y el arte de vivir en alegre sintonía con el mundo real.
Y no estoy diciendo que entrando en el plano espiritual uno se cure de su neurosis (aunque a veces así suceda); estoy diciendo que ese síntoma neurótico, el más emblemático y angustiante de los signos de nuestra dificultad para vivir mejor, se acomoda siempre en un lugar más saludable a medida que recorremos el camino hacia nuestro interior. Por decirlo de otra manera: no creo que el descubrimiento de tu aspecto más elevado te reconcilie con la realidad de las cosas, ni tampoco que aceptar la realidad te conecte con tu espiritualidad, pero estoy seguro de que estas dos cosas, muchas veces, suceden al mismo tiempo.
Yo soy yo y tú eres tú. Yo no estoy en este mundo para llenar tus expectativas. Ni tú estás en este mundo para llenar las mías. Cuando tú y yo nos encontramos... es hermoso. Y cuando no nos encontramos, no hay nada que hacer.
FRITZ PERLS
Andando el camino aprendemos que el universo es uno y que los demás, todos los demás, forman parte de él.
Y nos damos cuenta de que somos capaces de amar sin condicionamientos y de dejarnos amar de la misma manera...
Esta doble conciencia será, de aquí en adelante, lo que nos permitirá ver a los otros desde una perspectiva más amplia y conectar con ellos no sólo desde las coincidencias sino también desde las discrepancias.
Es absurdo pretender que alguien comparta conmigo el ciento por ciento de mis creencias (ni el noventa, ni el ochenta), y eso no tendría por qué ser un problema si no fuera por el hecho de que, necesariamente, cada quien vive ubicándose y conduciéndose según lo determinan aquellas cosas en las cuales cree, orientándose según esos tres o cuatro puntos que suponen referencias ciertas.
Pero si las cosas en las que uno cree dependen de lo que cada uno vivió o aprendió, de lo que cada uno leyó o escuchó, y no puede haber en el mundo dos personas que hayan vivido o aprendido exactamente lo mismo, será inevitable asumir que no puede haber dos personas que piensen exactamente lo mismo sobre nada, mucho menos sobre verdades esenciales. Quizá apoyado en este razonamiento, Jean Paul Sartre sostenía que si dos personas están absolutamente de acuerdo en algo... ¡debe tratarse de un malentendido!
Como cualquier explorador, la primera vez que recorremos un camino, vamos recogiendo ciertos frutos, registrando ciertas cosas, incorporando ciertos parámetros que podrían ser después puntos de referencia para ubicarnos en los momentos en que nos hallemos confusos o para regresar atrás si acaso perdemos el rumbo. En los tiempos más difíciles de la búsqueda de la propia esencia, sólo es posible centrarse si uno es capaz de tomar como referencia aquellas cosas en las que cree, lo que sinceramente opina, lo que honestamente piensa, aquello que tiene para uno la fuerza de una certeza.
Siempre pensé que existen muy pocas auténticas verdades trascendentes que resisten los cuestionamientos a lo largo del tiempo.
Las otras «verdades», las relativas, quizá no tan ciertas, o transitoriamente ciertas, nos acompañan solamente una parte del camino. Creemos en ellas durante un tiempo para luego cambiar de idea o descubrir que hay otra verdad que nos parece «más verdadera»... O simplemente la cuestionamos y descartamos quedándonos, por lo menos por un rato, sin la certeza que nos proporcionaba nuestra creencia y con la esperable y lógica desubicación.
Éste es un mundo sumamente cambiante, diferente de momento en momento, en el que la velocidad a la que viaja la información hace que resulte muy difícil conservar ideas y sensaciones, sostener creencias o apostar por verdades perdurables.
Hace algunos años escribí en la introducción de mi libro Cuentos para pensar un texto en el que aseguraba que no había encontrado demasiadas cosas en las que confiar como verdades incuestionables, que no sólo fueran duraderas en el tiempo sino que además tuvieran pretensión de ser permanentes.
Decía yo que solamente había sido capaz de encontrar tres de esas verdades de referencia, ideas ciertas y confiables, que cuando me perdiera y no pudiera «organizarme» fueran capaces de ayudarme a entender dónde estaba parado y orientarme acerca de por dónde seguir adelante.
Dos de esas verdades siguen tiñendo todo lo que hago y todo lo que digo, siguen siendo el punto de apoyo de la manera y el sentido de mi forma de vivir. La tercera ha sido y es cuestionada demasiado dentro de mi cabeza como para compartir con las otras el honor de estar en esta lista.*
La primera, de la que quiero ocuparme ahora, una vez más, decía: La realidad es tal cual es.
De someternos a esa verdad tan obvia habla este capítulo.
De este paso necesario para vivir de una manera más espiritual.
De este desafío a nuestra educación que nos empuja a no aceptar las cosas que no son como nos gusta, como nos conviene, como deberían ser, como fueron o como nos dijeron que eran.
Y, muy especialmente, de la inútil pretensión de cambiar algo sin antes haber aceptado que era como era.
Es sencillo escribir «lo que es, es», y no es para nada complicado entender lo que significa y estar de acuerdo (una especie de verdad de Perogrullo), y sin embargo parece que no es tan sencillo vivir respetando esta idea.
Y es que utilizar este concepto como referencia implica aceptar que las cosas, los hechos, las situaciones y las personas son, ni más ni menos, que como son; y que, aun aceptando que se puede desear cambiar algo de la realidad, solamente se puede modificarla partiendo de esta verdad.
La pregunta podría ser: ¿Cómo descubrir lo que es? Porque, en definitiva, yo sólo veo con mis ojos, y ya sabemos que no suelen ser totalmente confiables. Esto es tan cierto que algunos llegamos a dudar de la auténtica objetividad.
Vuelve entonces la duda: «Lo que es, es». ¿Cómo saber lo que es?
Contemporáneo de Sigmund Freud, Edmund Husserl planteaba que la realidad debe ser registrada tal como se manifiesta, sin agregar al fenómeno de lo observado ningún juicio de valor ni interpretación intelectual referente a su causa o su contexto, ya que estos últimos distorsionan esa realidad. La búsqueda de lo que es debe basarse en lo obvio y no en la mirada siempre teñida de intencionalidad del observador. Esto exige, claro, cierta disciplina y seguramente algo de entrenamiento, de cara a conseguir registrar lo que se percibe sin incluir (y sin excluir) información prejuiciosamente.
En un experimento que lo haría famoso, el renombrado experto de la conducta B. F. Skinner reclutó a dos grupos de investigadores para evaluar el comportamiento de dos grupos de cobayas. A los investigadores de la costa Este les tocaron las cobayas de pelaje blanco, que según los informes previos eran más hábiles y aprendían con más facilidad, mientras que los de la costa Oeste se ocuparían de las cobayas de pelaje gris, a priori calificadas como más torpes y duras de aprender. Se trataba de una compleja evaluación comparativa de la capacidad de aprender un recorrido en un laberinto antes y después del uso de pequeñas dosis de vitamina C. Al cabo de algunas semanas, los grupos de investigadores presentaron sus informes y confirmaron los resultados esperados: las cobayas blancas no solo habían demostrado ser más inteligentes en el arranque sino que también mejoraban su capacidad de aprender con las vitaminas; el otro grupo, en cambio, se mantuvo igualmente torpe durante toda la prueba. No obstante, el éxito de la experiencia sólo se pudo evaluar apropiadamente cuando el doctor Skinner les reveló que ambos grupos de cobayas eran de la misma cepa (unas teñidas de gris y otras no). El verdadero objetivo del experimento no era el comportamiento animal sino la conducta humana: demostrar que el prejuicio del investigador tiñe el resultado de la observación.
El experimento de Skinner dejaba establecida con claridad la falsedad de la rígida postura científica clásica y «racionalista» que parte de la idea de que existe una realidad «objetiva» independiente del observador.
Obviamente, no es lo mismo partir de la idea de que las cosas son como son —más allá de que uno sea o no capaz de percibirlas—, que partir de la idea de que no hay absolutamente nada que provenga del afuera ni que se imponga o condicione mi percepción de la realidad.
