Epílogo 2003

Armas, gérmenes y acero hoy

Armas, gérmenes y acero trata de por qué el ascenso de las sociedades humanas complejas se produjo de forma distinta en diferentes continentes durante los últimos 13 000 años. Terminé de revisar el manuscrito en 1996 y se publicó en 1997. Desde entonces, me he dedicado sobre todo a trabajar en otros proyectos, fundamentalmente en mi siguiente libro, sobre el colapso de las sociedades. Así pues, ahora me separan del proceso de elaboración de Armas, gérmenes y acero una perspectiva diferente y una distancia temporal de siete años. ¿Qué aspecto ofrece el libro retrospectivamente y qué acontecimientos han podido modificar o ampliar sus conclusiones desde la fecha de su primera publicación? En mi opinión, sin duda sesgada, el mensaje principal del libro se conserva bien, y los avances más interesantes desde la primera edición han afectado a cuatro ampliaciones de su contenido en relación con el mundo moderno y la historia reciente.

La conclusión principal que extraía era que las sociedades evolucionaron de diferente modo en diferentes continentes debido a las diferencias existentes entre cada uno de los entornos continentales, no a causa de la biología humana. Los avances tecnológicos, la centralización política y otros rasgos de las sociedades complejas únicamente podían aflorar en poblaciones sedentarias de cierta densidad y capaces de acumular excedentes alimentarios; estas poblaciones basaron su alimentación en el auge de la agricultura iniciado en torno al año 8500 a. C. Pero las especies animales y vegetales silvestres imprescindibles para el auge de la agricultura se repartían de forma muy desigual por los continentes. Las especies silvestres domesticables más valiosas se concentraban solo en nueve pequeños territorios del planeta, que, así, se convirtieron en las primeras patrias de la agricultura. Los habitantes originales de esas tierras consiguieron con ello cierta ventaja para desarrollar las armas, los gérmenes y el acero. Los idiomas y los genes de los pobladores de esas tierras, así como su ganado, sus cultivos, sus tecnologías y sus sistemas de escritura, acabaron siendo dominantes en los mundos antiguo y moderno.

Los descubrimientos realizados en la última media docena de años por arqueólogos, genetistas, lingüistas y otros especialistas han enriquecido nuestra comprensión de este relato sin alterar sus líneas maestras. Permítaseme mencionar tres ejemplos. Una de las lagunas más importantes en cuanto al ámbito geográfico que abarcaba Armas, gérmenes y acero tenía que ver con Japón, sobre cuya prehistoria yo tenía muy poco que decir en 1996. Evidencias genéticas recientes indican ahora que el actual pueblo japonés es producto de una expansión agrícola similar a otras de las analizadas en Armas, gérmenes y acero: un proceso de expansión iniciado en torno al año 400 a. C. por los agricultores coreanos, que se adentraron en el sudoeste de Japón y, desde allí, avanzaron hacia el nordeste atravesando el archipiélago japonés. Los inmigrantes llevaron consigo la agricultura intensiva del arroz y los utensilios de metal, y se mezclaron con la población japonesa original (vinculada a los ainu modernos) para dar lugar a los actuales japoneses, en gran medida del mismo modo que la expansión de los agricultores del Creciente Fértil propició la mezcla con la población cazadora-recolectora originaria de Europa para dar lugar a los europeos modernos.

Veamos otro ejemplo: los arqueólogos daban por supuesto inicialmente que el maíz, las judías y las calabazas mexicanas llegaron al sudeste de Estados Unidos a través de la ruta más directa posible, por el nordeste de México y el este de Texas. Pero ahora sabemos con certeza que esta era una ruta demasiado árida para la agricultura; por el contrario, esos cultivos realizaron un trayecto más largo y se extendieron desde México hasta el sudoeste de Estados Unidos para desencadenar allí el auge de las sociedades anasazi, y después se propagaron hacia el este desde Nuevo México y Colorado a través de los valles fluviales de las Grandes Llanuras, hasta alcanzar el sudeste de Estados Unidos.

El último ejemplo nos remite al capítulo 10, en el que señalábamos las dificultades de difusión a lo largo del eje norte-sur de América de diferentes procesos de domesticación independientes comparados con la facilidad de difusión a lo largo del eje este-oeste de los cultivos euroasiáticos de plantas similares o análogas. Han continuado apareciendo aún más ejemplos de estas dos pautas contrapuestas, pero ahora parece que la mayor parte o la totalidad de los cinco grandes mamíferos domésticos de Eurasia también sufrieron reiteradas domesticaciones independientes en distintas zonas de Eurasia; al contrario que las plantas de Eurasia y al igual que las plantas de América.

Estos y otros descubrimientos nos proporcionan nuevos detalles, que continúan fascinándome, para comprender cómo el auge de la agricultura propició en el mundo antiguo el auge de las sociedades complejas basadas en la agricultura. Sin embargo, los mayores avances que pueden incorporarse ahora a Armas, gérmenes y acero son los relativos a la ampliación de su contenido a cuestiones que no formaban parte del enfoque principal del libro. Desde su primera publicación, miles de personas me han escrito, telefoneado, enviado correos electrónicos o insistido de uno u otro modo para revelarme los paralelismos o las divergencias que percibían entre los antiguos procesos continentales descritos en Armas, gérmenes y acero y los procesos modernos o recientes que ellos estudian. Referiré aquí cuatro de estas revelaciones: en primer lugar, y de forma sucinta, el iluminador ejemplo de las guerras de los mosquetes de Nueva Zelanda; a continuación, la respuesta a la perpetua pregunta «¿Por qué Europa y no China?»; con algo más de detalle, los paralelismos entre la competitividad en el mundo antiguo y la del mundo empresarial moderno; y, por último, la relevancia que pueda tener Armas, gérmenes y acero para responder a la cuestión de por qué algunas sociedades son hoy en día ricas mientras que otras son pobres.

