III
DURANTE VARIOS DÍAS HICE EL TRAYECTO, A CABALLO, o a pie, entre Neuilly, el Ministerio de la Guerra y el Hôtel-de-Ville, llevando noticias, transmitiendo órdenes, intentando en vano desenredar aquella madeja de hilos contradictorios. Rossel pensaba dimitir, Félix Pyat en hacer fusilar a Rossel. El Comité Central imponía sus caprichos a los jefes de las legiones. La Comuna y el Comité de Salvación Pública estaban en guerra declarada. Llegaban noticias esperanzadoras de provincia: Lyon se agitaba de nuevo y enviaba delegaciones a Thiers; se organizaban congresos en los departamentos. Pero aquellas esperanzas se disipaban enseguida. París volvía a decaer, entregado a sí mismo y a su frenesí. Acusaban a los generales: Dombrowski, La Cecilia, Eudes, Lisbonne. Estos recriminaban a los Comités. Tuve ocasión de ser enviado en misión al fuerte de Issy. Allí no había ya más que ruinas. No sé cómo volvía a encontrarme allí, removiendo los escombros como una rata, a mi amigo el portero, negro de pólvora, con una venda roja de sangre sobre la frente. Le comuniqué la muerte de Barbuchet: «Pronto me llegará el tumo», me dijo.
Mientras el señor Thiers bombardeaba París, un anuncio recordaba el discurso indignado que había él pronunciado veinte años antes, con motivo del bombardeo de Palermo por su rey. «Todos os habéis estremecido de horror, señores, al enteraros de que durante cuarenta y ocho horas una gran ciudad ha sido bombardeada. ¿Por quién? ¿Era un enemigo extranjero el que ejercitaba los derechos de la guerra? No, señores, por su propio gobierno. ¿Y por qué? Porque esa ciudad infortunada pedía unos derechos». Mientras las murallas se derrumbaban alrededor de la plaza de La Estrella, como si el fuego saliera del Arco de Triunfo mismo, yo evocaba la cara del nuevo rey Bomba, pavoneándose en Versalles entre sus Estados Mayores y entregándose finalmente a ese arte estratégico con el cual había soñado a menudo en la paz ardiente del gabinete de trabajo. Y yo sentía, pensando en él, la curiosidad exasperante que me habían inspirado Napoleón y Eugenia y que me inspiraban, en suma, todos los que, en esta vida, se atreven a ocupar el primer plano en la escena. Pregunté a Becker, a cuyo lado recorría la avenida de los Campos Elíseos, cortada por las trincheras:
—¿Es un granuja, verdad?
—Eso se dice pronto.
—Pero en fin ¿qué piensa? ¿Adonde quiere llegar? Y cuando no era más que un pobre estudiante, ¿sabía que iba, en un momento dado, a bombardear París?
Le veía yo en su cuarto de estudiante. Quizá venían a visitarle allí unos jóvenes como él, y se querían, como Máximo y yo nos habíamos querido.
—Hay que examinar bien las cabezas de los hombres —dijo Becker muy suavemente—. Este es un marsellés con unos ojos vivos, una boca bien dibujada: esto forja médicos, notarios, adaptados enseguida a su profesión y que adquieren también enseguida un verbo agudo y tajante.
—También eso puede dar origen —dije— a condottieri, a aventureros.
—¡No, no! —exclamó Becker—. Los condottieri, los aventureros, pertenecen a otra especie. Los meridionales de que te hablo no buscan la gloria, ni el riesgo, sino la consideración. Son considerables, y siguen siéndolo cada vez más. La gloria y el riesgo llegan por añadidura, e incluso el poder y el dinero. No los desdeñan sin duda, ¡al contrario! Pero ante todo, lo que les importa es ser considerados. Por eso son capaces de todas las hazañas y de todos los crímenes, sin romanticismo, pero con seguridad, con ostentación, como buenos técnicos. Lo saben todo, lo conocen todo. Son aficionados a todo, tienen gusto y erudición, reúnen colecciones, se las arreglan enseguida para vivir en una opulencia sin poesía, pero cómoda y autoritaria. ¡Ay! Figuran meridionales en nuestras filas, pero no son Adolfos Thiers. Nuestros meridionales son vociferantes: sin autoridad ni sentido práctico. Melenudos. Nada de esa carátula bien asentada ni de esa mirada penetrante. Tenemos el foliculario, el rey de las cervecerías, el fracasado agriado. No tenemos el estudiante tenaz, que lo capta y lo comprende todo y al que no le choca superarse siempre.
—¡Becker! —exclamé—. ¡No puedes saber la admiración que siento por esa raza de hombres! Y tú también, pareces conocerles demasiado bien para no admirarlos.
—Un filósofo —me dijo Becker —se pasa la vida explicando la vida de los que hacen lo que es incapaz de hacer él mismo. ¡Eh, cuidado!…
Nos tiramos al suelo mientras una granada silbaba por encima de nuestras cabezas.
—Sin embargo —murmuré levantándome— ahora te dedicas a la acción.
—¡Bah! —dijo con una risotada—, una acción retardada, la única en la que podía yo alistarme. Recuerda que Maquiavelo cometió tonterías toda su vida.
—¿Es que hacemos una tontería en este momento?
—Vamos allí donde nuestra estrella y nuestra meditación nos han impulsado. Y esto no es una tontería. No es más que una desgracia, una desgracia magnífica y necesaria. Pero ni tú ni yo, Teodoro, vamos a ello por afán de aventura o de riesgo o de poder o de dinero, o por esa necesidad de consideración que coincide hoy, en nuestra era burguesa, con el talento político. ¿Cómo decirlo? En el hombre de acción verdadero, ya Foutriquet, que es un meridional de talento, o Félix Pyat, que es el meridional de aventura y de cervecería, la figura se agranda con la acción. Cuando digo que se agranda, quiero decir, claro es, que aumenta. La nuestra no se mueve; permanece borrosa, indefinida, tal como nosotros la queremos mantener, nosotros que no hacemos más que vaciarla desde el interior. ¿Dónde está mi figura, Teodoro, dónde están mi verbo y mi gesto? ¿Cuál es su nombre? ¿Dónde estoy? ¿Apuesto a que te lo has preguntado a menudo? Pues bien, yo soy un filósofo. Y sin duda la revolución no gana nada con tener en sus filas un filósofo. Y yo ¿qué gano con ello? Hay, sin embargo, un acuerdo secreto entre ella y yo, un acuerdo fatal: pero ella y yo somos los únicos en saberlo.
