entre vos y yo… yo.
PARTE III
encuentros horizontales
El sexo, un encuentro especial
La actividad sexual de todos empezó con el
contacto erótico y sensual con el propio cuerpo. La masturbación no tiene nada de malo, es
maravillosa, una gran fuente de placer
independiente, pero tiene un solo problema:
no es suficiente. Si uno quiere más… entonces tiene que buscar más allá, y lo primero que saldrá a buscar es otra mano parecida a la propia.
Este es el descubrimiento de la homosexualidad, por la cual transitamos todos por un tiempo, la actuemos o no. La homosexualidad no tiene nada de malo, es maravillosa, puede dar mucho placer, pero tiene un solo problema: no es suficiente. Si uno quiere más… entonces, tiene que complicarse, tiene que buscar lo diferente. Y la complicación es enredarse con el otro sexo.
Este es el descubrimiento de la heterosexualidad. Por supuesto, la heterosexualidad no tiene nada de malo, es maravillosa, y uno puede obtener gran placer de ella, pero tiene un solo problema: no es suficiente. Si uno quiere más… entonces tiene que llegar a la abstinencia y a la meditación.
Pero antes de llegar ahí hay que haber tenido todo el sexo que uno desee. Porque a la abstinencia nunca se llega antes de sentir que todo el placer encontrado ha sido insuficiente…
Bagwan Shree Rajneesh (Osho)
Me gusta citar a Osho cuando empiezo a hablar de la sexualidad porque, aunque no acordemos del todo con alguno de los planteos (no creo que yo pueda llegar a ese descubrimiento de insuficiencia que me lleve a la abstinencia…) ciertamente, la sexualidad genera más de una complicación. Pero como la naturaleza siempre hace las cosas con algún sentido, esta complicación debe tener uno. ¿Cuál es el sentido?
La procreación en sí misma no alcanza a justificar tanto desarrollo, pues existía antes de la sexualidad. Antes de la aparición de las especies sexuadas, la biología nos muestra que los seres vivos se reproducían (división celular, brotación, etc.)
La pregunta se reformula: ¿Por qué la naturaleza inventa la procreación sexual?
Y una de las respuestas que enseña la biología es: Por la evolución.
Si una célula madre da origen a dos células simplemente dividiéndose por la mitad y cada una de las hijas se transforma en una célula nueva y joven, cada progenie resultará forzosamente idéntica a la original, dado que se gesta a partir de la información encerrada en el código genético de su madre.
Para poder dar origen a una descendencia diferente del progenitor, para asistir a la creación de algo distinto, hace falta que haya diferencia en el material genético entre las generaciones. La forma que la naturaleza encontró fue conseguir que dos células diferentes se cruzaran entre sí y entremezclaran su información generando así células distintas de ellas mismas.
Aparece entonces la posibilidad de que la cruza genere variación y, por lo tanto, evolución.
Sólo desde el intercambio entre sexos se puede producir una procreación que genere evolución.
Para la biología, la heterosexualidad es la conquista de ese camino evolutivo. También entre los humanos la homosexualidad es muchas veces un tránsito hacia la heterosexualidad.
Desde mi opinión personal, lo único que los homosexuales se pierden, si es que se pierden algo, es el contacto con lo diferente. No es lo mismo estar hablando con un amigo que con una amiga, no es lo mismo lo que pasa al compartir una experiencia de trabajo con una persona del mismo sexo que con una persona del sexo opuesto. No es lo mismo, claro que no, convivir con alguien de tu sexo que con alguien del sexo opuesto (odio esto del sexo opuesto pero me parece tan estúpida cualquier otra manera de decirlo que me resigno).
El contacto entre un hombre y una mujer genera de por sí evolución, genera la posibilidad de conquistar a partir de lo diferente nuevos espacios de desarrollo.
La suma de la mirada femenina y la mirada masculina, que se consigue en gran medida por el solo hecho de pertenecer a otro sexo, nos enriquece siempre.
Esto conduce a pensar que la sexualidad, más allá de su función procreadora, tiene para nosotros además otra función importantísima: Favorecer el encuentro entre otro y yo.
El sexo es un punto más de encuentro entre los seres humanos y, como tal, un aspecto más de su posibilidad de comunicación.
Y por supuesto (con o sin el acuerdo de Osho): el placer.
La sexualidad es para el ser humano, más que para ningún otro ser vivo, una fuente de placer.
En la especie humana, el encuentro sexual se produce, las más de las veces, sin estar ligado a la intención de procrear.
Pero como en nuestra cultura no hay placer sin culpa, entonces al hablar de sexualidad aparece la historia del placer culposo.
Cuando éramos chicos, la masturbación era una historia dramática, terrible y peligrosa que las madres y los padres censuraban y criticaban.
Algunos de los mitos que excedían el castigo de Dios eran, para los varones, la amenaza del crecimiento de pelos en la palma de la mano… o de volverse tarado… o de terminar loco (algunos hemos quedado un poco locos pero dudo que sea solo por eso). Para las mujeres, la censura amenazaba con el peligro de lastimarse y no poder tener hijos cuando fueran grandes.
Los padres de hoy aprendimos que la masturbación es parte de la evolución normal de nuestros hijos, y al comprenderlo hemos dejado de hacer de la exploración que efectúan en sus propios cuerpos un motivo de persecución o de miradas censuradoras.
Afortunadamente, la sexualidad ya no es una cosa vedada de la que los chicos no puedan hablar.
Sin intención de ser excluyente, me parece importante aclarar que me propongo escribir aquí sobre el encuentro heterosexual entre adultos sanos (o mejor dicho, crecidos no demasiado neuróticos).
Me contaron un cuento muy divertido.
Una señora va a una aerolínea a comprar dos pasajes en primera clase a Madrid. En la conversación, al pedir los nombres de los pasajeros el empleado descubre que el acompañante de la señora es un mono. La compañía se opone y el argumento de que si ella paga el pasaje puede viajar con quien quiera es radicalmente rechazado.
Si bien en un principio la compañía adopta esta actitud, una oportuna carta de recomendación de un político de turno logra que le den un permiso para llevar el mono, no en un asiento sino en una jaula, como marcaba la norma, tapado con una lona, pero en la zona del equipaje de las azafatas en el fondo de la cabina del avión.
La mujer acepta la negociación de mal grado y el día del vuelo sube al avión con la jaula cubierta con un lona verde que lleva bordado el nombre del mono: FEDERICO. Ella misma lo traslada al estante de puerta de tijera del fondo y se despide de él. “Pronto estaremos en tu tierra, Federico, como se lo prometí a Joaquín”.
Da un vistazo para controlar el lugar y vuelve a primera clase a acomodarse en su asiento.
A mitad del viaje, una azafata muy atenta tiene la ocurrencia de convidar al mono con una banana y, para su sorpresa, se encuentra con que el animal está tirado inmóvil en el piso de la jaula. La azafata ahoga un grito de horror y llama al comisario de a bordo, no tan preocupada por el mono como por su trabajo. Todos sabían que la señora dueña del mono venía muy recomendada.
En el avión se arma un tremendo desparramo. Todos corren de aquí para allá. El comandante se acerca a Federico y le hace respiración boca a boca y masaje cardíaco. Durante más de una hora intentan reanimarlo, pero no ocurre nada. El animal está definitivamente muerto.
La tripulación decide enviar un cable a la base para explicar la situación. La respuesta que reciben tarda media hora en llegar. Hay que evitar que la pasajera se entere de lo sucedido. “Si la señora hace un escándalo posiblemente los dejen a todos en la calle. Tenemos una idea. Sáquenle una foto al mono y mándenla por fax al aeropuerto de Barajas en Madrid. Nosotros daremos instrucciones para reemplazar el simio apenas aterrice el avión”.
El personal a cargo efectúa la orden al pie de la letra. Envían la foto y en el aeropuerto ya se están llevando a cabo los preparativos para la operación de sustitución. Mientras esperan que el avión aterrice, comparan la foto del mono de la pasajera con el mono conseguido. Al mono muerto le falta un diente; entonces le arrancan uno con una tenaza al falso Federico. Luego ven que aquel tiene una marca rojiza en la frente, así que con matizador maquillan al mono nuevo. Detalle por detalle arreglan las diferencias hasta que finalmente un rápido hachazo equipara el largo de sus colas. Terminan el trabajo justo justo cuando el avión aterriza. Los asistentes suben rápidamente, sacan a Federico de la jaula, lo tiran al cesto de basura y ponen al mono nuevo en su lugar. Lo tapan con la lona y el comisario es designado para entregarlo.
