Carta VII
Querido Justo:
Confieso que no sé qué escribirte. Lo que he visto últimamente ha cambiado todos mis juicios sobre él. Varias veces te dije que le consideraba un hombre como todos. Hoy he de decirte no sé quién es, si sólo un hombre, o más bien un ser misterioso que imita a los hombres…
Si no fuese porque cada día le veo comer y beber como cualquiera de nosotros; si no fuera porque cierto día, cuando entramos en el taller de un naggar, le vi sucumbir a la tentación de las sierras, cepillos, martillos y formones, dejarlo todo de pronto, coger de un rincón un tronco y trabajarlo a conciencia mostrando a cada movimiento que conocía bien el oficio; si no fuese por la tristeza que más de una vez he notado en su voz; si no fuese por todo esto, dejaría de creer que realmente existe… Sin embargo, es un hombre. Sus plantas dejan huellas en la arena y la hierba se dobla bajo su peso. Cuando está cansado lo noto en su rostro, que palidece como el de quien ha perdido mucha sangre. Entonces se apoya en una roca o contra la borda de una embarcación y se queda dormido. Así se durmió precisamente cuando estábamos navegando, con el profundo sueño de un obrero cansado capaz de dormir aun estando de pie. Pero espera; voy a contártelo todo tal como ocurrió.
Anda, predica y cura. Raramente pasamos más de una noche en el mismo lugar. Seguimos las carreteras y caminos de Galilea sin hacer caso al tiempo, que ya se ha vuelto muy caluroso. Estamos en pleno verano. Todo a nuestro alrededor ha florecido y madurado. Pronto terminará la siega y dentro de poco podremos ya coger dátiles. La sequía aumenta de día en día. En los pueblos y poblados se oye el grito de: «¡A mí! ¡Venid a mí! ¡Agua!». Los estanques y torrentes más pequeños se han secado. El Jordán ha bajado de nivel y brilla como una cinta plateada al fondo del ghor. Al atardecer se oyen en las cercanías del lago los gritos de los que van a sacar agua y el chirriar de las ruedas. La abundante vegetación que cubre las colinas circundantes se mantiene verde gracias al incesante esfuerzo de los campesinos galileos. Si ellos dejaran de trabajar, unas negras rocas comenzarían a despuntar entre la vegetación, como los huesos de un esqueleto por entre los restos descompuestos. La blanca capucha del Hermón se ha fundido; y sobre el cielo se recorta la cumbre verde y gris que apenas sobresale de las escarpadas y amplias lomas.
Dondequiera que esté se pone a predicar. Habla en las sinagogas, pero prefiere hacerlo al aire libre. Le gustan las colinas con un declive pronunciado y escoge sobre todo las que tienen un amplio campo visual para, desde allí, poder invocar como testigos de sus palabras a las ciudades, montañas y mares lejanos. Observo que últimamente su modo de hablar ha variado. Cuando antes contaba una hagadá, explicaba en seguida su sentido. Hoy habla sólo con parábolas y casi nunca deja entrever claramente su pensamiento. Sólo si sus discípulos no le han entendido les da explicaciones más tarde.
Quizás esta actitud tiene por causa las contrariedades que ha tenido últimamente. El pueblo continúa siguiéndole, escuchando todas sus palabras y maravillándose de sus milagros. Pero los nazarenos no están ociosos, han hecho circular por todo el país calumnias contra su paisano. Han logrado que el Templo se fijara en él. Entre los grupos que escuchan a Jesús cada día se ven más sacerdotes, levitas y soferim, incluso hay fariseos. También a mí han venido a preguntarme mi opinión sobre el nuevo maestro. Vigilan cada palabra y cada acto suyo y tratan de atraparle en alguna falta. Varias veces habló mal de nuestros haberim. Ni una de estas palabras ha sido olvidada. En la sala de la Piedra Cuadrada lo saben todo. Me preguntaron:
—¿No has observado, rabí, que descuida las abluciones antes de las comidas y coge el pan con manos impuras? No se puede comer en la misma mesa con él. Tampoco observa el sábado. Lo hemos comprobado con nuestros propios ojos. Cierto sábado, cuando aún había trigo en los campos, pasó con sus discípulos entre unos trigales; ellos arrancaron unas espigas, las desmenuzaron y se comieron los granos. ¿Es que nuestras miwkoth no nos prohíben hacerlo? Cuando le llamamos la atención sobre lo que habían hecho sus discípulos, ¿sabes, rabí, cuál fue su respuesta? Nos recordó cómo el gran rey David —que el Eterno tenga su alma— cogió del Santuario los panes de la proposición y comió de ellos. ¡Comparó a estos impuros amhaares con el gran rey! Y aún añadió: «Hay aquí alguien que es mayor que el Santuario…». ¿Quién es? ¿Él, quizá? ¡Qué blasfemia tan grande compararse a sí mismo con el Santuario en el que entra el sumo sacerdote con sus sacrosantas vestiduras! Luego añadió: «Bar Nash es el Señor del sábado…». ¡Esto es otra blasfemia! ¿A quién llama «el Hijo del Hombre»? Daniel hablaba así del Mesías… Pero él, cuando se refiere a su persona, dice: «Bar Nash…». ¡Se da a sí mismo el nombre del que ha de venir! ¡Es una blasfemia! Sólo el Todopoderoso es Señor del sábado. Cuando le dijimos que es Baal Zebub quien expulsa a los demonios sirviéndose de él, nos gritó que somos unas víboras y que entrarán en nosotros no uno, sino siete espíritus impuros… Tú, rabí, eres sabio, perteneces al Gran Consejo y al Sanedrín. Tu nombre significa «vencedor». ¡Véncelo tú! Destruye su doctrina ante los ojos de estos sucios amhaares. Que no puedan ya sentirse orgullosos de él. ¡Has oído lo que dicen, que pertenece a la estirpe de David! ¡Blasfeman! ¡Blasfeman! No es más que un humilde naggar. Los libros de las estirpes fueron quemados por Herodes. ¡Que su nombre sea maldito, y que sea confinado para siempre al más bajo círculo del Gehinnon, pues ahora por culpa suya cualquier pordiosero puede decir que desciende de familia real! ¡Discútele públicamente sus enseñanzas, rabí! Tú eres tan sabio. Tú conoces la Ley. A través de ti habla Bath Kol, la voz del cielo. Cuando tú hables, los mismos cielos callarán. Ya lo dice la halaká: la autoridad del hombre versado en leyes es mayor que la de un ángel. Hazle callar. Ya ha pasado el tiempo de los profetas. Ahora vosotros, sólo vosotros, los soferim, podéis hablar en nombre del Altísimo. ¡Hazle callar, rabí!
