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Puentes tendidos hacia el lenguaje humano
Los orígenes del lenguaje humano constituyen el mayor enigma del proceso mediante el cual llegamos a adquirir nuestra singular condición humana. Al fin y al cabo, el lenguaje nos permite entablar una comunicación mucho más precisa que la de cualquier otra especie animal. Gracias al lenguaje podemos trazar planes conjuntos, enseñarnos unos a otros y aprender de la experiencia de otros humanos alejados en el tiempo y en el espacio. Asimismo, el lenguaje nos permite almacenar en nuestras mentes representaciones precisas del mundo, así como codificar y procesar información con una eficacia que sobrepasa con mucho a la de cualquier otro animal. Sin el lenguaje nunca podrían haberse concebido ni realizado obras como la catedral de Chartres o los cohetes V-2. Por estos motivos, parecería lógico pensar que el gran salto adelante (el estadio de la historia de la humanidad en que por fin surgieron las innovaciones y el arte) se hizo posible merced a la aparición del lenguaje tal como hoy lo conocemos.
Un abismo aparentemente insalvable separa el lenguaje humano de las vocalizaciones emitidas por otros animales. Desde los tiempos de Darwin se sabe que el misterio de los orígenes del lenguaje humano es una cuestión evolutiva: ¿cómo se salvó ese abismo aparentemente insalvable? Si partimos de la premisa de que el ser humano evolucionó a partir de animales que carecían de la facultad del habla, hay que concluir que el lenguaje se desarrolló y perfeccionó con el transcurso del tiempo, a la vez que lo hacían la pelvis, el cráneo, las herramientas y el arte. En el pasado deben de haber existido estadios intermedios en el desarrollo de lo que llegaría a ser el lenguaje, eslabones entre los sonetos de Shakespeare y los gruñidos del mono. Con la esperanza de resolver este enigma de la evolución, Darwin se aplico a la tarea de tomar notas sobre el desarrollo lingüístico de sus hijos y a reflexionar sobre los lenguajes de los pueblos «primitivos».
Por desgracia, los orígenes del lenguaje son más difíciles de rastrear que los de la pelvis, el cráneo, las herramientas y el arte. Estos son elementos perdurables que pueden ser recuperados y datados, mientras que la palabra hablada se desvanece en el mismo momento en que se pronuncia. Llevado por la frustración, a menudo sueño con una máquina del tiempo que me permita colocar grabadoras en los antiguos campamentos de los homínidos. Tal vez de ese modo podría descubrir que los australopitecos emitían gruñidos apenas diferentes de los de los chimpancés; que el Homo erectus primitivo empleaba palabras aisladas reconocibles, y que al cabo de un millón de años llegó a formar oraciones de dos palabras; que el Homo sapiens del período anterior al gran salto adelante construía oraciones más largas, pero apenas había desarrollado algo que pudiera denominarse gramática, y que la sintaxis y todo el conjunto de sonidos plenamente desarrollados que constituyen el lenguaje actual solo surgieron en la época del gran salto.
Por desgracia, no poseemos grabaciones del pasado remoto ni es previsible que lleguemos a tenerlas en el futuro. ¿Cómo podremos descubrir los orígenes del habla sin esa mágica máquina del tiempo? Hasta hace poco, yo habría dicho que sobre este tema tan solo cabía especular. En este capítulo, no obstante, expondré datos extraídos de dos áreas de conocimiento en auge que nos permitirán comenzar a tender puentes desde ambas márgenes del abismo aparentemente insalvable que separa las emisiones de animales y humanos.
Los nuevos y sofisticados estudios sobre las vocalizaciones de los animales salvajes, y en especial de nuestros parientes primates, constituyen la cabeza de puente de la margen animal de este abismo. Siempre se ha tenido por evidente que los sonidos de los animales debían de ser los antecedentes del habla humana, pero solo recientemente se ha comenzado a comprender el largo camino que han recorrido los animales en la invención de sus propios «lenguajes». En contraste, nunca se ha sabido dónde situar la cabeza de puente en la margen humana, dado que todos los lenguajes humanos existentes parecen infinitamente más desarrollados que los sonidos animales. En los últimos tiempos, no obstante, se ha empezado a argumentar que un nutrido conjunto de lenguajes humanos olvidados por la mayoría de los lingüistas sirven para ilustrar dos estadios primitivos del desarrollo del lenguaje humano.
Muchos animales salvajes se comunican entre sí emitiendo sonidos, de los cuales el piar de los pájaros y los ladridos caninos nos resultan los más familiares. A todos nos es dado escuchar gritos de los animales casi a diario; los científicos llevan siglos estudiando los sonidos emitidos por los animales; y, sin embargo, pese a este prolongado contacto, la comprensión de esos sonidos omnipresentes y familiares se ha activado de pronto, gracias a la aplicación de nuevas técnicas: la utilización de grabadoras modernas para recoger las emisiones vocales de los animales; el análisis electrónico de los gritos animales con objeto de detectar variaciones sutiles e imperceptibles para el oído humano; la emisión de los sonidos grabados a fin de controlar la reacción de los animales, y la observación de las reacciones de los animales ante la emisión de sonidos mezclados electrónicamente. Estos métodos nos revelan que las comunicaciones vocales de los animales se asemejan mucho más a un lenguaje de lo que se suponía hace tan solo treinta años.
El «lenguaje animal» más sofisticado estudiado hasta la fecha es el de los monos vervet, un mono africano común del tamaño de un gato. Los monos vervet, que encuentran su hábitat natural tanto en los árboles y las tierras de la sabana como en los bosques tropicales, son una de las especies que podrán ver con mayor facilidad los visitantes de las reservas del este de África. Deben de haber formado parte del paisaje animal habitual del Homo sapiens africano desde los comienzos de su existencia, hace cientos de miles de años. Es posible que llegaran a Europa como animales de compañía hace tres mil años, y los biólogos europeos que exploraron África el siglo pasado ciertamente los conocían. Asimismo, muchas personas no especializadas en la materia y que nunca han pisado tierras africanas han visto individuos de esta especie en los zoológicos.
Como otros muchos animales, los monos vervet se enfrentan cotidianamente a situaciones en las que una capacidad eficaz de comunicación y representación puede ayudarles a sobrevivir. Alrededor del 75 por ciento de la mortalidad de los monos vervet en libertad se debe a la acción de los depredadores. Para estos animales, es esencial diferenciar un águila marcial, uno de sus principales enemigos, de un buitre dorsiblanco, ave que vuela tan alto como el águila, pero que no constituye ningún peligro para ellos, ya que se alimenta de carroña. Así pues, el mono vervet debe actuar adecuadamente al avistar un águila y comunicar el peligro a sus congéneres; si no la ve, morirá en sus garras, y si no comunica el peligro a sus parientes, les pondrá en peligro, provocando así la desaparición de sus propios genes; por último, si comete el error de tomar a un buitre por un águila, perderá tiempo tomando inútiles medidas defensivas mientras sus congéneres se dedican tranquilamente a buscar comida.
Además de tener que resolver los problemas planteados por los depredadores, los monos vervet poseen un complejo sistema de relaciones sociales. Viven en grupos que compiten entre sí por el territorio y, por ello, es esencial que puedan distinguir a un mono intruso perteneciente a otro grupo de un miembro del propio grupo con el que no tienen ningún parentesco y que probablemente hará lo posible por robarles comida, o de un pariente próximo del propio grupo y del que se puede esperar un apoyo incondicional. Así pues, cuando tienen problemas, estos monos deben comunicarles a sus parientes que son ellos, y no otros monos, los que están en peligro. Conocer los recursos alimenticios y comunicarse esos conocimientos es, asimismo, esencial; por ejemplo, cuáles de los miles de especies vegetales y animales del medio son comestibles, cuáles son venenosas, y dónde y cuándo es probable encontrar las comestibles. Por todos estos motivos, a los monos vervet les sería de gran ayuda poseer medios eficaces de comunicación y de representación de su mundo.
A pesar de estos motivos, y pese a la larga historia de contacto de los humanos con los monos vervet, hasta mediados de la década de 1960 no comenzaron a descubrirse los complejos conocimientos de esta especie ni su sistema de comunicación oral. Las observaciones realizadas desde entonces han puesto de manifiesto que los monos vervet poseen un preciso sistema de diferenciación de los diversos tipos de depredadores y de los miembros de su propia especie. De ese modo, adoptan medidas defensivas distintas dependiendo de si están amenazados por un leopardo, un águila o una serpiente, reaccionan de distinta manera ante los miembros dominantes y subordinados de su propio grupo o de grupos rivales y ante los miembros de distintos grupos rivales; asimismo, desarrollan comportamientos específicos hacia sus madres, abuelas maternas, hijos y hacia los miembros del grupo con los que no están emparentados. Saben también quién está emparentado con quién; cuando una cría llama a su madre, esta reconoce y responde a la llamada, en tanto que las demás madres centran su atención en la madre de la cría para ver cómo se comporta. Parece, por tanto, que los monos vervet poseen nombres para varias especies de depredadores y para varias docenas de monos individuales.
