I
—Il y a terriblement d’années, je m’en allais chasser le gibier d’eau dans les marais de l’Ouest, —et comme il n’y avait pas alors de chemins de fer dans le pays ou. il me fallait voyager, je prenais la diligence…
«Que te vaya bien, y que caces muchas perdices», pensó Clara, apartándose de la entrada del aula. La voz del Lector dejó de oírse; estupendo lo bien aislados que estaban los salones de la Casa, bastaba retroceder un par de metros para reingresar en el silencio levemente zumbador de la galería. Caminó hacia el lado de las escaleras y se detuvo indecisa en el cruce de otro corredor. Desde ahí se oía distintamente a los Lectores de la sección A, novela inglesa moderna. Pero era difícil que Juan estuviera en uno de esos salones. «Lo malo es que con él nunca se sabe», se dijo Clara. Entonces quiso ir a ver, apretó con rabia la carpeta de apuntes y tomó a la izquierda, lo mismo daba un lado que otro. «Was there a husband?» «Yes. Husband died of anthrax.» «Anthrax?» «Yes, there were a lot of cheap chafing brushes on the market just then—»
Nada de malo pararse un segundo para ver si Juan
«some of them infected. There was a regular scandal about it.» «Convenient», suggested Poirot. Pero no estaba. Las siete y cuarenta, y Juan la había citado a las siete y media. El gran sonso. Estaría metido en alguna de las aulas, mezclado con los parásitos de la Casa, escuchando sin oír. Otras veces se encontraban en la planta baja, al lado de la escalera, pero a lo mejor a Juan le había dado por subir al primer piso. «Qué sonso. A menos que se le haya hecho tarde, a menos que…» Otras veces era ella la que llegaba tarde. «Vamos hasta la otra galería, seguro que anda metido por ahí»,
dans les mélodies nous l’avons vu, les emprunts et les échanges s’effectuent tres souvent par—
y nada, no estaba. «Este Lector tiene buena voz», se dijo Clara, parándose cerca de la puerta. La sala estaba muy iluminada y se veía el cartelito con el título del libro: Le Livre des chansons, ou introduction a la chanson populaire frangaise (Henri Davenson). Capítulo II. Lector: Sr. Roberto Chaves. «Éste debe ser el que leyó La Bruyére el año pasado», pensó Clara. Una voz liviana, sin énfasis, soportando bien el turno de cinco horas de lectura. Ahora el Lector hacía una pausa, dejaba caer un silencio como una cucharada de tapioca. Los oyentes sabían, por la duración del silencio, si se trataba de un punto y aparte o de una llamada al pie de página. «Una llamada», pensó Clara. El Lector leyó: «Voir lá-dessus la seconde partie de la thése de C. Brouwer, Das Volklied in Deutschland, Frankreich…». Buen Lector, uno de los mejores. «Yo no serviría, me distraigo, y después corro como un perro.» Y los bostezos nerviosos al rato de leer en voz alta, se acordó de que en quinto grado la señorita Capello le hacía leer pasajes de Marianela. Todo iba tan bien las primeras páginas, después los bostezos, el lento ahogo que poco a poco le ganaba la garganta y la boca, la señorita Capello con su cara de ángel oyendo en éxtasis, la pausa forzada para contener el bostezo —le parecía sentirlo otra vez, lo transfería al Lector, lo lamentaba por él, pobre diablo—, y otra vez la lectura hasta el siguiente bostezo, no, con toda seguridad no serviría para la Casa. «Aquél es Juan», pensó. «Ahí viene tan tranquilo, en la luna, como siempre.»
Pero no era, sólo un muchacho parecido. Clara rabió y se fue al lado opuesto de la galería, donde no había lecturas y en cambio, se olía el café de Ramiro. «Le pido una tacita a Ramiro para sacarme la rabia.» Le molestaba haber confundido a Juan con otro. La gorda Herlick hubiera dicho: «¿Ves? Trampas de la Gestalt: dadas tres líneas, cerrar imaginariamente el cuadrado. Dado un cuerpo más bien flaco y un pelo castaño y una manera de caminar arrastrando un ocio porteño, ver a Juan». La Gestalt podía… Ramiro, Ramiro, qué bien me vendría una taza de su café, pero el café es para los Lectores y para el doctor Menta. Café y lecturas: la Casa. Y las ocho menos cuarto.
Dos chicas salieron casi corriendo de un aula. Cambiaban frases como picotazos, ni vieron a Clara en su apuro por llegar a la escalera. «Capaces de irse a escuchar otro capítulo de otro libro. Como si movieran el dial de la radio, de un tango a Lohengrin, al mercado a término, a las heladeras garantidas, a Ella Fitzgerald… La Casa debería prohibir ese libertinaje. De a uno en fondo, queridos oyentes, y a no prenderse de Stendhal hasta no acabar Zogoibi.» Pero en la casa mandaba el doctor Menta, siervo de la cultura. Lea libros y se encontrará a sí mismo. Crea en la letra impresa, en la voz del Lector. Acepte el pan del espíritu. «Esas dos son capaces de subir para oírle a Menghi alguna novela rusa, o versos españoles tan bien dichos por la señorita Rodríguez. Tragan todo sin masticar, a la salida comen un sándwich en la cantina de la Casa para no perder tiempo, y se largan al cine o a un concierto. Son cultas, son unas ricuras. En mi vida he visto pedantería más al divino botón…» Porque hubiera sido inútil preguntarle a una de esas chicas qué pensaba de lo que ocurría en la ciudad, en las provincias, en el país, en el hemisferio, en la santa madre tierra. Informaciones, todas las que uno quisiera: Arquímedes, famoso matemático, Lorenzo de Médicis hijo de Giovanni, el gato con botas, encantador relato de Perrault, y así sucesivamente… Estaba otra vez en la primera galería. Algunas puertas cerradas, un zumbido de mangangá, el Lector. Les Temps Modernes, núm. 50, diciembre 1949. Lector, Sr. Osmán Caravazzi. «Yo debería hacer la prueba de oír revistas», pensó Clara. «Puede ser divertido, primero un tema y después otro, como cine continuado: La lectura empieza cuando usted llega.» Se sentía cansada, fue hasta donde la galería daba sobre el patio abierto. Y había estrellas y lámparas. Clara se sentó en uno de los fríos bancos, buscó su tableta de Dolca con avellanas. Desde una ventana de arriba llegaba una voz seca y clara. Moyano, o quizá el doctor Bergmann que había leído todo Balzac en tres años. A menos que fuera Bustamante… En el tercer piso estaría la doctora Wolff, gangosa con su Wolfgang gangoso Goethe; y la pequeña Mary Robbins, lectora de Nigel Balchin. Clara sintió que el chocolate la enternecía, ya no estaba enojada con su marido; a las ocho no le molestaron las campanadas del gran reloj de la esquina. En el fondo la culpa la tenía ella por venir a la Casa, porque a Juan maldito si le importaban las lecturas. En un tiempo en que resultaba difícil dictar cursos interesantes o pronunciar conferencias originales, la Casa servía para mantener caliente el pan del espíritu. Sic. Para lo que verdaderamente servía era para juntarse con algún amigo y charlar en voz baja, cumpliendo de paso el vistoso programa de trabajos prácticos combinado por el doctor Menta y el decano de la Facultad. «Pero claro, doctor, pero claro: la juventud es la juventud, no estudian nada en su casa. En cambio si usted les hace oír las obras, dichas por nuestros Lectores de primera categoría (cobraban sueldo de profesores, esas cornucopias), la letra con miel también entra, ¿no es cierto, doctor Menta? El doctor Menta… Pero si sigo reconstruyendo sus canalladas», pensó Clara, «acabaré por creer en la Casa». Prefirió morder a fondo la tableta de Dolca. Y al fin y al cabo la Casa no estaba tan mal; so pretexto de difundir la cultura universal el doctor Menta había acomodado a docenas de Lectores, pero los Lectores leían y las chicas escuchaban (sobre todo las chicas, siempre buenas alumnas y tan atentas al programa de trabajos prácticos), y algo quedaría de todo eso, aunque más no fuera Nigel Balchin.
—Mañana a la noche —explicó Juan—, el examen final. Sí, pero claro que vamos a almorzar. Y al concierto, seguro. El examen es a la noche, hay tiempo para todo.
Cuando colgó, rabiando por lo mal que había oído a su suegro y lo tarde que se le hacía, vio a Abel que entraba al bar por la puerta de Carlos Pellegrini. Abel estaba de azul, palidísimo y flaco, como de costumbre no miraba a nadie de frente y se movía a lo cangrejo, evitando más las caras que las mesas.
—Abelito —murmuró Juan, acodado al mostrador— ¡Abelito!
Pero Abel se quedó en un rincón sin verlo o a lo mejor sin querer verlo, mirando la pared. Juan revolvió el café. Lo había pedido por costumbre, sin ganas de tomarlo. Nunca le había gustado telefonear desde un bar sin pedir antes alguna cosa. De espaldas, Abel parecía todavía más flaco, cargado de espaldas. Hacía tanto que no se veían, en otros tiempos Abelito no tenía ese traje azul. «Anda con plata», pensó Juan. En realidad lo más natural hubiera sido que Abelito y él se saludaran, aunque fuera desde lejos y sin darse la mano. Nunca se habían peleado, como para pelearse con Abel. Se acordó vagamente de las babosas que aparecían a veces en el cuarto de baño de su casa, cuando volvía tarde en sus tiempos de estudiante. Pobre Abelito, realmente era demasiado compararlo con… Tragó el café tibio y demasiado dulce, miró con cariño el paquete con la coliflor. Desde el primer momento había instalado el paquete sobre el mostrador, cerca del teléfono, para que no fueran a plantarle una mano o un codo encima. Ahora un rubio en mangas de camisa hablaba a gritos por teléfono. Juan miró una vez más a Abel que se había sentado en la otra punta del café, pagó y salió llevando con mucho cuidado el paquete.
Caminó por Cangallo, sorteando a los transeúntes apurados. Hacía calor, hacía gente. Los cafés de las esquinas estaban llenos. «Pero a esta hora, ¿qué carajo hacen todos estos tipos?», pensó Juan. «¿Qué vidas, qué muertes están incubando? Yo mismo, qué diablos tengo que hacer en la Casa. Más me hubiera valido toparlo a Abel, preguntarle por qué anda con la cara planchada…» Al verlo en el café, esa rápida sospecha de que quizá Abelito… Pero es que a nadie le gustaba Abelito; razón de más para encontrárselo en los cafés. Pobre Abel, tan solo, tan buscando algo.
«Si buscara de veras ya nos habría encontrado», pensó.
Cruzó Libertad, cruzó Talcahuano. La Casa tenía las luces extra de los jueves. «No se pierden un aula, meten seis mil escuchas en tandas de a mil. Cuánto lamenta Menta no tener el Kavanagh…» Y en su despacho estaría, de azul oscuro o de negro, revisando expedientes, atendiendo a un público lleno de buenas intenciones, creemos que debería repetirse el curso de Lostoyevski, y el de Ricardo Güiraldes. Se pierde demasiado tiempo con las revistas centroamericanas. ¿Cuándo se abrirá la cinemateca? El doctor Menta lamenta, pero en el aula 31 tienen para seis semanas más con Pérez Galdós. «Nada fácil dirigir la Casa», pensó Juan. Subió los escalones de a dos y casi choca con el ñato Gómez que salía corriendo.
—Avisá si andás rajando de la policía.
—Peor que eso, me escapo de la gordita Maers —dijo el ñato—. Cada vez que me pesca se pone a explicarme Darwin y la conducta de los antropoides.
—Mi madre —dijo Juan.
—Y la suya, porque me habla de la familia y de una hermana que tiene en Ramos Mejía. Hasta luego. ¿Te va bien?
—Sí, me va bien. ¿Y vos?
—Yo estoy en Impuesto a los Réditos —dijo el ñato y se fue, lúgubre.
Juan cruzó la galería hasta el patio donde-con-seguridad-Clara-furiosa. Se le acercó por detrás, le hizo cosquillas.
—Odioso —dijo Clara, alcanzándole el final del Dolca.
—Olés a cumpleaños. Correte para que me siente. Tenés el aire de la víctima, del sujeto de laboratorio. El doctor Menta lamenta.
—Asqueroso.
—Y me recibís con la gracia que asiste a las fuentes, a las colinas.
—Son las ocho y veinte.
—Sí, el tiempo ha seguido y nos ha pasado.
El tiempo, como un niño
que llevan de la mano
y que mira hacia atrás…
—Este hai-kai lo escribí hace dos años, date una idea… Clara, en este paquete tengo un coliflor prodigioso.
—Comételo, y si querés vomitalo. Además, se dice la coliflor.
—No es para comerlo —explicó Juan—. Este coliflor es para llevar en un paquete y admirarlo de cuando en vez. Creo que el presente es un momento propicio para la admiración del coliflor. De modo que…
—Me gustaría más no verla —dijo Clara, orgullosa.
—Apenas un segundo, para que lo conozcas. Me costó noventa en el mercado del Plata. No pude resistir a la hermosura, entré y me lo envolvieron. Era más hermoso que un primitivo flamenco y ya sabés que yo… Balconeá un poco…
—Es linda, la veo muy bien así, no la destapés del todo.
—Tiene algo de ojo de insecto multiplicado por miles —dijo Juan, pasando un dedo sobre la apretada superficie grisácea—. Fíjate que es una flor, enorme flor de la col, coliflor. Che, también tiene algo de cerebro vegetal. Oh, coliflor; ¿qué piensas?
—¿Por eso te retrasaste?
—Sí. También le telefoneé a tu papi que nos invita a almorzar mañana, y lo estuve mirando a Abel.
—Sabés perder el tiempo —dijo Clara— Abel y papá… Prefiero la coliflor.
—Contaba además con tu perdón —dijo Juan—, aparte de que estamos a tiempo de oírlo un rato a Moyano. Yo sé que a vos te gusta tanto la voz de Moyano. El gran acariciador acústico, el violador telefónico.
—Sonso.
—Pero si está bien así. El tipo lee con tal perfección que ya no interesa lo que lee. Y a mí me gustan las tres rubias que se sientan a bebérselo en la primera fila. El pobre, el galán superheterodino. Esperá que rehaga el paquete, me podrían estropear el coliseo, el colosal coliflor, el brillante colibriyo, el colifato.
De un salón de la izquierda, al principio de la galería, venía como una salmodia ahogada por las puertas de vidrio. «Leen a Balmes», pensó Clara, «o será Javier de Viana…». Una pareja llegaba corriendo, se separaron para leer los cartelitos en las puertas, cambiando señas iracundas. Zas, de cabeza en Romance de lobos, lector Galiano Sifredi. Un chico de grandes anteojos leía aplicadamente el lema de la Casa, letras de oro en la pared,
L’art de la lecture doit laisser l’imagination de l’audiver, sinon tout á fait libre, du moins pouvant croire a sa liberté.
Stendhal
(Pero nadie ignoraba que la frase era de Gide, y que se la habían vendido al doctor Menta como buena.)
«Inventar el ideario apócrifo», pensó Clara. «Hacerle decir a un procer lo que debió decir y no dijo; ajustar la estúpida temporalidad, dar al César lo que debería ser del César pero que dijeron Federico II o Irigoyen…
—Vamos —dijo Juan, tomándola del brazo—. Con tal que haya sillas.
A mitad de la escalera se pararon a examinar el busto de Caracalla. A Clara le gustaba el gesto dominador de las cejas, cerrándose sobre los ojos como puentes. Siempre lo acariciaba al pasar, deplorando la rajadura de la nariz que le daba un aire bellaco.
—Un día te va a plantar un mordisco en la mano. Caracalla era así.
—Los Césares no muerden. Y con ese nombre tan dulce, Caracalla, señor de los romanos.
—No es un nombre dulce —dijo Juan—. Restalla como los látigos de sus cocheros.
—Confundís con Calígula.
—No, ése suena a raíz amarga. Dos granos de calígula en un vaso de miel. O si no esto: el cielo está caligulado; ¿quién lo desencaligulará? Adiós, doctora Romero.
—Buenas noches, jóvenes —dijo la doctora Romero, bien agarrada del pasamanos.
—Movete, Juan, Moyano habrá empezado a leer hace veinte minutos.
—Fuiste vos la que se paró a masturbar a ese pobre César.
—¿Qué querés? Se lo merece, es bueno conmigo. Nadie lo mira; él, que fue tan mirado.
—Pero Cara calla —dijo Juan—. Los romanos eran así. La doctora Romero está hecha un elefante. El elefante se da vuelta y contempla mi paquete. Ha olido el coliflor.
—¿Y vas a entrar con eso al aula? —dijo Clara—. Harás ruido con el papel, molestarás a todo el mundo.
—Si pudiera ponerme el coliflor en el ojal, ¿eh? Capricho caracallesco. Te parece hermoso, ¿verdad? Un coliflor como ya no hay más.
—Es pasable. En casa las compran más grandes.
—Tu famosa casa —dijo Juan.
El Lector pausó su final de capítulo. Antes de iniciar el siguiente dio tiempo a las toses, la aparición de pañuelos, el rápido comentario. Como un pianista veterano, concedía unos segundos de relajación, pero no demasiado, no se fuera ese fluido, esa sustancia tensa que pegaba su voz a la gente, su lectura a las atenciones no siempre fáciles.
Inclinándose levemente,
Moïse prenait de l’âge, mais aussi de l’apparence. Les banquiers ses contemporains, qu’il avait dépassés a trente ans en influence, a quarante en fortune…
—Dejame poner el paquete entre los dos —pidió Juan—. Esta gorda que tengo a la izquierda es muy capaz de aplastarme el coliflor.
—Dámela —dijo Clara, apretando el papel (que crujió, y Andrés Fava dio vuelta la cara y les hizo una mueca). En el por fin silencio, la voz del Lector caía sin esfuerzo de su discreta altura. Clara se acordó de golpe.
—¿Qué hacía?
—¿Quién?
—Abelito en el café.
—No sé. Buscarte, quizá.
—Ah. Pero me busca justamente donde no estoy.
—Por eso —dijo Juan— te busca.
—Cállense —rezongó Andrés—. Llegan ustedes y se va todo al diablo. Me desconcentro, ¿entendés? Me descerebro.
«Abelito», pensó Clara, mirando amistosamente el pescuezo un poco flaco de Andrés, detallando implacable la vulgar permanente que estropeaba a Stella, porque naturalmente Stella estaba sentada al lado de Andrés. «Sí, me busca justamente donde no estoy, donde nunca estuve. Pobre Abelito.»
Stella metía despacio la mano en el bolsillo de Andrés. Despacio Stella metía la mano. Stella, en el bolsillo de Andrés, metía la mano despacio. Nada fácil meter una mano (ajena) en el bolsillo del pantalón de un hombre sentado. Andrés se hacía el sonso y la miraba de reojo. Lo gracioso era que el pañuelo estaba en el otro bolsillo.
—Me hacés cosquillas.
—Dame el pañuelo, voy a estornudar.
—Lloremos juntos, amor, pero no lo tengo.
—Sí, tenés un pañuelo.
—Sí, tengo un pañuelo, pero no para vos.
—Odioso.
—Resfriada.
—Vos sos el que reclama silencio —le dijo Juan— y ahora armás un lío por un pañuelo. Más respeto por la cultura, che. Dejen oír.
—Eso —dijo un tipo gordo sentado a la derecha de Stella—. Más respeto.
—Seguro —dijo Juan—. Es lo que yo digo, señor: más respeto.
—Eso —dijo el tipo gordo.
Clara escuchaba Églantine:
Églantine entrait, et redonnait subitement leur réalité, pour les yeux de Moise ému, au taupé et au Transvaal
y apreciaba en el Lector el arte de leer con un mínimo de gestos. «Yo revolearía las manos en todas direcciones», pensó Clara, «y Juan para leerme una noticia de Crítica es capaz de voltear la silla». Por completo distraída, incapaz de concentrarse en Églantine (pensaba leerla por su cuenta, como tantos libros que después no leía), miró de nuevo la espalda de Andrés, el pelo de Stella, la cara indiferente del Lector. Se sorprendió explorando con los dedos el contenido del paquete, andando como un bicho por la fría superficie arrugada de la coliflor. Se llevó los dedos a la nariz: olía débilmente a afrecho húmedo, a tiempo lluvioso en una sala con piano y muebles enfundados, a Para Ti guardado.
Juan le permitió que cuidara el paquete y aprovechó la siguiente pausa en la lectura para sentarse a la izquierda de Andrés. Ahora podían hablar sin que el tipo gordo se molestara, porque el tipo gordo se había puesto a charlar con una señora de aire jubilado y vestido violeta.
—Un día se descubrirá el verdadero contenido de un bolsillo —dijo Juan— y se verá que tenía muy poco que ver con Charles Morgan.
—La introspección de la persona —dijo Andrés—. ¿Qué contás, che?
—Todo sigue igual, hermano. Usted, Stella, preciosa como de habitúdine.
—Usted siempre el mismo —dijo Stella—. Todos los amigos de Andrés son los mismos mentirosos y sinvergüenzas.