Con una sonrisa, el hombre entrega la jaula a la señora mientras le dice:
- Señora, su mono.
La señora levanta la lona y dice:
- ¡Ay, Federico! Estamos otra vez en tu tierra.
Pero cuando lo mira bien, exclama:
- ¡Este no es Federico!
- ¿Cómo que no es? Mire, tiene rojizo acá, le falta el dientito…
- ¡Este no es Federico!
- Señora… todos los monos son iguales, ¿cómo sabe que no es Federico?
- Porque Federico… estaba muerto.
Y entonces todos se enteran de lo que nunca pensaron. La señora llevaba el mono a España para enterrarlo, porque era una promesa que le había hecho a su marido antes de morir.
Lo cierto del cuento es que nadie sabe mejor que yo lo que llevo en mi equipaje, lo que yo llevo lo sé yo.
¿Quién me va a decir a mí cómo tengo que viajar?
Elegí este cuento como comienzo para decir que no se puede hablar de sexo desde otro lugar que no sea el de la propia experiencia, que es el equipaje que cada uno carga.
Como en estas cosas no hay verdades reveladas, y si las hay yo no las tengo, es necesario aclarar que las cosas que digo pertenecen a lo que yo creo como terapeuta, como persona y como individuo sexuado que vive en esta sociedad que compartimos. Por lo tanto, se puede estar de acuerdo o en desacuerdo con ellas, es decir, no tienen por qué ser valederas para todos.
En primer lugar, hace falta desmitificar algunas creencias que hemos heredado sobre nuestra sexualidad.
La primera es que el sexo saludable, pleno, disfrutable, inconmensurable y no sé cuántos “-ables” más, tiene que venir por fuerza ligado al amor.
Es una idea interesante, falsa, pero interesante.
Tanto ligamos el sexo al amor que hablamos de “hacer el amor” como si fuera un sinónimo de encuentro sexual. Y la verdad es que no son sinónimos.
El sexo es una cosa y el amor es otra.
Si bien es cierto que pueden venir juntos, a veces no es así.
No necesariamente la sexualidad viene con el amor.
No necesariamente el amor conlleva sexualidad.
Así como alguna vez dije que el amor tenía que ver con el sentimiento puro y no hacía falta incluir el deseo sexual, digo en esta oportunidad que el sexo no necesita incluir al amor para ser verdadero.
Uno puede elegir incluirlo.
Uno puede decidir que ésta es su manera de vivir el sexo y el amor, y es una decisión personal. Pero no es una decisión genérica, válida para todos.
Amor y sexo son dos cosas tan independientes como un saco y un pantalón. Uno puede ponerse las dos cosas juntas y, si combinan, quizás hagan un traje, y puede ser lindo verlos juntos. Pero uno puede usar un jean con una camisa, un pantalón negro con una polera verde, y esta combinación puede quedar bien o mal, pero siguen siendo dos cosas diferentes.
Ahora, para hablar de relaciones sexuales hace falta saber qué entendemos por esta expresión.
Me acuerdo siempre del viejo chiste que me contaron de una señora un poco ingenua que sale de una charla mía y en el hall de la sala le dice al marido:
- Decime viejo, ¿nosotros tenemos relaciones sexuales?
El marido la mira y le dice:
- ¡Sí, claro, mi amor, claro que tenemos!
Y ella dice:
- ¿Y por qué nunca las invitamos?
Vamos a tener que saber una vez más de qué hablamos. Si uno quiere hablar de sexo va a tener que animarse a llamar a las cosas por su nombre. Esto significa no hacer ninguna vuelta para no decir algo porque sea prohibido, feo, mucho menos porque suene pornográfico u obsceno.
Y quiero avisar ahora que desde aquí hasta el final, en este capítulo, un culo es un culo. No es: ni el lugar donde termina la espalda, ni un trasero, ni la parte de atrás, ni una nalga, ni un glúteo, ni un agujero incógnito y turbio… Un culo es un culo.
Pido disculpas por esto, porque sé que a algunos lectores las palabras pueden sonarles hirientes. Pero como no está claro qué significa y de dónde viene todo aquello que llamamos sexo, por unas páginas vamos a levantar, con los que decidan seguir leyendo, las barreras que impiden escribir algunas palabras. Y no me parecería mal que alguien saltara hasta el próximo capítulo donde hablo de la pareja, porque hay que defenderse de lo que a uno le molesta.
En lo cotidiano, uno no usa la expresión “relaciones sexuales”. Hay otras palabras que tampoco usamos, y que suenan peores todavía, por ejemplo, “coito”, que suena a prequirúrgico, a barbijo, a sin tocarse; o “cópula”, que puede hacernos pensar en un perro en una sala de experimentos; o “pinchar”, que suena demasiado guarango e incluso antiguo. La dificultad de “encamarse” es que no termina de definir, es como más geográfico; y respecto de “fornicar”, mi tío Fernando sigue creyendo que es una tarjeta de crédito.
Para mí hay tres maneras de referirse a la relación sexual, que son las tres palabras que más usamos en la Argentina.
Entonces, me gusta decir que vale la pena, para saber de qué hablamos, diferenciar entre “fifar”, “coger” y “hacer el amor”.
fifar
Fifar, en nuestro slang de Buenos Aires, es un sinónimo vulgar y simpático de tener un encuentro sexual intrascendente. Es por definición incidental, descomprometido y de alguna forma deportivo. Es el hecho puro, concreto y mecánico de uno que vio pasar a otro y por alguna razón terminó en una cama.
El diálogo posible después de fifar sería:
Ella: I love you darling.
Él: ¿Lo qué?
Y nunca entendieron nada de lo que el otro estaba diciendo. Se encontraron pero no establecieron ningún vínculo, ningún diálogo verdadero. Puede ser placentero o displacentero, pero nada más.
Fifar es acostarse con un culo, con un auto, con una cara atractiva, con mi propia calentura del día. El otro es sólo un accidente, un partenaire, alguien que cumple una función para que podamos tener un intercambio de fluidos.
coger
En cambio, coger, que usamos coloquialmente en la Argentina, define un algo más. Coger es una palabra que a mí me parece injustamente maltratada, porque se la ve como una “mala palabra” y, sin embargo, es el término que usamos cotidianamente para hablar de sexo, lo cual no es casual.
En casi todos los idiomas del mundo, la palabra más popular para definir el acto sexual, la que se usa en la calle, siempre tiene un sonido /k/, /j/ o /f/, dos o todos ellos, porque estos tres fonemas le dan a la palabra la fuerza que tiene que tener para significar lo que representa (“cushé” en francés, “fuck” en inglés, “follar” en España, “litfok”, en hebreo).
El intercambio sexual tiene mucha historia como para dejarlo en una palabra tibia.
Fonéticamente, “coger” tiene esta fuerza.
Por otro lado, etimológicamente, “coger” viene de “coligere”, que quiere decir ligar o relacionar algo entre dos, y por lo tanto también deriva de “ligere” que quiere decir elegir, seleccionar. Del mismo modo que “coger” en español puro es tomar, agarrar algo, “coger” es establecer un vínculo con aquello que yo tomo o elijo, con aquello que he seleccionado por alguna razón.
“Coger” denota un modelo de vínculo donde no solamente se fifa por deporte, hay más, hay un vínculo entre las personas, algo les pasa.
Este algo puede ser muchas cosas: afecto, simpatía, atracción trascendente, atracción fugaz, experiencia compartida, etc., pero hay necesariamente un vínculo establecido.
Se puede fifar con cualquiera, pero no se puede coger con cualquiera.
Para coger, hace falta involucrarse, tener un vínculo.
hacer el amor
Hacer el amor es coger cuando el vínculo que hay entre nosotros es el amor.
Si yo no amo, no puedo hacer el amor. Lo puedo llamar como quiera, pero no es un acto amoroso, y como no es un acto amoroso no es hacer el amor.
No tiene nada de malo coger sin hacer el amor.
No es mejor hacer el amor que coger.
No es mejor coger que fifar.
Son tres cosas diferentes y ninguna es mejor o peor que la otra.
