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Diciembre de 1643

Mientras Louis Fronsac era sacudido como un corcho en un torrente por los caminos de Francia, Gaston de Tilly intentaba adivinar cómo habían entrado los ladrones en la Nunciatura. Había vuelto varias veces a examinar el lugar, sin parar de preguntarse sobre las circunstancias del robo. Le parecía imposible que nadie hubiese podido introducirse sin ser visto en aquel edificio protegido por sólidas rejas en todas las ventanas. Pero ¿por qué razón iba a inventar monseñor Fabio Chigi aquella historia de papeles robados?

Una vez al mes, Gaston visitaba a una pobre desdichada a la que había metido en prisión por haber asesinado a su marido. Aquella mujer, maltratada regularmente, tanto ella como sus hijos, había envenenado a su esposo con antimonio para poner fin a la violencia que soportaba. Se llamaba Marcelle Guochy. Al encarcelarla, Tilly había cumplido con su deber de comisario, a sabiendas de que la mujer sería espantosamente torturada y luego colgada. Aquella perspectiva le había afectado profundamente, pues no ignoraba que los magistrados que la juzgaban decidirían una sentencia ejemplar para asegurarse de que ninguna otra mujer actuase así en el futuro.

Había comentado su malestar e incluso sus remordimientos a su amigo Louis, pero ambos eran impotentes ante la justicia.

Por suerte, Louis, con la ayuda de Gaston, había salvado la vida a Mazarino durante aquella confabulación criminal que había sido la conjura de los Importantes. En recompensa, se atrevió a pedir al ministro la gracia real para la pobre criminal.

Contra la opinión de Le Tellier y del teniente de policía Dreux de Aubray, Mazarino había aceptado, y Marcelle Guochy había vuelto con sus hijos.

Desde entonces, vendía legumbres en el mercado de los Halles y, gracias a la mediación de Gaston, sus dos hijos de siete y ocho años habían sido admitidos en la escuela de la abadía de Saint-Antoine-des-Champs. El comisario pasaba a verla de cuando en cuando, para asegurarse de que no necesitaba su ayuda.

Marcelle Guochy vivía en el barrio de Saint-Antoine, en el sobradillo de una vieja casa de madera. Dos días después de la marcha de Louis, Gaston fue a verla tras una última visita a la Nunciatura. No lejos de su casa, se encontró con un aguador y lo hizo subir con él. El acarreo de agua era una de las tareas más penosas para las mujeres que vivían en pisos.

El aguador, terriblemente sofocado, se detuvo en el último descansillo y dejó escurrir la correa con la que transportaba su carga a hombros. Posó los dos calderos en el suelo y Gaston llamó a la puerta.

Marcelle Guochy abrió. Por primera vez desde su liberación sonreía.

—¡Señor comisario! No deberíais haber venido —le reprochó descubriendo con alegría los calderos llenos de agua.

Fue a buscar tres gruesos cántaros de barro y se puso a trasvasar el precioso líquido. Cuando hubo terminado, Gaston, que ya había pagado al aguador, le hizo una seña para que se fuese.

—Estoy haciendo caldo para los niños —dijo Marcelle algo nerviosa—. Si aguardáis un momento, habrá un tazón para vos. Pero no os quedéis ahí de pie; dentro no hace tanto frío.

Lo hizo entrar en la minúscula buhardilla que habitaba. Un infiernillo de madera ahumaba el cuartucho. Apenas calentaba e iluminaba todavía menos, pero estaban al final de la tarde y quedaba un poco de luz. En un puchero de hierro hervía un caldo de legumbres que desprendía un agradable olorcillo. No había ningún mueble, a excepción de un arca apolillada y un banco donde un querubín rubio jugaba con su hermano. En el suelo, un jergón era el único lecho sobre el que madre e hijos dormían.

Gaston distribuyó primero sus regalos: para la niña, una hoja impresa, comprada a un buhonero, que representaba las letras del alfabeto; para el niño, un soldadito de madera, y, para la madre, unas cuantas velas de sebo.

Se sentó en el banco entre los niños e intentó enseñar a leer a la chiquilla, mientras escuchaba las noticias de la madre.

—La superiora de la abadía me ha felicitado por Sarah —explicó muy contenta—. Cree que pronto sabrá leer y mi clientela aumenta día a día. He ganado veinte soles hoy y pronto podré devolveros el dinero que me habéis prestado.

Gaston le había pagado el alquiler del puesto en el mercado, así como el desembolso inicial.

—Ya hablaremos de eso. ¿El trabajo es demasiado duro?

