17.
UNA AMARGA HISTORIA DE AMOR

Amantes fogosas y pasajeras, mujeres de burdel en francos higiénicos, amores intensos con una esbelta morena de Badajoz, amoríos salvajes con una chica licenciosa de taberna y una serie de romances discretos y maduros en los destinos que últimamente su carrera militar le había deparado. Ése era el historial de servicios en el área de la pasión con que contaba aquel oficial de caballería que, vestido con su uniforme de gala, esperaba en el altar de la catedral de Buenos Aires a María de los Remedios de Escalada en aquel ruidoso septiembre de 1812.

Hacía poco menos de cinco meses que la cortejaba, y su poderoso padre había dado el visto bueno para la boda, a pesar de que su esposa tenía malos presagios. Tomasa de la Quintana creía dos cosas: José de San Martín era un espía y aquel casamiento no era por amor sino por fortuna e influencia. Le disgustaba que ese hombre rudo y reservado se quedara con su delicadísima niña y que además le hubiera quitado en cuerpo y alma a sus dos hijos varones, que ya obedecían ciegamente a su jefe en materia política, militar y filosófica.

Remedios lamentaba la oposición de su madre, pero se dejaba llevar por su propio deseo íntimo. Estaba subyugada por el teniente coronel de los granaderos, y sólo quería pasar la vida entera con él. Al verla entrar del brazo del viejo Escalada, vestida de blanco, San Martín se entusiasmó con quererla. Un grupo exclusivo, entre los que estaban los misteriosos hermanos Robertson, también los principales oficiales del regimiento y algunos de los habitués de las tertulias patrióticas, asistía a esa misa de velaciones. Los testigos de la ceremonia de esponsales habían sido los Celestinos: Carlos de Alvear y Carmen de la Quintanilla. Remedios era nívea y pequeña, había sido criada entre algodones y fragancias, era culta y diplomática, y aquella ceremonia coronaba el momento más importante de su vida.

Fue entregada y escucharon misa envueltos en una misma mantilla blanca: ella sobre la cabeza y él sobre los hombros, en señal de unión. Comulgaron y escucharon las bendiciones, y después hubo fiesta con música en la calle de la Santísima Trinidad, donde los recién casados vivirían. Al atardecer, una escolta de granaderos los acompañó hasta una quinta de San Isidro y los flamantes esposos pasaron allí algunas noches a modo de luna de miel. La quinta pertenecía a una hermana de Remedios, y el teniente coronel se dedicó a desnudar y a poseer a su mujer con la mayor ternura y el mayor cuidado. La adolescente respondía con timidez y sensualidad, una combinación que al principio deslumbra a los amantes experimentados. San Martín no tenía un amor arrebatado. Sólo sentía que aquel amor de bajas intensidades era lo correcto para todos, y que el tiempo iría asentando la relación. Acostumbrado como estaba a tener todo fríamente organizado, ese matrimonio resultaba conveniente para su imagen y para su salud mental. Esa mujercita crecería a su lado y él iría educándola en el arte de amar y de vivir. Estaba muy acostumbrado a dominar sus emociones, y a poner hasta la última fuerza en la revolución. Y no quería recordar en esos momentos que en asuntos de amor la naturaleza y el instinto toman de algún modo las riendas y que también en esta materia «serás lo que debes ser o no serás nada».

Pero ¿se puede servir a dos banderas? ¿Se puede amar a una mujer cuando todo el corazón está puesto en una causa sublime? Napoleón le escribía a su consorte algo que San Martín podría haberle escrito alguna vez a la suya: «No he pasado un día sin amarte, no he pasado una noche sin oprimirte entre mis brazos, no he bebido una taza de té sin maldecir la gloria y la ambición que me tienen alejado del alma de mi vida. En medio de mis trabajos, a la cabeza de mis tropas, recorriendo campamentos, mi adorable Josefina está sólo en mi corazón, ocupa mi espíritu y absorbe mi pensamiento». Bien es cierto que Bonaparte tenía una relación de iguales con Josefina, y que a pesar de las mutuas infidelidades y lejanías, saltaban chispazos entre ambos. San Martín ejercía, en cambio, una especie de paternidad sobre Remedios, la llamaba «chiquilla» y le prodigaba una relación cariñosa pero nunca volcánica.

