18.
LOS EXTRAÑOS VIENTOS DE LA HISTORIA

Una mañana de convulsiones, poco después de su luna de miel, el teniente coronel puso en alerta máxima a sus escuadrones, los mandó montar armados y listos para la batalla, y los condujo desde el Retiro hasta la plaza de la Victoria. El sargento mayor Alvear iba a su lado, a la cabeza de la columna, y los granaderos formaron frente al ayuntamiento en actitud poco amistosa y acompañados por los soldados del 2.° de Infantería y por el cuerpo de artilleros, que colocaron dos cañones en las bocacalles y dos morteros en el arco principal de la recova.

Había estallado la revolución del 8 de octubre: los logistas habían decidido dar un golpe de Estado y echar a los discrecionales y veleidosos triunviros, que formaban un gobierno centralista sin representación legítima, que sólo buscaban perpetuarse y que acababan de mostrar su ineficacia para conducir la guerra. Le habían ordenado al castigado Ejército del Norte que retrocediera con resignación hasta Córdoba, y su jefe felizmente había resistido la orden. El resultado había sido un triunfo espectacular de los patriotas en lo que se denominó la batalla de Tucumán, que fue festejada hasta el delirio en Buenos Aires por el pueblo y por la oposición. Aquel número era la gota que colmaba el vaso. La logia Lautaro necesitaba poner en los sillones del poder a sus miembros. Y San Martín, que no era proclive a esas sediciones y que se daba cuenta de que el movimiento terminaría por entregarle el timón de todo al odioso Alvear, no pudo o no quiso sin embargo abortar el complot. Sólo quiso que se presentara el movimiento de tropas como un paraguas para que el pueblo pudiera expresar sus votos y sentimientos. De ese modo no aparecían como amotinados sino como garantes de la libertad. «No debemos mostrarnos como los organizadores de la conspiración, sino como acompañantes de una sociedad que rechaza los rasgos tiránicos», acordaron entre todos.

La verdad era algo distinta. El triunvirato resistía la influencia de la logia secreta, y ésta quería para sí todo el poder: Alvear para gozarlo y conducirlo, San Martín para alinear todos los planetas en la operación militar de la emancipación.

La plaza de la Victoria se fue llenando de militantes y espontáneos que exigían un cambio de rumbo en el gobierno. La Sociedad Patriótica mandó a sus dirigentes con un petitorio de trescientas firmas en donde se pedía la restitución del Cabildo, como órgano máximo y representativo, que renunciaran los triunviros y que se convocara una nueva asamblea integrada por hombres de todas las provincias. Dentro del edificio se llevaban a cabo largas y febriles deliberaciones y en la calle iba subiendo la temperatura y creciendo los incidentes violentos y los insultos. San Martín vio que esos manifestantes podían formar en cualquier momento una turba descontrolada, y recordó una vez más el linchamiento de Solano. Todo se le podía ir de las manos a los logistas, nada bueno podía surgir de ese creciente y nervioso piquete. El teniente coronel dejó su caballo a un ayudante y entró en la sede del gobierno. Llegó hasta la sala de las deliberaciones y alzó la voz: «¡No hay más tiempo, señores! Aumenta el fermento y es preciso cortarlo de una vez». El tono era tan enérgico y marcial que los cabildantes quedaron tiesos.

La morosidad de los trámites viró entonces hacia un rápido desenlace, y los regidores nombraron un nuevo triunvirato, cuyos miembros marcharon hacia el Fuerte para tomar posesión del cargo. San Martín mandó montar y regresó a paso lento a los cuarteles con sus granaderos. No había nada que festejar, aunque los flamantes triunviros lo ascenderían bien pronto a coronel de caballería.

Al poco tiempo también Carlos María de Alvear presidiría la asamblea, y los logistas impondrían su política liberal: el fin de la esclavitud, la tortura, la Inquisición y los títulos de nobleza. Pero a la vez se mostrarían intolerantes con la oposición e irían vaciando de contenido las sesiones: todo lo decidían Alvear y los logistas en secreto, como si fueran una casta. San Martín no estaba de acuerdo con eso, pedía la declaración de la independencia y se iba encontrando en franca minoría. La logia entera trabajaba para el encumbramiento de un solo hombre: su antiguo promotor y testigo de su boda. Aquel rico jacobino que estaba dispuesto a todo para entronizarse y que le disgustaba el magnetismo de San Martín y la resistencia política que le presentaba en sordina.

