Capítulo 7

LA RESURRECCIÓN DE DUKE

Butler se secó el sudor que perlaba su frente.

—¡Dios mío, si llego a abrir! —exclamó.

—Lo habrías pasado mal —dijo Duke, levantándose.

El metálico espejo que había reflejado la imagen de Duke, en tanto que éste de espaldas a la pared hacía todos los movimientos que Kallas había tomado por reales cuando sólo eran reproducción de una parodia, aparecía perforado por las pesadas balas disparadas por la ametralladora del gangster. Mientras Butler lo empujaba de nuevo hacia la pared, Duke examinó la puerta, en la cual se veía, clavado, un recio cuchillo que atravesaba una tarjeta. Arrancando el cuchillo, Duke retiró la tarjeta y leyó, escrito en ella:

«A la memoria del que fue famoso detective Duke Straley».

—Muy amable nuestro enemigo —dijo Duke, guardando la tarjeta—. Butler, dentro de un momento vendrá la Policía a hacerse cargo de los hombres que tenemos dentro. Evita asomar la nariz fuera de la casa. Adiós.

Utilizando lar puerta posterior Duke salió en otro de sus autos. Apenas había doblado la primera bocacalle, oyó el gemir de una sirena de los autos de patrulla y supuso que la Policía iba a hacerse cargo de los presos.

Lo mismo creyó Butler, quien abrió la puerta, dando paso a tres fornidos policías, uno de los cuales, un sargento, preguntó:

—¿Dónde están los pájaros?

Butler le acompañó hasta la estancia donde se encontraban los cinco pistoleros. En el mismo momento en que abría la puerta recibió un terrible golpe en la cabeza que le derribó sin sentido.

—¡Hola, muchachos! —dijo el sargento, guardando la cachiporra que había utilizado—. Suerte que tenemos interferido el teléfono, pues de lo contrario ibais todos directos a Sing-Sing, y alguno se hubiera sentado en la silla caliente.

Rápidamente los falsos policías cortaron las ligaduras de los presos y los ocho salieron de la casa, metiéndose en el auto en que habían llegado, que se alejó sin utilizar ya la sirena.

Detrás del coche, a unos veinticinco metros, otro auto arrancó, siguiendo durante un par de kilómetros al auto en que iban los pistoleros.

—Me duele deshacerme de esos muchachos —suspiró Kallas, inclinándose hacia su misterioso compañero.

—Ya han hablado demasiado —replicó el otro—. La Policía supondrá que todo ha sido obra de una banda rival.

—De todas formas ya no me servían para nada —dijo el gangster.

Después de torcer por varias bocacalles, el auto en que iban los ocho pistoleros se detuvo ante un pequeño garaje cuya puerta basculante fue levantada por uno de los ocupantes del vehículo. Entró éste en el garaje y el pistolero entró también, dejando que la puerta se cerrara por su propio peso.

En el instante en que la puerta chocaba contra el suelo oyóse una sorda detonación y unos instantes después un humo azulado se filtraba hasta el exterior.

—Me consuela el saber que no habrán sufrido nada —suspiró Kallas—. Es el mismo gas que falló con Straley. Me habría gustado preguntarles cómo estaba el cuerpo de nuestro querido detective.

—Vaya a su casa, Kallas, y prepare a Prescott. ¿Cree que Kohler estará dispuesto a ayudarnos?

—Claro —replicó el gangster—. Como no sabrá lo que ha sido de sus compañeros no sospechara moda. Cuando tengamos el tesoro nos desharemos de él y, ¡dos millones para dos!

El compañero de Kallas sonrió levemente y en su cerebro musitó:

—Para uno, ¡imbécil!

Pero si hubiera podido leer los pensamientos de Kallas no habría estado tan seguro de la imbecilidad del gangster, pues en el cerebro de éste se agitaba el mismo pensamiento de que dos millones para uno significan mucho más que la misma suma repartida entre dos.

Al llegar a la Quinta Avenida los dos hombres se separaron y Kallas se dirigió hacia la casa de la calle State, número 13.

Duke había dejado el auto a una distancia prudente y sin prisa dirigióse hacia la casa que albergaba la Compañía Exportadora Overseas. Ésta no parecía ser una empresa muy próspera, y a través de un sucio cristal se veía a un sólo empleado ocupado en la tarea de aprender a liar cigarrillos con una sola mano.

El millonario examinó detenidamente el cristal hasta encontrar un punto en que estaba roto, hallándose el agujero tapado con un trozo de papel engomado.

Pasando lentamente por allí, Duke hundió el dedo en el papel, rasgándolo, luego, deteniéndose un poco más allá, sacó del bolsillo una larga boquilla de ámbar y de una caja extrajo una bolita de cristal del tamaño de un guisante. Con movimientos rápidos, pero seguros, Duke introdujo la bolita en la boquilla e inclinándose como si quisiera introducir un cigarrillo en la boquilla apuntó a través del agujero del cristal hacia la pared más inmediata al empleado de la Overseas.

Soplando fuertemente, Duke envió la bolita a estrellarse contra la pared, a cosa de veinte centímetros de la cabeza de Kohler. Éste, desconcertado por el ruido, miró a su alrededor, pero al momento comenzó a estornudar violentísimamente, a la vez que los ojos se le llenaban de lágrimas.

Aprovechando los efectos del gas contenido en la bolita, Duke abrió la puerta y deslizose hacia el fondo del pasillo, en tanto que Kohler seguía estornudando como si fuera a echar el alma por la nariz, por la boca y por los ojos. Cuando al cabo de dos minutos el acceso se calmó, Kohler estaba agotado y sin aliento.