La primera clave para comprender cómo se transmite esa información provino de las observaciones de los monos vervet realizadas por el biólogo Thomas Struhsaker en el parque nacional de Amboseli, en Kenia. Struhsaker advirtió que tres tipos diferentes de depredadores provocaban distintos gritos de alarma y medidas defensivas, lo suficientemente diferenciados como para distinguirlos sin ayuda de un análisis electrónico sofisticado. Cuando los monos vervet se encuentran con un leopardo u otro tipo de felino salvaje de gran tamaño, los machos prorrumpen en una serie de sonoros gruñidos, las hembras emiten un chirrido agudo y los monos que lo oyen trepan a toda prisa a los árboles. La visión de un águila marcial o un águila coronada planeando en las alturas les lleva a emitir una especie de tos seca de dos sílabas, y los monos que la oyen dirigen la vista hacia arriba y se esconden en la maleza. Cuando un mono divisa a una pitón o a cualquier otra serpiente peligrosa, emite un grito «de impaciencia» que estimula a los monos vervet que se encuentran en los alrededores a alzarse sobre las patas traseras y mirar hacia abajo (para localizar a la serpiente).
Robert Seyfarth y Dorothy Cheney, un matrimonio de biólogos, comenzaron en 1977 una serie de experimentos con los que demostraron que los distintos gritos realmente desempeñaban las funciones sugeridas por las observaciones de Struhsaker. El procedimiento que emplearon fue el siguiente: en primer lugar, grababan uno de los gritos cuya función aparente había sido observada por Struhsaker, digamos, por ejemplo, el «grito del leopardo». Días después, una vez localizado el grupo de monos donde se había proferido ese grito, Cheney o Seyfarth procedían a esconder la grabadora y un altavoz en un arbusto cercano mientras el otro investigador comenzaba a filmar a los monos con una cámara de cine o de vídeo. Al cabo de quince segundos, el científico número 1 empezaba a reproducir la grabación, en tanto que el científico número 2 seguía filmando a los monos durante un minuto para ver si su conducta se ajustaba a la supuesta función que cumplía el grito (por ejemplo, para ver si los monos trepaban a los árboles al escuchar el grito que supuestamente prevenía de la presencia de un leopardo). De ese modo se comprobó que la reproducción del «grito del leopardo» estimulaba a los monos para trepar a toda prisa a los árboles, mientras que el «grito del águila» y el «grito de la serpiente» también estimulaban en los monos las conductas que parecían estar relacionadas con tales gritos en condiciones naturales. Por tanto, quedó demostrado que la aparente asociación entre las conductas observadas y los gritos no eran fruto de una coincidencia y que estos realmente poseían las funciones sugeridas por la observación.
El vocabulario de los monos vervet dista mucho de agotarse con esos tres gritos. Además de los frecuentes y sonoros gritos de alarma, utilizan al menos otras tres llamadas de peligro menos frecuentes y emitidas en un tono más bajo. La primera es el aviso de la presencia de mandriles, que lleva a adoptar una posición de alerta. La segunda, suscitada por la presencia de mamíferos que, como los chacales y las hienas, casi nunca se alimentan de monos, tiene como resultado que los monos miren al animal y tal vez se alejen lentamente en dirección a un árbol. La tercera llamada de tono bajo es la que previene de la presencia de humanos desconocidos y lleva a los monos a moverse sigilosamente hacia un arbusto o a encaramarse a un árbol. No obstante, las supuestas funciones de estas tres llamadas aún están por demostrar, puesto que en su caso no se han realizado experimentos con sonidos pregrabados.
Los monos vervet también emiten sonidos semejantes a gruñidos cuando interactúan entre sí; estos sonidos de la comunicación social parecen indistintos incluso al oído de los científicos que han dedicado años al estudio de estos monos. Cuando los sonidos se graban y se representan como un espectro de frecuencias en la pantalla de un instrumento analizador de sonidos, también parecen iguales. Fue al realizar medidas muy precisas de los espectros sonoros cuando Cheney y Seyfarth consiguieron detectar diferencias (solo en algunos casos) entre los gruñidos correspondientes a cuatro contextos sociales; aproximarse a un mono dominante, aproximarse a un mono subordinado, ver a otro mono y ver a un grupo rival.
La reproducción de las grabaciones de gruñidos emitidos en estos cuatro contextos llevaba a los monos a comportarse de modos sutilmente diferentes. Por ejemplo, cuando el sonido correspondía a la situación de «aproximarse a un mono dominante», la reacción era mirar en dirección al altavoz, y mirar en dirección opuesta cuando el sonido reproducido era el correspondiente al contexto de «ver a un grupo rival». Posteriores observaciones de los monos en condiciones naturales demostraron que los gritos emitidos naturalmente también facilitaban esas conductas sutilmente diferentes.
Obviamente, el oído de los monos vervet está mucho mejor preparado que el oído humano para percibir los sonidos que ellos mismos emiten. La simple escucha y observación de los monos, no asistidas por la grabación ni la reproducción de los sonidos, no ofrecían ningún indicio de que tuvieran criando menos cuatro tipos distintos de gruñidos, y posiblemente muchos más. Tal como lo ha expuesto Seyfarth, «observar a los monos vervet gruñéndose entre sí es algo muy parecido a observar a varios humanos enfrascados en una conversación sin poder oír lo que dicen. No existen reacciones o respuestas obvias a los sonidos, por lo que todo el sistema parece un misterio, un misterio que se desvela cuando comienzan a emplearse sonidos pregrabados». Sirvan estos descubrimientos para ilustrar qué fácil es subestimar la amplitud del repertorio vocal de un animal.
Hemos visto que los monos vervet de Amboseli poseen al menos diez «palabras» putativas para designar los siguientes seres y situaciones: «leopardo», «águila», «serpiente», «mandril», «otro mamífero depredador», «humano desconocido», «mono dominante», «mono subordinado», «ver a otro mono» y «ver a un grupo rival». Sin embargo, muchos científicos, convencidos de que un abismo lingüístico nos separa de los animales, acogen con el mayor escepticismo cualquier hipótesis que equipare determinadas conductas animales con elementos del lenguaje humano. Esos escépticos adoptan la cómoda postura de suponer que los humanos somos una especie única y que cualquiera que sea de una opinión diferente debe aportar pruebas convincentes. Para ellos, cualquier hipótesis que postule la existencia de elementos semejantes al lenguaje en el mundo animal supone complicar la cuestión, por lo que la desechan como innecesaria siempre que no esté respaldada por datos concluyentes. Sin embargo, algunas hipótesis alternativas propuestas por los escépticos para explicar los comportamientos animales se me antojan más complicadas que la sencilla, y a menudo plausible, explicación de que los humanos no somos seres singulares.
Sostener que los diferentes gritos emitidos por los monos vervet en presencia de leopardos, águilas y serpientes se refieren a esos animales y constituyen una señal de alarma para los demás monos no parece nada descabellado. Sin embargo, los escépticos, dispuestos a creer que solo los humanos tienen capacidad para emitir voluntariamente señales referidas a objetos o hechos externos, sugirieron que las llamadas de alarma de los monos vervet no son sino expresiones involuntarias del estado emocional de los monos («¡me muero de miedo!») o de sus intenciones («voy a encaramarme a un árbol»). Al fin y al cabo, los humanos también emitimos «gritos» de ese tipo. Si un día viera a un leopardo avanzando hacia mí, es posible que gritara aunque en los alrededores no hubiera nadie con quien comunicarme. Asimismo, emitimos gruñidos mientras realizamos algunas actividades físicas, como levantar objetos pesados.
Supongamos que los zoólogos de una civilización avanzada del espacio exterior me observaran lanzando un grito de cinco sílabas, «ay, leopardo», y encaramándome a un árbol al divisar a un leopardo.
Esos zoólogos podrían muy bien dudar de la capacidad de la inferior especie humana para expresar algo más que emociones e intenciones y, ciertamente, de su capacidad para la comunicación simbólica. Con objeto de poner a prueba sus hipótesis, los zoólogos realizarían experimentos y observaciones minuciosas. Si un humano profiriera un grito de alarma ante un leopardo, aunque no hubiera nadie que pudiera oírle, ese dato apoyaría la hipótesis de que el grito era una mera expresión de emociones o intenciones. Si, por el contrario, el humano gritara solo en presencia de otra persona y cuando se le acercase precisamente un leopardo y no otro animal, se deduciría que el grito era un acto de comunicación con un referente externo específico. Y si el humano solo avisara del peligro a su hijo y guardara silencio al ver cómo un leopardo atacaba a un hombre con el que los zoólogos le habían visto pelearse en numerosas ocasiones, estos supondrían que el grito ciertamente respondía al propósito de comunicar algo.
Observaciones similares convencieron a los zoólogos terrícolas de que los gritos de alarma de los monos vervet poseían una función comunicativa. En cierta ocasión, un leopardo persiguió a un vervet que se encontraba solo durante cerca de una hora, y el mono no emitió ni un sonido durante la terrible persecución. Las madres emiten más gritos de alarma criando están en compañía de sus propias crías que cuando están junto a otros monos con los que no tienen ningún parentesco. En algunas ocasiones, los monos vervet profieren el «grito del leopardo» aunque no haya ningún leopardo a la vista, pero solo si su grupo está luchando con otro y perdiendo la batalla. Ese grito de alarma falso tiene el efecto de impulsar a todos los combatientes a trepar a los árboles más cercanos y, de tal modo, a concederse una falsa «tregua». De esto puede deducirse que el grito es a todas luces un acto voluntario de comunicación y no una expresión automática de miedo producida por la visión de un leopardo. Tampoco cabe pensar que el grito sea un gruñido reflejo provocado por el esfuerzo de trepar a un árbol, puesto que, dependiendo de las circunstancias, el mono que emite el grito puede encaramarse a un árbol, bajarse de un árbol o no hacer nada.
