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Una conquista fortuita
Nuestra vida cotidiana nos ha acostumbrado a convivir con una serie de hechos que, pese a su familiaridad, plantean complejos interrogantes a la ciencia. Si miramos a nuestro alrededor en cualquier localidad de Estados Unidos o Australia, veremos a una mayoría de personas de ascendencia europea; hace quinientos años, sin embargo, esos mismos lugares estaban poblados exclusivamente por amerindios y aborígenes australianos. ¿Por qué los europeos llegaron a reemplazar a la mayoría de las poblaciones autóctonas de América del Norte y Australia, y no fueron los indios y los aborígenes los que sustituyeron a la mayor parte de la población europea original?
Esta pregunta puede replantearse en los siguientes términos: ¿por qué el ritmo de desarrollo tecnológico y político fue más rápido en Eurasia que en América y en el África subsahariana, y extremadamente lento en Australia? En 1492, la mayor parte de la población de Eurasia empleaba utensilios de hierro, conocía la escritura y practicaba la agricultura, estaba organizada en grandes estados centralizados cuyos barcos surcaban los océanos y se encontraba en los umbrales de la industrialización. En la misma época, en América se practicaba la agricultura, pero solo había un puñado de grandes estados centralizados, la escritura no estaba generalizada y aún no se fabricaban grandes barcos ni utensilios de hierro; América llevaba varios milenios de retraso tecnológico y político con respecto a Eurasia. En la Australia contemporánea no existía la agricultura, ni la escritura, ni los estados, ni los barcos; la población vivía en un estadio previo al primer contacto y empleaba herramientas de piedra comparables a las que se habían fabricado en Eurasia diez mil años antes.
Fueron estas diferencias tecnológicas y políticas —y no las diferencias biológicas que determinan el resultado de la competencia entre las poblaciones animales— las que permitieron que los europeos se expandieran por los demás continentes.
En el siglo pasado, las respuestas a la pregunta con la que se ha abierto este capítulo eran más simples y estaban impregnadas de racismo. Los europeos del siglo XIX concluyeron que sus adelantos culturales se basaban en una inteligencia intrínsecamente superior, por lo que su destino manifiesto era conquistar, desplazar y exterminar a los pueblos «inferiores», razonamiento que, a la par que abominable y arrogante, era erróneo. Los conocimientos que adquieren las personas varían en función de su medio social, pero no de sus características biológicas. Pese a los grandes esfuerzos dedicados a investigar estos temas, no se ha encontrado prueba alguna que confirme la existencia de diferencias genéticas entre la capacidad mental de las distintas razas.
Debido a este legado de teorías racistas, cualquier intento de estudiar las diferencias de civilización entre las poblaciones humanas corre el riesgo de ser tachado de racista. No obstante, numerosas y obvias razones justifican el esfuerzo de intentar explicar adecuadamente este tema. Las diferencias tecnológicas han desencadenado grandes tragedias en los últimos quinientos años, cuyo legado colonialista continúa siendo uno de los factores definitorios del mundo moderno. Si no conseguimos proponer una explicación alternativa convincente, siempre quedará la sospecha de que las teorías genéticas racistas están en lo cierto.
En el presente capítulo se argumentará que las diferencias en el grado de desarrollo de las civilizaciones de los distintos continentes emanaron de la influencia de la geografía en la cultura y no de la genética. Los recursos naturales que sirven de base a la civilización —en particular, las especies vegetales y animales susceptibles de ser domesticadas— diferían de un continente a otro, como también la posibilidad de que las especies domesticadas se difundieran de una zona a otra. Incluso hoy día, los estadounidenses y los europeos somos dolorosamente conscientes de cómo algunos accidentes geográficos distantes, como el golfo Pérsico y el istmo de Panamá, pueden influir en nuestras vidas. Ahora bien, la influencia de la geografía y la biogeografía ha sido aún más profunda y definitiva en la vida de los humanos durante cientos de miles de años.
