III
—Pero el gobierno lo ha desmentido categóricamente —dijo el señor Funes.
—No creas en las categorías, papá —dijo Clara.
—Y vos no salgas con tus frases neosensibles.
Juan silbó violentamente, sobresaltando al Bebe Funes que limpiaba con genio (si el genio es una larga paciencia) su boquilla con filtro antinicotínico.
—Che gélida manina —cantó Juan, tironeando de Clara que miraba enfurruñada a su padre—. Andiamo in cucina, cara. Ho fame, savee?
—Esperate un poco. Nosotros vimos todo eso, anoche. Qué gobierno ni qué ocho cuartos.
—Ocho cuartos —dijo el Bebe, soplando la boquilla y mirando a través—. Frase optimista de los tiempos en que había ocho cuartos. Confórmate con un ambiente y dos placards, nena.
—La metiste, viejo —le dijo Juan, palmeándolo con afecto—. Te confundiste de acepción. Pero no importa porque lo que dijiste tenía sus momentos notables. Y Clara está en lo cierto, señor suegro. Anoche lo vimos, y nadie puede desmentir que la estación se anuncia llena de extraños presagios y aún más extraños cumplimientos.
Clara sonrió.
—Habrán llegado las criaturas diabólicas —dijo—. Gilíes et Dominique, Dominique et Gilíes—.
—Apenas signos —murmuró Juan, alzando la boquilla del Bebe contra la luz que rebotaba en todas las copas de la cristalera—. Nada, en realidad.
—Algunos andan como sonsos —dijo el señor Funes, produciendo la fuerte impresión de que nada tenía que ver con ellos—. Es la psicología de las multitudes, el pánico irracional. Como los cometas. El gobierno hace bien en tranquilizar a la población. Es ridículo dejarse llevar por pavadas. Como cuando la empiezan con la polio no sé cuánto.
—La poliomielitis —dijo el Bebe, muy serio.
—Eso. Total —dijo el señor Funes, convencidísimo— no se gana nada con sembrar el desconcierto, cuantimás que no se sabe lo que pasa.
—Las condiciones son por tanto óptimas —dijo Juan—. Pero comamos, Clara. Decile a la cocinera que se mueva.
—El concierto es a las dos —dijo el señor Funes.
—¿Tan temprano?
—Es en matiné.
—Ah. Bueno, yo creo que podemos comer, papá. ¿Le digo a Irma?
Pero Irma entraba con la mayonesa, y los cuatro se sentaron con cierto apuro y desplegaron vivamente las servilletas. El Bebe tenía nicotina en los dedos, se los olió con disgusto y se fue al baño. Juan aprovechó para murmurar una excusa e irse tras de él. El Bebe se lavaba despacio, resoplando. No contento con jabonarse las manos se frotó la cara y resopló el doble.
—Che, decime una cosa: ¿qué es eso del concierto?
—Ah, no sé nada —dijo el Bebe—, a mí dame a Pichuco o a Brunelli, y una mina pa la milonga. Nada de clásico, pibe, nada de clásico. Una sola vez me llevaron al Colón y vi una ópera donde había una cueva y no sé qué más. Dejame de macanas.
—¿Pero qué concierto es?
—¿Y yo qué sé? —dijo el Bebe—. Total, los que van son ustedes.
Juan volvió al comedor. «Increíble que se le ocurra meternos justamente hoy en un concierto», pensó, comiendo mayonesa con un apetito enorme. «Claro que ayer yo le dije que iríamos, pero lo que deberíamos hacer es dormir otro poco, estar frescos para esta tarde.» Clara tenía ojeras, un pliegue de fatiga en la boca, y hablaba en voz baja. «Con tal que no se me asuste», pensó Juan, «como aquella vez en primer año
o era en dejame ver no, era en tercero, filosofía de tercero. Le preguntaron quién era Hegel y dijo que un amigo de Copérnico». Se ahogó con el vino, el Bebe que entraba se puso a darle trompadas en el lomo. Le pegaba de veras, divertidísimo.