Los ojos les brillaban bajo sus cufieh hundidos hasta las cejas y sus largos y oscuros dedos tiraban nerviosamente de los cordones del taliss. Le odiaban todos de dondequiera que vinieran. Pero querían que fuese yo el que le atacase. Me presionaban, me tentaban con palabras aduladoras. ¡Oh, palabras, así tienen más fuerza que un sable apoyado en la garganta! Aunque yo pensaba: si me enfrento con él, ¿quién salvará a Rut? Ya sé que blasfema y que no cumple las prescripciones. Pero hay algo en él que me hace sentirme impotente en su presencia. ¿Acaso al decirme que estaba cerca del reino lanzó un maleficio sobre mí? ¡Qué sé yo! Pero no quiero argüir con él. Les contesté que todavía era demasiado pronto, que más valía seguir escuchando lo que dice. Exclamaron: «¡Ya ha hablado bastante! ¡Ha dicho tantas blasfemias! Esa pandilla de amhaares le escuchan y se tragan sus palabras como si fueran higos dulces. Amenázale, rabí, y hazle callan. Cuando los estropee, nadie querrá luego escuchar nuestras enseñanzas». Quise convencerles de que no podía hacerlo. Necesito aún observarlo y oírle hablar. Discutimos hasta muy entrada la noche. Cuando se marchaban, uno de ellos, un fariseo de Gishala, dijo: «Das muy mal ejemplo escuchándole y luego callándote…».
No pude dormirme hasta la madrugada. Quizás es verdad lo que ellos dicen. Pero ¿qué puedo hacer? No sé a quién dar la razón. Con sólo que obligara a sus discípulos a que se lavaran las manos y santificara el sábado, nadie podría reprocharle nada. Su doctrina no contiene errores. Los milagros que obra parecen atestiguar que el Todopoderoso está con él. Pero ¿por qué es tan poco razonable? ¿Por qué dificulta tanto mi tarea?
De modo que tal vez por causa de todos estos que le escuchan impacientes, esperando poder atraparle en algo, cuenta hagadás y no las explica luego.
En cierta ocasión dijo:
—El reino de los Cielos es como la siembra. Un hombre salió a sembrar. Una semilla cayó entre cardos y éstos la ahogaron, otra cayó junto al camino donde los que pasaban la pisotearon, otra sobre una piedra y el sol la secó, otra en un pedregal donde germinó pronto, pero igualmente pronto se agostó. Otras, por fin, cayeron en tierra profunda y de ellas germinaron pesadas espigas que dieron al sembrador más de lo que había perdido con las otras semillas…
—El reino de los Cielos —dijo en otro momento— es como la semilla que alguien sembró y fue creciendo en silencio, de día y de noche, y antes de que el sembrador se diera cuenta tenía ya todo un campo de espigas a punto de siega. Y se maravilló porque la semilla y la tierra, la lluvia y el sol lo habían hecho todo y él no tenía más que recoger el fruto…
Aquí, a orillas del lago, comienzan ahora a sembrar por segunda vez; por esto todas sus hagadás hablan de la siembra. Las ruedas de las bombas chirrían, y los cubos con agua hasta los bordes pasan y vuelven a pasar por entre los rojos surcos de las tierras recién aradas. Él nunca habla de cosas que sus oyentes no pueden ver o no sepan imaginar fácilmente. «Mirad los lirios… Un labrador salió a sembrar…». En sus narraciones no hay sabios, ángeles, demonios o voces celestiales, sino personas corrientes, simples amhaares como los que ve a su alrededor. Los grandes Shammai, Abtalión e Hillel decían que en esto precisamente ha de consistir la enseñanza acercar la Ley al pueblo… Así pues, él habla bien. Pero también por este camino, desde Josué hasta los profetas, y luego desde los profetas hasta los sabios como Shammai e Hillel, han llegado hasta nosotros las reglas sobre las abluciones y se han convertido en algo más sagrado que la misma Ley, ya que nos hemos impuesto esta obligación voluntariamente para mayor gloria del nombre de Sekiná. ¿Por qué, pues, hay en él esta continua contradicción? Si quisiera ser de otro modo, si sólo quisiera comprender… Porque a él no se le puede tratar como se trataría a un sabelotodo cualquiera que engañara a las gentes con vana palabrería, contraria a las enseñanzas de los sabios.