¿Por qué conceder especial relevancia a las especies animales y vegetales? Tal como señaló el biólogo J. B. S. Haldane, «la civilización no solo se basa en los hombres, sino también en las plantas y los animales». La agricultura y la ganadería, pese a sus consecuencias perjudiciales, ya examinadas en el capítulo 10, multiplicaron la productividad de la tierra e impulsaron el aumento de la densidad de población. Los excedentes alimentarios producidos por el trabajo de algunos individuos permitían que otros se consagraran a la metalurgia, a las manufacturas y a la escritura, así como a servir profesionalmente en los ejércitos. La domesticación de animales sirvió para proporcionar alimentos, como la carne y la leche, pero también lana y pieles para confeccionar vestidos, así como un medio de transporte para las personas y mercancías. Los animales constituían, asimismo, una buena fuerza de tracción para arados y carros en virtud de la cual aumentó notablemente la productividad agrícola.
En consecuencia, la población mundial creció de unos diez millones de habitantes hacia el año 10 000 a. C., cuando el modo de vida aún se basaba en la caza y la recolección, hasta los cinco mil millones de habitantes que constituyen aproximadamente la población actual. El aumento de la densidad de población era un requisito previo para el establecimiento de los estados centralizados; por otro lado, el surgimiento de zonas densamente pobladas fomentó la evolución de las enfermedades infecciosas, contra las cuales las poblaciones afectadas desarrollaron ciertas defensas, pero no así otras poblaciones. Todos estos factores determinaron quiénes estaban llamados a ser conquistadores y colonizadores y quiénes conquistados y colonizados. La conquista europea de América y Australia no se basó en la mejor calidad de los genes de los europeos, sino en que sus enfermedades infecciosas eran más graves (en especial la viruela), su tecnología más avanzada (armas y barcos, entre otras cosas), su sistema de almacenar información mediante la escritura más perfecto, y su organización política más desarrollada; factores que, en última instancia, derivan de las diferencias geográficas entre los continentes.
Comenzaremos por examinar las diferencias relativas a la domesticación de animales. Hacia el año 4000 a. C., la zona occidental de Eurasia ya poseía los «cinco grandes» tipos de ganado dominantes en la actualidad: ovejas, cabras, cerdos, vacas y caballos. En la zona oriental de Asia se domesticaron cuatro especies sustitutivas de las vacas: los yaks, los búfalos de agua, los gaur y los banteng. Tal como se ha dicho, estos animales proporcionaban alimentos, energía y ropas, en tanto que el caballo poseía, además, un inestimable valor militar, puesto que hasta el siglo pasado desempeñó las funciones del tanque, el todoterreno y el camión. ¿Por qué los indios americanos no consiguieron beneficios similares de la domesticación de las especies autóctonas de mamíferos equivalentes: la oveja y la cabra montes, el pécari, el bisonte y el tapir? ¿Por qué ni los indios, montados a lomos de tapires, ni los australianos, cabalgando sobre canguros, invadieron y asolaron Eurasia?
La respuesta es que hasta el día de hoy no ha sido posible domesticar más que a una pequeña proporción de las especies salvajes de mamíferos. Numerosos intentos fallidos atestiguan esta imposibilidad. Innumerables especies han llegado al estadio previo y necesario de convertirse en animales de compañía. En las aldeas de Nueva Guinea he visto muchos opossums y canguros, y en los poblados indios de la Amazonia, monos y comadrejas que vivían con los hombres. En el antiguo Egipto se domesticaban gacelas, antílopes, grullas e incluso hienas, y posiblemente jirafas. Los romanos huyeron despavoridos a la vista de los elefantes amaestrados con los que Aníbal cruzó los Alpes (los cuales, por cierto, no eran elefantes asiáticos, la especie que hoy se ve en los circos).
No obstante, todos estos intentos incipientes de domesticación fracasaron. La domesticación no solo consiste en atrapar y amaestrar animales salvajes individuales, sino también en conseguir que se reproduzcan en cautividad y en utilizar la cría selectiva para mejorar la especie en provecho de los humanos. Desde la domesticación de los caballos hacia el año 4000 a. C., y de los renos algunos milenios después, no se ha añadido ningún gran mamífero europeo al repertorio de los animales domesticados con éxito. Así pues, entre cientos de intentos de domesticación, solo unos cuantos fructificaron y produjeron las especies de mamíferos domesticadas que hoy existen.
¿Por qué fracasaron la mayoría de los intentos de domesticar animales salvajes? Para que el proceso de domesticación se lleve a cabo con éxito debe emprenderse con un animal que reúna una larga serie de características poco usuales. En primer lugar, debe ser, pollo general, una especie sociable que viva en grupos. Los individuos subordinados de una manada desarrollan instintivamente la sumisión que caracteriza su conducta hacia los individuos dominantes, conducta que pueden transferir a sus relaciones con los humanos. La oveja muflón de Asia (ascendiente del ganado ovino actual) había desarrollado ese tipo de conducta, pero no así la oveja de grandes cuernos de América del Norte, motivo que impidió que los indios domesticaran a esta última. A excepción de los gatos y los hurones, no se ha conseguido domesticar a ninguna de las especies de hábitos territoriales cuyos individuos viven aisladamente.
