17
El domingo 11 de mayo de 1625, con las primeras luces del alba, el señor y la señora Fronsac, el señor Charreton, Louis y Gaston, que ya formaba parte de la familia, se instalaron en la ventana del tercer piso de una casa perteneciente a un canónigo de Notre-Dame. La casa estaba situada frente al atrio, entre la calle Saint-Pierre-aux-Boeufs y la puerta del recinto, lindante con el baptisterio Saint-Jean-le-Rond.
Jacques Bouvier y Claude Richepin los habían llevado en carreta, y luego habían vuelto al despacho, que debían vigilar, pues los días de fiesta eran particularmente aprovechados por los ladrones.
Desde la ventana, Louis tenía una vista completa sobre el atrio de la catedral de Notre-Dame de París y los estrados que habían levantado. Habían retirado del atrio las tiendas de los libreros, de los vendedores de crucifijos, de objetos piadosos, de aguardiente y de alajú. Las ninfas de traje rojo de brocado con encajes falsamente plateados, que ofrecían sus servicios en las bovedillas de la catedral, habían sido alejadas para el gran día. La picota y la horca del arzobispo se habían desmontado provisionalmente y habían alzado en su lugar una doble galería de andamios constituida por varios estrados que se extendían delante del arzobispado y alcanzaban más de doce pies de altura. En el interior de la iglesia habían habilitado tribunas separando la nave del coro.
Ante la gran puerta habían instalado un palio bordado de flores de lis, con tapices similares a ambos lados. Un gran número de arqueros velaban por la seguridad y para dejar un paso entre la calle Saint-Christophe. Muy rápido, en efecto, el pueblo acudió en masa a las calles aledañas a la catedral, hasta el punto de que no se podía circular por ningún lado. Sólo la calle Saint-Christophe y la calle de la Calandre, a lo largo de las cuales habían levantado arcos de triunfo floridos, permitían el paso hacia el Palacio, el puente del Cambio y la otra orilla del Sena.
A las diez de la mañana empezaron a llegar los pertigueros. De librea, con su alabarda, sus tamboriles y pífanos sonoros, constituían una verdadera barrera humana en torno a la gran galería de madera. A continuación fueron los músicos de trompeta, clarín, oboe, viola, violín y guiterna, vestidos todos de librea roja y amarilla, quienes se instalaron en el estrado que tenían reservado y empezaron a interpretar melodías para que el pueblo no se impacientase.
A las once empezó el gran desfile de los presidentes, consejeros y otros oficiales del Parlamento, oficiales de la Cámara de Cuentas y de la Corte de Impuestos. Fue seguido por el cabildo, a la cabeza del cual iba el preboste de los comerciantes, vestido con sotana de raso carmesí con botonadura, cinturón y cordón de oro. A unos pasos del preboste seguían los regidores, también de rojo, y tras ellos el coronel de los arqueros de la ciudad, su teniente y sus trescientos hombres, todos de casaca azul con galones de plata en la cual estaban bordadas las armas de París.
Más lejos marchaba el resto de la corporación: el maestresala, el impresor, el capitán de artillería, el maestro de albañilería y carpintería —todos ataviados de negro—; a continuación, los ujieres vestidos de paño con la nave de plata dorada al hombro; el escribano, ataviado con un traje de mangas colgantes; el recaudador, los jefes de la policía de barrio, los guardas de los seis gremios y, finalmente, los guardas del comercio de vino.
Estos últimos vestían ropas de terciopelo, tocados con sombreros con cordones de oro o de plata. El paso de la corporación terminaba con los oficiales que mandaban una compañía de cincuenta o de diez hombres y algunos burgueses vestidos de negro. Un último pelotón de arqueros cerraba la marcha de este cortejo, fuertemente aclamado por los parisinos.
Todos se instalaron en el estrado que les estaba reservado mientras se acercaban cincuenta hombres de librea precedidos de un ayuda de ceremonias y seguido de cien jinetes de la caballería ligera de la reina, mandados por un teniente cubierto de bordados y cintas. También ellos se alinearon en los emplazamientos designados por el maestro de ceremonias.