—Se ríe solo como los locos —dijo Clara, acariciándole una mejilla para sacarle una lágrima que le resbalaba.
—Aunque sea plagiar a Chesterton —murmuró Juan, carraspeando—, conviene que sepas que ningún loco se ríe solo. Lo que se llama reír, entendés. Apenas si a los seres más elevados les es dado el derecho de prescindir del interlocutor y sin embargo reírse: esa risa es divina, porque se crea a sí misma y se complace a sí misma. Una especie de masturbación epiglótica.
—Anoche fue igual —se quejó Clara con la voz de los mimos—. Me dijiste mosca perruna y después te revolcaste cinco minutos. Bebe, ¿cómo está la señora del ocho?
—Mejor, creo. Papá mandó preguntar anoche.
—Casi se muere —dijo el señor Funes—. Son los achaques de la edad. Te quiere mucho a vos, siempre me pregunta. Todos los vecinos me están preguntando siempre por vos.
La sombra de una paloma pasó por el mantel. Irma trajo la carbonada y el teléfono para la niña Clara.
—¿Titina? ¿Cómo sabías que estaba en lo de papá? ¡Ah, claro!
—Titina es un churro inconmensurable —informó el Bebe a Juan—. Ex compañera de colegio de ésta. Algo increíble. Rema y le gusta el drogui.
—Sí ya lo sé —dijo Juan—, yo cultivaba a tu hermana para tener gancho con Titina. ¿Verdad, Clara?
—Mentira —dijo Clara, tapando el teléfono—. Pero sí, Titina, cuando te venga bien. Yo encantada. Ah, eso… Sí, anoche era raro.
—Dale, ya salió de nuevo —dijo el señor Funes—. Me imagino que medio Buenos Aires está llamando al otro medio para asustarlo con esas macanas. Hasta han dicho que se hundió un buque en el puerto.
—Puede muy bien ser —dijo el Bebe—. En las películas con niebla siempre suena algún paquebote. Che, besuquiala en mi nombre.
Pero Clara había cortado y comía carbonada.
—Poné despacito la radio, Bebe —dijo el señor Funes—. Vamos a ver si hay otro comunicado. Me parece que se está yendo el sol.
—En realidad no ha habido lo que se dice sol —afirmó Juan, mirando irónicamente cómo el Bebe manipuleaba la radio—. Es muy raro, en el cielo brumoso, un dosaje tan brillante de luz solar. ¿Ustedes vieron pasar una paloma por el mantel? Una sombra, apenas un segundo.
—Si era una sombra, entonces había sol —dijo el señor Funes—. Poné Radio del Estado, Bebe.
«Tiene miedo», pensó Juan. «Está duro de miedo mi señor suegro.» Y de golpe comprendió lo del concierto, la necesidad de hacer algo, de escapar del acoso de de qué
LAS CHICAS NO SON
JUGUETES DE AMOR
—Sacá ese tango —dijo el señor Funes—. ¿Te agrada el queso y dulce, hija?
—Sí, papá —dijo Clara, soñolienta—. Las chicas no son juguetes de amor. ¿Y qué son, entonces?
—Amor de juguete —dijo Juan—. Preciosura, ¿quién sospechó el primero la grandeza de Delacroix?
—Bolilla tres —dijo Clara—. Nadie lo sabe, pero probablemente Delacroix mismo. Y después Baudelaire.
—Muy bien. ¿Y cómo se llama el famoso libro de Tristan Corbière?
—Les Amours jaunes. ¿Y quién habla mal de Émile Faguet en un ensayo sobre Baudelaire?
—Menalcas —dijo Juan, guiñándole el ojo—. ¿Y qué opinás vos del simbolismo?
—A los efectos del examen, opino lo mismo que el doctor Lefumatto.