En todo caso, sería bueno saber qué estamos haciendo en cada momento, para esclarecer lo que nos pasa. Y no creer que necesariamente para tener una actividad sexual hace falta hacer el amor. A fin de cuentas, es una decisión personal.
Por ejemplo, yo puedo decidir que fifar, a mí, Jorge Bucay, no me interesa más, que no me parece divertido, que no me alcanza. Podría decidir que el hecho de coger no me interesa más y que me interesa solamente hacer el amor. Y podría centrarme en esta elección. De hecho, para mí es mucho mejor coger que fifar y es mucho más placentero hacer el amor que coger. Pero no por esto voy a hacer creer a los demás que lo único que sirve, que lo único bueno, valedero y sano es el sexo que se tiene haciendo el amor. Esto es así con mi equipaje y en mi etapa del viaje.
Decirlo de otra manera sería no solo una exageración sino, además, una gran mentira.
Que yo agregue cosas al hacer el amor para hacer la relación más completa, más trascendente, más intensa o más energéticamente movilizadora para mí, no quiere decir que coger no sea sexo ni que fifar no sirva.
Ninguna de las tres formas excluye la posibilidad de disfrutar.
Uno puede comer un helado de crema.
Uno puede comer un helado de crema y bañarlo en chocolate.
Uno puede comer un helado de crema bañado en chocolate y ponerle una frutilla arriba.
Suponiendo que a mí me gustan estas tres cosas, cada vez, el helado resultante será más rico.
Pero esto no quiere decir que el helado de crema solo no sea un helado, que el helado sin frutilla no sea rico, etc.
A medida que pasa el tiempo, uno se va poniendo más exigente con su sexualidad. Como si con el correr de los años conformara menos el mero placer y se buscara más comprometidamente aquellos encuentros que realmente satisfacen.
Hacer el amor implica una conexión con el amor que no se da todo el tiempo, ni siquiera entre dos personas que se aman.
Esto permite, por suerte, que las relaciones sexuales con una pareja estable no sean siempre iguales; permite vaivenes, encuentros y desencuentros, distancias y aproximaciones, toda una serie de situaciones que no tienen por qué pensarse como problema.
Por supuesto, si alguien ha llegado a conquistar la idea de hacer el amor, el día que se encuentra con que hace tiempo sólo puede coger con su pareja, siente que algo está faltando, entonces tendrá que plantearse dónde ha quedado aquello que conquistaron juntos.
sexo y represión
Culturalmente nos enseñan que tener sexo es hacer el amor. Sobre todo a las mujeres. Durante muchísimos años, y todavía hoy, aunque parezca mentira, a las mujeres, pero solo a ellas, se les enseñó que el único sexo permitido era el que estaba ligado al amor.
Se les enseñó que tener sexo sin amor era impertinente, sucio, feo, malo, dañino, perverso o, por lo menos, no era de chicas bien. Así, antes de casarse podían amar a cualquiera, pero coger… con nadie.
Con todo derecho, habrá quienes piensen que los tiempos han cambiado, que la cosa no es tan así, que la educación de las mujeres hoy en día es otra, que han ido evolucionando y liberándose de muchas cosas que sus madres y sus abuelas les enseñaban.
Y es verdad.
Sin embargo, hay manifestaciones de esta diferenciación injusta y discriminadora respecto de lo sexual que siguen sin cambiar.
Mal que nos pese, en esta cultura y en nuestros países, seguimos educando sexualmente de manera diferente a varones y mujeres.
Pero sobre todo, más allá de la voluntad de educar con igualdad, los viejos condicionamientos se siguen filtrando.
En ¿Para qué sirve un marido?, Mercedes Medrano11 dice algo más o menos así:
“Yo soy una mujer soltera, tengo cuarenta años, soy periodista, vivo sola, no dependo de nadie, no tengo pareja, tengo una casa, me pago los gastos y hago lo que quiero con mi vida. Y entonces, cada vez que yo quiero ligar con alguien (ligar en España es el equivalente de fifar) yo digo que éste es mi derecho y que yo puedo acostarme con quien quiera porque mi cuerpo es mío y después de todo, me digo, el placer sexual y el orgasmo me pertenecen a mí, no tengo que rendirle cuentas ni darle explicaciones a nadie, así que no tengo por qué establecer compromisos posteriores con alguien con quien yo me vaya a la cama porque tengo la misma libertad que los hombres de hacerlo. Así que elijo al tío que me gusta y lo invito a mi departamento y me acuesto con él y tengo sexo sólo porque así lo decido y sólo porque mi cuerpo es mío y me pertenece. Y me acuesto diciéndome todo esto. Y cuando me levanto, irremediablemente… estoy enamorada.”
Ella cuenta esto para dar a entender que si bien en teoría todo queda muy claro, la educación sexual que ella y su madre y su abuela han recibido sigue condicionando su conducta. El aprendizaje es que si hubo sexo, después tiene que haber amor, porque si no el producto queda como bastardeado.
Yo no tengo nada en contra de que el amor venga incluido. Lo que detesto es la idea de que sea imprescindible. Pero, sobre todo, detesto la idea discriminadora de creer que hay una diferencia entre la sexualidad de los hombres y la sexualidad de las mujeres.
Por supuesto, hay una diferencia en lo anatómico, hay una diferencia en la función o en la forma, pero así como creo que los hombres y las mujeres tienen la misma disposición y la misma posibilidad de crecer, de evolucionar, de decir y de pensar, creo que tienen la misma capacidad y las mismas limitaciones en la sexualidad.
Excepto en aquellos aspectos pautados socialmente.
Excepto en la conducta derivada de las creencias que algunos han sembrado en nosotros y que nosotros seguimos sosteniendo.
Hay que deshacerse de esas creencias discriminadoras. Creo que de algunas ya nos hemos deshecho, pero todavía quedan rastros.
Si le preguntamos a un grupo de 100 mujeres y hombres en la Argentina si están dispuestos a admitir que su pareja alguna vez ha tenido un desliz sin importancia, más del 75% de las mujeres lo admitirán en privado y menos del 10% de los hombres aceptarán la remota posibilidad.
No hay correspondencia entre lo que creen los hombres y lo que creen las mujeres.
Las estadísticas indican que parece más lícito para una mujer que para un hombre pensar que quizá su pareja haya tenido un desliz.
La pregunta es: ¿por qué?
Porque es más lícito para un hombre tener aventuras.
¿Por qué pensar que un hombre podría y una mujer no?
Entonces… me acuerdo de cuando éramos chicos. A los varones nos decían:
“Cogete a todas, menos a tu novia.”
Mi hermano tiene cinco años más que yo. Cuando yo tenía catorce -hace treinta y siete años-, él tenía una novia, y a veces, los viernes, mi hermano salía sin la novia. A mí me sorprendía, no entendía por qué la novia lo dejaba. Entonces él me decía:
- Porque yo a ella la quiero de verdad.
Y yo decía:
- ¿Y?
- Y entonces le tengo mucho respeto.
- ¿Y?
- Y entonces hay cosas que yo no voy a hacer con ella…
Entonces yo le decía:
- ¿Y ella sabe?
- Sí.
- ¿Y no se enoja?
- Bueno, se enojó. Pero después habló con la madre…
- ¿Y?
- Y entonces la madre le dijo que ella no tenía que enojarse, que al contrario, eso demostraba que yo era un buen muchacho.
Esto, créanme, es verdad, literalmente pasó (y prefiero pensar que ya no pasa).
Entonces, las madres de aquellas novias de mi hermano o mías les enseñaban a sus hijas que los hombres teníamos ciertas “necesidades fisiológicas”.
Se entiende que esto no tiene ningún asidero en lo real, no hay un solo libro de medicina que hable de esto, pero algún varón piola un día lo inventó y calzó tan bien que, como las chicas no podían tener relaciones antes del matrimonio, avalaban que los chicos tuvieran sus aventuras por ahí.
Claro, las chicas preguntaban: “¿Y nosotras no tenemos necesidad fisiológica?”, porque sentían cosas. Y las madres, claro, les explicaban que no tenían. ¿Por qué no tenían? Porque tenían… ¡el alivio de la menstruación!
¡Qué infames! Suena -y es- de terror, pero este argumento fue parte del concepto educativo hasta hace veinte años. Se decía que la menstruación era un alivio porque “depuraba la sangre”, y entonces con la sangre depurada de toxinas las mujeres no tenían “esos” deseos. Como el hombre no tenía esta depuración de la menstruación, entonces tenía que resolver su incontenible necesidad fisiológica, porque si no la resolvía… ¡le dolían los testículos!