En segundo lugar, las especies que, como las gacelas y numerosos ciervos y antílopes, salen huyendo ante la menor señal de peligro en lugar de defenderse, han demostrado ser demasiado excitables para que se las pueda manejar. El fracaso en la domesticación de los ciervos resulta particularmente sorprendente, puesto que son pocas las especies salvajes que han vivido tan cerca de los humanos durante decenas de miles de años. Aunque los ciervos han sido intensivamente cazados por el hombre, y a menudo se ha conseguido domesticar a ejemplares aislados, entre las cuarenta y una especies de cérvidos del mundo solo se ha conseguido domesticar al reno. La conducta territorial y la pronta huida como medio de defensa convierten a las otras cuarenta especies en candidatas inadecuadas para la domesticación. Solo el reno compagina la necesaria tolerancia con respecto a los extraños con una conducta gregaria y no territorial.
Por último, los animales cautivos, aunque sean dóciles y gocen de buena salud, pueden negarse a reproducirse cuando están enjaulados, como muchos zoológicos han comprobado con consternación. A ninguna persona le divertiría emprender un largo ritual de cortejo ni copular ante las expectantes miradas del público, y a numerosos animales les ocurre lo mismo. El problema de conseguir que los animales se reproduzcan en cautividad ha hecho naufragar persistentes intentos de domesticar a algunos animales potencialmente muy útiles. Es el caso, por ejemplo, de una especie de pequeños camellos autóctonos de los Andes, que producen la lana de mejor calidad del mundo; ni los antiguos incas ni los rancheros de nuestros días han logrado domesticarla, por lo que en esa región la lana debe obtenerse mediante la captura de vicuñas salvajes. Los guepardos, la especie de mamíferos terrestres más veloces del mundo, han sido domesticados y empleados para la caza desde los tiempos de los príncipes de la antigua Asiria hasta la época de los maharajás de la India decimonónica; pero todos y cada uno de los ejemplares reales tuvieron que capturarse aisladamente y hasta la década de 1960 ni siquiera los zoológicos consiguieron que los guepardos se reprodujeran, en cautividad.
En conjunto, estas razones contribuyen a explicar por qué los euroasiáticos consiguieron domesticar a los «cinco grandes», pero no a otras especies muy próximas, y por qué los amerindios no domesticaron a los bisontes, los pecaríes, los tapires ni a las ovejas y cabras montesas. La importancia militar del caballo constituye un excelente ejemplo para ilustrar cómo diferencias aparentemente desdeñables resultan en que una especie sea muy valiosa y otra carezca de toda utilidad. Los caballos pertenecen al orden de mamíferos denominado Perissodactyla, compuesto por mamíferos ungulados y con un número impar de dedos: los caballos, los tapires y los rinocerontes. De las diecisiete especies actuales de perisodáctilos, las cuatro de tapires y las cinco de rinocerontes, así como cinco de las ocho de caballos, nunca han sido domesticadas. Montados a lomos de rinocerontes y tapires, los africanos y los indios seguramente habrían conseguido repeler a los invasores europeos, pero ese no fue el caso.
El sexto miembro de la familia de los équidos, el asno salvaje de África, dio origen a los burros domesticados, con excelentes cualidades como animales de carga, pero inútiles para la guerra. Es posible que el onagro de Asia occidental, el séptimo animal emparentado con los caballos, se utilizara como bestia de tiro durante los siglos posteriores a 3000 a. C. Ahora bien, todas las referencias escritas a este animal denuestan su mal carácter con adjetivos como «colérico», «irascible», «inaccesible», «imperturbable» e «intrínsecamente huraño». Al maligno onagro había que ponerle un bozal para impedir que mordiera a sus dueños. Cuando los caballos domesticados llegaron a Oriente Medio hacia 2300 a. C., los onagros fueron finalmente descartados como un fracaso más de la domesticación.
