Te mando Bestiario por paquete marítimo certificado. En ese librito están quizá mis mejores cuentos (junto con «El perseguidor»).
Carta a Paul Blackburn, París, 27 de marzo de 1960
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Un comentario sobre su obra cuentística:
La verdad es que esos cuentos, si se los mira, digamos, desde el ángulo de Rayuela, pueden parecer juegos; sin embargo tengo que decir que mientras los escribía no tenían absolutamente nada de juego: Eran atisbos, dimensiones, ingresos a posibilidades que me aterraban o me fascinaban, y que tenía que tratar de agotar mediante la escritura del cuento.
[…]
No puedo explicar cómo se consigue esa trasmisión de vivencias, pero sé en todo caso que sólo se logra mediante una ejecución despiadada del cuento, es decir, con un máximo de rigor potenciado por un máximo de libertad. Es decir, yo me he visto a mí mismo escribiendo a una gran velocidad, sin tener después que corregir mucho, pero esa velocidad no tenía nada que ver con la preparación del cuento. En esos casos sé que siempre había estado concentrándome, echándome hacia atrás, y eso me daba más impulso en el momento de escribir el cuento. La tensión no es una tensión de ejecución, aunque naturalmente quede prisionera en la trama del relato y actúe luego sobre el lector. La tensión en sí es previa al cuento. A veces hay seis meses de tensión para que después, en una noche, se escriba un largo relato. Yo creo que eso se nota en algunos de mis relatos. En los mejores hay una carga, una especie de dinamita.
Testimonio recogido por Luis Harss en su libro Los nuestros.
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Sobre «Casa tomada»
«Casa tomada» fue una pesadilla. Yo soñé «Casa tomada». La única diferencia entre lo soñado y el cuento es que en la pesadilla yo estaba solo. Yo estaba en una casa que es exactamente la casa que se describe en el cuento, se veía con muchos detalles, y en un momento dado escuché los ruidos por el lado de la cocina y cerré la puerta y retrocedí. Es decir, asumí la misma actitud de los hermanos. Hasta un momento totalmente insoportable en que —como pasa en algunas pesadillas, las peores son las que no tienen explicaciones, son simplemente el horror en estado puro— en ese sonido estaba el espanto total. Yo me defendía como podía, cerrando las puertas y yendo hacia atrás. Hasta que me desperté de puro espanto.
Te puedo dar un detalle anecdótico, me acuerdo muy bien de eso porque quedó una especie de gestalt completa del asunto. Era pleno verano, yo me desperté totalmente empapado por la pesadilla; era ya de mañana, me levanté (tenía la máquina de escribir en el dormitorio) y esa misma mañana escribí el cuento, de un tirón. El cuento empieza hablando de la casa —vos sabés que yo no describo mucho— porque la tenía delante de los ojos. Empieza con esa frase: «Nos gusta la casa porque aparte de espaciosa y antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia».
Pero de golpe ahí entró el escritor en juego. Me di cuenta de que eso no lo podía contar como un solo personaje, que había que vestir un poco el cuento con una situación ambigua, con una situación incestuosa, esos hermanos de los que se dice que viven como un «simple y silencioso matrimonio de hermanos», ese tipo de cosas.
Todo eso fue la carga que yo le fui agregando, que no estaba en la pesadilla. Ahí tenés un caso en que lo fantástico no es algo que yo compruebe fuera de mí, sino que me viene de un sueño. Yo estimo que hay un buen veinte por ciento de mis cuentos que ha surgido de pesadillas.
