I

EL PRIMERO DE ENERO DE MIL OCHOCIENTOS SETENTA, me paseaba por París con Siffrelin. Fui a buscarle a su casa, en el barrio de San Antonio; bordeamos el Sena. Ahora recorríamos las avenidas de los Campos Elíseos; y a los burgueses endomingados les extrañaba la pareja que formábamos, yo con gabán y sombrero de copa y él con su blusa que asomaba por debajo del carric raído que llevaba puesto. A veces, posaba su pesada mano sobre mi hombro y con la otra se acariciaba la barba con uno de esos gestos solemnes que tienen los obreros viejos. Luego, pese al frío se quitaba su gabina de media copa y dejaba flotar sus largos cabellos blancos. Era un día tranquilo y plomizo. Alcé el cuello de terciopelo de mi gabán.

—Tío Siffrelin —le dije—, estas gentes no nos quieren.

Se encogió de hombros y escupió majestuosamente. Parecíame estar al lado del jefe de una tribu extranjera, entre bárbaros hostiles: aquella compañía me proporcionaba no sé qué placer áspero y despreciativo. Y pensaba yo en las mujeres de las que estaba enamorado y en las poesías que escribía en secreto. Pensaba también en Siffrelin y en sus dos hijas, Fernanda y María Rosa, una afeada o, al menos, endurecida, recocida por la labor y la maternidad, y la otra virgen todavía y magnífica.

—María Rosa —murmuré—. Va usted a casarla uno de estos días.

—Es siempre lo bastante pronto para hacer una desgraciada.

Vi en su cara contraída de pronto que pensaba en la otra, en Fernanda, aunque ésta no fuese desgraciada en su matrimonio. Se había casado con un cerrajero de las cercanías, un mozo apuesto y bueno, pero su hija… Se produjo un accidente en el parto: y nació una niñita con la columna vertebral desviada y que no sería después más que una solterona jorobada.

—Y de veras ¿no se puede hacer nada por esa pobre pequeña? Uno de estos días les traeré un amigo mío médico.

—Como sabes —me dijo— han intentado escayolarla, en los primeros años, y no hay nada que hacer. Así está, y así se quedará.

Resultaba atroz pensar en aquello. A nuestro alrededor, entre los hermosos árboles, desnudos y rectos, de los Campos Elíseos, no había más que familias felices. Un niñito, disfrazado de zuavo, a quien perseguían sus compañeros, vino a enredarse en mis piernas; y luego, desaparecieron con fuertes gritos.

—¿Sufre mucho Fernanda? —proseguí.

—Sí, y el padre no se siente orgulloso… Y el abuelo tampoco —añadió muy quedo, al cabo de un instante de silencio.

—Estas desgracias no suceden más que una vez —le dije—. María Rosa tendrá más suerte.

Me dediqué a pensar tan sólo en María Rosa, en su aspecto saludable, en el gozo grande y violento que me inspiraban su estatura, su voz sorda, sus brazos desnudos, su carne adivinada bajo la chambra blanca y la ropa gruesa. ¡Qué bellas son las mujeres —me dije— qué bellas son! Toda mi alma se sintió de pronto en fiesta. Cogí el brazo del viejo Siffrelin y apresuré el paso. Desde el bajo vientre me subía al cerebro una embriaguez aguda, casi dolorosa. No todo estaba perdido en este mundo puesto que había las mujeres y yo podía y quería consagrarles mi vida. Luego, vi una niñita jorobada que juega sola en un rincón, y que levanta hacia nosotros unos ojos fijos en donde no pasa nada todavía, en donde nada habla ni nada interroga.

—Y ella ¿se da ya cuenta? —pregunté—. ¿Sabe que no es como todos los niños? ¿Tiene amiguitos que se hayan burlado de ella?

—No lo sé —dijo Siffrelin, en tono brusco. Y volvió a ponerse el sombrero lanzando un gran suspiro.

En la calzada, el golpeteo de los cascos de los caballos, sus cascabeles, el rodar algodonoso de las ruedas producían un rumor que ascendía, en el aire sombrío, hacia la Estrella y la avenida de la Emperatriz. Caracoleaban unos jinetes, dirigiendo señas a las calesas. Torcimos a la derecha y recorrimos unas calles desiertas, con las tiendas cerradas y luego, los bulevares donde hormigueaba la multitud. Señalando en dirección a Saint-Lazare y a la Puerta de Saint-Denis, Siffrelin rezongó:

—Eso me recuerda el mes de junio del 48. La cosa ardía por aquí.