Entonces, mientras las granadas retumbaban alrededor de La Estrella, miré a Becker con su alta silueta extravagante, sus ojos tristes, sus largos brazos solemnes y ridículos y me pregunté si yo no me asemejaba un poco a él.
—Me parece —dije— que todo lo que acabas de decir se podría aplicar a mí.
—¡Pardiez, ya lo sé! —dijo poniéndome una mano sobre el hombro—. Y por eso te quiero, pequeño Quiche.
—Veamos —prosiguió con un gruñido sarcástico— ¿qué hacemos aquí? ¿Qué hago yo? ¿Es que sirvo a una causa? No soy lo bastante lógico para eso. No sirvo tampoco a mi causa: mi vientre me hace pensar, pero no es lo bastante exigente para hacerme trepar por el mástil de la cucaña. No, hay entre nosotros suficientes lógicos y dogmáticos llegados para servir una causa; los suficientes logreros también que sueñan con servirse a sí mismos. Por desgracia para la causa tienen demasiada poca envergadura y la causa se queda en sus dimensiones. Y, sin embargo, no vayas a creer que es la afición al fracaso la que me ha hecho enrolarme. No me agradan ni el desastre ni la muerte. Sé que algún día la revolución estallará, sé que mi sacrificio no habrá sido inútil. Pero sé también que, por lo que respecta a hoy, está perdida.
—¿Perdida?
—Perdida.
Permanecimos silenciosos. El cielo estaba rojo ante nosotros.
—Entonces —continué con voz angustiada—, todos estos esfuerzos, estas esperanzas…
—Habrá que volver a empezar.
—Pero ¿y nosotros?
Hizo el gesto de segar el suelo, mientras sus labios imitaban el ruido de la guadaña.
—Pero —balbucí— hay revoluciones que han triunfado… Eran tan locas como la nuestra. Han hecho correr tanta sangre, han mostrado tanto desorden; y luego, sus comités, sus hombres han vencido, se han asentado…
Movió él la cabeza:
—Teodoro —me dijo—, no intento asentarme y no deseo otra cosa sino ver a Félix Pyat instituido como dictador vitalicio. No, he ido hacia el lado de la revolución pues sé que es por donde el hombre ¿cómo decirlo?, se dilatará. Desgraciadamente la tierra no está todavía lo bastante caldeada. Hay resistencias: de aquí, el estallido al cual vamos a asistir.
—¿Pero entonces, Becker?
—Pues bien, nosotros hemos entrado en todo esto obscuramente, ¿verdad? Nos quedaremos ahí sepultados en la obscuridad. Para nosotros no habrá cambiado nada. ¡Ah! Sin duda, hay revoluciones que triunfan. No las envidio. Es que han podido ser digeridas: entonces levantan estatuas a esos «sans-culottes» y a esos regicidas a quienes habían denigrado tanto. Sí, se conservan sus comités y sus instituciones; siguen funcionando. Todo esto entra en la historia. Nosotros…
Sonrió con una sonrisa profundamente amarga y prosiguió bajando el tono:
—Nosotros nos quedaremos a la puerta de la historia. No nos perdonarán. Porque perdonaron a Cromwell y a Danton. Pero nosotros… nuestro recuerdo, provocará confusión o asco. No dirán que hemos podido realizar actos heroicos o audaces, que hemos combatido con el valor de la desesperación. No dirán nada de nosotros, no querrán decir nada. Aníbal, Tamerlan, Napoleón, habrán podido aniquilar miles de vidas humanas: seguirán siendo unos seres sublimes, y nuestros vencedores vendrán piadosamente a volver a poner en pie la columna que vamos a derribar uno de estos días. Y apostrofarán al blasfemo. Mira, se pueden hacer revoluciones para instaurar la libertad, o permitir a un tirano que domine el mundo, o defender la Carta Magna, o bien —y esto no está mal ideado en absoluto— imponer la virtud. Pero detrás de nosotros, se ve despuntar algo monstruoso y completamente inadmisible: ¿no adivinas qué?
—Sigue.
—¡Oh! Es terrible lo que se ve despuntar detrás de nosotros. Es inhumano. Es… ¡Piensa un momento! La supresión de la propiedad. ¡Hum! Todavía podrían pasarnos quizá, en último caso, nuestro odio a los conquistadores, hasta nuestra irreligiosidad y nuestro ateísmo. En realidad, no nos lo pasan, porque saben lo que eso presagia. Quien no reverencia ni a Napoleón, ni a la patria, ni a la familia, ni al buen Dios, ¡oh, oh! es capaz… ¡chist! de desear la destrucción del capital. Sí, a ese, le ven venir: es capaz de todo. Ya verás, Teodoro, o mejor dicho no lo verás. Porque vamos a ser exterminados, y después… el olvido. La paz desértica de lo que no entra para nada en la historia. La paz que pesa sobre el acontecimiento inconcebible y sobre el escándalo. Ya todo el mundo nos ha abandonado con nuestra lepra, Luis Blanc nos ha traicionado, Garibaldi se ha negado cortésmente a dirigir la guardia nacional, Víctor Hugo se aparta de nosotros. Por lo tanto: ¿es que no somos unos malditos?
—Pero, sin embargo… —dije con obstinación.
—Sin embargo ¿qué?
—¡Si se triunfase!
—Jovencito Quiche —me dijo cogiéndome del brazo—, hay quizá algo que intentar. Aunque sea ya tarde… Aunque se hayan cometido demasiadas tonterías… Lo primero, habría que echar mano realmente a la Banca. Pero Jourde y el tío Beslay son unos memos. Tienen almas de contable. Si realmente el pueblo se apoderase de la Banca, el señor Trasnonain lanzaría por fin un grito de dolor. Garibaldi nos ha dicho: «Tened un jefe, un dictador». Es lo que nos falta. ¿Tienes el corazón sólido, Quiche?
