Carta XIV
Querido Justo:
Excusa mi largo silencio. Me era difícil escribir. El tiempo pasaba y yo quedaba atrás como una isla que sigue inmóvil aunque junto a ella pase una corriente. Pero no, en realidad no me quedé así; la corriente me llevaba como a un tronco seco. Ya de día, me dormí, pero luego abrí los ojos y miré a mi alrededor, perplejo. ¿Qué había ocurrido? Estamos a finales de otoño. Han pasado los grandes calores y sólo la tierra, seca, dura y polvorienta, nos recuerda el martirio estival. En el cielo las nubes se acumulan en mayor cantidad cada día. Dentro de unas semanas se convertirán en lluvia. Mientras tanto el aire, sofocante y seco, agota nuestras energías. Por la noche el viento levanta nubes de polvo rojizo y sacude las higueras que ya no tienen higos; penetra en la ciudad y silba entre las hojas secas de las ramas que recubren las chozas. Todos los jardines, plazas y patios están llenos de ellas. Han llegado las fiestas y desde hace dos días ningún hombre ha vuelto a casa a dormir o a comer. Ayer noche ardían en la ciudad millares de fuegos y en el patio del Templo tuvo lugar un gran baile. Han llegado a Jerusalén muchos peregrinos. Las calles están atestadas de gente que se dirige en grandes grupos hacia el Templo o bien vuelve de los pórticos riendo, cantando, agitando ramos festivos hechos con hojas de limonero, palmeras, sauce y mirto y gritando la fórmula sagrada del Hallel: «¡Hosanna!».
Yo no puedo estar alegre. No pasan por mis labios las palabras, «Te doy gracias por haberme escuchado y haber querido ser mi salvador. Alabad al Señor porque es misericordioso…». Todo este alboroto festivo me irrita. Estas aparentemente alegres fiestas de la cosecha me parecen llenas de una amarga tristeza. Se las podría llamar igualmente fiestas de la muerte… La tierra, extenuada de calor, jadea como un asno cansado de trabajar. Los torrentes, completamente secos, presentan un aspecto desolado. Todo ha muerto y sólo el hombre sigue viviendo. ¡Parece una burla! ¿Por qué no poder inclinar la cabeza y morir también? Poder morir en vez de este diario despertar, antes de la cuarta guardia, con el grito terrible, este grito en el corazón siempre igual…
Rut no está y la vida sigue su curso. ¡Odio a ésta! Y no sólo la siento latir en mi pecho, sino que después de varios meses de lucha, cuando parece que también sobre ella la muerte ha puesto sus garras, siento como vuelve a renacer y reanimarme. A pesar mío siento renacer la esperanza… ¡No puedo soportar por más tiempo esta superposición continua de vida y muerte! El hombre debería vivir sólo mientras lo deseara… Somos como los árboles: quedamos sin vida, pero luego llegan las lluvias y los fríos, a los que sigue la primavera y el sol y debemos volver a florecer. Después de cada llanto vuelve la alegría. ¡Yo no la quiero! Rut no volverá a la vida… Deseo quedar hasta el final triste, dolorido y con la herida abierta… Pero ¿,qué hacer si incluso ella se cicatriza? ¿Para qué? ¿Es que alguien envidia también mi dolor?
Me es completamente indiferente volver a verle o no… Pero, a pesar de todo, el corazón me latió con más fuerza cuando el día antes de la fiesta de la Expiación se me presentó en casa, Juan, hijo de Zebedeo. Debería odiar todo recuerdo que me ligara con el tiempo en que seguía al maestro como un mendigo mudo, implorando piedad. En cambio, la llegada de Juan me dio una gran alegría. El maestro ha comunicado a sus discípulos algo de su poder tranquilizador y calmante, pero que al mismo tiempo hiere e inquieta. Sus toscos rostros, sus torpes movimientos parecen poseer algo de su poder. Además, Juan tiene un rostro encantador: bueno, agradable, hermoso e inteligente. Más de una vez me he preguntado de dónde salen estas facciones tan delicadas en un simple amhaares. Me saludó con respeto, a lo que yo contesté con sincera cordialidad. Le rogué que se sentara y mandé traer pan, fruta, miel y vino. Con sus curtidas manos de pescador, que no corresponden en absoluto a su rostro, hasta el punto que parecen las de otra persona, partía el pan del mismo modo que lo parte el maestro.