Llegaron entonces con gran estrépito de trompetas y tambores doscientos jinetes de la caballería ligera del rey, de terciopelo azul bordado de oro, luego nuevos pertigueros, cuyos capitanes eran dos jinetes de raso escarlata, cada uno de ellos escoltado por doce pajes con alabardas. Esta tropa escoltaba al preboste de París, el señor Séguier, que iba acompañado del teniente civil y del teniente criminal, seguidos de doce ujieres con vara de gran pompa.
Finalmente fue el desfile de los Grandes, de los tenientes generales, de los gobernadores, todos ellos precedidos de trompetas y heraldos de armas con dalmáticas de terciopelo azul salpicadas de flores de lis.
—Mirad al señor de Montmorency y a los príncipes de Lorena —dijo el señor Charreton señalando esa parte del cortejo—. Y allí está el duque de Longueville, vestido de blanco, el duque de Elbeuf, que está con el conde de La Roche-Guyon, así como el señor de Liancourt, de casaca carmesí.
Detrás de ellos, el caballerizo mayor llevaba, suspendida de un fajín, la espada del rey en una funda azul flordelisada. Luego fueron de nuevo los guardias de corps y, por fin, sobre un caballo bayo, cuya gualdrapa estaba bordada con la cruz del Santo Espíritu y flores de lis, apareció el rey, a la vez grave y ligeramente sonriente, saludando indolente a la multitud con la mano. Llevaba ropajes de paño de oro recamado de plata y diamantes. Para que todos pudiesen distinguirlo, avanzaba lentamente entre el estrépito de músicas, salvas y vítores.
En realidad, Luis el Justo detestaba las manifestaciones populares. Atrabiliario y triste, se decía que había perdido la alegría de vivir el día en que se había enterado de la muerte de su adorado padre a manos de Ravaillac. Pero aunque el rey odiaba las fiestas y los cortejos, tenía demasiada conciencia de su papel y de su destino como para rehusar dar gracias al pueblo que lo amaba y que, viéndolo poco, lo aclamaba con fervor.
A continuación desfilaron escuderos y gendarmes del rey, luego los príncipes de sangre, entre ellos el conde de Soissons, el gran prior y el príncipe de Condé, del que el señor Charreton señaló a su hija y a su yerno. Más lejos apareció la carroza de la reina madre, que iba toda vestida de negro.
Detrás marchaban los séquitos de los secretarios de Estado, luego las literas y los coches de los obispos y los arzobispos y por último el reverendísimo cardenal Richelieu.
Seguían innumerables gentileshombres montados en caballos engalanados con paños de oro. Algunas damas que los acompañaban cabalgaban en hacaneas cubiertas de terciopelo carmesí con adornos de oro. Eran aclamadas con entusiasmo cuando saludaban sonriendo a la multitud.
Llegó por fin lo mejor del cortejo para los parisinos: la carroza de la hermana del rey, acompañada del Señor —su hermano el duque de Orleans— y de monseñor el duque de Chevreuse, vestido de blanco. La princesa Enriqueta María, ataviada con un vestido de paño de plata recamado de oro, llevaba orgullosamente sobre su cabeza una corona de oro guarnecida de perlas y pedrería. También fue largamente ovacionada.
El cortejo se clausuraba con los magníficos séquitos de los embajadores ingleses.
Los recién llegados se instalaban en las grandes tribunas de madera, mientras que los caballos y los séquitos eran conducidos al claustro[75] por la puerta del recinto.
El rey se había sentado solemnemente en una silla cubierta de un palio flordelisado y estaba rodeado de cantidad de gentileshombres de alto linaje. La reina, vestida de raso rojo bordado de plata, con un velo negro, estaba situada un poco más lejos en un segundo trono flordelisado, servida por cortesanas y damas de honor suntuosamente engalanadas.
Fue entonces cuando Louis vio al conde de Moret, en traje de raso amarillo bordado de plata, que estaba en compañía de un prelado de más edad en el cual reconoció a su hermanastro, el obispo de Metz, que Paul de Gondi le había mostrado una vez en el colegio en compañía del rector. Se unió a ellos una pareja ricamente ataviada. El hombre tenía un rostro duro y autoritario, mientras que la mujer aparecía sonriente y picara. Ella se puso a hablar animadamente con el señor de Metz y con el señor de Moret. Louis se preguntó quién era.