¿Cuál es la forma correcta de pensarlo? No la hay, ninguna es mejor ni más acertada, son simplemente dos posturas diferentes, dos maneras de plantarse en la vida.
Por poner un ejemplo, en el tradicional planteamiento de la filosofía acerca del dilema del árbol que cae en el bosque silencioso,* la ciencia pura no dudaría en asegurar que hace ruido aunque nadie lo escuche, pero un análisis fenomenológico posiblemente lo pondría en duda o por lo menos cuestionaría el concepto de «ruido» cuando no hay quien lo escuche o lo mida.
Percibir la totalidad sin «razonarla» propone incluir en el fenómeno de lo observado la presencia y la mirada del observador como parte de una realidad indisoluble, entendiendo la objetividad como una mera coincidencia de subjetividades. En ese mismo sentido, cuando alguien me pide «mi opinión objetiva», suelo bromear diciendo que no puedo cumplir su deseo, porque para hacerlo debería ser yo un objeto y no lo soy.
Es a todas luces evidente que la sola recopilación pasiva de los datos que aportan los sentidos no permite captar el conjunto completo de una realidad y mucho menos sus posibilidades. Es más que conocida la famosa paradoja del abejorro: conociendo el peso del insecto, el tamaño de sus alas y su estructura aerodinámica, es imposible que vuele, y sin embargo...
A la hora de intentar comprender el mundo que nos rodea, Gregory Bateson recomienda distinguir la realidad puramente física de la que se puede observar en la conducta de los seres vivos, resaltando la cuota de impredecible de esta última.
En el mundo de los objetos físicos se puede establecer una relación causal precisa y prever consecuencias; en el mundo de las cosas vivas, podemos presumir pero no asegurar. Los hechos se realimentan y los resultados varían hasta el infinito, condicionados incluso por el encadenamiento circular que produce cada estímulo y su respuesta (algo que los psicoterapeutas podríamos englobar genéricamente en lo que llamamos mecanismo de feedback).
En resumen, no sé si se puede saber lo que ciertamente es verdad, pero he aprendido que todo crecimiento personal tiende a procurar que uno por lo menos se informe cada vez más acerca de cómo es la realidad para otros, aunque sólo sea para ayudar a que la propia mirada sea más eficaz respecto de su «darse cuenta». Darse cuenta del afuera y del adentro.
En el plano espiritual, una percepción del afuera sin prejuicios ni condicionamientos riega de forma ideal el sendero del encuentro y favorece la comunicación con los demás.
Es en este plano donde se termina de aprender a escuchar sin interpretaciones, descartando preconceptos y expectativas, siempre derivados de una idea prejuiciosa de quienes somos (es decir, de quienes éramos antes que ahora) y de quienes queremos o creemos que son los demás.
Si queremos disfrutar de un concierto, debemos intentar captarlo y comprenderlo como una totalidad. Si no somos expertos con el oído entrenado y nos detenemos en el virtuosismo del primer violín, no podremos evitar perdernos algo de la belleza de la música.*
Desde esta perspectiva, cada encuentro con otra persona (y cada momento de nuestra vida) puede ser una experiencia irrepetible si aprendo a vivirlos como un todo, válidos en sí mismos e indivisibles. Descartaremos así para siempre los comentarios del estilo de «Me gustó lo que dijo, pero no cómo lo dijo» y otras tantas frases descalificadoras, y superaremos, de paso, nuestra perniciosa manía de andar permanentemente hurgando en los detalles, tratando de descubrir «qué le falta a esta situación para ser perfecta...».
No es posible transitar en este plano si no lo hago con la decisión de conocerme y aceptarme, al par que me animo a conocerte y darme a conocer con la intención primaria y sincera de aceptarte tal como eres, aun sabiendo que seguramente...
no eres como a mí me gustaría, y no tienes por qué serlo,
no eres como a mí me conviene en algunos momentos, y no tienes por qué serlo,
no eres como yo quisiera a veces que fueras, y no tienes por qué serlo y
no eres como yo necesito hoy que seas, y no tienes por qué esforzarte en serlo...
ni siquiera en parecerlo.
Tú eres como eres, y es mi responsabilidad y mi tarea aceptarte, aunque aceptar no quiere decir que me guste.
Digo que hay tres formas de relacionarse con el otro.
Una es entenderte, que es la más fácil de todas. Porque entender es cosa «de la cabeza», una cosa intelectual.
El entendimiento es de mente a mente. Yo entiendo lo que me dices y entiendo el objetivo de tu conducta. Lo entiendo, lo puedo explicar y hasta justificar, pero esto no garantiza nada... puede ser que aun así no lo acepte.
Un poco más profundo —digamos un poco más comprometido— que entender es comprender. Si dijimos que entender es cosa de la cabeza, comprender es cosa del corazón. Cuando digo que te comprendo estoy diciendo que puedo darme cuenta de lo que sientes porque yo siento dentro de mí lo mismo que tú, o porque reconozco que en tu lugar sentiría lo mismo, o porque alguna vez estuve en ese mismo lugar sintiendo algo muy parecido...
Esto es comprender al otro; es algo muy difícil, y más que osado.
Sin embargo, a pesar de ello, a veces no es suficiente.
No sólo porque comprender no incluye entender (son procesos separados e independientes), sino porque tampoco la comprensión, por emocionante que suene, garantiza la aceptación.
Aceptar es un poco más.
Aceptar es dejar de enfrentarme con lo que eres.
No pelearme con lo que piensas ni con lo que haces, aunque no esté de acuerdo, aunque no lo entienda, aunque no lo comprenda ni lo justifique.
La cantidad y el estilo de las cosas de ti que no me gusten será con seguridad uno de los puntos que determine nuestra relación.
Seremos amigos o no.
Seremos más íntimos o menos.
Hablaremos cada día o no nos saludaremos más...
Pero en todos los casos, mi aceptación implicará no esperar ni pretender (y mucho menos pedirte) que cambies.
Aceptar es asumir con honestidad que no «debes» cambiar, que yo no quiero que cambies, por lo menos, no por mí ni para mí.
Tu cambio de manera de actuar o de forma de pensar o de estilo de vida, que te deseo (si es que llega), se producirá cuando tú quieras, cuando tú decidas, cuando sea tu tiempo, cuando sea él el que llegue hasta ti y se te imponga, cuando sea tu momento, cuando no lo hagas por nadie ni movido por un fin ulterior.
Siempre me río al anunciar a las parejas que van a casarse o a comenzar su convivencia que se preparen para algo que por previsible no dejará de sorprenderlos.
Después de la primera alegría que uno siente por la maravilla de despertar junto a la persona amada y después de darnos por enterados que así será quizá para toda la vida, aparece una segunda y conmovedora emoción. Puede suceder a la mañana siguiente o el primer lunes compartido en convivencia, pero siempre ocurre:
Los dos piensan, aunque quizá ninguno se anime a decirlo, que el otro es... raro.
Puedes reírte de mi profecía pero recomiendo que, cuando te suceda y no resulte gracioso, no dejes que ese pensamiento (el de la rareza ajena) te lleve a creer que tienes que cambiarlo o cambiarla para que deje de ser así (y agrego, menos aún si crees tener la certeza de que es por su bien).
Cuenta una vieja historia que había una vez en el palacio de un poderoso rey un hombre un poco corto de entendederas que trabajaba en el establo.
Cierto día, cuando el rey regresó de cazar, dejó su águila junto a su caballo, en el establo, con la intención de volver después por ella.
El sirviente, al ver el ave y sabiendo nada de cetrería, dijo en voz alta:
- Pobrecito... animalito de Dios..., ¿qué te ha pasado?
Y tomando unas pinzas recortó el pico del águila, le arrancó las uñas y le desplumó las alas.
- Ahora sí estás mejor —anunció al terminar su trabajo—, ahora eres una paloma normal.
Para los terapeutas que nos consideramos humanistas, los cambios que son verdaderamente útiles para las personas sólo pueden suceder cuando el individuo no se siente presionado para producirlos (una afirmación con la que supongo coincidirían casi todos los líderes espirituales de la historia).