Por lo que respecta a la cuestión de si el grito tiene un referente externo bien definido, el «grito del águila» ilustrará con claridad este punto. Cuando los monos vervet divisan un ave grande y de alas anchas planeando sobre sus cabezas, suelen emitir el grito del águila cuando se trata de un águila marcial o de un águila coronada, las dos aves depredadoras que constituyen un riesgo mayor para su especie. Por lo general, los monos vervet no emiten ninguna señal de alarma ante un águila rapaz, y solo rara vez ante un águila culebrera de pecho negro o un buitre dorsiblanco, puesto que estas aves no los atacan. Vistas desde abajo, las águilas culebreras de pecho negro se parecen mucho a las águilas marciales, ya que ambas tienen la parte superior de las patas de color pálido, la cola de rayas y la cabeza y el pescuezo negros. Los monos vervet son muy hábiles a la hora de distinguir a las aves porque en ello les va la supervivencia.
Estos ejemplos demuestran que los gritos de alarma de los monos vervet, lejos de ser emisiones reflejas que expresan miedos o intenciones, poseen un referente externo a veces muy preciso y son actos de comunicación con un propósito concreto; en ocasiones se emplean para prevenir de un peligro real a un amigo, pero también pueden utilizarse en el contexto erróneo con objeto de despistar a un enemigo.
Los escépticos continuarán refutando la analogía entre los sonidos animales y el habla humana sobre la base de que mientras el lenguaje humano es un rasgo aprendido, muchos animales nacen con la habilidad instintiva de emitir los sonidos característicos de su especie. No obstante, los monos vervet jóvenes, como los niños, sí parecen aprender a pronunciar sonidos y a responder adecuadamente ante ellos. Un mono de corta edad emite sonidos diferentes de los de un adulto y, con el tiempo, su «pronunciación» va mejorando hasta equipararse a la de un adulto hacia los dos años, es decir, cuando aún le quedan algo más de dos años para alcanzar la pubertad. Este proceso puede equipararse al perfeccionamiento de la pronunciación de los niños hacia los cinco años de edad; como soy padre, sé por experiencia que a veces es difícil entender lo que dicen los niños de cuatro años. Entre los monos vervet, las crías no aprenden a responder adecuada y consistentemente a la llamada de un adulto hasta los seis o siete meses. Hasta entonces, el grito que previene de la presencia de una serpiente puede llevar a una cría a esconderse en un matorral, una reacción que sería correcta ante un águila, pero que constituye un acto suicida ante una serpiente. Hasta los dos años, las crías no aprenden con seguridad qué gritos de alarma se ajustan a cada situación. Antes de esa edad, es posible que un joven mono grite «¡águila!» no solo cuando hay un águila marcial o un águila coronada en las alturas, sino cuando pasa por el aire cualquier otro pájaro, e incluso cuando se cae una hoja de un árbol. Los psicólogos infantiles se refieren a este tipo de conductas con el nombre de «sobregeneralización»; un ejemplo sería el del niño que saluda con un «guau-guau» no solo a los perros, sino también a los gatos y a las palomas.
Hasta el momento nos hemos tomado la libertad de aplicar conceptos propios de los humanos, como «palabra» y «lenguaje», a las vocalizaciones de los monos vervet. Ahora nos detendremos a establecer una comparación más precisa entre las vocalizaciones de los humanos y las de los primates subhumanos. ¿Son realmente «palabras» los sonidos emitidos por los monos vervet? ¿Qué amplitud tienen los «vocabularios» animales? ¿Existen vocalizaciones animales que incluyan elementos «gramaticales» y merezcan ser denominadas «lenguaje»?
A la primera pregunta, referida a las palabras, debe responderse que, cuando menos, cada grito de alarma de los monos vervet se refiere a una categoría bien definida de peligros externos. Esto no implica, claro está, que el «grito del leopardo» signifique para los monos vervet lo mismo que el término «leopardo» significa para un zoólogo profesional, es decir, miembro de una especie animal concreta, definida como un conjunto de individuos con capacidad para cruzarse entre sí. Los científicos han comprobado que los monos vervet no solo emiten el grito del leopardo en presencia de ese animal concreto, sino también de individuos de otras especies de felinos de tamaño medio (caracales y servales). Por tanto, si equiparamos el «grito del leopardo» a una palabra, esta no significaría «leopardo», sino «felinos de tamaño medio que tienden a atacarnos, emplean métodos de caza similares y de los que hay que escapar encaramándose a un árbol». Sea como sea, muchas palabras del lenguaje humano también se utilizan en ese sentido genérico. Así, por ejemplo, la mayoría de los mortales, la excepción de los ictiólogos y los amantes de la pesca, empleamos el término «pez» para referirnos a cualquier animal de sangre fría, con aletas y espinas, que nada en el agua y puede constituir un buen bocado.
La pregunta pertinente sería si el grito del leopardo es una palabra («felino de tamaño medio…»), una afirmación («ahí va un felino de tamaño medio»), una exclamación («¡cuidado con ese felino de tamaño medio!») o una proposición («trepemos a un árbol o hagamos algo adecuado para escapar de ese felino de tamaño medio»). Hasta el momento no se ha podido dilucidar cuál de estas funciones cumple el grito del leopardo, o si responde a una combinación de todas ellas. Hace al caso recordar la emoción que sentí cuando, a la edad de un año, mi hijo Max dijo «zumo», y yo me sentí orgulloso de considerar que era una de las primeras palabras que aprendía. Para Max, no obstante, esas dos sílabas, «zu-mo», no estaban académicamente asociadas con un referente externo dotado de determinadas propiedades, sino que también servían para enunciar la proposición: «dame zumo». Más adelante, Max fue capaz de añadir otras sílabas y distinguir las proposiciones de las palabras. Los monos vervet no dan muestras de haber alcanzado ese estadio de desarrollo.
Por lo que se refiere a la segunda cuestión, es decir, a la amplitud de los «vocabularios» animales, los conocimientos actuales indican que incluso las especies más avanzadas parecen estar muy rezagadas con respecto a los humanos. El humano medio emplea cotidianamente un vocabulario compuesto por unas mil palabras, y mi diccionario abreviado dice contener ciento cuarenta y dos mil términos, mientras que en el caso de los monos vervet, la especie de mamíferos mejor estudiada, solo se han podido identificar diez términos. Ahora bien, aunque no quepa dudar de que el vocabulario de los humanos es más rico que el de los monos vervet, tal vez las diferencias no sean tan acusadas como parecen indicar estas cifras. Recordemos que los avances de la investigación han sido muy lentos, que hasta 1967 ni siquiera se había advertido que estos animales comunes poseyeran ningún grito dotado de significado y que, todavía hoy día, los más experimentados observadores no consiguen distinguir los sonidos sin recurrir a un análisis asistido por máquinas, y ni siquiera de este modo se han podido demostrar concluyentemente las diferencias que supuestamente existen entre algunos de los gritos. La conclusión obvia es que los monos vervet, como otros animales, tal vez emitan otros muchos sonidos diferenciados que aún no han conseguido identificarse.
Las dificultades que entraña diferenciar los sonidos emitidos por los animales no deben sorprendernos si pensamos en lo difícil que resulta distinguir los sonidos que emiten los humanos. Los niños dedican buena parte de los primeros años de su vida a aprender a reconocer y reproducir las locuciones de los adultos de su entorno, y ya de adultos, seguimos teniendo dificultades a la hora de distinguir los sonidos de lenguas con las que no estamos familiarizados. Después de estudiar cuatro cursos de francés en el instituto, de los doce a los dieciséis años, mis problemas para comprender el francés hablado me hacen avergonzarme si me comparo con un niño francés de cuatro años. Ahora bien, el francés es un idioma sencillo en comparación con la lengua iyau de las llanuras pantanosas de Nueva Guinea, donde una sola vocal tiene ocho significados dependiendo del tono en que se pronuncie. Un ligero cambio de entonación convierte la palabra iyau que significa «madre» en «serpiente». Es evidente que a cualquier hombre iyau le interesa no incurrir en el error suicida de dirigirse a su suegra llamándola «querida serpiente», y los niños iyau aprenden a distinguir y reproducir infaliblemente las diferencias tonales que durante tantos años han sumido en la confusión a los lingüistas profesionales volcados en exclusiva al estudio de la lengua iyau. Si las lenguas desconocidas nos plantean tantos problemas, cuán largo no será el camino que nos queda por recorrer en la comprensión del vocabulario de los monos vervet.
En cualquier caso, no es probable que los estudios sobre los monos vervet nos revelen los límites a que ha llegado la comunicación vocal entre los animales, puesto que probablemente son los simios, y no los monos, los que más han avanzado en ese sentido. Los sonidos emitidos por los chimpancés y los gorilas suenan a poco más que gruñidos y chillidos, como así sonaban los gritos de los monos vervet antes de que comenzaran a investigarse en profundidad. Incluso las lenguas humanas pueden sonar como una jerga indiferenciada al oído no habituado a escucharlas.