—Padre, enséñanos a la gente que conoces y que están cerca del rey o de la reina —pidió en ese momento la señora Fronsac.
El señor Charreton empezó a enumerar a los gentileshombres y a las ricas mujeres con las que se había cruzado a veces en el Louvre, designándolas por sus ropajes. Empezó por la reina y por la nube de mujeres, todas revestidas de trajes suntuosos, que la rodeaban.
—¿Veis a esa dama vestida con un traje color turquesa bordado de plata, que se acerca a la reina? Es Marie de Rohan —la señora de Chevreuse—, su mejor amiga. Su Majestad desearía alejarla de la corte, pero hacerlo sería mortificar al duque de Chevreuse, lo que es impensable, y mucho más ahora, que es el procurador de este matrimonio. La señora de Chevreuse está en compañía de lord Holland, uno de los dos embajadores ingleses de los que hemos hablado varias veces en la mesa. Los chismosos dicen que los une una íntima y dulce relación.
Louis no podía distinguir los rasgos de la señora de Chevreuse, que estaba tapada por lord Holland, pero vio que la joven, de aspecto pícaro, que había llegado un rato antes en compañía del hombre del rostro duro, cogía al conde de Moret de la mano para llevarlo cerca de la reina.
—El que se acerca ahora a la reina es el señor Antoine de Borbón, conde de Moret e hijo de nuestro buen rey —dijo el señor Charreton a los padres de Louis.
—El señor de Moret está en Clermont con nosotros, abuelo. Nos defendió públicamente a Gaston y a mí.
—¿Os defendió? ¿Qué habéis hecho? —preguntó severamente el señor Fronsac.
—Cuando el asunto del duelo, padre. Consideró que Gaston se había conducido como un caballero… y yo también —balbució.
El señor Fronsac frunció el ceño con desaprobación, pero no dijo nada.
—El señor de Moret está acompañado de su hermana, que se lo está presentando a la duquesa de Chevreuse.
—¿Su hermana? —preguntó Gaston—. Ignoraba que tuviese una.
—En realidad, su hermanastra —corrigió el señor Charreton—. Gabrielle-Angélique de Verneuil es la hermana del señor de Metz[76]. Ahora es la esposa de Bernard de La Valette, el hijo del duque de Épernon, está con el señor de Metz. Fue el rey quien insistió en ese matrimonio con Épernon, porque quería alejar a Gabrielle-Angélique de la reina.
—¿Por qué quería alejarla? —preguntó la señora Fronsac, que adoraba los chismorreos.
—La señora de Chevreuse, la señora de Verneuil y la reina formaban un grupo muy íntimo. El rey consideraba que las dos amigas, demasiado galantes y demasiado frívolas, eran una mala influencia para su esposa. Por ejemplo, le daban a leer el Gabinete satírico y el Parnaso satírico[77]. Pero aunque Su Majestad logró alejar a la Verneuil, fracasó con la Chevreuse. Sin embargo, después del matrimonio, dicen que el duque y la duquesa se irán a Londres durante algunos meses. Las malas lenguas aseguran que la señora de Chevreuse lo habría decidido así para seguir al bello Holland.
—¿Conoces a la reina, abuelo?
—No. Nunca me encontré con ella. Yo sólo era un procurador. Pero fíjate qué bonita es… Dicen que es tan bella como bondadosa.
A Louis se le encogió el corazón. ¡Era a esta admirable y santa mujer, bella como la Virgen María de las iglesias, hija, hermana y esposa de reyes, a quien los jesuitas se atrevían a atacar! Iban a arruinar su reputación, mientras ella ignoraba la maldad que se preparaba a sus espaldas. Su impotencia le hacía asomar lágrimas a los ojos cuando una idea atravesó por su mente: ¿no podría por medio del conde de Moret pasarle un mensaje a su hermanastra, la cual se lo transmitiría fácilmente a la reina, de la que era amiga? Pero ¿cómo acercarse al conde? ¿Volvería a verlo en el colegio antes de que el duque de Buckingham le entregase los herretes a la reina?