En 1996 dediqué un breve párrafo (en el capítulo 13) a un fenómeno de la Nueva Zelanda del siglo XIX, denominado «las guerras de los mosquetes», con el fin de ilustrar lo poderosa que era la difusión de las tecnologías nuevas. Las guerras de los mosquetes fueron una compleja y poco estudiada serie de guerras tribales entre pueblos indígenas maoríes de Nueva Zelanda, que tuvo lugar entre 1818 y la década de 1830; se trataba de guerras mediante las cuales las armas europeas se extendieron entre unas tribus que anteriormente combatían entre sí con armas de piedra y de madera. Desde entonces se han publicado dos libros que han mejorado nuestra comprensión de aquel caótico período de la historia de Nueva Zelanda, lo han situado en un contexto histórico más amplio y han realzado su relevancia para Armas, gérmenes y acero.

A principios del siglo XIX, los comerciantes, misioneros y balleneros europeos empezaron a visitar Nueva Zelanda, que anteriormente llevaba ocupada 600 años por unos agricultores y pescadores conocidos como «maoríes». Los primeros visitantes europeos se concentraron en el extremo septentrional de Nueva Zelanda. Las tribus maoríes del norte que tuvieron contacto con los europeos acabaron siendo las primeras en adquirir mosquetes, lo cual les reportó una gran ventaja militar sobre todas las demás tribus, que carecían de mosquetes. Aprovecharon esta ventaja para ajustar cuentas con las tribus vecinas que fueran sus enemigas tradicionales. Pero también emplearon los mosquetes para un nuevo tipo de campaña militar: las incursiones en territorios más lejanos para atacar a tribus maoríes que se encontraban a centenares de kilómetros, las cuales se llevaban a cabo para superar a los rivales en la adquisición de esclavos y prestigio.

Hubo un factor, al menos tan relevante como los mosquetes europeos, que reforzó la viabilidad de estas incursiones en territorio lejano: se trataba de la patata, que también introdujeron los europeos (si bien era originaria de América del Sur) y de la que se cosechaban muchas más toneladas de alimento por kilómetro cuadrado o por agricultor que mediante la agricultura tradicional maorí, basada en la batata. La principal limitación que hasta entonces había impedido a los maoríes emprender expediciones remotas había sido el doble problema de alimentar durante mucho tiempo a los guerreros que se encontraban lejos de su territorio y el de alimentar a la población de mujeres y niños, cuya alimentación dependía de que los potenciales guerreros se quedaran en él y cultivaran batatas. Las patatas salvaron este doble obstáculo. De ahí que una denominación un tanto menos épica para la guerra de los mosquetes pueda ser la de «guerras de las patatas».

Comoquiera que las denominemos, las guerras de los mosquetes o las patatas se revelaron absolutamente devastadoras, ya que aniquilaron aproximadamente a la cuarta parte de la población maorí inicial. La cifra más alta de cadáveres se producía cuando una tribu rica en mosquetes y patatas atacaba a otra tribu con pocos o ningunos de ellos. Entre las tribus que más tardaron en adquirir los mosquetes y las patatas, algunas quedaron prácticamente exterminadas antes de que pudieran obtenerlos, mientras que otras realizaron esfuerzos decididos para adquirirlos y, con ello, restablecieron el equilibrio militar anterior. Un episodio de estas guerras fue la conquista y el asesinato masivo de las tribus moriori a manos de tribus maoríes, tal como describimos en el capítulo 2.

Las guerras de los mosquetes o las patatas ilustran el proceso básico que se desarrolló a lo largo de la historia de los últimos 10 000 años: unos grupos humanos dotados de armas, gérmenes y acero, o de ventajas tecnológicas y militares de una época anterior, consiguieron expandirse a expensas de otros grupos hasta que, o bien estos últimos fueron sustituidos, o bien todos acabaron compartiendo las nuevas ventajas. La historia reciente nos brinda innumerables ejemplos de cómo los europeos se expandieron en otros continentes. En muchos lugares, los habitantes no europeos jamás tuvieron la oportunidad de adquirir armas y acabaron perdiendo la vida o la libertad. Sin embargo, Japón sí consiguió adquirir armas (en realidad, las adquirió por segunda vez), logró conservar su independencia y, al cabo de cincuenta años, utilizó las nuevas armas para derrotar a una potencia europea en la guerra que mantuvo con Rusia en los años 1904-1905. Los indios de las llanuras norteamericanas, los indígenas araucanos de América del Sur, los maoríes de Nueva Zelanda y los etíopes adquirieron armas y las emplearon para repeler la conquista europea durante mucho tiempo, si bien en última instancia fueron vencidos. Hoy en día, los países del Tercer Mundo están haciendo todo lo posible para igualarse a los países del Primer Mundo adquiriendo las ventajas tecnológicas y agrícolas de estos últimos. Este tipo de difusión de la tecnología y la agricultura, que procedía en última instancia de la competencia entre grupos humanos, debió de producirse en infinidad de momentos y lugares a lo largo de los últimos 10 000 años.