—¿Cómo estáis todos? —pregunté—. ¿Qué hace el maestro? Debes prevenirle que en Jerusalén el número de sus enemigos no ha disminuido…
Me contestó con tono un tanto misterioso:
—El maestro vendrá aquí para las fiestas… Le expresé mi extrañeza.
—Es una ligereza que podría costarle cara. Debería mantenerse lo más alejado posible de este avispero. Si ya antes tenía motivos para esconderse y huir, tanto más prudente debería ser ahora. A pesar de haber estado ausente de Jerusalén medio año, el odio contra él va en aumento. Su vida podría peligrar. Nuestros haberim serían capaces de prenderle. ¿Quién le defendería? ¿La multitud? Es un aliado poco seguro. ¡Cuesta tan poco engañarla! ¿Y qué ha sido de su poder? Me contaron que había disminuido después de aquellos dos grandes milagros de la multiplicación de los panes. ¿Es cierto?
—Sí… Hace tiempo que el maestro no ha obrado ningún milagro… —confesó Juan, bajando la cabeza—. Evita a la gente y sólo quiere estar con nosotros… Nosotros también creemos que no debería venir aquí: Pero él… Cuando sus «hermanos» gritaban que debía ir a Jerusalén y mostrar al mundo quién es, dijo que no iría porque aún no había llegado su hora… Y añadió estas extrañas palabras: «pero la vuestra es siempre…». Cuando ellos se marcharon nos encargó a Judas y a mí que nos fuéramos a Jerusalén con las mujeres: su madre, la mía, la viuda de Alfeo y Juana, mujer de Chuz, a santificar la fiesta de los Tabernáculos. No añadió nada más; pero yo sé que cuando manda a su madre a algún lugar es porque piensa reunirse en breve con ella. A lo mejor sólo quería confundir a los que siguen sus huellas. Estoy seguro de que vendrá.
—Así pues, ¿has venido con ellas?
—Sí, rabí. Y en relación con esto quiero pedirte un favor: ¿tendrías inconveniente en recibir en tu casa a su madre y a la hermana de ella? En la ciudad hay tanta gente que es difícil encontrar un lugar cómodo donde albergarlas. Ella no pide nada, pero yo no puedo dejarla en cualquier parte. Es su madre… Piensa mucho en él, reza… No es como las otras mujeres… En tu casa, rabí, estaría muy bien.
—Con mucho gusto. La casa, como ves, es espaciosa. Y está vacía… Tráelas aquí y cuidaré de que no les falte nada.
Quise aún añadir: «si él llega, que venga también», pero no lo dije. Si se descubriera que se esconde en mi casa esto podría acarrearme serios disgustos. El odio que sienten hacia él lo verterían sobre mí… Sería insensato exponerme a esto. Tengo bastantes enemigos a pesar de hacer toda lo posible para vivir en buenos términos con todos… Además, prefiero no verle en mi casa. Cuando le pedía la curación de Rut parecía no darse cuenta de mi llamada. Hoy, cuando ya es demasiado tarde, no podría soportar la visión de su persona al lado de su lecho vacío.