—Encanto de chica —dijo Juan a Andrés—, tenés un tesoro en tu casa, y seguro que no te das cuenta.
—No creas —dijo Andrés—. Soy el más indicado para apreciar los méritos y encantos de Stella. Ya he llenado varios cuadernos de elogios, y la posteridad sabrá un día lo que fue para mí la ciudad con Stella.
—¿Usted escribe, joven? —dijo Juan—. Qué notable, ¿no? Qué promisor.
—¿Y usted, mocito? ¿No escribe? Sería una tristeza, créame.
—Oh, quédese tranquilo, joven. Yo también escribo. Todos, todos escribimos en nuestro inteligente medio. En cuanto a usted, he oído rumores de que lleva una especie de diario que alguna vez me gustaría campanear, si es gustoso.
—Vos te lo habrás buscado —dijo Andrés—. Pero no es un diario sino un noctuario.
—¿Ustedes oyeron? —dijo Stella—. Parecía una sirena.
—Era una sirena —dijo Clara—. Y capaz de perforar las planchas aisladoras de nuestra santa Casa.
—La mitología acaba por coincidir con la ruda realidad —dijo Andrés—. Personalmente opino que podríamos irnos a charlar a algún sitio donde se puedan emplear a fondo las cuerdas vocales. Stella, adorada mía, vos no te enojarás si interrumpimos tu íntimo coloquio con la literatura.
—Pero si apenas faltan cinco minutos —se quejó Stella, que confundía fácilmente la asistencia con el aprovechamiento.
—Cinco minutos, una perfecta basura —dijo Andrés—. Aparte de que Clara no nos deja escuchar con ese ruido de papeles. Che, es increíble la devoción de la gente por las bellas letras. Una noche en el ringside del Luna Park me encontré a un tipo que entre pelea y pelea se leía dos paginitas de Jaspers.
—Yo no te fastidio con ningún ruido de papeles —dijo Clara—. Es este que se compró una legumbre y me la pasa para que se la cuide.
—No quiero que lo machuquen —dijo Juan—. Como te decía antes de que nos interrumpieran tan groseramente, no me desagradaría nada que me dieses a leer tus últimos ensayos. Tengo un elevado concepto de tu prosa, y además acato con humildad mi destino, consistente en leer las vidas y opiniones de los demás. Con Abelito era lo mismo. Y con Clara es peor: me informa por vía oral, de la fábrica al consumidor. Intimidad, date una idea. Su madre tenía cuatro dientes falsos, el hermano junta discos de Sinatra. ¿Para qué venimos a la Casa? Los mejores libros están afuera.
—Las nueve menos cinco —dijo Stella—. Hoy estuve de desatenta…
—No sufras, querida —dijo Andrés—. Cuando se acabe ésta te llevo a oír una de Vicki Baum.
—Malo. No ves que quiero practicar el francés. Me distraigo por culpa de ustedes. Qué cosa.
Clara le pasó la mano por el pelo, enternecida. «¿Se hace la idiota o es idiota?», pensó. «Pobre Andrés, pero él la eligió, parece.» Stella tenía un pelo abundante que se dejaba invadir por los dedos y resbalaba suavecito. Le hacía como un halo a través del cual vio Clara al Lector que cerraba el libro y se levantaba. Las sillas se pusieron a crujir y a chirriar como si empezaran por su cuenta los comentarios a la lectura. «Lo que han de saber las pobres», pensó Clara. Un libro tras otro, semanas y semanas. La luz parpadeó dos veces, se apagó, volvió a encenderse: una de las ideas del doctor Menta para desalojar rápidamente la Casa a las nueve de la noche.
Andrés salió al lado de Clara y palpó el paquete.
—Buena hortaliza —dijo—. Vos estás un poco flaca.
—La vela de armas —dijo Clara—. Mañana examen final. ¿Para qué venís aquí, Andrés?
—Oh, en realidad la traigo a Stella para que practique fonética. A mí me da lo mismo estar o no estar. Me debe haber quedado la costumbre de cuando estudiaba en la Facultad, y además siempre se encuentra a algún amigo. Ya ves esta noche, tuve suerte.
—La verdad es que nos vemos tan poco últimamente —dijo Clara—. Qué vida idiota.
—No incurrás en pleonasmos. Pero la Casa es divertida y Stella se imagina que nos hace bien a los dos. Personalmente lo que más me gusta de la Casa son los sándwiches que se comen en la cantina. Los de paté sobre todo.
Clara lo miró de reojo. El habitual, el insólito, la escurridiza cucaracha anteojuda. Y él se rió de golpe, contento.
—¡Pobre, así que estás en capilla! ¿Y por qué perdés el tiempo aquí?
—Es mejor, ya no podemos estudiar más —dijo Juan—. Entrenamiento liviano la víspera de la pelea. Clara va a aprobar, es seguro. Yo, no sé. A veces te preguntan cada cosa…
—De verdad —dijo Stella—. Es como en las audiciones del shampoo, yo me como las uñas, me dan unos nervios…
(Stella
«Señorita, ésta va por cincuenta pesos. ¿Acepta?»
«Yo…»
«Muy simpático, señorita. Así me gustan las chicas valientes. Vamos a ver, señorita.
¿Quién descubrió el principio de la flotabilidad de los cuerpos?»)
—Hay que apelar a los trucos —dijo Andrés—. A pregunta estúpida respuesta absurda. Los tres tipos de la mesa se quedan pensando si les estás tomando el pelo o si realmente tenés algo en el mate. Como pasa el tiempo, se aburren y te aprueban.
—A vos te parece fácil —dijo Juan— pero un examen final no es macana. Sobre todo para mí, que pago las culpas de un autodidactismo más bien desorganizado, porque habría que ser idiota para creer que se aprende algo en las santas aulas argentinas.
—Clara debe saber —dijo Stella—. Seguro que estudió muchísimo.
—Todo el programa —dijo Clara, suspirando—. Pero es como un pozo: miro al fondo y no me veo más que a mí, con la cara lavada.
—Tiene un susto padre —explicó Juan—, pero ella va a aprobar. Che, ¿adónde vas ahora?
—A ver pasar la noche, a tomar un vermú con Stella.
—Y con nosotros.
—Bueno.
—Y hablaremos de máscaras negras —dijo Clara.
—Y de Antonio Berni —dijo Stella, que admiraba a Antonio Berni.
Andrés y Juan se quedaron atrás. Las chicas iban del brazo, mezcladas con la gente que salía de otras salas. Oyeron la voz de Lorenzo Wahrens que terminaba presuroso la lectura de un capítulo. Muchos oyentes se amontonaban en la puerta de la sala, salían en puntas de pie con aire un poco avergonzado.
—¡Pobre autor! —dijo Andrés—. Mirá cómo rajan antes de que acabe Wahrens.
—Qué querés, viejo, está leyendo La Nouvelle Héloise —dijo Juan.
—De acuerdo, pero ¿vos te explicás esta ansiedad por mandarse mudar? Lo mismo es en el cine; media hora de cola para entrar, y después les falta tiempo para salir disparando… Formas superficiales de la ansiedad, supongo. También supongo que en todas partes será igual. Lo digo porque aquí hay una cantidad de sociólogos improvisados que creen reconocer conductas específicamente argentinas donde sólo hay conductas específicas a secas. Todas las pavadas que se han dicho sobre nuestra soledad, nuestro escapismo…
—La verdad es que aquí la gente está siempre ansiosa —dijo Juan—. Lo malo es que los motivos de su ansiedad suelen ser tan importantes como la pava del mate (andá a ver si ya hirvió, apúrate, seguro que ya hirvió, Dios mío, uno no se puede descuidar ni un minuto…).
—Che, el mate es una cosa importante —dijo Andrés.
—O el miedo a perder el tren, aunque salga uno cada diez minutos. Mirá, una vez me aboné a un ciclo de cuartetos. A mi lado había una señora que en todos los conciertos se iba antes de que empezara el último movimiento del último cuarteto. Como ya éramos amigos, la tercera vez me explicó que si perdía el tren para Lomas de Zamora tendría que esperar veinte minutos en Constitución. Y así cambiaba veinte minutos por el Assez vif et rythmé de Ravel.
—Peores cosas se han cambiado por un plato de lentejas —dijo Andrés—. Fijate que de una manera u otra el hombre repite siempre los crímenes básicos. Un día es Ixión y al otro un pequeño Macbeth de oficina. Pensar que después nos atrevemos a solicitar certificado de buena conducta.
—Tal vez por eso yo siempre tengo miedo cuando entro en la policía —dijo Juan—. Nadie tiene el prontuario en blanco, che.
—Andá a saber —dijo Andrés— si las cosas que tomamos por desgracias o enfermedades no son simplemente sanciones. Me imagino que el viejo Freud no decía otra cosa, pero yo pienso ahora en la calvicie, por ejemplo. ¿No te parece que a lo mejor los calvos sucumben a un inconsciente-Dalila, o que los artríticos se dieron vuelta a mirar lo que no debían? Una vez soñé que me castigaban con la pena capital. Entendé que no aludo a la muerte: todo lo contrario. La pena era capital porque consistía en vivir del otro lado del sueño, acordándome todo el tiempo que lo había olvidado, y que el castigo era eso, haberlo olvidado.
—Abel hablaba así a veces —dijo Juan—. Su nombre lo sindicaba como víctima jugosa. Tal vez por eso anda con ganas de dar vuelta los papeles, se hace el malo con los espejos.
Andrés no dijo nada. Empezaron a bajar por Cangallo, sintiendo el calor en la cara.
—Cuidame bien el paquete —pidió Juan, adelantándose—. Mejor dámelo a mí, Clarita; vos, querida mía, sos una calamidad en la calle.
Volvió a ponerse al lado de Andrés. Stella proponía que fuesen a caminar por la recova y a comer algo en una parrilla. Subieron hasta Sarmiento para tomar el 86, pero Clara quiso telefonear a su casa y se quedaron en la esquina esperándola. Andrés miraba estimativamente a Juan.
—Sos un tipo colosal. ¿No tendrías que ir a estudiar un poco?
—Prefiero un litro de semillón y charlar con vos. Fíjate que nos vemos muy poco, casi como si fuéramos amigos íntimos.
—Dios nos libre de eso, y te libre a vos de las malas paradojas. ¿No notás una cosa en el aire?
—Neblina, tesoro —dijo Stella—. A esta hora se levanta la neblina.
—Macanas, nena. A esta hora no se levantan más que las putas y los bailarines. Pero como ser neblina, es.
—El centro está húmedo —dijo inútilmente Juan.
—La ropa se pega a la piel —dijo Stella—. Esta mañana cuando me desperté me parecía que las sábanas estaban mojadas.
—Cuando tú te despiertas
sangra el despertador.
Cuando tú te despiertas
son las once y cuarenta.
Amor, sábanas húmedas,
cuando tú te despiertas —dijo Andrés—. Te regalo esta letra de bolero para que reconfortes tu corazoncito candombero.
Stella le pellizcó una oreja, lo zamarreó contentísima.
—Cuando yo me despierto —dijo Juan— lo primero que se me ocurre como medida de emergencia es volver a dormirme.
—Lo que llaman cerrar los ojos a la realidad —dijo Andrés—. Ahora fíjate en esto que es importante. Hablás de volver a dormirte y tratás de hacerlo. Pero te equivocás al creer que en esa forma te vas a replegar sobre vos mismo, que te vas a amurallar detrás de lo que te defiende de eso que está enfrente de vos. Dormir no es más que perderse, y cuando tratás de dormirte lo que estás buscando es una segunda fuga.
—Ya sé, una muertecita liviana, sin consecuencias —dijo Juan—. Pero viejo, ése es el gran prestigio del dormir, la perfección del apoliyo. Vacaciones de sí mismo, no ver y no verse. Perfecto, che.
—Puede ser. De todos modos uno se adhiere tan moluscamente a sí mismo que aun medio dormido resulta difícil hacerse la zancadilla. A mí por ejemplo me pasa levantarme a las cuatro de la mañana para mear, consecuencia inevitable de quedarme mateando hasta tarde. Cuando me meto de nuevo en la cama noto que el cuerpo, por su sola cuenta (¡Busca el huequito caliente! —gritó Stella), justito, querida, busca el hueco caliente, su calco, comprendés, su huella viva. Los pies en el rinconcito tibio, el hombre en su nicho abrigado… No hay caso, viejo, no en vano creemos que A es A.
—La única que busca un sitio fresco es la cabeza —dijo Juan—, lo que prueba que es la parte pensante de la persona. Ahí viene Clara, y allá parece que es el 86.
El tranvía colgaba de sí mismo, mujer que anda a tumbos llena de paquetes. A Juan (que fue a parar a un rincón y ligó una ventanilla por uno de esos remolinos ruleteros raros
que ocurren en todos los conflictos de voluntades y
que se resuelven casi siempre aleatoriamente
y que te dejan —pensó Clara— de pie mientras el enorme zanguango se instala alegremente)
a Juan le gustó la niebla en las ventanillas, las luces como tigres rápidos (pero qué bonito, qué bonito) corriendo por los vidrios empapados. Como siempre que se instalaba en un tranvía, lo invadió una renuncia, un abandono satisfactorio. Delegaba en el tranvía, dejaba que un fragmento de ciudad pasara lentamente por él, con curvas, paradas y bruscos arranques. La niebla lo ayudaba a sentirse pasivo, a resbalar cada vez más en un pequeño nirvana de un cuarto de hora, de di’ cuadras que los porteños jamás caminan si pueden evitado. El árbol Bo del Buda se llamaba 86. Cabalísticamente 86, dos cifras pares, un número divisible por dos: 43. Y en el bolsillo llevaba justamente un atado, pero PROHIBIDO FUMAR, PROHIBIDO ESCUPIR. Debajo del árbol Bo.
«Con tan poca cosa puede un hombre ser feliz», pensó. «Ni siquiera un beso. Con tan poco. La taza de té preparada con su mínima liturgia, un insecto dormido sobre un libro, un perfume viejo. Sí, casi la nada…» Siempre que se aceptara abandonarse a la sombra del árbol Bo, conformarse con ser feliz unas pocas cuadras en un poco tranvía.
Una familia numerosa y activa se largó en la segunda parada, Stella hizo lo necesario para bloquear el acceso a un asiento y dejó que Clara se pusiera del lado de la ventanilla. Las dos se miraron con la sonriente alegría de todo el que consigue ubicarse en un tranvía lleno (tema para moralistas). Trataron de ver algo de la calle, pero la niebla no les dejaba gran cosa.
—Qué horrible es el Colón a oscuras —dijo Clara, frotando el vidrio de la ventanilla.
—Ufa, creí que las viejas no se bajaban nunca —dijo Stella—. Me canso tanto de viajar parada, aunque sean diez cuadras. Pensar que a Andrés le ofrecieron un Morris por cuatro mil pesos hace cinco años y yo le dije que esperara, que después vendrían más baratos de los Estados Unidos.
—Metiste la patita, querida. No hay como tener ideas en este país.
—Todos lo aseguraban.
—Razón de más. Pero Andrés se hubiera hartado del Morris, o ya estarían los dos aplastados por un camión con acoplado. Me lo imagino soltando el volante para hacer un dibujito en la humedad del parabrisas.
—La madre de Andrés dice lo mismo. Pero siempre hay que probar primero.
Clara la miró de reojo. Stella era así, pensamiento-tranvía, itinerario fijo. Imaginar en Andrés un posible Dupin: todas las ideas de Stella sabidas por adelantado. «Qué economía», pensó Clara, divertida. Le gustaba Stella: cómoda de llevar. Lo peor de las de su tipo es que creen poder tomar la iniciativa, pero Stella iba atrás, como la chinita con el mate, cuando más a la par. «De todos modos, Andrés, qué solución lamentable. Tener que tolerar semejante piastra, pobrecito.» Pero a la vez la indignaba la elección de Andrés, aunque Stella acabara siempre por conmoverla.
—Qué oscuro está el centro —dijo Stella—. No me gusta así oscuro. Mirá esa vidriera con los jodhpurs, qué raro que tenga tanta luz.
—Bonitas lanas —dijo Clara, interesada—. ¿Y esa campanilla?
—Algún auto que sale de un subterráneo.
—No, debe ser que suben los barrenderos.
Stella se negaba a creerlo y quiso alzar la ventanilla. Les entró un aire caliente, tan blando de niebla que las mojó. En el pasillo, casi al lado de Juan, Andrés les silbó secamente para que bajasen el vidrio.
—Tiene razón, después me resfrío y él se pone furioso —dijo Stella—. Sí, me parece que es la limpieza. ¿Verdad que eran lindas lanas? A vos te gusta muchísimo tejer, ¿verdad?
—Bueno, cuando ando perdida de lecturas, o antes de algún examen.
—Es muy sedante. Como el mate amargo, a mí me repugna. Andrés dice que es tan sedante. Vos lo vieras tomando mate de noche.
—¿Escribe de noche?
—Sí, escribe a la noche. Se pone la campera vieja, me pide que no haga ruido y se ceba su mate.
Uno de los barrenderos se asomó a la puerta delantera (a Clara le sorprendió ver abrirse las hojas de la puerta sin que al parecer nadie las tocara. Siempre era igual cuando el mótorman las abría para decirle algo al guarda; sorpresa, como un desencanto de que no fuera más que él con su facha de topo, sus grandes pies. «Un poco la idea de un telón», pensó, divertida. «Se abre el telón y zas, nada. Esperabas a Edwige Feuillère y te sale un inspector municipal.»), mirando cansino a la gente apretujada en el pasillo. Cuando la cerró, diestramente
primero pasando el cuerpo y la escoba, dejando la puerta a sus espaldas,
y entonces con un rápido voleo de las manos hacia atrás como un prestidigitador (porque ahora la escoba y un portabasura con un
mango estaban apoyados en una de las hojas) cerrándola con un sonido seco y desabrido, un tarascón de perro flaco.
«Ah, cómo se han de aburrir», pensó Andrés, viendo la cara pálida del barrendero. Sabía que el aburrimiento (el que él concebía) es castigo de perfecciones, pero lo mismo lo afligía proyectar en el barrendero la posibilidad del hastío. Vio en la plataforma (porque era un hombre alto) al otro barrendero que empezaba a trabajar desde ese lado. Se agarró de una manija cuando el tranvía tomaba la curva de 25 de Mayo y pegaba el coletazo habitual. Juan había sacado un libro y estaba leyendo. «Macanudo, escribí para que después te lean en los tranvías.» Estuvo a punto de manotearle el libro, deslizar la mano por la espalda de la señora con los paquetes y arrebatarle el libro antes que se diera cuenta. «En fin, en fin», pensó, menos irritado. «Total, a estas alturas del emputecimiento local un tranvía es la justa sala de lectura. Pero habría que curarse en salud y escribir pensando en eso, en las circunstancias en que seremos leídos. Capítulos para el café, para el tranvía y otros para el fin de semana en que nos perfumamos y elegimos el buen sillón, la buena pipa y la cultura. Está muy bien así.» Vio a Stella y Clara que se levantaban para permitir que el barrendero limpiara el asiento. El barrendero alto se ocupaba del asiento de Clara y Stella, y el barrendero aburrido pasaba ahora la escoba entre los zapatos de Andrés, que los fue levantando primero uno y después el otro, y miró a su turno cómo el muchacho pegado a él hacía lo mismo, y la señora de anteojos ahumados vigilaba temerosa el movimiento del mango de la escoba, y se arrimaba más y más contra un asiento, hasta meter las nalgas en la cara de un señor con aire de jubilado que retrocedía lo más posible contra el respaldo, alzando un poco La Razón Quinta pero sin animarse a convertirla del todo en biombo entre su cara y el culo de la señora de anteojos.
—Pero no ve que le digo dos veces que se levante —protestó el barrendero, y Juan cerró el libro un poco azorado y salió del asiento mascullando alguna cosa que Andrés no entendió. La señora de los paquetes suspiraba a la altura de la tetilla derecha de Andrés, y detrás quedaba Juan, tan tomado de sorpresa en la lectura, con un dedo metido en las páginas del libro, furiosísimo.
—Ves, el pobre autor no cuenta con estas diversiones —le dijo Andrés—. La palabra diversión va también en su otro sentido. Fijate, el estilista pausa, modula, escande, ordena, dispone, acomoda el período, y después estás vos leyéndolo y entre dos mitades de proposición se te planta nada menos que un barrendero.
—La puta que lo parió —dijo Juan con muy poco cuidado por la señora de los paquetes.