Testimonio recogido por Omar Prego Gadea
en su libro La fascinación de las palabras
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Escribí el cuento hacia 1947, creo; en todo caso fue el primero de la serie de Bestiario, y probablemente por eso lo situé al comienzo del volumen. Borges, a quien se lo había dado a leer una amiga (yo no conocía a Borges entonces) lo publicó en su revista Anales de Buenos Aires, con dos bonitos dibujos de su hermana Norah. Fue el comienzo de mi no frecuente relación con Borges (nunca me ha gustado tratar con escritores, y en esa época incluso me negaba a verlos, por timidez e indiferencia simultáneas, demasiado ocupado en leerlos como para ir a mirarles la cara); más tarde el mismo Borges me hizo pedir otros textos para su revista, y así salieron Los reyes y «Las puertas del cielo» (o «Bestiario», no me acuerdo bien).
Carta a Jean L. Andreu, Viena, 3 de octubre de 1967
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Como también me lo parece [justa] (y aquí estoy hablando con tu texto por delante) la visión que proponés de «Casa tomada». Si todas las que se han adelantado y que vos mencionás pueden ser tenidas en cuenta, la de la caída en el sentido bíblico tiene la fuerza de la belleza, y eso cuenta particularmente para mí. Incluso pienso que si ese cuento nació como sabés de una horrible pesadilla, y si se piensa un poco en Jung y el inconsciente colectivo, bien puede haber ocurrido que mi pesadilla fuera la repetición desde lo más ancestral del pecado y la expulsión del Edén. Desde que alguien hizo una tesis donde analizaba de manera impresionante algunos de mis cuentos bajo la perspectiva junguiana, sé que mucho de lo que he escrito puede haber nacido de esas irrupciones de lo arcaico y lo mítico en un porteño que sueña en su cama y después hace un cuento con su sueño sin pensar en nada en especial.
Carta a Jaime Alazraki, Berkeley, 5 de octubre de 1980
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Sobre «Carta a una señorita en París»
El cuento de los conejitos —«Carta a una señorita en París»— coincidió también con una etapa de neurosis bastante aguda. Ese departamento al que llego y donde vomito un conejo en el ascensor (digo «vomito» porque está narrado en primera persona) existía tal cual se lo describe, y a él fui a vivir en esa época y en circunstancias personales un tanto penosas. Escribir el cuento también me curó de muchas inquietudes. Por eso, si se quiere, los cuentos fantásticos ya eran indagaciones, pero indagaciones terapéuticas, no metafísicas.
Testimonio recogido por Luis Harss en su libro Los nuestros
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Sobre «Circe»
Cuando escribí ese cuento pasaba por una etapa de gran fatiga en Buenos Aires, porque quería recibirme de traductor público y estaba dando todos los exámenes. Uno tras otro. En esa época buscaba independizarme de mi empleo y tener una profesión, con vistas de venirme alguna vez a Francia. Hice toda la carrera de traductor público en ocho o nueve meses, lo que me resultó muy penoso. Me cansé y empecé a tener síntomas neuróticos; nada grave —no se me ocurrió ir al médico— pero sumamente desagradable, porque me asaltaban diversas fobias a cual más absurda. Noté que cuando comía me preocupaba constantemente el temor de encontrar moscas o insectos en la comida. Comida, por lo demás, preparada en mi casa y a la que yo le tenía plena confianza. Pero una y otra vez me sorprendía a mí mismo en el acto de escarbar con el tenedor antes de cada bocado. Eso me dio la idea del cuento, la idea de un alimento inmundo. Y cuando lo escribí, por cierto que sin proponérmelo como cura, descubrí que había obrado como un exorcismo porque me curé inmediatamente. Supongo que otros cuentos están en la misma línea.
Testimonio recogido por Luis Harss en su libro Los nuestros
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Contás conmigo plenamente para Circe. Los diálogos suelen salirme bien en las novelas, y a lo mejor ocurre lo mismo en el cine, después que vos me des un par de lecciones sobre la forma de enfocar la cosa. Lo bueno entre vos y yo es que no tenemos falsos orgullos (ni falsas modestias, que son todavía peores) y que podremos tachar, cambiar, tirar al canasto y recomenzar todo lo que haga falta hasta que nos salga al pelo. Pibe, qué cajita de bombones le vamo a osequiar al respetable!