La Teoría Paradojal del Cambio, de la que con tanta frecuencia hablamos los gestaltistas, sostiene que los cambios positivos y duraderos de una persona sólo suceden después de que el individuo acepta que es como es, es decir, cuando deja de querer cambiar.
Una paradoja, ¿verdad?
Sí.
Pero también una realidad fundamental.
Paradoja porque esa afirmación incluye en principio, o aparentemente, una contradicción en sí misma.
Para los que estén menos familiarizados con el tema de las paradojas, pondré un ejemplo. Si yo digo: «Esta frase tiene seis palabras», ¿es verdad lo que digo? Claro que no, porque «Esta frase tiene seis palabras» tiene cinco palabras. Y eso es ya una paradoja.
Pero si esto no es verdad, según la lógica más formal, debería ser cierta la negación de lo anterior.
Entonces, para corregir el error anterior digo: «Esta frase no tiene seis palabras». Y qué sorpresa... porque esta frase también miente; de hecho ¡la frase ahora SÍ que tiene seis palabras! Otra paradoja.
La tercera paradoja, en este caso lingüística, se da al comprobar que es mentira que «esta frase tenga seis palabras» y es mentira también que no las tiene.
Nuestra cabeza nos dice que no puede ser... pero también acepta que es la pura verdad.
También parece mentira que una persona sólo pueda cambiar cuando deja de quererlo, pero así es.
Afortunadamente, cuando llegamos a este plano nos damos cuenta (de una vez y para siempre) que no es buena idea (ni un esfuerzo sensato) tratar de parecerse a alguien, ni querer lograr lo de otros, ni forzarse a hacer lo que hace la mayoría. El mejor camino para llegar a ser la mejor persona que cada quien puede ser, es, paradójicamente, permitirse ser quien cada uno es.
Decía mi profesor de filosofía que una mesa perfecta es aquella a la que no le falta nada para ser una mesa y no le sobra nada de lo que tendría que tener una mesa.
Un perfecto «tú» eres tú cuando no te esmeras en ser perfecto.
Ésta es la paradoja del cambio, algo que la lógica no puede descodificar, pero que conserva el germen de su verdad y su enseñanza.
Vuelvo al principio de este capítulo y recuerdo a Alan Watts cuando utiliza la tradicional imagen taoísta del estanque para transmitir el estado de máxima receptividad y más profunda aceptación:
La mente debería ser como el agua de un estanque, que cede ante cualquier cosa que se introduce en ella. No opone resistencia alguna. Y como siempre cede, nada puede dañarla. Podemos intentar golpearla con el objeto más pesado o cortarla con el arma más filosa, pero nunca conseguiremos herirla. El agua consiente lo que le llega desde fuera y se deja atravesar. A veces intentamos endurecernos, volvernos firmes como la piedra, impenetrables. No nos damos cuenta de que al oponer resistencia es justamente cuando salimos heridos. Si fuésemos como el agua y nos dejáramos atravesar en lugar de pelearnos con lo que nos sucede, nos volveríamos invulnerables. Nada podría lastimarnos. Nada nos desgarraría. Dejaríamos que las cosas nos atravesasen para luego recomponernos y volver a la calma. Aceptar que cada cosa es lo que es, en su máxima expresión, significa justamente eso: convertirnos en un estanque de agua.
Libre de todos los condicionamientos, puedo llegar a ser el mejor yo mismo posible y puedo esperar con sabiduría los mejores cambios que todavía están por llegar, y también aquellos que desconozco y no espero. Porque, como lo anticipa el poema de Booth, «cada semilla sabe cómo llegar a ser árbol».
Recordemos la maravillosa oración de san Francisco:
Señor, dame la fuerza para cambiar las cosas que puedo cambiar.
Dame la serenidad para aceptar las cosas que no puedo cambiar.
Y dame sobre todo, Señor, la sabiduría para distinguir entre unas y otras.
Tal como sucedió con la conciencia de pertenecer a una red mayor que tu existencia y con la necesidad de ser congruente, descubrirás en el camino otra de tus capacidades esenciales, una voz que seguramente te acompaña desde siempre pero a la que casi seguro no escuchabas lo suficiente: la intuición. Un sorprendente compañero de ruta, que se desarrollará en toda su magnitud recién después de aprender a aceptar las cosas como son, hasta transformarse en un poderoso aliado.
Por definición, la intuición es el conocimiento irracional, instintivo y de alguna manera «artístico» de la realidad, analizada en un momento puntual, que podría permitirnos llegar a conclusiones sin necesidad de transitar los procesos explícitos o conscientes del pensamiento formal.
Esta herramienta (valiosa herramienta) no es un don concedido a unos pocos, como muchas veces se cree; en mayor o menor medida, todos somos intuitivos. Y la mejor prueba es que alguna vez lo fuimos.
«Todas las personas mayores han sido niños antes (pero pocos lo recuerdan)», dice Antoine de Saint-Exupéry en la dedicatoria de El Principito.
Y es esa amnesia del niño que fuimos lo que parece condenarnos a perder por lo menos parte del maravilloso potencial intuitivo que teníamos de pequeños (los que tenemos hijos, o tuvimos hermanos menores, nunca olvidaremos la desarrollada percepción de esos pequeños a los que no se les escapaba nada).
Mucho antes de poder «pensarlo», por ejemplo, ellos perciben de inmediato quiénes a su alrededor los aman de verdad y mucho, en qué lugares se sienten más contentos y cuidados, en qué vínculos de su entorno abundan conflictos y tensión, cuál es un lugar seguro y cuál no.
Nosotros, los adultos, ya no sabemos hacerlo.
¿Cómo fue que nos deshicimos de tan formidable herramienta?
La contestación es fácil: la subordinamos a nuestra mente pensante.
¿Por qué lo hicimos?
También es fácil responder a esta pregunta, aunque nos resulte mucho más doloroso admitirlo: nuestros mayores nos enseñaron a desprestigiar estas sensaciones. A veces desmereciéndolas bajo el nombre de «fantasías infantiles sin ninguna base»; otras restándoles mérito llamándolas «simples corazonadas»; otras, al fin, exagerando su valor anticipatorio sometiéndolas a juntarse con «la adivinación», «la precognición» o «el sexto sentido» para poder depositarla en manos de unos pocos que poseen el «don» o para homologarla peyorativamente con algunas ciencias más oscuras.
Y a pesar de que, la llamemos como la llamemos, nadie desconoce que en algunas situaciones una alerta interna nos avisa y previene de algunos peligros o nos acerca a encontrar alguna solución que se nos escapa, muchos sesudos detractores consideran que esos resultados son un mero subproducto de las casualidades, sugiriendo que ese imaginario toma valor y es recordado solo cuando resulta coincidente y se olvida por completo cuando no lo es.
En lo personal, yo creo que todos llevamos esa especie de brújula interna, que llamamos aquí intuición, y que, aunque no comprendamos cómo funciona, está dispuesta a ayudarnos en el difícil arte de navegar la propia vida.
Uno de los padres de la psicología, Carl Gustav Jung, consideraba que la intuición era una de las cuatro funciones básicas de la psique, junto con la percepción, el pensamiento y el sentimiento.
Esta habilidad primitiva y descontrolada, a pesar de conectar directamente con el subconsciente (o quizá por eso) es la que permite al individuo manejar datos que en lo cotidiano han pasado desapercibidos, se han olvidado, reprimido o negado, de cara a vincularlos con su presente para que le allanen el camino y seguir adelante.
Para la Gestalt, el mundo de lo intuitivo es el contexto ideal del contacto auténtico con la realidad y la consecuencia natural del proceso de «darse cuenta»; una forma de volverse consciente de los hechos no apoyada en la razón, sino en vivenciar, sentir e imaginar. Desde esta perspectiva el valor diferencial de la intuición radica en que no intenta fijar posturas ni sacar conclusiones lógicas, no se ocupa de satisfacer la subjetiva necesidad de conceptuar, ni se desespera tratando de definir lo que está ocurriendo, sólo fluye relacionándose súbita y creativamente con las cosas, con las personas y con las situaciones.