Andrés guiñó el ojo a las chicas que recobraban su asiento. En el centro del pasillo la confusión era penosa, porque los dos barrenderos venían avanzando en sentido opuesto y los pasajeros, deseosos de cederles el sitio para que pudiesen barrer cómodos, se apretujaban cada vez más. Lo peor era el momento
(ya Juan estaba otra vez sentado, pero para qué
—pensó Andrés, irónico—
si a las tres cuadras se bajarían)
en que uno de los barrenderos se agachaba para —después de abrir con el pie el juntabasuras automático que tenía en la mano izquierda— recoger las pelusas, boletos, diarios, botones, piolines, conglomerados de polvo en la masa de una escupida, cabellos, cáscaras de maní, cajas de fósforos, recibos de certificados postales,
y al hacerlo se doblaba aunque no quisiera (porque el junta basura tenía un mango largo pero con toda la gente y la pésima iluminación del tranvía a la altura del suelo había una oscuridad confusa)
tratando de ver mejor, y entonces la gente
era empujada por un lado por el kepí del barrendero, y un kepí tiene mucha fuerza cuando adentro va una cabeza atenta a sus obligaciones, y por el otro
el culo del barrendero que se iba desplazando en línea horizontal en exacta correspondencia con su agachamiento. Y dado que ahora los dos barrenderos estaban a punto de encontrarse en la mitad del pasillo —«Por suerte», pensó Andrés, «me dejaron fuera»— y se agachaban a cada momento para hacer funcionar los juntabasuras, el espacio destinado a los pasajeros se reducía más y más, con manifiestas consecuencias que los pasajeros buscaban evitar deslizándose uno contra otro (y cuando dos botones se rozaban se oía un ruido seco) y murmurando en voz baja o haciendo bromas de disimulo. «Con tal», pensó Juan guardándose el libro en el bolsillo, «que no me hayan machucado el coliflor». No quería mirar atrás, adonde estaba Clara, por miedo de que comprendiera su inquietud. «Ahora voy a llevar yo el paquete.»
—Fíjate cómo está 25 de Mayo —le dijo Andrés con una ojeada de sobreentendido—. ¿Te acordás?
—Claro —dijo Juan—. No han dejado ni uno. Gracias si los bares lácteos. Hasta que alguno descubra que la leche es obscena y también los liquide.
—Lo es —dijo Andrés—. Pero no tanto como las fálicas vainillas. Niñas, se bajamo en la esquina.
—Se bajamo —dijo Clara. Le era difícil salir del asiento porque Stella («Pide permiso con voz de novicia en una plaza de toros», pensó. «A la gente de los tranvías hay que dominarla con la voz si no se tienen codos.») Por sobre la cabeza de uno de los barrenderos le pasó el paquete a Juan, y acabó bajando con Stella por atrás. Cuando Juan llegó al estribo el tranvía había arrancado, y se soltó a mitad de la curva de Corrientes. Ahí todo estaba lleno de luces; a dos cuadras del pobre barrio chino liquidado, la ciudad correctísima para familias empezaba alegremente: el bonete rojo del buzón del Jousten, el cafecito de frontera, el blando tobogán que te lleva al Luna Park y te da numerosas peleas por numerosos pesos.
El cronista escuchaba London Again y se acordaba de tantas, de tantas cosas amables y queridas y tan loción de lavanda como las melodías de Eric Coates. El Würlitzer, objeto escatológico, amenazaba con sus sambas y sus machichas, por eso el cronista prefería sentarse al lado aunque le partiera los oídos, y darle al Würlitzer más y más monedas para que solamente London Again y después un tanguito
Te acordás Milonguita, vos eras
la pebeta más linda ‘e Chiclana
con las entradas zurdas y de abajo de los fuelles, los piques secos del piano, los cortes exactos, y el cronista contestó con un dedo al saludo lejano de Andrés Fava que venía con su amiga y otra pareja (pero si eran Juan y Clara) mientras meditaba en el estilo de Juan D’Arienzo, reivindicación de la pianola, del canario, del ruiseñor a cuerda
Y EL EMPERADOR IBA A MORIR (por culpa del ruiseñor, sí señor).
—Cámbieme un peso en monedas de veinte —dijo el cronista. Si ese negro de ojos sucios se le ponía a tiro de Würlitzer, seguro que la iba de chamamés. Tres en la lista impresa, la mar de chacareras y gatos. «Odio el folklore», se afirmó a sí mismo. «Solamente me gusta el folklore ajeno, es decir, el libre y gratuito para mí, no lo que me impone la sangre.» En general las imposiciones de la sangre eran vomitantes. «Ahora van a venir a charlar en cuanto acaben el copetín. Si solamente estuviera Andrés, pero la mujer es hórrida. ¿Y qué pongo ahora?» La lista era larga y en dos columnas. Eligió un disco de la Metronome All Star Band: One O’Clock Jump. Entonces vinieron Juan y Clara.
Comiendo papas fritas en el mostrador, Andrés y Stella miraron hacia donde el cronista daba su bienvenida y acercaba sillas. Clara se divertía estudiando las entrañas del Würlitzer.
«Moloch de confitería», pensó Andrés. «Sacrificio de monedas al diosecito panzón y estridente. Baal, Melkart, bichos obscenos, pescados de la música. Oh cronista, sufeta lamentable.» Quería mucho al cronista, camarada de noches de box, café tarde, diálogos sobre el amor, ensayos y misceláneas,
el cronista tipo tranquilo con su pisito en Alsina al cuatrocientos y sus hábitos porteños: buen ejemplo de no te metás, de se me importa un cuerno, de
pobre país, sí que vas bien
pa una prósima elesión (tanguito que silbaban juntos, cuando se veían más; antes de Stella, de la caída en el presente. —«Ojo», pensó Andrés, «no te fiés de las frases. Siempre estábamos caídos en el presente, che»).
—Vení, vieja, vamos a charlar con el cronista.
—Andá, yo termino estas papas que están tan ricas —dijo Stella.
Cuando llegó a la mesa los tres ya estaban instalados y el Würlitzer callado pero peligroso.
—Véanlo al tipo —dijo el cronista apretándole la mano como si tuviera una llave inglesa—. Che, ¿no te da vergüenza saludarme? Hombre perdido, que tu chaleco se te llene de bolsillos y en cada uno tengas un cigarro húmedo y un billete falso y una lapicera esferográfica
horror de este tiempo.
—Por mi parte, que te recontra —dijo Andrés. Se miraban, contentos. Clara y Juan se divertían de sólo verlos.
—¿Y ustedes cuándo cenan? —dijo el cronista.
—Ahora. Pero primero entramos a mojar el hambre. Es una noche especial, sabés, mañana pasan grandes cosas.
—Nunca pasan grandes cosas —dijo el cronista, que sabía ser blasé a sus horas.
—Sí que pasan —dijo Andrés—. Sólo que no le pasan a uno. Mañana Clara y Juan rinden el examen final. A las nueve de la noche.
—No veo que sea tan grande —dijo Clara.
—Seguro, porque te pasa a vos. Pero para mí y el cronista es todo un suceso. No cualquiera anda con amigos en capilla, con tipos que van a dar el examen final. Hay que amplificar el suceso para que históricamente se haga grande. Pensá en los titulares: CATÁSTROFE EN EGIPTO: VEINTE MUJERES QUEMADAS VEINTE. La gente lo lee y dice que realmente es una catástrofe horrible. A todo esto han muerto diez mil mujeres en otras diversas partes, y todo el mundo tan pancho. Pregúntale al cronista, él sabe de esas cosas.
Pero Juan le mostraba un pedacito de la coliflor al cronista, descubriendo con dos dedos una parte del papel. Clara le quitó el paquete y lo puso encima del Würlitzer, pero el barman hizo furiosas señales y Clara recobró el paquete y se lo puso en la falda. «Las cosas que hago por este idiota. Y él no me llevaría ni una aspirina en el bolsillo si se lo pidiera.» Acarició el paquete, la gran cara blanca llena de ojos debajo del papel. Andrés y el cronista hablaban y hablaban, contentos de haberse encontrado.
—Hoy salí a las ocho —dijo el cronista—. Che, ¿por qué no vamos a comer? Salí a las ocho y me vine a oír London Again. Es increíble cómo me gusta.
—Pero es una inmensa porquería —dijo Andrés.
—Está bien, no digo que no. Vos sabés que todos tenemos algún rincón cafre por ahí. Mi cafre sabe inglés, eso es todo. Entonces puse London Again y estaba pensando en ponerlo otra vez cuando entraron ustedes. Che, vámonos a comer algo.
—Stella quería una parrillada.
—Todos queremos una parrillada. Y hablar mucho.
—De Abel —dijo incongruentemente Stella.
—Sos perfecta —dijo Juan, nada contento—. Te daremos doble ración de mollejas. Me parece muy bien que el cronista venga con nosotros. Rompe el número par que es siempre estúpido, y aporta sus cualidades personales.
—Y tal vez pague la cuenta —dijo Andrés, empujando al cronista que lo miraba tiernamente—. El cronista ha vuelto hace poco de Europa, y trae sabiduría en las palabras. Preparaos a beberla con cada copa de semillón. Además el cronista lee mis ensayos, o los leía en nuestros buenos tiempos.
—Por mí —dijo el cronista— los seguiría leyendo volontieri, pero vos sos de los que desaparecen por seis meses y no se te ve ni el pelo. ¿Usted lo tiene secuestrado, Estelita?
—Ay, si pudiera —dijo Stella—. Lo que sí él escribe mucho y se la pasa tomando mate. Yo le digo que tanto estudio un día le va a hacer mal.
—Ya ves —dijo Andrés—. Te han hecho el retrato perfecto del anacoreta, con mate y todo.
—¿Y por qué uno no se entera de lo que escribís? —dijo Juan—. En este país uno escribe por lo regular para los amigos, porque los editores están demasiado ocupados con las hojas en la tormenta y los séptimos círculos.
—Mirá, uno va juntando cosas, hay que revisarlas, pasarlas a máquina… Y después de todo, ¿qué necesidad hay de leer tanto? —dijo Andrés, furioso—. Hablan de lo que uno hace como si fuera imprescindible. Sí, llevo un diario. ¿Y qué? Es más bien un noctuario. ¿Y? Hagan el favor, che, con todo lo que hay por ahí para leer…
—Sabés muy bien que uno lee a los amigos por otras razones —dijo Clara.
—Bueno, de acuerdo, pero cuando se empieza a juntar gente como en un choque de autos,
pibe, la cosa me huele a funeral, y de esos con discursos y salvas al aire.
—Pero es que nos encantan las capillas —dijo Clara—. ¿Qué idea te hacés de Buenos Aires? Entre nosotros el reparto de papeles es perfecto; vos escribís algo y cinco o seis parientes y amigos lo leen; a la semana siguiente cambia el orden: Juan escribe un cuento, vos y yo lo leemos… Funciona muy bien, no me vas a decir. A veces me río pensando que en la Casa debe haber centenares de capillas que se ignoran entre ellas. Montones de tipos escribiendo para tres, ocho o veinte lectores.
—Tu descripción acaba de darme vuelta el estómago —dijo Andrés.
—Nunca antes de la cena, che —dijo alarmado el cronista—. Vámonos, que tengo un apetito bárbaro.
—La niebla está peor —dijo Clara, olfateando la calle.
—No es niebla, es humo —dijo Stella.
El cronista hizo un gesto dubitativo.
—¿Entonces?
—No se sabe —dijo el cronista—. Esta noche se hablaba de eso en la redacción. Exactamente no se sabe. Estaban haciendo análisis.
Como Juan iba adelante charlando con Stella y el cronista, Andrés tomó del brazo a Clara y los dejó ganar distancia. Clara se dejaba llevar, entornando los ojos.
—¿Tenés miedo del examen? —dijo Andrés.
—No, más bien curiosidad. Por lo regular en la vida se sabe cómo van a ocurrir las cosas. Hasta podés imaginarte con bastante detalle lo que te va a hacer el dentista, lo que vas a comer en casa de tu tía… Pero esto no: te repito que es un pozo, el enigma perfecto.
—Sí, va a ser una mala media hora —dijo Andrés—. A lo mejor voy a acompañarlos mañana. No sé si te gustará ver conocidos ahí. A veces es peor, como en los velorios.
—Pero no, me parece muy bien. En esa forma, nos vaya como nos vaya, acabaremos bebiendo en alguna parte. ¿No sentís calor, y como un mareo? —dijo Clara confusa, agarrándose del brazo de Andrés—. Qué rara está la calle, esta niebla.
—Pegajoso.
—No puedo luchar contra el calor de esta noche —dijo Clara—. Juan se ríe de mí cuando le digo que me basta pensar la frescura para sentirla. Es cierto, ando siempre con un biombo de clima para mí sola, pero esta noche me falla. Serán los nervios —agregó con humildad.
—¿Y Juan está tranquilo?
—Dice que sí, pero miralo cómo gesticula. Y ha escrito como un loco estas noches. A mitad de una ficha se ponía a escribir versos. Está furioso contra todo, le duele Buenos Aires, yo le duelo, anda mal comido, bostezando.
—Vaya un cuadro.
—Vos sabés que las cosas se las toman particularmente con él —dijo Clara—. No es fácil encontrar la justa sopa para Juan. Le das de tapioca y resulta que le tocaba de estrellitas. Yo misma no le toco algunos días.
—Mientras coincidas de noche… —dijo Andrés con bien escandidas palabras.
—Oh, eso, en el fondo es lo más fácil de todo. Con Juan el problema empieza cuando nos despertamos. Decile que te lea sus poemas de estas semanas, vas a ver. Yo insisto en que vayamos a la calle, lo saco a pasear, me lo llevo por ahí; creo que le hace falta. Anoche me dijo, medio dormido: «La casa se viene abajo». Después se quedó callado, pero yo sé que estaba despierto. Y para qué te cuento esto…
—Para nada, que es como debe contarse. ¿Adónde nos llevan ésos? Ah, al restorán frente al estadio. Poemas, poemas, todo acaba ahí.
—Todo empieza —dijo inteligentemente Clara.
—No quise decir eso. Pero fíjate que desde esta noche, y desde todas las noches, no hacemos más que hablar de lo que escribimos y lo que leemos.
—Pero si está muy bien.
—¿Vos creés? ¿Vos creés de veras que tenemos derecho?
—Explicate —dijo Clara—. Así no te entiendo.
—La explicación va a ser más literaria que la pregunta —dijo tristemente Andrés—. No sé realmente lo que quiero preguntar. Es un poco una rabia de intelectual contra sus colegas y él mismo. Una sospecha horrible de parasitismo, de innecesidad.
—No hablés como un gaucho resentido —se burló Clara.
—Entendeme bien. No te niego el derecho y la razón de ser del intelectual. Está muy bien la poesía de Juan, mi diario y mis ensayos están muy bien. Pero fíjate, Clara, fíjate en esto, en el fondo él y yo y los demás nos pavoneamos demasiado con lo que hacemos. A veces con lo que hacemos, y a veces por el hecho de hacerlo. Yo escribo. Dan ganas de contestar con lo más breve y lo más insolente del contragolpe inglés: So what?
—Pero es que no podés plantear la cosa así —dijo Clara—. Lo que interesa es saber qué se escribe. El derecho a afirmarlo viene después. Qué sé yo, un Valéry podía decir: Yo escribo. ¿A vos te hubiera chocado oírselo decir?
—No —dijo Andrés, mansamente—. Supongo que es eso. Pero todo este hablar, este pasarnos papeles, estas mesas de café donde libros y libros y libros y estrenos y galerías… Mirá, aquí hay un escamoteo, una traición.
—No te falta más que agregar: «traición a la realidad, a la vida, a la acción», y con eso y un botoncito en la solapa estás a punto para largar en cualquier carrera.
—Claro, las palabras. Pero yo buscaba decirte otra cosa. Es la calidad de nuestro intelectualismo lo que me preocupa. Le huelo algo húmedo, como este aire del bajo.
—Pero escribís tu diario —dijo Clara, defendiendo a Juan.
—Y el diario huele a niebla. Mirá, lo que estamos haciendo es tragar este aire sucio y fijarlo en el papel. Mi diario es un cazamoscas, una miel asquerosa llena de animalitos muriéndose.
—Ya es algo que lo sepas —dijo Clara, que de chica había querido ser enfermera.
Andrés se encogió de hombros, le apretó el brazo, se sintió vagamente contento. Esa noche tenía el consuelo fácil.
—No estoy de acuerdo —dijo el cronista—. Sí, Stella, yo comería antipasto y le sugiero lo mismo. Aquí sirven un antipasto entomológico, un conjunto fascinante de objetos.
—The yellow nineties —dijo Andrés—. Para mí jamón. De manera que no estás de acuerdo.
—No. Creo que aquí somos pocos, que servimos para poco, y que la inteligencia elige sus zonas y entre ellas no está la Argentina.
—Mera deformación profesional —dijo Juan—. Como sos lo que mi suegro llama un hombre de letras, te olvidás de los hombres de números. Aquí la inteligencia opta por la zona científica. Nos pasamos el día negando la posibilidad creadora de los argentinos, sin ver que nuestra vitrina es una de las muchas y que otras gentes pueden estar trabajando y haciendo por su lado. Un buen biólogo se ha de reír en grande oyendo nuestros chillidos. Porque ni siquiera gritamos, esto es un chillido de ratas. Me trae un medio pomelo.
—Querido —dijo el cronista—, ni vos ni yo estamos en la vitrina de enfrente ni conocemos biología para poder opinar con certeza si en ese campo las cosas andan realmente bien. Lo que yo alcanzo a ver no me parece del otro mundo. Pero, dándote el descuento que me pedís con tu objeción, insisto en que éste es un país de observadores a secas, de gentes mironas que dejan confiada a una memoria precaria las imágenes que ven y las palabras que oyen. Cincuenta mil tipos viendo gambetear a Labruna: Argentina. De paso te da la posible proporción entre los inútiles y el creador. Vos me dirás que aquí hay grandes poetas, y es cierto. Yo he dicho que la poesía no es un mérito humano sino una fatalidad que se padece. Aquí hay un buen montón de hombres atacados de poesía, mientras que te invito a que me recuentes los creadores activos, es decir, los inteligentes.
—Te hacés un triste lío —dijo Juan—. ¿Por qué de golpe ese entusiasmo por la inteligencia? ¿Y qué quiere decir la inteligencia? El argentino, digamos el porteño a quien conozco y convivo y comparto, es siempre un tipo inteligente. La creación nace de la moral, no de la inteligencia.
—Ay —dijo Clara—. Lo que somos es flojos.
—Justo, flojos, sin tensión. Fíjate que un rasgo frecuente en el porteño es que tiene ideas brillantes pero inconexas, quiero decir sin contexto, sin causa ni efecto. En cambio, en una mentalidad bien planificada toda idea tiende a aglutinar otras, cerrar el cuadro. Perdóname este vocabulario pero es más claro que otras metáforas. Lo que quiero decir es que carecemos de espíritu de sistema (aunque ese sistema sea la libertad o para la libertad), y eso es un defecto moral más que otra cosa. Dilapidamos en cohetes sueltos montones de materiales que cualquier profesorcito de Lyon o de Birmingham organizaría coherentemente en unas semanas de ficharse a sí mismo y a los demás.
—En el fondo no andamos tan desparejos —dijo el cronista—. Cuando hablé de inteligencia me refería más a sus productos que a su manifestación gratuita. Ahora que, mirando la cosa más de cerca, se entra en el problema de las causas de este… de este status. Pibe, qué frases me mando.
—Si se las dejaran publicar en el diario, ¿eh? —dijo Stella, contentísima pensando en el flan con crema que iba a comer de postre.
Andrés oía, y miraba a Clara. Sin saber por qué se encontró pensando en Malaparte. «Todo el mundo sabe cómo son de egoístas los muertos. No hay más que ellos en el mundo, todos los otros no cuentan. Son colosos, envidiosos: todo lo perdonan a los vivos, salvo el estar vivos…» Se preguntó si los muertos discutirían en alguna parte como Juan y el cronista, si entre ellos habría alguno que mirase como él estaba mirando a Clara (y Stella lo miraba a él, divertida sin saber por qué). Por un segundo la posición de todos, estar rodeando la mesa con el mantel y la comida, el reflejo que un cuchillo le tiraba a los ojos, le pareció inconcebible. Ver la cosa, saberla, pero no dar el paso que la fijaría en una referencia mental cualquiera. Hablaban, hablaban, pan y manteca, Clara, Stella, la niebla, la noche, vos sabés que aquí se vive de prestado, los grupos que entraban, un raro crujido de la puerta, el olor ácido de un jugo de pomelo, todo lo perdonan a los vivos salvo el estar vivos. Respiró hondo, para hacer retroceder una presión de abajo arriba que repentinamente lo angustiaba. Si se pudiera…
Pero no acabó la idea (que no tenía palabras, y podía ser detenida así en la mitad, disuelta en la nada, en esa cosa negra sin negrura de adentro, esa sensación de interior sin espacio) y siguió mirando a Clara, buscando aliviarse en el rostro inmóvil de Clara que atendía el diálogo.
—Te concedo que no tenemos gran cosa que decir —admitió Juan—, porque en realidad nos pasamos la vida evitando comprometernos individualmente en la aventura humana. Formas parte de nuestro barro y nuestro río, esos elementos sin historia o cuya historia pertenece a otros. Estamos cansados por adelantado de no tener nada verdadero que nos fatigue por hostigamiento. Somos tan libres en el fondo, vivimos tan poco atados por un pasado o un futuro, que la inefabilidad parece ser nuestra manera más auténtica. Acordate de aquel libro que circulaba en el año treinta, con las «Obras completas de Hipólito Irigoyen». Lo abrías, y estaba en blanco. Por eso nuestras papelerías son más lindas que nuestras librerías.