Por desgracia, problemas logísticos han impedido estudiar la comunicación vocal entre los chimpancés y otros simios con la metodología aplicada a la investigación de los monos vervet. Mientras que la extensión habitual del territorio ocupado por un grupo de estos monos no llega a los 600 metros cuadrados, los chimpancés ocupan territorios de varias hectáreas, lo que dificulta la tarea de realizar experimentos de reproducción de sonidos con cámaras de vídeo y altavoces ocultos. Estos problemas logísticos no pueden resolverse estudiando grupos de simios que vivan en cautividad en jaulas de zoológico de tamaño adecuado, puesto que las comunidades de simios de los zoológicos suelen estar formadas artificialmente por ejemplares capturados en distintas zonas de África a los que se ha encerrado en la misma jaula. Como veremos más adelante en este capítulo, los humanos capturados en distintas zonas de África, que originalmente hablaban lenguas diferentes y con los que se formaron grupos indiferenciados de esclavos, solo conservaron los rudimentos básicos del lenguaje humano, virtualmente desprovistos de toda gramática. Análogamente, intentar descubrir el grado de sofisticación de las comunicaciones vocales entre los simios salvajes utilizando ejemplares en cautividad sería una tarea inútil. Esta cuestión continuará siendo una incógnita hasta que no se invente la manera de hacer con los chimpancés lo mismo que Cheney y Seyfarth han hecho con los monos vervet en libertad.
No obstante, varios grupos de científicos han dedicado años a enseñar lenguajes artificiales a gorilas, chimpancés comunes y chimpancés pigmeos en cautiverio; esos lenguajes se basan en fichas de plástico de distintos tamaños y colores, en signos realizados con las manos semejantes a los que componen el abecedario de los sordos, o en consolas semejantes al teclado de una máquina de escribir en las que cada tecla lleva dibujado un símbolo distinto. Con estos experimentos se ha logrado enseñar a los animales el significado de varios centenares de símbolos, y recientemente se ha observado que un chimpancé pigmeo ha avanzado mucho en la comprensión (aunque no en la pronunciación) del inglés hablado. Estas investigaciones realizadas con simios amaestrados han puesto de manifiesto que, cuando menos, esos animales poseen la capacidad intelectual para dominar amplios vocabularios, si bien queda por responder la pregunta de si han conseguido desarrollar vocabularios de esa índole en estado natural.
Un dato revelador es que los gorilas salvajes a veces pasan largo rato sentados en grupo, lanzando gruñidos en una aparente jerigonza indiferenciada, y al cabo de un tiempo todos se levantan de común acuerdo y se dirigen en la misma dirección. No podemos sino preguntarnos si esa jerigonza no encubre una discusión para llegar a un acuerdo. Puesto que las características anatómicas del tracto vocal de los simios restringen su capacidad de producir vocales y consonantes tan variadas como las del lenguaje humano, es improbable que el vocabulario de los simios salvajes tenga una amplitud ni siquiera aproximada a la del lenguaje humano. No obstante, me sorprendería que los vocabularios de chimpancés y gorilas no sobrepasasen al vocabulario conocido de los monos vervet, pues probablemente están compuestos por decenas de «palabras», entre las que posiblemente se incluyen términos para designar a animales concretos. Al ocuparnos de este apasionante campo de estudio en rápida expansión, debemos liberarnos de prejuicios sobre el abismo que separa el vocabulario de los simios del de los humanos.
La pregunta que aún queda por responder se refiere a si la comunicación vocal de los animales incluye elementos que puedan considerarse como una suerte de gramática o sintaxis. Los humanos, además de poseer vocabularios de miles de palabras con distintos significados, combinan esas palabras y modifican su forma de la manera prescrita por las reglas gramaticales (como las que rigen el orden de las palabras), las cuales determinan el significado de las combinaciones de palabras. En consecuencia, la gramática nos permite construir un número potencialmente infinito de frases con un número finito de palabras. Con objeto de asimilar bien este punto, examinaremos el significado de dos frases compuestas con las mismas palabras y en las que solo se ha alterado el orden de las palabras y el género de los adjetivos:
«Tu famélico perro le mordió la pierna a mi vieja madre»,
y
«Tu famélica madre le mordió la pierna a mi viejo perro».
Si el lenguaje humano no estuviera regido por reglas gramaticales, estas dos frases tendrían exactamente el mismo significado. Por muy amplio que fuese su vocabulario, la mayoría de los lingüistas no otorgarían el rango de lenguaje a ningún sistema vocal de comunicación animal que no incluyera normas gramaticales.
Hasta el momento, las investigaciones realizadas con los monos vervet no han desvelado ningún indicio de que posean una sintaxis. La mayoría de sus gruñidos y gritos de alarma son locuciones aisladas. Hay casos en que un mono emite una secuencia de dos sonidos, pero todos los casos analizados han demostrado ser una repetición de la misma locución, como también lo eran las respuestas de un mono a la llamada de otro. Los monos capuchinos y los gibones sí utilizan llamadas formadas por varios elementos que siempre se emplean en combinaciones o secuencias prescritas, pero aún no se ha conseguido descifrar su significado (es decir, los humanos aún no lo hemos conseguido).
Dudo mucho que ningún estudioso de las vocalizaciones de los primates espere descubrir, ni siquiera entre los chimpancés, una gramática de complejidad ni remotamente equiparable a la gramática del lenguaje humano, con preposiciones, tiempos verbales y partículas interrogativas. Por el momento, no obstante, no hay modo de saber si alguna especie animal ha desarrollado una sintaxis, pues ni siquiera se han intentado realizar investigaciones sobre el lenguaje de los animales con mayores probabilidades de emplear normas gramaticales, es decir, los chimpancés comunes y chimpancés pigmeos.
En resumen, aunque es indudable que existe un abismo entre la comunicación vocal de los humanos y la de los animales, la ciencia está realizando muchos progresos indicativos de que los animales han comenzado a construir puentes sobre ese abismo. A continuación analizaremos los puentes tendidos desde la orilla humana del abismo. Ya hemos descubierto que existen «lenguajes» animales complejos. ¿Existe, asimismo, un lenguaje humano realmente primitivo que se haya conservado hasta nuestros días?
Con objeto de reconocer lo que sería un lenguaje humano primitivo, podemos comenzar por recordar en qué se distingue el lenguaje humano normal de las vocalizaciones de los monos vervet. Como hemos visto, una de las diferencias es la gramática. Los humanos, a diferencia de los monos vervet, poseemos una gramática que rige las variaciones en el orden de las palabras, los prefijos, los sufijos y los cambios sobre los radicales (como amo/amas/ama) que modulan el significado de las palabras. Otra diferencia es que las vocalizaciones de los monos vervet, o sus palabras, si es que por tales pueden tomarse, solo representan objetos que se pueden ver o sobre los que se puede actuar. Podría argumentarse que en las emisiones vocales de los monos vervet se incluyen elementos equivalentes a los sustantivos («águila») y a los verbos y frases verbales («ten cuidado con el águila»). El vocabulario humano incluye tres tipos de términos claramente diferenciados: los sustantivos, los verbos y los adjetivos. Estos tres elementos del habla se refieren a objetos, actos y cualidades específicos y se denominan «elementos léxicos». No obstante, la mitad de los términos utilizados en una conversación típica son solo elementos gramaticales, sin ningún referente externo.
Entre los términos gramaticales, se incluyen las preposiciones, las conjunciones, los artículos y los verbos auxiliares. El proceso por el cual se desarrollaron los elementos gramaticales es mucho más difícil de comprender que la evolución de los elementos léxicos. Cuando topamos con alguien que habla otro idioma, siempre podemos señalarnos la nariz para indicar el significado de ese sustantivo, y los simios pueden recurrir a métodos similares para llegar a acuerdos sobre el significado de los gruñidos que funcionan a modo de sustantivos, verbos y adjetivos. Ahora bien, ¿cómo explicar el significado de «por», «porque», «el» y «ha» a alguien que no habla tu lengua? ¿Cómo llegaron a adquirir nuestros antepasados esos términos gramaticales?
Otra diferencia entre las vocalizaciones de los humanos y las de los monos vervet es que nuestro lenguaje posee una estructura jerárquica, de modo que un pequeño número de elementos de un nivel configura un número mucho mayor de elementos en el nivel superior. Nuestro lenguaje utiliza múltiples sílabas diferentes, todas ellas basadas en la combinación de unos cuantos sonidos. Con un número limitado de sílabas se componen miles de palabras, las cuales, a su vez, no se entretejen al azar, sino que se organizan en frases, como, por ejemplo, las preposicionales. A su vez, las frases se conectan para construir un número infinito de oraciones compuestas. En contraste, los gritos de los monos vervet no pueden descomponerse en elementos modulares, ni tampoco están organizados jerárquicamente, ni siquiera en dos escalones.