Si la consecuencia de lo racional es «entender» un problema y «evaluar» posibles soluciones, la consecuencia del darse cuenta es intuir la esencia de lo que está sucediendo y visualizar una salida o una comprensión de la realidad diferente, más ligada a lo interno, más vinculada con nuestros aspectos más fundamentales.
Hay quizá una docena de modelos en los que se manifiesta nuestra intuición, y su mecanismo suele ser distinto en cada persona y en cada situación.
La mayoría de las veces se nos presenta como una inexplicable experiencia sensible y para nada razonable. A veces, por ejemplo, una sola mirada parece bastarnos para percibir por completo una situación o captar las características de una persona. Es una respuesta visceral, apoyada en lo emocional, y no es válida más que para nosotros, en ese momento y para ese particular objeto.
Otras veces, la intuición parece teñirse de lo intelectual, y aparece como la capacidad de establecer relaciones, similitudes y diferencias generalizadoras entre cosas aparentemente no vinculadas. Aquí, la intuición parece penetrar las cosas, hasta captar su esencia, su estructura o su evolución, su pasado o su futuro, empujando desde allí una serie de asociaciones que podríamos describir como respuesta básicamente espiritual.
En otras ocasiones, finalmente, la intuición aparece asociada con la capacidad de ciertas personas para presentir algún acontecimiento o adivinar lo que seguirá, como señal de que existe en algunos un sentido extra para percibir lo que no todos perciben.
El destino es un concepto presente en casi todas las religiones y culturas, más o menos definido con la idea de que todo está predeterminado y/o es parte de un «plan» mayor, decidido por algo superior a lo humano. Desde este punto de vista, intuir el futuro sería nada más (y nada menos) que la capacidad de conectarnos con eso que ya «está escrito».
Según una mirada fríamente cientificista que evalúa la realidad como la compleja interacción de muchos binomios de causa-efecto, el futuro sería la consecuencia forzosa y lógica de la realidad ya existente, y desde este punto de vista, si se tuviera memoria suficiente de todo lo sucedido, o registro exacto de todo lo que actualmente sucede, no sería difícil anticipar lo que sigue. Así, un científico puro podría aceptar la intuición como expresión de un acceso momentáneo e inexplicable a esas bases de datos completas y globales que por lógica permiten conclusiones anticipatorias.
Y me gusta esta idea porque me permite deducir que si el germen de lo que seremos, como dijimos, está dentro de nosotros, somos potencialmente capaces de tener conocimiento de esa información sobre nuestro propio futuro, especialmente si nos animamos a mirarnos sin prejuicios.
Toda esta pequeña disquisición cientificista podría terminar de explicar (sumada a la fuerza de las profecías que se autocumplen) lo que intuimos de nosotros mismos, pero sería insuficiente para entender cómo a veces «sabemos» lo que les pasa a otros sin que nos lo cuenten.
Nadie se sorprenderá demasiado si afirmo que muy frecuentemente podemos darnos cuenta de si una persona está cansada, enferma, triste o asustada con sólo verla, especialmente si la miramos con los ojos del corazón, y más todavía si esa persona es importante para nosotros.
En estos casos, nuestro informante no es precisamente la intuición, sino un afinado registro de la situación y del otro (gestos, actitud, lenguaje corporal o timbre de voz). Esta lectura, que no siempre hacemos conscientemente, nos delata lo que está sucediendo debajo del nivel de lo explícito.
Esta habilidad, al igual que la intuición, no es el resultado de ningún poder o fenómeno extrasensorial, y de hecho, tal como sucede con aquélla, se entrena y se desarrolla, pero requiere de una actitud primaria de apertura en cada uno, que comienza por permitirse que aparezca, prestarle cierta atención y, aunque en un principio no podamos ponerla en pie de igualdad con nuestros cinco sentidos usuales, concederle al menos una mínima cuota de credibilidad.
Lo mismo que pasa en cualquier contacto genuino con la realidad, para percibir hace falta estar abiertos, disponibles, conectados incondicionalmente con lo que ocurre.
Cuanta más necesidad de tenerlo todo bajo control, menos permitimos que aparezca lo que nos sorprende.
Cuanto más rechazo sentimos por lo que sucede, menos lo entendemos.
Cuantos más asuntos pendientes tenemos sin acomodar, menos dispuestos estamos para dejar entrar cosas diferentes.
Cuanto más nos concentramos o focalizamos en una sola cosa, menos caminos alternativos se cruzan a nuestro paso.
Cuanta más rigidez en el análisis, menos creatividad en la interpretación.
Cuanto más ruido y voces internas, menos posibilidad de que se escuche el susurro de lo intuitivo.
Con la tomografía computarizada, los neurólogos han explorado los hemisferios cerebrales y ubicado en una especie de mapa sus diferentes funciones.
De esa manera, se conoce que la mitad izquierda del cerebro se activa especialmente cuando se trata de ejecutar acciones relacionadas con el análisis lógico de las cosas, las operaciones numéricas o matemáticas, el razonamiento intelectual puro y todo aquello que tiene que ver con la palabra hablada o escrita.
En el hemisferio derecho, en cambio, se albergan sobre todo las capacidades de espacio-tiempo, de memoria y de expresión artística.
La sabiduría popular habla desde siempre de la «intuición femenina» (como sugiriendo que ellas tienen más capacidad de disponer de ese recurso que ellos), y alguno de los estudios sobre el tema parece confirmar el mito, ya que se puede demostrar que las mujeres poseen estadísticamente un mayor desarrollo del hemicerebro no dominante, el lugar donde se cocina la percepción intuitiva.
También es frecuente observar que las personas muy sensibles y curiosas suelen ser más intuitivas y perceptivas que el resto.
Siendo el camino espiritual un espacio donde florecen los aspectos más «femeninos» y receptivos de las personas, donde se agudiza nuestra sensibilidad y donde renace la curiosidad de nuestro niño interno, no es de extrañar que en este plano la intuición se desarrolle en toda su magnitud.
Mi maestra Raj Dharwani solía proponer un ejercicio que hoy comparto contigo. Ella decía que era como un juego de aquellos a los que jugábamos de niños, cuando acordábamos con nuestros compañeros imaginar una situación y nos metíamos en ella «en cuerpo y alma».
Jugar como si fuéramos niños nunca puede ser menos que beneficioso, y a veces puede ser además revelador.
Juguemos pues...
Imagina que vas por un sendero abierto en un bosque muy frondoso.
Llegas a un claro y encuentras un círculo de piedras.
La luz del sol ilumina ese lugar.
Te sientas en el suelo.
Expiras profundamente y, cuando el aire vuelve a entrar en ti, formulas en silencio una pregunta que para ti es importante en este momento.
Después espera y permanece a la escucha de una respuesta, o más de una.
Si alguien aparece en tu imaginario, no pierdas tiempo en tratar de reconocerlo, no pienses, siente su presencia y relájate. No temas.
No importa si te es conocido o desconocido, ha venido a ayudar. Niño o anciano, varón o mujer, dale la bienvenida y repítele tu pregunta.
Escucha su respuesta. O sus respuestas.
Quédate en silencio y quietud unos momentos.
Luego...
Regresa al presente por el mismo camino por el que llegaste.
El neurólogo portugués Antonio Damasio, verdadero creador del concepto Inteligencia Emocional, sostiene (como avalando el sentido de este ejercicio) que las emociones pueden ser más eficaces que la inteligencia a la hora de tomar decisiones.
Ante un determinado problema debemos dar una respuesta y actuar conforme a ella, debemos ocuparnos más que preocuparnos.
La preocupación se presenta como una manera de dar vueltas en busca de una solución, cuando en verdad es la expresión de una guerra entre nuestro raciocinio y nuestros sentimientos para adoptar la solución más adecuada.
Decidido a explorar tu espiritualidad, no sería mala práctica dedicar cada día un tiempo a invocar tus aspectos menos racionales (los racionales vendrán a ti aunque no los llames). Enriquece, pues, tu espíritu, privilegia tu sentir y déjate guiar un poco más por tu intuición.