Y lo peor de todo es que el mundo entero creía esto, ¡inclusive los hombres!, que nos montábamos en la historia de que nos dolía, que nos apretaba, que hace mucho que no…
Esto parece absurdo hoy, sin embargo, la impronta se mantiene. Esto es lo grave.
Nosotros, que sabemos que no es así, seguimos funcionando como si así fuera, permitiéndoles algunas licencias a los hombres como si tuvieran la necesidad fisiológica y no permitiéndoselas a algunas mujeres como si tuvieran el alivio de la menstruación.
Y no es que el dolor testicular no exista, sino que era una historia planteada por los hombres.
Después de un round de caricias subidas de tono (franela, como se decía entonces), el varón decía: “¡No me vas a dejar así!” ¿Y ella? ¿Por qué ella no decía “No me vas a dejar así”? Como si ella no sintiera nada… ¿Qué pasaba con el “así” de ella?
Esta historia espantosa condiciona nuestra creencia hasta tal punto que seguimos diferenciando la sexualidad entre hombres y mujeres, diciéndoles a nuestras hijas que las mujeres tienen más para perder.
Escucho estas frases y me parece increíble que la educación represiva de hace más de cincuenta años siga causando estragos.
La educación ha cambiado, es cierto, estas cosas no se escuchan en verdad, los jóvenes mismos son más sanos, sin lugar a dudas. Y sin embargo, hace falta admitir con humildad que nuestra ignorancia pasada influye todavía en nuestras vidas.
En los hechos concretos, la iniciación sexual de los jóvenes de hoy está muy lejos de ser la espantosa iniciación sexual que teníamos nosotros.
Un tío o un amigo nos llevaba para que “debutáramos” con una de las chicas “de vida ligera”, como decían ellos. Parecía algo importante, porque ahí uno se graduaba de hombre y el tío se quedaba tranquilo, convencido de que uno no era puto, cosa que era fundamental demostrar. Entonces el tío iba a ver al viejo de uno y le decía: “Ya está”. Y el padre de uno entendía que se podía quedar tranquilo. Porque… “Dios no permita”.
En fin, el debut del hijo varón era un placer y un alivio para la familia, porque significaba la certeza de que el chico no iba a ser homosexual; pero para él, en general, era una porquería.
En mi barrio había que hacerlo antes de los dieciocho, porque de lo contrario no quedaba otra que mentir mucho. Después me enteré de que no era el único que mentía…
A nadie se le ocurría iniciar a ninguna mujer, y mucho menos hacer un festejo.
Hoy en día, en nuestros hogares, cuando la nena viene a hablar de esto, los padres “modernos y psicologizados” dicen solemnemente:
“Ajá… ¿Lo pensaste bien, no? Porque mirá que…”
Pero no hay placer ni festejo por la hija que inició su vida sexual, ni siquiera alivio.
Seguimos educando como si la sexualidad fuera diferente para mujeres y varones.
Y esto es manejado por una estructura machista de pensamiento.
Mal que nos pese, aunque intentemos superar esta mirada y luchar juntos, hombres y mujeres, por el pie de igualdad respecto de muchas cosas, incluida la liberación que significa poder decidir sobre nuestra vida sexual, no lo estamos haciendo.
Esta enseñanza no es producto de una inocencia de la cultura, ni producto de enaltecer la sexualidad, sino que tuvo en su origen un sentido específico: fortalecer la monogamia, o mejor dicho, la fidelidad, sobre todo de las mujeres.
Porque si a ella le enseñaron que se ama una sola vez en la vida y para siempre, como vimos antes, y el sexo se puede tener solamente cuando se ama, el resultado es una garantía absoluta de fidelidad. Es decir, la mujer no puede coger con nadie, salvo con su marido.
Por el contrario, como al hombre le enseñaron que el sexo y el amor son cosas distintas, bien puede creer que se ama una sola vez en la vida y para siempre, pero esto no le impide irse a coger con quien quiera. Y si encima aprendió que la esposa debe ser casta, pura y angelical… entonces puede terminar cogiendo con todas menos con su mujer.
A favor del conflicto edípico, el psicoanálisis explica que eróticamente uno está inevitablemente conectado a su mamá. Cuando el chico tiene cuatro años, esto no es problema, pero después, cuando cumple doce, empieza a serlo. Porque si hay un tabú generalizado en todas las culturas, es este: con la madre no se coge. Con el padre, algunas culturas dicen que sí; con los hermanos y los primos, también; pero con la madre está prohibido en todas las culturas de todos los tiempos. Entonces, uno se da cuenta solito de que su deseo está mal, que no se hace. ¿Qué pasa con este pequeño caballerito de doce años que quiere cogerse a su madre? En el mejor de los casos, se identifica con su papá y le dice internamente: “Cogétela vos, papi, que lo hacés bien”, y se siente tranquilo. Pero no siempre es tan fácil. Lo cierto es que tiene que hacer algo con su deseo que no sea estrictamente cogerse a la madre.
Y lo que en general hace es tomar esta imagen de mujer única que es la madre y dividirla en dos imágenes antagónicas: una, la mujer santa, casta, pura y angelical, que representa a la madre, con la cual, por supuesto, no se coge. Y otra, la mujer puta (no la que cobra, sino la que goza) para disfrutar, con la cual se coge, absolutamente; de hecho está para eso.
Casi todos los hombres llegamos al mundo sexual adulto con esta imagen dividida. Las mujeres pertenecen a dos grupos: madres y putas. Cuando un varón busca a una chica para coger, sabe dónde encontrarla. Cuando busca a una chica para formar pareja y casarse, recurre al grupo de las madres. Entonces sucede algo que parece lógico pero que a él lo asombra:
No sabe por qué, no tiene ganas de coger con ella.
¡Quiere coger con todas las demás menos con la que eligió!
Y es lógico, porque fue elegida sobre la impronta del aspecto amado de su mamá.
El 70% de los tipos que están en pareja y tienen un vínculo estable con esa mujer que eligieron y que les resulta bárbara para estar en pareja, tienen que salir a putanear por ahí porque las que realmente los calientan son las otras.
Y para agravar este asunto, las madres les han enseñado a las hijas que hay que ser casta y pura, no puta.
¿Cómo resolvemos esta conducta disociada de un modo saludable? Encontrando a una mujer cuya actitud personal tenga tales características que nos permitan volver a unir las imágenes que alguna vez separamos. Esto es, una mujer que pueda sumar los aspectos de los dos grupos arquetípicos: el de las madres y el de las putas.
Dice un paciente mío que cuando uno tiene una mujer capaz de ser madre y de ser puta, tiene una mujer de puta madre.
Y es cierto y es maravilloso, no solo para ese hombre.
Cuando una mujer se anima a ser madre y puta, tierna y sensual, buena y erótica, se siente otra vez completa.
Las mujeres también tienen que aprender que no hay diferentes grupos, que ser puta no es ser prostituta, es saber disfrutar del sexo.
La mujer ideal, decía Schopenhauer, es una princesa en la vida social, una avara en los gastos y una puta en la cama. No como la mía -decía él-, que es una princesa en los gastos, una puta en la vida social y una avara en la cama.
Si para que los hombres no tengan que buscar afuera, la mujer tiene que reunir la actitud de una madre y la actitud de una puta, ¿qué aspectos tiene que reunir el hombre para que la mujer no tenga que buscar otro hombre afuera?
Porque también hay dos imágenes de hombre: el asexuado (protector, paternal, etc.) y el potro (sensual y musculoso).
Las mujeres suelen decir que su expectativa del hombre es que sea cuidadoso, tierno, protector, que tenga swing y sea un caballero. Queda claro que éste es uno de los dos aspectos. ¿Cuál es entonces el equivalente masculino de la mujer que disfruta del sexo? Porque el hombre dice con orgullo en la mesa de café: “¡Mi mujer es bien puta!”… ¿Qué dicen las mujeres cuando hablan de esta cuestión?
En mis charlas, las mujeres dicen que tiene que ver con muchas cosas, pero terminan en la ternura.