Aquella misma tarde Juan vino con las dos mujeres. En los tiempos en que yo le seguía, ardía en deseos de ver cómo era su madre. Fui siguiendo sus huellas en Nazaret y en Belén y la imaginé de cierta manera. Ahora, pues, esperaba impaciente su llegada. Cuando entraron en mi casa quedé muy sorprendido. ¿Acaso no ocurre siempre esto cuando esperamos algo con demasiada impaciencia? Ella es completamente distinta de como la había imaginado. Es una mujer de aspecto insignificante, con el rostro quemado por el sol y el viento, una amhaares como todas, sin nada de particular. Sólo una cosa sorprende en ella: a primera vista parece una niña. La madre de un hijo adulto, y que además se ha de ganar duramente la vida, debería parecer una anciana. Pero ella ha conservado todo el esplendor de la juventud: es como un capullo que se hubiera abierto y conservado en su intacta floración. Su hermana, según dicen más joven, podría ser su abuela. Los negros ojos de María están llenos de vida y sus labios se iluminan con una sonrisa que parece un rayo de sol sobre un campo florido. ¡Y cuánto se parecen ella y su hijo! Es el mismo rostro repetido; el mismo y a la vez totalmente distinto. Las facciones son iguales, pero el de él es varonil en todos sus detalles: tiene una expresión de serenidad, fuerza, voluntad, energía y dominio. El de ella es un rostro de mujer lleno de bondad, entrega, dulzura y confianza. Cada ademán suyo habla y convence. Parece estar siempre escuchando y esperando algo. ¿Esperando? ¿Esperando qué? No sé… Toda mujer espera el amor y su fruto. Ella ha tenido ya ambas cosas, ¿y aún espera?
Su voz es dulce y, al mismo tiempo, firme, igual que la de él. Habla poco y bajito. No se parece en nada a su hermana, que habla mucho y fuerte, como una verdadera galilea (¡a decir verdad, nuestras judías no son mucho más silenciosas!). Deben de gustarle los niños, porque le bastó cruzar unas pocas calles para que la siguiera todo un cortejo de niños morenos y medio desnudos que le hablaban como si la conocieran de siempre. Por primera vez desde hace mucho tiempo, por primera y última vez, oí voces infantiles en el atrio de mi casa. Se despidió de los pequeñuelos con una sonrisa y acarició con la mano la cabeza o la mejilla de varios. Esta mujer es una verdadera madre; hubiera debido tener muchos hijos y nietos que estuvieran a su lado y vinieran a consultárselo todo. ¡Un solo hijo es demasiado poco para ella!
Entró sonriendo en mi enlutada casa y en seguida pareció que se desvanecía un poco la atmósfera de tristeza que reina ahora en ella. ¡Cuánta alegría irradia! Y no es que no tenga preocupaciones e inquietudes. Basta que alguien a su lado mencione los peligros que amenazan al maestro para que un súbito brillo de sus ojos descubra el sentimiento que arde en su interior, escondido como el fuego bajo la ceniza. Estoy seguro de que el temor por este hijo único no la abandona ni un instante. Viviendo con este continuo temor parece increíble que no esté siempre amargada, quejosa, enojada. Todas sus palabras están llenas de dulzura y comprensión…
De noche, incluso en sueños, recuerdo siempre que está bajo mi techo. Esto no me priva de despertarme cada día a la trágica hora del grito… Cada mañana me despierto como si hubiera oído su grito de muerte… Pero debo confesar que hoy, por primera vez desde entonces, más que en Rut he pensado en la mujer dormida en el otro piso. El día anterior me había dirigido apenas unas pocas palabras de saludo. Pero ya toda la casa quedó impregnada de la atmósfera que ha traído consigo…
Al amanecer salí a la terraza para rezar la shemá con el rostro vuelto hacia el Santuario. Ella estaba allí contemplando la vista que se extendía ante sus ojos. Desde mi casa se divisa el Templo y la ciudad en todo su esplendor. Bajo un cielo alto y claro del que parecía caer como un torrente el resplandor del sol naciente, se destacaba la pesada mole verde oscuro del monte de los Olivos, por el que pasa, surcándolo oblicuamente, el camino de Betania. Las estribaciones del monte llegan por el lado sur hasta el mismo muro de la ciudad y allí junto con la pirámide de la montaña del Mal Consejo, forma una brecha que es a modo de una ventana ampliamente abierta hacia el mar de Asfalto. Sobre el fondo del monte de los Olivos se recorta el Templo, dorado y blanco, que domina todo un bosque de casas y casitas, palmeras, higueras, olivos y tamarindos. A través de la columnata que da al Tiropeón se ve el atrio dividido en su interior por un muro bajo, los peldaños que conducen al Santuario y su enorme fachada detrás de la que suben al cielo nubes de humo azul y que proyecta una sombra rosada sobre el tejado erizado de agujas. Precisamente en aquel instante resonaron las cuatro trompetas de plata de los levitas. Incliné la cabeza y, después de bajarme el taliss sobre la frente, me puse a rezar con recogimiento. Que el Innominable, pensé, proteja su templo contra todo aquel que osara atacarlo. Después no sé qué me indujo a dirigirle la palabra. En ella hay, lo mismo que en él, algo como una llamada. Ella también, con su actitud, parece decir: pregunta, puedo contestarte; pide, puedo dar…
—¿Cómo te sientes, Miriam? —pregunté—. ¿Has podido descansar bien?