Los caballos revolucionaron el arte de la guerra más que ningún otro animal, incluidos los elefantes y los camellos. Al poco de su domesticación, debieron de permitir que las tribus ganaderas indoeuropeas comenzaran la expansión que, con el tiempo, las llevaría a imponer su lengua en gran parte del mundo. Algunos milenios después, enganchados a carros de combate, los caballos se convirtieron en los arrolladores tanques Sherman de las antiguas guerras. Después de la invención de las sillas de montar y los estribos, hicieron posible que Atila, el rey de los hunos, devastara el Imperio romano, que Gengis Kan conquistase un imperio desde Rusia hasta China y que en la zona occidental de África se establecieran varios reinos militares. Unas cuantas docenas de caballos contribuyeron a que Cortés y Pizarra, al mando de tan solo unos cientos de españoles, consiguieran derrocar dos de los estados más populosos y desarrollados del Nuevo Mundo, los imperios azteca e inca. Con la ineficacia de las cargas de la caballería polaca contra los ejércitos invasores de Hitler en septiembre de 1939, la importancia militar del caballo, el más apreciado de los animales domesticados durante seis mil años, tocó a su fin.
No deja de resultar irónico que los caballos montados por Cortés y Pizarra tuvieran antiguos parientes originarios del Nuevo Mundo. Si esos caballos hubieran sobrevivido, Moctezuma y Atahualpa quizá habrían vencido a los invasores con las cargas de su propia caballería. Pero un cruel giro del destino hizo que los caballos americanos se extinguieran mucho tiempo antes, junto al 80 o el 90 por ciento de las especies de grandes animales de América y Australia, en la época en que los primeros pobladores humanos —los antepasados de los indios y los aborígenes de nuestros días— alcanzaron aquellos continentes. En América no solo desaparecieron los caballos, sino también otras especies potencialmente domesticables como los grandes camellos, los perezosos terrestres y los elefantes. Australia y América del Norte se quedaron sin especies animales domesticables, a no ser que los perros indios deriven de los lobos norteamericanos. En América del Sur solo sobrevivieron los conejillos de Indias (empleados como alimento), las alpacas (de las que se extraía la lana) y las llamas (utilizadas como animales de carga, pero demasiado pequeñas para servir de montura).
En consecuencia, los mamíferos domésticos no aportaron proteínas a la dieta de los nativos de Australia ni América, salvo en la zona andina, donde su contribución a la dieta era mucho menor que en el Viejo Mundo. Ningún mamífero americano o australiano ha servido nunca para tirar de un arado, una carreta o un carro de combate, como tampoco ha producido leche ni ha servido de montura. Las civilizaciones del Nuevo Mundo avanzaron poco a poco impulsadas por la fuerza muscular de los humanos, en tanto que las del Viejo Mundo progresaron más deprisa utilizando la energía animal, la eólica y la hidráulica.
Los científicos continúan debatiendo si la extinción de la mayoría de los grandes mamíferos americanos y australianos en tiempos prehistóricos se debió a factores climáticos o al establecimiento de los pobladores humanos. En cualquier caso, la extinción de esas especies marcó el inexorable destino de los descendientes de los primeros pobladores, abocados a ser conquistados decenios de miles de años después por los habitantes de Eurasia y África, es decir, de los continentes donde pervivieron más especies de grandes mamíferos.
¿Pueden aplicarse los mismos argumentos al caso de las plantas? Diversas similitudes saltan inmediatamente a la vista. Al igual que entre los animales, solo una pequeña proporción de las especies de plantas silvestres son adecuadas para la domesticación. Por ejemplo, las especies de individuos hermafroditas que se polinizan a sí mismos (como el trigo) pudieron cultivarse antes y con mayor facilidad que las especies de polinización cruzada (como el centeno). Las variedades que se polinizan a sí mismas son más fáciles de seleccionar y de conservar porque no se mezclan continuamente con las variedades silvestres con las que están emparentadas. Otro ejemplo es que nunca se ha conseguido domesticar ninguna especie de robles, pese a que las bellotas constituían una fuente de alimentación importante en la Europa y la América del Norte prehistóricas; la razón puede ser que las ardillas son mucho más hábiles que los humanos a la hora de seleccionar y plantar bellotas. A cada especie domesticada actual le corresponden otras muchas que intentaron cultivarse sin éxito en el pasado. (¿Qué americano de nuestros días ha comido las hierbas que cultivaban los indios del este de Estados Unidos hacia 2000 a. C. con objeto de utilizar sus semillas?).