A mi juicio, la pretensión de los hombres de que las mujeres sean putas en la cama no tiene un equivalente exacto en el lenguaje de las mujeres. Y posiblemente no lo tenga porque culturalmente está aceptada la exigencia del hombre, pero no todavía la exigencia de la mujer.
Si para la mujer el sexo estaba ligado al amor, entonces no estaba ligado necesariamente al placer.
El placer provenía de la entrega hacia el hombre amado, pero no de la práctica sexual en sí misma. ¿Cuál es el equivalente masculino más aproximado de la mujer de puta madre? No lo sé, y me temo que hasta que no lo descubramos el lugar va a ser ocupado por el play-boy seductor y mujeriego que promete lo que jamás cumple. Quizá sea hora de poner en palabras (y dejo este desafío para alguna lectora) la manera de definir al hombre de puta madre. Para encontrarlo, aunque todavía no lo podamos nombrar, valdrá la pena, para las mujeres, acercarse a la fusión de las imágenes, y para los hombres, animarnos a ver en todas a la mujer completa que deseamos encontrar.
Me parece que mujeres y hombres somos seres sexuados que podemos elegir. Creo que para una señora a la que le encantaría acostarse con todo el mundo, quedarse con un solo señor es un esfuerzo. Habría que ver si debe hacerlo o no. En todo caso, la fidelidad es parte del pacto con su pareja. Y cada pareja puede hacer el pacto que quiera.
No hay diferencia en la apetencia sexual de los hombres y las mujeres.
La “necesidad fisiológica del hombre” es la trampa con la cual durante décadas los hombres hemos engañado a las mujeres. Es una cárcel donde sólo entran ellas. La mujer queda presa de un solo hombre y el hombre queda en libertad.
Es que, además, se trataba de eso, de tenerlas engañadas para que pensaran que no podían tener sexo con otro hombre porque el sexo se tenía sólo por amor y si no era de prostitutas… Porque, como decía la tía Gloria: “Para ir a la cama con un tipo que no es tu marido y no cobrar, mejor ser honrada”.
Ligando el sexo al amor, las mujeres tenían una única manera de tener sexo sin necesidad de prostituirse: ser fieles.
Pero, más allá de esto, como ya no se puede sostener la idea de que los hombres tienen necesidades fisiológicas y las mujeres no, aparecen nuevos mitos para reemplazar aquel.
Que el hombre tiene más necesidad que la mujer.
Que potencialmente el hombre es más apto para disfrutar que la mujer.
Que es el hombre el que aporta el deseo porque ella no lo siente.
El mito sostiene que las mujeres, por constitución, por esencia o porque son más espirituales y porque son madres no les interesa tanto el sexo. Que los hombres son por ende más “sexuados” que las mujeres.
Por supuesto, estos mitos siempre encuentran estadísticas, más o menos ajustadas al deseo del encuestador, que los avalen.
En 1925, un informe médico alemán aseguraba que el 70% de las mujeres eran frígidas. En el mismo informe, solamente el 5% de los hombres admitía padecer alguna disfunción sexual.
El resultado confirmaba que el lugar de la mujer en la sexualidad era estar a disposición del deseo del hombre.
En 1945 (el primer Informe Hite) con la influencia de la corriente psicoanalítica, las disfunciones masculinas empiezan a quedar al descubierto y las mujeres empiezan a animarse más a disfrutar sin cargar con la acusación de ser prostitutas por ello. Sobre mitad de siglo, las mujeres frígidas eran el 45% y el equivalente en el hombre cercano al 10%.
La superioridad sexual del hombre (10 contra 45) estaba a salvo.
Aunque parezca increíble, hasta 1960 ni la medicina ni la psicología habían hablado nunca de orgasmo femenino. Y no se hablaba porque la fantasía era que no existía. El planteo subliminal era: ¿Para qué nos vamos a ocupar tanto del placer de la mujer si la mitad de las mujeres no siente nada?
En 1960, Masters amp; Johnson, por primera vez, hablan, estudian y escriben sobre el orgasmo femenino. Con el cambio del lugar de la mujer en el mundo y la tendencia a equiparar derechos civiles, laborales y sexuales, las mujeres no sólo se animaron a sentir lo que eran capaces de sentir, sino además (y estos son los cambios que se advierten en los informes) a decir lo que sentían.
Y la diferencia en los porcentajes comienza a achicarse.
En los ‘70 se demuestra que muchas de las mujeres caratuladas como frígidas en las estadísticas anteriores no son frígidas sino anorgásmicas, que no es lo mismo. Estas mujeres sí se excitan aunque no lleguen al orgasmo, y por ello en las nuevas estadísticas la cantidad de mujeres frígidas (incapaces de excitarse) baja rápidamente. Ya no son 45 de cada 100, sino solo 10 ó 12; el resto son anorgásmicas pero no frígidas.
Para agravar la hegemonía masculina aparece un dato adicional, un descubrimiento revolucionario. Se descubre que la eyaculación es una cosa y el orgasmo es otra.
Si bien el 30% de las mujeres es anorgásmica en los informes sexuales de los ‘70, el 30% de los hombres también lo es.
Y esto es una revolución. La idea de que cada eyaculación conlleva siempre un orgasmo se derrumba para siempre.
Esta es una grave herida para el narcisismo del hombre. Nosotros, que estábamos convencidos de no tener problemas con el orgasmo porque teníamos eyaculación, descubrimos que no era así. Por primera vez nos enteramos de que un orgasmo es mucho más que una eyaculación. Nos enteramos de que un hombre puede tener una eyaculación, dos, tres, cinco, veintiocho, treinta y cinco, ciento cuarenta y tres… Pero que un orgasmo es otra cosa.
Empezamos a ver que la respuesta orgásmica masculina es más o menos parecida a la respuesta orgásmica femenina. Que no hay muchas diferencias entre un orgasmo masculino y un orgasmo femenino desde el punto de vista de lo que sucede en el individuo como un todo.
Y si bien es cierto que la mayor parte de las veces el orgasmo coincide con la eyaculación, eso no quiere decir que cada vez que hay una eyaculación haya un orgasmo.
Sin embargo, todavía los porcentajes podían sostener el mito de la superioridad sexual masculina:
Como el 30% de anorgásmicos incluía el 10% de impotentes, y las mujeres sumaban un 45% de anorgásmicas, se seguía diciendo que éstas eran más incapaces de disfrutar que los hombres.
Cuando esto se publicó comenzó a suceder lo increíble. El cambio de planteo que la mujer tenía de su sexualidad, a partir del conocimiento de estos datos, le dio el permiso de animarse a disfrutar, y el 45% de mujeres anorgásmicas empezó a bajar hasta un 16%, porcentajes similares a los que encontramos entre los hombres (por lo menos en aquellos que están dispuestos a admitir la diferencia entre un orgasmo y una eyaculación).
Sabemos desde entonces que hay tantos anorgásmicos como anorgásmicas y, lo que es más halagador, hay tantas mujeres capaces de disfrutar un encuentro sexual como hombres con esa capacidad.
El orgasmo masculino no es sólo una excreción de líquido seminal con algunos espermatozoides, un poco de jugo prostático y una sensación de alivio transitorio. Un orgasmo es una respuesta global que tiene que ver con lo biológico, pero también con lo psíquico, lo psicológico y lo espiritual.
Un orgasmo es una respuesta física de todo el cuerpo frente a una expresión de placer tan intensa que provoca una transitoria pérdida de control.
El orgasmo es una expresión del cuerpo tan descontrolada, que en estudios encefalográficos realizados en personas que estaban manteniendo una relación sexual se ve que durante el orgasmo hay espinas irritativas de crisis seudo convulsivas que semejan una pequeña crisis epiléptica transitoria (esto es: aparece, se desarrolla y termina).
Repito: No hay orgasmo sin pérdida de control.
Entonces, cuando pensamos en relaciones sexuales donde todo está controladito, donde un señor y una señora terminan, él eyaculando y ella sintiéndose satisfecha, donde todo está muy aséptico y muy bien demarcado, sabemos que allí puede haber placer, pero ¿orgasmo? Orgasmo no.
El orgasmo necesariamente se cursa con descontrol. No hay ninguna posibilidad de que alguien tenga un orgasmo si todo está absolutamente bajo control.
Por alguna razón que yo en verdad desconozco, el Río de la Plata tiene el privilegio de tener un extraño culto al orgasmo. Los argentinos, sobre todo, y nuestros hermanos uruguayos también, tenemos una historia peculiar que va aún más allá.