—Aprobarás, pero te irás secando —dijo Juan—. Don Carlos, creo que su hija va a aprobar, si llega sana y salva al fin del examen.
—¿Qué querés decir con eso?
—Nada, vamos —dijo Juan, sorprendido a medias—. Nadie puede saber si atravesará felizmente el Styx de la bolilla siete. Además, usted me perdonará, pero eso de ir a un concierto antes del examen…
—Quién sabe —murmuró Clara—. A lo mejor nos hace bien. Es inútil seguir estudiando. —Sonó el teléfono, pegado al plato de Clara, y ella hizo un gesto brusco y volcó una copa de agua—. Hola. Sí. Ah, la señora de Vasto. Muy bien, señora. —Hacía señas al Bebe para que bajase la radio de donde venía un allegro a toda orquesta—. Estamos todos muy bien. Ah, qué pena. ¿Y ya va mejor? Claro, en esta época… No, ¿por qué?
—Ya salió —dijo el señor Funes—. Otra que anda difundiendo especies.
«Duro de miedo», pensó Juan, casi con envidia. «Un palco, un concierto. Realmente encontró la manera física de encajonarse por tres horas. Un palco: el gran refugio, el caracol. Te la debo, pibe.»
A la hora del almuerzo, a la hora de la cena, usted será feliz si
dio Splend
and they sivam and they swam all over the dam
bado por Hugo del Carr
sejo de seguridad de las Naciones Unidas reunido en
—Qué lástima —dijo el señor Funes—. Ya han pasado las noticias argentinas. Habrá que esperar el próximo boletín.
—Y que se mejoren todos —terminó Clara, que hablaba con los ojos cerrados como en realidad se debe hablar por teléfono. Depositó el manual en la horquilla y se miró la palma de la mano—. Qué humedad. Se queda una pegada a todo.
Rácing le abrió las puertas de oro para que volara alto. Y Huracán le dio anchura de cielo para que alcanzara cimas de cóndor. Y Uzal, sentido perfecto del jugador profesional, se dio todo a la nueva división. Y allí lo vemos hoy, magnífico, caprichoso, con sus intervenciones volatineras, inteligente y vigoroso, listo para ponerle maneas a las proyecciones de los ribereños porteños.
—Cortá la radio, Bebe —dijo el señor Funes— y vení a comer la mayonesa. Irma, a las seis baje a comprar los diarios aunque yo no haya vuelto todavía.
—Sí, señor —dijo Irma—. ¿Compro los tres, señor?
—Los tres. Tu plato, Clara.
—Poco, papá. Papá… ¿el palco es para cuatro?
—Sí. Dame tu plato, Juan. ¿Querés invitar a alguien?
—Al cronista —dijo Juan—. Ya está: lo invitamos al cronista.
¡Miren!
Pero la sombra había pasado tan leve y rápida por el mantel que sólo vieron el dedo de Juan señalando grotescamente la nada.
—Bueno —dijo Clara, cautelosa—. Entonces invítalo al cronista.
—¿Vos tenías otro candidato?
—No, no había pensado en nadie. —Y le pasó el teléfono. Irma vino a llevar la fuente de mayonesa y dejó una carta al lado de la mano libre de Juan, que se reía de la voz adormilada del cronista. Clara miró el sobre, miró al Bebe, otra vez al sobre. La letra era grande, irregular. Abrió la carta bruscamente.
—Pero pibe, dejame de macanas —decía Juan—. Está bien que el diario te exprima el líquido cefalorraquídeo, pero que se dejen de embromar un poco. ¿Cuándo vas a tener un día de paz?
—¿Te parece poco la vagancia infinita de anoche? —decía el cronista con una vocecita resfriada.
—Vení con nosotros. Un palco, che. Viste mucho.
—No puedo. Y dejá de jorobar con el palco. No te veo a vos en eso. ¿Por qué vas?
—Qué sé yo —dijo Juan—, como estamos en capilla, es bueno distraerse en algo. ¿Así que no venís?