A pesar de eso, él se decía que la amaba, y que era inteligente y bondadosa. Pero la guerra lo apartó una y otra vez de ella. Cuando lo enviaron a hacerse cargo del Ejército del Norte y Alvear lo acompañó a caballo hasta la salida de la ciudad, Remedios le escribió una carta contándole las maledicencias de su antiguo socio, que quería protagonismo absoluto, y de cómo, al verlo marchar con sus granaderos, el testigo de su boda había murmurado, irónica y triunfalmente: «Ya se jodió el hombre». El vínculo con Remedios fue epistolar, por lo menos hasta que los achaques de salud hicieron retroceder a San Martín hasta Cuyo, donde aceptó la gobernación. Su esposa viajó entonces para acompañarlo y recreó en aquella residencia las tertulias de Buenos Aires. Mientras el coronel preparaba el cruce de los Andes vivió uno de los momentos más plenos de toda su existencia, y Remedios tenía mucho que ver con aquella nueva sensación. Acaso por primera vez «el hombre» tenía un hogar. La paradoja residía en el hecho de que trabajaba para perderlo: la monumental organización del cruce era penosa por falta de recursos económicos y a la vez estaba muy próxima. El plan de la logia Lautaro parecía por momentos imposible: nadie había logrado semejante hazaña. Ni siquiera Napoleón en los Alpes, un teatro de operaciones que no presentaba tantas dificultades. Había que atravesar las cinco cordilleras del paso de Los Patos por tortuosos senderos de cornisas y sin vehículos, llegar al otro lado y, sin solución de continuidad y sin respiro, ganar una batalla al pie mismo de las montañas. Remedios estaba aterrada por la empresa. Y como siempre deseosa de echar una mano, convencía a las damas mendocinas para que donaran sus alhajas, bordaba la bandera que los granaderos llevarían en la expedición y rezaba de rodillas para que su marido volviera vivo y entero de ese abismo helado.

Fue en ese período en el que quedó embarazada y dio a luz a Mercedes. San Martín tuvo en brazos a su hija en muy pocas ocasiones. El tiempo corría y él pasaba casi todos sus días en El Plumerillo, planificando la campaña. Le había ordenado a su esposa que regresara con Mercedes a Buenos Aires y lo esperara en la casona de los Escalada. Hubo un momento, antes del embarazo, en que Remedios había fantaseado en voz alta con acompañarlo a la cordillera. Pero ninguno de los dos se había tomado muy en serio aquella idea, y ahora no había nada que hacer, salvo separarse.

Remedios volvió amargada y exhausta a la casa materna, y vivió durante esos años las andanzas de su marido a través de la prensa, las informaciones públicas, los comentarios y algunas misivas. En todo ese tiempo, San Martín cruzó los Andes, ganó batallas, perdió escaramuzas, liberó Chile, desobedeció las órdenes del gobierno porteño, se embarcó hacia Lima, proclamó la libertad del Perú, gobernó como un emperador, probó la hiel de la injuria y de la lucha política, entregó el mando total de la guerra a Bolívar para que no hubiera desgarramientos entre los propios patriotas, renunció a todos los cargos y volvió a la patria, donde recibió dos avisos descorazonantes: el gobierno le negaba el permiso de viajar a la capital y Remedios estaba muy enferma.

Tan sólo pequeños interregnos los habían reunido a los tres, como cuando inmediatamente después de triunfar en Chile San Martín regresó a Buenos Aires por unos meses, se refugió con Remedios y Mercedes en la casa de la Santísima Trinidad y en San Isidro, y luego las llevó en galera hasta una finca de Mendoza que había mandado construir sobre un terreno donado por el Cabildo. Allí trató de recuperarlas a ambas, principalmente a Remedios, que estaba tísica. Decoraron juntos esa casa con muebles ingleses, alfombras de Bruselas y dos grabados en la pared con la estampa de los héroes militares en los que San Martín más se reflejaba: Napoleón y Wellington. Y cuando todo estuvo dispuesto para la expedición a Lima, el punto final del plan Maitland, el objetivo de la logia de Cádiz y de los lautarinos, José de San Martín se encontró con que Remedios de Escalada había perdido otro bebé y que estaba más débil que nunca. Pero no había alternativa. Ninguna. Cada cual tenía que partir hacia su destino. Se despidieron sin saber que se despedían para siempre: él volvió a cruzar a lomo de mula la cordillera y ella regresó en carruaje bamboleante a Buenos Aires.