En este sentido, no había nada de inusual en las guerras de los mosquetes o las patatas de Nueva Zelanda. Si bien aquellas guerras fueron un fenómeno netamente local que se circunscribía a Nueva Zelanda, revisten interés en todo el mundo debido a que nos proporcionan un ejemplo enormemente claro y muy limitado en el espacio y el tiempo de muchos otros fenómenos locales similares. En el transcurso de unos dos decenios desde que se introdujeran en el extremo septentrional de Nueva Zelanda, los mosquetes y las patatas se propagaron 1500 kilómetros hasta alcanzar el extremo meridional del archipiélago. En el pasado, la agricultura, la escritura y las mejoras en las armas, que todavía no eran de fuego, tardaban mucho más tiempo en recorrer unas distancias mucho mayores, pero los procesos sociales subyacentes de reemplazo y competencia de poblaciones eran esencialmente los mismos. Hoy en día nos preguntamos si las armas nucleares proliferarán por todo el mundo mediante ese mismo proceso, a menudo violento, partiendo de los ocho países que en la actualidad disponen de ellas.

Un segundo asunto que ha sido objeto de animado debate desde 1997 es aquel que podría formularse del siguiente modo: «¿Por qué Europa y no China?». La mayor parte de Armas, gérmenes y acero se ocupaba de las diferencias entre continentes: es decir, de la pregunta acerca de por qué los únicos que se expandieron por todo el mundo durante el pasado milenio fueron algunos euroasiáticos, en lugar de los aborígenes australianos, los habitantes del África subsahariana o los indígenas americanos. Sin embargo, descubrí que muchos lectores se preguntaban además lo siguiente: «¿Por qué, de entre todos los euroasiáticos, los que se expandieron fueron los europeos, y no los chinos o algún otro grupo?». Sabía que mis lectores no me iban a permitir dar por concluido Armas, gérmenes y acero sin decir nada acerca de este asunto tan elemental.

Así pues, lo analicé brevemente en el epílogo del libro. Allí sugería que la razón subyacente de que Europa superara a China era más profunda que los factores un tanto más inmediatos que sugieren la mayor parte de los historiadores (por ejemplo, el confucianismo de China frente a la tradición judeocristiana de Europa, el auge de la ciencia occidental, el auge del mercantilismo y el capitalismo europeos, la deforestación de Gran Bretaña unida a sus depósitos de carbón, etc.). Frente a estos y otros factores más próximos yo recurría a una especie de «principio de la óptima fragmentación»: los factores geográficos últimos que desembocaron en que China se unificara antes y que permaneciera en su mayor parte unificada a partir de entonces, mientras que Europa estuviera fragmentada siempre. La fragmentación de Europa sí favoreció los avances de la tecnología, la ciencia y el capitalismo al promover la competitividad entre Estados y ofrecer a los innovadores fuentes de apoyo alternativas y puertos seguros en los que refugiarse de las persecuciones, mientras que la unidad de China no propugnaba todo lo anterior.

Los historiadores han objetado a continuación que la fragmentación de Europa, la unidad de China y la fuerza relativa de China y Europa eran mucho más complejas de lo que yo las represento en mi explicación. Las fronteras geográficas entre las esferas política y social de lo que, en aras de la utilidad, podría denominarse «Europa» o «China» fluctuaron a lo largo de los siglos. China aventajó a Europa en tecnología al menos hasta el siglo XIV, y podría volver a hacerlo en el futuro; en cuyo caso la pregunta «¿Por qué Europa y no China?» solo remitiría a un fenómeno efímero que no exigiría una explicación exhaustiva. La fragmentación política tiene consecuencias más complejas que la de proporcionar únicamente un foro que propugna la competencia: sin ir más lejos, además de constructiva, la competencia puede ser también destructiva (pensemos en la primera y la segunda guerras mundiales). El de «fragmentación» es un concepto que presenta múltiples facetas, antes bien que ser monolítico: su efecto sobre la innovación depende de factores como la libertad de que gozan las ideas y las personas para atravesar las fronteras que separan a los diferentes fragmentos, o de si los fragmentos son muy dispares entre sí o más bien réplicas idénticas unos de otros. Si la fragmentación es «óptima» o no es algo que puede también variar en función del criterio que empleemos de «lo óptimo»; un grado de fragmentación política que resulta óptimo para la innovación tecnológica puede no serlo para la productividad económica, la estabilidad política o el bienestar humano.

Tengo la impresión de que hay una gran mayoría de científicos sociales que todavía prefiere las explicaciones próximas para los diferentes cursos de las historias europea y china. Por ejemplo, en un concienzudo ensayo reciente, Jack Goldstone subrayaba la importancia que tuvo en Europa (sobre todo en Gran Bretaña) la «ciencia del motor», expresión con que se refiere a las aplicaciones científicas orientadas al desarrollo de maquinaria y motores. Goldstone escribía:

Las economías preindustriales se enfrentaban a dos problemas energéticos: la cantidad y la concentración de energía. La cantidad de energía mecánica de que disponía cualquier economía preindustrial se limitaba a la de las corrientes de agua que albergara, a la de los animales o las personas que pudiera alimentar o a la de los vientos que pudiera aprovechar. En cualquier territorio geográficamente delimitado, esta cantidad quedaba rigurosamente reducida… Es difícil exagerar la ventaja que obtuvo la primera economía o potencia política o militar que concibió un medio para extraer trabajo útil de la energía de los combustibles fósiles… [Fue] la aplicación de la energía procedente del vapor al hilado, al transporte acuático y de superficie, a la fabricación de ladrillos, al trillado de granos, a la producción de hierro, a la excavación, a la construcción y a todo tipo de procesos de manufactura lo que transformó la economía de Gran Bretaña… Por tanto, puede ser que, lejos de ser una evolución necesaria de la civilización europea, el fructífero desarrollo de la ciencia del motor fuera el resultado azaroso de circunstancias muy concretas, pero no obstante contingentes, que resultaron aflorar en la Gran Bretaña de los siglos XVII y XVIII.