Estas consideraciones contribuyen a explicar la lentitud del desarrollo tecnológico en Australia. La relativa escasez de plantas y animales apropiados para la domesticación fue sin duda uno de los factores fundamentales a los que debe atribuirse que en Australia no se desarrollase la agricultura. Ahora bien, los motivos causantes del retraso del desarrollo agrícola en América con respecto al Viejo Mundo no son tan evidentes. Al fin y al cabo, numerosas especies vegetales que hoy día son importantes en todo el mundo se cultivaron por primera vez en el Nuevo Mundo; por ejemplo, el maíz, la patata, el tomate y la calabaza, por mencionar solo algunas. Para despejar esta incógnita nos detendremos a analizar el caso del maíz, la cosecha fundamental del Nuevo Mundo.
El maíz es un cereal, es decir, una planta graminácea de semillas farináceas (como los granos de cebada y de trigo). Los cereales siguen constituyendo la mayor aportación calórica a la dieta humana. Todas las civilizaciones han dependido de las cosechas de cereales, pero las variedades cultivadas variaban de una civilización a otra; por ejemplo, en Oriente Próximo y Europa se cultivaba el trigo, la cebada, la avena y el centeno; en China y el sudeste de Asia, el arroz, el mijo escoba y el mijo cola de zorro; en el África subsahariana, el mijo perla, el mijo dedo y el sorgo; mientras que el maíz se cultivaba exclusivamente en el Nuevo Mundo. Poco después de que Colón descubriera América, los exploradores llevaron el maíz a Europa, desde donde se extendió por todo el mundo, hasta el punto de que en la actualidad el maíz es, después del trigo, la planta que ocupa la mayor extensión de terrenos cultivados. ¿Por qué, entonces, el maíz no permitió que las civilizaciones amerindias se desarrollaran a un ritmo tan rápido como las civilizaciones del Viejo Mundo alimentadas por trigo y otros cereales?
La respuesta es que el cultivo del maíz es más difícil y menos rentable. Esto sonará a anatema a aquellos que, como yo, sean fanáticos de las mazorcas de maíz asadas con mantequilla. Cuando era niño siempre aguardaba con ilusión la llegada de finales del verano para poder detenerme en los puestos situados junto a la carretera y elegir las mazorcas con mejor aspecto. El maíz, la cosecha más importante de Estados Unidos, produce unos rendimientos anuales de veintidós mil millones de dólares en este país y de cincuenta mil millones en todo el mundo. Ruego al lector que, antes de tildarme de calumniador, siga leyendo y descubra las diferencias existentes entre el maíz y los demás cereales.
En el Viejo Mundo había más de una docena de gramináceas silvestres fáciles de cultivar. El gran tamaño de sus semillas, favorecido por las acusadas variaciones estacionales del clima de Oriente Próximo, proclamaba ante los incipientes agricultores su gran valor nutritivo. Estas plantas se cosechaban fácilmente con ayuda de una hoz, se molían y cocinaban con facilidad y no planteaban problemas de siembra. El botánico Hugh litis, de la Universidad de Wisconsin, fue el primero en señalar otra ventaja más sutil: su facilidad de almacenamiento; no fuimos los humanos los que la descubrimos, pues los roedores salvajes de Oriente Próximo creaban depósitos de hasta 22 kilos de gramináceas cuando la agricultura aún no existía.
Los cereales del Viejo Mundo tenían un alto rendimiento incluso en estado silvestre; en las colinas cubiertas de trigo silvestre de Oriente Próximo es posible cosechar hasta 65 kilos de grano por hectárea. En esas condiciones, una familia podría cosechar en pocas semanas grano suficiente para alimentarse durante todo el año. Por ello, incluso antes de que el trigo y la cebada se domesticaran, ya existían en Palestina pueblos sedentarios que habían inventado las hoces, los morteros con sus manos y los silos, y se alimentaban fundamentalmente de cereales silvestres.
