Capítulo 11
EL SEÑOR BROWN ABANDONA LA ESCENA
Duke fue guiado hasta la sala de urgencias y penetró en el quirófano. Tendido sobre una camilla de ruedas estaba el cuerpo de Jack Kallas. Habíase lavado la sangre de su rostro, y en la muerte el famoso gangster había adquirido una expresión de infinita paz. En un brazo se veía el vendaje de la transfusión.
—¡Pobre hombre! —suspiró el doctor Adan—. Hicimos todo lo posible por salvarlo; pero quizá haya sido mejor para él que todo haya terminado así.
—Tal vez —replicó Duke, sin levantar la vista del cadáver.
—¿Hubiera ido a la silla eléctrica? —siguió preguntando Vincent Adan.
—Desde luego —contestó Max—. Tenía demasiados crímenes sobre su conciencia; pero la muerte así es menos espectacular y, por lo tanto, menos aleccionadora. Yo soy contrario a la pena capital; pero admito que es muy útil, especialmente como lección para los que bordean las fronteras de la ilegalidad.
—¿Qué haremos con el cadáver? —preguntó Adan—. ¿Tiene familia?
—No creo —contestó Max—. No, desde luego, no tiene. Habrá que enterrarlo en la fosa común.
—En estos casos se simula un entierro —dijo Adan—. Es decir, se entierra una caja vacía y el cuerpo se utiliza para experimentos de disección. A usted, señor Straley, eso debe parecerle muy horrible.
—También yo estoy habituado a ver cosas horribles, doctor. Bajemos al vestíbulo, Max. Espero una visita muy interesante.
—¿Al señor Equis?
—Tal vez. Por lo menos tiene una equis en su nombre.
Cuando descendían a la planta baja, en medio de la calma nocturna del hospital, Max preguntó:
—¿Has averiguado algo de la señorita?
—No. Pero Equis me ha enviado una nota pidiendo rescate. Dos millones si quiero volver a ver viva a Susana Cortiz.
—¡Dos millones! ¡Caray!
—Sí; y los daría con gusto si no supiera que serían dos millones tirados, pues el señor Equis no pondrá jamás en libertad a Susana, como no sea después de mutilarla como mutiló a Gilbert.
—¿Crees que sería capaz de semejante cosa?
—Sí, estoy seguro. Por eso no puedo hacer nada.
—¿Y quién es ese Equis que va a venir?
—Ismael Xenophon Brown. Un notario de Trenton. Una de las pocas personas a quienes Susana Cortiz conocía por estos alrededores.
—¿Sospechas de él?
—Sospecho de todo el mundo menos de ti, de Butler y de mí.
—Gracias por incluirme entre los inocentes.
—No digo que sea inocente, Max: digo que no sospecho de usted. Puedo estar equivocado. Andando de por medio dos millones, hasta un jefe de Policía resulta sospechoso.
—¡Bah! ¿Es que no piensas hacer nada?
—¿Por quién?
—Por esa muchacha.
—De momento no corre demasiado peligro. Hasta después de las siete y media, o sea de la primera emisión de la National Broadcasting Company.
—¿Qué es eso? ¿Otro jeroglífico?
—De momento sí; pero al fin resultará la solución de todo el problema. Pero, ahí viene el señor Brown; se ha dado una prisa maravillosa.
—¡Hola! Señor Straley —saludó el notario—. ¿Qué sucede?
—Ha desaparecido la señorita Cortiz. ¿Sabe usted algo de esa desaparición?
—No… no sé nada. ¿Cómo iba a saberlo? ¿Por qué me han citado aquí?
—Porque yo tenía que venir y además quería que identificara cierto cadáver. Supongo que siendo notario habrás visto los suficientes cadáveres para no sentir ninguna emoción, ¿verdad?
—Desde luego, ya he dejado atrás mis primeras emociones —sonrió Brown—. La primera vez en que se me murió un cliente en el acto de redactar su testamento, casi me puse enfermo; pero eso ya pasó.
—¿De quién es el cadáver que tengo que examinar?