Le siguen ingentes multitudes, como si ésta no fuera la época de los trabajos en el campo. ¡Millares de personas! Desde la madrugada hasta bien entrada la noche le acompañan a todas partes. Esperan cada una de sus palabras y le llevan a sus enfermos. Se nota que está ya muy cansado de todo, pero es incapaz de negarle nada a nadie. Hace poco sus discípulos intentaron apartar a la gente para que tuviera al menos un momento libre para comer y descansar. Pero se dio cuenta de que trataban de alejar a un grupo de madres que le llevaban a sus hijos para que los bendijera y les reprendió severamente. Dijo: «¿Por qué alejáis de mí a los niños? De ellos es el reino de Dios…». (Otra vez él y el reino como una misma cosa…). A pesar de esto, cada día se le ve más agotado. Así que le dejan tranquilo, apoya la cabeza en una mano y se queda totalmente inerte. Ayer, en un momento así, oí como decía a Simón. «Preparad la barca, al atardecer nos haremos a la mar…». Comprendí que deseaba escapar de todos estos admiradores que le dejaban extenuado. Tuve miedo de que, si se marchaba, luego me costaría volver a encontrarle. No querrás creerlo, pero hasta ahora no le he pedido la curación de Rut ni he intentado siquiera hablarle… Esta continua aglomeración de gente… Tendría que ir a empujones junto con los enfermos, los amhaares, los publicanos y las mujeres públicas, pues la turba que le rodea está compuesta por toda clase de gente de la más baja extracción. Hubiera tenido que exponer mi caso a la vista de todos ellos… Además, nunca he sabido cómo dirigirme a él. Pero, cuando oí que quería marchar a la costa oriental del lago, decidí pedirle que me llevara consigo. Pensé que en la solitaria orilla de Decápolis encontraría una ocasión más propicia para hablarle. Me acerqué y dije:
—Rabí, he sabido que tienes intención de pasar a la otra orilla. Déjame ir contigo y con tus discípulos…
Levantó la cabeza, que tenía apoyada en una mano. Los calores y el continuo esfuerzo habían hundido sus mejillas y todo su rostro estaba como recubierto por un velo violáceo. Me miró con sus negros ojos sobre los que caía un mechón de cabello. ¡Qué rostro tan hermoso tiene! Unas delicadas venas le surcan las sienes y una red de arrugas diminutas aparece y desaparece en la comisura de sus ojos. No lleva filacterias en la frente ni en el brazo. Se viste el taliss sólo cuando entra en la sinagoga. Si no fuera por los zizith de su abrigo, se podría creer que es un goim. Fijó en mí su cansada mirada. Siempre mira así, como si viera en nosotros todo, incluso lo que nosotros mismos ignoramos.
—Si quieres —dijo—, ven… Pero recuerda: las zorras tienen sus guaridas, los pájaros sus nidos; sólo el Hijo del Hombre no tiene casa en la que refugiarse…
Le di las gracias e iba a marcharme cuando llegó uno de sus discípulos, Tomás, al que ellos llaman también «el Gemelo», con el pelo en desorden y la cara cubierta de tierra. Se paró ante él y comenzó a lamentarse. Resultó que acababan de comunicarle la muerte de su padre.
—Rabí —sollozaba—, he de rendir mi último servicio al que me dio la vida. No iré contigo y marcharé a ocuparme del entierro y del banquete…
Con gran sorpresa, vi al nazareno mover la cabeza.
—Ven con nosotros —le dijo, como siempre, con calma, más como un ruego que como una orden, pero de ese modo que no admite discusión—. Que los sepultureros se ocupen del muerto…
Y, de nuevo, ¿cómo he de juzgar estas palabras? El mandamiento del Señor dice «honra a tus padres». Y tantas prescripciones como hablan de las obligaciones del hijo hacia el padre… ¿Quién debe enterrar a éste, sino el hijo? Él, en cambio, le dice: ¡déjalo a los sepultureros! En esto también rechaza las enseñanzas de los soferim. ¿Cómo justificar luego su conducta?
Al anochecer nos reunimos en la orilla. Mientras tanto, Simón y Andrés prepararon la barca, la metieron en el agua e izaron la vela. Los doce tenían que ir con el maestro. Tomás también estaba con ellos. Se había alisado el pelo después de untárselo con aceite. Sonreía. Nada en él denotaba luto. ¡Qué influencia tan grande tienen sus palabras sobre estos amhaares! En pos del nazareno llegó a la orilla toda una multitud. Les desorientó la marcha del maestro… «Pero ¿volverás, rabí, verdad que volverás?», preguntaron ansiosamente. Contestaba con un movimiento de cabeza. Debía de estar tan cansado que no tenía ni fuerzas para hablar. Le vacilaban las piernas.