Los años siguieron pasando y el abandono marital, la muerte de su padre y la tuberculosis fueron mellando el cuerpo de Remedios. Y además de todo, los rumores sobre su esposo la iban devastando. Muchos decían que él compartía lecho con jóvenes de la alta sociedad chilena y que gozaba de los favores de viudas y solteras en el Perú. Y más tarde, cuando desplazó a los realistas de Lima, que hasta se mostraba en público con una espía de Guayaquil con quien vivía en la casa de verano de los virreyes y con quien incluso se paseaba en carroza de gala tirada por seis caballos a través de los barrios aristocráticos.

Cuando el jefe de la emancipación, a la vuelta de aquellos triunfos y sinsabores, se enteró de que Mercedes estaba postrada, montó en cólera. Era otra vez una encrucijada muy injusta: volver a Buenos Aires significaba abandonar la posibilidad de regresar rápidamente al Perú, donde las convulsiones políticas seguían haciendo temblar la revolución. «Todo lo que hicimos se puede perder en un segundo», se decía. Y hacía de tripas corazón.

Al otro lado del mundo, Remedios soportaba la indignación de su madre y de sus hermanos, que no podían perdonar esa indiferencia. Para todo Remedios tenía respuesta: los rumores eran calumnias creadas por sus enemigos y la tardanza se debía a que había un complot para matarlo. «Es que está amenazado, no llegaría vivo a Buenos Aires», argumentaba. Quienes más la querían la veían tan abatida que no deseaban contradecirla demasiado: aquel hombre era capaz de correr cualquier peligro, ¿cómo no iba a venirse aunque fuera disfrazado y clandestino cuando su esposa estaba a punto de morir?

Finalmente, Remedios murió el 3 de agosto de 1823: tenía veinticinco años. San Martín fue notificado por un amigo, y se retorció de dolor y remordimientos. Llegó a principios de diciembre a Buenos Aires, cuando ya no estaba interdicto, y fue recibido con frialdad por todos. Capas y capas de desengaños y penas le velaban los ojos. Era un indeseable para la sociedad porteña y para su familia política. Consiguiendo todas las victorias había fracasado, y el hogar que sólo Remedios había logrado construir se había ido con ella a la tumba. El castigo era tan pesado como todo el granito de los Andes. Lo sentía sobre los hombros y en lo más profundo del pecho. El opio, que tomaba para los males del estómago, anestesiaba tanta tristeza y amenazaba con convertirse en una adicción.

Visitó el sepulcro de Remedios y mandó construir un mausoleo, donde grabó una inscripción significativa: «Aquí yace Remedios de Escalada, esposa y amiga del general San Martín». Tal vez eso había sido más que ninguna otra cosa: su amiga. A veces el amor y la amistad son tan, pero tan parecidos que un revolucionario no llega a distinguir bien las diferencias.

Tomasa, la abuela de Mercedes, resistió con rencor que se la llevara. San Martín cobró cuarenta y tres mil pesos de la herencia, se reencontró con la niña de siete años, que le resultaba una chica desconocida y malcriada, y se embarcó con ella rumbo al exilio en el buque francés Le Bayonnais.

Diez años antes, sentado en una silla del comedor de los frailes del convento, el coronel San Martín se despertó con un escalofrío y comprobó con el reloj de bolsillo que había dormido diez minutos. Pero se sentía como si hubiera atravesado un océano de luchas y desdichas, aunque no podía recordarlas, y le flaqueaba un poco el cuerpo. Algo desconcertado, se pasó una mano por la boca como si tuviera sed, y Juan Bautista Cabral le acercó su cantimplora para que se refrescara. San Martín agradeció con la cabeza, bebió un largo trago y se lavó la angustia de la cara. Faltaba una hora para el amanecer.