Si este razonamiento es correcto, entonces no obtendremos nada buscando explicaciones geográficas o ecológicas más profundas.

La opinión minoritaria y antagónica, semejante a la que expresé en el epílogo de Armas, gérmenes y acero, la ha sostenido con detalle Graeme Lang:

Las diferencias entre Europa y China en lo que a ecología y geografía se refiere contribuían a explicar los muy dispares destinos de la ciencia en esas dos regiones. En primer lugar, la agricultura de Europa [dependiente de las lluvias] no concedía ningún papel al Estado, que la mayor parte de las veces se mantenía alejado de las comunidades locales. Cuando la revolución agrícola en Europa produjo excedentes agrícolas cada vez mayores, ello permitió que prosperaran unas ciudades relativamente autónomas junto con unas instituciones urbanas como las universidades, mucho antes de que, a finales de la Edad Media, se produjera el auge de los Estados centralizados. En contraste con ello, la agricultura de China [basada en el regadío y la gestión hídrica] favoreció el desarrollo temprano de Estados intervencionistas y coercitivos en los principales valles fluviales, mientras que las ciudades y sus instituciones no alcanzaron jamás el grado de autonomía local que podía encontrarse en Europa. En segundo lugar, la geografía de China, a diferencia de la de Europa, no favorecía la supervivencia prolongada de Estados independientes. Más bien, la geografía de China facilitó la conquista y posterior unificación de un vasto territorio, las cuales iban seguidas de largos períodos de relativa estabilidad bajo un gobierno imperial. El sistema estatal resultante eliminó la mayor parte de las condiciones necesarias para que surgiera la ciencia moderna… La explicación esbozada más arriba es sin duda exageradamente simple. Sin embargo, una de las ventajas de este tipo de explicaciones es que elude la circularidad en que a menudo incurren las explicaciones que no profundizan más allá de las diferencias sociales o culturales entre Europa y China. Siempre se puede poner en aprietos a este tipo de explicaciones con una pregunta más: ¿por qué esos factores sociales o culturales diferían en Europa y China? Sin embargo, las explicaciones enraizadas en última instancia en la geografía o la ecología llegan a los cimientos.

Para los historiadores sigue siendo un reto reconciliar estos diferentes enfoques para responder a la pregunta «¿Por qué Europa y no China?». La respuesta puede tener importantes consecuencias acerca de cuál es el mejor modo de gobernar hoy en día China y Europa. Por ejemplo, desde la perspectiva de Lang, y la mía propia, el desastre de la Revolución cultural de China de las décadas de 1960 y 1970, cuando unos cuantos líderes insensatos consiguieron suprimir durante cinco años los sistemas educativos del país más grande del mundo, puede no ser una aberración única y exclusiva de un momento concreto, sino que podría presagiar para el futuro más desastres de esta naturaleza a menos que China introduzca una descentralización mucho mayor en su sistema político. A la inversa, en su actual carrera hacia la unidad económica y política, Europa tendrá que reflexionar mucho acerca de cómo evitar desmantelar la razón subyacente a sus éxitos de los cinco últimos siglos.

La tercera ampliación reciente del mensaje de Armas, gérmenes y acero a cuestiones del mundo moderno fue para mí la más inesperada. Poco después de la aparición del libro, la obra fue objeto de una reseña favorable por parte de Bill Gates, y a continuación empecé a recibir cartas de otros empresarios y economistas que señalaban posibles paralelismos entre las historias de las sociedades humanas analizadas en Armas, gérmenes y acero y las de grupos del mundo empresarial. Esta correspondencia remitía a la siguiente cuestión de carácter general: ¿cuál es el mejor modo de organizar grupos, instituciones y empresas para maximizar la productividad, la creatividad, la innovación y la riqueza? ¿Debería el grupo contar con una dirección centralizada (llevado al extremo, un dictador), o sería mejor un liderazgo más difuso o incluso la anarquía? ¿Debería esa agrupación de personas organizarse en un único grupo o descomponerse en una serie mayor o menor de subgrupos? ¿Debería existir comunicación fluida entre los grupos o sería mejor erigir muros de confidencialidad entre ellos? ¿Se deberían imponer aranceles proteccionistas frente al exterior o sería mejor exponer el negocio a la libre competencia?

Estas preguntas se plantean en muchos planos diferentes y para muchos tipos de grupos. Afectan a la organización de países enteros: recordemos la eterna discusión acerca de si la mejor forma de gobierno es una dictadura benévola, un sistema federal o un anárquico «todos contra todos». Estas mismas preguntas se plantean sobre la regulación de diferentes empresas en el marco de un mismo sector industrial. ¿Cómo podemos explicar el hecho de que Microsoft haya cosechado recientemente tantos éxitos, mientras IBM, que anteriormente era líder, quedaba rezagada, para, a continuación, modificar drásticamente su organización y mejorar su posición? ¿Cómo podemos explicar la desigual pujanza de distintos núcleos industriales? Cuando era joven y vivía en Boston, la carretera 128, el cinturón industrial que hay en torno a la ciudad, lideraba el mundo en lo relativo a creatividad e imaginación científicas. Pero la carretera 128 ha quedado rezagada, y ahora el centro de las innovaciones es Silicon Valley. Las relaciones mutuas que mantienen las empresas de Silicon Valley y las de la carretera 128 son muy diferentes, lo cual quizá se traduzca en esos diferentes resultados.