—Gracias, rabí —y me sonrió con su suave, increíblemente bondadosa sonrisa (escribo «increíblemente» porque a esta sonrisa asoma una bondad que no podemos siquiera imaginar)—. He salido aquí antes del amanecer para contemplar el Templo bañado por los primeros rayos de sol. ¿Verdad que es bello? Nunca me cansaría de mirarlo…
—Vienes poco a Jerusalén…
—Ahora poco. Pero he vivido años enteros en el Templo.
—¿Años enteros? ¿Qué hacías allí?
—Estaba entre los niños consagrados al servicio del Altísimo. Tenía muy pocos años cuando me trajeron aquí. Fui la primera hija de mis padres. Vine al mundo cuando ya habían perdido toda esperanza de tener descendencia. Quisieron agradecerle al Señor su bondad y me entregaron al Templo. Me dieron con ello una gran alegría…
Bajó la cabeza como avergonzada de haber hablado tanto de sí misma. Por debajo del manto que le cubría la cabeza vi sus labios ligeramente entreabiertos, lisos, suaves como los de un niño.
—¿Te dieron luego marido los sacerdotes? —pregunté.
—Luego fui a casa de José, el naggar —me contestó.
—Pero ahora tu marido ha muerto, ¿verdad? —recordé lo que me habían contado en Nazaret.
—Ha muerto —asintió.
Me pareció advertir en su voz una nota de tristeza y ver pasar una sombra por su rostro medio vuelto hacia mí. En esto también es igual a su hijo: su tristeza parece estar al lado mismo de su alegría y las dos se entrelazan como una planta trepadora. O quizá su tristeza es sólo una faceta de su alegría, como su alegría lo es de su tristeza.
—Ha muerto —repitió bajito— mi querido y buen José. No ha podido ver el gran día…
—Debías de querer mucho a tu marido —observé. La idea de la muerte siempre hace sangrar mis heridas—. La muerte —dije con amargura— siempre se lleva a los que más amamos…
Levantó la cabeza y leí en sus ojos una creciente inquietud. Cuando alguien pronuncia la palabra muerte, pienso en Rut, pero ella debe de pensar en su hijo. Con énfasis, como quien quiere dominar el sentimiento con un duro razonamiento, dijo:
—Él vencerá a la muerte…
—¿Quién es él?
—El Mesías… —murmuró.
Volvió la cabeza y miró el dorado y puntiagudo tejado del Santuario, que parecía un enorme erizo. Me acerqué un poco a ella; pero siempre quedaban entre nosotros siete pasos. ¿Vencer a la muerte? De pronto pregunté:
—¿Es tu hijo el Mesías?
El sol ascendía cada vez más, blanco, suave, otoñal. Apoyó la mano en la balaustrada de piedra. Miré sus delicados dedos, que llevaban las señales de un duro trabajo. Ahora tampoco me miraba. Parecía meditar la contestación. Comenzó a hablar lentamente, deteniéndose antes de cada palabra:
—No soy más que una mujer… Eres tú, rabí, quien debería saberlo. Conoces las Escrituras, los Profetas… Yo… —Pareció dudar, como si cerniera exponer todo su pensamiento—. Ya he recibido tanto… Él ha hecho para mí las cosas más grandes… Para una simple muchacha como yo… Lo que yo pedía lo pedía también todo Israel: hombres sabios, santos, profetas… Nunca comprenderé por qué me ha escogido a mi precisamente… ¿Acaso tú la comprendes, rabí? —me preguntó.