Primero porque vivimos nuestra sexualidad como si de lo que se tratara fuera únicamente de conseguir el orgasmo.
¿Cuánto dura un orgasmo? ¿Diez segundos, quince, veinte, treinta con mucha suerte?
Pensar que lo único que vale la pena de la relación son los últimos treinta segundos, la verdad es que es una miseria. Pensar que toda la historia sexual es solamente para esos quince segundos es ser un miserable…
No puede ser así, y de verdad no lo es.
Si bien es cierto que -dicen los técnicos- una relación sexual tiene una duración promedio de veintiún minutos, en ese tiempo pueden y deberían pasar muchas cosas.
La sexualidad tiene que ver con todas esas cosas, y si bien una de ellas es el orgasmo, no es la única y posiblemente ni siquiera sea la más importante.
Habrá que aprender a recalificar el orgasmo y quitarle ese contexto tan cargado de mérito.
Porque los argentinos no sólo tenemos instalado el culto al orgasmo, sino que además hacemos de la cantidad de orgasmos la evaluación de la cantidad de placer obtenido.
Porque acá la cosa no es solamente si tuviste orgasmo. ¡Es cuántos! Se supone que cuanto más… ¡mejor!
Entonces, en la mesa del café, los hombres nos reunimos y hablamos sobre sexo…
- No… porque yo, anoche… -dándose aires-. ¡Tres!
- Yo me acuerdo la otra tarde… -dice el otro-. ¡Cinco!
- Si es por eso, en un picnic… -dice un tercero- me eché ¡catorce!
- Qué tarados que son -dice el muchacho que sabe-, la historia no es uno, se trata de cuántos le sacás a ella… Porque mi mujer conmigo, por ejemplo, menos de tres… nunca.
- ¡No! -dice el otro- si es por eso la mía, cuando yo uno, ¡ella seis!
Y entonces, todos le preguntan al que guarda silencio:
- ¿Y la tuya, Pepe?
- No, no, no, la mía… ¡es multiorgásmica!
¡Biónica! -piensa uno-.
Y llega a la casa fastidiado y acusándose: ¿¡Y yo qué hago casado con este pedazo de bofe!? ¡Multiorgásmica! ¡Que lo parió, soy un tarado! ¿Cómo no me avisaron antes para que yo supiera elegir una de esas? ¿Qué hay que hacer para conseguirla?
¡Multiorgásmica! Suena fantástico. Y empiezan a aparecer artículos en las revistas para mujeres (editadas por hombres) sobre “Cómo llegar a ser en la cama lo que todo hombre desea”, el tantra del sexo en el matrimonio, los misterios del punto G y la dieta de la mujer insaciable.
Cuando pensamos la sexualidad desde el orgasmo todo es muy complicado. Primero que nada, porque de verdad no tiene esa importancia. Y segundo, porque se deriva en un tema puesto al servicio de una competencia entre los hombres que no tiene nada que ver con las mujeres con quienes estos hombres vienen de estar.
Cuando un hombre le pregunta a una mujer “cuántos”, no es por ella, es para contarlo en el café, es para registrarlo ahí; no tiene que ver con lo que está pasando sexualmente entre ellos.
Y cuando pregunta si terminaste o no terminaste, es porque hay una amenaza para él, que ha sido entrenado pensando que para ser un macho viril, probado y exacerbado, tiene, primero, que haber tenido su correspondiente eyaculación, y luego dejarla a ella “dada vuelta” (como todo amante que se precie). Y este es el culto a la inseguridad masculina y no al verdadero encuentro con la mujer. Ningún hombre va a estar fácilmente dispuesto a admitir que esto es así, por mucho que lo diga yo.
Y cuando algunos hombres que no volverán a leer mis libros se sientan agredidos por mis ideas, van a decir:
“¿Qué sabe ese gordo idiota? ¡Seguro que es puto!”
Está todo bien, y yo entiendo.
Lo que digo es amenazante para nuestro ego narcisista.
Voy a ayudar a desmerecer al autor para tranquilizar a la barra.
Lo digo públicamente para que los hombres que me leen no se fastidien, yo mismo he evolucionado en mi rendimiento sexual. Con el tiempo he pasado del famoso “Dos sin llegar a sacarla” de mi adolescencia, al actual “Tres sin llegar a ponerla…”
Así que no se preocupen, no importa nada, ese soy yo.
En la historia de estar tan pendiente de la cantidad de orgasmos propios o del otro, uno se pierde lo que está pasando.
Pero esto no es lo peor. Tenemos un mito que es tan telúrico como el chimichurri o el dulce de leche: El mito del orgasmo simultáneo.
Si admitimos que el orgasmo es dejar de controlar, si lo mejor que me puede estar pasando en la cama con el otro es que yo esté gozando tanto como para perder el control, y eso es el orgasmo, cuéntenme cómo hicimos para descolgar la absurda idea del orgasmo simultáneo, la idea de que para que una relación sea buena, ventajosa y apropiada, ¡tenemos que terminar juntos!
Si el orgasmo es descontrol, ¿de dónde se saca la idea de que debemos terminar a la vez? Y además ¿cómo construyo la coincidencia?
Esta es una idea absurda y caprichosa, no tiene ningún sentido. Es como si mi esposa y yo decidiéramos un día ir a comer milanesas a un restaurante y por capricho se nos ocurriera que tenemos que comer el último bocado juntos. ¿Se entiende? Entonces nos traen las milanesas y las empezamos a comer mirando la milanesa del otro, a ver cuán rápido o cuán lentamente come para, a su vez, apurarnos un poco para comer a la par… Imagínense el diálogo:
- Estás comiendo un poco rápido.
- No, sos vos el que masticás demasiado.
- No, no, no… sos vos.
- Porque tu milanesa es más chica.
- No, la tuya era más grande.
- Esperá un poco, no te apures.
- Esperá que ahora me falta.
- Esperá que tomo agua…
- Dale, ahora sí.
- ¿Estás lista?
- ¡A la una… a las dos… y a las tres!
Y ¡pumba!, finalmente comemos el último bocado de milanesa, nos miramos y decimos: ¡¡¡Qué bárbaro!!! Y salimos a la calle orgullosos para decirle a la gente que comimos el último bocado de milanesa juntos…
¡A quién le interesa! Y además, ¡¿qué importancia puede tener?!
Es peor que ridículo, porque no es gracioso.
Porque no es comer el último pedazo de milanesa juntos, es perder el control, es intentar controlar lo que, si sucede adecuadamente, es incontrolable.
La historia de los gemidos de la habitación de al lado en los hoteles baratos es significativa:
- Dale.
- Purate.
- No, pará un poqui… No, seguí.
- Perá…
- Daleeeee.
- No me apu…
- ¿Tás?
- No, no, no.
- Sí, sí…
- Ahora vos.
- Ahora yo.
- ¿Y?
- No, no, perá un cachito…
- Ay…
- ¿Qué pasó?
- Se me escapó. ¡¡Qué pelotudo!!
¿Cuál es el fundamento de toda esta pavada?
Yo no tengo ninguna duda de que la sexualidad tiene que ver con el placer compartido; tengan la plena certeza de que es así. Pero de ahí a creer que el placer compartido tiene que darse exactamente en el mismo instante geográfico, geométrico y planimétrico es una estupidez.
No vale la pena cancelar el placer del encuentro pensando en la coincidencia de llegar juntos al orgasmo.
Lo que importa es que entendamos para qué estamos ahí. Y seguro que no estamos ahí para tener un orgasmo en el mismo momento, ni siquiera para tener un orgasmo.
Puede ser que suceda, que estemos comiendo milanesas con mi esposa y los dos coincidamos en el último bocado, nos miremos y digamos: “Uy, mirá, comimos juntos el último bocado, qué lindo”. Pero de ahí a tratar de que suceda…
(Y para darle un poco de humor al asunto, diría que si bien terminar juntos no tiene ninguna importancia, conviene que sea en el mismo día, eso sí. Es más, conviene estar juntos cuando suceda, y esto también es verdad.)
Tratar de controlar el descontrol del orgasmo es evitar el orgasmo.