—Lo es, pero ¿qué trabajo es fácil, señor comisario? Tengo que estar en el puesto cuando tocan laudes para comprar las legumbres a los paisanos que llegan con sus carretas; luego vendo hasta la una de la tarde. Después hay que limpiarlo todo. Por favor, señor comisario, dejad de preocuparos por mí. Sois vos quien parece preocupado…

Gaston tenía, en efecto, un aire sombrío, pese al parloteo de los niños, que se habían sentado en sus rodillas. Después de una breve vacilación, le contó el misterio de la Nunciatura. Hablar de ello tal vez arrojase luz sobre el relato.

Apenas había terminado cuando Marcelle Guochy le dijo sonriente:

—Si vuestros ladrones no han entrado por la puerta ni se han colado por las ventanas, es que han pasado por los sótanos o los tejados.

Gaston negó con la cabeza:

—Sólo hay un sótano minúsculo, que recorrí desde la cocina. El Sena está demasiado cerca y el suelo es demasiado húmedo para poder construir allí nada profundo. En cuanto a los tejados, no hay ninguna abertura.

—¿Y qué me decís de las chimeneas, señor comisario?

Gaston se quedó un momento callado, luego sacudió de nuevo la cabeza emitiendo una risa sarcástica:

—Supongamos que alguien ha pasado por una chimenea: en esta época del año están encendidas.

—No necesariamente. Llovió hace unos días, y los fuegos de la chimenea dejan de arder hacia el final de la noche si no se alimentan con más madera. Con el agua que ha debido de colarse en los hogares, cualquiera puede introducirse por un conducto sin mucho riesgo. ¿Había chimeneas en los cuartos que fueron visitados?

Gaston reflexionó un momento. Apenas había prestado atención, pero volvía a ver ahora las dos majestuosas chimeneas de mármol.

—Los conductos son estrechos —observó con un tono poco convincente y ya dubitativo.

—Los saboyardos tienen niños —repuso Marcelle.

Se quedó silencioso. ¿Tendría razón la mujer?

Los saboyardos de París formaban una especie de confederación con sus propias leyes. Los mayores mandaban sobre los más jóvenes. Existía incluso una justicia específica en su comunidad y Gaston sabía que sus jefes no dudaban en procesar y colgar a los que robaban a los miembros de su cofradía.

Desde la infancia, los saboyardos trabajaban duro. A partir de los seis años, eran deshollinadores y estaban dirigidos por cuadrilleros que les proporcionaban trabajo. Al ir creciendo, cuando ya eran incapaces de pasar por las chimeneas, demasiado angostas, se ganaban la vida como mozos de cordel o músicos callejeros, tocando la zanfoña y canturreando con voz nasal, acompañando a veces su música con un espectáculo de marmotas sabias o de linterna mágica.

En cuanto a las mujeres, eran conocidas por su asombrosa fecundidad, y siempre llevaban a cuestas una recua de críos en su serón o colgados de sus pechos, amén de los que ya andaban, que revoloteaban a su alrededor. Esa escuálida chiquillería servía, por supuesto, para atraer las limosnas.

Los jóvenes en edad de trabajar recorrían las calles de la mañana a la noche, con el rostro embadurnado de hollín, los dientes blancos en sus alegres e inocentes caritas. Todos reconocían su grito plañidero y lúgubre ofreciendo su servicio de limpieza:

—¡A deshollinar, subir y bajar!

Gaston había asistido con frecuencia al deshollinado de su chimenea realizado por un pequeño saboyardo. El niño, con los ojos vendados y la cabeza cubierta con un gorro para protegerse, trepaba ayudándose con las rodillas y la espalda por el interior de la chimenea, a veces hasta cincuenta pies de altura. En ocasiones ocurría que algunos, demasiado torpes, resbalaban estrellándose contra el suelo.

Con la ayuda de una rasqueta, el pequeño deshollinador arrancaba el hollín de las paredes, que iba depositando en un saco. El descenso era todavía más peligroso, pues el chiquillo no podía respirar a causa de los humos y el hollín. Todo aquel riesgo y aquellos sufrimientos se pagaban a cinco soles, y ese dinero tan duramente ganado no era para ellos; tenían que meterlo en la caja común de sus cuadrilleros.

—Para deshollinar, los saboyardos pasan por el interior de las casas —observó finalmente Gaston—. ¿Cómo iba a trepar un niño al tejado desde el exterior?

—Olvidáis la región de donde vienen, señor. Desde pequeños juegan en las montañas. Saben trepar perfectamente por las chimeneas, y mucho mejor por las fachadas. Son ligeros y pueden trepar muy arriba. También tienen cuerdas y bastones con ganchos para ayudarse.