Las divergencias dentro de la logia eran cada vez más fuertes. Alvear no quería irritar a Inglaterra, que a su vez no quería irritar a España. Algunos años después Alvear le escribiría una carta al canciller inglés diciéndole abiertamente: «Estas provincias desean pertenecer a la Gran Bretaña, recibir sus leyes, obedecer a su gobierno y vivir bajo su influjo poderoso». La lucha interna de facciones dentro de la logia significó luego una derrota total para San Martín, que veía en Inglaterra un aliado y no un patrón, y que fue obligado a dejar de ser Venerable. Se lo puso a «dormir» y se lo confinó a tareas castrenses. La logia de Cádiz se había desvirtuado, ya no era lo que fue, y el coronel se abrazaba únicamente a la idea de que su vida no pertenecía sino a esa patria fantasmal que no terminaba de consolidarse. Detestaba a los realistas por decadentes y por no representar a nadie ya que descontaba que España, en realidad, se había hundido para siempre bajo las garras de Francia. Y fue por eso que cuando se enteró de los resultados de la batalla de Waterloo quedó demudado. Esa magnífica desgracia sucedió dos años después del maldito año de 1813, y desde Cuyo el coronel imaginó la partida que habían jugado le petit caporal y el duque de Wellington. El emperador invadió los Países Bajos y un funcionario avisó a Wellesley de lo que acababa de ocurrir. El duque estaba en Bruselas con su Estado Mayor, en un baile de sociedad, que terminó abruptamente. Reunió a sus oficiales y marchó de inmediato hacia el frente de combate.

«La presencia de Napoleón en el campo de batalla equivale a cuarenta mil soldados», decía Wellington. «Y no se equivoca», pensaba San Martín. Fue una contienda sangrienta y los gabachos estuvieron a punto de ganarla. Todos le achacaban a Wellington su carácter defensivo, pero el duque no atacaba hasta estar seguro de su éxito. Cuando lo estuvo dio la estocada final. Hubo miles de muertos, y el gran jefe inglés dijo: «Salvo una batalla perdida, no hay nada más deprimente que una batalla ganada». Viendo que el fracaso de los franceses fortalecía a Fernando VII y a la contrarrevolución en sus colonias, San Martín le escribió a un amigo: «El maldito Bonaparte la embarró al mejor tiempo: expiró su imperio y nos dejó en los cuernos del toro». Pero en vísperas de San Lorenzo aquella primera revolución de octubre había dejado al coronel de los granaderos en los cuernos de Alvear, que a partir de entonces intentaría sacárselo de encima con denuedo.

En los años posteriores su enemigo íntimo buscó pompa y laureles, se adjudicó batallas que no había librado, aplicó medidas dictatoriales, generó intrigas políticas, aplastó a los opositores, cayó en desgracia y volvió a levantarse, escandalizó a propios y extraños, cumplió misiones diplomáticas en Inglaterra, Estados Unidos y Bolivia; intentó seducir políticamente a Simón Bolívar, regresó a Buenos Aires, condujo la guerra contra Brasil, obtuvo controvertidas victorias militares, participó ambiguamente en la guerra civil argentina y murió en Nueva York.

Cuando todavía guardaba las formas con el esposo de Remedios de Escalada, Alvear se ocupó de barrer política y operativamente al coronel de sus desvelos. Utilizó como excusa algo cierto: los realistas hostigaban la costa del Paraná y del Río de la Plata y había inquietud en la sociedad porteña ante una posible invasión. Los miembros del segundo triunvirato llamaron al Fuerte al coronel San Martín y le explicaron que las baterías sobre Rosario estaban en peligro y, con ellas, el comercio hacia Paraguay. Se le ordenaba tomar su regimiento y desbaratar cualquier desembarco.

A Remedios se le estrujó el corazón cuando conoció las órdenes. «No hay una sola amiga tuya que no crea que soy un agente español, chiquilla», le dijo su marido abrazándola. «Cualquier otro comandante podría ocuparse de esta misión pero temo que debo hacerlo yo para taparles la boca a todos». Al coronel le rechinaban los dientes. Pocas noticias le agradarían más a Carlos María de Alvear que su fracaso o muerte, y aquélla resultaba una prueba de sangre para su familia política y para los contertulios.