Ya antes noté que Simón, Andrés y los hijos de Zebedeo estaban a un lado discutiendo acaloradamente. Llegaron a mí palabras como: «En el “Gran Cofre” retumbaba mucho… El maestro dice que debemos partir hoy… Avísale… Él lo sabe todo… Pero ¿y si…?». Me sentí inquieto. El «Gran Cofre» es el nombre de unas rocas situadas entre la Betsaida galilea y Cafarnaúm, donde, según los pescadores de aquí, se oyen retumbar las olas del mar Grande cuando, desde occidente, se avecina una tempestad. Intranquilo, escruté el cielo. El tiempo parecía muy sereno. Pero se ve que no sólo los discípulos habían oído algo porque entre la multitud se oyeron voces gritando: «No te vayas hoy, rabí dicen que el Gran Cofre retumba. Podría haber tormenta…». Pareció no prestar atención a estas palabras. En cierto momento se adelantó de entre la multitud el jefe de la sinagoga local, Jairo, hijo de Gedidah, el mismo que había tratado de convencer al maestro de que curase al siervo del centurión romano. Abriendo las manos bajo el taliss, dijo:
—Es mejor que no os embarquéis hoy, rabí. Dicen que se avecina un temporal. El sol, a poniente, se ha vuelto rojo…
En un último esfuerzo de voluntad pareció vencer el cansancio y contestó:
—Por el aspecto del cielo podéis conocer el tiempo. ¿Cómo no sabéis conocer que ya ha llegado la hora? Simón y Juan le tendieron las manos y, ayudado por ellos, entró en la barca por una estrecha pasarela. Le dispusieron en la popa un manto y un almohadón. El viento de occidente aún no había comenzado a soplar, parecía retrasarse, y los pescadores tuvieron que coger los remos. Sin gran entusiasmo me subí a la barca. La amenaza de una próxima tormenta me había quitado las ganas de embarcarme. Incluso estuve dudando si quedarme. También los discípulos estaban intranquilos. Sin pronunciar palabra, nos hicimos a la mar. El sol teñía de rojo las cumbres de las orillas galileas, a la vez que bañaba en oro la orilla oriental hacia la que nos dirigíamos. La gente que había quedado en tierra agitaba las manos y nos deseaba a gritos una feliz travesía. Pero el nazareno no parecía oírles. Así que entró en la barca, se dejó caer pesadamente sobre el almohadón. Cerró los ojos. Al instante su respiración se hizo lenta y un poco pesada, como la de una persona dormida.
Varias veces escruté intranquilo el cielo. En cuanto el sol se hubo hundido detrás de las colinas, comenzaron a encenderse, aquí y allá, las primeras estrellas. Nos íbamos alejando más y más de la costa galilea, que parecía fundirse con la tranquila superficie del agua. Frente a nosotros las cumbres de las montañas seguían pareciendo ascuas, aunque su rojo destello perdía intensidad por momentos. Los remos se hundían rítmicamente en el agua. El viento seguía sin aparecer y la vela colgaba ociosa. Mi inquietud comenzó a mitigarse. Parece que no habrá tormenta, pensé. Sólo nos querían asustar. Querían retener al maestro… Al no estar familiarizado con el mar, la perspectiva de una lucha con las olas me producía verdadero terror. Pero no llegué a tranquilizarme del todo. La temerosa espera continuaba allí, a flor de piel, como una espina. Mientras la orilla fue visible, su proximidad me daba ánimos; pensaba que, en caso de tormenta, siempre estaríamos a tiempo de refugiarnos en ella. Pero al fin el sol se escondió y todo quedó envuelto en la oscuridad, iluminado sólo por el tenue resplandor de las estrellas. No veíamos la orilla, no veíamos nada a nuestro alrededor; avanzábamos como cubiertos por la tienda del Kedar. Incluso llegué a dudar de si seguíamos avanzando. Era como si el agua se hubiera petrificado aprisionándonos en medio del lago. Apenas si podía discernir la silueta del maestro. Estaba acurrucado sobre el banco de popa. De los discípulos, unos remaban y los restantes dormitaban apoyados unos en otros. Nadie hablaba, y el silencio era roto sólo por el ruido de los remos. Mi inquietud creció de nuevo. No podía dormir como los otros. Mi mente creaba visiones. Si hubiera tormenta, me preguntaba, ¿lograríamos escapar? Estos pescadores que tiemblan a la sola posibilidad de su llegada, ¿sabrían hacerle frente? Procuraré desviar mi atención en otra dirección: comencé a pensar en Rut. Pero éste era un pensamiento negro como la noche que nos rodeaba, pesada, húmeda y asfixiante. Cuando mis pensamientos vuelan al lado de Rut siento que me falta el aliento… ¡Oh, Adonai! ¿Qué hace ella ahora? Y en seguida me la imagino acostada con los ojos abiertos, fijos en la oscuridad, la frente sudorosa, los labios resecos y callada para no despertar a nadie con sus gemidos. ¡Cuánto desea ella la salud, que nosotros ni siquiera sabemos apreciar en nosotros mismos! ¡Oh, Rut!… Me pareció que le estaba hablando, y de mis labios crispados se escapó un sollozo. Pero ella callaba… ¿Qué piensa mientras permanece así acostada, atenta sólo al cruel ritmo de la enfermedad que devora su cuerpo? ¿Por qué se queda muda y tan pocas veces contesta a nuestras palabras? ¡Rut!… ¡No he hecho nada por ella! O, mejor, todo lo que he hecho hasta ahora no sirve para nada… ¿De dónde viene esta enfermedad? ¿Por qué ella precisamente ha sido víctima? ¡Oh, Adonai!… Tenía razón Elifaz al decir que frente a ti ni el cielo, ni las estrellas, ni los ángeles son bastante puros… Pero yo, a pesar de todo, he de hablar contigo. ¡Tienes que decirme por qué ella sufre tanto! ¿A causa de qué pecado? ¿Y de quién? Cualquiera que sea la prueba a que me sometas, confiaré en ti como Job… ¡Quiero tener fe…, quiero…! ¡Oh, Adonai!… Si es verdad que él cura en tu nombre, ¿por qué no me ha ofrecido la salud para ella? Otros no le piden nada y reciben. Yo mendigo en silencio… ¿Es posible que él no lo vea?