Recordé de pronto las conversaciones que había yo sostenido con Máximo, nuestras esperanzas, los Guías Secretos, y sentí el vértigo del hombre solo, sobre la cuerda floja, a quien proponen que ejecute un acto decisivo. Becker, con el entrecejo fruncido, prosiguió:
—No veo más que uno solamente que pudiera ser el jefe. Pero, después, Quiche, no habría que vacilar en matarle.
—¿En matarle? —balbucí.
—Sí, le mataríamos, tú y yo. Es muy fácil, ¿sabes? matar un jefe. No es como matar un hombre.
—¿Y quién es él?
—Rossel.
Hubo un silencio. Becker continuó:
—Ven esta noche, a las ocho, al Tío Duchéne. ¿Puedes?
—Contaba con ver a María Rosa.
—Deja a María Rosa en paz. Tendrás mucho tiempo para verla. Por el momento hay que intentar algo. Estamos agotados, Teo. Ven, ¿sabes dónde está eso?
La redacción de El Tío Duchéne estaba en casa de Vermersch, en la calle del Sena; había yo estado allí una vez. Vermersch me dijo con orgullo:
—En esta habitación ha vivido Baudelaire.
A las ocho llamé en la puerta. Vermersch y Becker estaban allí, sentados sobre la cama, entre libros y papeles. Estaba también un hombre barbudo, de aspecto simpático, que se llamaba Vuillaume, un pintor cuyo nombre he olvidado y que formaba parte de la federación de artistas con los ciudadanos Courbet, Manet, Corot, Dalou y otros que se han hecho célebres después, cuyas obras, según parece, son recogidas en las ventas y los museos. Y, por último, un joven alto, amarillento, de mirada turbia, que fumaba trabajosamente una pipa de barro, con el hornillo al revés. Parecían estar esperando a alguien. El pintor peroraba. Vermersch le hizo callar y se puso a hablar a su vez. No he conocido nunca a nadie que hablase como Vermersch. Sus palabras parecían superarle. Su rostro permanecía impasible, con la mirada fría; pero las palabras estallaban, sarcásticas, centelleantes, más vivas que el pensamiento. Dividía las cuestiones diciendo: «Primer problema… Segundo problema…». Y cada cosa parecía clara y reducida a sus elementos. Luego, con una brusca carcajada proponía una conclusión inesperada y que no tenía nada que ver con las consideraciones precedentes. Y se encogía de hombros como dando a entender que, a fin de cuenta, no quedaba más que realizar alguna acción inconsecuente y grandiosa. Sus amigos le escuchaban sin parecer dar gran importancia a sus discursos. Becker silbaba.
El pintor y Vuillaume se marcharon pronto. El joven de la pipa al revés nos tendió una mano colorada y húmeda y salió a su vez. Vermersch siguió hablando, formulando las preguntas y las respuestas, planteándose a él mismo objeciones y reduciéndolo todo a la nada; luego imitó un discurso de Félix Pyat, y me retorcí de risa. Finalmente, oímos unos pasos precipitados que subían la escalera, y vi entrar a la mayor, a la más bella de las dos muchachas con quienes me crucé delante de la puerta de Rossel. Nos levantamos. La mirada magnífica nos recorrió sucesivamente, ardiente e interrogadora. ¡Qué bella muchacha! Erguida, elegante, podía estar en donde fuese sin perder nada de su derechura y de su elegancia.
—Mi hermano —dijo— no puede venir enseguida. Se reunirá con nosotros después de cenar.
Minutos más tarde, cuando estuvimos sentados ante la mesa con ella, alrededor de un conejo salteado, en el local de un vinatero de la vecindad, ella parecía tan desenvuelta como en una comida familiar, entre personas de su clase. Sin embargo, no inspiraba ninguna familiaridad. Su sencillez seguía siendo perfecta, sin abandono y sin afectación. Se había quitado el sombrero, colgándolo en una percha junto a nuestros quepis y fieltros, mostrando entonces unos hermosos cabellos castaño claro. Llamaba a Vermersch y a Becker por sus nombres, sin decir ni ciudadano ni señor y cuando supo el mío, me llamó Quiche, con toda naturalidad. Vermersch la llamaba ciudadana Rossel; Becker y yo, señorita. Antes de sentarnos a la mesa, tomamos un ajenjo, en el mostrador: ella aceptó el vaso que la ofrecían y bebió la mitad.
—¿Conocéis a Lisé, verdad? —dijo ella—. Sí, Lisé, es como llamamos a mi hermano en casa. Ya sabéis que no se prodiga. Sin embargo —añadió con orgullo— yo puedo afirmar que no ignoro ni uno solo de sus pensamientos. Pues bien, tened confianza en él, habladle: está completamente decidido. ¿Con quiénes se puede contar?
Nombraron a Rigault, a Ferré, a algunos blanquistas.
—¿Y Delescluze?
—Con Delescluze también.
—Lisé no tiene ambición —continuó la joven—. Le garantizo yo. Únicamente está loco de desesperación, necesita derribar las puertas. Si le oyeseis cuando habla de Metz… ¡Cómo le atormentaba! ¿Sabéis que la conspiración estuvo a punto de triunfar? Las tropas se sublevaban contra Bazaine y salvaban la plaza. Todo había cambiado. El más hermoso ejército francés acudía en auxilio de París. Una locura fallida… Esta, hay que hacerla triunfar.
E insistió:
—No es por él, pobre… Él no quiere nada, no pide nada. Ya sé que Pyat le denomina Cesarion…
—¡Pyat! —dijo Becker asqueado.
—¡Pobre Lisé! —repitió la muchacha—. Él, tan puro… ¿Me creéis, verdad? Dime, Vermersch… ¿me creéis todos? ¿Puedo hablar delante de vosotros, puedo decirlo todo?