Aquí sería importante hacer una salvedad. Postergar mi placer para obtener más placer, demorarme porque me da placer hacerlo, es una cosa, pero creer que ésta es mi obligación para que vos tengas tu orgasmo, es otra cosa, es quedarse anclado en el control. Y entonces sucede que cuando me podía descontrolar, ya no puedo hacerlo porque pasó el momento.
Cuando un hombre tiene un orgasmo de verdad, no un mero alivio del agua de las aceitunas, no quiere más… Entonces, el problema del orgasmo simultáneo es que si él se fue y vos te quedaste, ahora te quedaste sola. Y esto es triste. Pero yo me pregunto: ¿Por qué habrá que irse en ese momento? Digamos, podemos esperar tres o cuatro minutos y empezar de nuevo, ¿por qué no?
Si no terminamos al mismo tiempo, ¿por qué abandonar el encuentro ahí?
Si no terminamos juntos, será en la próxima, será en la que sigue o en lo que sigue, en todo lo que viene después. Habrá que esperar un ratito, mientras él está en el síndrome de las seis y media (vieron las agujas a las seis y media, ¿no?), pero nada más. Diez minutos es el período refractario fisiológico, y después podés querer más o no, podés retomar el juego o no.
Alguien podría decir:
Pero ¿si uno tiene eyaculación precoz, cómo hace? Tiene que controlar…
¡Está en los libros! ¡Hay páginas y páginas de todo lo que hay que hacer para postergar la eyaculación! Desde pensar en tu jugador de fútbol favorito hasta meterse un dedo en el culo, desde mirar televisión hasta pensar en tu suegra, desde clavarte la uña en el lóbulo de la oreja hasta pedirle a tu mujer que te apriete un testículo… ¡¡¡Por favor!!! ¡Yo no lo puedo creer!
Un hombre que padece de eyaculación precoz ha sido intimado por su pareja a resolver su problema o…
Desesperado, el hombre consulta a un famoso sexólogo de la ciudad que ha adquirido fama por los éxitos obtenidos en pacientes con problemas como el suyo.
El médico lo examina, le hace preguntas, lo mira con un aparato de extraños rayos azules y luego le dice:
-Bueno, mi amigo. Buenas noticias, estamos en condiciones de curarlo de su problema.
-¿Sí doctor? Qué suerte, ¿qué tengo que hacer?
-Mire, el método es sencillo pero requiere de cierta paciencia para ejecutarlo.
-¿Qué quiere decir paciencia, doctor? ¿Cuánto tiempo voy a tardar hasta curarme?
-Mire, depende de cada paciente, pero yo diría que en quince días va a estar en condiciones de intentar una relación con su esposa.
-No, doctor… De ninguna manera, esto tiene que resolverse hoy mismo… mi esposa se va a divorciar si no lo soluciono.
-Mire señor, nunca he intentado el método con esa urgencia, pero si usted se anima a esforzarse y dedicarme el día, quizás esta noche pueda dar la nota.
-Lo que sea, doctor, lo que sea.
-Muy bien. Comencemos entonces. ¿Comida francesa, italiana o española?
-No sé, doctor, ¿qué me dice?
-Elija, hombre. Usted decide…
-Bueno… no sé… italiana, doctor.
-Bien. Vamos.
Médico y paciente salen de la consulta y se meten, guiados por aquél, en el restorán de Giusseppe, el de la esquina.
-Se trata de esto. Usted debe aprenderse el menú de memoria.
-¿Cómo?
-Sí, sí. Primero tres o cuatro entradas, tres o cuatro platos principales y tres o cuatro postres…
-¿Y?
-Después de aprenderlos se los va a repetir mentalmente hasta que se transformen para usted en un mantra, en una frase automatizada…
-¿Y?
-Así hasta recordar todo el menú. Mis estudios demuestran que no hay nada más inhibitorio del orgasmo que pensar en comida. Así que cuando usted llegue a su cama para encontrarse con su mujer empezará a repetirse la lista de platos aprendida y entonces pospondrá su eyaculación.
-Maravilloso, doctor.
-Bien. Vamos a ver. ¿Qué primeros platos elige para empezar?
-Ehhh… Vitel toné… Ensalada Capresse… Muzzarella in carrozza… Pan de pizza…
-Muy bien, repita eso a ver.
-Vitel toné. Ensalada Capresse. Muzzarella in carrozza…
-¡Pan de pizza!
-Ah, sí, pan de pizza.
-Siga… ahora cuatro platos.
-Canelones alla Rossini… Lasagna… Bagna Cauda… Lingüini putanesca…
-Repita, repita.
-Canelones. Lasagna. Bagna Cauda.Lingüini putanesca.
-Ahora todo hasta aquí. Vamos.
-Vitel toné. Ensalada Capresse. Muzzarella in carrozza. Pan de pizza. Canelones alla Rossini. Lasagna. Bagna Cauda. Lingüini putanesca.
Así sigue la memorización durante horas y horas hasta que el paciente memoriza entera la carta del restorán, cerca de cincuenta platos y más de doce postres.
El paciente, repitiendo su lista, se dirige al departamento.
-Vitel toné. Ensalada Capresse. Muzzarella…
Repitiendo la lista entra en su casa.
-…Canelones alla Rossini. Lasagna. Bagna Cauda…
Y al ver a la mujer le dice:
-Vieja, vamos al dormitorio. El médico es un genio, estoy curado.
La mujer y su marido entran en el cuarto y se tiran en la cama. Ella se acuesta de espaldas boca arriba para recibirlo. El hombre se planta frente a ella, se saca los calzoncillos y dice:
-Vitel toné… Ensalaaaa… ¡Mozo! ¡Café y la cuenta!
Me alegra mucho que nos podamos reír de esto, porque estas son las miserias de nuestra cultura, lo que nos pasa, lo que hacemos. Es siniestro pensar que así vivimos, creyendo estas barbaridades, cuando podríamos darnos cuenta de que no es así desde muchos lugares.
Sobre eyaculación precoz, Masters amp; Johnson tienen un trabajo donde se preguntan algo maravilloso: ¿Qué es precoz? Rápido. ¿Cuánto es rápido? No se sabe. Y entonces descubren que la eyaculación precoz es un fenómeno de ciertos hombres con ciertas mujeres. Que no le pasa a un hombre con todas las mujeres. De modo que definen la eyaculación precoz como una disfunción de la pareja, es decir, del vínculo.
Entonces sucede que Juan es eyaculador precoz con María pero no con Susana.
Que Patricia es frígida con Pedro pero no con Esteban.
Y que Alejandra, que no pudo tener un solo orgasmo con José, es un violín con Julio.
Y esto no es porque Julio y Esteban sepan más que Juan o Pedro. No es porque unos sean más expertos que otros, es porque los vínculos tienen más sintonía, es porque nos hemos encontrado y armonizado.
La química de la pareja es fundamental en este asunto. Porque hay hasta olores que nos vinculan, aspectos que ni siquiera podemos manejar. Uno llega a la cama con alguien, no le gusta el olor, se deshace el encanto y lo que tiene que pasar no pasa. Y no digo que el otro esté sucio, es el olor del otro. Hay aspectos como el olor, el tacto, la sensación con la mirada… miles de cosas que pasan o que lamentablemente no pasan.
La sexualidad incluye mucho más que el contacto genital.
Pero cuidado, pensar que el sexo es un pito dentro de una vagina es una idea necia.
En el siglo XXI esto ya no puede ser cierto. No podemos pensar que nuestra sexualidad se corresponde con el contacto de dieciocho centímetros cuadrados de piel.
La sexualidad tiene que ver con muchas más cosas, no sólo con la penetración y la mera historia del orgasmo. Tiene que ver con una función fundamental relacionada no ya, por supuesto que no, con la procreación, sino con el contacto, el placer, la comunicación y el encuentro con el otro.
Pensar que el placer reside en quién acaba antes y quién después, pensar que el placer se define en si terminé o no terminé, es la historia de los tipos que se quejan porque creen que tienen el pito corto (95%). Y entonces uno se pregunta: ¿Corto como para qué? ¿Cuál es la idea de lo corto? ¿De qué se trata la fantasía de la virilidad relacionada con el tamaño del pito?
Hay dos órganos fundamentales, que son los que más intervienen en la sexualidad: la piel y el cerebro. Si bien es cierto que en una etapa hay una genitalización de la energía relacionada con la libido, esto es sólo en el momento preorgásmico. En el resto del tiempo habrá que ver cómo administramos toda la energía que nos sucede.