Muchos se han ocupado de describir métodos para estimular las zonas cerebrales que acumulan la sustancia de nuestras intuiciones y percepciones anticipatorias. Algunos podrían tener trazos de realidad, otros lindan con lo fantasioso, y algunos, al fin, me parecen francamente delirantes.
Te resumo a continuación algunas de las cosas que a otros les han servido y que podríamos probar:
Seguramente podría servirnos de alguna ayuda aprender a prestar más atención a esas alertas internas que cada uno tiene.
Podría sernos útil también animarnos a pensar con imágenes y no sólo con palabras.
Quizá también podríamos prestar más atención al lenguaje de nuestro cuerpo (¿qué nos dice con esta dolencia o con este bienestar?).
El mundo sensorial se vería muy incentivado si pudiéramos dedicar más tiempo a simplemente captar lo que el entorno nos muestra, mirando todo con interés y atención, sin crítica ni quejas y, como ya dije, sin pretender tener control sobre todo lo que nos rodea.
La rutina, como su nombre indica, nos obliga a recorrer siempre la misma ruta y eso por supueto está en contra de la capacidad de descubrir lo nuevo.
Por eso solía aconsejar a mis pacientes, cuando llegaban quejándose porque se sentían atascados en una situación, y lo ponían en palabras diciendo que no sabían dónde ir:
—Por un día... cambia de hábitos... da un paseo... llama a alguien a quien hace mucho que no ves... ve a comer un tipo de comida que nunca probaste... dale una oportunidad a tu darte cuenta.
Es más que obvio que caminando exclusivamente sobre tus pisadas, llegarás siempre al mismo destino.
Me pregunto: ¿Eres la sed o el agua en mi camino?...
Eres el amor, y por lo tanto eres ambas cosas...
Sed y agua... Una gustosa ansiedad.
ANTONIO MACHADO
Tan importante como aquello con lo que nacemos es lo que adquirimos interactuando con el afuera a lo largo de la vida. Desde habilidades básicas, como el habla y la postura erecta, hasta cualidades como la honestidad y la perseverancia.
Todo lo que sabemos, más allá de lo instintivo, es fruto de la educación y de la experiencia. Somos como pedazos de una arcilla potencialmente capaz de moldear criaturas extraordinarias.
Creer en el ser humano incluye apreciar en plenitud tanto el valor de cada individuo como el inmenso potencial que tiene por desarrollar. Integramos la humanidad y debemos ser conscientes de ello, hasta conseguir que el talento, la obra, las virtudes y la belleza de otros seres humanos hagan que nos sintamos orgullosos de lo que «somos» y de lo que podríamos llegar a ser.
El concepto de sociedad está en nuestra naturaleza, lo demuestra la necesidad que tenemos de relacionarnos con otros para desarrollar nuestra vida, explotar nuestras capacidades y ser felices. La sociedad es mucho más que un acuerdo de todos, necesario o provechoso; de la misma manera que tu hogar es mucho más que un techo sostenido por paredes que te sirve para dormir cuando llueve o hace frío.
El amor es el primero y el último de los compañeros que encontramos en nuestra exploración del camino espiritual. Un compañero que creíamos conocer pero que descubriremos «de nuevo» en este plano y será como si nunca lo hubiéramos visto antes.
Su significado e importancia han sido abordados por las más variadas disciplinas que uno pueda imaginar: la filosofía, la antropología, la religión, la ética, la psicología y hasta la metafísica.
La mayoría de estas aproximaciones coinciden en señalar que hablar sobre la naturaleza humana es hablar del contacto con otros, y eso implica analizar como mínimo dos instancias: la comunicación (de la que ya hablamos) y la implicación afectiva.
¿Se puede llegar a definir una emoción, un sentimiento, una pasión? ¿Tiene sentido intentarlo con el amor, cuando todos lo aceptamos como una conducta, una respuesta o una vivencia más o menos inexplicable?
La etimología no nos ayuda mucho, en parte por el origen difuso de la palabra, y en parte por la diferente vertiente que la origina en cada idioma. Lingüísticamente, está relacionada con el deseo (lubh) en las lenguas sajonas, y relacionada para muchos con la vida en las lenguas latinas (a+mort).
En El camino del encuentro escribía yo sobre el amor:
Hay muchas cosas que puedo hacer para demostrar, para mostrar, para corroborar, para confirmar o para legitimar que te quiero, pero hay una sola que puedo hacer con mi amor, y es quererte, ocuparme de ti, actuar mis afectos como yo los sienta. Y ésa será mi manera de quererte.
Como su propia definición, la acción de amar abarca una gama tan amplia de comportamientos, que sería imposible enumerarlos. Por nombrar algunos, anoto: cuidar, escuchar, atender y, por qué no admitirlo, preferir a alguien por encima de las demás personas.
Aunque los que creen que sólo es real el mundo físico sigan sosteniendo que cada evento es la reacción a un estímulo previo y se devanen los sesos midiendo los efectos de la liberación de hormonas, neurotransmisores y evaluando todo tipo de interacción entre cientos de componentes bioquímicos, el amor que describen quienes han amado alguna vez nos habla de la inexplicable vivencia gozosa de la compañía del amado y del más que inexplicable sufrimiento que acompaña tradicionalmente al más romántico amor de pareja.
Confieso que es un poco frustrante comprobar que en las definiciones de otros (de casi todos) se indica que, en última instancia, sólo quien lo experimenta puede saber su naturaleza. Lo malo de esta aseveración es que, tomada literalmente, su comprensión está restringida solamente a los expertos, en el sentido de los que han vivido la experiencia. Los otros, los no iniciados, los que supuestamente son incapaces de entenderlo, quedarían así condenados a sentir sólo aquel deseo físico o una mera atracción y supuestamente sentenciados a confundirlos con el «amor» verdadero.
Afortunadamente no es así.
Desde los primeros pasos en el terreno del amor, uno se da cuenta de que existe algo más que lo tangible, aunque por supuesto no lo pueda poner en palabras (a excepción de los poetas, claro).
En el plano espiritual, el amor adquiere, quizá por primera vez, el valor sagrado de un sentimiento que vive en nosotros y está presente siempre; no sólo en compañía de determinadas personas, no sólo en esos momentos especiales o «mágicos».
Este aspecto, que nos conmueve el alma, se manifiesta espontáneamente y sin embargo reclama nuestra colaboración para mostrarse en plenitud y permitirnos así descubrir, trepados a él, la belleza, a veces oculta, de todas las cosas. Una estética fascinante e irresistible del mundo a nuestro alrededor, que de la mano de la verdad nos sigue o nos guía hacia la realización del ser que podríamos llamar felicidad, nirvana o simplemente alegría de vivir.
No es casual entonces que en este plano aparezca privilegiada una clara definición del amor (para mí la mejor de todas), la de Josef Zinker: El amor es la alegría y el regocijo por la simple existencia del otro.*
En sentido espiritual, el amor por alguien, que descubrimos en este plano, es el reconocimiento de un alma que complementa mi propia alma, algo de fuera que me completa o me expande dejando salir lo mejor de mí.
Con semejante experiencia, no es de extrañar que algunos lo definan como el lenguaje de la divinidad más interna y que otros lo consideren el eco humano del amor de Dios.
Ese amor que a veces nos cuesta entender.
Esta historia, inspirada en los Santos Evangelios, nos la acercó un día un paciente en señal de gratitud; relata el encuentro de un hombre con Jesús en el final de su vida.
- Maestro -le dice—, recorrí mi vida hacia atrás y llegué a la playa en la que te encontré una vez. Mis huellas y las tuyas estaban impresas en la arena. Fue muy emocionante ver todos esos momentos en los que caminaste a mi lado. Sin embargo, había largos trayectos, que se correspondían con los momentos más duros de mi historia, en los que, para mi decepción, sólo había un par de huellas en la arena. ¿Por qué me abandonabas justo cuando yo más te necesitaba?
El maestro sonrió.
—¿No notaste que en esos tramos las pisadas se hundían un poco más que antes en la arena?
- Sí, maestro, y eso aumentó mi dolor. Es evidente que llevaba una pesada carga en mi espalda en esos momentos...