La miré con emoción. Vermersch no hablaba ya casi nada. Becker comía y bebía, con la cabeza en su plato, pero levantados los ojos hacia la joven cuyas lindas manos admiraba yo mientras movían con tan tranquila sencillez los cubiertos de estaño, el cuchillo de mango de cuerno. Sus grandes ojos claros expresaban la inocencia más absoluta. Pensé en María Rosa, que tenía también ojos inocentes. Pero la inocencia de María Rosa podía ser afectada por la pena, por el dolor. María Rosa se haría una persona mayor: era ya una mujer. La hermana de Rossel permanecería inalterablemente tal como me aparecía aquel día. No podía perder aquella magnífica mirada sorprendida y confiada. No sé lo que Becker y Vermersch podían pensar de ella y de sus palabras. Sin duda los emocionaba, y hasta les cohibía un poco. Ella no le daba importancia. Les hablaba de su hermano como le parecía natural que se hablase de él. De cuando en cuando, yo la animaba como para hacerla ver que la comprendía. Pero comprendida o incomprendida, delante de nosotros o delante de quien fuese, de jueces, de enemigos, ella hubiera hablado de la misma manera.
—Cuando vino a París, entre vosotros, aceptó lo que le ofrecieron, no ha querido nunca situarse el primero. Si es delegado en el ministerio de la Guerra es porque lo han querido así… ¿Entonces?… Y si mañana se le pide más aún, aceptará. A mí, veis, no me extraña que le llamen. He creído siempre que le llamarían. Un día, siendo niños, lo dije al pastor que se encargaba de nuestra instrucción religiosa. Le dije: sé que Luis será llamado. Me contestaron que eso era orgullo. Pues bien, sea, me siento orgullosa de él. Pero hay que triunfar, ¿verdad, amigos? ¡Es preciso!
—¡Triunfaremos, señorita! —exclamé.
—En aquel tiempo —prosiguió ella— era ya el mismo: tan serio y reflexivo como ahora. Orientaba mis lecturas. Más adelante, cuando estaba en la Politécnica, me enviaba verdaderos cursos. Me ha enseñado filosofía, Leibniz, Descartes. Recuerdo una carta en la que me explicaba: «Desde Descartes, somos libres». Él siempre ha pensado que era libre. Por eso ha preferido desobedecer que renunciar, aunque fuese un verdadero soldado. En Metz ha puesto el espíritu por encima de la letra. Cuando se supo que Bazaine se había rendido con todo el ejército, mamá exclamó: «¡Mi hijo no ha rendido las armas!». Y era verdad: había huido…
Los bellos ojos flotaban en la sombra de aquella horrenda taberna; luego, se fijaron en mí y parecieron empañarse un instante.
—Os pido perdón —dijo ella como si recobrase su dominio—. Ya veis, cuando hablo de él, no puedo ya contenerme… ¡Pero es tan maravilloso! Cuando se le ve por primera vez estoy segura de que se nota que no es como todo el mundo. ¿Es que su aire reflexivo no os impresiona también a vosotros? Esto es, sobre todo, lo que me parece extraordinario, su mirada tranquila, su boca touched with pensiveness, como dice un autor inglés… Sí, cuando leí esto en Quincey, pensé enseguida en él. Es una bella expresión ¿verdad? No la he olvidado nunca.
Se sonrojó un poco y enmudeció. La puerta se abrió dando entrada a un hombre rubicundo, con un dormán cubierto de cordones dorados y que arrastraba un enorme sable. Tenía el pelo blanco y rizado, pero la barba sólo griseaba y la cara parecía juvenil. Se acercó a nosotros, se inclinó ceremoniosamente ante la señorita Rossel, estrechó la mano de Vermersch y de Becker y se presentó a mí:
—Comandante Péchin.
—¿Has cenado, ciudadano comandante? —le preguntó Vermersch.
—Sí, ¡que me sirvan un café y coñac! ¿Qué, se conspira? Bella dama —añadió volviéndose hacia la joven— ¿cómo es que nuestro héroe no está aquí?
Era misterioso y solícito, con un no sé qué teatral que me atrajo enseguida. Se daba importancia y se la daba a todo cuanto le rodeaba. Sentí una vez más el pesar que venía a herir mi corazón tan a menudo: el de no compartir ya con Máximo aquel minuto que estaba yo viviendo. Luego me refugié junto a la imagen de María Rosa y pensé:
—¡Oh, voy a amarte mucho! Pronto estaremos liberados, seremos vencedores. ¡Todo esto es demasiado importante y preparado por gentes demasiado importantes también para no triunfar! La fuerza, la astucia, la esperanza, la belleza están con nosotros. Lo que ha sido planeado tan sabiamente debe realizarse. ¡Y entonces, nos amaremos, María Rosa! ¡Viviremos, María Rosa! Y te veré tan bella como esta muchacha que tengo enfrente, tan pura e inocente, pero más… ¿cómo diría yo?… más real, quizá. Sí, más real, y más humana.
Habíamos terminado de cenar y bebíamos coñac con el comandante Péchin. Pero la señorita Rossel, esta vez, rechazó nuestra invitación y no aceptó más que media taza de café.
—He visto a Rigault —dijo Péchin.
—¿Cuándo? ¿Hoy?
—Está conforme.
—Ya lo sabíamos —dijo Vermersch.
—¿Lo sabíais? —dijo Péchin sonriendo con aire incrédulo—. ¿Seguro? ¿Completamente seguro? Pero yo, hoy mismo, he tenido una larga conversación con él. Es un antiguo amigo, Rigault. Y un verdadero jacobino como yo. No es que —aclaró, dirigiéndose a la señorita Rossel con una amable sonrisa—, no es que sienta una gran simpatía por el hermano de usted. Pero no se preocupe… De Rigault me encargo yo, le tengo cogido. Llegado el día, meterá en la Roquette a todas las gentes que puedan estorbarnos. Porque —prosiguió palmeando a Vermersch— es una buena cosa tener al Tío Duchéne de nuestra parte. ¡Una tirada de sesenta mil, caray! Yo, mi querido compañero, te traigo L’Affranchi, Pascal Grousset se adherirá al movimiento, estoy seguro…
—Lo que necesitamos sobre todo —dijo Becker— es tu batallón, para hacer la limpieza del Hôtel-de-Ville. Y luego, se proclamará la leva en masa. Los generales están de acuerdo. Veo a Dombrowski todos los días. Eudes y La Cecilia patalean de impaciencia. ¿Sabéis la última faena de Félix Pyat?
—¿El traslado de Wrobleski? —dijo Péchin con una risotada.
—Sí, eso ha armado un buen jaleo. Ha negado haber intervenido nunca en ello. Entonces le han mostrado la orden firmada por su propia mano. Se ha puesto lívido, ha intentado subirse a la parra, y luego ha salido dando un portazo.