—¿Cómo sabéis todo eso, señora Guochy? —preguntó el comisario.

—Mi marido era carpintero, señor. Para reparar los tejados, solía utilizar a los pequeños saboyardos. Los niños trepaban por las fachadas y le evitaban tener que construir costosos andamiajes. Desde lo alto de los tejados, lanzaban las cuerdas para subir vigas. Cuando no estaba borracho, me hablaba de su extraordinaria agilidad —añadió tristemente.

Se calló un instante, para ocuparse del caldo, y luego preguntó:

—¿Qué día se cometió el robo?

—El 3 de diciembre.

—En el último cuarto de luna. O sea, que había bastante luz para alguien ágil.

—¡De acuerdo! Pero no tengo ningún modo de encontrar a un chiquillo que se haya deslizado por una chimenea de la Nunciatura. Y, por otra parte, no es a él a quien busco, sino al que le encargó el trabajo.

—Id a la taberna de la Étoile d’Or. Está en el barrio, no lejos de aquí, señor. Es donde se reúnen los saboyardos. Podréis hablar con sus cuadrilleros. Cada uno tiene un barrio a su cargo; no será difícil conocer a los que trabajan en la isla de Notre-Dame.

—Os lo agradezco mucho —dijo—. Iré ahora mismo a esa taberna.

—¡Ni se os ocurra, señor! Vais vestido como un gentilhombre y nadie hablará con vos. Id a casa y vestíos como un lacayo. En la taberna, sólo tendréis que presentaros a los cuadrilleros como un criado y decirles que estáis buscando un deshollinador.

¡Cuánta razón tenía aquella mujer! Ahora era el instinto del sabueso el que lo impelía a actuar como cada vez que husmeaba una pista.

—Decididamente, señora —sonrió Gaston—, sois vos quien debería ser policía.

Discretamente le dejó un luis de oro en el banco. Luego besó a los niños y se fue.

Dos horas más tarde, pedía de cenar en la Étoile d’Or.

De camino a la taberna, había vuelto por la Nunciatura y, al anochecer, había examinado la fachada con otros ojos. El inmueble era de ladrillo y piedra. Las protuberancias y los voladizos abundaban. Sí, un hombre ágil, y con mayor razón un niño, podrían trepar hasta el tejado. Es cierto que la cornisa en la que reposaba el alero del tejado era un tramo peligroso y difícil de franquear, pero las ventanas en saledizo sobre la pendiente del tejado permitían el paso y, pese a la oscuridad, Gaston podía distinguir los garfios de hierro que sobresalían.

La Étoile d’Or era una taberna miserable, como tantas otras de aquel barrio popular.

Se sentó en una larga mesa donde había ya instalados una docena de chiquillos de rostros curtidos y tiznados, así como dos adultos con pinta de granujas de la peor especie.

Bebían todos grandes cantidades de vino. Hacia las diez, Gaston vio de repente entrar tumultuosamente a una banda de una treintena de criaturas —hombres, mujeres y niños— que ocuparon todas las mesas vacías. Les sirvieron raciones de carne, pescado, legumbres, pan y vino en grandes vasos de gres.

A los pocos minutos, la horda aumentó con más recién llegados. Los bribones pidieron ahora vino, así como botellas de aguardiente y tabaco de fumar. Las mujeres amamantaban y cambiaban a sus hijos en la mesa.

Tenían con ellos grandes perros que devoraban los restos caídos al suelo. Hubo peleas, una de las cuales, entablada entre una mujer y un hombre, atrajo a muchos espectadores.

Los saboyardos gritaban o cantaban hasta que, agotados y ahítos, se levantaban uno a uno de la mesa para ir a acostarse sobre la paja, en el mismo suelo, en cualquier rincón de la taberna.

Era el momento que esperaba Gaston. Viendo a un larguirucho borracho no lejos de él, le dijo:

—¡Mi amo tiene chimeneas que no paran de humear, compadre!

—Tienes que hablar con un cuadrillero —eructó el borracho—. ¿En qué parroquia vive tu amo?

—En la isla.

—Ve a ver a François, anda por allí —dijo señalando a un adolescente apenas salido de la infancia que coqueteaba con una mujer toda despechugada mucho mayor que él.

Gaston se levantó vacilante, como si también él tuviese una buena tajada. Se acercó al tal François y se dejó caer en el banco delante de su mesa.

—Mi amo tiene chimeneas que no paran de humear —repitió con voz pastosa—. Su casa está en la isla.