—No. En el diario están como locos. Casi me suspendieron porque anoche no los llamé cada hora como parece que me habían ordenado.
—¿Y eso?
—Nada, los hongos —dijo el cronista—. Pavaditas que están pasando. Todavía no tienen el análisis de la niebla, pero ya hubo dos comunicados de la policía y una vieja armó un escándalo horrible en Diagonal y Suipacha; de esto hace media hora. Histeria a baldes, querido.
—Lo que te has de divertir —murmuró Juan—. En fin, comprendo que no vengas.
—Me alegro —dijo el cronista—. Anoche, para dormirme, me recité un poema tuyo. Chau.
Juan colgó, riéndose. Sentía la mano de Clara en el bolsillo de su saco, un roce de papel.
—No la leas ahora —dijo Clara, mirando el plato—. No, papá, no quiero carbonada. Dale al Bebe que está flaco.
Juan cerró con llave, bajó la tapa del inodoro, y después de encender un cigarrillo y acomodarse a gusto, se puso a leer la carta. Por la ventana de vidrios esmerilados entraba el resplandor amarillo y violento de los bancos de niebla; desde una radio de otro piso venía la voz de Toti Dal Monte gallineando activamente. Pero el señor Funes, en el comedor, volvía a la radio en busca de noticias, y ayudado por el Bebe removía el dial de punta a punta. Hubiera querido telefonear a La Prensa, ese recurso final y sibilino, esa consulta in extremis al trípode; pero le daba vergüenza.
Clara pidió permiso por un minuto y se llevó el teléfono al cuarto que había sido de su madre, donde el Bebe desplegaba ahora sus pin-up girls. Pensó en Juan leyendo la carta de Abel, porque era seguro que Juan la estaba leyendo en el baño, en el recinto de los secretos, del primer cigarrillo, del primer fantasma al que se abraza gimiendo. Discó el número de Andrés.
—Sombra de los dioses —dijo la voz de Andrés—. Hola.
—Es bonito —lo felicitó Clara—. Está muy bien. ¿Tenés un surtido variado, o repetís siempre lo mismo?
—Es que en realidad me había apretado un dedo al cerrar la puerta —dijo Andrés, un poco confuso—. ¿Y a qué debo tan alto honor?
—Si pudieras oír —dijo Clara—, hay una urraca chillando en la palmera de casa. Deliciosa.
—El teléfono es para los grandes ruidos, es decir para la insignificancia.
—Sí, y ahora soy yo hablándote —dijo Clara. «Por qué todo lo que verdaderamente importa tengo siempre que decirlo por teléfono», pensó mientras del otro lado se hacía un largo silencio.
—No quise decir eso —dijo por fin Andrés.
—Ni yo creí que me lo decías. Pero es cierto. Salvo que nosotros no nos hablamos casi nunca.
—Bueno, nos andamos viendo por todas partes.
—Sí, es cierto.
—Ahora que está muy bien que hayas llamado —dijo Andrés, y Clara notó el esfuerzo astuto con que generalizaba, evitando el «me», la atribución vanidosa de la llamada. «Tengo que hablarle de esto», pensó, con un raro dolor en las sienes en la raíz del pelo. «A los santos les ha de quemar así el halo.» Oyó a Andrés que tosía, alejando la boca.
—Hace calor —le oyó decir—. ¿Vos pudiste dormir?
—Mal, a los saltos —dijo Clara, con unas raras ganas de llorar, como si él le hubiera dicho algo extraordinario, inefable—. ¿Y ustedes?
—Más o menos.
—Es el calor.
—Sí, supongo
—Oíme —dijo Clara, imaginándose a Juan con la carta en la mano, su cara—, papá tiene un palco para un concierto de Jaime no sé cuánto. ¿Querés venir con nosotros tres? Salimos dentro de diez minutos.
El silencio le traía la vacilación manifiesta de Andrés.