En su encantadora sonrisa había una timidez de jovencita y, al mismo tiempo, una alegría inmensa, embriagadora.
—Yo no puedo sino alegrarme y proclamar que es grande, misericordioso, bueno, ensalzador de los humildes y consolador de los afligidos…
Dejó de hablar, pero las palabras debieron de continuar fluyendo silenciosas en su interior. Las que yo había oído eran como unos destellos en la superficie del río, que delatan su existencia pero no dicen nada sobre su caudal. De ella ha heredado él la cualidad de encerrar su pensamiento en un canto que tiene forma, color y perfume. También ella tiene su canto, pero aún no se atreve o no sabe cantarlo: sólo lo entona como un músico que prueba el sonido de su instrumento antes de tocarlo ante los oyentes. Su mirada fue a hundirse, más allá del Templo, en el negro espesor de los olivos.
—No me has contestado —dije— si él es el Mesías.
—Tú deberías saberlo —repitió—. Yo sólo sé —le dijo con firmeza y, a la vez, como si se avergonzara de tener que referirse e ella misma— que llegará un día en que todos dirán de mí: «Bendita, llena de gracia del Señor…». Todo lo que pedirán por mi mediación y todo lo que reciban les será otorgado por intercesión mía… Pero antes siete espadas atravesarán mi corazón y la maldad saldrá a la superficie como la espuma…
¡Qué extraños son todos los que le rodean! Cuando se les pregunta si él es el Mesías, lo afirman en principio, pero lo dicen como si el mesianismo no fuera más que una parte, y no la más importante de su verdad. ¿Consideran que él es el Mesías o no? Bendijo a Simón cuando éste le dijo que era el Mesías y algo más aún, pero a continuación se puso a hablar de martirio, de cruz, de muerte…
—Pero él —comencé de nuevo— por fuerza ha debido decirte quién cree ser. Es tu hijo.
Movió ligeramente la cabeza y me hizo una confesión sorprendente.
—Nunca se lo he preguntado y él nunca me lo ha dicho. ¿Quién soy yo para tener derecho a preguntar? Yo sólo le observo y todo lo que veo lo voy ensartando en mi memoria como se ensartan en un hilo los huesos de las aceitunas para hacer un collar.
—Pero, durante los años —le interrumpí— en que vivió solo contigo…
—Durante todos esos años —entornó los párpados como quien desea ver aparecer ante sus ojos lo que está pensando— fue sólo mi hijo. El más hermoso, puesto que para toda madre el más hermoso es siempre su primer hijo. Aquellos años fueron un período de olvido. Incluso comencé a pensar que lo ocurrido al principio no había sido más que un sueño del que había despertado a la vida. Hoy pienso que precisamente ese tiempo ha sido un sueño y que la realidad fue lo del principio, y es lo de ahora…
—Así, los años que pasó junto a ti, según dices, ¿fueron diferentes? —pregunté cada vez más interesado—. ¿No tuvieron nada de extraordinario, fueron normales?
—Completamente normales —afirmó.
—¿Y cómo puedes soportarlo ahora? —exclamé.
Llegó a mis oídos un suspiro silencioso. Movió la cabeza como si compadeciera su propia debilidad. Dijo:
—Si no poseyera estas pocas cuentas ensartadas, no sé qué sería de mí… Se puede haber recibido un don directamente del Cielo, pero esto no basta para toda una vida. Como si no fuera suficiente…
—Él obra muchos milagros —observé.
—Sí —asintió—, no cesa de abrir ojos a los ciegos. Pero para aquel que ha sido curado una vez ha de bastarle un milagro. El Reino otorga su poder sólo una vez a cada uno…
—Nunca lo he visto así —murmuré.