—Lisé está fuera de sí —exclamó la señorita Rosel. —¡Reconoceréis que hay que terminar con eso!
—Está bien —dijo una voz clara. La alta silueta de Rossel se irguió junto a nosotros. Vestía de paisano, con el redingote ceñido en la cintura. Viendo aparecer su cara juvenil, de ojos hundidos, el bigotillo rubicundo, muy reciente y, sobre la frente estudiosa, su tupé de pelo suave, bien alisado, el rostro de la señorita Rossel se iluminó.
—Bien, Lisé, te esperábamos. Siéntate ahí. Han sido muy amables conmigo, pero no soy una gran política y creo que no he dicho más que tonterías.
—¿Qué has hecho con la pequeña? —preguntó Rossel sonriendo.
—¿Sara? Debe dormir en este momento. Quería acompañarme, pero la he mandado a la cama.
Rossel nos dio la mano, se sentó junto a nosotros y luego, frunciendo el entrecejo:
—Señores —dijo—, hace varios días que desempeño la delegación del ministerio de la Guerra, y no he podido hacer nada todavía. Nada. He querido, ante todo, reorganizar la artillería. El Comité Central de esa arma delibera y no acuerda nada. La requisa de caballos, la concentración de las armas, la persecución de los reacios, son otras tantas medidas que me parecía indispensable adoptar no bien llegué al ministerio. Tampoco en este sentido ha podido hacerse nada, nada, nada. Choco contra todo el mundo. Pyat envía despachos a los generales. Se burlan de mí. Yo no me burlo. Quiero hacer algo. Sin lo cual ¿estaría yo aquí? Podría estar cómodamente en un campo de concentración con mis colegas del ejército de Bazaine. Ya, en Nevers, no soñaba más que con presentar mi dimisión. Pero, en fin, cuando el mundo queda cortado en dos, hay que estar forzosamente en algún lado, ¿no? Hay que incorporarse a su partido. He conocido republicanos, o que decían serlo: llegado el día no se les encuentra en ninguna parte. ¡Ah, eso es cómodo! Y luego, una vez pasada la borrasca, si hemos vencido, estarán con nosotros. Si hemos sucumbido, recogerán mi cadáver para hacerse una bandera con él. Yo no soy de los suyos. Soy de los que combaten.
—Pero nosotros no sucumbiremos, Lisé —murmuró su hermana.
—Hay que preverlo todo, Isabel, y estar dispuestos a todo, también.
—Tú no tienes más que veintiocho años —replicó ella—. A los veintiocho años no se sucumbe. No es posible.
Y añadió, muy bajo, como para él solo:
—David tenía treinta años cuando fue ungido en Hebrón.
Sacudió ella bruscamente la cabeza y Rossel se volvió hacia nosotros. Aquel aspecto helado que había yo visto siempre en él, se había fundido y se me aparecía ahora lleno de juventud y de encanto:
—Señores —prosiguió él—, me he alistado, sin vacilar, en el partido que no ha firmado la paz y que no cuenta en sus filas con generales culpables de capitulación. Ya veis, en los primeros días siguientes al armisticio, yo procuraba curarme del tratado de paz. ¿Te acuerdas, Bella? Te lo escribí. Curarme del tratado de paz… Vosotros también, París entero está enfermo de él. Péchin ¿se puede contar con su batallón?
—Mi querido camarada —respondió Péchin— no se trata más que de escoger el día. Pasado mañana, el Hôtel-de-Ville quedará desalojado. No hay reunión del Comité de Salvación Pública. Se podrá pillar a Pyat en su casa. ¡Resultará muy chusco!
Nos miró a todos, a la redonda, con aire encantado. Yo mismo me sentí muy satisfecho; pero Becker posó su mano huesuda sobre mi brazo, y extendiendo su otra mano, armada de la eterna pipa, declaró:
—A las once de la mañana, el ciudadano Quiche aquí presente puede llegar a galope tendido al Hôtel-de-Ville, hacer que toquen a llamada, reclamar para Dombrowski los Valientes y otros bribones que están allí mano sobre mano. Desfilan por la plaza, con el tambor al frente, y ahuecan el ala. Péchin llega a su vez. Las proclamas se prepararán por la noche, me encargo de ello.
Mi corazón latió con violencia. ¿Iban realmente las cosas a suceder así, como estaban proyectadas, con tanta sencillez y naturalidad? Indudablemente, porque no había nadie en quien tuviera yo más confianza que en Becker. Vermersch me inspiraba también confianza, con su bella cabeza de poeta, de pelo levantado sobre la frente, su bigote galo, su corbata anudada al descuido, su mirada metálica y aquella fabulosa facilidad de palabra. En cuanto a Péchin, parecía tan seguro de sí que embarcarle con nosotros era embarcarse con la suerte. Prevenía todas las objeciones, lo sabía todo por anticipado, nada podía escapársele.
—Pasaré mañana por el ministerio —dijo él a Rossel levantándose.
Nos estrechó las manos cordialmente, con sus pesados hombros y sus ojos chispeantes, y salió. Con gran sorpresa mía, Rossel murmuró:
—No me agrada este hombre. Es demasiado vanidoso.
—Por eso realmente está con nosotros —dijo Becker con suavidad.
Isabel Rossel se estremeció:
—Becker, ¿crees que mi hermano está aquí también por vanidad? ¿Lo crees?
Rossel la detuvo con un gesto y sonrió.
—Ya hablaremos de eso —dijo.
Vermersch se aferró a la palabra vanidad. «Vanidad, vanidad…», repitió, bostezando. Nos miró a todos con sus ojos perspicaces, y se despidió a su vez para ir a escribir su diario. Nos quedamos solos, Becker y yo, con el hermano y la hermana. Estos reanudaron uno de aquellos diálogos en que se absorbían como si ya no existiera otra cosa a su alrededor:
—Pienso —dijo ella— en lo que me dijiste un día en Londres. «¿Sabes? Mi yo se me ha hecho indiferente». Y, en efecto, ibas y venías como una sombra. No, Lisé, no se te puede acusar de obrar para ti.