Me contó sus batallas mientras volvíamos sobre nuestros pasos. Le habían detenido junto al cuartel Poissonniére, y le llevaron a los panteones de las Tullerías. Y me lo describía: mil quinientas personas amontonadas allí dentro, las mujeres que aullaban; algunas se volvieron locas. De cuando en cuando, los guardias móviles disparaban al azar por los tragaluces. Y luego, en el curso de la noche, el redoble de los tambores y las hogueras del pelotón. Al día siguiente vinieron a llevarse una parte de los detenidos para cambiarlos de prisión, y él se fugó por los almacenes de madera del Louvre. Un verdadero milagro. Hubo también el 2 de diciembre. Aquella vez peleó en el barrio mismo, ante su taller, de la calle de Aligre. Mientras me refería todo aquello, anocheció y se encendieron las farolas. Vimos de nuevo el Sena, y la multitud se adensó más aún. Empezaron a vocear los diarios de la noche. Propuse a mi compañero que volviésemos por la otra orilla, para variar, y cruzamos el puente de Solferino.

En la esquina de la calle del Bac con el malecón la gente se agitaba. El ómnibus Grenelle-Puerta Saint-Martin desembocó con su imperial atestada de viajeros, con un gran jaleo. Pero no era el vehículo el causante de aquel movimiento de la multitud. Aparecieron unos jockeys precediendo la carretela a la daumont del Emperador y de la Emperatriz. Nos encontramos, Siffrelin y yo, al borde de la acera, en la primera fila de los curiosos. Cerca de mí, una dama bien vestida, graciosamente apoyada en el brazo de su marido, agitó su pañuelo. Sus dos niñitas, rojas de emoción, gritaron: «¡Viva el Emperador!». Las miraron. El marido pareció azorado. Hubo otro grito, tímido, de «¡Viva el Emperador!». Le vi pasar, pálido bajo su bicornio de general, con la perilla demasiado negra, y a su lado, la Emperatriz con un manto de piel. Brilló un diamante. Unos dragones cerraban el cortejo, que desapareció en dirección a las Tullerías. La multitud se dispersó.

—¿Les has visto? —me dijo Siffrelin.

Cruzamos de nuevo el Sena y nos detuvimos largo rato ante el pretil, al pie de la estatua del rey Enrique. Estaba todo obscuro. El río proyectaba su largo curso espejeante, animado por los reflejos del gas, e iba a perderse en las profundidades de París. A nuestra derecha, el Louvre y las Tullerías extendían su masa fúnebre. Dije a Siffrelin, erguido a mi lado, con su rostro hosco entre la selva de cabellos blancos:

—Tío Siffrelin, el verdadero emperador de París es usted.

—Un raro emperador —replicó— y quizá tan reventado como el otro. Porque, como sabes, debe estar muy reventado.

—¡Por menos lo estaría uno! —exclamé. Y continué: —Hablemos de cosas serias, tío Siffrelin. No me ha contado usted nada de sus negocios. ¿Cómo marcha la ebanistería?

—Pronto me faltará la goma laca —me respondió—. Ven a verme uno de estos días.

—Iré a tomar café con usted y con María Rosa, y charlaremos. ¡Sepa usted, tío Siffrelin, que no hay que tomarme por un Juan Lanas! No me olvido de las cosas serias. Pregunte usted a mi familia…

Se echó a reír, inclinándose sobre el pretil. Permanecimos callados contemplando los reflejos del Sena. Pensaba yo en la jornada concluida, en el trabajo que tendría que reanudar al día siguiente, en la duplicidad de mi existencia, en salidas imposibles, en mis poesías, en María Rosa. A nuestra espalda los transeúntes circulaban, apretadamente. Sentíame helado, pero me parecía que aquel frío resultaría por completo intolerable si hacía yo el menor movimiento. A nuestros pies, bajo el arco del puente, brilló un reflejo más vivo, como de un repentino incendio. Una barcaza se deslizaba ante nuestros ojos, en cuya popa, cerca del timonel, ardía un gran brasero. Aquel fuego se alejó poco a poco, se perdió bajo el puente próximo, fue disminuyendo en la lejanía; pero me había dejado una imagen llameante y azarosa, y cuando levanté la cabeza sentí los ojos deslumbrados y el corazón vacilante. Proseguimos nuestro camino. Apreté mis puños helados dentro de los bolsillos del gabán, y contemplé a Siffrelin, enorme a mi lado, y tan ridículo con su carric raído, su sombrero deslucido, su barba blanca, su aire de hombre enterado. Y me sobrecogió un inmenso desaliento.

—¡Ah! —pensé— ¿qué voy a hacer con mi pobre persona? ¡Si, al menos, alguien pudiese decírmelo! Y si me lo dijera, se expresaría en parábolas y yo no lo entendería. ¿Qué puede uno entender de lo que dicen las gentes? Esas, que hace un rato han gritado: «¡Viva el Emperador!» ¿qué querían decir? Y ese barco, como inflamado, que acaba de pasar ante mí ¿qué significaba? Indudablemente, nada tampoco.

Sin embargo, mis ojos conservaban el fulgor de aquel fuego sobre el agua, junto al hombre negro y a su timón. No podía haber aparecido ante mí por nada, mientras cruzaba París de parte a parte.