Una nube de tristeza se posó sobre mí. Retorné con el pensamiento a aquellos días en que lo había seguido sin pronunciar palabra, sin saber cómo pedirle la curación de Rut. No me dio nada a mí cuando repartía dones a derecha e izquierda. ¿Qué puedo esperar ahora que su poder se ha debilitado, según asegura Judas?
—¿Has oído, rabí, aquel mashal en el que compara el reino a un grano tirado en tierra que germina y crece de día y de noche mientras el que lo ha sembrado se ocupa en otra cosa o duerme? Lo que esperamos que ocurra quizá ya ha ocurrido. Así fue conmigo. Aún no había terminado de decir «hágase como has dicho» y él ya vivía en mí…
—¿A qué te refieres, Miriam?
Sus palabras me parecieron como el resplandor de una linterna que iluminara de pronto un enorme palacio sumido en la penumbra.
Bajó la cabeza. Sus morenas mejillas curtidas por el sol se colorearon. De nuevo debió de asustarla su propia confesión. Al contestarme, su voz era un tanto temblorosa.
—Me refiero al día en que Gabriel vino a anunciarme que él nacería…
—¿Has visto al ángel? Cuéntamelo. Yo —me apresuré a añadir— creo en los ángeles y no voy a reírme de ti…
Sonrió gentilmente como agradeciéndome las últimas palabras. El recuerdo que sus labios habían dejado escapar debía de ser uno de esos tesoros que preferimos esconder antes que exponerlos a unas palabras irrespetuosas.
—Le vi tan claramente como te veo ahora a ti, rabí. Era de madrugada y el sol apenas se había asomado tras los montes de Galaad. Estábamos en el mes de adar. Acababa de llenar las tinajas de agua y me había sentado junto a mi tejedora para comenzar el trabaja Soy una buena artesana. —Se rió con cierto orgullo en la voz—. Mi tejido siempre era el más puro y más blanco. La gente venía desde lejos a encargármelo, y aquella mañana el trabajo me cundía como nunca. La lanzadera pasaba como un rayo entre los tensos hilos. De pronto sentí que había alguien más en la habitación… asustada, grité y levanté la cabeza. Apareció ante mí, como una enorme gota de rocío traspasada por un rayo de sol, una forma brillante envuelta en alas color de arco iris. En seguida supe de quien se trataba. El corazón me latía con tanta fuerza que tuve que apretarlo con las manos. Me pareció que se inclinaba ante mí como un siervo ante su señora. No podía creerlo. Era yo quien sentía deseos de inclinarme y agradecerle su aparición. Pero no pude moverme. Estaba petrificada como la mujer de Lot. Oí su voz. Dijo: “Te saludo, llena de gracias. Bendita…”. El estupor, el temor me impedía casi respirar. No sabía qué contestarle: no osaba creer que un ángel del Altísimo había bajado a saludarme a mí, una simple y pobre muchacha. Pera él continuaba allí, como una gran perla resplandeciente en una concha irisada. De pronto se me ocurrió pensar que había bajado para castigarme. ¿Cómo había yo tenido la osadía de pedirle al Altísimo que el tiempo se cumpliera pronto? Quise caer de rodillas. Pero entonces vi con inmensa sorpresa que era él quien estaba de rodillas ante mí. Juntó humildemente las manos y movió las alas en el aire como un manto que no llegara hasta el suelo. “No temas, no te asustes…”, parecía rogarme, y