—De un gangster. Acompáñenos.
Ante el cuerpo de Kallas, Brown no acusó ninguna emoción.
—¿Le conoce? —preguntó Dulce.
El notario movió negativamente la cabeza.
—No… no le he visto nunca… hasta ahora.
—¿Está seguro?
—Completamente.
—¿No le visitó en su oficina?
—No.
—¿No fue él quien le ofreció los treinta mil dólares por los terrenos de la señorita Cortiz?
—No, no. Estoy seguro de que no. Aquel hombre… No le vi muy bien, pues llevaba lentes; pero le reconocería por un detalle…
En este momento se apagaron las luces de la estancia y una puerta se abrió violentamente. Oyéronse unos suaves pasos y un grito de agonía resonó en el quirófano.
Duke quiso lanzarse hacia la puerta; pero un puño le alcanzó en el rostro, echándolo hacia atrás; luego la puerta se cerró y se oyó girar la llave en la cerradura.
—¡Enciende tu linterna, Duke! —pidió Max.
—Se ha roto —replicó Duke—. Encenderé una cerilla…
No fue necesario, pues en aquel momento se encendieron las luces. En el suelo se veía el cuerpo de Ismael Brown, y ni Duke ni Max necesitaron mirarlo dos veces para comprender que estaba muerto. Un afilado bisturí se encontraba aún en la garganta del notario.
—¡Es lo única que me faltaba! —gimió Max—. ¡Pobre hombre! Pero ¿por qué no te quedaste en San Francisco, Duke? ¿Es que donde quiera que vas te persiguen las rachas de asesinatos?
—Temo que sí. ¡Pobre hombre! Si no le hubieses hecho venir seguramente nada malo le habría ocurrido; pero hasta hace un momento no tuve la seguridad de su inocencia. Le creí un poco culpable…
Varios médicos, enfermeros y enfermeras entraron en el quirófano. El doctor Adan, en pijama y bata, figuraba entre ellos, y él fue quien, por estar encargado de aquella sala, examinó el cuerpo de Brown.
—Está muerto —dijo—. Le seccionaron la yugular.
—¿Conoce ese bisturí, doctor? —preguntó Duke.
El cirujano lo examinó un momento.
—Es de un tipo muy corriente —dijo—. Como los que usamos la mayoría de los cirujanos.
—¿Puede ser de este Hospital? —preguntó Max.
—Podría serlo.
Y la mirada de Adán se posó en un armario de cristal que se encontraba en un lado del quirófano y sobre cuyos estantes se veía una gran profusión de instrumentos.
—No, de ahí no ha sido cogido —dijo Duke—. ¿No hay otro quirófano?
—Hay varios más —replicó Adan—. Pero no sería necesario haberlo cogido del hospital. Un bisturí como éste puede comprarse en cualquier establecimiento dedicado a la venta de instrumental quirúrgico.
—Tengan la bondad de desalojar la sala —pidió Max—. ¿Han averiguado la causa de la interrupción del suministro de luz?
—Un cortocircuito —explicó uno de los enfermeros—. Se fundieron los fusibles.
Duke salió del quirófano por la puerta que daba al pasillo y que ya había sido abierta y vio que la lámpara que iluminaba el rótulo indicador de que el quirófano estaba ocupado había sido retirada y por medio de un objeto metálico se había producido el cortocircuito.
Cuando volvió a entrar en el quirófano, Duke en vez de examinar el cadáver de Brown dedicó, ante el asombro de Max, toda la atención al cuerpo de Kallas.
—¿Qué ha averiguado? —preguntó el Jefe de Policía.
—Algunas cosas; pero hasta las siete y media no podré probar mis sospechas. Le aguardo en el salón de fumar. Adiós.
Max fue a decir algo, pero estaba demasiado preocupado con sus propios problemas para querer ocuparse de los ajenos. ¿Cómo le pondrían los periódicos al día siguiente, cuando se supiera que un hombre que se encontraba a menos de un metro de él había sido asesinado sin que el asesino pudiera ser detenido?