- Pero ¿no lo entiendes? En esos momentos, cuando tú, desesperado, te aferraste a mí, yo decidí llevarte en brazos...
Visto así, como la expresión más profunda de la entrega y la compasión, parece evidente que nuestros terrenales intentos de traer amor a nuestras vidas dejan bastante que desear.
Hablamos de nuestra necesidad de amar en los mismos términos y con la misma actitud con la que hablamos de necesidades como comer, dormir o respirar. Y aun cuando lo hacemos con la intención de jerarquizar nuestra vida afectiva, equiparándola a nuestras necesidades básicas, el resultado no es para nada halagador.
Cuando consideramos el amor como una función más del cuerpo no nos damos cuenta de que otra vez estamos reduciendo su concepto a una cuestión fisicoquímica, olvidando que el agua o la comida son elementos materialmente imprescindibles para sostener el cuerpo físico, pero el amor, al menos este amor que describo, pretende ser un nutriente más esencial diseñado para sostener también al alma.
Si el amor fuera sustancia, no podría ocupar el corazón de los hombres más que hasta llenar su capacidad, o con un sentimiento único y excluyente, y sabemos que no es así. Que no dejamos de amar a nuestros viejos amigos cuando otro amigo nuevo aparece en nuestra vida, que no abandonamos a un hijo porque acabamos de tener otro, que podemos amarnos saludable y grandiosamente a nosotros mismos y amar en la misma magnitud, o casi, a otro ser humano.
Quienes se enfrentan al amor como si fuera algo material sostienen que no es posible amar verdaderamente, sin condiciones, para siempre... Y se equivocan. Ellos son los que más frecuentemente llegan al camino erróneo de la espiritualidad, ya que terminan mezclando y confundiendo el amor hasta sustituirlo primero con el sexo y luego con las más que terrenales aspiraciones narcisistas de ser adulados, buscados, deseados o elegidos.
El amor verdadero del que aquí intento hablar supera esas vanidades, al igual que traspasa las barreras del tiempo y del espacio, conjugando y sumando al mejor amor propio el mejor amor a los demás. Por esa razón, la urgente necesidad que expresamos cuando decimos que estamos carentes de amor y que no podremos vivir sin alguien que nos ame, es solamente una verdad a medias (la carencia existe, pero la necesidad verdadera es la de aprender primero a bien amarnos a nosotros mismos, es decir, conectar a gusto con nuestra propia esencia). Cobijado y satisfecho con mi relación amorosa con todas mis partes, puedo superar el temor de que alguien a mi lado deje de amarme o se aleje, puedo renunciar con facilidad a mis más egoístas y controladoras intenciones posesivas, ya que mi relación con los demás no se enfoca en lo que puedo obtener de ellos sino en lo que tengo para dar.
Amor, Eros, Philos y Ágape son utilizados muchas veces como términos semejantes, hasta el extremo que se los suele confundir o intercambiar como sinónimos equivalentes, cuando en verdad, si somos puntillosos, se refieren a cosas bastante distintas.
Los que amamos las palabras sabemos de sobra que estas maniobras lingüísticas nunca son inocentes ni carentes de ulterioridad.
La sociedad siempre tiende a minimizar ciertas diferencias sutiles de significado en algunas palabras que se relacionan con un mismo tema, pero no como técnica para agilizar la comunicación, sino con la aviesa intención de cancelar los matices y buscar una uniformidad global, menos perturbadora y más previsible.
Por esta razón, me detengo a intentar definir y explicar brevemente qué quieren decir y qué representan (por lo menos para mí) cada uno de estos términos.
El término Eros se refiere básicamente a la atracción sana y necesaria que un ser humano siente por otro.
Para Platón, es una manifestación de la natural búsqueda de la belleza, la representación de esa mirada estética capaz de evocar, en el que contempla, todo lo bello que hay en el universo, incluidos los sueños, los proyectos y las ideas.
Es así que el «amor» hacia alguien, para Platón, no es en sí mismo un sentimiento dirigido hacia esa persona, sino el reconocimiento de su participación en la belleza del todo (una idea que metafóricamente no deja de ser hermosa y sugerente, ¿no es verdad?).
Pero como Eros (del griego erasthai) era en la antigua Grecia el nombre del dios del amor (hijo de Zeus y Afrodita), con el tiempo comenzó a utilizarse esta palabra para referirse a la parte del amor que constituye un apasionado e intenso deseo por algo o por alguien (en este sentido se lo identifica con lo sexual, y por eso nos referimos a lo sensual con la palabra erótico).
Roma, que transformó y tradujo el Olimpo al latín, convirtió al dios Eros en Cupido, que, con la transculturalización, ganó un par de alas y un arco con flechas pero perdió muchas de sus atribuciones y virtudes. Cupido se convirtió así en una divinidad relegada a lo romántico y sentimental, perdiendo gran parte de su esencia turbulenta y pasional. Con el tiempo hasta su imagen se transformó en la de un querubín, cándido, infantil y de alguna manera inofensivo, dejando atrás su poder para inspirar a los hombres a perseguir enloquecidamente sus grandes pasiones, y no sólo las amatorias.
En la mirada teórica de los primeros psicoanalistas, se usaba la palabra para representar la suma o el conjunto de todos los impulsos sexuales (no necesariamente «genitales») de la personalidad. Aunque luego, por extensión y comprendiendo más el amplio concepto freudiano de libido, Eros pasó a ser la expresión emocional y física del principio de vida, en oposición a Thanatos, el principio de muerte.
Philos, en cambio, era para los griegos el emblema de algo tan importante como significativo. Encarnaba al Amor de la amistad, de la hermandad, de la familia. Philos hacía que alguien igual a todos se volviera de pronto único e importante para ti, sin que eso dijera nada de sus virtudes ni de sus verdaderos atributos.
También el tiempo fue cambiando la mirada que sobre la Philia se tenía, esta vez ampliándola al sentido de pertenencia que elijo para con los míos, los de mi escuela, los de mi ciudad, los de mi país.
Ágape tampoco escapó de la evolución de su significado.
En un principio, Ágape era la deidad encargada de acompañar al difunto a su morada eterna.
En las sociedades primitivas se creía en la existencia de una vida ultraterrena, por ese motivo se solía enterrar al muerto acompañado de provisiones para que se alimentara en su viaje eterno o en el momento de la resurrección; en las tumbas faraónicas se han encontrado numerosos restos de estos alimentos mortuorios.
Quizá como rastro de aquella costumbre, en las sociedades occidentales es bastante frecuente que en los velatorios se contemple la necesidad de que la familia prepare comida y bebida para recibir a los que llegan a dar el pésame.
Esa comida, que siempre excede la que se consume, fue recibiendo el nombre de su dios inspirador, Ágape, y su actitud, la de acompañar a la persona después de muerta, aun cuando nada se puede esperar de ella, esta entrega por definición desinteresada, se fue atribuyendo de la mano de la divinidad a diferentes vínculos.
Primero, al amor infinito y protector de Dios para con el hombre; después, y por extensión, al amor del hombre por Dios, y por último, ampliando su concepto, hasta incluir el amor indiscriminado entre los seres humanos y especialmente el amor desinteresado a la humanidad toda.
Así, Ágape, de tenebroso comienzo, terminó siendo la palabra que señala el amor total, el amor que invade el alma, el amor de los que saben que nada tiene más importancia que amar. Encarna el más espiritual de los sentimientos, porque trasciende lo particular hasta entregarse en la pasión por el bienestar de otros sin necesidad de reciprocidad.
Martin Luther King, su mayor «agente publicitario», llegó a decir que sólo Ágape es capaz de convocar al amor verdadero, ese que llega a incluir a los que te lastimaron. Su fuerza es tal, decía en sus prédicas, que en su presencia, cualquier intento de dañar a otra persona, aun para defenderse, se hace polvo.