—Puedo enviarte a alguien mañana —propuso el adolescente girándose hacia él para verlo mejor—. ¿Se puede trepar al interior?

—Sin duda.

—¿Dónde está tu casa?

—Puedo esperar a tu chico al final del puente Marie, en la isla. Será lo más fácil para encontrarnos.

—¿Te parece bien mañana por la mañana? —preguntó el adolescente, que tenía prisa para que aquel moscón se fuese y retomar lo que estaba haciendo con la mujer.

—Mañana por la mañana, al amanecer —confirmó Gaston alejándose.

Al alba, Gaston esperaba solo en el extremo del puente Marie. Un observador atento habría reparado, sin embargo, en los tres arqueros de uniforme apostados en un extremo de la calle.

El puente, coronado con una cincuentena de casas, era relativamente estrecho. Pasaba mucha gente por allí y Gaston esperaba la llegada de un chico tocado con un gorro. Vio llegar a dos. Uno debía de tener seis años y el otro siete, pero también podían tener más, tan delgados eran. Iban cogidos de la mano.

El comisario se acercó a ellos:

—¿Os manda François?

—¡Sí, señor! —respondieron a coro con una risita.

Sus ojos enrojecidos brillaban en medio de sus caritas fatigadas, arrugadas y tiznadas. Era evidente que no se lavaban con frecuencia. Enmarañados mechones de cabellos pajizos escapaban de sus gorros grises de hollín.

—Es por allí —dijo Gaston, cogiendo a uno de la mano.

En ese momento, La Goutte, que llegaba por detrás, agarró al segundo. Los dos niños, comprendiendo que se trataba de una trampa, se pusieron a gritar y forcejear con violencia. Los otros dos arqueros acudieron de inmediato en su ayuda.

Los niños vociferaban cada vez más fuerte. Uno de ellos mordió a La Goutte, que no soltó su presa. Empezó a formarse un tumulto de gente.

—¿Por qué pegáis a esos chiquillos? —preguntó una agresiva matrona.

Gaston pasó su presa a un arquero y contestó, lamentando no haber llevado más hombres:

—Soy comisario del Grand-Châtelet, señora. Ha habido un crimen en la isla y debo interrogar a estos niños. Si son inocentes, los dejaré en libertad.

Varios curiosos mascullaron, algunos desaprobando la acción del policía, pero muchos asintieron. No sería la primera vez que un chico tan pequeño cometía algún crimen —declaró uno de ellos.

Ahora, los dos niños lloraban y no habían dejado de forcejear. Una vez dispersado el tumulto, Gaston se acercó al más alto, sujeto fuertemente por un arquero. Se agachó para decirle:

—No quiero haceros daño. Aquí tenéis un sol para cada uno.

Mostró las monedas al mayor y el llanto cesó como por ensalmo. Las lágrimas habían trazado gruesos surcos negruzcos en sus rostros delgaduchos.

El más pequeño tendió la mano para coger la moneda.

—Vamos a la Femme sans tête —propuso Gaston—. Beberéis y comeréis por mi cuenta y luego os daré una moneda a cada uno. Pero también contestaréis unas preguntas que tengo que haceros.

Los niños asintieron con la cabeza, tranquilizados y seducidos por la perspectiva de comer hasta hartarse.

El albergue de la Femme sans tête estaba situado en la calle del mismo nombre[84]. Su rótulo de madera representaba a una mujer decapitada sosteniendo un vaso en la mano, con esta leyenda debajo: «¡Qué bueno está todo!».

Se instalaron en una mesa aislada. Los niños, escoltados por Gaston y La Goutte; los dos arqueros enfrente. Louis pidió sopa y pan con tocino. Los dos chiquillos no daban crédito a lo que veían sus ojos. En su vida habían comido tanto.

Gaston dejó que empezasen a comer. Cuando hubieron saciado su hambre, les explicó:

—Hace ocho días, hubo un robo en la Nunciatura, en la isla. Fue un saboyardo como vosotros el que dio el golpe. Trepó por la fachada y bajó por la chimenea. ¿Has sido tú? ¿O tú?

—¡Yo no he sido, señor! —protestaron los dos al unísono, aterrorizados.

—No me importa quién haya dado el golpe —insistió Gaston—. Sólo quiero que alguien me cuente lo que ha pasado. Le daré un luis de oro a cambio.

—¡Nosotros no hemos sido, señor! —gimoteó el más pequeño.

—De acuerdo, no has sido tú, pero sabes quién ha cometido el robo.

El niño sorbió los mocos sin negar.