De niños aprendemos la compleja estructura del lenguaje humano sin necesidad de aprender las normas explícitas que lo rigen. Solo nos vemos obligados a formular las normas de una lengua cuando estudiamos nuestro propio idioma en la escuela o aprendemos una lengua extranjera en los libros. La estructura del lenguaje humano es tan compleja que muchas de sus reglas subyacentes no han sido formuladas por los lingüistas profesionales hasta las últimas décadas. Este abismo entre el lenguaje humano y las vocalizaciones animales explica por qué la mayoría de los lingüistas nunca se detienen a analizar si nuestro lenguaje ha podido evolucionar a partir de elementos precursores del mundo animal, por cuanto consideran que esta cuestión es irresoluble y no merece la pena prestarle atención.
Las primeras lenguas escritas, de cinco mil años de antigüedad, eran tan complejas como las actuales, de lo que debe deducirse que el lenguaje humano adquirió el grado de complejidad que hoy le caracteriza en una época muy anterior. ¿Podemos al menos identificar los eslabones lingüísticos perdidos buscando pueblos primitivos con lenguas simples que representen estadios previos de la evolución del lenguaje? Al fin y al cabo, algunas tribus de cazadores-recolectores siguen empleando utensilios de piedra tan simples como aquellos que existían hace decenios de miles de años. En la literatura de viajes del siglo XIX abundan las descripciones de tribus primitivas que, al parecer, solo utilizaban algunos centenares de palabras o que carecían de sonidos articulados y se limitaban a decir «ugh» y a comunicarse por gestos. Esa fue la primera impresión que le produjo a Darwin la lengua de los indígenas de la Tierra del Fuego. Sin embargo, todas esas descripciones resultaron ser pura ficción, resultado de la incapacidad de Darwin y otros viajeros occidentales para distinguir los sonidos desconocidos de las lenguas no occidentales, una incapacidad análoga a la de los pueblos no occidentales a la hora de identificar los sonidos de la lengua inglesa o a la de los zoólogos cuando se trata de los sonidos de los monos vervet.
De hecho, se ha descubierto que no existe una correlación entre la complejidad social y la complejidad lingüística. Los pueblos con una tecnología primitiva no hablan lenguas primitivas, tal como pude comprobar el primer día de mi estancia entre los foré, pueblo montañés de Nueva Guinea. La gramática foré resultó poseer una apasionante complejidad, pues incluye posposiciones como las del finés; formas duales, además de las singulares y plurales, como el esloveno, así como tiempos verbales y estructuras sintácticas no equiparables a los de ninguna lengua conocida por mí. Anteriormente me he referido a los ocho tonos de pronunciación de las vocales del pueblo iyau de Nueva Guinea, tonos tan sutiles como para mantener en jaque a los lingüistas profesionales durante muchos años.
Así pues, aunque algunos pueblos de la actualidad hayan conservado herramientas primitivas, ninguno sigue poseyendo una lengua primitiva. Por otra parte, los yacimientos arqueológicos de los cromagnones contienen multitud de utensilios, pero ninguna palabra. La falta de eslabones lingüísticos perdidos nos priva de lo que podría constituir la mejor evidencia sobre los orígenes del lenguaje humano, por lo que nos vemos obligados a adoptar enfoques más indirectos para el estudio del tema.
Uno de esos enfoques consiste en investigar si alguna vez ha existido un pueblo que, privado de la oportunidad de escuchar cualquiera de las lenguas modernas plenamente evolucionadas, haya inventado espontáneamente una lengua primitiva. Según el historiador griego Heródoto, el rey egipcio Samético llevó a cabo un experimento de ese tipo con la esperanza de identificar la lengua más antigua del mundo. El rey confió dos recién nacidos a un pastor con las instrucciones de que los criara en estricto silencio y prestara atención a sus primeras palabras. El pastor informó debidamente de que ambos niños, después de dos años sin emitir otra cosa que balbuceos incoherentes, corrieron hacia él y comenzaron a repetir sin cesar la palabra «becos». Puesto que ese término significaba «pan» en la lengua frigia hablada en el centro de Turquía, Samético concluyó que el pueblo frigio era el más antiguo de la Tierra.
Por desgracia, el breve relato ofrecido por Heródoto sobre el experimento de Samético no basta para convencer a los expertos de que este se llevó a cabo del riguroso modo en que se describe, muy al contrario, el relato en cuestión sirve para ilustrar por qué algunos eruditos prefieren considerar a Heródoto como el padre de las mentiras más que como el padre de la historia. Se ha demostrado que los niños criados sin contactos sociales, como el famoso niño lobo de Aveyron, no desarrollan la facultad del habla ni inventan ni descubren ningún lenguaje. Sin embargo, en el mundo moderno ha tenido lugar una variante del experimento de Samético en múltiples ocasiones. Nos referimos al caso de grandes grupos de niños que oyen cómo los adultos que les rodean hablan una lengua burdamente simplificada y variable, en cierto modo parecida al habla propia de los niños de unos dos años de edad. Esos niños desarrollan inconscientemente su propia lengua, mucho más avanzada que las comunicaciones vocales de los monos vervet, pero más simple que las lenguas humanas normales. Las nuevas lenguas surgidas de este modo se denominan criollas, junto con sus precursores lingüísticos, a los que denominamos pidgins, los criollos pueden proporcionarnos modelos de los eslabones perdidos en la evolución del lenguaje humano normal.
El primer criollo que me fue dado conocer fue la lingua franca de Nueva Guinea, conocida como neomelanesio o inglés pidgin. (Esta última denominación es errónea y equívoca, puesto que el neomelanesio no es un pidgin, sino un criollo derivado de un pidgin avanzado —más adelante explicaremos la diferencia—, y no es sino una de las muchas lenguas que evolucionaron independientemente y que también se denominan erróneamente inglés pidgin). En Papúa Nueva Guinea coexisten alrededor de setecientas lenguas nativas en un área geográfica similar a la de Suecia, aunque a ninguna de esas lenguas le corresponde un porcentaje de hablantes superior al 3 por ciento de la población. Con esta situación no es de sorprender que con la llegada de comerciantes y marineros angloparlantes a comienzos del siglo pasado se hiciera necesario desarrollar una lingua franca. Hoy día, el neomelanesio no solo funciona como lengua coloquial generalizada, sino que también se emplea en numerosas escuelas, periódicos, emisoras de radio y debates parlamentarios. El anuncio recogido en la página 234 servirá para formarse una idea de cómo es esta lengua de nueva creación.
Cuando al llegar a Papúa Nueva Guinea escuché por primera vez el neomelanesio, me pareció una lengua ridícula, formada por largas retahílas de balbuceos infantiles sin atisbos de gramática. Pero al comenzar a hablar inglés de acuerdo con mi propia noción del lenguaje infantil, descubrí con asombro que los nativos no me entendían. Partiendo de la premisa de que los términos neomelanesios significaban lo mismo que las palabras inglesas afines, cometí errores desastrosos, sobre todo cuando, en presencia de su marido, ofrecí mis disculpas a una mujer por haberle dado un empujón involuntario, y resultó que «pushim» no significaba «push» (empujar), sino «mantener relaciones sexuales».
Asimismo, llegué a comprender que el neomelanesio tenía unas normas gramaticales tan estrictas como las del inglés y que era una lengua sutil con la que podían expresarse tantas cosas como en inglés, e incluso establecer determinadas distinciones inexpresables en inglés sin recurrir a torpes circunloquios. Por ejemplo, el pronombre inglés «we» (nosotros) asimila dos conceptos distintos: «yo y tú, que me estás escuchando», y «yo y una o más personas, entre las que no te incluyes tú, que me estás escuchando». El neomelanesio posee dos términos distintos pará expresar estos dos conceptos: «yumi» y «mipela», respectivamente. Cuando después de varios meses de hablar neomelanesio me encuentro con un inglés que comienza a hablarme de «nosotros», no puedo evitar preguntarme si estaré yo incluido en ese «nosotros».
La engañosa simplicidad y la sutilidad del neomelanesio derivan en parte de su vocabulario y en parte de su gramática. El vocabulario se compone de un modesto número de términos básicos cuyo significado varía en función del contexto y se amplía metafóricamente. Por ejemplo, el término neomelanesio «gras» puede ser el equivalente del inglés «grass» (hierba) [mientras que «gras bilong solwara (salt water)» (hierba del agua salada) significa «alga»], pero también puede significar «hair» (pelo), de lo que se deduce que «man i no gat gras long head bilong em» (hombre que no tiene hierba en su cabeza) se convierte en «hombre calvo».
El término neomelanesio «banis bilong susu», con el que se designa el sujetador («bra»), es otro ejemplo de la sutilidad del vocabulario básico. «Banis» deriva de la palabra inglesa «fence», dadas las dificultades de los habitantes de Nueva Guinea para pronunciar la f y la yuxtaposición de consonantes como nc, y posee el mismo significado que «fence» (cerca, valla); «susu» es un término adoptado del malayo que significa «leche», y cuyo significado se amplía para designar el pecho. A su vez, «susu», en su segunda acepción, se emplea en las expresiones con las que se designa el pezón [«nipple», en inglés, y «ai (eye) bilong susu» en neomelanesio, es decir, ojo del pecho], «chica adolescente» [«susu i sanap (stand up)» o «pecho que se levanta» y «mujer mayor» [«susu i pundaun pinis (fall down finish)» o «pecho que se cae y termina»]. Combinando estos dos radicales, «banis bilong susu» describe el sujetador como la cerca que rodea el pecho, al igual que «banis pik» designa el cercado donde se guardan los cerdos (pigs).