—El tipo monta la máquina y es feliz —dijo el cronista, agraviado—. Mirá, si es cierto que no tenemos gran cosa que decir, por lo menos debíamos callarnos o, lo que sería más digno de gentes como nosotros,
víctimas de Ardolafath, el demonio del verbo,
el poderoso, hacer la obra de pura creación,
el ex-nihil absoluto. Un poco como Buenos Aires se levanta entre las dos llanuras de agua y pasto.
—Estás equivocado. No hay pura creación sin una moral de creación. No hay moral de creación sin dignidad personal (se puede ser indigno en la vida personal, pero aun el traspaso de esa indignidad a una obra, la crónica de esa indignidad requiere una moral a salvo de compromisos y transacciones y Sociedad Argentina de Escritores y rotograbado del domingo). Hasta para ser un hijo de puta hace falta estar bien plantado. Perdóname que te la siga un poco. Aquí lo que vos llamás pura creación, que sería macanudo como manera de burlar el determinismo y hacer obra aunque no te dieran ladrillos, me parece hasta hoy un escapismo asqueroso. Yo mismo, yo el primero, cronista. Yo escribo poemas, y sé por qué los escribo. Yo traiciono. Y si hablo de furias y de viudeces en mis poemas, es que me estoy viendo con los ojos reventados, me sigo por la calle y me escupo la sombra para que los demás se den cuenta de qué clase de canalla soy.
—Siempre te estás acusando —dijo Stella, afligida—. Comamos primero, y sobre todo no te revolvás la bilis. Todos tenemos un mal concepto de nosotros mismos, porque en el fondo somos mejores que muchos.
—Sorprendente —dijo el cronista, mirándola con elogio.
Clara se encogió de hombros y mordió en la carne jugosa. Tenía el hábito de Juan, su vocabulario, sus cajas de rompecabezas. En la silla, a su lado, el paquete de la coliflor crujía a cada vibración del piso. Por una vitrina se alcanzaba a ver la niebla sobre Bouchard. Por momentos se hacía más espesa, y de golpe se alzaba, como subiendo, se veía la calle con los autos. Clara estaba en la calle, iba por la niebla. Las palabras a su alrededor se hicieron lejanas y más agudas, como de teléfono. Pensó sin miedo en el examen, casi sin expectativa. Andrés la miraba y le sonreía despacito. Ay, había sido dura con él un rato antes. Para defender a Juan tenía siempre que lastimar a otros. Abel, Andrés. Todo lo que se hablaba era absurdo, inocente, peña de estudiantes, eutrapelia.
—La palabra eutrapelia huele a heliotropo —dijo en voz baja a Andrés—, es una lástima, no te parece, que tengamos que vivir en una edad tan metafísica. Literariamente hablando, entendeme.
—No te entiendo.
—Ni yo —dijo Stellaojosabiertos.
—Brutitos que son. Oí éstos, y fijate cómo se desgastan, arman su plataforma sobre la base de si lo que se escribe entraña o no al hombre hombre, al hombre carne y destino. Afrancesados puros, como ves. Pero yo te digo que Malraux es metafísica. Porque atrás de los ochenta kilos de cada tipo estará su destino, pero su destino es su razón de ser, o al vesre, y su razón de ser te lleva a su ser como raíz y kilómetro cero, y eso es metafísica.
—Ay, Clarita —dijo Juan, acariciándole la cara con tristeza.
—En cambio, si eutrapelia huele a heliotropo, esto es concreto, un problema como le gustaba a Mallarmé y a su tiempo. Ya ves que siempre se acaba citando a Mallarmé, pero aquí es justo. Yo preferiría oírlos
vamos a decir oírnos
hablando de algo tan concreto y tan poco metafísico como la elucidación del por qué la voz eutrapelia me remonta un heliotropo por dentro de la nariz. Filología, analogía, semántica, simbolismo, qué lindas cosas, qué bien viviríamos con ellas. Pero no, Juan tiene que salvarse de esas elegancias, tiene que encontrarse a sí mismo como razón de ser. A eso le llama concretar una obra o las bases de una obra. Yo le llamo arrimarle el fósforo a la cañita voladora
y arriba, z z z —Clara dixit.
—Asombroso —concedió el cronista—. Se pasa al cuarto todo lo que va del siglo. Eutrapelia. ¡Joder!
—Café —dijo Andrés—. No, no quiero flan con crema. No, querida.
—Tomaré el flan con crema —dijo Stella.
«Abel», pensó Clara, fatigada. «Pobre Abelito. Se hubiera quedado duro si me oye perorar. Y mañana… No, Andrés, es tarde para que me mires así. Siempre es tarde, Andrés. Siempre.» El mozo dejó caer un vaso, y el ruido hizo reír a Stella; entonces el mozo le explicó que el vaso se le había resbalado y Stella dejó de reírse y se mostró muy interesada por la explicación.
—Cosas del oficio —decía el mozo, pateando inteligentemente los cachos de vidrio rumbo a un zócalo cercano—. Todos los días se quiebran tres o cuatro. El patrón la va de cabrero, pero qué le va a hacer, son cosas del oficio.
—También hay que darle a ganar al fabricante de los vasos —dijo Stella.
—Comé tu flan —pidió Clara, y miró de reojo a Andrés que había cerrado los ojos y parecía esperar una descarga o un milagro. Un horrible chillido de diariero los sacudió a todos. El tipo entró a la carrera, anduvo por las mesas, repitió el pregón con menos fuerza. El cronista lo miró irse, hizo un gesto de cansancio.
—Yo lo escribo y él lo vende —dijo—. Cuando ustedes lo leen, la trinidad se perfecciona, el Jaggernaut de papel, etcétera. Bueno, rajemos.
«Tan absurdo hablar porque sí», pensó Juan cuando salían, «oírse hablar y saber que nunca se tiene demasiada razón. Ésa es otra, quizá la peor de nuestras cobardías. Los que valemos algo aquí no estamos ya seguros de nada. Hay que ser un animal para tener convicciones».
—Vamos por Leandro Alem hasta Plaza de Mayo —pidió Stella—. Quiero ver lo que pasa.
—Si vemos algo —se quejó el cronista, oliendo la niebla.
Costearon Correos y Telecomunicaciones, sintiéndose pegajosos y sin ganas de hablar. Del Luna Park los alcanzó un súbito clamor, trepando agudo para deshacerse después en una caída fofa, una pérdida.
—Muñeco al suelo fastrás —dijo el cronista—. Juancito, los boxeadores son tan felices, se pegan con tanta alma, son la música de la vida.
—El Apoxiomenos canta —dijo Juan—. Pero nadie canta aquí esta noche. Escuchá esto, cronista, te lo regalo, está fresquito y sin corregir. Creo que se va a llamar «Fauna y flora del río».
Este río sale del cielo y se acomoda para durar,
estira las sábanas hasta el pescuezo, y duerme
delante de nosotros que vamos y venimos.
El río de la plata es esto que de día
nos empapa de viento y gelatina; y es
la renuncia al levante, porque el mundo
acaba con los farolitos de la Costanera.
Más acá no discutas, lee estas cosas
preferentemente en el café, cielito de monedas,
refugiado del fuera, del otro día hábil,
rondado por los sueños, por la baba del río.
Casi no queda nada; sí, el amor vergonzoso
entrando en los buzones para llorar, o andando
solo por las esquinas (pero lo ven igual)
guardando sus objetos dulces, sus fotos y leontinas
y pañuelitos
guardándolos en la región de la vergüenza,
la zona de bolsillo donde una pequeña noche murmura
entre pelusas y monedas.
Para algunos todo es igual, mas yo
no quiero a Racing, no me gusta
la aspirina, resiento
la vuelta de los días, me deshago en esperas,
puteo algunas veces, y me dicen
qué le pasa amigo,
viento norte, carajo.
—Me gusta —dijo simplemente Andrés,
(porque se habían quedado callados, rodeando a Juan que tenía los ojos brillantes y de golpe se pasó el dorso de la mano por la cara y se dio vuelta para que no lo vieran).
Al cruzar la playa de estacionamiento del Automóvil Club vieron los papeles. Un remolino los alzó sobre los coches estacionados, bajaron en un sucio remedo de nevada, colgándose de los picaportes, resbalando en los techos jabonosos de los Chevrolet y los Pontiac. Toda la playa estaba cubierta de pedazos de diarios, bollos de papel madera, papel marmolado, sobres, atados de cigarrillos rotos en cinco o diez pedazos, papel de seda, carbónicos viejos, borradores. El remolino los había juntado entre los autos, en el cordón de las aceras, sobre los canteros.
Juan iba adelante y cuando miró el mar de papeles sucios tuvo ganas de dar un rodeo, bajar hasta la recova y seguir por ahí. Los otros comentaban
se habían puesto a hablar en voz más baja
con eso que queda al final de la sonata o del trueno, y Juan iba adelante apretando la coliflor y preguntándose cómo pasarían esas horas que faltaban para el examen. El examen se le daba como un término fijo, una boya hacia la cual avanzar. Buena cosa los términos fijos, los exámenes. Ante todo un término fijo es como una marquita de lápiz en la regla graduada: precisa lo que antecede, marca una distancia
aquí un tiempo un plazo un impulso que a cierta hora cesa
como remontar el reloj calculando que se pare a las siete y cuarto
y a las siete y diez el reloj empieza a pulsar despacio, se haragana,
se muelle hasta
las siete y dieciocho penosísimo
y una diástole una diástole
nada más que una diástole
una cosa encogida enfriada sin razón boca arriba
horario palito, minutero palito, segundo palito.
Vieron, desde Bartolomé Mitre (ya no quedaban papeles) la luz violenta de la Plaza de Mayo. La Casa Rosada crecía en el aire de niebla, asomando a jirones, con luces en los balcones y en las puertas. «Recepción», pensó Juan. «O cambio de gabinete.» Pero esto último era absurdo, no encendían luces extra para tal cosa. Probablemente la iluminación de Plaza de Mayo reverberaba en los edificios cercanos. De lejos venía una música metálica, esa abyección de la música (cualquier música) cuando la echan desde los parlantes en serie, la degradación de algo hermoso, Antinoo atado a un carro de basura, o una alondra en un zapato. «O una alondra en un zapato», repitió Juan.
Clara se puso a su lado y lo miró más arriba de los ojos.
—Dame el paquete si te cansa.
—No, quiero llevarlo yo.
—Bueno.
—No sé para qué vamos a la Plaza de Mayo.
—A Stella le gustaba —dijo Clara—. Parece que siguen con las ceremonias.
El cronista se les agregó. Iba con las manos en los bolsillos del pantalón y como no se soltaba el saco, a los lados se le hacían como dos aletas.
—Todo Buenos Aires viene a ver el hueso —dijo—. Anoche llegó un tren de Tucumán con mil quinientos obreros. Hay baile popular delante de la Municipalidad. Fijate cómo desvían el tráfico en la esquina. Vamos a tener un calor bárbaro.
Subían el repecho por el lado de la casa de gobierno. Desde ahí (ahora Andrés y Stella estaban en línea con ellos, y nadie hablaba) se veía fluir la gente hacia el otro lado de la plaza, desplazándose por Rivadavia e Irigoyen. Pero en el medio la multitud estaba casi inmóvil, oscilando apenas con enormes vaivenes que sólo de lejos se alcanzaban.
—Hicieron el santuario tomando la pirámide como uno de los soportes —explicó el cronista— Todo el resto es arpillera.
—¿Vos estuviste? —dijo Juan.
—Profesionalmente —dijo el cronista—. Me mandé una nota padre.
—Ergo fuiste el que consagró la peregrinación. No me mirés de reojo porque es la verdad. Ellos pusieron la lona y tu diario trae la gente, a veinte guitas por engrupido.
—No hablés así —dijo Andrés, muy serio—. La gente no viene sólo por el diario. Ninguna campaña publicitaria puede explicar ciertos furores y ciertos entusiasmos. Me han dicho que los rituales son espontáneos, que a cada rato se inventan nuevos.
—Un ritual no se inventa —dijo el cronista—. O se lo recuerda o se lo descubre. Ya están listos desde la eternidad.
—Vamos a la plaza —pidió Stella—. Aquí no vemos nada.
Una sirena aulló detrás de ellos obligándolos a darse vuelta. Dos ambulancias corrían por Alem hacia el Sud. Detrás venían motocicletas, y en el fondo una tercera ambulancia.
Cruzaron a la plaza bajo los balcones de la Casa de Gobierno. La niebla no resistía allí el calor de las luces y la gente, la otra niebla oscura y parda al ras del suelo. Miles de hombres y mujeres vestidos igual, de gris topo, azul, habano, a veces verde oscuro. La tierra estaba blanda desde que habían levantado las anchas veredas para despejar la plaza —aunque el cronista afirmaba que nada podía haberse despejado con eso, y pateó furioso el suelo— y había que andar con cuidado, agarrándose a veces del codo o los hombros de alguno que estuviera en un pedazo más firme de esa pista informe en la que lo único sólido parecía ser la Pirámide.
Andrés vio vacilar a Clara y le apretó el brazo. Juan había alzado hasta el pecho el paquete con la coliflor y lo protegía con un amplio arco. Así avanzaron unos metros, tratando de ver mejor en dirección al santuario.
—Vos deberías estar en la cama, juntando fuerzas para mañana —dijo Andrés.
—No podría dormir —dijo Clara—. Mejor estar cansada en los exámenes, tenés mayor fosforescencia. Me gustaría que me preguntaran sobre psicología de las multitudes, les contaría esto y asunto acabado.
—Ahí tenés algo para contarles —dijo Andrés, abriéndole paso para que viera bien. Pero ver bien era faena de codos y empujones y no sea bárbaro parecería que no saben caminar por la calle,
decile a tu hermanito que no se adelante tanto, diosmío este chico es propiamente la escomúnica,
no rempujés, negro, que me hacés venir loco; en un confuso crecer de cuerpos y nucas y pañuelos al cuello, rompiéndose contra una barrera de tipos silenciosos que parecían esperar alguna cosa. Pegada a Andrés, Clara pudo asomarse a una rendija entre dos sacos negros, mirar dentro del círculo mágico,
era un círculo, los tipos se tenían del brazo y rodeaban a la mujer vestida de blanco, una túnica entre delantal de maestra y alegoría de la patria nunca pisoteada por ningún tirano, el pelo muy rubio desmelenado cayéndole hasta los senos. Y en el redil había dos o tres hombres de negro, achinados y enjutos, Clara los vio que oficiaban algo, que servían en la ceremonia con movimientos de pericón desganado. Pensó en Prilidiano Pueyrredón, en el dulce de zapallo, olió el aire jabonoso como para ver mejor. Uno de los tipos de negro se acercaba a la mujer, le puso la mano en el hombro.
—Ella es buena —dijo—. Ella es muy buena.
—Ella es buena —repitieron los otros.
—Ella viene de Lincoln, de Curuzú Cuatiá y de Presidente Roca —dijo el hombre.
—Ella viene —repitieron los otros.
—Ella viene de Formosa, de Covunco, de Nogoyá y de Chapadmalal.
—Ella viene.
—Ella es buena —dijo el hombre.
—Ella es buena.
La mujer no se movía, pero Clara pudo verle las manos pegadas a los muslos; abría y cerraba los dedos como en una histeria que va a saltar de golpe. Le entró miedo, y además el asco de darse cuenta
que cómo había podido, cómo
había podido
y ya no hay marcha atrás, todas velocidades de arranque, las cosas son IRREVERSIBLES como el tiempo que-se-las-lle-va
pero cómo había podido, al final, murmurar con los otros: «Ella es buena». Se había escuchado con el revés del oído, la parte de la verdad que oye la voz en su nacimiento, en la garganta misma
(y de chica le gustaba taparse las orejas y cantar o respirar fuerte; y cuando era bronquitis oír los rales, los silbidos como ranitas o lechuzas, después toser fuerte y toda la orquesta se recomponía poco a poco, temas distintos, preciosos, porque ella
era buena)
—Vámonos —pidió, colgándose de Andrés, aterrada.
Él la miró, no dijo nada. Juan y Stella iban cortándose por la derecha, el cronista como a remolque. Los siguieron con esfuerzo porque todo el mundo peleaba por ver a la mujer que era buena, que venía de Chapadmalal. Clara se apretaba a Andrés, iba con los ojos cerrados, respirando a jadeos. «Canté con ellos, recé con ellos. He firmado, he firmado.» Era estúpido, pero algo en ella
un pedazo de ella liberándose por un momento del resto había asumido el ritual, tragado la hostia,
consentido.
—Tengo miedo, Andrés —dijo muy bajo.
Él pensaba por encima de eso, pero desde eso.
«Armagedón», pensó. «Oh pálida llanura, oh acabamiento.»
—Tené cuidado con ese petizo de la izquierda que tiene cara de chorro —dijo el cronista codeando a Juan—. Vas por la calle como alelado. Vos y tu paquete. Ojalá que el petizo te lo chorreara. Ya que hay carteristas, que venga un coliflorista. Ah, lo que me gusta
pase, señora
encontrar palabras bonitas. ¿Qué era eso de la eutrapelia? Pero vos sabés
sí joven, el santuario
está AYÍ
que el Diré odia el estilo, lo considera, bueno, lo considera justamente la eutrapelia del periodismo. Cree en los headlines invadiendo todo el texto, en un estilo All American Cables. ¡No me deja escribir bien, che! Es tétrico.
—Qué entenderás vos por escribir bien —dijo Juan—, y además dejate de distraernos con eso. Vinimos a mirar la cosa y la vamos a mirar. Stella, pasá entre esas dos robustas paraguayas. Estilízate, nena, que a vos ningún Diré te va a decir nada.
—Sos un mal amigo —dijo el cronista—. Pero haceme acordar después. Te explicaré lo que pienso del estilo.
Veían ya las pértigas que sostenían las lonas del santuario. Les quedaba por franquear la parte más difícil, la guardia pasiva de cientos de mujeres plantadas como postes, apoyadas unas en otras, compartiendo la espera, el olor espeso, los murmullos. Con un gesto, Andrés señaló hacia un lado en el momento en que estallaba un grito de niño. Se abrieron paso hasta ver, el chillido los guiaba. Había un banquillo donde tenían sentado a un pibe de unos ocho años; dos hombres arrodillados lo sujetaban por los hombros y la cintura. Un paisano de ojos rasgados y jeta brutal estaba plantado a un metro del chico, con una aguja de colchonero apuntándole a la cara. La iba acercando poco a poco, dirigiéndola primero a la boca, después a un ojo, después a la nariz. El chico se debatía, gritando de terror, y en su pantaloncito claro se veían las manchas de los orines del miedo. Entonces el paisano se echaba atrás, impasible, y los presentes murmuraban algo que Andrés (el único que había adelantado para ver bien la escena) no entendió. Una cosa como
En medio de en medio de en medio de en medio
a menos que fuera
Enemigos enemigos enemigos enemigos
Juan y el cronista, sospechándose algo, tenían del brazo a las mujeres y no las dejaban avanzar.
—Qué hijos de mil putas —dijo Andrés, agarrando a Clara y abriendo la marcha hacia el lado del santuario.
—¡Estás blanco como una hoja! —dijo Stella.
—Aclará qué clase de hoja —dijo Andrés, sin mirarla—. Por lo general las hojas son verdes.
—Filólogo hasta el óbito —dijo el cronista—. Che, oigan la música.
Una cortina de macizas espaldas los detenía a cinco metros del santuario Azul negro azul rojo verde negro
y nada de empujar o me permite señorita o paso a la autoridad
—Todo es tan confuso —murmuró Juan—, tan sin estilo.
—El estilo ha muerto —dijo Andrés.
—Viva el estilo —dijo el cronista—. Che, oigan la música.
Como oírla la oían, POETA Y ALDEAAAAANO. «Que la parió», pensó el cronista. «Qué razón tiene Juan. Tan sin estilo. ¿Cómo puede concebirse la unión de estas negras cotudas velando el santuario con esa jalea de manzanas Von Suppée? ¿Qué hace la Frigidaire en el almacén del pampa? ¿Qué hacemos aquí nosotros?»
—Son los violines más diarreicos que he olido en mi vida —dijo Juan—. Dios mío, esto es una locura. ¿Por qué no les tocan tangos?
—Porque les gusta esto —dijo el cronista—. ¿No ves que la pobre gente ha descubierto la música vía cine? ¿Te creés que esa asquerosidad llamada Canción inolvidable no hizo lo suyo? El hueso de Chaikovski, che, la pizza y Rachmaninov.
—Lleguemos de una vez —pidió Clara—. No te creas que voy a aguantar mucho más. Me hundo en la tierra a cada paso, estoy muerta de sed.
—Muerta de sed al pie de la pirámide —dijo el cronista—. Tópico pero delicado.
¡Muerta de sed al pie de la pirámide
Ecco la imagen misma de la Patria!
—Del Egipto a secas —dijo Andrés—. Señora, si me permite vamos a pasar.
—Por mí pase —dijo la señora— Nadie le dice que no.
—En efecto, no he oído tal cosa —dijo Andrés.
—¿Cómo dice?