—¿Y tú? —preguntó Gaston—. Pues os quedáis sin el sol si no me decís quién lo ha hecho y dónde puedo encontrarlo. Os lo repito, os prometo que a vuestro amigo no le pasará nada. Al contrario, le daré un luis de oro. Y al de los dos que me diga su nombre le daré, además, un escudo tornés.

—Fue Simond, señor —declaró el mayor, tentado por el escudo.

—¿Simond?

—Sí, Simond el Inocente. Nos lo dijo él.

—¿Y dónde puedo encontrar a Simond el Inocente?

—Estaba con nosotros esta mañana, señor. Lo han dejado en el muelle des Célestins, delante de una casa que tenía que deshollinar, justo enfrente del abrevadero.

—¿Puedes llevarme allí?

—Sí, señor. ¿Y después nos dejará marchar? —preguntó con voz suplicante.

—Aquí están vuestras monedas —asintió Gaston con una sonrisa.

Le dio un sol a cada niño.

—Y un escudo para ti. Acabaos el caldo y nos vamos.

En el muelle des Célestins, al final de la calle Saint-Paul, los cuatro hombres y los dos niños se quedaron apostados a una veintena de toesas del domicilio donde debía encontrarse el pequeño Simond. Era una hermosa casa de piedra completamente nueva. Varias chimeneas sobresalían del tejado.

Al cabo de una media hora, vieron salir de la casa una silueta delgada. El niño le pareció a Gaston más escuálido, si cabe, que los dos que estaban con él. El chiquillo se alejó en dirección opuesta a la suya.

—¡Es él, señor! ¡Es Simond! —exclamó el pequeño.

—Muy bien. Ahora podéis iros.

Los chicos no se lo hicieron decir dos veces.

Los cuatro hombres siguieron un rato al pequeño deshollinador para atraparlo delante del puente Marie. Los dos arqueros lo agarraron y el niño forcejeó un instante, pero luego, reconociendo los uniformes flordelisados, se echó a llorar y a gemir.

Gaston adivinó que el chico creía que lo arrestaban por el robo en la Nunciatura.

—¿Eres Simond el Inocente? —preguntó con dulzura.

—Sí, señor.

—¡Señor comisario! —lo corrigió La Goutte.

El chiquillo lloraba a moco tendido. Gaston lo examinó. Era muy delgado y bajito, pero debía de tener unos diez años, quizá más.

—Vamos por allí —propuso, acercándose a la orilla, justo al lado de una enorme pila de madera descargada de una barcaza.

Varios curiosos que llevaban sus animales a beber al Sena se habían acercado, intrigados por el incidente.

La Goutte les hizo señas de que se alejasen.

—Deja de llorar y límpiate los ojos, Simond. ¿Quieres ganarte este luis?

Le mostró la moneda al niño.

El chiquillo sorbió dos o tres veces antes de afirmar con la cabeza.

—Sé que fuiste tú quien se coló por la chimenea en la Nunciatura —dijo Gaston—. Sólo quiero que me cuentes lo que pasó allí. Luego, te daré esta moneda y te dejaré marchar.

Simond se frotó los ojos con las manos tiznadas, que emborronaron su cara de churretones.

—¿De verdad, señor?

—Te doy mi palabra de honor de comisario.

—Vino un hombre una tarde a la Étoile d’Or —empezó a contar el niño—. Buscaba a alguien capaz de trepar fácilmente. El regidor me llamó y el hombre me preguntó si podía escalar una fachada. Yo ya lo había hecho otras veces. Es fácil. Le dije que sí. Me llevó aparte y me dijo que me daría un escudo de plata por trepar a un tejado. Le dije que de acuerdo.

—¿Cómo era ese hombre?

—No sé, no me fijé, señor comisario. Pero era un gentilhombre, llevaba una espada de coquilla y un bonito jubón con lazos de cuero. Tenía también una barba cuadrada y espuelas de cobre en las botas. Y un sombrero de ala ancha.

—Y después…

—Volvió dos o tres días más tarde. Llovía un poco. Me dijo que sería aquella noche. Cogí mi cuerda y mi gancho y me fui con él. Me llevó a una carroza que esperaba fuera y me mandó subir detrás. Había otro gentilhombre dentro, todo vestido de seda, con un gran manto de lana, muy grueso. También tenía guantes de seda.

—¿Cómo era?

—Estaba oscuro, señor, pero me dio la impresión de que era jorobeta. Estaba de medio lado.

—¿Jorobado? ¿Y cómo era su voz? —se inquietó Gaston.

—Rara, señor. Como cascada. Parecía malo, me daba miedo. Sé que a veces los gentileshombres atrapan niños para hacerles daño.

—¿Oíste su nombre?