El trigo y la cebada no se domesticaron como resultado de una decisión consciente. El caso no fue que un buen día varios cazadores-recolectores se sentaran a charlar, a lamentarse de la extinción de las grandes presas y a discutir qué cereales eran mejores, y a continuación se decidieran a plantar las semillas y recogieran su primera cosecha al año siguiente. Antes bien, el proceso que denominamos domesticación de las plantas —es decir, la transformación de las plantas sometidas a cultivo— fue el resultado accidental de que los recolectores de plantas silvestres prefirieran algunas variedades sobre otras y, de tal modo, diseminaran las semillas de sus plantas preferidas. En el caso de los cereales silvestres, como es lógico, se prefería cosechar aquellos con semillas mayores, aquellos cuyas semillas eran fáciles de recolectar y aquellos con cañas no quebradizas que mantenían las semillas agrupadas. Solo fueron necesarias unas cuantas mutaciones, favorecidas por la selección realizada inconscientemente por el hombre, para producir las variedades de cereales con grandes semillas y cañas no quebradizas que se cultivan en la actualidad.
Los restos de trigo y cebada hallados en los yacimientos arqueológicos de los asentamientos de Oriente Próximo comienzan a mostrar estos cambios hacia el año 8000 a. C.; a partir de entonces, el trigo candeal y otras variedades domesticadas y la siembra se desarrollarían en poco tiempo, tal como lo demuestra la desaparición gradual de los vestigios de gramináceas silvestres en los yacimientos arqueológicos. En Oriente Próximo, los cultivos y la ganadería ya se habían integrado en un sistema completo de producción de alimentos hacia 6000 a. C. Para bien o para mal, los humanos de esa zona geográfica habían dejado de ser cazadores-recolectores para convertirse en agricultores y granjeros y estaban en camino de civilizarse.
Ahora compararemos la historia relativamente unidireccional del progreso en el Viejo Mundo con lo que acaeció en el Nuevo Mundo. En las zonas de América donde comenzó a desarrollarse la agricultura, las variaciones estacionales del clima no eran tan acusadas como en Oriente Próximo y, en consecuencia, no existían gramináceas con grandes semillas que produjeran un alto rendimiento en estado silvestre. Los indios de América del Norte y de México comenzaron a cultivar tres gramináceas con semillas de tamaño pequeño —la gayuba, la cebada pequeña y el mijo silvestre—, pero estas variedades fueron desplazadas por el maíz y, posteriormente, por los cereales europeos. El antecesor del maíz es una gramínea mexicana denominada teosinte anual, con grandes semillas, pero poco adecuada como fuente de alimentación en los demás aspectos.
Las espigas de teosinte son tan distintas del maíz que los científicos han debatido hasta hace poco cuál era su parentesco preciso, y aún hoy las opiniones divergen. Ninguna otra planta ha sufrido cambios tan drásticos al ser domesticada. Las espigas de teosinte solo tienen entre seis y doce granos, y estos son incomestibles debido a que están encerrados en una cáscara dura como el pedernal. Los tallos de teosinte pueden masticarse como la caña de azúcar, y hacerlo es una costumbre tradicional de los campesinos mexicanos. Ahora bien, nadie aprovecha las semillas de esta planta en la actualidad, y nada indica que se aprovecharan en tiempos prehistóricos.
Hugh Iltis identificó el cambio decisivo en el desarrollo del teosinte que la convirtió en una planta útil un cambio permanente de sexo. Las ramas laterales del teosinte terminan en grupos de flores masculinas, mientras que las del maíz están rematadas por mazorcas, es decir, por estructuras femeninas. Aunque esto parezca una diferencia drástica, lo cierto es que no es sino una simple mutación de origen hormonal que pudo ser desencadenada por un hongo, un virus o un cambio climático. Una vez que algunas flores de la campanilla hubieron adquirido el sexo femenino, comenzaron a producir granos comestibles sin cascarilla que probablemente llamarían la atención de los cazadores-recolectores. Después, las flores del tallo central se fueron convirtiendo gradualmente en mazorcas. En los yacimientos arqueológicos de México se han encontrado restos de granos minúsculos, de apenas cuatro centímetros de longitud, muy semejantes a los pequeños granos de la variedad de maíz estadounidense denominada Tom Thumb.