Hay también, por supuesto, diferencias frecuentemente mencionadas entre la productividad económica de países enteros, como Japón, Estados Unidos, Francia y Alemania. No obstante, las grandes diferencias se dan en realidad entre la productividad y la riqueza de diferentes sectores empresariales, incluso en el interior de un mismo país. La industria del acero coreana, por ejemplo, es de idéntica eficiencia a la estadounidense, pero todos los demás sectores industriales coreanos van a la zaga de sus homólogos estadounidenses. ¿Cuáles son las diferencias en la regulación de esos diferentes sectores industriales coreanos que explican sus diferencias de productividad en el seno de ese mismo país?

Obviamente, las respuestas a estas preguntas sobre las diferencias en cuanto al éxito organizativo dependen en parte de la idiosincrasia individual. El éxito de Microsoft, por ejemplo, tiene algo que ver sin duda con el talento personal de Bill Gates; Microsoft no cosecharía tanto éxito, aún con su estructuración empresarial de primera categoría, si su líder fuera un incompetente. Sin embargo, podemos continuar preguntándonos: si todos los demás factores permanecen invariables, a largo o a corto plazo, ¿qué forma de organización de los grupos humanos es mejor?

La comparación que establecía en el epílogo de Armas, gérmenes y acero entre las historias de China, el subcontinente indio y Europa sugería cierta respuesta a esta pregunta tal como se plantea ahora para la innovación tecnológica en países enteros. Como exponía en aquellas páginas, yo infería que la competitividad entre diferentes entidades políticas estimuló la innovación en una Europa geográficamente fragmentada, y que la falta de este tipo de competitividad frenó la innovación en una China unificada. ¿Significaría eso que un grado de fragmentación política mayor que el de Europa sería aún mejor? Quizá no: India estuvo aún más fragmentada que Europa desde el punto de vista geográfico, pero fue menos innovadora desde el punto de vista tecnológico. Esto me hacía pensar en el principio de la fragmentación óptima: el ritmo de innovación aumenta en una sociedad con un grado medio de fragmentación óptimo; una sociedad demasiado unificada se encuentra en desventaja, y así también le sucede a una sociedad demasiado fragmentada.

Esta inferencia le sonó familiar a Bill Lewis y a otros directivos del McKinsey Global Institute, una empresa puntera de consultoría con sede en Washington D. C. que realiza estudios comparativos de las economías de países y sectores industriales de todo el mundo. Aquellos directivos quedaron tan impresionados por los paralelismos que percibían entre su experiencia empresarial y mis inferencias históricas que enviaron un ejemplar de Armas, gérmenes y acero a cada una de los varios centenares de empresas asociadas y me enviaron a mí copias de sus informes sobre las economías de Estados Unidos, Francia, Alemania, Corea, Japón, Brasil y otros países. Ellos también detectaban que la competitividad y la envergadura de un grupo desempeñaban una función clave para estimular la innovación. Veamos algunas de las conclusiones que extraje a partir de las conversaciones con los directivos de McKinsey y de sus informes:

Nosotros, los estadounidenses, solemos albergar fantasías de que los sectores industriales alemán y japonés son absolutamente eficientes y que superan en productividad a los de Estados Unidos. En realidad, no es cierto: según el promedio de todos los sectores industriales, la productividad estadounidense es más alta que la de Japón o Alemania. Pero esas cifras medias esconden grandes diferencias entre los sectores de un mismo país, las cuales están vinculadas a diferencias de regulación; y dichas diferencias resultan muy instructivas. Permítaseme aportar dos ejemplos tomados de los estudios de casos de McKinsey sobre el sector cervecero alemán y la industria de procesamiento de alimentos japonesa.

Los alemanes fabrican una cerveza maravillosa.Cada vez que mi esposa y yo visitamos Alemania, llevamos una maleta vacía para llenarla con botellas de cerveza alemana, llevarla a Estados Unidos y degustarla a lo largo de todo el año siguiente. Sin embargo, la productividad del sector cervecero alemán asciende solo al 43 por ciento de la de la industria cervecera estadounidense. Al mismo tiempo, la productividad de los sectores metalúrgico y del acero alemanes es igual a la de sus homólogos estadounidenses. Dado que es obvio que los alemanes son perfectamente capaces de regular adecuadamente sus sectores industriales, ¿por qué no lo hacen en lo que atañe a la cerveza?

Resulta que la industria cervecera alemana es presa de la producción a pequeña escala. En Alemania hay millares de diminutas fábricas de cerveza, protegidas de la competencia mutua porque todas las cerveceras alemanas gozan de un monopolio local virtual, y protegidas también ante la competencia de las importaciones. Estados Unidos cuenta con 67 fábricas de cerveza importantes, las cuales producen 23 000 millones de litros de cerveza anuales. La totalidad de las 1000 fábricas de cerveza alemanas producen en conjunto solo la mitad de esa cantidad. Así pues, en promedio, las cerveceras estadounidenses producen una cantidad de cerveza 31 veces superior a la de la media de las fábricas de cerveza alemanas.

Este hecho es consecuencia de las preferencias locales y de las políticas oficiales alemanas. Los bebedores de cerveza alemanes son extremadamente fieles a su marca local, de manera que en Alemania no hay ninguna marca nacional similar a nuestras Budweiser, Miller o Coors. Por el contrario, la mayor parte de la cerveza alemana se consume en un radio de cincuenta kilómetros de la fábrica en que fermenta. Así pues, la industria cervecera alemana no puede beneficiarse de la economía a gran escala. En el sector cervecero, al igual que sucede en otros sectores, los costes de producción disminuyen enormemente con la envergadura del negocio. Cuanto más grande es la unidad refrigeradora para la producción de cerveza, y cuanto más larga es la cadena productiva en la que se llenan de cerveza las botellas, inferior es el coste de elaboración de la misma. Esas diminutas empresas cerveceras alemanas son relativamente ineficientes. No hay ninguna competitividad; únicamente hay un millar de monopolios locales.