La excitación sexual es energía que se acumula y que circula por todo mi cuerpo. Tratar de focalizarla en los genitales, en una erección o en cierta humedad, me parece que es demasiado nimio. La sexualidad le sucede a todo mi yo.
Si no encontramos nuestra satisfacción, sería bueno ver qué nos pasa a nosotros. Porque existe una fantasía harto peligrosa desde el punto de vista formal: creer que el problema lo tiene solamente el otro.
El problema se coloca en el otro:
“Lo que pasa es que vos sos frígida”…
“Lo que pasa es que vos sos eyaculador precoz”…
Mi propuesta es colocar el problema en el desencuentro entre nosotros.
Seguimos juntos, buscamos, intentamos, probamos, pedimos ayuda, invitamos a alguien… En fin, lo decidimos juntos, pero no lo colocamos en el otro.
Sepamos aceptar que no es culpa de uno o del otro. Lo nuestro no está funcionando por alguna razón.
Dejemos de lado los dedos acusadores que apuntan al culpable del fracaso sexual.
Sería bueno ver qué es lo que está pasando entre nosotros con la eyaculación precoz, con la falta de excitación, con esta falta de lubricación tuya, con esta falta de erección mía, con esta falta de orgasmo que tenés o que tengo.
Hay que entender que estas disfunciones tienen que ver con nosotros dos, con lo que nos pasa, con un desencuentro entre nosotros. Porque la sexualidad siempre es algo compartido.
Y como las dificultades son compartidas, se solucionan compartidamente.
La sexualidad no consiste ni se define en el tamaño, en las dimensiones, en las estructuras, y tiene que ver, básicamente, con la actitud.
El mundo está plagado de historias de culos grandes y chicos, de dimensiones de pitos, de tetas prominentes o no, y de cosas que, en verdad, no se relacionan en nada con el encuentro sexual en sí mismo.
Deshagámonos del culto al orgasmo, del culto a la eyaculación con orgasmo, del culto al orgasmo simultáneo. Lleguemos a la cama solamente para disfrutar. Y si en este curso de disfrutar sucede una eyaculación, bien. Y si no sucede, no sucede.
¿Quién dice que para disfrutar hay que tener una eyaculación o un orgasmo?
El orgasmo es la irremediable consecuencia de haberla pasado bien en la cama, pero no el objetivo.
Hay que abandonar la idea de que la sexualidad es el pito parado. Creer que coger tiene que ver con la erección y la vagina lubricada es una idea mezquina. El placer de la sexualidad es mucho más que eso.
En una de mis charlas, un señor me dijo:
“Pero si alguien quiere serruchar durante una hora, no puede sin erección”…
Entonces, yo le contesté:
“Al que se siente mal porque quiere serruchar durante una hora y el pito no se le para, yo le diría: bajate de la idea de querer serruchar durante una hora y el pito se te va a parar durante una hora y media”.
Nuestros órganos sexuales no responden a nuestra cabeza. Le decimos “parate” y no se para. Le decimos “ahora no te pares” y se para.
Un matrimonio está paseando por París en su luna de miel. Estando en Montmartre, ven un cartel que dice: “Tony, el macho latino”. Interesados en ver de qué se trata, entran a ver el show.
Previsiblemente, Tony, un musculoso con cara de italiano, bigotes, un tipo muy hercúleo de unos treinta años, aparece en el escenario contoneándose y a los pocos minutos tiene una erección interesante. Delante de Tony hay un atril, y en el atril, una nuez. Tony se para frente al atril y con un movimiento pélvico logra partir la nuez. Todo el mundo aplaude… Ellos se sorprenden. Ella sale codeándolo, diciendo: “¿Viste, no?”, y se van a su casa.
Pasan veinticinco años y vuelven a París. Cuando pasan por ese lugar de Montmartre, ven un cartel que dice: “Tony, el macho latino”.
- ¡Otra vez, no puede ser el mismo Tony! -dicen.
Entonces entran y aparece Tony, de unos sesenta años. Está musculoso todavía, pero un poco arrugadito, medio canoso, un poquito más fláccido. En el escenario ven un atril, y en el atril, un coco. Los tipos se quedan helados. Tony se concentra y… ¡zaz! Una erección y ¡toc!, el coco cae partido por la mitad. El marido, desbordado, siente el orgullo de ser hombre y la envidia pertinente de que otro consiga lo que uno no puede. Entonces se acerca a Tony y le dice:
- Disculpe, ¿usted es el mismo Tony que estaba acá hace veinticinco años?
- Sí.
- ¡Pero es increíble! Nosotros lo vimos hace veinticinco años y partía una nuez, ¡y ahora un coco! ¿Cómo puede ser?
Y Tony dice:
- Y… la vista no da…
Salvando las distancias, hay que descartar la pretensión de conseguir cosas programadamente. No hay por qué querer coger una hora, dos horas ni media hora. Me parece que hay que querer todo el tiempo que uno tenga ganas. Y en ese tiempo uno hará con lo que tiene lo que puede y hasta donde puede. Y en todo caso, esa será la sexualidad que uno puede en ese momento.
Esta es, para mí, la sexualidad sana.
El 95% de los hombres y las mujeres que tienen disfunciones sexuales (anorgasmia, eyaculación precoz, impotencia) tienen lo que se llama la anticipación del fracaso. Esto es, piensan que no van a poder y entonces después no pueden, piensan en lo que tendría que pasar y después no pasa. Gran parte de nuestro fracaso sexual depende de esto.
A partir de los estudios sexuales realizados desde los años ’60 para acá, hoy sabemos que el 75% de los problemas sexuales se curan solos cuando el individuo cancela la expectativa de que tiene que ser diferente.
La mayoría de los terapeutas sexuales recetan a sus pacientes un ejercicio casi infalible:
Vayan a la cama, hagan de todo, pero no cojan.
Esto es: cancelen la exigencia de estar lubricado, erecto, firme, durando, etc. Y lo que sucederá será que bajará la expectativa y la sexualidad comenzará a funcionar de otra manera.
No puede elegir el que tiene una exigencia previa. Y el que tiene una exigencia previa tiene que aprender que su pito y su vagina no responden a su cabeza, que responden a la emoción, al sentir, al cuerpo y a la vivencia del encuentro.
Hay, por supuesto, algunas pocas razones físicas que podrían determinar una incapacidad de erección o de excitación, pero representan en conjunto el 2% de todas las consultas por disfunción. Los demás, la inmensa mayoría, llegan a este odioso lugar desde sus propios bloqueos personales.
Un tipo, que tenía una impotencia muy grave y una relación muy complicada con su mujer, empezó a ir a un médico que hacía hipnosis. Después de ocho sesiones, el tipo llega a la casa, le dice a la esposa que lo espere un minutito, va al baño y se encierra cinco minutos. Al rato sale hecho una furia… excitado, erotizado, traspirado, sudoroso, erecto. Se tira arriba de la mujer, le arranca la ropa con los dientes y le hace el amor espectacularmente.
Al día siguiente llega, se encierra otra vez en el baño cinco minutos, sale y otra vez se le tira encima, hace todas las posiciones, colgado de la lámpara, el salto del tigre… todo.
Al otro día otra vez: los números, las categorías, los animalitos, los personajes de la televisión, los dibujitos, ¡todo!
Pero siempre, antes de hacer el amor, se encierra en el baño. Entonces a ella le llama la atención: ¿Qué hará en el baño? ¿será una parte de su terapia?, se pregunta. Hasta que un día decide espiarlo…
El tipo entra, se mete en el baño y la mujer lo mira por el ojo de la cerradura. Entonces ve al tipo mirándose atentamente frente al espejo diciendo: “No es mi esposa… No es mi esposa… No es mi esposa…”
Una de las cosas que deserotiza a los hombres de un modo bastante complicado tiene que ver con cargar a su compañera el rótulo de esposa.
(Posiblemente un resabio de aquello de la puta y la madre, ¿se acuerdan?)
La sexualidad es tan importante en la vida que valdría la pena empezar a pensarla como un desafío. El desafío de la sexualidad plena.
¿Qué significa una sexualidad plena?
La relación sexual plena debería incluir por partes iguales ternura y erotismo.
A mí me gusta decir simbólicamente que habría que llegar a la cama con un ramo de flores y un video pornográfico. Esta sería la suma.