—Nada, señora. | Just a little tune |
lookin’ at the moon | |
catapum catapum |
—Nunca faltan graciosos —dijo la señora.
Después de eso les tocó un matrimonio eslavo, que iba en la misma dirección que ellos pero se las arreglaba para dar la impresión de que lo hacía en sentido contrario. Y después —oh sucesiones, oh A, B, C, de las cosas— ocurrió que embocaron mal el santuario y fueron a dar a la pared de arpillera que miraba hacia Rivadavia, siendo que
como en las pilas de discos
las cajas de herramientas
las carpetas de papeles
la entrada estaba del otro lado, del lado de la pirámide
DONDE DESDE LO ALTO VEINTE SIGLOS NO OS CONTEMPLAN
y se abría sobre el próximo y movido horizonte de la calle Hipólito Irigoyen.
—Me han jodido el coliflor —decía Juan a Stella, que andaba felicísima—. Es lástima, porque si lo llegás a ver cuando estaba recién comprado, seguro que se te refresca el alma.
—Te podés comprar otro mañana —dijo Stella.
—Claro. Como Cocteau a Orfeo: «Mata a Eurídice. Te sentirás mucho mejor después».
—Bueno —dijo Stella—. Yo, en realidad, lo que quise decir…
—Sí, naturalmente. Ahora que no siempre pasa uno por el mercado del Plata en el momento preciso en que sale a la venta un coliflor así. Fijate que hacen falta miles de factores en perfecta coincidencia. Si mi colectivo me deja en esa esquina dos minutos después, me pierdo la compra. Lo sé porque cuando lo alcé en mis brazos
—Manfloro de mierda —dijo claramente una voz educada entre la gente.
Arrorró mi coli
arrorro mi flor
Sí
realmente lo alcé en mis brazos, y justo entonces una señora se lo quedó mirando con una envidia— Ya ves, miles de factores.
—Che, empujen un poco —dijo el cronista, que venía detrás y resoplaba—. Qué noche, hermanito. Yo estaba en mi café y vienen ustedes y ahora pasa esto. Yo hubiera jurado que se entraba por Rivadavia. Hasta creo que lo puse en mi nota.
Flanquearon el santuario
REPICANDO TANGOS VAS POR LAS VEREEEDAS y pudieron llegar juntos hasta el terraplencito de la
—¡Che, Minguito! ¿Adónde estea?
—¡Atrás de la Piramidea!
gloriosa inmarcesible jamás atada al jeep de ningún vencedor de la tierra, columna de los libres sitial de los valientes
Y LOS MONTONEROS
ATARON SUS CABALLOS A LA PIRÁMIDE
Alzaga, a morir
Liniers, a morir
Dorrego, a morir
Facundo, a morir
Pobrecito el finadito
Mista Kurz, he dead
A penny for the old guy
Pobrecita la pastora
que ha fallecido en el campo
Crévons, crévons, qu’un sang impur
Abreuve nos fauteuils
PROVINCIAUX
—Sí, tiene que haber sido una buena compra —dijo Stella.
Un perro, casi invisible entre la columnata oscilante de los pantalones y las medias, olió los zapatos de Stella. Andrés y Clara se les habían adelantado y daban ya la vuelta contra una arista de la pirámide. «Han rellenado el terraplén para poner el santuario», pensó Juan. «Cuando todo esto se acabe la plaza va a quedar horrible.» La tierra estaba más blanda en esa parte y él se tambaleó, tuvo que apoyar la mano libre en la pared de la pirámide. Entonces vio a Abel mezclado con la gente a su izquierda, bastante atrás. Sólo lo vio por uno de esos vaivenes de la multitud, como en medio de una conversación múltiple de repente cae un silencio instantáneo,
«Pasa un ángel», dice la abuelita,
un pozo de aire que dura, que hay que romper inventando la primera palabra, el golpe de timón que te saca del agujero.
«Otra vez ése», pensó Juan, no queriendo reconocer la inquietud que le venía.
—Por fin —dijo Stella—. ¡Uf, qué calor! Y adentro estará espantoso.
—Creo que sólo dejan entrar por grupos —dijo Juan—, a lo mejor han puesto refrigeración.
Le hubiera gustado decirle a Andrés que acababa de ver a Abelito. Pensó que acaso estaba equivocado. Pero esa cara pálida, ese pelo engomado. Y el mismo traje que tenía en el café, con hombreras puntiagudas. «Pobre Abelito, pensar que voy a tener que romperle la cara apenas se me haga el loco.» La arpillera del santuario tembló como si desde dentro le dieran un aletazo. Ahora todos ellos formaban parte de un grupo que entraría en dos o tres turnos más. Los reflectores se concentraban en ese sector, colgados de altas pértigas mandaban la luz entre la niebla y el humo, marcando en las caras una tiza sucia, sombras amarillentas y cansadas.
—Atenti al piato —advirtió el cronista, mostrándoles un candidato que surgía entre la gente, más allá de la entrada del santuario. Debían haberlo subido a una mesita o una tarima; apareció bruscamente, payaso blanco bajo las luces. Un silencio caliente lo envolvió, perforado por los gritos y los cantos más lejanos, la indiferencia de los que no lo veían.
—Ahora es el momento de comprender la salida —dijo el candidato con un ataque mecánico y una voz de urraca—. Nos hemos pasado la vida tratando de explicarnos la entrada, los caminos que conducían a la entrada, los requisitos de la entrada, la razón de la entrada, ¡ERA EL DESGLOSAMIENTO DE LA ENTRADA!
«Tened ustedes confianza en mí. Vuelvo del viaje como un nauta que desdeña las brújulas,
porque en lo profundo de su pecho las estrellas de la verdad
le mostraban la ruta».
—Que va a Calcuta —dijo Juan bastante alto.
—Por Dios, callate la boca —dijo Clara pellizcándolo hasta hacerlo saltar.
—Conciudadanos —dijo la urraca—
ésta es la hora de la salida,
who killed Cock Robín?
ésta es la hora del trabajo,
la comunión con la reliquia ha terminado para vosotros
(y de golpe se dieron cuenta de que el tipo no hablaba para ellos sino para la columna que salía del santuario y se cortaba hacia el lado del Cabildo)
pero se la llevan con ustedes en el corazón
El corazón no tiene huesos. «Le vendría bien tenerlos», pensó Andrés. «Mal hechos para la vida que nos arman. La piel y los huesos, poveretti. Huesos, blindaje, quitina, y adentro la piel, como un forro de casco.»
—¡Y ADEMÁS QUIERO DECIR QUE EN EL ALTAR DE LA PATRIA!
hipo
» » » » » » » (con una voz de bocina) quedan depositados nuestros
Hearts, again?
nuestros humildes
(De ellos será el cielo)
sacrificios
(Aquí te bandeaste: salió la vanidad, esa naricita en punta) ¡ynosdaráfuerzasparacontinuaradelantehastaelfinalVIVAVIVAVIVA!!
—No somos merecedores —dijo el cronista— de una oratoria de tan excelsa alcurnia. Profundidad de conceptos. Como diría el Diré: inconmensurable.
—Había momentos buenos —dijo Clara—. En realidad usted no tiene por qué aplicar Demóstenes al hombre de la Plaza de Mayo. Estilos caducos a necesidades nuevas. Me parece que Malraux ha señalado muy bien que hay una hora en la que las artes prefieren ser tomadas por regresivas antes que seguir copiando módulos desvitalizados, y
es lo que pienso demostrar a fondo en el examen, si me toca la bolilla cuatro, ojalá.
—Está muy bien —dijo admirado el cronista—. Yo tampoco creo en las metopas. Pero el tipo no dijo nada. Claro que peor hubiera sido que nos hiciera creer, técnica ayudando, que había dicho algo.
ENTONCES DE LOS PARLANTES SALIÓ UNA PARTITA
DE JUAN SEBASTIÁN
BACH, Y EL VIOLÍN SE OÍA POR MOMENTOS
ENTRE LOS VIVAS Y LOS COMENTARIOS
—Mirá qué lección de estilo —dijo Andrés, riéndose sin ganas—. No te digo que en tiempos del viejo la gente se arrodillara al oír esta música, y pienso que a nuestro parecer todo tiempo pasado no debería ser mejor. Pero lo que buscamos entender por estilo, eso, esa cosa ubicua, esa afinación perfecta en un violín cuyas cuerdas suenan y deben sonar diferentes, eso no existe más, y solamente nos queda un baúl lleno de cosas mezcladas, y es hora de vestirse y salir para la fiesta.
—No sos muy novedoso —dijo Juan—. Después de The Waste Land creo que todo ha quedado dicho. El orador estuvo muy bien. No dijo nada y lo vivaron. Era perfecto. Nosotros, los que deberíamos decir algo, aquí estamos como ves hablándonos bajito por miedo a que nos muelan a palos. El orador encaja mucho mejor que nosotros.
—Seguís broncoso —dijo el cronista—. Acordate que después te tengo que explicar mi begriff del estilo. ¿A los perros los dejan entrar también?
—No creo —dijo Stella—. Pondrían todo a la miseria.
—Pero es justo —dijo Clara—. Los huesos son para los perros.
—Oh dulce, epigramática, sutil —dijo Juan—, bueno, creo que esta vez nos va a tocar. Ahora sabremos si la nota del cronista era fiel retrato del santuario. Pocas veces se tiene oportunidad de cotejar el periodismo con la realidad.
—Bah, no cambié nada más que las cosas importantes —dijo el cronista—. Y me olvidé de hablar de los perros. Es increíble la cantidad que hay cerca del santuario. Mirá ese fox-terrier, ahí, ese lamebotines. No sé por qué pero no me gustan los perros entre la gente. Se vienen abajo, se contaminan.
—Toman un aire implorante que deprime un poco —dijo Andrés—. Cuidado, corazón, estás metida en el barro hasta el tobillo. —Cerró los ojos, parpadeó con rabia, la luz le caía sobre la cara como una sémola caliente, y alrededor del santuario la niebla no alcanzaba a filtrar ese ataque rabioso. Se preguntó si Juan habría visto a Abel, su paso furtivo por el fondo de una fila de obreros acantonados con la alegría de todos los gremios que comparten una CITA DE HONOR.
—Che, oí esto —dijo el cronista, encantado de acordarse—. Me lo contó un fotógrafo amigo. Oílo bien que como lección de estilo es de primera. Una parejita fue a hacerse fotografiar, y a la semana cayó a ver las pruebas. Lo pensaron y al final eligieron una de las fotos. La chica le dijo al muchacho: «Me parece que vos no estás del todo conforme…». Y el tipo, medio cortado, le contestó: «Sí, la foto es linda, y vos estás muy bien, pero lástima que a mí no se me ve el distintivo y la Birome».
—¡LA SESTA! —chilló un canillita, y se le desbandaron los diarios en un minuto. Ahora estaban delante de las lonas de entrada (una salpicada de algo negro, alquitrán o cola) y otros en las columnas se entretenían con el diario. Un perro aulló cerca, todos se rieron al mismo tiempo, las luces vacilaron, crecieron de nuevo. Los parlantes tocaban una de las rapsodias húngaras de ya se sabe. «Es raro que Abel ande aquí», se dijo Andrés mirando a su espalda. «Era él, estoy seguro. Y Juan se lo encontró antes de cenar.»
Ayer lo hicieron como de costumbre, para regresar a la casa en completo estado de ebriedad. A poco de estar en el interior de la habitación, según refieren algunos vecinos, se trabaron en una violenta discusión que no tardó en degenerar en una pelea a puñetazos, durante la cual Pérez se apoderó de una cuchilla con la que atacó a su antagonista, infiriéndole diez feroces puñaladas en distintas partes del cuerpo, que le hicieron caer sin vida.
—Qué bárbaro —dijo la señora—. Mirá, Estercita, las cosas que pasan.
—¿Está en el diario? —dijo Estercita, que era bizca.
—Todo, con pelos y señales. Pobrecito, ya nadie está seguro hoy. Si no fuera por Dios estaríamos todos muertos.
—Oí lo que tocan —dijo Estercita—. El disco que tiene la Cuca. Se lo regaló el hermano del novio, que tiene negocio. Grabado por Costelánes. Divino.
—Sí, clásico —dijo la señora—. Como lo que tocó la del ocho el sábado cuando estábamos de su tía.
—¡Ah, tocaba divino! ¡Qué grandioso! Si yo tendría un combinado me la pasaba oyendo clásico. ¡Qué divino! ¡Oí el violín!
—Es muy grandioso —dijo la señora—. Parece el claro de luna.
—De veras —dijo Estercita—. Es casi igual solamente que el claro de luna es más romántico.
—Joder —dijo el cronista—. Y ahora adentro, hijos, que es nuestro turno. Agárrense todos del brazo, y ojo que no se les cuele un perro en el bolsillo.
Entraban cuando se oyó a otro orador que despedía a la columna saliente. «Me parece que habla en verso», pensó Andrés. «Pero eso ya es una manía.»
«Los dioses», pensó Juan, y se acordó:
Los dioses van por entre cosas pisoteadas, sosteniendo
los bordes de sus mantos con el gesto del asco.
Entre podridos gatos, entre larvas abiertas, acordeones,
sintiendo en las sandalias la humedad de los trapos corrompidos,
los vómitos del tiempo.
En su desnudo cielo ya no moran, lanzados
fuera de sí por un dolor, un sueño turbio,
andando heridos de pesadilla y légamo, parándose
a recontar sus muertos, las nubes boca abajo,
los perros con la lengua asiria rota.
Yacen sin sueño, amándose con gestos de sonámbulos,
mezclados en yacijas y esponjas, entre besos
oscuros como un llanto,
atisbando envidiosos el abismo
donde ratas erectas se disputan chillando
pedazos de banderas.
—¡Silencio!
—O. K., O. K. —dijo el cronista resentido, y el guardián lo miró fijamente.
—Menos okéi y más respeto, señor. Ésta es la casa de la adoración. Pongasén en fila de a uno, formando cola. Usté lo mismo, joven. Señora, dije formando cola. ¡Silencio!
En la penumbra, tanteando temerosos el suelo blando (como si el recinto de arpillera bastase para dar al suelo una calidad distinta, casi amenazadora), los quince presentes se pusieron en fila. Casi no se veía, pero el guardián apuntaba al suelo con el haz de una linterna. Desde afuera llegaban ladridos
y un lienzo tembló como si un perro enorme se rascara
voces, una especie de melopea
(«Ahora el hijo de puta canta, encima de perorar en décimas», pensó Andrés furioso, pero sabiendo que su rabia era por Abel y que la transfería al orador; aunque ni siquiera por Abel, por la circunstancia de haber sabido cerca a Abel: más bien
un deseo de tener una razón de enfurecerse
(total, Abel, ¿qué?) y de hacer algo. «Pero ése es el gran problema, oh Arjuna: hacer algo, y por qué.»)
La linterna apuntó al techo y era curioso ver cómo el haz blanco daba en la arpillera perforándola, se veía seguir la luz al otro lado (porque los reflectores de fuera iluminaban el contorno pero no el santuario) con una débil columna que copiaba los movimientos de la columna interior. En el punto de intersección de la arpillera, la luz se aplastaba en un disco brillante; al oscilar parecía como si dos reflectores enemigos se buscaran
pero el de fuera era más débil
y en el plano de la arpillera se unieron ferozmente, siguiéndose uno a otro, acoplados, mordiendo la lona. Del haz inferior emanaba un resplandor suficiente para mostrar la figura del guardián, la fila de los asistentes, un cajón negro cuadrado con cuatro patas que lo alzaban hasta un metro sesenta del suelo. Con tapa de vidrio (en la tapa se reflejaba débilmente la lunita de arpillera, su correr por el techo; era lindísimo).
—Pueden avanzar de uno en fondo —dijo el guardián bajando de golpe la linterna (que corrió como un látigo por el cuerpo de la fila) y enfocando la luz en el interior del cajón—. Cuidado con el suelo, que está refaloso.
Stella fue la primera en pasar, con todo derecho. Juan se divertía (sin divertirse en modo alguno, con una diversión cutánea y para llenar la situación) viéndola pararse al lado,
asomándole la lengua, la cartera recogida contra el pecho, en puntas de pie
estremecidísima, lunada por el reflejo del vidrio, preciosa, adoratriz sin vocación, osteófora, suplicante desocupada, mirona por decreto de natura
VAYA DANDO LA VUELTA, SEÑORITA.
Había un algodón, y el hueso encima. La linterna le sacaba unas chispitas, como de azúcar. Todos lo miraron
DANDO LA VUELTA, NO SE ME DUERMA
y se lo veía muy bien, a pesar de que era casi tan blanco como el algodón, pero contra él parecía casi rosado, con las puntas de un amarillo muy claro
AVISE SI VA A QUEDAR TODA LA NOCHE
Al girar, pasando el cajón, la fila embocaba la salida, un pedazo de arpillera colgando suelto. El cronista, que venía cola, se demoró al lado del hueso estudiándolo despacio. Entonces el guardián le apagó la linterna
SE ACABÓ EL TURNO, CIRCULE
y fue preciso salir y toparse con los otros, detenidos delante del escabel de los oradores. El que les tocaba a ellos era colorado y barrigón, con chaleco cruzado y cadena de oro.
—Ojalá hable bien —dijo Clara—. Cosa de llevarnos la impresión completa.
La cola se había aplastado al salir, y los acorralaba contra el escabel. De arriba cayó un diluvio de luz (a veces los reflectores se movían), clavándolos como bichos en cartón. Lo que hicieron fue agrumarse, Andrés y Stella, Clara y Juan, con el cronista en el medio. Un tambor rodaba a veinte metros, se oían cantos de mujeres, y todos tenían los ojos puestos en el orador que esperaba alguna cosa.
—Pero no hablaré —dijo el orador, alzándose en puntas de pie (era chiquito y cantarín)— y en cambio —apuntando con un dedito rosa al santuario— pido un minuto de silencio —Nadie hablaba— en homenaje al gran —pausa indecisa— al más grande de los —y nadie hablaba— al único, único!
—Esto nos tenía que pasar a nosotros —dijo el cronista—. Uno que espera una arenga vibrante y se encuentra con esta piastra.
—Silencio —dijo un señor de corbata negra.
—Silencio —dijo Andrés—. Un minuto justo.
—Por favor, callate —rogó Stella, mirando para todos lados.
El orador se alzó de nuevo en puntas de pie, y agitó los brazos como para espantar mosquitos. «Cuenta los segundos igual que un referí de box», pensó Juan. El orador abría y cerraba la boca, y los asistentes atendían expectantes, pero ya se alzaba el pedazo de lona suelto y empezaban a salir del santuario los del turno siguiente, de modo que el apretujamiento en torno al escabel se hizo mayor y se oyeron rumores de protesta, acallados bruscamente por un terrible revoleo de brazos del orador. «Ahora sería el momento de encajarle una patada al banco y mandar a la mierda a este pedazo de bofe colorado», pensó Juan. Apartó a Stella para tener un claro, y se disponía a hacerse el empujado por los que seguían saliendo del santuario, cuando el orador soltó algo entre alarido y clamoreo, y se quedó rígido, con los ojos casi en blanco, las manos tendidas hacia adelante (mientras la cadena de oro se balanceaba en la barriga).
—¡Ah, un minuto! —gritó—. ¿Qué es un minuto cuando todos los siglos no bastarían para callar y humillarse frente a este testimonio
OIGA, ¿PERO USTÉ SE CREE QUE YO TENGO LOS PIES DE CEMENTO ARMADO?
frente al cual, señoras y señores,
—Rajemos —dijo el cronista—. Esto se vuelve discurso, ojo.
la grandeza de los más grandes
SACAME EL CODO DE AHÍ, TE LO PIDO POR LO MÁS SAGRADO
y las potestades que en el curso de la historia se arrogaron la supremacía y la majestad, porque ya es hora de decirlo; los ARGENTINOS.
—Salió la palabrita que todo lo arregla —dijo Andrés— Vamos, ahí hay un claro. Sigan a ese perro lanudo que sabe lo que hace.
El perro los sacó fuera en un instante, y el cronista se animó a acariciarle una oreja, agradecido. El perro le tiró un tarascón sin resultado.
En el Bolívar se sacaron un poco el barro y el cansancio. El mozo, un gallego cejijunto, hablaba de la niebla como de un enemigo personal. Pero la tierra era peor, hubo que rascar a cuchillo los zapatos de Stella, y a Clara le daba vergüenza mirarse las medias. El mozo era estupendo; para él solamente la niebla, esa cosa. Traía los imperiales y los exprimidos de limón, y dale con la niebla.
—Pero si no es niebla —dijo el cronista—. Nadie sabe lo que es. Están averiguando en laboratorio.
—Además está lo del yaguareté —dijo el mozo, que conocía al cronista—. ¿No leyeron? En Colonia Cerrillos, en Entre Ríos. Un yaguareté que tiene asustado a medio mundo. Algo bárbaro.
—Todo felino es feroz —dijo Andrés—. El yaguareté es felino.
—¿Es el yaguareté feroz? —dijo Clara.
—Sí —dijo Stella—. Todos los felinos son feroces.