La lealtad local de los bebedores de cerveza alemanes se ve reforzada por la legislación del país, que dificulta a las cervezas extranjeras competir en el mercado alemán. El gobierno alemán preserva una supuesta pureza de la cerveza, según la cual especifica con exactitud qué se puede añadir a esta bebida. No debe extrañarnos que estas especificaciones de pureza sancionadas por el gobierno se fundamenten en lo que las fábricas de cerveza alemanas añaden a la cerveza, y no en lo que les gusta añadir a las fábricas estadounidenses, francesas o suecas. Debido a esas leyes, no se exporta mucha cerveza a Alemania; y debido a esta ineficiencia y al elevado precio de la cerveza, en el extranjero se vende mucha menor cantidad de lo que uno esperaría de ese maravilloso producto alemán. (Antes de formular la objeción de que en muchos lugares de Estados Unidos se puede comprar la cerveza alemana Löwenbräu, lean, por favor, la etiqueta de la próxima botella de Löwenbräu que se beban en Estados Unidos: no se elabora en Alemania, sino en Norteamérica, bajo licencia y en grandes fábricas organizadas de acuerdo con la productividad y la eficiencia norteamericanas debidas al volumen del negocio).

La industria del jabón y el sector de electrónica de consumo alemanes son igualmente ineficientes; sus empresas no se ven expuestas a la competencia mutua, ni tampoco a la competencia extranjera, de modo que no adoptan las mejores prácticas de la industria internacional. (¿Cuál es la última vez que compró un televisor importado fabricado en Alemania?). Pero esas desventajas no son comunes a los sectores metalúrgico y del acero alemanes, en los que las grandes empresas germanas tienen que competir entre sí y en el ámbito internacional, y por consiguiente se ven obligadas a adoptar prácticas internacionales más eficientes.

Mi otro ejemplo favorito tomado de los informes de McKinsey se refiere a la industria alimentaria japonesa. Nosotros, los estadounidenses, solemos vivir cierta paranoia con la eficiencia japonesa, y ciertamente es formidable en algunos sectores… pero no en el de la industria alimentaria. La eficiencia del sector alimentario japonés equivale a un miserable 32 por ciento de la del estadounidense. En Japón hay 67 000 empresas dedicadas al sector alimentario, una cifra que contrasta con las solo 21 000 de Estados Unidos, que cuenta con el doble de población que Japón; de modo que la envergadura media de una empresa del sector alimentario estadounidense es seis veces mayor que la de una homologa japonesa. ¿Por qué el sector de producción de alimentos japonés, al igual que la industria cervecera alemana, está compuesto de pequeñas empresas que ostentan monopolios locales? En esencia, la respuesta es la misma combinación de razones: el gusto local y las políticas oficiales.

Los japoneses son fanáticos de la comida fresca. En un supermercado estadounidense, un envase de leche solo lleva impresa una fecha: la fecha de caducidad. Cuando mi esposa y yo visitamos un supermercado de Tokio con uno de los primos japoneses de mi esposa, quedamos estupefactos al descubrir que en Japón un envase de leche lleva impresas tres fechas: la fecha en que se envasó la leche, la fecha en que llegó al supermercado y la fecha de caducidad. La producción de leche en Japón siempre se inicia un minuto después de la medianoche, para que, así, la leche que llega al mercado por la mañana pueda etiquetarse como leche del día. Si la leche se elaborara a las 23.59 horas de un día, la fecha impresa en el envase tendría que indicar que la leche era del día anterior, y ningún consumidor japonés la compraría.

Como consecuencia de ello, las empresas alimentarias japonesas gozan de monopolios locales. Un productor de leche del norte de Japón no puede pretender competir en el sur del país, puesto que transportar allí la leche supondría uno o dos días adicionales, un fatídico inconveniente a los ojos de los consumidores. Estos monopolios locales se ven reforzados por el gobierno japonés, que obstaculiza la importación de alimentos procesados procedentes del extranjero imponiéndoles, entre otras restricciones, una cuarentena de diez días. (Imagínese cómo se sentirían los consumidores japoneses que rechazan la leche cuya etiqueta indica que es del día anterior ante un alimento que tiene diez días). De ahí que las empresas japonesas del sector alimentario no se vean expuestas ni a la competencia nacional ni a la extranjera, y que no aprendan técnicas de comercialización internacional más eficaces para producir alimentos. Como consecuencia en parte de ello, los precios de los alimentos en Japón son muy elevados: la ternera de primera categoría y el pollo cuestan, respectivamente, 400 y 50 dólares el kilo.

Algunos otros sectores industriales japoneses están organizados de un modo muy diferente al de las empresas del sector alimentario. Por ejemplo, las empresas japonesas del acero, los metales, los automóviles, los componentes para automóviles, las cámaras y la electrónica de consumo compiten con ferocidad y su productividad es superior a la de sus homologas estadounidenses. Pero los sectores japoneses del jabón, la cerveza y los ordenadores no están expuestos, al igual que la industria alimentaria japonesa, a la competencia, no incorporan prácticas más eficientes y, por consiguiente, su productividad es inferior a la de las industrias homologas de Estados Unidos. (Si echa un vistazo en su propia casa, es probable que descubra que su televisor, su cámara y quizá también su coche son japoneses, pero que su ordenador y su jabón no lo son).