este ruego suyo era como el canto de los árboles, de las nubes y las estrellas. “De ti nacerá un hijo al que impondrás por nombre Jesús. Será hijo tuyo como es hijo del Altísimo. Se sentará en el trono de su padre David, pero su reino ya es y nunca tendrá fin…”. “¿Qué dices?”, murmuré. “¿Cómo podrá ser? Se lo pedí a José y él se avino a todo…”. Extendió los brazos en mi dirección como si quisiera detener mis palabras. De nuevo oí la súplica en su voz. “Mira”, exclamó: “¡El espíritu del Señor está sobre ti!”. Oí un rumor como si el viento hubiera penetrado en nuestra casita y diera vueltas buscando una salida. Levanté la cabeza y me pareció ver en la penumbra, bajo el techo, algo como un pájaro luminoso o la llama de una lamparita. “Di una sola palabra”, continuó, “y será… ¿Hay algo que él no pueda hacer? ¡Pero hoy todo su poder está en tu palabra, Miriam!”. Sentí de veras que algo se estaba sopesando, como si la tierra se balanceara bajo mis plantas. Sabía que podía aceptar o rechazar el don que se me ofrecía. Él me imploraba, no me mandaba. Tuve la certeza de que si decía: «no me atrevo, no puedo…», volvería a encontrarme al lado de mi tejedora y el tiempo de espera seguiría pasando. Pero que si decía “sí”, a partir de este momento las estrellas y el sol lucirían de otro modo, la hierba crecería de diferente manera y se cumpliría la secular promesa dada al padre Abraham. Ya no habrá más tiempo de espera… ¿Podía suponer que esta transformación maravillosa se operaría de un modo tan imperceptible como si nada ocurriera? Pero incluso si lo hubiera sabido hubiese aceptado su voluntad… Porque aquélla era su voluntad. Y por esto la realizó antes de que yo tuviera tiempo de decirle al ángel “Hágase”. Me conoce bien y sabe que siempre hubiera contestado así…
—¿De modo que él —pregunté aturdido— de quién es hijo?
Inclinó la cabeza como una esposa sumisa que supedita su voluntad a la del esposo.
—De él… —Luego sonrió con orgullo y dulzura infinita a la vez y añadió—: Y mío…
—¿Y tu marido, Miriam?
Lo que ella acababa de decir me abría unos horizontes nuevos y turbadores. El sol parecía menos claro, el Santuario menos resplandeciente.
Su mirada, perdida en el espacio, era tierna y afectuosa.
—Mi bueno y querido José… Pero ni a él se lo pude decir entonces aunque comprendía cuánto sufriría al saberlo. Me amaba con el amor más hermoso, que no exige nada a cambio. Accedió a todo lo que le pedí… Pero ¿cómo podía prever que el lugar que él cedía sería ocupado por otro? Accedió a no ser sino mi protector. Renunció a mí… Por este sacrificio podía esperar otro tanto de parte mía. Pero yo no se lo ofrecí. Se le exigió una renuncia mayor aún que la que había hecho… Llegó un momento terrible y fue cuando leí en sus ojos que había descubierto mi secreto. El llanto le oprimía la garganta, pero tampoco entonces pude hablar. ¿Cómo descubrir que se ha sido objeto de una gracia tan inmerecida? ¡Qué daría para que él lo descubriera por sí mismo, como Isabel! ¡Qué daría para poder estrechar entre mis manos su fidelísima cabeza y decirle que humanamente nada había cambiado, nada, y que él siempre seguiría siendo el mismo para mí! Pero no podía.