Supongo que nunca habrás oído contar cuán súbitamente el viento de occidente cae sobre el mar de Galilea durante una noche tranquila. Se diria que un puño enorme e invisible se había desprendido de la oscuridad para golpear nuestra embarcación. El mástil crujió de pronto con un estruendo terrible. Algo nos levantó y nos empujó hasta la cresta de una gigantesca ola para luego lanzarnos desde muy alto a un negro y rugiente abismo. El silencio huyó como un pájaro asustado cediendo su lugar a miles de sonidos. La negra y petrificada superficie del agua cobró vida y se convirtió en un hervidero de blancas espumas. De nuevo fuimos lanzados al aire y otra vez caímos en un precipicio sin fondo. La espuma, con un ronco bramido, pasó por encima de nuestras cabezas calándonos hasta los huesos. Los hijos de Jonás se lanzaron gritando hacia la vela. Quisieron atarla. Pero se escapó de sus manos como un ser viviente. Una vez más una fuerte sacudida nos lanzó hacia arriba y bajo nuestros pies se hizo un vacío en el que nos pareció que íbamos cayendo indefinidamente. Tambaleándose y agitando los brazos, los discípulos continuaban luchando con la vela. Al fin lograron recogerla y ahogar el ruido ensordecedor de la tela hecha jirones. Pero el rugido del mar continuaba pareciéndose a una música enloquecida. Las olas golpeaban furiosas como si fueran piedras salidas del agua. A través de los maderos de la barca, las sentíamos agitarse como una enfurecida manada de lobos. Los golpes caían sobre nosotros desde todas direcciones. Nos parecía que íbamos dando vueltas como un hombre azotado por un látigo. De pronto, en medio de la oscuridad, por el lado de proa, saltó una enorme columna de agua que se abatió sobre nosotros. Con agua hasta las rodillas, nos agarrábamos desesperadamente a la borda y a los bancos, mojados, ensordecidos y maltratados por el viento que nos oprimía el aliento en el pecho. Otra ola saltó por la borda de estribor y nos pareció como si la invisible noche nos hundiera hasta el fondo mismo del lago. El agua nos llegaba ya a media pantorrilla. Me pareció que alguien a mi lado hablaba en un horrible susurro. Pero era un grito. Debía de ser Simón el que gritaba: «¡Achicad el agua!». Agarrándome al banco con una mano, e incliné y toqué el fondo de la embarcación. El agua corría furiosamente de una borda a otra. En vano intenté llenar con ella el hueco de mi mano. En este preciso momento fuimos lanzados de nuevo a la superficie y otra vez arrastrados al abismo. Me agarré convulsivamente a los maderos mojados. Otra ola gigantesca se abalanzó sobre nosotros como una columna deshecha en pedazos. Me sentía mojado y destrozado. Oí de nuevo una voz humana que el viento llevó en seguida lejos de mí: «¡Achicad el agua! ¡El agua! ¡Nos hundimos!». La embarcación dio un brinco como si las olas la hubieran lanzado contra un poste clavado en el agua. El banco se me escapó de entre las manos. Me senté en el fondo de la barca, en el agua. Miré maquinalmente hacia arriba. Las lenguas de espuma parecían nieve sobre unas vacilantes cumbres montañosas. Arriba, en un fragmento de cielo que puede entrever, las estrellas brillaban tranquilas como los ojos de un ciego, indiferentes a lo que estaban presenciando.
Intenté levantarme. Alguien saltó por encima de mí. De nuevo oí una voz que el viento unas veces ahogaba y otras dejaba llegar hasta mí con toda la desesperación encerrada en ella.
—¡Maestro! ¡Maestro!
Entonces me acordé de él. Hace poco todavía estaba en la barca, dormía… Intenté levantarme de nuevo. Otra cascada de agua me mojó de arriba abajo.
Agarrado a la borda, logré ponerme de rodillas. El viento me arrancó el mojado cufieh azotándome las mejillas. El agua entraba por todos lados. Alguien muy corpulento estaba de pie a mi lado. Debía de ser Simón. Al fondo, a popa, a pesar del balanceo y la oscuridad, vi la blanca figura acurrucada igual que antes. ¡La tempestad no le había despertado! ¡Dormía en la barca medio hundida como en un mullido lecho en una habitación caldeada!…
—¡Maestro! —gritaba la ronca voz de Simón.