El cronista y Stella hablaron del hueso. El mozo hacía escapadas hasta el mostrador y otras mesas, y se volvía a charlar con ellos. Como la mesa era larga y estaban
Clara con Juan (pero entre los dos una silla con la coliflor y la cartera de Clara) y Andrés, pegado a Juan, llenando una punta y un lado,
de modo que en la otra punta y comienzo del otro lado charlaban Stella y el cronista (con el mozo metiendo la nariz entre ambos)
y había un ruido alto y tenso, que la niebla traía desde afuera amplificado y a la vez disuelto, ruido solo, no ruido de, y dentro del café siempre las cucharitas haciendo sus campanillas a lo Lakmé y el gritar de los gallegos con órdenes precisas ¡SEIS SÁNDWICH SURTIDOS, DOS QUE CONTENGA ANCHOA!
Andrés no estaba seguro de poder hablar con Juan sin que Clara los oyera. Clara miraba del lado del Cabildo, mole fofa en la niebla, faroles rojizos, balcón con sombras. Un balcón lleno de nieblas y de sombras.
—Me imagino que también lo viste —dijo Andrés.
—¿A Abelito? Claro que lo vi —dijo Juan—. Era bien él. Van dos veces esta noche.
—En la Casa dijiste que lo habías visto. Pero encontrarlo de nuevo aquí ya me da qué pensar.
—Vos sabés que está loco —dijo Juan—, puede ser coincidencia.
—No me lo veo a Abel en la Plaza de Mayo —dijo Andrés—. Si vino era porque nos siguió.
—Déjalo que se divierta.
«No me gusta que se divierta a costa de Clara», iba a decir Andrés.
—Yo que vos me decidiría a liquidar el asunto —dijo Andrés.
«Es triste», pensó Andrés.
«Todo niebla», pensaba Clara. «Vinimos niebla, hablamos niebla, pero ni siquiera es niebla.»
—¿Verdad que no es niebla?
—No —dijo el cronista, dándose vuelta—. No se sabe lo que es. En el diario estaban trabajando en el asunto.
—No importa —dijo Juan—, está loco. Qué me importa.
—Oí esto —dijo Andrés—. Las almas ardientes son las más abiertas a la ira. No han nacido iguales; son como los cuatro elementos de la naturaleza, el fuego, el agua, el aire y la tierra.
—¿Qué es eso?
—Séneca. Lo leí esta mañana. Pero también Abel.
—¿Abel? Abel no tiene un alma ardiente, pobre. Sus ardores son como su ropa, de fuera. Cambia de ardor y de corbata.
—No estoy tan seguro —dijo Andrés—. El seguimiento, el espionaje, son tareas que exigen constancia.
—O estar aburrido.
—Peor. Todo crece, entonces.
—A lo mejor —dijo Juan, mirando de lleno a Andrés— lo que está haciendo Abelito es estudiar para boy scout. Cumple sus trabajos prácticos.
—Está bien —dijo Andrés, levantando los hombros—. Si no te gusta hablar de eso, conforme.
«Sí me gusta», pensó Juan dándose vuelta para sonreír a Clara. «Me gustaría seguir hablando de Abel, defenderme de Abel junto con Andrés.»
—Todos esos pumas y gatos monteses son animales muy contraproducentes —dijo el mozo, yéndose. El cronista asentía, ponderativo, y Stella tenía la piel de gallina con la historia del yaguareté.
—Estoy cansada —dijo Clara, estremeciéndose—. No tengo sueño, no podría dormir. Pero nadie habla conmigo, solita como un personaje de Virginia Woolf, rodeada de luces y voces como un personaje de Virginia Woolf, y tan cansada.
—Vamos a casa —dijo Juan, inquieto—. Nos metemos en un taxi, y los llevamos a Andrés y Stella. Al cronista lo dejamos en el diario.
—Es que no podría dormir, estamos en capilla y soñaré los horrores, mis pesadillas especiales. Vos sabés bien mis pesadillas. Modelos A y B. Modelo A para las vísperas. Modelo B para los lendemains. —Se pasó las puntas de los dedos por la cara, como buscando telarañas—. No, Johnny, no vamos a casa. Vamos a amanecer en la ciudad, a caminar, a cantar viejas canciones.
—Es verdaderamente un personaje de Virginia Woolf —dijo el cronista—. Conmigo no cuenten; tengo de dormir, como decimos en el foyer del club.
(II était trois petits enfants
qui s’en allaient glaner aux champs
s’en vinrent un soir chez un boucher:
«Boucher voudrais-tu nous loger?»
«Entrez, entrez, petits enfants,
y’ a de la place assurément.»)
—Tomate otro exprimido cítrico —dijo Andrés—. Así juntás material y causticidad para tus notas. Che, qué bonito es eso que tarareás.
«Qué hermosa es con los ojos cerrados», pensó.
(Ils n’étaient pas sitót entrés,
que le boucher les a tués,
les a coupés en petits morceaux,
mis au saloir comme pourceaux…)
—Clara —dijo Stella, tocándola—. Y decís que no tenés sueño. Pero esta mujer es loca.
—No duermo —dijo Clara—. Me acordaba… Sí, la canción era también como una pesadilla. Qué horrible la infancia, Stella. ¿No tenías miedo de chica, un miedo incesante? Yo sí, y cómo vuelve cada noche. Sólo esas imágenes de infancia perduran fijas y brillantes. O mejor, la sensación de que eran fijas y brillantes. Todo lo que veo ahora está como el Cabildo, miralo, un cuajo blanquecino entre la niebla.
—Está muy bien lo que decís —aprobó Juan, mirándola.
—A lo mejor eso no es niebla —dijo Andrés, suspirando—. A lo mejor, para seguir la idea de Clara, es simplemente la mayoría de edad.
—Las cosas tenían volumen, terminaban, relucían —dijo Clara—. Ahora lo único que hacemos es saber que tienen todo eso, y ponérselo como un duco al mirarlas. Yo he llegado a imbecilizarme de tal manera que aplasto mis sentidos, no los dejo actuar. Cuando espero a Juan en una esquina, y sabe Dios si el gusano me hace esperar, me ocurre verlo dos, tres veces; verlo, sí, con esta cara que tiene, su manera de moverse. Me volvió a ocurrir esta noche.
—Es tan vulgar que cualquiera lo dobla —dijo Andrés.
—No te rías, es bien triste. Es la sucia proyección de los conceptos, la máquina lógica. Un día esperaba una carta de mamá; el cartero las dejaba siempre en una silla del living. Salí y había tres cartas. Desde mi puerta vi la de arriba (mamá escribía en sobres alargados), su letra grande y hermosa. Vi mi nombre, la ce redonda y panzona. Cuando la tuve en la mano, vi—, no era un sobre apaisado, no era la letra de mamá, la ce era una eme.
—El deseo, linterna mágica —dijo Juan—. Pobre Clara, cómo te gustaría abolir los intermediarios.
—Me gustaría saber quién soy o quién fui. Y ser eso, no esta convención aceptada por vos, por mí, por todo el mundo.
—A mí me pasa lo mismo —dijo Juan—. ¿Por qué te creés que escribo poemas? Hay estados, momentos… Mirá, en la duermevela pasan cosas asombrosas: de golpe uno se siente como una cuña a punto de hacer saltar todos los obstáculos. Cuando te despertás (¿a vos no te pasa, Andrés?) te queda a veces como un saber, un recuerdo. Entonces mirás y ahí está la mesa de luz y encima nada menos que el reloj, y más allá el espejo… Por eso yo suelo andar triste de mañana, por lo menos hasta que almuerzo.
—Paraíso perdido —dijo Clara—. Che, pero todo eso que dijiste a mí me parece que es un sucio aprovechamiento de las ideas platónicas. A lo mejor en algunos sueños uno es capaz de asomarse a las Ideas.
—Ojalá —dijo el cronista—. Pero los sueños están más bien llenos de teléfonos, escaleras, vuelos idiotas y persecuciones nada estimulantes.
—Mirá —dijo Andrés— yo he sentido a veces algo parecido a lo que dice Juan, pero en vez de ser un resto del mundo de los sueños era algo mucho peor. Es así: una mañana abrí los ojos y vi el sol que asomaba. En ese segundo sentí un horror que era como una convulsión, una especie de rebelión de todo el cuerpo y toda el alma (ustedes perdonen estos términos). Comprendí, viví puramente el horror de haber perdido el paraíso, de estar en lo sublunar. El sol todos los días, el sol de nuevo, el sol te guste o no te guste, el sol saldrá a las seis y veintiuno aunque Picasso pinte Guernica, aunque Eluard escriba Capitale de la douleur, aunque Flagstad cante Brunilda. Hombrecito, a tu sol. Y el sol a sus hombrecitos, día tras día.
—Joder —dijo el cronista—. Cada vez están más complicados.
—Bastante —dijo Stella—. ¿Por qué no nos vamos?
Clara, que miraba la vidriera que daba sobre Bolívar, hizo un gesto de sorpresa.
—Claro, vámonos —dijo Andrés—. The night is young, como sin duda han de decir en London Again.
—London Again no tiene palabras —dijo el cronista, ofendido— Me parece bien que rajemos, che. Pero ahí está el chino, y de veras que me gustaría preguntárselo.
—¡Conoce un chino! —dijo Stella, y realmente juntó las manos.
—Es un chino mental —aclaró el cronista—. Un poco como Andrés, sólo que Andrés tiene china la dialéctica y este chino tiene chinas las formas de la conducta.
Andrés miraba a Clara, la vio buscar nada en la cartera, multiplicar los signos de la ocupación. Le pareció que Clara había palidecido.
—Dame lo dié guitas, negro ‘emierda —gritó el diariero de la esquina—. La puta madre que te remil parió, conchudo ‘emierda, me cago en tu madre y en la puta que te recontraparió, cabrón hijo de puta.
—Dixit —proclamó el cronista, encantado—. Qué animal. Son los seis días en bicicleta de la puteada.
—También en eso somos campeones —dijo Juan—. El incremento de la puteada debe estar en razón inversa de la fuerza de un pueblo.
—No es tan sencillo —dijo Andrés—. Más bien un problema de tensiones. Lo que vos querés decir es que nuestra puteada es hueca, un relleno para cualquier vacío vital. Puteamos por nada, nos damos cuerda, nos tendemos un puentecito sobre eso que se abre a los pies y nos puede tragar. Entonces cruzamos sobre la puteada y el impulso nos dura un rato, hasta la próxima. En cambio el símbolo de Cambronne es formidable y Hugo lo vio bien claro. El tipo puteó en el punto extremo de la tensión, de manera que la puteada le salió como de una ballesta, con todo Waterloo atrás.
—Tomá, tomá lo dié guita —dijo una voz aguda—. Tanto lío que hacés.
—Yo defiendo mis derechos —dijo el diariero.
—Déjenme que les presente al chino —decía el cronista.
—Por otro lado las tensiones existen aquí más que en otros pueblos —siguió Andrés—. Lástima que sean las negativas, las represiones.
—Ya sé, ya vas a salir con lo de siempre —dijo el cronista—. Si nos encamáramos más no seríamos tan secos de vientre, y todo eso.
—No es eso, psicoanalista de café exprés. Lo que insinué es un doble plano de nuestro putear; el inútil como razón, pero que nos estimula, y el necesario, nacido de tensiones trágicas (perdoná) que acaba de envenenarnos. Éste tiene derecho a seguir, en el fondo es la tragedia y ya ves que mi adjetivo se sustantiva ahora macanudamente. ¿Qué es la tragedia? Una inmensa, atronadora puteada contra Zeus. No te creas que la tortura en la cabeza de Esquilo no deja de tener su segunda. Si Pascal le hace el parí a Zeus en vez de hacérselo a Tata Dios, estoy seguro que lo parte un rayo.
—Cada vez más neblina —les dijo el mozo que traía un café para Clara—, la de choques que van a haber. Ese señor de ahí parece que los conoce.
—Sí, es Salaver —dijo el cronista—. Che, vení, viejo. Les presento al chino, quiero decir a Juan Salaver. Salaver, un amigo, la señorita, la señorita Stella, un amigo. Sentate, Salaver, y charlamos un poquito antes de irnos. ¿Qué andás haciendo?
—Yo, nada —dijo Salaver—. ¿Y vos qué hacés?
—¿Yo? —dijo el cronista—. Yo escribo Paludes.
—Ah —dijo Salaver, que había dado la vuelta a la mesa estirando una mano cereal y más bien sucia—. Está bien.
—¿Usted es periodista? —preguntó Stella, que lo tenía ahora a su derecha.
—Sí, es decir, yo soy notero —dijo Salaver—, esta noche ando juntando material para una nota sobre
Y EN LA CRUZ DE MIS ANELOS |
(el tipo debía tener vegetaciones, venía cantando por Irigoyen y enfatizó la voz al pasar delante del café)
YENARÉ DE BRUMAS MI ALMA MORIRÁ EL AZUL DEL CIELO SOBRE MI DESVELO VIÉNDOTE PARTIR |
—Oh Argentores, oh Sadaic —dijo Juan, estremeciéndose—, pero fíjate que la cosa es simbólica. La niebla llega ya hasta el alma de ese tipo. Claro que él la llama «bruma», pero no todos tenemos su cultura.
—… el espíritu religioso —dijo Salaver.
El cronista lo observaba con cariño, deteniendo su mirada en la calva de Salaver, en sus patillitas en triángulo, y su cara larga. «El chino», pensó. «Qué tipo grande.»
—Bueno, hablemos de Eugenia Grandet —dijo, y le sonrió—. ¿Cuándo te vas a España?
—Si todo marcha bien, dentro de cinco cuadrados —dijo Salaver.
—Quiere decir dentro de cinco meses —tradujo el cronista—. A ver, explícales a los señores:
Salaver sacó la billetera, de ésta un tarjetero, y de dentro del tarjetero un calendario en celuloide que por fuera tenía a una glamour girl con anteojos ahumados y una propaganda de la óptica Kirchner, y por dentro (que se doblaba en dos) un excelente encasillamiento de 1950, Año del Libertador General San Martín.
(y en esa fecha, en París, Yehudi Menuhin tocaba las sonatas de Bach para violín solo,
y en Padua estaba Edwin Fischer
y Arletty representaba Un tramway nommé Désir (en París)
y en Barracas fallecía la señora Encarnación Robledo de Muñoz
Y alguien, en un hotel, lloraba con la cara entre las manos pensando en la sonata para violín de Prokófiev,
y un estanciero de Chivilcoy paraba un auto en la confitería de Galarce y Trezza, y ordenaba a su peón: «¡A ver, Pájaro Azul, entrá a
comprar alfajores!»
y en Montreal llovía finito)
—Cinco cuadrados —dijo Salaver, y puso el calendario tiempo arriba, entre dos platos con nabos fritos.
—Ah —dijo Clara, distraída—. Claro.
—Bueno, en realidad es bastante claro —aprobó Salaver—. Ustedes saben que mi tía Olga vive en Málaga. Yo deseo encontrarme con mi tía Olga a efectos de concretar unos planes de residencia definitiva en la península.
«Habla en 5a edición», pensó Andrés, y se acordó de una frase de Murena, un desconocido camarada de soledad, un antagonista en veinte cosas pero —y esto, esto…— aliado en muchas otras,
Al contribuir, mediante la perversión de la palabra, a que el hombre sea un desaforado espectador de circo, la prensa…
«Pero el chino no parece desaforado», pensó Andrés. «Solamente idiota, el pobre.»
—A tal efecto —dijo Salaver— he ordenado el desorden, y creo que en el quinto cuadrado cabe Málaga. Hacia la derecha, abajo.
—Por el veinticinco o el treinta de agosto —dijo el cronista, mirando los cuadraditos llenos de cifras en rojo y negro.
—Pero no estoy seguro, porque el contraazar se presta a las peores cosas.
—Explicá lo del contraazar.
—Todo es azar —dijo Salaver—, todo. Ya lo enseñaban los filósofos, y está en muchos libros. Entonces hay que irle en contra, y yo he inventado el contraazar que es un método de vida. Esto se explica así. Todos vivimos en los cuadrados. Lo primero que se debe hacer es fabricar un superazar para que el azar natural se encuentre de entrada en dificultades. Mi método es pinchar con un alfiler en mi cuadrado, todas las mañanas, mientras miro el techo. Se verifica la parte pinchada, si ya la pasamos no vale y se pincha de nuevo. Cuando se pincha en una parte que no hemos alcanzado, se observa el signo que convencionalmente designa el período de luz en esta parte de la tierra, y luego se piensa. Agua.
—Tomá —dijo el cronista, y le pasó su exprimido.
—Entonces se hace el segundo superazar, que es la parte más delicada. Si caíste en lo que será un (llamado) día, de aquí a eso llamado dos semanas, te ponés a pensar cómo vas a vivir ese pedazo del cuadrado. Primero la circunstancia física; si caerá agua, si el aire se moverá rápido o despacito, si tendrás que escribir un papel acerca de cómo una cantidad de materias combustibles se combustionaron en un sitio llamado Buenos Aires, o si el hombre calificado de Secre te dirá que debés preparar un informe sobre la natalidad. Pongamos que todo eso va a ocurrir. Vos postulás esas ocurrencias. Es el superazar. Entonces —y Salaver se enderezó— entonces te preparas el contraazar. Hablé de lluvia y viento; cuando llegue ése (llamado) día salís de traje claro, llueva o no; hablé de incendio; ese día llegás al diario y escribís sobre Beethoven, aunque arda Troya o Albion House. Además no importa que no haya incendio y que no te ordenen escribir sobre la natalidad. Vos habías previsto el superazar, y lo hundís con el contraazar.
—Terminante —dijo Juan, encantado.
—¿No les dije que era grande? —dijo el cronista, que no había dicho nada.
—Me parece bien —dijo Andrés—. ¿Pero podrá usted embarcarse para Málaga?
—La cosa es posible —dijo Salaver—. Quinto cuadrado abajo derecha, más o menos fácil.
—¿Ah, sí?
—Los buques salen en días fijos —dijo Salaver—, es una ventaja: el azar está superado en el aspecto más crudamente práctico del hecho de embarcar, que es el de no quedarse de a pie. Contra todo el resto se arma el superazar y se le faja encima el contraazar.
—Usted —dijo Clara, desganadamente— debería llamarse Salazar.
—En mi apellido hay también un signo que me concierne —dijo Salaver—. Soy un adelantado en el tiempo, mi propio destino me manda a mirar qué pasará.
—Muy interesante —dijo Stella, obsesionada con el calendario—. ¿No nos íbamos?
—Sí, aquí hace calor.
—Adiós —dijo Salaver, levantándose rápidamente—. He tenido muchísimo gusto.
—Adiós —dijeron todos.
Y ABEL ESTABA EN LA VIDRIERA
—Que pague el cronista en castigo por los cuadrados y la tía Olga —dijo Juan—, admito que el tipo es bastante chino, si por eso entendés lo que entiendo yo.
—Se pagará a la inglesa —dijo Clara, y puso dos pesos en la mesa. «O estoy loca o es Abelito otra vez. Que Juan no lo vea, que Juan—»
—¡Fuera! —gritó el mozo, pateando a un perrito entre negro y azul que se cortaba hacia un nabito crispado en el suelo. Les dio el vuelto, los saludó cordialísimo, feliz por la patada y el chillido del cuzco.
Las mujeres salieron primero, el cronista terminaba su despedida del mozo, y la mano de Andrés tocó levemente el hombro de Juan que se le adelantaba.
—Sí, yo lo vi también —dijo Juan sin darse vuelta—. Qué le vas a hacer, él es así. Lo estupendo es cómo se hace humo en un segundo.
Andrés esperó al cronista.
—Hacerse humo es una expresión a meditar —dijo—. ¡Si justamente el humo es lo que mejor se ve! Ganarías fama proponiendo desde tu columna que los bomberos agradecidos levanten una estatua al humo.
—Lo haré —dijo el cronista—. Se la podrían encargar a Troiani. Pibe, la niebla se está espesando. Qué noche para caminar. Solamente nosotros… En fin. Hay que acompañar a los del examen.
Dos columnas de mujeres cruzaban hacia la avenida de Mayo. Iban muy bien formadas, escoltadas por jóvenes con antorchas y focos eléctricos. En la niebla tenían algo de gusano de parque japonés que anduviera suelto, arrastrándose con movimientos lentísimos. Alguien gritó agudamente y Juan pensó
Pero
Abel, ese estúpido, ahí, en las sirenas de las ambulancias, por Leandro N. Alem. Pasándose el paquete al brazo izquierdo, apretó contra sí a Clara.
—¿Cómo te sentís, vieja?
—Bien, muy despierta, muy sabia, un poquito triste.
—Clara —dijo Juan en voz baja.
—Sí, ya sé. ¿Por qué te preocupás?
—No me preocupo. Es que me parece absurdo. Andrés también lo vio.
—Pobre Andrés —dijo Clara.
—¿Por qué pobre Andrés?
—Porque ve fantasmas.
—¿Y vos, y yo?
—Sí —dijo Clara—. Abelito está vivo.
Le vino un violento deseo de llorar. Si por lo menos la bolilla cuatro.