—No, señor comisario, pero el otro hombre le llamó señor marqués.

—¡Fontrailles! —exclamó Gaston para su coleto—. ¿Y qué ocurrió exactamente?

—Me explicó que íbamos a la isla. Que tenía que trepar por una fachada hasta el tejado y luego que tenía que bajar por una chimenea. Que me diría cuál. Tenía que llegar a un cuarto y coger todos los papeles que viese, y llevárselos. Me prometió un luis de oro.

—¿Y qué pasó luego?

—Que no podía hacerse hasta que escampase. Me dijo que durmiese en una banqueta mientras esperaba. Incluso me tapó con su capa. A lo mejor no era tan malo. Me debí de dormir durante el camino, porque, cuando me desperté, estábamos delante del palacio del nuncio. Me dio unos guantes de mi talla, un guardapolvo y zapatos de piel con hebillas. Me dijo que tenía que ponérmelos antes de bajar por la chimenea y llevarlos abajo para no manchar en el palacio. No tenía que dejar huellas. Le pregunté si iba a pagarme mi luis antes. Él no quería y yo le dije que no iba si no me pagaba antes. Entonces me lo dio. También me dio una bujía y cerillas de azufre. Después me até el guardapolvo y los zapatos al cuello y escalé la fachada usando mi gancho y la cuerda en cada balcón. Casi no llovía y era fácil, aunque la luna apenas alumbraba. Cuando llegué al tejado, me fui a la chimenea que me dijo. No estaba caliente. El fuego se había apagado. Bajé utilizando las rodillas y los pies. Al llegar abajo, salté fuera de las cenizas. Era el segundo piso.

«Donde vivía Fabio Chigi», pensó Gaston.

—Luego me desnudé y encendí la vela. Estaba en una antecámara, un gabinete. Había una mesa con hojas de papel. Lo cogí todo. Había también una cartera de piel con documentos dentro. Metí dentro las hojas que había cogido y me até la cartera al cuello. Tenía miedo y subí corriendo por la chimenea.

—¿Y luego?

El niño dudó.

—No soy tonto, señor. Por eso pedí que me pagase antes mi luis. Creo que el marqués no me habría llevado nunca a la Étoile d’Or. El Sena está a un tiro de piedra. Les sería muy fácil hacerme callar. Me acerqué al borde del tejado. Estaban abajo esperándome. Les arrojé la cartera.

—¿Y se fueron?

—Sí, señor. Se fueron corriendo. Yo bajé por otra fachada y me largué. Me quedé con los zapatos, ¿veis?

Mostró sus pies al comisario.

—¿Fuiste tú quién cogió la bolsa que había encima de la mesa?

El niño bajó los ojos:

—Sí, señor. Había una docena de florines dentro. Los escondí, pero puedo devolvéroslos.

—Te los puedes quedar, chico.

Gaston no tenía ninguna pregunta más que hacer. Habría pagado en oro por saber por qué Fontrailles había robado en la Nunciatura, pero a esa pregunta no podía responderle el rapaz.

—Aquí tienes tu luis —le dijo—. Si te acuerdas de alguna otra cosa que te parezca importante o si encuentras de nuevo al marqués, vienes a verme al Grand-Châtelet. Mi despacho está allí. Me llamo Gaston de Tilly y soy el comisario del barrio de Saint-Germain-l’Auxerrois. Si lo que me llevas es interesante, te pagaré otro luis de oro.

—¿Otro luis?

—Sí.

El niño se pasó la lengua por la boca antes de declarar:

—Me guardé un papel, señor. ¿Lo queréis?

—¿Te guardaste un papel?

El niño estaba al borde del llanto.

—Perdón, señor, no debí hacerlo, pero ¡era tan bonito!

Ahogó un gemido.

—¡Nunca he tenido juguetes, señor! Nunca he tenido nada que fuese mío. Había un sello encima, señor, con abejas. Me gustan mucho las abejas. Una vez comí miel, era muy rica. Quise coger el sello y dejar el papel con los otros, pero no fui capaz de arrancarlo. Entonces, me lo metí en las calzas. Lo miro por la noche. Las abejas son tan bonitas… Me imagino que podría volar con ellas…

—¿Cuántas abejas?

—Tres, señor comisario.

—¿Sigues teniendo ese papel?

—Sí, señor, lo guardo en el desván de la Étoile d’Or, con los florines. Lo cojo cuando me voy a dormir.

—Te lo compro, si quieres. Un luis, como te prometí.

—Puedo ir a buscarlo ahora —propuso el pequeño saboyardo.