Misteriosamente, o quizá no tanto, a lo largo de la historia, cientos de hombres y mujeres notables han encontrado la manera de conectarse con este amor generoso, pero lo han materializado de dos formas diametralmente opuestas al vivir sus vidas: algunos con el aislamiento, dedicando casi todo su tiempo a la meditación y el silencio; otros con el entusiasmo, transformando el amor en contacto, en trabajo, en acción. Dos formas de vivir la vida que a pesar de ser tan diferentes no siempre se excluyen, algunas veces se complementan y otras, las más, se alternan.
Me encanta la palabra Entusiasmo, especialmente así definida, como el resultado del amor dirigido a alguna idea, a alguna cosa. El arrebato apasionado por una tarea presente o futura, según el diccionario; el vínculo con lo divino, si lo traducimos etimológicamente.
Cuando estamos entusiasmados, amamos y creemos en lo que hacemos, somos los más fuertes del mundo, y nos invade la serena seguridad de que al final nada evitará que lleguemos a destino.
Desde estas definiciones, Ágape es el amor perfecto; para los creyentes, es el amor que proviene de Dios. Un amor incondicional, que siempre perdona y que puede soportar cualquier frustración. Un sentimiento bondadoso que no puede ser cuestionado ni alterado por las circunstancias.
Uno de los cuentos que más trabajo me dio aceptar y que más me costó comprender es este que ahora te resumo.
En un viejo reino de una antigua ciudad, un anciano, solitario y silencioso, vivía en una pequeña casa excavada en la piedra a la salida del poblado. Su existencia era más que sencilla: se levantaba en la mañana cuando el sol salía, se preparaba algo para comer y luego bajaba al pueblo, a mendigar. No hablaba con nadie (más que para agradecer la limosna) y nadie hablaba con él. Cuando había conseguido las monedas que necesitaba para comprar la comida para ese día, regresaba a su casa, de la que no volvía a salir hasta el día siguiente.
Una tarde, mientras el anciano se quitaba sus raídas sandalias, golpearon a su puerta.
Al abrir, una joven irrumpió en el cuarto y cerró la puerta tras de sí, poniendo el pasador para asegurarla.
- Por favor, protégeme... —dijo la muchacha—, me persiguen los soldados del rey. Escóndeme... por favor...
- Quédate tranquila —dijo el viejo—, puedes descansar un poco en la casa antes de seguir viaje a la tuya...
- No lo entiendes... No puedo volver a la mía... Mi padre es el rey, y es él quien me busca.
El anciano no dijo una palabra.
Se dio la vuelta y agregó un poco de agua al caldo para poder compartirlo con la joven.
- Mi padre no acepta que yo me haya enamorado de un soldado de la guardia. Los dos pensábamos fugarnos, pero ahora hemos descubierto que estoy embarazada y él se ha asustado mucho y ya no quiere seguir adelante. No tengo donde ir... Por favor, deja que me quede contigo. No molestaré, te lo prometo...
- Está bien... —dijo el hombre— está bien.
Durante meses la jovencita vivió en la casa. Salía sólo de noche para encontrarse con su novio, el soldado. El anciano mendigaba para los dos, juntaba abrigo para los dos y escuchaba pacientemente las quejas de ella acerca de su mala suerte.
Una tarde la joven se marchó, sin decir una palabra.
Cuando el viejo llegó y se dio cuenta de que se había ido, sólo dijo en voz alta:
- Está bien... está bien.
Dos días después, los soldados entraron casi tirando la puerta abajo.
- ¿Cómo te atreviste a raptar a la hija del rey? —le preguntaron—. ¿Estás loco? Ella ha contado cómo la tuviste prisionera y cómo consiguió escapar. Ahora el rey nos ha mandado aquí para que te demos una lección que nunca olvidarás.
Los soldados golpearon al anciano hasta cansarse y rompieron en pedazos las pocas cosas que había en su pobre casa.
- ¿Qué tienes que decir? —preguntó el jefe de la guardia.
- Está bien... está bien —dijo el viejo.
Algunas sorpresas más le esperaban...
Cuatro meses más tarde los soldados volvieron y se lo llevaron a la rastra a palacio.
Allí el rey lo hizo traer ante el trono.
- Mi hija me ha contado que tuviste la infamia de violarla y dejarla embarazada, maldito seas viejo del demonio. Me gustaría matarte con mis propias manos. Pero sé que no me conviene. Ese bastardo hijo que lleva mi hija en su vientre nacerá pronto. No puedo evitarlo y ella no me dejaría matarlo. Así que tú, escoria, te harás cargo del niño. Y será mejor que nunca reveles su origen porque entonces te cortaré la lengua y te quemaré los ojos. ¿Entiendes?
- Está bien... está bien... —repitió una vez más el anciano.
En efecto, cuando el niño nació, una sirvienta de la princesa metió al bebé en una rústica canasta y lo dejó en la casa del viejo.
Sin decir palabra, el anciano se hizo cargo del bebé. Lo cuidó. Lo alimentó. Lo educó. Y se ocupó durante cinco años de que nada le faltara.
Una mañana muy temprano, golpearon en la puerta del viejo. Era la princesa. A su lado, un joven y apuesto soldado la sostenía del brazo con la cabeza gacha.
- He tomado coraje y le he contado a mi padre toda la verdad —dijo la mujer—. Él me ha perdonado y ha autorizado nuestra boda...
En silencio, el viejo miró al niño, como sabiendo lo que seguía.
- Venimos a llevarnos a nuestro hijo. Él es el futuro rey... y, como comprenderás, no puede seguir viviendo aquí.
El anciano puso con mucha suavidad un abrigo sobre los hombros del muchacho y lo llevó de la mano hasta sus padres.
El joven soldado hizo ademán de decir algo, pero el viejo le indicó con un gesto que no hablara, mientras repetía:
- Está bien... está bien.
A diferencia de aquel Philos que, como dijimos, sentimos por amigos, parejas y familia, Ágape no tiene limitaciones, ni excepciones, ni condiciones. Nada de lo que suceda tiene la capacidad de romper su capacidad de amar.
A diferencia de Eros, que habla de una expresión temporal de amor, Ágape no está ligado a la condición externa o interna del otro, ni a las variaciones de mi gusto de las cosas. Quizá en compensación de lo efímero de su esencia, Eros es capaz de conectar con el placer con una intensidad que Ágape no conoce. Para repetirlo en los términos en los que suelo decirlo: aquél tiene la intensidad y éste la profundidad. Qué pena que sólo puedan estar juntos mirando lo mismo por muy poco tiempo.
El protagonista del cuento habitaba indudablemente en el plano espiritual, donde uno se cruza con Ágape y a sabiendas decide llenarse de él.
En los otros planos aprendemos a amar a aquellos con los que tenemos alguna afinidad y a los que pueden darnos algo (aunque sólo sea su capacidad de recibir o valorar lo que nosotros les damos).
Amamos cosas, a grupos y a personas a las que podemos caratular con un «mi» o etiquetar como «mío o mía».
Es obvio que ése no es el mejor amor del que somos capaces.
Si somos dolorosamente sinceros, deberíamos admitir que este tipo de sentimientos no puede terminar en otro lugar que separando a algunos de todos, por lo menos en nuestro corazón.
Si somos cruelmente honestos, deberíamos admitir que ese amor es potencialmente capaz de olvidarse de su origen y transformarse en mero deseo de posesión o de reconocimiento; una de las puertas que llevan a las personas a la competencia, a la rivalidad, a los celos, a la lucha, a la manipulación y a casi todos los conflictos vinculares entre los hombres.
Fritz Perls, uno de los grandes maestros de la psicoterapia, fundador de la escuela Gestalt, para definir la forma de vincularnos con los demás nos comparaba con una cebolla. Decía que todos estamos formados por varias capas concéntricas, que se ocultan y se descubren entre sí, según el vínculo que seamos capaces de establecer con los demás.
Hemos nacido esencia y espíritu puro, y hemos asumido muy temprano (con razón o sin ella) el peligro que representaría la posibilidad de que nuestro aspecto más tierno y permeable quedara permanentemente expuesto a expensas de los errores o decisiones odiosas de otros.