El cronista compró el diario y se pusieron a andar por Bolívar hasta Alsina. Caía una agüita caliente, mojadora.
—Esto es grande —dijo el cronista— Aprobó diputados un proyecto de protección a la fauna silvestre.
Cuando llegaban a paseo Colón, resbalando un poco en la bajada de Alsina, Andrés abandonó el brazo de Stella que siempre lo obligaba a remolcarla, y se fue quedando atrás, oyendo la voz aguda del cronista y los bordoneos coléricos de Juan, su manera de llevar a Clara como si se la fueran a quitar. Estaba absurdo, con el paquete y Clara, gritándole cosas al cronista, esperando a Stella que se les agregaba, dándose vuelta para mirarlo, para pedirle corroboraciones.
—Qué cansancio —murmuró Andrés—. Qué noche.
La luz de altos focos dibujaba los tobillos de Clara, su rápido andar. Probablemente llovería a la madrugada, con esas lluvias finas y calientes que desalientan. «¡No lo creo!», gritó Juan, parándose en la esquina. La luz bañó el pelo de Clara, la mitad de su rostro, y Andrés se detuvo a mirarlos, vio al cronista que hacía señas de que lo esperaran y corría a la vereda de enfrente desandando camino. Stella y Clara hablaban con Juan, se habían olvidado de Andrés en la sombra. «También yo soy testigo», pensó. «Darás testimonio… De qué, sino de mí mismo, y aún eso—.»
La mujer salió de un portal y silbó suavemente. Era muy rubia, alta y flaca, con un vestido negro que le marcaba los senos. Silbó de nuevo, parada en la sombra, mirando a Andrés.
—Perdóname que no mueva la cola como un perro bien criado —dijo Andrés—, pero no me gusta que me silben.
—Vení —dijo la mujer—, vení conmigo, lindo.
Andrés le mostró el grupo de la esquina, Stella que miraba hacia atrás. El cronista volvía con un paquete en la mano.
—Ah —dijo la mujer, cayéndosele la voz—. Me hubieras dicho.
—Qué le vas a hacer. ¿Siempre andás por acá?
—Sí, a veces. Me podés encontrar a la una en el Afmún.
—Bueno —dijo Andrés, con un gesto de adiós. La vio retroceder al portal, oscurecerse el rubio del pelo. «Vaya a saber», pensó. «Quién me dice que lo mejor no sería ir a emborracharme con esta pobre, en vez de…»
—¡Vinacho de primera! —gritaba el cronista—. Es la hora de la eutrapelia, viejo, la una de la matina. Andiamo a fare una festicciola en la plaza Colón, y que la poli esté sorda y ciega questa sera.
—¡Andrés! —gritó Stella, viéndolo llegar despacio con las manos en lo más perdido de los bolsillos—. Ratón solitario, venga con su gatita.
—Micifusa —dijo Andrés—. Sos el ángel que me protege de las tentaciones.
—Ah, conque era cierto —dijo Stella—. A Clara le pareció que estabas hablando con… —se detuvo, confusa sin saber por qué. «Está mal que haya nombrado a Clara», pensó, pero su pensamiento no se enunciaba siquiera, se daba
Andrés gatito
rubia vinacho y la festicciola una puta voz Clara voz como si enojada pero insensato gato maragato entonces yo mis DERECHOS
ahora oh esos brazos flacos
él nunca
su calor su olor y adentro
en el amor y oh qué delicia
—Bah —dijo Andrés inclinándose rígido (como siempre que se tienen las manos en los bolsillos, juego de bisagra dorsal) y besándola con ruido en el pelo. «A Clara le pareció», pensó, turbado, feliz. «Ella vio que estaba hablando con esa mujer.» Clara caminaba escuchando el silencio interior, ese terciopelo que late en el fondo de los oídos, la resistencia de la noche del cuerpo a las estridencias de la calle y de las luces. Los otros la rodeaban, hablándose por entre su pelo, a través de sus oídos, de su piel. «Deep river», pensó, «my soul is on the Jordán». Le venían unos absurdos deseos de estar sola, de estar en los brazos de Juan, de oír a Marian Anderson, de leer una aventura de Poirot, un artículo de César Bruto, de beber agua con limón, de soñar hermosos sueños, los de la primera mañana cuando entornando los ojos se ve que son las seis, delicia de estirar las piernas hasta el fondo, apretarse contra una espalda tibia y pesada, dejarse ir otra vez a lo hondo
y el buzo
pero el anillo y la cruel princesa
entonces el remolino sí una balada
—Estás triste —dijo Andrés. Caminaban por paseo Colón, envueltos a trechos por jirones de niebla, viendo pasar autos y gentes, cosas ajenas y distraídas.
—No, es que la noche es para pensar —dijo Clara, un poco burlona.
—Perdón —dijo Andrés.
Ella le tocó un brazo con la punta de los dedos.
—No lo dije por vos. Hablame, ya sabés que…
—Sí. Pero no es lo mismo.
—¿Lo mismo qué?
—Lo mismo que querer de veras que te hable.
—No seas tonto. Ah, qué quisquilloso. Juan, Andrés está enojado conmigo.
—Lástima —dijo Juan, adelantándose hasta ellos—. Lo noble del enojo de Andrés está en ser sobre todo metafísico. Cuando se posa en un objeto pierde eficacia. Aquila non capit etcétera.
—Repugnante —dijo Clara—. Me has tratado de mosca.
—En víspera de examen deberías recordar que en boca de Homero se vuelve casi un elogio. ¿Y Luciano, querida? Yo amo las moscas, me apena tanto cuando empieza el invierno y se van muriendo en los cristales, en las cortinas. Las moscas son la música de cámara de la fauna. Tú eres realmente la mosca perruna de la invectiva. ¡Mosca perruna, qué formidable! —Y acunando la coliflor se reía como un loco
(como un loco que se riera así,
y no es verdad)
y un diariero lo miraba en la esquina de Hipólito Irigoyen, empezaba a reírse despacito, resistiendo.
—¡Mosca perruna! —aulló Juan, doblándose de risa—. ¡Es inmenso!
—Cómo será cuando beba de este Trapiche viejo —dijo el cronista, escandalizado—. Che, parate y vamos, no seas chiquilín.
Andrés siguió unos pasos solo, después se dio vuelta a mirarlos. Los veía mal entre la niebla. Se acordaba del chico en Plaza de Mayo, la cara ansiosa y colgante de los que asistían al ritual. «¿Estaría ahí por eso?», pensó. «Es capaz, tiene la cara blanca de los que van detrás del horror.» Se pasó los dedos por la cara húmeda.
—Traversemos a la dulce plaza de Cristóforo —mandaba el cronista—. Guarda el bondi. Stelita, su brazo. Sí, es Trapiche viejo, hay que volver a los cultos sencillos, a la eutrapelia.
El alto fantasma de espaldas brotó de golpe con sus pies envueltos por las figuras agitadas, la cruz, los torsos en trabajo. «Otro más de espaldas», pensó Clara. «Otro más mirando el agua de la nostalgia, la inútil senda de la fuga.» Un perro le olía la falda, la miraba con blanda entrega. Le rozó el cuello hirsuto; estaba mojado, como
Tomás cuando Tomás su oso
lo dejaba olvidado en el sereno y de mañana, con el primer sol
«¡Clara, Clara, esta chica! ¡Para eso se le regalan juguetes!»
Y el horror, el remordimiento, Tomás helado, Tomás húmedo, mi Tomás empapado pobrecito toda la noche rodeado de duendes de repollos de lechuzas
perdón perdón Tomás
yo nunca lo volveré a hacer
—El Ministerio de Guerra parece de cartón —dijo Stella.
—Fina imagen —dijo el cronista.
Era raro, de todos modos, verlo a Andrés tan complicado, tan amigo de crear silencios —con lo incómodo que es eso en Buenos Aires— y hacerse el interesante dos pasos atrás de los otros
y la mujer tenía el pelo rubio; salió
del portal bruscamente, escenográfica
o yéndose adelante y esperándolos luego, con aire de monumento. «Como si él esperase algo de mí», pensó Clara. «Como si le debiera algo.»
—Entonces vino y le puso una hormiga en la mano —explicó Stella al cronista—. Es terrible. Nunca se sabe lo que va a hacer. Tan traviesa.
—Los niños —dijo el cronista—. Trágicos.
—¡Oh, son tan ricos!
—Son la muerte —dijo el cronista—. Increíblemente sucios y salvajes. Ustedes los quieren con la piel, con la nariz, con la lengua. Pero si se piensa un poco…
—Todos los hombres son iguales —dijo Stella—. Después tienen un hijo y se babean.
—Yo no me babearía ni con la mejilla apoyada en el pubis de Gail Russell —dijo el cronista—. Che, hay que sentarse en un buen banco y meterle al drogui, de entremientra contemplamos a Colón y vemos el decurso estelar.
—Usted es más sensible de lo que parece —dijo Stella, interesada—. Se hace el irónico pero es bueno.
—Soy un ángel —dijo el cronista—. Por eso no temo que me caiga un niño. ¿Qué te pasa, negro?
Pero Juan miraba más allá, hacia los ligustros recortándose entre la niebla. Sacó el pañuelo, azotó el banco
como Darío al mar
¿o era Jerjes?
y Clara se sentó suspirando de alivio, con Andrés a su derecha y haciendo sitio para Juan. Stella se puso en la punta y el cronista entre ella y Juan. Entonces Andrés se levantó de nuevo y lo mismo Juan, mirando los ligustros.
—Che, descansen un poco —decía el cronista— Estamos en la plaza más linda, más céntrica, más dilapidada de Buenos Aires. Nadie viene aquí, apenas los amantes y los empleados del ministerio. Una noche vi a un negro besando a un chico como de catorce años. Lo besaba como si quisiera tatuarle el paladar. El chico se resistía un poco, le daba vergüenza ver que yo los palpitaba desde lejos.
—¿Y qué tenías que meterte? —dijo Juan—. No llevés el periodismo hasta el amor.
—Qué cosas dicen —se quejó Stella—. Besando a un chico, qué asqueroso.
—No crea, tenía su gracia —dijo el cronista—. Estaban muy estatuarios, lo que es siempre bien visto en una plaza. A ver, Juan, tu famoso tirabuzón.
—Ya no lo llevo más. Si vos no tenés, estamos fritos.
Pero el cronista tenía uno, sólo que le daba vergüenza sacar el enorme cortaplumas con cachas de hueso amarillento, siete en uno y solingen garantido.
—Hay que beber de la botella. Primero las señoras, y chinchín a Colón vestido de neblina. Stella, no sea tan melindres, haga como Clara que se le ve el pedigrí de una raza bebedora.
—Te va a quitar lo pegajoso de la niebla —dijo Clara, pasándole la botella—. La verdad que podía haber comprado vino blanco.
—No es propio —dijo el cronista—. No es en absoluto pertinente. Como pedirle a Charlie Parker que toque una mazurca. Ahora vos, Juancito. Che, pero si parecés un centinela. ¿Quién vive, Juan?
—Me gustaría saberlo —dijo Juan prendiéndose a la botella—. Creo que a Andrés también le gustaría saberlo. ¿Viste algo, Andrés?
—No sé. Está tan borroso. Creo que sí.
Clara se paró, mirando hacia la estación del Automóvil Club, siguiendo la forma confusa de la calle, las luces de los colectivos A y C alineados en su parada.
—Parece el comienzo de Hamlet —dijo el cronista—. ¿O era en Macbeth?
—Déjelos —dijo Stella—. A los tres les encanta hacer novelas. ¿Qué es eso que tiene en la cara? Permítame que se lo saque.
—Es una pelusa —dijo el cronista, bastante asombrado—. Es rarísimo que yo tenga una pelusa en la cara.
—El viento —dijo Stella—. Con la humedad se le pegó en la nariz.
Dos señoras y un chico venían por la plaza, y se pararon junto a un cantero para que el niño orinara. En el silencio de la plaza se oía el chorrito sobre el pedregullo.
—Así es como después se resfrían —dijo una de las señoras—. Todo este rato en tu casa y no se le ocurre pis, pero es salir y ya le vienen las ganas.
—Menos mal que es eso solo —dijo la otra señora.
—Tenga usted niños —dijo el cronista, encantado.
—¿Y qué quiere? ¿Que se lo suden? ¿Vos oís esto, Clara? ¿Te das cuenta?
—No sé, estaba en la luna —dijo Clara—. Andrés, ¿para qué preocuparnos tanto? Cualquiera diría que nos va a comer.
—¿Quién? —preguntó el cronista.
—Nadie, Abel —dijo Clara—. Un muchacho.
Andrés se sentó otra vez, fatigado.
—Bueno, ya que lo nombraste podemos hablar del asunto —dijo—. Con ésta van tres veces que lo veo esta noche.
—Y yo dos —dijeron Juan y Clara al mismo tiempo.
—O que nos parece verlo. Esta niebla…
—No es niebla —dijo el cronista—. Me canso de repetirlo. Pero che, ustedes lo ocultan todo. ¿Qué es eso de Abel?
—Nada —dijo Juan, devolviéndole la botella—. Un muchacho que no anda bien del mate últimamente.
—Abelito es un poco raro —dijo Stella—. Pero verlo tres veces… Ni que nos estuviera siguiendo.
—Brillante —dijo Andrés, palmeándola.
—No seas molesto.
—Bueno. No seré molesto. Este banco está húmedo.
—Vámonos a casa —dijo Juan al oído de Clara, pero sin bajar la voz.
—No, no. ¿Por qué te preocupás?
—No lo digo por eso. Tengo miedo que te pesques una, con esta noche. Mañana hay que estar bien.
—Nunca se está bien mañana —dijo el cronista—. Este tipo de frases me salen redondas, y hay que ver lo que le gustan al Diré. Soy lo que él llama aforístico.
—Aforado —dijo Andrés—. ¿Quién hablaba de mañana? Ya estamos en mañana, es esta cosa tapiocosa que nos acosa.
—Qué cosa.
ABEL. ELBA. BAEL. BELA. LEBA
EBLA. ABLE, ELAB. BALE. EBAL.
—El aire está lleno de pelusas —dijo repentinamente Stella—. Me acabo de tragar una.
—Son las palabras que dice la gente y que la niebla preserva y pasea —dijo Juan—, es una noche…
Una noche, una de aquellas noches que alegran la vida, en que el corazón olvida sus dudas y sus querellas, en que lucen las estrellas cual lámparas de un altar, en que convidando a orar la luna, como hostia santa, lentamente se levanta sobre las olas del mar. |
Diez mangos a que no embocan al autor.
—Un español romántico —dijo Andrés—. Además esta noche es el perfecto reverso de tu décima.
—Claro. Lo dije para conjurarla. ¡Salid, estrellas y tú, Belazel, azucarito, vente de arriba y muéstranos cómo se teje el bejuco y el abejaruco!
Sé muchos conjuros. Sé muchísimos.
EBAL ELAB LEBA
ABLE BAEL
—Campoamor —dijo Andrés.
—No.
—Duque de Rivas.
—No.
—Gabriel y Galán —dijo el cronista.
—No. ¿Alguien más? Núñez de Arce
CERA AREC CREA
ECRA ACRE RACE
—Bueno —dijo Andrés—. Te buscaste un lindo ejemplo.
En la esquina de Leandro Alem y Mitre, apoyado en un portal de la recova, Abel encendió un cigarrillo. Por alguna razón (diferencia térmica, algo así) en la recova no había niebla. La gente que regresaba de Plaza de Mayo andaba como por un túnel de luz, porque los reflectores instalados cada ocho metros (después que se atentó contra el Cardenal Primado, justo delante de la LIBRERÍA DEL SABER) tiraban luz a lo largo del túnel.
Cuando Abelito encendía un cigarrillo la cosa era prolija y minuciosa.
EBAL BAEL
—Canastas y más canastas
canastas de María Andrea —cantó un negrito diariero.
Abel hurgó en el bolsillo del chaleco, el inferior derecho. Necesitaba una estampilla. Delicadamente sacó un papelito y lo miró. Boleto rosa, colectivo. Tal vez en el otro bolsillo.
—La noche que me casé
no pude dormir ni un rato…
ELAB
—Más de dos horas sin hablar de literatura. Es increíble —dijo Juan, revoleando la botella vacía—. ¿Apagamos un farol?
—El buen porteño —dijo Andrés—. Dale, no te quedes con las ganas.
Pero Juan escondió la botella bajo el banco, un poco avergonzado.
—Se está bien aquí —decía Stella—. Menos calor que en la plaza.
—Aprovechemos para una encuesta —dijo el cronista—. ¿Cuál fue tu formación, Andrés? No te cabrees, che; yo no puedo dejar de ser un periodista: nihil humanum a me alienum puto. ¿Te has fijado cómo se cubre uno de ridículo si hace citas en latín?
—O en lo que sea. Por eso el gran sistema es citar en español y no decir que es una cita. Que además es lo que acabo de hacer en este instante.
—Sos grande —dijo el cronista—. Pero de veras, me gustaría buscar a todo el mundo para preguntarle: ¿Cómo se formó usted? ¿Qué leía a los diez años? ¿Qué cine vio a los quince?
—¿Nada más que eso? —dijo Juan, burlonamente—. ¿Nada más que las bellas, bellas artes y letritas?
—Dejá hablar al cronista —dijo Clara—. Es una gran hora, una gran plaza, una gran niebla para hablar de estas cosas.
—Creo que se aprendería bastante sobre la Argentina estudiando la evolución de los tipos de nuestra edad. No que vaya a servir para nada, pero ya sabés que la estadística, pibe… ¡Qué ciencia! —dijo entusiasmado el cronista—. Primero te averiguan cuántos perros murieron aplastados en cinco años y cuántos ríos se desbordaron en el Sudán.
—En el Sudán no hay ríos —dijo Juan.
—Quise decir en el Transvaal. Después cotejan los resultados y de ahí sale una ley sobre la natalidad entre los matrimonios de cantantes italianos.
—La estadística, atención, es la democracia en su estado científico, la determinación de las esencias por los individuos.
—Cómo macaneás —dijo Andrés, riéndose. Clara lo oyó reír y se sorprendió de su sorpresa. «Tan raro», pensó. «Es bueno que se ría.» Le tocó la rodilla, suavemente, y él la miró.
—El cronista quería saber cómo te hiciste una cultura. Sos su primer conejito de ensayo.
—El segundo —dijo el cronista—. El primero soy yo. El estadígrafo debe sacrificarse en aras de la ciencia y llenar la primera ficha de la historia.
—Yo tuve una infancia idiota —dijo Juan—. Pero hablá vos, Andrés.
—No me gusta hablar de mi infancia —dijo Andrés, hosco, y Clara sintió como un violento gusto a cariño, a bayas de algarrobo, una saliva de verano.
Infancia
qué bien no hablar dejarla en su esquina borrosa en su rayuela
qué bien no traicionar
Recinto las sandías de oreja a oreja
la siesta
caracol caracol saca los cuernos al sol
Tata Dios, tata Dios, olores,
Carnaval, repeticiones
yo soy un tarmangani y vos un gomangani oh basta
—… en adelante. Lo que quiero saber es cómo diste el salto. Cuándo terminaste la adolescencia, el período pajolítico, la onicofigia y el culto de las letrinas.
—Dulce cronista, en verdad hablaste —dijo Andrés—. Aquí sí te puedo ayudar. Mirá, no tuve nada de precoz pero empecé escribiendo con mucho coraje cosas que ahora no me animaría a decir. Cosa curiosa, escribía con un lenguaje mojigato, sin siquiera una puteadita de cuando en vez. Todos se hablaban de tú y la acción era siempre anywhere, out of Buenos Aires. Es increíble cómo se puede aspirar tanto a la universalidad; me aterraba la idea de hacer algo local; pretendía que mis versos —sí, Juancho, por ese entonces yo me rajaba unos sonetos feroces— y mis cuentos fueran igualmente inteligibles en Upsala que en Zárate. El lenguaje era estúpido, pero lo que yo intentaba decir con él tenía más fuerza que esto que escribo ahora.
—Te equivocás de medio a medio —dijo Juan—. Pero seguí, vamos a ver qué camino anduviste.
Andrés fumaba, resbalado en el banco, con la nuca en el respaldo.
—A veces —dijo— el vapuleado determinismo rebota contra las cuerdas y de vuelta te parte la cara de una piña. Mirame a mí; hasta los veinticinco años, fiebre creadora realmente notable. No te voy a decir que escribía mucho, materialmente hablando; pulía y trabajaba mis cosas con cuidado. Pero llené más páginas entonces que en todo el resto de mi vida, y cuando las releo me doy cuenta de que andaba por buen camino. Metía la pata, escribía montones de basura, pero hoy no me sería posible encontrar la fuerza para contar algunas cosas, o la gracia para dejarme nacer un soneto como los de entonces. Además me gustaba escribir, gozaba haciéndolo. Era el sufrimiento gozoso, como la picazón bien rascada, sangra pero te gusta a la vez.
—¿Y por qué se te acabó el chorro? —dijo el cronista.