—¿Qué más quieren de mí? —murmuró él—. Cuando me han concedido la delegación en Guerra, me han hecho sufrir todo un examen. ¿Por qué es usted republicano? ¿Desde cuándo? ¿Se cree usted sincero? ¡Si supieran! Es cierto que no me intereso ya por mi yo. Pero ¿cómo hacer comprender esto a los otros? Habría que estar dentro de mí para ver hasta qué punto ese yo está desierto.
Se volvió hacia nosotros y prosiguió:
—Tendrían que haber seguido mi camino. Ya sabéis que, para un joven oficial, esta es la gran cuestión, no piensa más que en eso, sólo medita en eso: ser o no ser. Tener un yo o no tenerlo. Bonaparte o nada. Yo, he escogido nada. ¿Os extraña esto? Sin embargo, podéis estar seguros de ello: habéis basado vuestra conspiración sobre alguien que no es nada. ¿Estáis tranquilos? Vamos, Dios conoce a su servidor.
—Yo también te conozco, Lisé —dijo Isabel cogiéndole una mano.
Él se desprendió suavemente e, inclinado hacia nosotros, con los ojos fijos, articuló lentamente:
—Voy a deciros algo que os probará mi absoluta sinceridad. Algo que pienso, y si lo pienso, es que soy sincero, lo cual he sido en contra de lo que se pueda pensar. Sí, ¿sabéis el gran secreto que he descubierto y que puedo proclamar? Pues que Bonaparte estaba loco.
Miré a Becker que sonreía con la mirada en el techo y la pipa en la boca.
—Estaba completamente loco —continuó Rossel—. Y entonces tomó el nombre de Napoleón I, se vistió de modo insensato, con un sombrero guiñolesco y quiso hacerse adorar por todo el universo. Wallenstein también estaba loco. Pero un loco que temblaba de miedo y que creía adivinar su destino en el curso de los astros. ¿Habéis leído a Schiller? Hay que estar loco para intervenir así en los asuntos de los hombres, imponerse a ellos, tomar parte en unos juegos tan terribles y repugnantes. ¡Repugnantes! Hay que ser un loco o un cobarde. Porque todos esos famosos capitanes, todos esos héroes son unos cobardes. Unos calenturientos. Unos medrosos. Unos pálidos histriones. ¿Sabéis lo que ocurre en este momento? ¿Sabéis lo que quiere decir, esta Comuna, esta guerra suprema? ¡Es el final de todos esos tunantes! Es el reinado de la igualdad: ¡todos los hombres desembarazados de su yo, y que son, al fin, hombres! ¡Individuos libres! Sí, esto parece contradictorio ¿verdad? Pero esto que os digo, es un hecho de experiencia, un hecho incomunicable. Desde que he renunciado a mi yo, desde que me dije allá, en la Politécnica, que no sería nunca Napoleón con su sombrero gigantesco y su macrocefalia, desde ese tiempo, ¡me siento más hombre! Escuchadme: esta mañana he visitado unos puestos avanzados. Miraba esas miserables tropas que me habéis dado o a las cuales me habéis dado, esas caras de borrachos, esos quepis encajados en unas pelambreras piojosas, esos pantalones en sacacorchos, esas blusas mugrientas, y esos enormes capotes que caen sobre los zapatones, con esos cinturones por encima de los costados y esos sables de opereta que se balancean sobre el empedrado… ¿Qué queréis? Yo no puedo olvidar que soy oficial, que he estudiado la ciencia militar, que me han enseñado la disciplina. Quizá fuese preferible ocuparse de otra cosa; es posible. Hacer música, por ejemplo. ¿Te acuerdas, Bella, cuando tocábamos a cuatro manos La gruta de Fingal? Es una bella obertura. Es cosa diferente de la ciencia militar. Lo cual no impide que esos miserables lleven uniformes grotescos. Pero tienen razón en combatir. Yo los miraba y pensaba: «Sí, tienen razón en combatir. Luchan para que sus hijos sean menos enclenques, menos escrofulosos, menos viciosos que lo son ellos mismos». Puesto que tienen razón, heme aquí con ellos. Soy el instrumento —añadió levantándose, con los brazos tendidos.
—¿Qué? —exclamó Isabel mirándonos con sus ojos extasiados— ¿creéis todavía que éste sea un hombre malo?
—Ciudadano delegado —dijo Becker, mirando a su vez a los ojos de Rossel— ¿sabes lo que he dicho, hace un rato, a este pequeño Quiche, hablando de ti? Pues le he dicho: «Será nuestro jefe. Después, si es preciso, le mataremos».
—Comprendo —dijo Rossel tendiéndole la mano.
—Si es preciso… —repitió Becker.
Isabel apretó los puños y dijo muy bajo:
—No tendréis que matarle. E incluso sean quizá los otros quienes nos le matarán.
—¿Qué quieres decir? —la pregunté.
Rossel volvió a sentarse y cogió con sus manos las de su hermana.
—¡Mi mejor amiga —murmuró— cómo te atormentas!
Los grandes ojos claros se cerraron dolorosamente, y brotaron las lágrimas. Quiso ella soltar sus manos pero su hermano las retenía con firmeza, y las lágrimas corrieron hasta la comisura de la boca.
—Tengo a veces —balbució ella— presentimientos atroces. Es como cuando el 2.° de Ingenieros marchó a Montpellier. A partir de aquel momento, Lisé, el círculo familiar sólo pudo reagruparse con intermitencias. ¡Ah, cómo debe sufrir mamá en este momento! ¡Y la madrina! Tú querías casarte muy joven. Siempre lo estabas diciendo. ¿Es que, algún día, nos volveremos a encontrar todos, a reunirnos, y a ti casado con una muchacha bonita a la que yo amaré como ella te amará? Quizá vive por el mundo, en este momento, Lisé… ¡Hablan de matarte! Dear boy! Hay que perdonárselo: no saben lo que dicen.
Nos lanzó una mirada de soberano desprecio, y luego, como su hermano le había soltado las manos, cogió ella su pañuelo y se secó los ojos.
—Tienen razón, Bella —la dijo Rossel—. Tienen razón, ellos también. Si han dicho eso, es que no me conocen como tú. Pero ahora tienen confianza. ¿No es cierto, amigos míos? —añadió mirándonos—. Mira, nos estrechamos las manos. Diles que ya no les guardas rencor.