—¡Maestro, estamos perdidos! Maes… —gritaban también los otros.
Todos los hombres de aquella embarcación zarandeada por el viento, perdida en la oscuridad, prorrumpieron en gritos. Yo también grité: «¡Maestro!». Recibimos una fuerte sacudida. Para no caer, me agarré al duro brazo de un pescador. El agua que llenaba la barca entorpecía nuestros movimientos. Fijé los ojos en la oscuridad y en aquella silueta dormida que asustaba por su inmovilidad. Por fin se movió y pareció que se agigantaba todo él. Debió despertarse entonces. ¿Se habría quedado mudo al abrir los ojos en medio de aquel caos? De pronto, dominado el rugido del mar, oí su voz, infinitamente tranquila, cansada y como dolorida.
—¿Dónde está vuestra fe? ¿Por qué no confiáis en mí?
Confiar… Sentí una quemazón en el pecho como si me hubieran asestado una puñalada. Como el eco de una canción que nos llega rezagada, recordé las palabras de Job que yo había dicho antes de la tempestad: «Ocurra lo que ocurra, confiaré en ti…». ¡Qué fe tan ilimitada posee él, pensé, y qué fe tan ilimitada exige! Esta tempestad parecía desgarrar el mundo hasta lo más profundo. Todo el mundo, no sólo el que nos rodeaba. La blanca y esbelta silueta creció inesperadamente ante mí. Se había levantado. Oí que hablaba, pero su voz ya no era la cansada y triste voz del maestro que corrige en vano una y mil veces. Fue como el sonido de un trueno en medio de la tempestad, un trueno que se enfrenta con los rugidos del viento y del mar… Habló sin gritar. Pero esta voz natural, tan llena de autoridad, llegó hasta las estrellas y hasta el fondo del mar. Al empezar no fue sino un sonido más, perdido en el caos de la tormenta, mas terminó siendo una potente llamada en la noche, silenciosa como el mismo silencio… Todo lo que antes se agitaba, los vientos, las aguas, así como las tinieblas, dejaron de pronto de existir y fue como si nunca hubieran existido… ¿Comprendes? Hacía apenas unos minutos que las olas nos tapaban las estrellas y rozaban el cielo. Ahora el silbido del viento había enmudecido como la cuerda rota de un instrumento… Sobre nuestras cabezas volvió a aparecer el cielo majestuoso y las estrellas caían de nuevo en el mar para dormirse, seguras, sobre su levemente rizada superficie. Si no fuera que estábamos empapados de agua, jadeantes, rendidos por la lucha contra el viento, con los nervios en tensión y con la barca llena de agua, hubiéramos podido pensar que toda la tempestad no había sido más que un sueño… Jesús se dejó caer sobre un banco, se acurrucó y quedose inmóvil. ¿Había vuelto a dormirse? Simón nos mandó a media voz que achicáramos el agua de la barca. Mientras lo hacíamos, le mirábamos. Durante el temporal lo habíamos olvidado. Ahora, no importa lo que estuviésemos haciendo, todos nuestros pensamientos estaban concentrados en él. No nos cabía en la cabeza que, después de todo aquello, fuera capaz de quedarse dormido como un niño cansado que cae en la inercia del sueño, que es como la antesala de la muerte…
Pero aquí no termina todo, Justo. Por la mañana nos acercamos a la orilla que se alzaba ante nosotros formando un vertical acantilado. Sólo por un punto podíamos llegar a ella y allí era por donde el agua había desgastado la roca que, al desmoronarse, se había convertido en un montón de informes y puntiagudos bloques de piedra. El maestro se despertó y, sin pronunciar palabra, con un signo dio a entender a Simón, que como un perro fiel no le perdía de vista, que desembarcáramos allí. Con prudencia, examinando el fondo con un remo, pasamos por entre las rocas. El agua entre ellas se movía, pero el mar que él había calmado estaba tan tranquilo que sin temor alguno pudimos dejar la embarcación y tomar tierra en la rocosa orilla. Entre los negros bloques crecían plantas verdes y matas con flores color púrpura.
El pedregal formaba como una brecha en el alto y casi inaccesible acantilado y conducía en suave pendiente a un pequeño llano cubierto de abundante hierba y árboles. No lejos divisamos una ciudad. «Es Gerasa», dijo Jaime, que conocía bien aquella región. Una enorme piara de cerdos pacía a la sombra de unas majestuosas encinas. Cuidaban de ella unos chiquillos medio desnudos, vestidos sólo con unas pieles negras que les cubrían las caderas. Nos miraron con curiosidad. De pronto uno de ellos lanzó un grito y señaló en nuestra dirección como si nos quisiera prevenir de algo.
Nos volvimos, al mismo tiempo oímos un alarido salvaje y espantoso.