—Sombras de los dioses —dijo Clara, sin ningún deseo de burla, nada más que dándole un apoyo. «No se lo puedo decir por teléfono», pensó. «Allá, un minuto en el antepalco. Pero para qué, si…»
—Mirá, Clarita, te agradezco tanto —dijo Andrés.
—Está bien. No hay que ir sin ganas.
—Gracias. Creo que no necesito usar rodeos. Sencillamente no me siento como para música.
«Pero entonces tendría que decírselo ahora», pensó Clara. Oyó al señor Funes que golpeaba en el living con el bastón, llamándolos a la mesa.
—No sé, me hubiera gustado hablar con vos —dijo.
—Yo pensaba ir esta noche a la Facultad.
—Ah. Entonces… ¿Y para qué tenés que ir a la Facultad? —le gritó histérica—. ¿Te gusta ver colgar a la gente? Perdóname.
—Sí, ya sé. El calor —dijo Andrés, con una rara voz de payaso.
—Hasta luego. Perdóname.
—Hasta luego.
Cuando entró Juan, le dijo:
—Lo llamé a Andrés por si quería ir al concierto.
—Difícil que haya agarrado.
—Sí, no quiso. Lástima.
—Sí, lástima —dijo Juan, mirándola—. Supongo que querías hablarle de esto.
—Sí. Sería bueno que él lo supiera. Vos sabés cómo nos quiere.
—Tu padre también nos quiere mucho, y no le vamos a decir nada.
—Es distinto —dijo Clara, sin mirarlo—. Al fin y al cabo no es para tanto. Con no hacer caso. No vamos a denunciarlo, ni nada por el estilo.
Juan se sentó al borde de la cama del Bebe. El bastón del señor Funes venía por el zaguán, entró furioso en la pieza. Dos golpes. Otro. Moliere, o poco menos.
—¿Qué diablos hacen aquí?
—Teléfono —dijo Clara, y lo señaló como si fuera un bicho.
—Volvamos al comedor —dijo el señor Funes—. ¿No van a comer el postre?
—Pero si no hay tanto apuro, papá.
—Es la una y media —dijo él—. Cuanto antes salgamos mejor.
Y bueno; irían al concierto; peor era esperar fumando o dando vueltas. Al pasar ante el espejo Juan se vio la cara mojada de sudor. A la altura de la ventana, un chico repetía: «¡Ya vas a ver, vas a ver, vas a ver, vas!».
Clara terminaba su postre, y el Bebe recortaba una figurita de Life; en el plato de Juan el queso se extendía como una goma amarilla.
—Doble crema —le dijo al Bebe—. Muy bueno para los examinandos.
—Y eso que viene de la heladera —dijo el señor Funes.
—¿Estás contento con la heladera? —preguntó Clara, distraída, comiendo.
—Ah, perfecta. Nueve pies cúbicos, maravillosa.
—Algo grande —dijo el Bebe—. Dan ganas de meterse adentro.
—Vuelta a Egipto —dijo Clara.
Juan oía, lejanamente. Trajeron la mayonesa [sic] y comió un poco, pero el recuerdo de una referencia del cronista lo preocupaba, algo sobre hongos. Pobre cronista.
—Las de seis pies cúbicos no valen nada —le decía el padre al hijo.
—Muy chicas —dijo el Bebe—, ponés un repollo y una zanahoria y ya no te cabe más nada.
—Y además ésta tiene frío seco.
Clara comía la mayonesa entornando los ojos y apoyándose la frente en una mano.
—Los del cuatro tienen una a querosene. Asquerosa.
—Una porquería. No me vas a decir que con querosene se puede producir frío.
Suspirando, Juan se levantó para sentarse más lejos, en el sofá que había sido el preferido de su suegra. Se puso a escribir, tristemente, olvidado de Abelito, del examen. Después le pasó el papel a Clara que había venido a sentarse con él. Clara vio que los versos estaban escritos en el sobre de la carta, despegado y extendido como una cruz. En un extremo Juan había dibujado torpemente una heladera.