El coronel se acuarteló y mandó una nota al capitán Bermúdez, que comandaba una compañía de 54 granaderos en San Fernando. Le indicaba que tomara el rumbo de Santa Fe y que se encontrarían en el camino. El gobierno insistió en poner a su disposición el Regimiento 11 de Infantería, algo relativamente útil: sólo veinticinco de los cien infantes estaban armados, no tenían siquiera uniformes y marchaban a pie. El coronel eligió a los mejores hombres de su primer y segundo escuadrón, y salió cuando rayaba la aurora, mosqueado y decidido.

Los informes oficiales decían que el desembarco español se produciría el primer día de febrero. No se podía perder un minuto. El plan era galopar de noche para eludir el calor y a los espías realistas, y aprovisionarse de caballos frescos en una serie de postas. Pero el guía se equivocó de camino y al llegar a Santos Lugares, el coronel se dio cuenta de que nadie había avisado a los encargados de esa posta sobre las caballadas de refresco. En medio de su ira, San Martín pensó que ese olvido podría no deberse a la negligencia pura: tal vez alguna mano oculta quería verlo trastabillar y que la misión se echara a perder. Ese mismo día, aprovechando el viento del oeste, la flotilla española había iniciado su travesía por el Paraná hacia el norte y ya se la había avistado navegando frente a San Nicolás.

Enfurecido y todo, apenas contenido por sus inquietos oficiales, el coronel envió una misiva al gobierno narrándole el grave contratiempo y buscó entre su tropa a un portaestandarte de diecisiete años, gran jinete, y le ordenó que se adelantara a sol y a sombra, de día y de noche, sin detenerse ni para dormir ni para comer, y que avisara a todas las postas para que los maestros comenzaran a arrear hacia el camino cuadras y cuadras de caballos fuertes y descansados.

El emisario galopó en camisa, con la chaqueta atada a la silla, horas y horas poniendo en alerta a los paisanos de Las Conchas, Arroyo Pinazo, Pilar, Cañada de Cruz.

Los granaderos avanzaban al trote y a veces al galope, con sus uniformes transpirados y en medio de una gran polvareda. Y en todas las postas iban encontrando los caballos que necesitaban. En la noche del 30 las tropas cruzaron el río Areco, y su alcalde salió al encuentro para entregarles cien yegüerizos. La llegada del regimiento era tan atronadora que los caballos que tiraban del carruaje del alcalde se asustaron y desbocaron: el coche fue a dar contra un tronco y los dos cocheros recibieron grandes heridas. San Martín y Bermúdez tuvieron que socorrerlos.

Más tarde la columna tocó Cañada Honda, Río Arrecifes y llegó a San Pedro. Era el 1 de febrero, y San Martín dispuso que los granaderos tomaran un breve descanso y se alimentaran. Unos minutos más tarde ya corrían hacia el norte, y después de varias horas volvían a detenerse en la posta Las Hermanas, donde el coronel le ordenó al valiente portaestandarte que organizara un servicio de vigías y batidores con paisanos. La flota española ya estaba fondeada frente a San Lorenzo. El regimiento siguió hacia Arroyo del Medio, Rosario y finalmente hacia la Posta del Espinillo, adonde llegó en la noche del 2: en cinco días habían recorrido cuatrocientos veinte kilómetros. La increíble marcha forzada no había sido en vano: aquel día había amanecido con un fuerte viento norte y la flotilla aún no había podido desembarcar. Ese extraño viento de la historia salvó la reputación de San Martín porque le dio tiempo para recuperarse, entrar en el convento y disponer todo para un ataque a fondo.

Ahora el coronel miraba en la oscuridad a sus granaderos y se hacía varias preguntas impronunciables: ¿estarían aquellos reclutas vírgenes y cansados a la altura de las circunstancias? ¿Qué sentiría él mismo al ver el estandarte rojo y el uniforme blanco de los españoles? Bajo esos colores y distintivos se había hecho hombre y había conocido la gloria. ¿Y qué pasaría cuando se viera cara a cara con el jefe de los realistas? ¿Vería en su rostro y postura a tantos camaradas del Viejo Mundo? ¿Vería al marqués de Coupigny en la faz del capitán Juan Antonio de Zabala?

Consultó por última vez su reloj de bolsillo, tomó su catalejo de noche y subió a la espadaña del campanario. Como en Arjonilla, presintió el advenimiento de la alborada con la insinuación de un destello. Miró por el lente y entonces descubrió, con una calma irracional, con una rara paz interior y con cierto alivio, que había comenzado el desembarco.