Con la mirada dolorida, se fue a la otra habitación, arrastrando pesadamente los pies. Me pareció verle echado sobre su cama, llorando amargamente… Apenas pude dormir aquella noche. Constantemente me parecía oír su llanto. Me quedé acostada a oscuras, llena de tristeza por no saber consolarlo. Toqué mi cuerpo con la mano. Lo sentí moverse en mi interior con el inconsciente movimiento del niño que aún ha de nacer. ¿Inconsciente? Nunca sé dónde termina en él la conciencia que ha recibido de mí y dónde comienza su propio verdadero y misterioso mundo. Con los dedos toqué un pie diminuto. Lo acaricié amorosamente. Murmuré: «Tú, pequeñín mío, tú lo sabes todo, puesto que has podido convertirte en hijo de una mujer como yo. Haz lo que tu madre no sabe hacer. Ayúdale… Haz que él también sepa… No es más que un hombre…». Al fin me dormí. Por la mañana, al mismo tiempo que yo se despertaron mi tristeza y mi temor. No me levante con la primera claridad del día que penetraba por la rendija de la ventana, sino más tarde, y despacio como nunca fui a mis quehaceres. Retrasaba el momento en que sabía que José debía entrar en la habitación. Temí ver su rostro. No recordaba ya mi ruego. Temblaba al pensar que volvería a verle sufrir sin poder aliviar su pena. Molí unos puñados de trigo para el desayuno. Oí sus pasos y el corazón comenzó a latirme apresuradamente. Entró, le miré temblorosa, ya de antemano vencida por su dolor, pero de pronto me invadió una alegría inmensa, sin límites. ¡El niño había escuchado mi ruego! José estaba ante mí alegre, radiante, como si hubiera vuelto a nacer. Se acercó a su mesa de trabajo, canturreando. Entretanto, yo no me atrevía ni a respirar para no interrumpir aquella paz. Oí el ruido de su cepillo y sus taladros y los sonoros golpes de enérgico martillo. Estaba totalmente absorbido por su trabajo, que realizaba a gran velocidad. Al fin lo terminó. Pero él seguía repasándolo con minuciosidad y paciencia como si sintiera tener que dejarlo. Luego levantó la cabeza; vi cómo en su mirada la alegría del triunfo se transformaba en ternura. Pasó suavemente la mano por la lisa superficie de la madera. Preguntó como sin querer, como si se tratara de una cosa evidente y conocida desde hace tiempo: «¿Así, tu hijo se llamará Jesús?».
—¿Y nunca deseó que fueras su mujer? —pregunté sin poder reprimir mi curiosidad.
—No —contestó—. Sabía callar… ¡Oh, sé lo que debió costarle! Créeme, rabí, seguimos siendo los mismos de antes. En personas como nosotros el reino crece despacio, imperceptiblemente. Vienen sequías, vientos, granizos… Parece que va a ser destruido. Pero, no: cuantas más contrariedades ocurren, más frondoso crece. En José creció alto como la planta de la mostaza, que llega a ser como un árbol. Al morir…
—Entonces debió de decirte lo que había sentido.
—¿Para qué había de decírmelo? El reino no necesita de palabras. Seguía con la vista al que él llamaba hijo suyo. Me llamó a su lado. Me murmuró con una voz ya vacilante: «Miriam, todavía no le he enseñado a hacer ruedas… Y aún no maneja el cepillo con soltura… No podrá ponerse a trabajar en seguida… Tú sola deberás…». Ésta fue su única preocupación al morir.
¿Has comprendido, Justo, el sentido de sus palabras que he tratado de reproducirte con la máxima fidelidad? Si todo esto es verdad, ¿quién es él, nacido del dolor y de la debilidad de una mujer, pero concebido por un acto inescrutable del Todopoderoso? No lo sé y nunca lo sabré… ¿Es que realmente él, que no me ayudó, es algo más que un hombre? A ella la he comprendido. Es un camino hacia el Eterno. Si la hubiese conocido mientras Rut vivía, hubiera sabido cómo pedirle… Pero ¿es que he de reprocharme de nuevo no haber hecho lo que hubiera podido hacer? ¡No! ¡No! ¡Me volveré loco si sigo así! Ella es un camino que conduce al Incognoscible. Es como la Puerta Dorada que conduce del valle del Cedrón al atrio del Santuario. Según parece, hubo un tiempo en que estuvo tapiada, y el rabí Ezequiel dijo que sería el mismo Altísimo quien la abriría. Podría decirse que ahora se ha cumplido la profecía: en el valle de la muerte hay un camino abierto que conduce directamente al altar del Señor. En antiguas narraciones se descubren a veces significados bien inesperados.
Al anochecer dijo: «Me siento extrañamente inquieta… Él ha llegado a la ciudad…». Efectivamente, cubierto por el manto de la noche, vino Juan (le prohibí acercarse a mi casa de día) con la noticia de que el maestro había llegado a Jerusalén… ¿Qué ocurrirá ahora?
¡Me aterra su inconsciencia!