Carta a Manuel Antín, Viena, 20 de abril de 1963
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Cuando estábamos en La Habana nos hicimos muy amigos de René Portocarrero, quizá el más grande pintor cubano viviente, un magnífico pintor y un tipo muy extraordinario. Nos recibió en su casa y nos hicimos amigos muy grandes. El día en que nos veníamos, mientras charlábamos con otro pintor que vive con él en esa misma casa, René desapareció durante una hora y volvió trayendo una gouache muy grande como regalo para nosotros: un retrato lindísimo de mujer de perfil, todo en grises y de gran tamaño. ¡Bueno, hay que ver lo que fue traer eso a París en el avión! Como él no tenía un rollo de cartón, hubo que envolverlo en un papel más o menos sólido y en el avión, lleno de equipaje, fue un lío espantoso. Yo tenía miedo de que se estropeara. Bueno, finalmente llegó sano y salvo a París, y antes de irnos a Viena lo llevé a un marquero para que me lo enmarcase. Hace tres días, cuando iba a empezar a trabajar en los diálogos de Circe, me acordé de que había dejado el cuadro para enmarcar y me fui a buscarlo al Quartier Latin y me lo traje. Con Aurora estuvimos como una hora buscando en qué sitio de la casa lo podríamos colgar porque, como ya hay bastantes cuadros y además éste es de una presencia un poco obsesiva porque es muy grande, finalmente a Aurora no le gustó en ninguna parte a pesar de que el cuadro le gusta muchísimo. Entonces dije: «Lo cuelgo en mi cuarto de trabajo». Saqué una témpera de Sergio de Castro que tenía ahí, la puse a un costado y colgué el cuadro de René. Y empecé a trabajar en los diálogos de Delia sin establecer la menor relación entre una cosa y la otra. ¿Querés creer que una hora después, cuando se hizo de noche, encendí la luz, levanté la vista, miré el cuadro y descubrí que lo que yo estaba mirando era a Delia? ¡Es exactamente la Delia que yo veo! Una mujer de perfil, muy bonita pero con un ojo desviado como en esos cuadros de Picasso que son de perfil y de frente a la vez: el ojo te mira casi de frente mientras ella está de perfil. ¡Y te mira, viejo, con una mala leche que…! [Ríe] ¡Realmente, absolutamente Circe! Tengo aquí una especie de musa inspiradora, a menos que acabe conmigo. [Ríe] Cada vez que estoy falto de materia gris la miro y, la verdad, hasta ahora me está ayudando.
Fonocarta a Manuel Antín, 17 de junio de 1963
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No sé si en los diarios argentinos salieron dos noticias muy buenas. La primera es que la naturaleza imita al arte: en Italia una señorita rellenó unos bombones con naftalina, invitó al novio a un picnic se los dio a comer. Antes de reventar, Marcuccio Pergasano aulló: C’è la Concetta qui m’avvelanato! Como ves, la censura no es en Italia tan temible como en la Argentina, donde al pobre Antín le quieren liquidar la escena capital de Circe; por mi parte, te agradezco los encumbrados párrafos de la Liga Pro Comportamiento Humano que me transcribís. A mí lo que me asombra es que esa entidad pueda llamarse «liga», con lo obscena que es esa palabra.
Carta a Francisco Porrúa, 27 de marzo de 1964
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Mirá, lo de la «explicación» previa de Circe es típico de los alemanes. ¿Qué cuernos le podemos explicar? Estuve releyendo la Odisea, cosa que jamás se me había ocurrido hacer en los tiempos en que escribí el cuento, y encontré algunas frases que, más o menos cocinadas, podrían dar un texto que aclarara ligeramente lo que ha de seguir. Yo te copio aquí lo que se me ocurre a toda máquina, mezclando Homero con Cortázar, en proporción de 85 a 15.