Algo venía hacia nosotros. Al principio fue difícil distinguir si se trataba de un hombre o de un animal. Era un ser enorme, desnudo, cubierto de pelos, barro y sangre coagulada. De una de sus muñecas colgaba un trozo de cadena. Comprendimos que se trataba de un loco. Venía corriendo y lanzaba unos gritos inhumanos. Miré a los pastorcillos y vi que cada uno había agarrado una pesada maza. Sus perros comenzaron a ladrar furiosamente. Aquel demente debía de ser peligroso. Abría las fauces y daba dentelladas en el aire con sus afilados dientes, como un animal. Sus puños, cerrados, parecían dos enormes martillos. Aún tuve tiempo de ver unos orificios sangrantes en el pecho y los brazos del desdichado, pero ya Simón se había alejado un poco y gritó: «¡El maestro!», y él y Tomás se volvieron para protegerle. Los otros se pararon también. Mientras tanto el demente llegó junto a Jesús, que se había quedado inmóvil, sin demostrar el menor temor. Pero no se abalanzó sobre él, sino que se dejó caer al suelo lanzando un horrible alarido que parecía a la vez un sollozo y una carcajada. Dio con la cabeza contra la piedra y la sangre le salpicó la frente. Arrancaba con ambas manos la hierba y la arrojaba al aire. De su boca abierta salía a borbotones una saliva blanca y espesa. De pronto, entre los gritos del demente, pude distinguir unas palabras:
—¡Fuera! ¡Fuera! ¡Vete de aquí, Jesús! —vociferaba—. ¡Fuera! ¡Vete, hijo de Él! ¡Nada tienes que ver con nosotros! ¡Todavía no ha llegado tu hora! ¡Fuera! ¡Vete!
Sentí un escalofrío. Aquel loco debía de estar poseído del demonio. Confieso que nunca había visto tan de cerca a un energúmeno. Conozco los exorcismos: sé cómo conjurar a Zamael, padre de Caín, y a Asmodeo, nacido de un insecto… Pero entonces estaba tan impresionado que olvidé todas las instrucciones. El hombre daba alaridos, arañaba la tierra con las uñas, se lanzaba con todo su cuerpo contra las piedras y lo salpicaba todo de sangre y espuma. Se me ocurrió pensar que así mismo debió de comportarse el padre de la mentira ante el trono del Eterno, al verse obligado a confesar que no había podido vencer a Job… Temblaba. De pronto, Jesús dijo:
—Deja a este hombre.
Como siempre, su voz era suave y firme, igual que cuando ordenó a la tempestad que enmudeciese. En sus palabras no había irritación ni estridencia alguna. Era simplemente una orden que no podía ser desobedecida.
El poseído dio un aullido más fuerte aún y vociferó con voz ronca (él les habla, pero los endemoniados, en su presencia, siempre gritan):
—¿Por qué? ¿Por qué? ¡Oh, nos estás agotando! Pero no tememos —chilló de pronto ¡Somos muchos!
—¿Cómo te llamas? —preguntó Jesús.
—¡Somos muchos! ¿Has oído? ¡Muchos! Todo un día no bastaría para decirte nuestros nombres. Estamos aquí todos. Somos toda una legión…
—Todos, pues, salid de él.
El hombre gritaba como si le estuvieran torturando. Se clavó los dientes en el brazo y se arrancó de cuajo un pedazo de carne. Bajo el grito se oía cada vez más distintamente un sollozo. Gemía:
—¡Vete! ¡Déjanos! ¿Qué quieres? ¿Por qué me torturas? —De un salto el endemoniado se levantó, adelantó las piernas y se sentó. Sobre su cara ennegrecida, sobre sus labios ensangrentados apareció una leve sonrisa implorante—. ¿Adónde iremos? —preguntó—. Tú sabes cómo se está allí… —Una contracción de terror le retorció la boca—. Deja que nos quedemos… Aquí —señaló con su negro dedo a Gerasa— nos quieren. A ti no te esperan… Déjanos… ¡Nos lo podríamos repartir! Tú allí, nosotros aquí. Te ofrecíamos todo el mundo. No lo quisiste y ahora pretendes… Ellos no te quieren, puedes creerme. Estas piaras les son más preciosas que tú…
—Por esto os mando entrar en ellas. ¡Salid!
El hombre se echó hacia atrás y durante unos minutos se estuvo retorciendo con unas fuertes convulsiones: Algo como una ráfaga pasó junto a nosotros, agitó nuestros mantos mojados y se desvaneció en el espacio. Oímos gritos de los pastores y aullidos de los perros que huían con el rabo entre las piernas. Los cerdos dejaron de hozar la tierra. Daban vueltas y chillaban despavoridos, levantando las jetas. Súbitamente, como un negro alud de barro, toda la piara atravesó corriendo el prado en dirección al mar. Aquellos miles de pezuñas hollando la tierra produjeron un rumor parecido a lejanos truenos. Los primeros cerdos llegaron al borde del acantilado y, sin disminuir la velocidad, se lanzaron al espacio. Les siguieron todos los restantes Nada podía detenerlos. Todos, hasta el último, salieron despedidos por el borde rocoso y, agitando torpemente sus cortas patas, cayeron al agua, que se cerró sobre ellos como una tapa. Ni uno solo salió a flote, el mar engulló totalmente la enorme piara.
Entonces Jesús señaló al hombre que yacía sin sentido en tierra y dijo:
—Ocupaos de él.