Se fueron al barrio de Saint-Antoine. Gaston apretó el paso y el niño se vio en dificultades para seguirlo. Tres abejas, había dicho el arrapiezo. Eran las armas de la familia Barberini, cuyo patriarca, Maffeo, era el Papa Urbano VIII.

Esperaron en la sala de la taberna a que el pequeño deshollinador volviese del desván. Cuando se reunió con ellos, sacó de las calzas el documento. Gaston, incapaz de resistir la espera, extendió el documento encima de la mesa y lo leyó.

El sello llevaba efectivamente tres abejas coronadas con llaves. Era sin duda alguna el de la casa Barberini; concretamente, el de Thaddeus, duque de Urbino y prefecto de Roma. Pese a su aspecto de bruto, Gaston dominaba perfectamente el latín. La carta recomendaba a Fabio Chigi contactar con su agente, Carlo Morfi, quien había dado pruebas de gran eficacia en la captura del hereje Pallavicino.

Carlo Morfi le haría llegar a Münster los despachos que lograse robar en el Servicio de Cifrado del señor de Brienne gracias al polígrafo que trabajaba para él. Monseñor Chigi, sin embargo, tendría que explicarle exactamente la información que quería y cómo enviarle los pliegos a Münster.

Gaston volvió al Grand-Châtelet en un estado de profunda excitación y gran satisfacción. Ahora lo veía todo claro. Era evidente que había dos redes de espías en el Servicio de Cifrado. Una a las órdenes de Fontrailles, que trabajaba seguramente para la duquesa de Chevreuse, y por tanto para España, y otra que lo hacía para la Santa Sede, a las órdenes de Thaddeus Barberini.

Claude Habert estaba a sueldo de Fontrailles y Charles Manessier trabajaba sin duda para ese Carlo Morfi. Fontrailles lo había descubierto y lo había asesinado; a continuación, había organizado aquel robo para averiguarlo todo sobre la organización de Fabio Chigi.

Louis tenía razón. El falso suicido de Manessier, organizado sin duda por Fontrailles, no buscaba más que proteger a Habert, pero Manessier no había sido elegido al azar. Aunque parezca imposible, era un espía, en este caso del misterioso Carlo Morfi, y Fontrailles, haciéndolo desaparecer, había desmantelado una red de espionaje rival.

Louis quedaría impresionado por su perspicacia. Casi había resuelto el asunto, y, tan pronto como volviese su amigo, les explicarían todo a Brienne y a Le Tellier.

Al día siguiente, Gaston se presentó en la Nunciatura acompañado del teniente civil Dreux de Aubray para describirle a un asombrado nuncio la forma en que habían realizado el robo. Omitió dar el nombre del niño, asegurando que le había prometido la libertad a cambio de su confesión, cosa que desaprobó el teniente civil, pero Dreux de Aubray desaprobaba siempre tantas cosas del comportamiento de Gaston de Tilly que una más no importaba.

En cuanto al cerebro del asunto, Gaston aseguró que no tenía ningún dato para identificarlo. El secreto debía ser guardado y sólo Le Tellier y Brienne serían informados, a la vuelta de Louis. Aconsejaba, pues, al nuncio colocar sólidas rejas en lo alto de las chimeneas.

—¿Y creéis que podremos recuperar nuestros papeles, señor? —preguntó el nuncio muy preocupado.

—Nos dedicamos a ello día y noche, monseñor; sin embargo, todo indica que los ladrones ya no están en París, y su descripción es inservible. Así que debo confesaros que no tengo muchas esperanzas.

Gaston habría deseado interrogarlo sobre Carlo Morfi y Pallavicino, pero ¿cómo hacerlo sin confesar que había encontrado una de las cartas de Fabio Chigi?

A su regreso, intentó en vano que Dreux de Aubray le proporcionase información sobre los dos nombres. El teniente civil nunca había oído hablar de ellos. Más tarde, en el transcurso de la jornada, se encontró con Philippe Boutier, el padrino de Louis, que estaba al servicio del canciller Séguier. Boutier, que siempre estaba enterado de todo lo que pasaba en la corte, ignoraba quiénes eran Carlo Morfi y Pallavicino. Por la noche, Gaston preguntó incluso a Gédéon Tallemant, sin éxito.

De vuelta en el Grand-Châtelet, se enteró de que un duelo increíble acababa de tener lugar en la plaza Real, en lugar público, a la vista de todo el mundo.