Por último, apliquemos estas enseñanzas a la comparación entre diferentes núcleos industriales o sectores de negocios dentro de Estados Unidos. Desde la aparición de Armas, gérmenes y acero, he dedicado mucho tiempo a hablar con personas de Silicon Valley y de la carretera 128, y todos ellas me indican que ambos núcleos industriales son bien distintos en lo que respecta a los valores, actitudes y conductas empresariales que adoptan. Silicon Valley está compuesto por montones de empresas que compiten ferozmente entre sí. Sin embargo, también colaboran mucho: entre empresas suelen circular libremente las ideas, las personas y la información. A diferencia de ello, según me dicen, las empresas de la carretera 128 son mucho más reservadas y están mucho más aisladas entre sí, igual que las empresas japonesas productoras de leche.

¿Qué sucede con la comparación entre Microsoft e IBM? Desde que se publicó Armas, gérmenes y acero, he trabado amistad con empleados de Microsoft y me he informado de los rasgos distintivos que presenta la organización de esta empresa. Microsoft cuenta con infinidad de departamentos, todos los cuales están integrados por entre cinco y diez personas, gozan de amplia libertad para comunicarse con otros departamentos y no están excesivamente controlados; se les conceden grandes dosis de libertad para desarrollar sus propias ideas. Esta inusual organización de Microsoft —que en esencia está descompuesta en muchos departamentos semiindependientes y en competencia— contrasta con la organización de IBM, que hasta hace pocos años se estructuraba en grupos mucho más aislados, lo cual acabó suponiendo una pérdida de competitividad. Después, IBM nombró un nuevo consejero delegado que transformó radicalmente esta situación: IBM cuenta ahora con una estructura más similar a la de Microsoft y, según me dicen, fruto de ello ha mejorado la capacidad de innovación de la empresa.

Todo esto hace pensar que quizá podamos extraer un principio general sobre la organización de los grupos. Si el objetivo es innovar y ser competitivo, no se debe exigir excesiva uniformidad ni excesiva fragmentación. Por el contrario, es necesario que el país, el sector, el núcleo industrial o la empresa se descompongan en grupos que compitan entre sí al tiempo que conservan relativa libertad de comunicación; como el sistema federal estadounidense, que incorpora la competitividad entre nuestros cincuenta Estados.

La ampliación de Armas, gérmenes y acero que nos queda por abordar se adentra en una de las cuestiones esenciales de la economía mundial: ¿por qué algunos países (como Estados Unidos y Suiza) son ricos, mientras que otros (como Paraguay y Mali) son pobres? El producto nacional bruto (PNB) per cápita de los países más ricos del mundo equivale a más de cien veces el de los países más pobres. Ello no representa solo una desafiante cuestión teórica que proporciona trabajo a los profesores de economía, sino que también se trata de un aspecto que tiene importantes consecuencias políticas. Si somos capaces de acertar con las respuestas, entonces los países pobres podrían concentrarse en transformar las condiciones que los mantienen en la pobreza y adoptar las prácticas que hacen ricos a otros países.

Obviamente, parte de la respuesta se basa en las diferencias entre las instituciones humanas. La evidencia más clara de este punto de vista procede de algunas parejas de países que comparten esencialmente un mismo entorno pero disponen de instituciones muy distintas y, asociado a ello, diferentes cifras de PNB per cápita. Cuatro ejemplos flagrantes de esta realidad son los que se derivan de comparar Corea del Sur con Corea del Norte, la antigua Alemania Occidental con la antigua Alemania Oriental, la República Dominicana con Haití e Israel con sus vecinos árabes. Entre las muchas «instituciones saludables» a las que se suele invocar para explicar la mayor riqueza de los países nombrados en primer lugar de cada una de las parejas anteriores, se encuentran la eficacia del imperio de la ley, el respeto a los contratos, la protección del derecho a la propiedad privada, la ausencia de corrupción, la baja tasa de criminalidad, la apertura al comercio y los flujos de capital, los incentivos a las inversiones, etc.

Es indudable que las instituciones saludables constituyen en realidad una consecuencia de la desigual riqueza de las naciones. Muchos economistas, quizá la mayor parte de ellos, van más allá y creen que las instituciones saludables constituyen de manera aplastante la explicación más importante. Muchos gobiernos, organismos y fundaciones fundamentan en esta explicación sus políticas, la ayuda exterior que prestan o los créditos que conceden, y así convierten la consolidación de instituciones saludables en su máxima prioridad de acción en los países pobres.

Pero se admite cada vez más que este enfoque de las instituciones saludables es incompleto —no erróneo, solo incompleto— y que es necesario abordar otros factores importantes si queremos que los países pobres se enriquezcan. Reconocer este hecho comporta sus propias consecuencias administrativas. No se pueden introducir sin más instituciones saludables en países pobres como Paraguay y Mali y esperar que dichos países las asuman y alcancen la cifra de PNB per cápita de Estados Unidos y Suiza. Las críticas a la perspectiva de las instituciones saludables conforman dos grandes grupos. Uno de ellos reconoce la importancia de otras variables conexas además de las propias instituciones, como la salud pública, los límites impuestos por el suelo y el clima a la productividad agrícola o la vulnerabilidad medioambiental. El otro grupo se refiere al origen mismo de las instituciones saludables.

Según este último grupo de críticas, no basta con considerar que unas instituciones saludables ejercen influencia inmediata y que sus orígenes no revisten ningún interés práctico adicional. Las instituciones saludables no constituyen una variable aleatoria que pueda haber aparecido en cualquier lugar del planeta con idéntica probabilidad, ya se trate de Dinamarca o de Somalia. Por el contrario, me parece que, en el pasado, las instituciones saludables siempre surgían debido a una larga secuencia de vínculos históricos que conectaban unas causas últimas fundadas en la geografía con las variables dependientes inmediatas de las instituciones. Si hoy en día queremos confiar en que surjan con rapidez estas instituciones en los países que carecen de ellas, debemos comprender bien cómo es esa secuencia.