La gramática neomelanesia parece engañosamente simple debido a los elementos de los que carece o a los que solo pueden expresarse mediante circunloquios. Entre estas carencias se cuentan elementos gramaticales aparentemente tan básicos como el plural y los casos de los sustantivos, las declinaciones de los verbos, la voz pasiva y la mayoría de las preposiciones y tiempos verbales. Sin embargo, el neomelanesio sobrepasa notablemente a los balbuceos infantiles y a las emisiones vocales de los monos vervet en otros muchos aspectos, como las conjunciones, los verbos auxiliares, los pronombres y los verbos con los que se expresan estados de ánimo y matices. El neomelanesio es, asimismo, una lengua compleja estándar en lo que se refiere a la organización jerárquica de los fonemas, sílabas y palabras, y se presta también a la organización jerárquica de las frases simples y compuestas, hasta el punto de que los discursos electorales de los candidatos políticos rivalizan con la prosa de Thomas Mann en cuanto a su estructura sinuosa se refiere.
En un principio, la ignorancia me llevó a suponer que el neomelanesio constituía una deliciosa aberración lingüística. Como es lógico, tenía que haberse originado en los dos últimos siglos, a partir del momento en que los barcos ingleses comenzaron a visitar Nueva Guinea, pero supuse que se derivaba de la jerga infantil empleada por los colonizadores para dirigirse a los nativos, a los que considerarían incapaces dé aprender el inglés. Sin embargo, la estructura del neomelanesio es semejante a la de otras muchas lenguas que se han desarrollado independientemente en todo el planeta y cuyos vocabularios se derivan principalmente del inglés, el francés, el español, el portugués, el malayo y el árabe. Estas lenguas surgieron en determinados lugares, como plantaciones, fuertes y bases comerciales, donde varias poblaciones con lenguas diferentes entraban en contacto y necesitaban comunicarse, pero donde las peculiares circunstancias sociales impedían que se adoptase la solución habitual de que cada grupo aprendiese la lengua del otro. En las zonas tropicales de América y Australia, así como en las islas tropicales del Caribe, el Pacífico y el océano índico se planteaban muchas situaciones de este tipo cuando los colonizadores europeos importaban desde lejanas tierras a trabajadores que hablaban una multiplicidad de lenguas distintas. En otros casos, la situación se dio en los fuertes y bases comerciales establecidos por los colonizadores europeos en zonas densamente pobladas de China, Indonesia y África.
Las fuertes barreras sociales que se alzaban entre los colonizadores dominantes y la mano de obra importada o la población local impedían que los primeros tuvieran el deseo y los segundos la posibilidad de aprender la lengua del otro grupo. Por lo general, los colonizadores despreciaban a los naturales del lugar, pero en China el desprecio era mutuo; cuando los comerciantes ingleses establecieron una base en Cantón en 1664, los chinos estaban tan poco dispuestos a rebajarse a aprender la lengua de los diablos extranjeros o a enseñarles el chino como los ingleses a enseñar o a aprender de los paganos de China. Aun cuando esas barreras sociales no hubieran existido, los trabajadores habrían tenido escasas oportunidades de aprender la lengua de unos colonizadores en franca desventaja numérica. A la inversa, los colonizadores habrían tenido dificultades para aprender «la» lengua de los trabajadores dada la multiplicidad de lenguas que estos hablaban.
Del período de caos lingüístico que seguía al establecimiento de un fuerte o una plantación, acababan por surgir nuevas lenguas simplificadas, pero estables. La evolución del neomelanesio es un ejemplo tan bueno como cualquier otro. Desde que, hacia 1820, los barcos ingleses comenzaron a recorrer las islas melanesias, situadas al este de Nueva Guinea, los ingleses adoptaron la costumbre de llevar a los isleños a trabajar en las plantaciones de azúcar de Queensland y Samoa, donde se mezclaban con trabajadores de muchos grupos lingüísticos. De esta Babel emergió la lengua neomelanesia, cuyo vocabulario está compuesto en un 80 por ciento por términos ingleses, en un 15 por ciento por términos tolai (el grupo étnico melanesio del que procedía un porcentaje considerable de trabajadores) y en un 5 por ciento por términos derivados del malayo y de otras lenguas.
Los lingüistas distinguen dos estadios en el proceso de emergencia de una nueva lengua; el estadio inicial es el de las lenguas poco sofisticadas denominadas pidgins, y el segundo el de otras lenguas más complejas a las que se denomina criollas. Los pidgins surgen como segunda lengua para los colonizadores y trabajadores que en un principio hablan distintas lenguas nativas y necesitan comunicarse entre sí. Ambos grupos (colonizadores y trabajadores) conservan su propia lengua en el intercambio con los miembros de su grupo y utilizan el pidgin para comunicarse con el otro grupo; por otro lado, los trabajadores de una plantación políglota pueden recurrir al pidgin para comunicarse con otros grupos de trabajadores.
En comparación con las lenguas normales, las lenguas pidgin están muy empobrecidas en lo que se refiere a sonidos, vocabulario y sintaxis. Los sonidos que adoptan suelen ser los que tienen en común las dos o más lenguas nativas que se mezclan. Por ejemplo, muchos habitantes de Nueva Guinea tienen dificultades para pronunciar las consonantes inglesas f y v, en tanto que los angloparlantes apenas pueden pronunciar los tonos de las vocales y los sonidos nasales que tanto abundan en las lenguas de Nueva Guinea. En consecuencia, estos sonidos se excluyeron casi por completo de los pidgins de Nueva Guinea y, posteriormente, del criollo neomelanesio que se desarrolló a partir de aquellos. Los términos que componen un pidgin en su primer estadio de desarrollo son fundamentalmente sustantivos, verbos y adjetivos, mientras que los artículos, verbos auxiliares, conjunciones y preposiciones escasean o no existen. Por lo que se refiere a la gramática, el discurso típico de un pidgin en su primera fase de desarrollo consiste en cortas cadenas de palabras, donde apenas hay oraciones compuestas y donde no existe la regularidad en el orden de las palabras, las cláusulas subordinadas ni las declinaciones. Además del empobrecimiento de la lengua, la variabilidad del habla de un individuo y entre diversos individuos es otra característica definitoria de las primeras etapas de los pidgins, en las que reina una suerte de anarquía del «haz lo que quieras».
Los pidgins utilizados ocasionalmente por personas adultas que por lo general siguen empleando su lengua natal no pasan de este nivel rudimentario de desarrollo. Este es el caso, por ejemplo, del pidgin denominado russonorsk, desarrollado para posibilitar el trueque entre los pescadores rusos y noruegos que se encontraban en el Ártico. Esa lingua franca perduró a lo largo de todo el siglo XIX, sin llegar a desarrollarse más, puesto que solo se empleaba como medio para resolver simples asuntos de negocios durante breves intercambios entre dos grupos de pescadores que, por lo general, empleaban sus propias lenguas para hablar con sus compatriotas. En Nueva Guinea, sin embargo, el pidgin se fue normalizando y complicando a lo largo de muchas generaciones, puesto que era utilizado intensiva y cotidianamente, aunque, hasta la Segunda Guerra Mundial, la mayoría de los hijos de los trabajadores de Nueva Guinea continuaron aprendiendo como primera lengua la lengua natal de sus padres.
Sea como sea, los pidgins evolucionan con rapidez hacia los criollos siempre que una generación de alguno de los grupos que hablan esa lengua la adopta como lengua natal. (Más adelante analizaremos cuáles son los miembros de la generación que la adoptan y por qué motivos). En consecuencia, esa generación comienza a utilizar el pidgin para todo tipo de intercambios sociales, y no solo como lengua con la que hablar del trabajo en la plantación o con la que realizar trueques. Comparadas con los pidgins, los criollos poseen vocabularios más amplios, gramáticas mucho más complejas y regularidad en la manera de hablar de los individuos. Los criollos ofrecen unas posibilidades de expresión tan ricas como las de cualquier otra lengua, mientras que intentar decir algo medianamente complicado en pidgin supone un esfuerzo desesperado. No obstante, pese a la inexistencia de una academia de la lengua que establezca unas normas explícitas, los pidgins se expanden y se estabilizan hasta convertirse en lenguas más ricas y uniformes.