—Entronización —leyó Clara en voz alta.
Aquí está, ya la trajeron, contempladla: oh nieve
azucarada, ¡oh tabernáculo!
El día era propicio y mamá fue por flores,
y las hermanas suspiraban, fallecidas.
Aire de espera, acceso al júbilo, ¡ya está! ¡Aleluya!
¡Corazón sin dientes, cubo del más cristal, taracería!
(Pero el padre dispone pausa pura, y persiflora
el silencio con las manos compuestas: sea
contemplación.
Estábamos. Osábamos,
apenas—)
Aquí está, ya la trajeron, nieve tabernáculo.
Mientras nos acompañe viviremos
mientras ella lo quiera viviremos
Hosanna, Westinghouse, hosanna hosanna.
—Vos sos loco —dijo el Bebe.
—Al final no se entiende nada, como siempre —dijo el señor Funes—. ¿No comen carbonada? —llamó a Irma para que trajera cubiertos bien secos, e Irma dijo que era la humedad del día; tomaba muy a pecho las observaciones. Agradeció al Bebe que la defendía con gracia, y secó vigorosamente un plato playo para que el señor Funes se sirviera carbonada.
—Es cruel —murmuró Clara, apoyándose en Juan—. Todo lo que escribís ahora me parece tan cruel.
—Es preciso. Razones de la cólera.
—Pobres de nosotros —dijo Clara, como dormida—. Todo lo que nos falta andar, y tan cansados.
—No son la misma cosa el andar y la fatiga. Si se pudiera aprender a disociarlos.
En voz muy baja (y cómo rabiaba el señor Funes), agregó:
—Necesito una poesía de denuncia, sabés. No una idiotez socialoide, no un curso por correspondencia. Qué me importan los hechos, lo que denuncio es el antecedente del hecho, esto que somos vos y yo y el resto. ¿Creés posible una poesía en esta materia tan corroída y tan rabiosa?
—Escuchá el boletín, y en un intervalo yo te telefoneo desde el teatro.
—Sí, papá.
—No sé —dijo Clara—. Es tan raro que la poesía pueda no ser hija de la luz.
—Pero puede serlo, querida —murmuró Juan—. Ella misma sube a su verdadera patria. Ella sabe en qué regiones el canto no es posible y libra la batalla para liberarse.
—Sobre todo estáte atento a cualquier cosa. No hay nada peor que el pánico.
—Pero sí, viejo.
—No sé —murmuraba Juan perdido—. Quisiera llorar toda una noche, y despertarme después a mi verdad. Estoy rondando la casa, y duermo en los caminos.
—Yo soy un pedacito de la verdad —dijo Clara—. Qué bobamente suena, ¿verdad? El radioteatro ha liquidado la ternura.
—¡Mis llaves!
—Irma, las llaves del señor.
—De frente, march —murmuró Juan, levantándose—. Vamos, vieja. ¿Cómo te sentís?
—Hórrida. Daré un buen examen, creo que voy a tener fosforescencia.
—¿Hegel, amigo de Copérnico?
—Dale, reíte de mí. Reíte.
Pero Juan no se reía. «Ahora es la cosa», pensó. «La calle, estas horas que faltan. Qué idiota, amenazarla así. Un anónimo, el muy cretino, con esa letra de vaca que le conocemos de toda la vida.» Y casi sentía lástima de Abelito, pero tendría que hacer algo de todos modos, frenar ese avance hacia ellos: primero la cara
TAN BLANCA
bajo el chambergo azul
y después su letra, la primera acción directa. Ya no era bastante no hacerle caso. «Demos el examen», pensó Juan, sacudiéndose como un perro mojado, «y después lo iré a buscar». Como toda planificación, esto lo puso contento, le ordenó las ideas. How to Stop Worrying and Start Living, veinte pesos enc. en tel.