Entretanto, Duke estaba registrando la planta baja. En las habitaciones había muchas cajas viejas y vacías, marcadas con etiquetas en las que se leían nombres extranjeros y direcciones exóticas. Indudablemente aquello era sólo un disfraz, para justificar las supuestas actividades de la Compañía.

En la parte trasera de la casa había un garaje, y lo único extraordinario que encontró en él Duke fue una red tendida de derecha a izquierda y a unos dos metros del suelo. La red iba de pared a pared y ocupaba la tercera parte del largo garaje.

Después de convencerse de que en el garaje no había nadie, Duke se encaramó de un salto a la red y con ayuda de una minúscula pero potente linterna eléctrica examinó el techo del garaje. En la parte central y encima de la red descubrió en el techo una trampa cuyos resortes quedaban disimulados por la instalación eléctrica. De la trampa al suelo del garaje habría unos cinco metros.

Descendiendo de la red, Duke continuó su investigación y subiendo por una escalera llegó al primer piso. Siguiendo un pasillo llegó al fin a un despacho. Un examen del suelo le permitió encontrar lo que buscaba y, satisfecho, volvió a salir, cerrando la puerta.

Un rápido examen de las habitaciones de aquel piso le permitió descubrir una pesada caja que contenía una serie de aparatos cuyo hallazgo fue como un rayo de luz en las tinieblas en que aún se movía.

Cerrando la caja continuó su investigación, y como en el primer piso no encontró nada más, dirigióse al segundo, que era el último. Aquella parte de la casa estaba en completo abandono; pero dos de las habitaciones se encontraban cerradas con sólidos candados.

Un momento de hurgar en uno de los candados bastó para que se abriera la puerta. Dentro de la habitación Duke vio a un hombre atado y tendido en un camastro. Acercándose a él preguntó:

—¿Quién es usted?

—Prescott. ¿Y usted?

—Un amigo. No diga a nadie que me ha visto. De momento le dejo aquí; pero esta noche…

Duke se inclinó al oído del hombre y le habló rápidamente. Prescott asintió varias veces con la cabeza y a su vez habló en voz baja. Por fin Duke le dio unas palmadas en el hombro y salió del cuarto, cerrando la puerta.

La otra puerta se abrió con igual rapidez, y Susana Cortiz, sentada en la cama y con la indignación reflejada en el rostro, le apostrofó:

—Creo que ya podría haber llegado antes, señor Straley.

—Sí… desde luego. La he echado mucho de menos y voy a seguir echándola.

—¿Es que no me va a sacar de aquí?

—Claro que no.

—¡Eh!

Susana parecía a punto de saltar contra Duke.

—¿Es posible que me deje aquí entre esos bandidos?

—Así pienso hacerlo. ¿Son muy desagradables?

—¡No bromee, señor Straley!

—No bromeo. Digo la pura verdad. ¿Les ha vendido sus tierras?

—¡Claro que no!

—Mal hecho. Cuando el señor Kallas, alias John Kerbey, le pida una vez más que se deje convencer, acceda, firme la venta y guarde el dinero.

—¿Me dice eso después de haberme aconsejado que no vendiese?

—Yo nunca le aconsejé que no vendiera.

—Pero cuando yo dije de no vender usted lo encontró natural.

—Claro.

—¿Y ahora quiere que venda?

—Puede hacerlo.

—¿Cree que así me dejarán en libertad?

—Tal vez. ¿Ha visto al otro amigo de Kallas?

—No… Bueno, sí que le he visto; pero lleva un abrigo tan largo y con el cuello tan subido y el sombrero tan calado que resulta casi invisible.

—¿No ha reconocido su voz?

—Delante de mí no ha pronunciado ni una palabra.

—Eso quiere decir que se trata de alguien a quien usted conoce y también quiere decir que no piensan matarla, pues de lo contrario no les habría importado que usted reconociera al hombre misterioso que parece ser el cerebro director de esta empresa.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Susana.

—De una manera muy sencilla, pero un poco larga de contar. Escuche bien lo que voy a decirle y siga al pie de la letra mis instrucciones. Es posible que Kallas y el otro intenten, por última vez, convencerla de que debe vender su herencia. Aunque le ofrezcan diez mil dólares, acepte y pida que la pongan en libertad. Sin duda Kallas le dirá que no puede hacerlo hasta que haya transcurrido algún tiempo. Usted confórmese, firme, venda, cobre y haga lo que le ordenen. En caso de que se viera en peligro, aquí tiene una pistola automática. Es muy pequeña, calibre seis treinta y cinco, pero a veinte metros puede matar a un hombre, por muy recio y grande que sea. Puede esconderla en cualquier sitio y como no sospecharán que la tenga no la registrarán.

—¿Qué es lo que tanto les interesa de mi finca?

—Creo que es algo que vale muchísimo; pero hasta esta noche no lo sabré. Ahora debo marcharme, pues Kallas llegará de un momento a otro y no quiero que me encuentre aquí. Tendría que matarlo y así no sabríamos nunca quién es el peor culpable, o sea, el misterioso señor equis.

—¿De veras piensa dejarme aquí?

—Claro. Ahora es preciso que usted sirva un poco de cebo. Adiós.

Duke acarició las mejillas de Susana y saliendo del cuarto cerró la puerta, bajó silenciosamente la escalera y una vez en el garaje abrió una de las ventanas y saltó a la calle. Lo hizo con el tiempo justo para esconderse en un portal inmediato, pues en aquel momento el auto de Kallas dirigióse hacia el garaje y penetró en él. La puerta se había abierto y cerrado automáticamente.