En la época en que escribí Armas, gérmenes y acero, señalé que «las naciones que representan [hoy] un poder emergente son todavía las que se incorporaron hace miles de años a los antiguos núcleos hegemónicos basados en la producción de alimentos, o que se han repoblado con habitantes procedentes de aquellos núcleos… El peso de la historia del año 8000 a. C. ejerce una poderosa influencia sobre nosotros». Hay dos artículos recientes escritos por economistas (el de Olsson y Hibbs y el de Bockstette, Chanda y Putterman) que han sometido a minuciosas pruebas esta influencia supuestamente poderosa de la historia. Resulta que los países situados en zonas en las que ha habido Estados o agricultura desde hace más tiempo presentan una cifra de PNB per cápita más elevada que la de los países donde ha habido agricultura o Estados desde hace menos tiempo, incluso después de tener en cuenta otras variables. Este efecto explica en gran medida las variaciones en cuanto al PNB. Incluso entre los países cuyo PNB es bajo desde entonces o desde hace poco tiempo, aquéllos que se encuentran en regiones donde ha habido agricultura o Estado desde hace más tiempo, como Corea del Sur, Japón y China, presentan tasas de crecimiento más elevadas que los países cuya historia agrícola o de Estado es más corta, como Nueva Guinea y Filipinas, aun cuando algunos de estos países con historias de agricultura o Estado más breves sean mucho más ricos en lo que a recursos naturales se refiere.

Hay muchas razones obvias para tener en cuenta los efectos de la historia, como que la larga experiencia de sociedades con Estado y agricultura conlleva disponer de administradores experimentados, de experiencia en economías de mercado, etc. Desde el punto de vista estadístico, parte del efecto último de la historia revela estar influido por las causas inmediatas habituales de las instituciones saludables. Pero todavía restan gran cantidad de consecuencias de aquella historia una vez que controlamos el indicador más común de las instituciones saludables. Por consiguiente, deben de existir, además, otros mecanismos de mediación más próximos. Así pues, un problema clave será comprender la minuciosa cadena causal que conduce a las sociedades donde ha habido agricultura o Estado desde hace mucho tiempo hasta el crecimiento económico moderno, con el fin de ayudar a los países en desarrollo a avanzar con mayor rapidez por esa secuencia.

En resumen, los temas que plantea Armas, gérmenes y acero no solo me parecen la fuerza motriz del mundo antiguo, sino también un territorio propicio para el estudio del mundo moderno.

Lecturas complementarias

Hay dos artículos y un libro que resumen los descubrimientos realizados en los últimos cinco años sobre la domesticación de plantas y animales, la difusión de familias de lenguas y la relación entre la difusión de familias de lenguas con la producción de alimentos: Jared Diamond, «Evolution, consequences and the future of plant and animal domestication», Nature, 418:34-41 (2002); Jared Diamond y Peter Bellwood, «The first agricultural expansions: archaeology, languages, and people», Science, en prensa; y Peter Bellwood y Colin Renfrew, Examining the Language/Farming Dispersal Hypothesis (McDonald Institute for Archaeological Research, Cambridge, 2002). Esos dos artículos, así como el libro, ofrecen referencias detalladas de la literatura reciente. Un relato también reciente y en formato de libro sobre el papel desempeñado por la expansión agrícola en el origen del actual pueblo japonés es la obra de Mark Hudson Ruins of Identity: Ethnogenesis in the Japanese Islands (University of Hawaii Press, Honolulu, 1999).

Para una descripción detallada de las guerras de los mosquetes de Nueva Zelanda, véase el libro de R. D. Crosby, The Musket Wars: a History of lnter-Iwi Conflict 1806-45 (Reed, Auckland, 1999). Estas guerras se resumen de un modo mucho más breve, y ubicadas en un contexto más amplio, en dos libros de James Belich: The New Zealand Wars and the Victorian Interpretation of Racial Conflict (Penguin, Auckland, 1986) y Making Peoples: A History of the New Zealanders (Penguin, Auckland, 1996).

Dos de las tentativas recientes llevadas a cabo por científicos sociales para identificar las causas inmediatas de la divergencia entre Europa y China son las siguientes; en primer lugar, el artículo de Jack Goldstone, «Efflorescences and economic growth in world history: rethinking the "rise of the West" and the Industrial Revolution», Journal of World History, 13:323-389 (2002); y, en segundo lugar, un libro de Kenneth Pomeranz, The Great Divergence: China, Europe, and the Making of the Modern World Economy (Princeton University Press, Princeton, 2000). El enfoque opuesto, el de la búsqueda de las causas últimas, queda ejemplificado en un artículo de Graeme Lang, «State systems and the origins of modern science: a comparison of Europe and China», East-West Dialog, 2:16-30 (1997), así como en un libro de David Cosandey, Le Secret de l'Occident (Arléa, París, 1997). Los artículos de Goldston y Lang son las fuentes de las que proceden las citas que incluyo más arriba.

Los dos artículos que analizan la relación existente entre, por una parte, los indicadores económicos de la riqueza o la tasa de crecimiento actuales y, por otra, una trayectoria más larga de sociedades con Estado o agricultura, son: Ola Olsson y Douglas Hibbs, «Biogeography and long-term economic development», en European Economic Review, en prensa; y Valerie Bockstette, Areendain Chanda y Louis Putterman, «States and markets: the advantage of an early start», Journal of Economic Growth, 7:351-373 (2002).