Ella tenía la diestra posada sobre sus ojos. Nos tendió su otra mano que estrechamos sucesivamente, Becker y yo. Luego, cogí de nuevo aquella mano fina que me tendía y la llevé a mis labios. Rossel se levantó:
—Pasado mañana —dijo.
—Sí, pasado mañana.
—A ti —me dijo— te volveré a ver en el ministerio. Decidiremos los últimos detalles.
Hizo pasar a su hermana delante, cogiéndola suavemente por el talle, y salieron. Le pregunté a Becker:
—¿Crees que dice la verdad?
—Él, lo cree —me respondió—. Pero nunca desconfiará uno bastante de sí mismo. Si aceptase yo jugar el juego, tendría un miedo terrible a ver surgir de repente mi yo, como una sombra, y te diría: «¡Dale!». En fin, es Rossel quien ha sido designado: ya veremos… ¡Pero imagina otro, no importa quién!
—¿No tienes, entonces, confianza en nadie? ¿En Vermersch, por ejemplo?
—¿Ese? ¡Ah! Prefiero a Rossel que, al menos, ha reflexionado. Pero Vermersch no reflexiona: piensa… O habla. Y estas dos operaciones no las realiza nunca a la vez. Tú no le conoces: es un poeta, escribe, está desesperado. Es el tipo de hombre más peligroso del mundo.
—¡Es muy seductor! —exclamé alzando las cejas.
—Todo eso, Teodoro, pertenece todavía al género Julio de Renaud. Unas gentes que se aburren, y con su tedio segregan una substancia desconocida, fabrican, según creen, lo impensable. Para ellos, la revolución es tan impensable como Dios.
—¿Entonces?
—¿Entonces? Primer problema… Segundo problema… Ultimo problema: la muerte. ¡Pum!
Y con sus largos brazos Becker simuló un formidable cataclismo.
Volví a la calle Vieille-du-Temple. Encontré allí a María Rosa a quien había yo dado una de las llaves de mi sobrado y que, en cuanto tenía unas horas de descanso, venía a buscarme allí. Estaba acostada y dormía. No me oyó entrar, pero cuando encendí la lámpara, abrió los ojos.
—¿Eres tú? —murmuró—. Estaba soñando. Una pesadilla: yo te esperaba, tú me buscabas por todas partes y no lográbamos reunirnos. Ven pronto junto a mí.
Bajo la luz de la lámpara ¡qué pálido y fatigado estaba su rostro! Me habló de su hospital, de la preocupación que le daban sus heridos. La dije:
—Acabo de ver a una muchacha muy bonita.
—¿De veras? —dijo con los ojos brillantes.
—Pero no tan bonita como tú.
—Te burlas… Yo no soy bonita, el mundo está lleno de chicas que lo son, ya lo sé. Las encuentro a todas horas…
Me eché a reír y la besé. Ella retrocedió y con aire inquieto:
—¿No irás a enamorarte de ella? ¿Quién es? ¿Cuál es su nombre?
—Isabel. Adoro este nombre. La llaman Bella en la intimidad. ¿No es encantador?
—¿Y es realmente tan bonita?
—Adorable.
Mientras decíamos aquellas naderías, gruesas gotas de lluvia comenzaron a crepitar afuera.
—¡Vaya! —murmuró ella—. Ahora llueve.
—Es un chaparrón.
Oía yo caer las gotas sobre el empedrado del patio, sobre la techumbre de tejas rosadas. Me dirigí a la ventana y levanté el visillo.
—¿Sigues pensando en Isabel? —me preguntó María Rosa.
Volví hacia el lecho y empecé a desnudarme, mientras le contaba la conspiración en la que yo participaba. A medida que hablaba mi corazón volvía a latir como durante la cena.
—¡Sería realmente extraordinario —exclamé—, sería extraordinario si saliera bien!
—¡Chist! —dijo ella.
—¿Qué? ¿Quién puede oírnos? La casa está desierta, todo es propiedad de las ratas. ¡Ah! Ahora podemos conspirar, podemos intentar conseguir lo que no se ha conseguido nunca. Pero no me abandones, María Rosa —añadí, arrodillándome ante la cama—. Tú y yo, siempre, ¿verdad? Siempre…
A la mañana siguiente había cesado la lluvia, el aire era deliciosamente fresco. Lo respiré sobre las mejillas de María Rosa, mientras que, con la ventana abierta de par en par, acabábamos de arreglarnos. Salimos juntos; la dejé en su hospital y entré en el ministerio.
Encontré de nuevo a Rossel, leyendo la prensa con su mirada tranquila. Me tendió la mano sin hablar. Unas cartas abiertas, otras cerradas todavía se amontonaban sobre su mesa. Me señaló aquella pila de papel con una mirada entristecida y murmuró:
—Todos quieren algo. ¡Es grotesco!
Recorrí algunas cartas. En la primera que cogí un loco enumeraba sus títulos, sus diplomas, sus condecoraciones y proponía un plan estratégico. En otras los firmantes solicitaban un empleo, un ascenso, un estanco, dinero. Había uno que enviaba versos a la gloria de Rossel; otro había compuesto un himno que sustituyese a la Marsellesa: La Comunesa.
Allons, enfants de la Commune!
Le jour de gloire est arrivé.
(cambiando el enfants de la Patrie de la Marsellesa por enfants de la Commune).
—¡Toda esta enorme pedigüeñería! —suspiró Rossel, agitando los papeles que se dispersaron por el suelo—. No hace aún ocho días que estoy en el poder y mañana seré quizá fusilado; pero, pese a ello tienen que venir a contarme su historia, como se la contaban al diputado, al cura, al senador, a cualquiera con tal de que lleve galones. Mira —añadió cogiendo varias cartas al azar— una pintora que quiere hacer mi retrato. ¡Bastarán tres sesiones! Se trata realmente de esto. Cuando fui nombrado aquí, recibí tarjetas de felicitación de antiguos camaradas, de desconocidos e incluso de gente del barrio de Saint-Germain, sí, de gente mundana que hacía lo que se hace en casos parecidos, cuando un señor ha sido nombrado algo. ¡Dios del cielo! Un señor muy bien, sin duda, puesto que ha sido designado, un señor a quien tienen el honor de saludar respetuosamente… Sí, Quiche, cuando se enteran de que un señor ha sido elevado a las más altas funciones, se recibe una punzadita en el corazón, se aprueba… Se siente uno mismo un poco halagado… ¡Se le manda su tarjeta! Porque ¡en fin, es preciso que ese señor sepa que existe uno también! ¡Y que uno es también honorable! Y aquí tienes en lo que pasa uno el tiempo: ¡en leer todas estas basuras! ¡Y has podido creer por un momento que esto me divertiría! —exclamó poniéndose de pronto todo sofocado y echándome la mano al cuello—. ¡Valiente memo! ¿Tú también, quizá, quieres algo?