—Las influencias, los prejuicios disfrazados de experiencia. Lo malo es que eran necesarios, lo malo es que eran buenos. Y lo bueno es que a la larga resultaron malos. Mirá, no es fácil explicarlo, pero te puedo dar una idea. Tuve un par de amigos que me querían mucho, creo que por eso mismo no elogiaban casi nunca mis cosas y tendían a criticarlas con una sacrificada severidad. No podía esperar bocas abiertas ni en uno ni en otro. Me señalaban todas las patinadas de pluma, todo lo inútil; veían en mí como un deber a corregir. Eso me obligó, por lealtad y agradecimiento, a cerrar las canillas mayores y dejar el chorrito de agua. Ponía la copa debajo y cada tantos días —y noches y noches dándole vueltas, limando sacando moviendo puteando—, empezaba a formarse algo que podía quedar. Además las lecturas; fue la época en que leí por primera vez a Cocteau, tenía diecinueve años y voy y la emboco con Opium. Ahora te lo digo en francés, pero entonces no me daba corte, conseguí por poca plata la edición española. No te imaginás lo que fue aquello. De la litada, que había sido el primer tirón de lo absoluto, zas me hundo en Cocteau. Algo increíble, semanas de no peinarme, de hacerme llamar idiota por mi hermana y mi madre, meterme en los cafés durante horas para que el ambiente neutro favoreciera mi soledad. Cada frase de Jean, ese filo de vidrio entrándote por la nuca. Todo me parecía mierda líquida al lado de eso. Fijate que no hacía dos años que yo leía a Elinor Glyn, pibe. Que Pierre Loti me había hecho llorar, me cago en su alma japonesa. Y de golpe me meto en ese libro que además es un resumen de toda una vida, pero de una vida allá, me entendés, donde a los diecinueve años ya no sos el pelotudo porteño. Me meto de cabeza y me encuentro con los dibujos, porque además estaba eso, que descubrí la plástica en esos dibujos, la última ingenuidad, la más hermosa; ahora sé que no son para asombrarse tanto, pero esos bichos geométricos, esos marineros, esas locuras del opio, mirá eran noches y noches de estarlos mirando y sufriendo, fumando mi pipa y mirándolos, estudiando y mirándolos, todo el tiempo cerca de ellos, una locura de crustáceo.
—Joder —dijo el cronista.
—Ahí tenés. La severidad formal de ese libro, su dificultad de comprensión no tanto por lo que dice como por lo que alude a cosas que yo no conocía ni remotamente, Rilke, Víctor Hugo en serio, Mallarmé, Proust, El acorazado Potemkin, Chaplin, Blaise Cendrars, me reveló sin que yo me diera cuenta las dimensiones justas de la severidad. Empecé a tener miedo de escribir gratuitamente; empecé a tirar los papelitos que garabateaba en la plaza San Martín o en La Perla del Once. Entre los dos amigos que te dije y este libro me enfilaron derechito a Mallarmé, quiero decirte a la actitud de Mallarmé. La cosa es que me fui secando, por desconfianza y deseos de tocar lo absoluto. Me puse a hacer poemas herméticos, tanto que ahora mismo no conozco más de cuatro personas que hayan podido aguantar la primera media docena. Empecé a cultivar la circunstancia pura: escribir cuando encontraba una razón absolutamente necesaria. Así escribí un treno cuando se murió D’Annunzio que yo quería con delirio, por contragolpe, ya ves, y porque a él en el fondo le pasaba lo mismo, solamente que escribía muy poco pero con muchísimas palabras.
—¿Y después? —preguntó el cronista.
Pero Andrés había cerrado los ojos y parecía dormir.
—Después empecé a escribir bien —dijo Juan, rozándole la frente con un dedo—. En fin, fijate que él, como todos nosotros, tiene el color de la luna. Está aquí, pero la luz le viene de tan lejos. Cocteau… Mi luz se llama a veces Novalis y a veces John Keats. Mi luz es el bosque de las Ardenas, un soneto de sir Philip Sidney, una suite para clave de Purcell, un cuadrito de Braque.
—Y yo —dijo Clara, desperezándose desvergonzadamente.
—Y vos, ratoncito. Ay, cronista, sólo los provincianos, a veces muy a veces, se arman una pobre culturita autónoma. Fijate que no digo autóctona porque… Pero en fin, con gran preponderancia local. Hacen bien, cronista, ¿a vos te parece que hacen bien?
—Te contradecís —opinó el cronista—. Es posible especializarse en lo local, pero una cultura es por definición ecuménica. ¿Debo traducir mis términos? Sólo en segunda etapa se puede valorar lo propio. Yo entiendo a Roberto Payró porque me tengo leído mi Mérimée y mi Addison & Steele. Quedarse en lo inmediato y creer que se tiene bastante, es condición de molusco y de mujer, con perdón de las damas presentes.
—Es tan triste, cronista —dijo Juan, suspirando—. Es tan triste sentirse parásito. Un chico inglés es en cierto modo el soneto de Sidney, los parlamentos de Porcia. Un cockney es tu London Again. Pero yo, que los quiero tanto, que los conozco tanto, yo soy este puñadito de poemas y novelas, yo soy nada más que la cautiva, el gaucho retobado, el cascabel del halcón, Erdosain…
—Me parece mezquino quejarse así —dijo Clara, enderezándose—. No es propio de un hombre que pelea como vos para lograr la poesía que le interesa.
—Todo bien mirado —dijo Juan, amargo—, nada tiene de brillante pertenecer a la cultura pampeana por un maldito azar demográfico.
—En el fondo, ¿qué te importa a qué cultura pertenecés, si te has creado la tuya lo mismo que Andrés y tantos otros? ¿Te molesta la ignorancia y el desamparo de los otros, de esa gente de la Plaza de Mayo?
—Ellos tienen quimeras —dijo el cronista—. Y son de aquí, más que nosotros.
—No me importan ellos —dijo Juan—. Me importan mis roces con ellos. Me importa que un tarado que por ser un tarado es mi jefe en la oficina, se meta los dedos en el chaleco y diga que a Picasso habría que caparlo. Me jode que un ministro diga que el surrealismo es
pero para qué seguir
para qué
Me jode no poder convivir, entendés. No-poder-con-vivir. Y esto ya no es un asunto de cultura intelectual, de si Braque o Matisse o los doce tonos o los genes o la archimedusa. Esto es cosa de la piel y de la sangre. Te voy a decir una cosa horrible, cronista. Te voy a decir que cada vez que veo un pelo negro lacio, unos ojos alargados, una piel oscura, una tonada provinciana,
me da asco.
Y cada vez que veo un ejemplar de hortera porteño, me da asco. Y las catitas, me dan asco. Y esos empleados inconfundibles, esos productos de ciudad con su jopo y su elegancia de mierda y sus silbidos por la calle, me dan asco.
—Bueno, ya entendemos —dijo Clara— No nos va a dejar ni a nosotros.
—No —dijo Juan—. Porque los que son como nosotros me dan lástima.
Andrés escuchaba, cerrados los ojos. «Qué pobres cosas», pensó. «Sólo en las pasiones, en el barro elemental somos iguales a cualquiera. Donde se inicia la pareja, donde arden los valores, el ajuste delicado del hombre con su mundo, su estricta confrontación, ahí nos perdemos…»
La pelusa se desprendió de entre las hojas húmedas que la aprisionaban dando un salto que la hizo caer en el pedregullo. La bota de un vigilante pisó a su lado, errándole por poco. Una brisa leve la agitó, la hizo girar sobre sus mínimos tentáculos de hebras, polvo, ínfimos trozos de telas y de fibras; al entrar en una columna de aire subió veloz hasta la altura de los faroles de alumbrado. Anduvo de uno a otro, rozando los globos opalinos. Después sus fuerzas declinaron y empezó a bajar.
Con los ojos cerrados, Andrés escuchaba las voces de sus amigos. El cronista recordaba unos versos que Juan había escrito mucho tiempo atrás. Clara los sabía mejor, y los dijo con un acento un poco cansado, pero donde el cansancio parecía nacer de las palabras antes que de la voz. Quizá el poema ilustraba ya entonces, con un lenguaje muy lujoso, lo que Juan acababa de decir. «Se puede vomitar en una palangana de lata o en un vaso de Sèvres», pensó amargamente Andrés.
—Cuánta elegancia —dijo Juan, rompiendo un silencio que duraba—. Todo eso no está mal, pero esas marismas, esas caracolas…
—Es muy hermoso —dijo Clara—. Cada día les tenés más miedo a las palabras.
—Aquí es bueno que alguien les tenga miedo —murmuró Andrés—. Apoyo a Juan.
—Pero corremos el riesgo de la indigencia si seguimos temiendo caer en pedantería. Parecería que cada vez nos vamos despojando más en el orden de la expresión, sin por eso ganar en esencialidad, muy al contrario.
—Si nos pusiéramos previamente de acuerdo sobre los términos de esta discusión encarnizada —sugirió el cronista—. Expresión, por ejemplo, y cosas así.
Pero Clara no quería perder tiempo, porque le gustaba el poema de Juan y encontraba que marismas y caracolas estaban muy bien.
—En todo sentido perdemos terreno —insistió—. Nuestros abuelos llenaban de citas lo que escribían; ahora se lo considera una cursilería. Sin embargo las citas evitan decir peor lo que otro ya dijo bien, y además muestran siempre una dirección, una preferencia que ayuda a comprender al que las usa.
—Quote the raven: Never more —dijo el cronista—. Una cotorra también puede decir Panta Rhei.
—No por eso nos engañará —dijo Clara—. El temor a citar, a buscar comparaciones de orden clásico, son formas de este rápido empobrecimiento. Pero insisto en que lo peor es el miedo a las palabras, esa tendencia a acabar en una especie de basic-Spanish.
—Mejor es el basic-Spanish que el lenguaje de La guerra gaucha —dijo el cronista.
—No pierdan el tiempo —dijo Andrés, como entre sueños—. Siempre la misma estúpida confusión entre fines y medios, entre fondo y forma. La guerra gaucha es coruscante porque está coruscantemente
balconeame este adverbito
pensada. Lo cual lleva a esta sabia modulación: Dime cómo escribes y te diré qué escribes. Del coruscamiento a la coruscancia, pibe.
—Lo que uno se cultiva con ustedes —decía el cronista mirando a Stella, casi dormida en una punta del banco—. Ahora faltaría solamente una excursión por la música, un toquecito de pintura, dos chorros de psicoanálisis, y después todos a casita que mañana hay que trabajar.
—Mañana —dijo Juan— hay que dar examen.
Andrés se quitó la pelusa que le había caído en la boca.
—Si hablar cada vez menos —murmuró— fuera hablar cada vez más, Juanillo, el poeta debe ser monófono.
—Sí —dijo Juan, irónico—. Y acabar como los monigotes de Hermann Hesse, que se masturban cara al sol con su famoso OM.
—Curioso, también a mí me revienta el suizo —dijo Andrés—. Pero mirá, es justo que le reconozcamos mucho de razón a Clara. El idioma de los argentinos sólo es rico en las formas exclamativas, nuestra falsa agresividad resentida, y en los restos que la transmisión oral va dejando de voz en voz en las provincias. Lo primero que asombra es la liquidación de adjetivos que hemos hecho. Cuando oís a una cocinera española describir una paella o una torta, te das cuenta de que usa una adjetivación mucho más rica que uno de nosotros para caracterizar un libro o una experiencia importante.
—Es bueno que nos sustantivemos.
—De acuerdo, ¿pero lo hacemos? No estoy seguro. El pudor del resentido se traduce en la polarización del epíteto. Así ha nacido ese increíble catálogo de
qué animal, cómo tocó Debussy
es un artista bestial
qué bruto el tipo, qué talento tiene esta bestia,
o la aparición de adjetivos mágicos, que funcionan en pequeños círculos, a manera de comodines que reemplazan cómodamente toda una serie de palabras. Fabuloso es uno de ellos entre nosotros. Y antes de ése, y todavía dura, estuvo fenómeno.
—No creo que sean mecanismos específicos de Buenos Aires —dijo Juan—. Pero lo que decís es cierto como signo. Ahora me acuerdo, yo iba hace mucho tiempo de visita a una casa en Villa Urquiza, y allí iba también un porteño de apellido catalán, al que le oí por primera vez eso que acabás de decir. El tipo consideraba muchas cosas como «horribles». Eran las grandes, las que lo entusiasmaban. «Una novela horrible, tiene que leerla hoy mismo…» Yo iba a esa casita a ser feliz y a aprender la técnica de la traducción. Fueron unos años horribles —agregó en voz baja, sonriendo para sí.
—Si el estado de la lengua permite sospechar cómo anda el pueblo que la habla —dijo el cronista—, entonces estamos jodidos. Lengua pastosa, amarillenta y seca. Gran necesidad de limonada Rogé.
—Aquí hay gente que por suerte no tiene pelos en la lengua —dijo Juan—. Creo que yo soy uno, y no me parece que Andrés le tenga miedo a expresarse de la manera más… Mirá, yo diría honesta. Expresarse honestamente, sin caer en la comodidad
porque en el fondo es eso, qué joder,
de un lenguaje sacerdotal, de un trobar clus que ya no tiene sentido.
—Sí tiene sentido —dijo Andrés—. Tiene su sentido. ¿Por qué le vas a negar a un artista el expresarse con fidelidad a su materia poética o plástica? Me parece bien que hables de honestidad, y que veas en nosotros dos por lo menos un esfuerzo hacia esa honestidad de expresión. Pero aceptá también los otros planos, la posibilidad de un trobar clus tan válido como tu lenguaje inmediato y esencial.
—Andrés tiene razón —dijo Clara—. Lo que decide la cosa es que el lenguaje sea uno con su sentido, y eso ocurre aquí pocas veces. Pero los sentidos siguen siendo muchos, y una cosa es un álamo con ruiseñores y otra una polenta con pajaritos. Lo importante es no llamarle ambrosía a la grapa, y viceversa.
—Joder —dijo el cronista—. Si decís eso mañana te corren a patadas por toda la Facultad.
—Está muy bien —sonrió Andrés, mirando a Clara como sorprendido—. Claro que está muy bien. Roberto Arlt entendió mejor que nadie la lección de Martín Fierro, y peleó duro para conseguir y validar esa unión del lenguaje con su sentido. Fue de los primeros en ver que lo argentino, como lo nacional de cualquier parte, rebasa los límites que impone el lenguaje culto (que vos llamás sacerdotal), y que solamente la poesía y la novela pueden contenerlo plenamente. Él era novelista y atropello para el lado de la calle, por donde corre la novela. Dejó pasar los taxis y se coló en los tranvías. Fue guapo, y que nadie se olvide de él.
—La cosa es más complicada —dijo Juan, revolviéndose en el banco—. Acepto que un sentido debe tener su lenguaje, debe ser su lenguaje, etcétera. Te concedo también el pleno derecho a trobar clus. Eduardo Lozano me parece tan con derecho a su poesía como yo a la mía o Petit de Murat a sus elegías de patio abierto y velorios atroces. El problema, en el fondo, no es nunca de lenguaje sino de sentido. ¿Nos interesa de veras salir a la calle? Es decir: ¿vale la pena? Tan pronto contestamos por la afirmativa, sólo un tarado puede pretender expresar la calle con el estilo de La Nación o del doctor Rojas. Ya decidido, el novelista inteligente no tiene más que un camino: el que mi mujer ha definido tan bonitamente, el lenguaje que es uno con su sentido. Pero, hay otra gran pregunta: ¿qué es la calle? ¿Representa, contiene más que el salón de Eduardo Wilde o los departamentos con vista al río de Eduardo Mallea?
—No hagas figuras —dijo Clara—. Vos sabés bien que la calle es calle porque el que anda por ella es el hombre, y que en el fondo la calle da lo mismo que el salón, el departamento, o un cálculo integral. Hasta ahora te seguíamos bien pero si te dejás engañar por tus símbolos, ni vos te vas a entender.
—Ah, el hombre —dijo el cronista—. Esta niña acierta siempre.
—Seguro que acierta —dijo Andrés—. Arlt andaba por la calle del hombre, y su novela es la novela del hombre en la calle, es decir más suelto, menos homo sapiens, menos personaje. Fíjate que el término personaje casi no cabe a estas criaturas de la novela de la calle. Y fíjate que al doctor Fulanón de Tal lo llamamos justicieramente un personaje. Sacale el jugo a estas cositas, cronista de mi alma.
—Acepto el café —dijo Juan—. Y vuelvo a lo mío. Este hombre que ya no es un personaje de novela, este argentino que anda por la calle de las novelas que nos interesan y que son tan poquitas,
a vos te parece que lo podemos agarrar de pies a cabeza, que lo podemos conocer y ayudarlo a conocerse, y que para eso se precisa hablar de él, hablarlo,
con un lenguaje absoluto y sin freno, un verbo que no respete otra cosa que su propio sentido, que no tenga otra dignidad que la de servir a su hombre novelista y a sus hombres novelescos?
—Sí, creo —dijo Andrés—. Lo creo, carajo si lo creo.
—Amén —dijo el cronista.
Y EL RÍO ESTABA CERCA, INVISIBLE, CON SUCIEDAD DE BOYAS. |
La plaza estaba ya casi vacía; quedaban pocos grupos —uno con gente de blanco llevando una caja larga— y la policía; también, sobre la esquina de Banco Nación, un carro de riego municipal, los peones con botas de goma metiéndose en la plaza para sacar los papeles, las cáscaras de naranja pegadas en el barro, lavando el pavimento y las veredas exteriores. En un Mercury negro dos inspectores vigilaban. Pronto empezaría a aclarar.
—El intendente es un tarado, che —dijo el inspector petiso.
—Y no hablemos del gran cabrón de parques y paseos —dijo el inspector conductor del Mercury—. No lo vas a creer, pero el expediente de mi traslado lo tiene el tipo en un cajón con llave y se hace el burro. Yo sé que lo tiene, pero no me animo.
—Claro
—A decirle
—Seguro
—Porque vos sabés cómo es. En una de ésas le da la viaraza
y te pone una tapa que te la voglio dire.
—Ahí adentro no se puede hacer carrera, che.
—Y qué le vas a hacer.
—Bueno, ya cumplimos con esto. ¿Te parece que alcanzará con un carro de riego?
—Y sí —dijo el inspector conductor del Mercury—. Que le den una mano de gato y listo, total mañana la vuelven a empezar.
Del orificio, negro adentro y tembloroso en los bordes, donde una capa rosada vibraba y se contraía, adquiriendo por un segundo la perfecta inmovilidad de la circunferencia, quebrada después por la irrupción del óvalo, la elipse, el torpe triángulo de extremos curvos, fue saliendo una materia de un rosa más claro, agitada en su ciega cabeza, retrocediendo con prontitud de látigo para asomar otra vez, salamandra decapitada, crudo falo informe,
y Abelito pasó dos veces la lengua por la estampilla, la primera para ablandar la goma, la segunda para sentirporque eso no cambia
Cambian los gobiernos
pasan las repúblicas
pero ese fundamento
esa compuesta afirmación adherente
el gusto de la goma nacional, la dulce náusea de la película endosante y permaneciente, la jalea por detrás de la cara de Bernardino Rivadavia, un triunviro, un hombre de la tierra, un procer, un refugiado final en una estampilla
que queda como patria de los héroes
Cosa importante es la estampilla
que queda como patria de los héroes
barridos y sonados
ya en la historia
pero qué quiere decir: ya en la historia
Si
la historia es un momento, una mísera palabra,
una mísera palabra que resuena altisonante y almafuerte?
(A todo esto Abel pegaba la estampilla conforme a las instrucciones de Correos y Telecomunicaciones. Tal vez
por esa rebelión presente en el porteño
un poquito más hacia el medio de lo debido
como para incomodar a la máquina selladora, forzarla a tantear, a repetir su gran patada de hierro en la pobre cartita azul aplastada por tanta planitud
la escritura plana el sobre plano
la estampilla
(que queda como patria de los héroes) plana.)
En la de cinco San Martín, en la de diez va Rivadavia
y en el silencio de la noche al ala enorme de la patria.
(Pero no son ellos, nunca son ellos, no caben, qué decreto podría confiscarles la dimensión que más allá de la estampilla empieza. Nacer para que un tipo te lama la nuca en la recova, antes de la madrugada. Nacer para que una máquina selladora te parta la cara dos millones de veces al día
(cf. estadísticas de Correos. Los de las estampillas de más arriba de un peso
acomodados
menos biaba
pataditas con guante, tolerables) y ésa es una de las maneras de estar-en-la-historia.)
Lo peor, la disponibilidad: hágase, eríjase, conmemórese, bautícese, exhúmese, repátriese, transpórtese, mausoléese, estampíllese, discurséese.
Eso
que queda como patria de los héroes: un hombre hermoso
ignorado en su esbelto adiós,
y tarantachín
tarantachín
y la gloria inmarcesible y el lábaro y el acendrado culto
de millones de lenguas lamiéndote el pescuezo
y millones de sellos rompiéndote la cara.
Buzón Abel adentro ! mañana
en poder del destinatario
y el sobre a la basura, con su cara, su gloria inmarcesible,
San Martín entre fideos y pedazos de budín de sémola.