La mañana del 12 de diciembre, Godefroi de Estrade, amigo íntimo de Maurice de Coligny[85] y reputado duelista que ya había matado a varios adversarios, se había presentado en el palacio de Guisa, en la calle du Chaume, para desafiar al duque en un duelo de honor. Él mismo sería testigo del conde de Coligny y adversario del testigo que el duque eligiese, puesto que los testigos se batían entre sí.

Guisa esperaba esa visita y presentó a Godefroi de Estrade a su propio testigo, el marqués de Brédieu.

El encuentro fue organizado en sus menores detalles. Los cuatro adversarios debían encontrarse ese mismo día, en el centro de la plaza Real, sin avisar a nadie.

A las tres, como estaba previsto, los cuatro hombres llegaron en dos carrozas diferentes. Habían decidido batirse a plena luz del día en el lugar más frecuentado de París.

En las ventanas que daban a la plaza varias personas que habían sido informadas en el último momento esperaban el comienzo del lance. Anne-Geneviève de Longueville se hallaba también allí en casa de la duquesa de Rohan, que la había invitado.

Tras el saludo, el duque de Guisa declaró solemnemente a Maurice de Coligny:

—Señor, vamos a dirimir antiguas querellas de nuestras dos casas, y veremos qué diferencia hay entre la sangre de Guisa y la de Coligny.

Al dar el primer paso, Coligny resbaló, perdió el equilibrio y cayó sobre una rodilla. Guisa posó entonces un pie sobre su espada y lo golpeó con la hoja de su arma para humillarlo públicamente.

El nieto del almirante se rehízo, sin embargo, y el combate se reanudó. Coligny ganó ventaja tocando al nieto del Caracortada en el hombro. El duque de Guisa agarró entonces con ambas manos la espada de su adversario y, pese al corte y al dolor que le provocó, hundió su hoja en el brazo de su oponente.

Coligny se desplomó. Sus amigos lo alzaron cubierto de sangre y lo trasladaron al cercano palacio de Condé, donde lo esperaba Enghien.

Por lo regular, Mazarino se burlaba de los duelos que entablaban los jóvenes por los que no tenía ninguna estima, pero, en esta ocasión, comprendió que era un nuevo golpe de sus adversarios.

Y aun encima, se había enterado de que Coligny era el agresor, que era su testigo quien había ido a desafiar a Guisa. ¡Ni siquiera podría decir que había caído en una trampa!

La regente estalló en cólera al enterarse de la noticia. Por más que Mazarino y Le Tellier trataron de convencerla de que se trataba de una artimaña, exigió la aplicación estricta del edicto sobre duelos que había dictado su peor enemigo, el cardenal Richelieu.

Al día siguiente, convocó al príncipe de Condé y le ordenó que instase a su hijo el duque de Enghien a que hiciese salir a Coligny de su casa o lo mandaría prender.

El príncipe de Condé acudió corriendo a casa de su hijo para transmitirle la conminación real. Pero el duque ya no era el adolescente que siempre había obedecido a su padre, sino uno de los más grandes generales de Europa al que los aduladores comparaban ya con Alejandro Magno. Se sabía intocable desde Rocroy. El ejército lo adoraba y lo habría seguido al fin del mundo.

Y, sobre todo, su padre ignoraba que aunque su hijo tuviese múltiples defectos —vicios, incluso—, en medio de ellos descollaba una cualidad que relucía como un diamante: Enghien era un amigo fiel. Exigía fidelidad absoluta de su gente, de sus vasallos, pero, a cambio del juramento de fidelidad, les aseguraba su protección. Para el duque, la vieja regla feudal no había caído en desuso.

Para evitar que detuviesen a su amigo Coligny, Enghien lo mandó trasladar al castillo de Saint-Maur, su residencia de campo, donde lo confió a su médico personal. Tuvo que sufrir a continuación, sin inmutarse, por cierto, las recriminaciones de Gaston de Orleans, cuñado de Guisa, indignado porque Coligny hubiese provocado a uno de sus más fieles amigos, que no lo había ofendido en absoluto.

Por su parte, Le Tellier envió hombres al palacio de Guisa, pero el duque había desaparecido. Sólo su madre, la duquesa viuda, se encontraba allí. Durante algunos días nadie supo dónde estaba.

La opinión pública se adueñó de la historia y, como los perdedores nunca tienen razón, decretó que Coligny se tenía muy merecido lo que le había pasado.

Dicen que en Francia todo acaba en coplas; debe de ser así, porque durante el invierno de 1643 en París no se cantaba otra cosa:

Secad vuestros bellos ojos, señora de Longueville.

Secad vuestros bellos ojos, que ya está bien Coligny.

Si ha perdido la vida, en cara no se lo echéis,

desea una vida eterna, para vuestro amante ser.