No me moví y le miré sonriendo. Se calmó, volvió a su mesa, se quitó los lentes y se restregó los ojos.
—Trabajemos —dijo—. ¿Sabes lo que acaban de anunciarme? Un soplón…
—¿El qué?
—Los jefes de legiones van a sublevarse.
—¿Contra quién?
—Contra mí.
—Hay que actuar con más rapidez que ellos.
—Mira —dijo levantándose y llevándome hacia la ventana—. Les espero.
Un pelotón de soldados permanecía en el patio, con el arma en su lugar descanso. Rossel les contempló con una sonrisa amarga.
—¿Y qué? —dije.
—Cuando los jefes lleguen… Por desgracia no estamos preparados. No he avisado a Péchin. ¡Qué ocasión, sin embargo! No hubiéramos tenido necesidad de esperar a mañana.
Aparecieron unas cabezas en las ventanas. El cielo estaba azul. Una oleada de música primaveral flotaba en el aire y me puse a canturrear. Luego mi corazón empezó a latir con violencia; volví a sentir en el vacío, la angustia que me sobrecogía cada vez que pensaba en la conspiración de la que formaba yo parte en lo sucesivo. Quise canturrear de nuevo. La mañana se anunciaba como debiendo ser muy larga y muy singular. Una veintena de hombres con cordones y galones penetraron entonces en el patio. Los sables resonaron sobre las piedras.
—¡Buenos días, señores! ¡Sois realmente audaces!
Levantaron ellos los ojos y se detuvieron. Rossel señaló el pelotón con el dedo.
—¿Queréis que os mande fusilar?
—Pero, ciudadano delegado —dijo uno de los jefes, con las manos en los bolsillos de su capote— no hay ningún motivo… Venimos a hablar de la organización de la guardia nacional… No veo en esto ninguna audacia.
—¡Bonita es vuestra organización!
—Estamos dispuestos a estudiar un nuevo proyecto… De acuerdo contigo, ciudadano delegado… Tenemos, nos parece, derecho a discutir…
Rossel se alzó de hombros.
—¡Haced que se vaya el pelotón! —gritó—. ¡Subid vosotros! Hoy no hay nada que hacer —me dijo—. Pero mañana será el gran día. ¿Estarás en el Hôtel-de-Ville como hemos quedado?
Los pasos de los oficiales resonaban en el corredor. Se abrió la puerta.
—Déjame con estos señores, Quiche. Vete a tus asuntos. ¿Hasta mañana, verdad?
Encontré en mi despacho un hombrecillo, muy ceñido en un redingote avellana, con un gorro de policía sobre la oreja.
—¿Quién es usted? —le dije.
Me miró de una manera extraña, familiar e hipócrita a la vez, y tragándose la mitad de las palabras, como si hubiese entre nosotros un secreto convenido:
—¿Ciudadano Quiche? —dijo—. No me conoce. Encargado por la prefectura de policía de una misión cerca de usted. El ciudadano Rigault le manda decir…
—Estoy dispuesto a ir a ver al ciudadano Rigault si tiene algo que decirme…
—El ciudadano Rigault está muy ocupado. Pero se halla al corriente.
—¿Al corriente de qué?
—Hace que vigilen al comandante Péchin. Es un agente de Versalles. ¡Ah! ¿lo ignoraba usted? Péchin, Chaudey, los jesuítas…
Hizo un leve gesto con la mano para darme a entender que todo aquello formaba la misma pandilla, y repitió, en tono gangoso:
—Péchin…
—Si Péchin es sospechoso, ¿por qué el ciudadano Rigault no le hace detener?
—No tardará en hacerlo. Pero ha querido advertirle a usted antes.
—¿Advertirme de qué?
—Ve usted a Péchin con demasiada frecuencia. El ciudadano Rigault le cree a usted sincero…
—No me conoce. ¿Y usted quién es? ¿Quién me garantiza que viene usted de parte del ciudadano Rigault?
El individuo sacó de su bolsillo un pase grasiento, firmado por el delegado en la Prefectura, Rigault, y luego añadió:
—Todo lo que usted nos diga sobre Péchin será bien acogido. Necesitamos informes.
—No le comprendo —dije entonces— y le ruego que salga.
—Como usted quiera —dijo el hombre, que desapareció.
Me quedé estupefacto, luego quise alcanzar a aquel hombre, llamarle, hacer que le siguieran. Era demasiado tarde. Me puse a abrir maquinalmente el correo colocado sobre mi mesa, fumando cigarrillo tras cigarrillo. Entró Vuillaume y después Becker. Les conté lo que acababa de ocurrir, y se burlaron de mi asombro.
—Yo creí que Rigault estaba con nosotros —les dije muy bajo.
—Y lo está —replicó Vuillaume—, lo sé muy bien.
—Entonces, ¿de dónde sale este espía? ¿Qué quiere de nosotros?
—¿Por qué le has dejado escapar, imbécil?
Pasé el día en un estado de sonambulismo completo, dudando de todo y escrutando las caras. «Mañana —pensé—, mañana…». A la mañana siguiente, a la hora que me habían fijado, me presenté ante el Hôtel-de-Ville, con una carta de Dombrowski y una orden de Rossel en el bolsillo, y fingiendo un gran azoramiento, pregunté a los primeros centinelas que encontré:
—¡Pronto, a ver, uno! ¡El ciudadano Delescluze! ¡El ciudadano Félix Pyat! ¡Es urgente! ¡De prisa!
Hubo un barullo en el patio, en las escaleras. Me empujaron hacia delante. Vi aparecer un oficial, cubierto de barro, con aire asqueado:
—¿Qué quieres? —me dijo.