El señor Charreton seguía con su relación, pero Louis no escuchaba. Daba vueltas a los argumentos que podría presentarle al conde de Moret a fin de convencerlo. De repente, un sonido de trompetas lo distrajo de sus pensamientos. El rey se había levantado ante el cardenal Richelieu, que acababa de acercarse a él. El prelado iba acompañado de Enriqueta, la futura esposa (cubierta ahora con un manto azul de larga cola llevada por cuatro pajes), del duque de Chevreuse, que sería el esposo por poderes, de la reina madre María de Médicis y de su hermano el duque de Orleans. Luis el Justo sacó de su dedo un anillo, que entregó al cardenal Richelieu, quien lo mostró a la multitud.
A continuación, el rey descendió hasta la gran puerta de Notre-Dame, donde esperó al cardenal de La Rochefoucauld, el nuevo abad de Santa Genoveva, que llegaba del arzobispado. El abad llevaba los símbolos episcopales: la cruz, la mitra y el anillo, pues dependía directamente de la Santa Sede. El cardenal Richelieu oficiaría el matrimonio con él.
Las trompetas sonaron de nuevo cuando el rey y los cardenales entraron en la iglesia, seguidos por Enriqueta de Francia y el duque de Chevreuse, luego por la madre y el hermano del rey. Detrás de ellos entraron pequeños grupos que se colocaban siguiendo las órdenes del mayordomo, mientras los ingleses se instalaban en la gran tribuna que les estaba reservada, puesto que su religión les impedía entrar en la catedral.
Habían entrado todos los invitados cuando se produjo una terrible catástrofe: con un inesperado estrépito, la tribuna situada frente a la entrada de la catedral, en la que se encontraban los embajadores ingleses, se desplomó.
Fue un momento de gran desorden. La multitud se puso a gritar. Algunos, creyendo que se trataba de un atentado, en su intento de huida, pisotearon a muchos desventurados. De las vigas y tablas entrelazadas subían llantos y gritos. La caballería ligera se interpuso de inmediato para restablecer el orden, mientras que docenas de vigorosos pertigueros apartaban vigas y travesaños para liberar a los heridos.
Los Fronsac se habían quedado mudos, aterrorizados por el drama. Louis pensó inmediatamente en los jesuitas. Había creído durante bastante tiempo que querían matar al rey de Inglaterra hasta que descubrió el complot de los herretes. ¿Y si se había equivocado? Después de todo, ¿por qué no podía ser que hubiese varios planes para perjudicar a los ingleses? ¿No le había dicho su abuelo que los jesuitas ya habían intentado hacer saltar el Parlamento de Inglaterra? ¿Empezaban de nuevo tratando de matar a los embajadores ingleses?
Todas estas preguntas se agolpaban en su mente mientras transportaban los cuerpos. Por la puerta del recinto habían entrado obreros y carpinteros, que aguardaban órdenes. Intervinieron rápidamente, ayudados por numerosos parisinos y por las gentes de la corte o los ingleses que estaban en las tribunas vecinas.
—¡Mirad! —exclamó el señor Charreton, señalando con el índice—. Ese hombre que ha estado a punto de caer con los otros y que baja ahora a ayudar a los encargados del rescate es el señor Rubens, el pintor de la reina madre.
Ahora que la mayor parte de las maderas habían sido retiradas, la mayoría de los ingleses se levantaban y sólo parecían magullados. El único herido fue transportado en parihuelas.
—Los señores Holland y Carlisle han salido indemnes —aseguró el señor Charreton—. Ahí los tenéis, en la segunda tribuna con el señor Rubens.
Los obreros trabajaban ya colocando algunas maderas en los travesaños que habían subido al estrado. Parecía, pues, que el desplome de la tribuna sólo era un accidente debido al elevado número de personas que la ocupaban.