El proceso de desarrollo del criollo a partir del pidgin constituye un experimento natural sobre la evolución del lenguaje, un experimento que ha tenido lugar decenas de veces en diversos lugares del mundo moderno. Los lugares que han presenciado este experimento están diseminados desde el continente sudamericano, pasando por África, hasta las islas del Pacífico; los trabajadores involucrados han sido africanos, portugueses, chinos y de Nueva Guinea, entre otros; entre los colonizadores hay que mencionar a los ingleses, los españoles, los africanos y los portugueses; y el período histórico en que se han realizado estos experimentos se expande, cuando menos, desde el siglo XVII hasta el XX. Lo insólito de los resultados lingüísticos de estos experimentos naturales es que comparten múltiples afinidades, tanto en sus carencias como en sus logros. Entre los aspectos negativos de los criollos debe señalarse el hecho de que sean más simples que las lenguas normales, por cuanto suelen carecer de conjugaciones verbales indicativas del tiempo y la persona, de declinaciones indicativas del caso y el número de los sustantivos, de la mayoría de las preposiciones y de la concordancia de género. Entre sus aspectos positivos se cuentan los avances de los criollos con respecto a los pidgins: orden estable de las palabras; pronombres correspondientes a la primera, segunda y tercera persona del singular y del plural; oraciones relativas; indicaciones del tiempo verbal anterior (descripción de acciones ocurridas antes del momento sobre el que versa la conversación, ya sea el presente o no), y partículas y verbos auxiliares que preceden al verbo principal e indican negación, tiempo verbal anterior, situaciones condicionales y acciones que continúan por oposición a las terminadas. Asimismo, los criollos suelen coincidir en la colocación del sujeto, verbo y objeto en ese orden, y también en el orden de las partículas o auxiliares que preceden al verbo principal.
Los factores responsables de esta notable convergencia siguen constituyendo materia de controversia entre los lingüistas. Es como si, después de barajar bien, se extrajeran doce naipes de una baraja cincuenta veces seguidas y casi siempre se terminara con una reina, un valet y dos ases en la mano, y sin corazones ni diamantes. En mi opinión, la interpretación más convincente es la que propone el lingüista Derek Bickerton, para quien las similitudes entre los criollos se deben a que la programación genética de los humanos incluye un modelo lingüístico básico.
Las deducciones de Bickerton se basan en sus estudios de los criollos surgidos en Hawai, isla a la que los plantadores de azúcar importaron trabajadores de China, las islas Filipinas, Japón, Corea, Portugal y Puerto Rico a finales del siglo XIX. A partir de ese caos lingüístico, y después de que Estados Unidos se anexionara Hawai en 1898, el pidgin basado en el inglés se convirtió en un criollo plenamente desarrollado. Los trabajadores inmigrantes conservaron sus lenguas nativas originales, a la vez que aprendían el pidgin que escuchaban en su entorno, pero sin llegar a perfeccionarlo, pese a que tuviera serias deficiencias como medio de comunicación. Esta situación planteaba un grave problema para los hijos de los inmigrantes nacidos en Hawai. Aun cuando estos niños tuvieran la suerte de oír una lengua normal en casa, si su padre y su madre procedían del mismo grupo étnico, esa lengua no les servía para comunicarse con los niños y adultos de otros grupos étnicos. Muchos niños menos afortunados vivían en familias donde se hablaba en pidgin, ya que su madre y su padre eran de grupos étnicos distintos. Por otro lado, los hijos de los inmigrantes carecían de oportunidades adecuadas para aprender inglés, dado que las barreras sociales les aislaban a ellos y a sus padres de los plantadores angloparlantes. Enfrentados a un modelo inconsistente y empobrecido del lenguaje humano, los hijos de los inmigrantes de Hawai «expandieron» espontáneamente el pidgin y en el transcurso de una generación lo convirtieron en un criollo estructurado y complejo.
A mediados de la década de 1970, Bickerton exploró la historia de esta criollización entrevistando a personas de clase trabajadora nacidas en Hawai entre 1900 y 1920. Como cualquier ser humano, esas personas habían adquirido sus capacidades lingüísticas durante sus primeros años de vida, para después desarrollar unos hábitos lingüísticos permanentes, de modo que su manera de hablar en la vejez seguía siendo un reflejo de la lengua que se hablaba en su entorno durante su juventud. (Del mismo modo, mis hijos pronto se preguntarán por qué su padre insiste en seguir llamando «nevera de hielo» [icebox] al «refrigerador» [refrigerator] muchas décadas después de que hayan desaparecido las neveras que existían en la infancia de mis padres). Los ancianos de diversas edades entrevistados por Bickerton en los años setenta le proporcionaron imágenes fijas de los diversos estadios de la transición del pidgin al criollo ocurrida en Hawai, dependiendo del año de nacimiento del sujeto entrevistado. De este modo, Bickerton pudo concluir que el proceso de criollización ya estaba en marcha en 1900 y había concluido para 1920, y que fue realizado por los niños en proceso de adquirir la capacidad de hablar.
En efecto, los niños hawaianos llevaron a la práctica una versión modificada del experimento de Samético. A diferencia de los niños confiados al pastor, los hawaianos sí que oían hablar a los adultos y podían aprender palabras. No obstante, su situación no era la habitual, puesto que la lengua que escuchaban apenas poseía normas gramaticales, siendo inconsistente y rudimentaria. En consecuencia, ellos mismos crearon una gramática, y crear es la palabra adecuada, ya que muchas características del criollo hawaiano difieren tanto del inglés como de las lenguas de los inmigrantes, lo que demuestra que la gramática no se copió de la lengua de los trabajadores chinos ni de los plantadores ingleses. Lo mismo puede decirse con respecto al neomelanesio: su vocabulario es en gran medida inglés, pero su gramática incluye muchas características diferentes de la gramática inglesa.
No pretendo exagerar las similitudes gramaticales de los criollos hasta el punto de dar a entender que en esencia son una misma lengua. Los criollos varían dependiendo de la historia social en que se ha desarrollado la criollización, en especial en función de la relación inicial entre el número de plantadores (o colonizadores) y el de trabajadores, del ritmo y la magnitud del cambio de esa relación y del número de generaciones durante las cuales el pidgin del primer estadio va adoptando una complejidad mayor a partir de las lenguas existentes. Pese a estas diferencias, los criollos presentan muchas similitudes, en particular cuando surgen rápidamente a partir de pidgins poco desarrollados. ¿Cómo es posible que los grupos de niños criollos convengan con tanta rapidez en las normas gramaticales que deben adoptarse?, ¿y por qué los niños de diferentes grupos criollos tienden a reinventar las mismas características gramaticales una y otra vez?
El motivo no es que elijan el único medio o el medio más fácil de diseñar una lengua. Por ejemplo, los criollos utilizan preposiciones (partículas que preceden a los nombres), como el inglés y otras lenguas, en lugar de prescindir de ellas, como es el caso de otras lenguas que utilizan posposiciones o bien conjugan los sustantivos. Asimismo, los criollos se asemejan al inglés en la ordenación del sujeto, verbo y objeto, si bien esta similitud no debe atribuirse a un préstamo del inglés, puesto que algunos criollos derivados de idiomas en los que el orden de las palabras es diferente también recurren a la secuencia de sujeto-verbo-objeto.
Es probable que las similitudes entre los criollos procedan de la programación genética del cerebro humano para aprender a hablar en la infancia. La existencia de esa preprogramación es un hecho ampliamente aceptado, desde que el lingüista Noam Chomsky argumentó que la estructura del lenguaje humano es excesivamente compleja para que un niño pueda aprenderla en pocos años si no lleva incorporado un mecanismo de aprendizaje. Por ejemplo, cuando mis hijos gemelos tenían dos años tan solo sabían utilizar palabras sueltas. Mientras escribo este párrafo, escasamente veinte meses después, los gemelos, a los que todavía les quedan varios meses para cumplir cuatro años, ya han aprendido la mayoría de las reglas de la gramática básica inglesa, esas mismas reglas que muchos adultos establecidos en países de lengua inglesa no consiguen aprender en el transcurso de varias décadas. Incluso antes de los dos años, mis hijos habían aprendido a atribuir significado a la inicialmente incomprensible jerigonza de los adultos, a reconocer los grupos de sílabas que forman palabras y a advertir qué grupos de sílabas constituían las palabras básicas pese a las variaciones de pronunciación de los hablantes adultos.
Las dificultades de esta índole convencieron a Chomsky de que el aprendizaje de la primera lengua sería una tarea imposible para los niños si no fuera porque ya tienen preprogramada de forma innata la estructura del lenguaje. Chomsky llegó a la conclusión de que nacemos con una «gramática universal» incorporada a nuestro cerebro, y que ese mecanismo nos proporciona todo el espectro de modelos gramaticales en los que se incluyen las gramáticas de las lenguas actuales. Esta gramática universal preprogramada puede equipararse a un conjunto de conmutadores con posiciones alternativas y que adquieren una posición fija para adaptarse a la gramática de la lengua local que aprende el niño.
Ahora bien, Bickerton llega aún más lejos que Chomsky y concluye que no solo estamos preprogramados con una gramática universal compuesta por un conjunto de conmutadores ajustables, sino que la programación es tan precisa como para determinar una posición concreta de los conmutadores, la que corresponde a las reglas gramaticales que reaparecen una y otra vez en las lenguas criollas. La preprogramación puede alterarse cuando la lengua que el niño escucha tiene unas normas diferentes, pero si lo que domina en el medio es un pidgin de estructura anárquica, la preprogramación perdurará.
Si Bickerton estuviera en lo cierto al postular que las normas de las lenguas criollas están genéticamente preprogramadas y solo pueden borrarse con la experiencia ulterior, habría que esperar que los niños aprendieran las características criollas de la lengua de su medio con mayor rapidez y facilidad que las características que entran en conflicto con la gramática criolla. Este razonamiento podría explicar la notoria dificultad de los niños angloparlantes para aprender a expresar las negaciones y su insistencia en utilizar dobles negaciones, del tipo de «nobody don’t have this» (nadie no tiene esto), como en las lenguas criollas. Las dificultades de los niños angloparlantes para ordenar las palabras en las frases interrogativas podrían explicarse del mismo modo.