El teosinte (maíz) emprendió el camino de la domesticación con ese súbito cambio de sexo. No obstante, a diferencia del caso de los cereales de Oriente Próximo, aún tendrían que transcurrir miles de años antes de que las cosechas de maíz pudieran mantener a pueblos o ciudades. Por otro lado, el producto final del desarrollo de esta planta planteaba mayores dificultades a los campesinos que los cereales del Viejo Mundo. Las mazorcas no podían segarse con una hoz, sino que había que recolectarlas a mano y de una en una, para luego pelarlas y arrancar los granos, que no se desprendían con facilidad; además, la siembra se realizaba plantando cada semilla por separado en lugar de arrojando puñados de semillas al aire. La cosecha recolectada con tantos esfuerzos no tenía un valor nutritivo tan elevado como los cereales del Viejo Mundo: menor contenido proteico, deficiencias de aminoácidos nutricionalmente importantes y deficiencias de la vitamina llamada niacina (que tiende a causar la enfermedad denominada pelagra); con objeto de compensar en parte estas deficiencias, los granos deben recibir un tratamiento alcalinizante.
En resumen, las características de la cosecha básica del Nuevo Mundo dificultan la identificación de su valor potencial cuando está en estado silvestre, complican el proceso de domesticación e incluso su cultivo una vez que se ha domesticado. Buena parte del retraso de la civilización del Nuevo Mundo con respecto a la del Viejo Mundo pudo deberse a las peculiaridades de una sola planta.
Hasta aquí se ha examinado la influencia de la biogeografía en la determinación de las especies animales y vegetales adecuadas para la domesticación, pero aún debe mencionarse otro efecto importante de la geografía. Las civilizaciones no han dependido exclusivamente del cultivo de plantas alimenticias autóctonas, sino también de la adopción de cultivos desarrollados en otros lugares. La orientación norte-sur del eje básico del Nuevo Mundo dificultó la difusión de las plantas alimenticias, mientras que la articulación del Viejo Mundo en torno a un eje que va de este a oeste la facilitó (véase la figura 6).
Hoy día, la difusión de las plantas alimenticias es un hecho tan común que rara vez nos detenemos a pensar de dónde proceden nuestros alimentos. Una comida típica de Estados Unidos o Europa puede constar de los siguientes ingredientes: pollo (procedente del sudeste de Asia), maíz (originario de México) y patatas (cultivadas por primera vez en la zona meridional de la cordillera andina), todo ello sazonado con pimienta (de la India) y acompañado por un trozo de pan (hecho con el trigo originario de Oriente Próximo) con mantequilla (del ganado de Oriente Próximo), y rematado por una taza de café (de Etiopía). No obstante, la difusión de las plantas y los animales útiles para la alimentación no es un fenómeno exclusivo de los tiempos modernos, sino que viene ocurriendo desde hace miles de años.
FIGURA 6
Las plantas y los animales se propagan con rapidez y facilidad dentro de la zona climática a la que están adaptados. Para expandirse más allá de esa zona deben desarrollar nuevas variedades adaptadas a otros climas. Observando el mapa del Viejo Mundo de la figura 6, se aprecia que las especies podían expandirse por zonas muy amplias sin encontrar variaciones climáticas. La expansión de las especies tuvo una importancia fundamental en la implantación de la agricultura y la ganadería en zonas nuevas y en su mejoramiento en zonas donde ya existían. Las especies podían desplazarse por China, la India, Oriente Próximo y Europa sin salir de las latitudes templadas del hemisferio norte. No deja de resultar irónico que la canción patriótica estadounidense America the Beautiful invoque los amplios horizontes de América y sus ambarinos mares de espigas. En realidad, los horizontes más amplios del hemisferio norte están en el Viejo Mundo, donde los ambarinos mares de distintas variedades de cereales llegaron a expandirse a lo largo de 11 000 kilómetros, desde el canal de la Mancha hasta el mar de China.
Los romanos de la Antigüedad cultivaban trigo y cebada procedentes de Oriente Próximo, melocotones y cítricos originarios de China, pepinos y sésamo de la India, y cáñamo y cebollas de Asia Central, además de avena y adormidera, autóctonas de Europa. Los caballos que se expandieron desde Oriente Próximo hasta la zona occidental de África revolucionaron las tácticas militares que allí se empleaban, en tanto que las ovejas y el ganado vacuno originarios de las montañas del este de África sirvieron para que los hotentotes, que carecían de animales domésticos propios, se convirtieran en ganaderos en el sur de África. El sorgo y el algodón africanos llegaron a la India hacia el año 2000 a. C., mientras que los plátanos y los ñames de la zona tropical del sudeste de Asia cruzaron el océano índico para enriquecer la agricultura del África tropical.