Casi por instinto, nos hemos rodeado de emociones, primero, y de pensamientos, después, resultado de nuestros primeros intercambios con el mundo, especialmente el de nuestros padres. Rápidamente nos hemos dado cuenta de las cosas que podíamos y las que no podíamos hacer si pretendíamos ser queridos, mimados y premiados por el entorno, y hemos comenzado a desarrollar una nueva capa de protección: la de los roles adecuados.
La educación y la escuela nos entrenaron en las primeras herramientas de la conducta socialmente correcta y la cara que podíamos mostrar a todos. Nuestra esencia estaba por fin protegida (y oculta).
Fritz decía que somos como una cebolla que esconde su meollo detrás de capas y capas que lo ocultan y que el desafío de una vida comprometida es ir pelando poco a poco esa cebolla.
El esquema no sólo es interesante sino además muy esclarecedor.
Todos andamos por el mundo con una gruesa capa exterior, que equivale a una cáscara y que contiene lo único que mostramos a los demás en nuestros encuentros casuales e intrascendentes de cada día. Un disfraz de persona educada y socialmente aceptable.
Si, por alguna razón, nos implicamos un poco más con el afuera, recurrimos a alguno de los roles que aprendimos y que están almacenados y clasificados prolijamente en la segunda capa. Roles que aprendimos por conveniencia en algún momento o que nos fueron impuestos bajo amenaza, pero que en el presente hemos aceptado y asumido como propios. De alguna manera, son también uniformes, pero de tan lejos no se ven. Cuando entablamos una relación, aunque sea superficial con una persona, abrimos un hueco en la cáscara y le permitimos conocer algunos datos de nosotros que van un poco más allá de nuestro primer disfraz. Le hacemos saber al otro (y se lo mostramos) que somos cumplidores, o respetuosos, o confiables, o inseguros, o trabajadores, o lanzados.
Si la relación prospera y empiezo a sentir el germen de la confianza en el otro, posiblemente me anime (porque hay que animarse) a mostrarle una tercera capa, la de mis creencias, la de mis pensamientos más verdaderos. Le descubro a alguien o a unos pocos (no a todo el entorno) lo que está por debajo de esos roles, aun a riesgo de que ya no piensen que soy agradable, amable o encantador. Me muestro tal como soy (o como creo que soy).
La última capa que descubro, junto al meollo, es la que va más allá de las palabras y de los pensamientos, es la capa de las emociones. Siento y me expongo a mostrarlo.
Si la otra persona hace lo mismo, no sólo sabré cómo es, sino que comenzaré a comprenderla, quizá pueda darme cuenta de por qué actúa como actúa, qué cosas la han llevado a ser quien es. Descubro no lo que hace, no sólo lo que piensa, sino además lo que siente, su esencia más profunda.
Hemos dejado fluir nuestros sentimientos, permitiendo que ellos tiñan con su peculiar color no sólo el vínculo con el otro o la otra sino todo lo que nos rodea cuando estamos juntos.
Hasta llegar aquí podías mostrar sólo algunos de tus aspectos, aquellos que sabías que al otro más le gustaría encontrar, pero desde ahora puedes mostrarte entero, sin tener que calcular qué es mejor decir, qué es mejor callar o cómo debes actuar para mostrar lo mejor de ti. En la intimidad no hay espacio para forzamientos ni disimulos. Los convencionalismos, los hábitos y las costumbres familiares o grupales han quedado atrapadas del otro lado de la puerta que te dejó entrar en este plano.
Como es obvio, esta apertura establece un vínculo muy especial entre las personas. Tan especial que, llegados hasta aquí, solemos darnos cuenta de que tamaña entrega nos deja en un lugar muy vulnerable, de alguna manera a expensas del otro. Y si bien aun sabiéndolo decidimos correr el riesgo, vale la pena saber que el riesgo no es tal, porque en el plano espiritual nuestra fortaleza no está ya apoyada en lo resistente de nuestra armadura sino en la solidez de lo que somos en esencia.
En este sentido, nuestra apertura al mejor amor deja de ser una actitud constructiva o inteligente, es simplemente la única posibilidad, y las consecuencias son siempre beneficiosas.
Y esto es así porque, aunque parezca mentira, el amor verdadero es contagioso y aunque seamos muy diferentes y tengamos ideas a veces encontradas que nos llevan a tomar decisiones aparentemente incompatibles, nada de eso es trascendente cuando nos damos cuenta de que estamos hechos con la misma receta y navegamos en la misma barca.
Ágape nos enseña que el amor no impide valorar la inteligencia de una persona, su carácter, su atractivo o sus otras cualidades personales, lo que sucede es que, cuando es auténticamente amor, no se apoya en ellas para ponerle condiciones antes de abrirle el corazón.
Un poema que llegó a mis manos y cuyo autor desconozco, me conmovió:
Decía más o menos así:
Cuando él rezó, yo me di cuenta de que no era de mi religión. Cuando gritó su odio, no estaba dirigido a los que yo odiaba.
Cuando se vistió, sus ropas no eran siquiera parecidas a las mías. Cuando habló, no lo hizo en mi idioma.
Cuando tomó mi mano, su piel no era del color de la mía.
Sin embargo, cuando rió,
noté que se reía igual que como yo me río.
Y cuando lloró, supe que su llanto
era exactamente igual al mío...
Amando de verdad seremos capaces de obrar adecuadamente en todas las situaciones, porque sería imposible olvidar que los deseos o necesidades de los demás tienen igual validez que los nuestros, aunque sean incompatibles.
El amor es un sentimiento y, como tal, nunca entiende de razones ni precisa de justificantes, pero el amor más maduro llega más allá, porque siempre, repito, siempre, anide en el corazón de un santo, de un pecador, de un perdido, de un ateo o de un Papa, nos conecta con la entrega, con la renuncia, con la comprensión y con la compasión, es decir, con el auténtico dolor por el dolor ajeno y la auténtica alegría de poder amar (no es sólo la alegría del que es amado, sino la alegría del que ama).
A veces, mientras pienso en estas cosas, me pierdo en la necesidad de explicar con exactitud el significado que para mí tiene el verdadero amor incondicional, el feedback que sostiene los vínculos, el sentido de la entrega auténtica y permanente...
En esos momentos, como ahora, mi cabeza pensante se toma un descanso y viene a mí, sin que lo busque, el recuerdo del que fue mi perro durante un poco más de diecisiete años.
«Demasiados años para un collie», me dijeron algunos que sabían de perros.
«Pocos, para mí», pensé yo, que sabía de mis sentimientos.
Quizá alguien se sorprenda de este comentario, quizá alguien más se sienta ofendido; finalmente algún otro, que nunca tuvo perro, crea que esta digresión está fuera de lugar...
Pido disculpas por anticipado, pero puedo asegurar, por haberlo vivido, que algunos perros, cuando son cariñosos, como era Super, expresan sus sentimientos tanto como, o mejor aún, que algunos humanos y se dejan querer casi siempre mejor que algunas personas.
Cuando tienes una mascota y te encariñas con ella, su cuerpo, su mirada, su postura, su gesto y hasta su silencio te hacen saber no sólo que está allí contigo, sino que sabe, siente y aprecia que tú estés presente.
La base del amor real entre las personas es espiritual y por eso trascendente.
Ser consciente de esa realidad es parte del amor espiritual.
El amor verdadero se da cuando existe el encuentro de almas, como lo llama mi amiga Silvia Salinas. Ese amor del alma por el alma que es el único que tiene la posibilidad de ser eterno, ya que el alma nunca muere.
Un amor tan saludable y nutritivo que sólo puede darnos alegrías.
Un amor que no incluye competencia ni celos, ni manipulaciones, ni control, ni mucho menos lucha por el poder.
Al sentirlo, las personas comienzan a liberarse de su dependencia de la aprobación, el reconocimiento o la validación de los demás. No es el resultado de la pérdida de interés por ellos, todo lo contrario.
Si uno puede amar de esta forma, hacer naturalmente algunas cosas que alegran la vida de los que le rodean se volverá un hábito primero y una forma de alegrarse después. Si existe alguna posibilidad de transformar el mundo entero en un lugar mejor (y por supuesto que existe), es a través de la visión de un amor más espiritual y de acciones individuales y colectivas que sean congruentes con ese sentimiento.