Durante ese tiempo, ignorando el drama, el cardenal Richelieu celebró la misa y se oyó el canto de los órganos mezclado con los martillazos de los carpinteros. Finalizada la ceremonia —que había sido muy breve para no molestar a los ingleses—, el estrado que se había venido abajo estaba prácticamente reconstruido e incluso adornado de nuevo con sus tapices.
Los heraldos, que habían salido en primer lugar, avanzaron hacia la multitud, del otro lado de las barreras, y gritaron en voz alta:
—¡Largueza!
De unos grandes sacos de tela que llevaban amarrados a la cintura arrojaron gran cantidad de monedas de oro y de plata de todas clases: ducados, escudos, cuartos, doblones y medios escudos. El tumulto fue inconmensurable. La multitud se arrojó sobre las monedas, atropellando y pisoteando a los más débiles. Algunos se desvanecieron, otros perdieron sus capas o sus vestidos. Ante el peligro de semejante tropel, el preboste de París, que acababa de salir, pidió a los heraldos que dejasen de repartir dinero.
Cuando apareció el rey se había restablecido en parte la calma. El soberano y la corte volvieron a desfilar por los estrados de la galería a fin de que el pueblo los viese de nuevo. A continuación, el cortejo real se reunió en el atrio; hicieron entrar monturas, carrozas, literas y coches por la puerta del cercado donde habían sido colocados en fila a lo largo de la catedral y la comitiva volvió a Palacio para el almuerzo.
—¿Cuándo llegará el duque de Buckingham, abuelo? —preguntó Louis, mientras empezaba el lento cortejo de vuelta.
—Ya tendría que estar aquí. Pero no llegará hasta dentro de diez o quince días —añadió—, pues su rey lo necesita a su lado. Habría sido más importante recibir la dispensa del Papa, que, por cierto, tampoco ha llegado. Sin embargo, el cardenal Francesco Barberini[78], que la trae, estará en camino.
—¿Cuando llegue el señor de Buckingham habrá una fiesta en la corte, abuelo?
—Por supuesto, un baile de gala en presencia del rey y la reina.
«¡De diez a quince días! —pensó Louis—. Era el plazo que todavía tenían para avisar a la reina».
En Palacio, el banquete duró hasta avanzadas horas de la noche. El rey y los embajadores intercambiaron los regalos al inicio del ágape.
Lord Holland, embajador principal, regaló un retrato de Luis XIII que había mandado pintar con gran secreto. El marco que rodeaba la pintura estaba adornado con diamantes valorados en más de veinte mil escudos. Regaló también una perla engastada con diamantes a la reina madre, María de Médicis; perfumes y un joyero en forma de corazón al Señor, así como un aderezo de perlas y diamantes a Enriqueta, la nueva reina de Inglaterra.
El rey envió una cadena de oro a la orden del Santo Espíritu por su cuñado Carlos, así como un reloj de oro macizo cuajado de diamantes, con una caja de música a juego. En ausencia del duque de Buckingham, lord Carlisle había decidido que sería él quien regalaría los doce herretes de diamantes que le había enviado el comerciante de La Rochelle, puntualizando, naturalmente, que procedían de su rey, con la esperanza de que esta maniobra le granjeara más rápidamente el reconocimiento del nuevo soberano.
Cuando todos los regalos fueron entregados, envió a Ana de Austria un cofrecillo precisando que se trataba de un presente de su rey para la más bella y prudente reina de la Cristiandad. Ésta, ligeramente sorprendida por ese regalo que no venía de lord Holland, lo abrió delante de su esposo, del duque de Chevreuse y de lord Holland.
Contenía doce magníficos herretes de diamantes.
El rey disimuló mal su contrariedad. Los herretes eran tan bellos como los que él le había regalado a su esposa. Más, quizá. Y la reina parecía encantada. Plenamente satisfecha. Dio las gracias al embajador y le prometió que llevaría las joyas con ocasión del baile celebrado en la corte.
El duque de Chevreuse y lord Holland parecieron a su vez sorprendidos por este regalo inesperado de Carlos I, pero su suntuosidad y su valor no permitían dudar de su origen real.
La trampa estaba tendida.