En el Nuevo Mundo, sin embargo, la zona templada de América del Norte está separada de la zona templada de los Andes y de la América del Sur meridional por una franja tropical de miles de kilómetros, donde las especies adaptadas a los climas templados no pueden sobrevivir. En consecuencia, la llama, la alpaca y el conejillo de Indias de los Andes no llegaron a expandirse hasta América del Norte, ni siquiera hasta México, y estas zonas continuaron careciendo de mamíferos domesticables que sirvieran como fuerza de tiro y produjeran lana y carne (a excepción de los perros alimentados con maíz). Las patatas no se difundieron desde los Andes hasta México y América del Norte, en tanto que los girasoles tampoco lo hicieron en dirección contraria. Muchos cultivos aparentemente compartidos por la América del Norte y la América del Sur prehistóricas eran en realidad diferentes variedades o incluso especies distintas, lo que indica que fueron domesticadas independientemente en ambos continentes. Es el caso, por ejemplo, del algodón, las judías, las habas, la guindilla y el tabaco. El maíz sí se difundió desde México hasta América del Norte y del Sur, si bien su expansión fue lenta y difícil debido a la necesidad de que se desarrollasen variedades adaptadas a otras latitudes. Hasta finales del siglo XVIII, aproximadamente, es decir, miles de años después de su implantación en México, el maíz no se convirtió en la dieta habitual del valle del Mississippi, en la cual se basó el tardío desarrollo de la misteriosa civilización del Medio Oeste que construía poblados de adobe.
Si el Viejo y el Nuevo Mundo hubieran rotado noventa grados sobre sus ejes, la difusión de los cultivos y de los animales domesticados habría sido más lenta en el Viejo Mundo y más rápida en América. En consecuencia, sus correspondientes civilizaciones se habrían desarrollado a ritmos diferentes, ¿y quién sabe si esa diferencia habría bastado para que Moctezuma y Atahualpa invadieran Europa aun sin tener caballos?
Hemos argumentado que los diferentes ritmos de desarrollo de la civilización en los distintos continentes no fueron el producto casual de la actividad de unos cuantos genios. Tampoco se originaron como consecuencia de las diferencias biológicas que determinan el resultado de la competencia entre las poblaciones animales (por ejemplo, la capacidad para correr más deprisa o digerir la comida mejor). No fueron tampoco consecuencia de diferencias en la capacidad de innovación de los distintos pueblos o, al menos, no disponemos de ninguna prueba que indique la existencia de tales diferencias. Por el contrario, el ritmo del progreso estuvo determinado por la influencia de la biogeografía en el desarrollo cultural. Si Europa y Australia hubieran intercambiado sus poblaciones hace doce mil años, habrían sido los antiguos pobladores de Australia, trasladados a Europa, los que invadieran América y Australia desde Europa.
La geografía establece las normas básicas de la evolución, tanto biológica como cultural, de todas las especies, incluida la nuestra. La influencia determinante de la geografía en la historia política moderna es aún más evidente que su influencia en el ritmo de desarrollo de la agricultura y la ganadería. Desde esta perspectiva, casi resulta divertido leer que la mitad de los escolares estadounidenses no saben dónde está Panamá, pero cuando los políticos demuestran la misma ignorancia la cuestión se torna más seria. Entre los numerosos y notorios ejemplos de catástrofes desencadenadas por la falta de conocimientos geográficos de los políticos, bastará con mencionar dos casos: las artificiales fronteras trazadas en el mapa africano por las potencias coloniales europeas del siglo XIX, cuyo resultado fue minar la estabilidad de los estados africanos modernos herederos de esa partición; y las fronteras de la Europa del Este establecidas en el Tratado de Versalles, suscrito en 1919 por varios políticos que sabían muy poco de esa región y que con su decisión no hicieron sino allanar el camino para que estallara la Segunda Guerra Mundial.
La geografía era materia obligatoria en los colegios y universidades hasta hace algunas décadas, cuando comenzó a eliminarse de muchos planes de estudios. Se tenía la idea errónea de que las geografía consistía en poco más que memorizar los nombres de las capitales de los países. Pero estudiar geografía durante siete semanas en el séptimo curso no bastará para que los futuros políticos aprendan las consecuencias que los mapas tienen en nuestras vidas. Los fax y las comunicaciones vía satélite que ponen en comunicación las partes más remotas del mundo no pueden borrar las diferencias entre los pueblos que emanan de su localización geográfica. A lo largo del tiempo, y a una escala global, el lugar donde vivimos ha determinado en gran medida nuestro modo de ser.