En el canto décimo de La Odisea, Circe recibe a los compañeros de Ulises, les ofrece vino, harina y miel dulce; todo eso les ofrece, y también pan envenenado. Algo indescriptiblemente abominable ocurre entonces. Un sobreviviente —pues alguien debe sobrevivir para que el horror no cese nunca— cuenta luego: «Y yo quedé fuera, temiendo una emboscada. Todos desaparecieron a la vez, y ninguno ha vuelto a presentarse…». ¿Quién es Circe? ¿La maligna diosa que transforma a los hombres en cerdos? ¿La ardiente enamorada de una noche de Ulises? ¿La maga que muestra al héroe la ruta del infierno? ¿O quizá Circe es un mero nombre para Lola, para Irene, para Delia, para ti?
Voilà. A lo mejor partiendo de eso se te ocurre un texto que los deje contentos a los ñatos de Bonn. Yo, che, no doy para más.
Carta a Manuel Antín, París, 16 de mayo de 1964
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Sobre «Las puertas del cielo»
Me gusta que a la gente le guste «Las puertas del cielo». Sigue siendo, para mí, mi mejor cuento.
Carta a Eduardo Jonquières y María Rocchi, París,
16 de marzo de 1953.
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«Las puertas del cielo» salió en italiano. Te lo mando desde París. C’est marrant! [«¡Es divertido!»].
Carta a Damián Bayón, Paname, 25 de junio de 1954.
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Bueno, tu idea de la «antología absurda» (Angelus dixit) me parece excelente, tal vez por lo de absurda. Me gusta que hayas pensado en «Las puertas del cielo», pues es uno de los cuentos viejos que me siguen gustando a pesar de su clarísimo trasfondo reaccionario que responde a lo que yo era en los años cuarenta, antiperonista ciego a toda sacudida social, exquisitamente contrario a los «cabecitas negras», etc. Pero lo mismo me parece un buen cuento, y siempre me jodieron las interpretaciones neoperonistas de los Viñas and Co., hechas como si yo lo hubiera escrito ayer por la noche. Sé que tu estudio será otra cosa, sobre todo después de tu crítica a Libro de Manuel; cuando vos me pegás es como si lo hiciera Carlos Monzón, eso se respeta, che.
Carta a Ángel Rama, Saignon, 1 de julio de 1974
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Sobre «Bestiario»
Me acuerdo de una idea muy hermosa de Cocteau; era, más o menos, ésta: «Las estrellas no saben que forman las constelaciones que nosotros vemos». Una sensación parecida he tenido leyendo su estudio, porque usted descubre y verifica una serie de constantes que a mí se me habían escapado siempre, un poco porque no me gusta reflexionar sobre lo que llevo hecho, y otro poco porque soy incapaz de desdoblarme lo suficiente para descubrir esas líneas de fuerza que su estudio me muestra ahora para mi sorpresa. Sorpresa muy agradable, me apresuro a decirle, porque jamás pensé que mi camino tuviera en el fondo tanta coherencia. He trabajado siempre por impulsos a veces casi brutales (cuentos escritos al saltar de la cama, como continuación forzosa de un sueño, o bruscas iluminaciones que exigían ser dichas), o bien he tenido la impresión de que respondía a ciclos aislados e incluso excluyentes. Por supuesto, cada vez que usted muestra la conexión entre diferentes momentos de mi camino, yo tengo el sentimiento de haber conocido esa conexión, pero soy lo bastante lúcido para saber que me engaño, y que es usted y solamente usted la que después de descubrir esos enlaces, me los revela por primera vez. Incluso a través de usted descubro elementos aislados que jamás hubiera imaginado por mi cuenta. Por ejemplo, la posibilidad de que el tigre de «Bestiario» sea una proyección de la libido del Nene. Usted se apresura —y está muy bien que lo haga— a señalar que esa interpretación no cubre más que una parte del sentido total del cuento; pero a mí me parece ahora una explicación muy exacta de esa parte, aunque jamás se me hubiera ocurrido.
Carta a Graciela de Sola, París, 23 de abril de 1964
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