Luego se dirigió lentamente hacia una roca, se sentó sobre ella y escondió el rostro en las manos. ¿Rezaba o lloraba? Sin dejar de observarle, nos ocupamos del hombre. Se recobró pronto. Era obediente como un niño. Se vistió una baja cuttona que él mismo encontró no lejos de allí en una gruta. Se lavó la sangre de la cara y las manos. Vi que examinaba con terror su cuerpo herido. Nos seguía con la vista sin decir palabra. Cuando, más tarde, nos acercamos al maestro para desayunar, él también se aproximó. Fijó en él una mirada llena de admiración, temor y agradecimiento. Permaneció callado, pero sobre su cara salvaje y bestializada apareció una expresión humana. Entretanto Jesús repartió el pan y los peces que habíamos traído. También llamó con una seña al demente. Pero tardó en acercarse para tomar su parte. Parecía como si no pudiese creer que aquello era realmente para él. Por fin se arrodilló y tendió tímidamente las manos, en las que el maestro depositó el pan. Lo comía despacio como si antes besara cada trozo. No se levantó: sentose sobre sus talones y, del mismo modo que antes el pan, parecía ahora devorar cada palabra del maestro, que nos estaba diciendo:
—¿Os ha asustado la tormenta? ¿Creéis, acaso, que habéis sido llamados para participar en una alegre siega? No; en verdad os digo que vendrán peores tempestades y el Hijo del Hombre os será arrebatado. Pero no te asustes, pequeña grey: vuestro Padre os dará el reino. Cuando yo arrojo demonios por mediación del espíritu de Dios, es que este reino ya ha llegado. Ya está cerca… Mas no os asustéis. Ocurra lo que ocurra, yo estaré con vosotros. No me negare a quien tampoco me haya negado a mí. Y aunque pierda la vida, ganará la vida.
Mientras escuchábamos aquellas asombrosas e inesperadas palabras, una enorme multitud de la ciudad se nos acercó sin que nos diéramos cuenta. Venían gritando, pero al acercarse enmudecieron. Observé que nos miraban asustados. Al frente de ellos iban unos ancianos con barbas blancas, vestidos con unos largos mantos. Desde luego eran paganos. Les habían conducido hasta allí aquellos pastorcillos vestidos con pieles negras sobre las caderas. Nos señalaban a nosotros, al prado por el que hacía una hora corrieron los cerdos y al mar que los había engullido a todos. La gente se detuvo a cierta distancia de nosotros. Se advertía que tenían miedo de acercarse más. Uno de los ancianos se adelantó un poco y, saludando respetuosamente al maestro, le dijo en griego:
—Kyrie, a ti que has destruido nuestras piaras, te rogamos que te vayas. Debes de ser un gran mago, puesto que has podido liberar a este desdichado. En modo alguno queremos ofenderte… Pero márchate, te lo rogamos. Por tus vestiduras vemos que eres judío. Vuelve con los tuyos. Nos has causado un gran daño, a pesar de que nosotros no te hemos ofendido en nada. Te lo pedimos todos… vuelve a embarcarte. Se ha perdido una gran riqueza. Se hubieran podido dar muchos banquetes… No te lo reprochamos, Kyrie. Pero déjanos. Eres demasiado grande para permanecer en nuestra ciudad. Además, vosotros, los judíos, no aceptáis nuestra hospitalidad y nuestra comida os parece impura. Embárcate de nuevo y vete.
Le hizo una respetuosa reverencia.
—Márchate, te lo rogamos —repitió la multitud a coro.
Todos comenzaron también a hacerle profundas reverencias. Pensé que les contestaría. Pero se levantó y, sin decir palabra, se encaminó hacia el mar. Le seguimos. La multitud se quedó allí mismo, formando un semicírculo y observando todos nuestros movimientos. Llegamos hasta la barca, que se balanceaba suavemente sobre el agua verde. Primero entró el maestro y a continuación todos nosotros fuimos ocupando nuestro sitio. Cuando ya nos habíamos acomodado, vi que el hombre liberado del demonio estaba en una piedra junto a la barca. Apoyó un pie en la borda, vacilando, y miró al nazareno con aire de súplica. Por primera vez desde que le habían abandonado sus verdugos habló en voz muy baja:
—Llévame también a mí, Kirie…
Pero Jesús negó con la cabeza. (¡Nunca se sabe lo que va hacer!).
—Quédate —le dijo—. Vuelve a casa y cuenta a todos los tuyos cuán grande es la misericordia de Dios. Cuéntaselo a todos… —añadió, apoyando cada una de las palabras.
Hasta ahora te había escrito que siempre recomendaba que no lo contaran a nadie. Pero a éste le dijo: «Cuéntaselo a todos». El hombre se apartó. Sus ojos se entristecieron, pero su expresión era de obediencia. Simón empujó la barca con un remo y salimos de entre las rocas. El otro continuaba de pie junto al agua. Más arriba, en la orilla, se veía el semicírculo de los gesarenos observando atentamente nuestra embarcación. De pronto, el hombre gritó para que le oyéramos, a pesar de la distancia que nos separaba:
—¡Lo contaré a todos! ¡Sí, lo contaré!
No tardamos en estar de vuelta en Cafarnaúm. Aún no habíamos tocado tierra y ya una gran multitud acudió a recibir al maestro. Le saludaban agitando las manos y gritando alegremente. Entre ellos vi a Jairo. De nuevo hizo Jesús una cosa impresionante. Pero esto te lo contaré en la próxima carta. He de ordenar mis ideas y decidir… ¿Quién es él, Justo? ¿Quién es este hombre que serena las tempestades, ahuyenta a todo un ejército de demonios y se queda dormido en medio del rugido de los vientos?