Deteniéndonos en este último ejemplo, el inglés es una de las lenguas que emplea el orden criollo de sujeto, verbo y objeto para las frases afirmativas; por ejemplo, «I want juice» (Yo quiero zumo). Muchas lenguas, incluidas las criollas, conservan este mismo orden en las frases interrogativas, que solo se distinguen de las afirmativas por el cambio de entonación («You want juice?»). Sin embargo, no es este el caso de la lengua inglesa, en la que las preguntas se formulan invirtiendo el orden del sujeto y verbo («Where are you?» [¿Dónde estás tú?], en lugar de «Where you are?» [¿Dónde tú estás?]), o bien situando el sujeto entre un verbo auxiliar (como «do») y el verbo principal («Do you want juice?»). Desde que mis hijos gemelos eran muy pequeños, mi mujer y yo hemos hecho todo lo posible para que aprendieran la manera gramaticalmente correcta de formular preguntas y afirmaciones, y aunque los dos han aprendido sin esfuerzo a construir frases afirmativas, siguen persistiendo en la construcción incorrecta, análoga a la criolla, de las frases interrogativas, por mucho que mi mujer y yo insistamos en corregirles. Hoy mismo, por ejemplo, hemos sometido cuatro frases a la consideración de Max y Joshua: «Where it is?», «What that letter is?», «What the handle can do?» y «What you did with it?»; pero nuestros esfuerzos son vanos, porque nuestros hijos aún no parecen estar preparados para dar crédito a lo que escuchan y siguen convencidos de que las normas criollas preprogramadas son las correctas.
Para concluir este capítulo sintetizaremos los resultados de las investigaciones realizadas con animales y seres humanos con objeto de intentar conformar una imagen coherente de la evolución del lenguaje de nuestros ancestros, desde los gruñidos hasta los sonetos de Shakespeare. Uno de los estadios primitivos de la evolución del lenguaje está bien documentado gracias a los estudios de los monos vervet, que poseen al menos diez gritos diferenciados y con referentes externos, diez gritos que emiten voluntariamente con el objetivo de comunicarse. Esos gritos pueden funcionar como palabras, explicaciones o proposiciones, o cumplir simultáneamente todas esas funciones. A la vista de las enormes dificultades que la identificación de estos diez gritos ha entrañado para los científicos, cabe suponer que muchos gritos aún no se han identificado y que la amplitud del vocabulario de los monos vervet aún está por descubrir. Asimismo, desconocemos los avances lingüísticos, quizá mayores que los de los monos vervet, realizados por otros animales, pues las comunicaciones vocales de las especies con mayores probabilidades de haberlos superado, es decir, los chimpancés comunes y los pigmeos, aún no han sido objeto de un estudio serio en condiciones naturales. Se sabe, no obstante, que, al menos en situaciones de laboratorio, los chimpancés pueden aprender cientos de símbolos cuando se les enseña, lo que parece indicar que poseen la capacidad intelectual necesaria para aprender símbolos por sí mismos.
El siguiente estadio en la evolución del lenguaje está ilustrado por las palabras aisladas pronunciadas por los niños de corta edad, como el «zumo» de mi hijo Max. Tal como los gruñidos de los monos, el «zumo» de Max puede cumplir una combinación de funciones, y actuar a modo de palabra, explicación o proposición. No obstante, la palabra «zumo» pronunciada por Max representa un notable avance sobre los gruñidos de los monos vervet, por cuanto ha sido compuesta a partir de unidades menores —vocales y consonantes— y, en consecuencia, constituye un primer paso en la organización modular del lenguaje. Con un número reducido de unidades fonéticas pueden formarse innumerables palabras, como por ejemplo las ciento cuarenta y dos mil contenidas en mi diccionario de trabajo. El principio de la organización modular nos permite efectuar innumerables distinciones que no están al alcance de los monos vervet. Así, por ejemplo, mientras ellos solo nombran a seis tipos de animales, nosotros poseemos nombres para casi dos millones de animales.
Otro paso adelante hacia los sonetos de Shakespeare queda ilustrado en la manera de hablar de los niños de dos años, pues en todas las sociedades humanas, los niños de esa edad pasan espontáneamente del estadio en que se formulan solo palabras aisladas al estadio en que se encadenan dos y posteriormente varias palabras. No obstante, esas locuciones no son todavía más que simples cadenas de términos sin apenas organización gramatical y compuestas por sustantivos, verbos y adjetivos, es decir, por palabras que poseen referentes externos. Tal como señala Bickerton, esas cadenas de palabras se asemejan mucho al pidgin que los adultos reinventan espontáneamente en caso de necesidad. Asimismo, se parecen a las cadenas de símbolos producidas por los simios en cautividad a los que se enseña a comunicarse con lenguajes simbólicos.
Otro paso gigantesco nos lleva de los pidgins a los criollos, o de las cadenas de palabras de los niños de dos años a las oraciones completas de los niños de cuatro años. Es en este estadio cuando se añaden palabras sin referentes externos y que desempeñan funciones meramente gramaticales; elementos gramaticales tales como el orden de las palabras, los prefijos y sufijos y las variaciones sobre un radical, así como niveles más complejos de organización jerárquica para expresar oraciones simples y compuestas. Tal vez fuera este estadio de desarrollo del lenguaje el que desencadenó el gran salto adelante del que se ha hablado anteriormente. Sea como sea, los criollos reinventados en distintos momentos de la época moderna, con sus circunloquios para expresar las preposiciones y otros elementos gramaticales, nos proporcionan las claves para comprender cómo han surgido estos avances.
Al comparar el anuncio neomelanesio que se muestra más adelante con un soneto de Shakespeare, podríamos pensar que entre ambos aún se abre un enorme abismo. Sin embargo, aquí se argumentará que con un anuncio como «Kam insait long stua bilong mipela…» ya se ha recorrido el 99,9 por ciento del camino que separa los gruñidos de los monos vervet del lenguaje de Shakespeare. Las lenguas criollas son complejas y expresivas. Por ejemplo, el indonesio, un criollo que se convirtió en la lengua coloquial y oficial de un país cuya población es la quinta del mundo, también sirve como vehículo literario.
Así pues, mientras que en otros tiempos se pensaba que la comunicación animal y el lenguaje humano estaban separados por un abismo insalvable, hoy día no solo se han llegado a identificar puentes que cruzan parcialmente ese abismó desde ambas orillas, sino también una serie de islas y segmentos de puentes colocados entre ambas márgenes. Estamos, por tanto, comenzando a comprender en líneas generales cómo el atributo singular y más importante en la diferenciación del ser humano de los animales surgió de elementos precursores presentes en el mundo animal.
APRENDA EL NEOMELANESIO EN UNA SOLA Y SENCILLA LECCIÓN
Proponemos al lector que intente comprender este anuncio de unos grandes almacenes escrito en neomelanesio:
Kam insait long stua bilong mipela —stua bilong salini olgeta samting— mipela i-ken helpim yu long kisim wanem samting yu laikim bikpela na liklik long gutpela prais. I-gat gutpela kain kago long baiim na i-gat stap long helpim yu na lukautim yu long taina yu kam insait long dispela stua.
Si algunas palabras tienen un aspecto extrañamente familiar, pero no acaban de cobrar sentido, invitamos al lector a que las lea en voz alta, concentrándose en los sonidos y pasando por alto su extraña ortografía. El siguiente paso será leer el mismo párrafo escrito en correcta ortografía inglesa:
Come inside long store belong me-fellow —store belong sellim altogether something— me-fellow can helpim you long catchim what-name something you likim, big-fellow na liklik, long good-fellow price. He-got good-fellow kind cargo long buyim, na he-got staff long helpem you na lookoutim you long time yo come inside long this-fellow store.
Algunas aclaraciones bastarán para acabar de comprender lo que todavía resulta extraño. Casi todas las palabras de esta muestra de la lengua neomelanesia se derivan del inglés, a excepción hecha del término «liklik», que significa «pequeño» y se deriva de una lengua de Nueva Guinea (el tolai). El neomelanesio tan solo cuenta con dos preposiciones en sentido estricto: «bilong», que significa «de» o «para», y «long», que prácticamente equivale al resto de las preposiciones inglesas. La consonante inglesa f se convierte en p en neomelanesio, como en «stap» en lugar de «staff» (personal), y «pela» en lugar de «fellow» (chico, hombre, persona, compañero, amigo, tipo). El sufijo «-pela» se añade a los adjetivos monosilábicos (de donde resulta «gutpela» a partir de «good» o «bikpela» a partir de «big»), y también convierte los pronombres singulares «me» y «you» en sus formas plurales («we» y «you»), «Na» significa «and». Así pues, el anuncio se convierte en:
Come into our store —a store for selling everything— we can help you get whatever you want, big and small, at a good price. There are good types of goods for sale, and staff to help you and look after you when you visit the store.
(Entre en nuestra tienda —una tienda para venderle cualquier cosa—, podemos ayudarle a conseguir lo que quiera, grande o pequeño, a un buen precio. Hay toda clase de artículos a la venta y personal para ayudarle y cuidarle mientras usted visita la tienda].