Madrid, 2 de septiembre de 1873

 

Una combinación cautivadora, la ira y el terror. El coro, esto es, el pueblo soberano, exigía al poder supremo venganza por el asesinato de su rey, el rey Duncan, Sull’ignoto assassino esecrato le tue fiamme discendano, o Ciel, y eso ocurría en presencia de los depravados criminales, Lady Macbeth y su marido, quienes disimulaban su profundo pavor. La profecía de las viles criaturas espectrales, Salve, o Macbeth, di Scozia re!, se había cumplido y la fatalidad de su siniestro augurio estremecía los corazones de los espectadores. «Nada se puede hacer contra el destino», pensaban todos ellos, en sintonía con el inexorable mensaje que el compositor, apoyado en el misterioso poder de la música, había conseguido sembrar en sus espíritus. Los negros ropajes de los figurantes apenas se intuían en el lóbrego paisaje de un escenario casi en tinieblas, y el silencio, tan hondo como el de un camposanto, solo era roto por el cadencioso cántico del coro, una especie de oración fúnebre y colérica. Nada más natural en ese ambiente patético que el público contuviera la respiración y reprimiera cualquier tentación de moverse en sus asientos, lo que rompería el hechizo del momento y la solidaria comunión de cada uno de ellos con la súplica de los protagonistas, furiosos ante el horrible crimen.

Era la segunda vez que Macbeth, la ópera de Verdi basada en la tragedia que encumbró a William Shakespeare, se representaba en Madrid. Salamanca evocaba en su palco del Real el éxito clamoroso del primer estreno en su Teatro del Circo, en febrero del cuarenta y ocho, poco antes de su exilio. El recuerdo de aquel triunfo, que el público personificó en él por ser el empresario que situó a Madrid en el mapa de las grandes plazas de la lírica, fue como si la puñalada de Lady Macbeth se hubiese hundido en su estómago, la dolorosa certeza de que los tiempos de vino y rosas habían muerto para siempre. En aquel entonces, el Teatro del Circo era destino habitual de las compañías de más prestigio y sede obligada para los estrenos de las grandes óperas. Pero hacía ya tiempo que su vida era cosa diferente y el brusco viraje que se había producido en su existencia tenía carácter definitivo, para qué se iba a engañar. Prueba de ello era que, antes de empezar la función, nadie se interesó por su palco y, si algunos ojos perdidos reparaban en él, se apartaban enseguida, en busca de personajes de más interés. ¿Qué fue de aquellas prometedoras miradas desde provocadores ojos de largas pestañas? ¿O del intenso tráfico entre palcos en los descansos con el suyo siempre a rebosar?

Ahora, en cambio, era él quien escudriñaba con sus anteojos tratando de reconocer a los ocupantes de los palcos vecinos. Había muchos rostros desconocidos, gentes de la nueva situación que habían medrado con rapidez en el flamante régimen. También a los republicanos les gusta la ópera, o, cuando menos, dejarse ver en ella, como a todos. Cerca del suyo había distinguido a don Nicolás Salmerón, el actual presidente de la República, ¡el tercer presidente en una república con siete meses de vida!, un caballero de frente despejada y triste semblante. Versado en filosofía, según se comentaba. «Estos nuevos líderes han resultado ser bienintencionados y doctos personajes de vasta erudición y notable retórica, ¡así nos va! —Ése era el juicio que le merecían—. Todos ellos son pacifistas, aunque, curiosamente, cuanto más pregonan su odio por la violencia, más se extiende esta por la nación, jamás hubo tantos conflictos a la vez; el Ejército, menguante y desmoralizado, no sabe adónde acudir, si a echar a los carlistas de Navarra o a sofocar los focos revolucionarios que han prendido en docenas de ciudades y pueblos. Esta es la República Federal que tanto deseaba la gente», pensaba con resignación.

Salamanca no podía olvidar que Salmerón tuvo que hacerse cargo del poder cuando su antecesor, Pi y Margall, renunció a la presidencia por no querer enviar la fuerza pública a poner orden en la marejada de rebeliones cantonales que ahogaba a media España. El nuevo presidente se vio obligado a aceptar transitoriamente la reinstauración de la pena de muerte, aunque declaró que no la aplicaría jamás, con lo que la medida perdió todo efecto. Aún más original que el caso de Pi, a quien la maledicencia pública motejaba de «señor tres catorce dieciséis», fue el de su antecesor don Estanislao Figueras, quien, molesto con el poco caso que se le hacía en las Cortes y en todas partes, cierta mañana, en lugar de acudir a su despacho, se marchó a Francia sin avisar. Y no volvió, fue este un caso histórico de dimisión fulminante.

Abandonó los pensamientos que lo distraían y su atención regresó a la ópera; la acción, en la parte final del segundo acto, se centraba en un cuadro de locura por miedo o remordimiento, o por ambas cosas a la vez. En pleno banquete con la nobleza del reino, Macbeth, enterado del asesinato de Banquo, a quien había dado orden de matar, se dirige al espectro de este y le exige que se marche del convite: Va! Spirto d’abisso! Spalanca una fossa, o terra l’ingoia, exclama la voz potente del barítono. Naturalmente, nadie más puede ver a ese fantasma de Banquo al que habla. Ante la prueba de demencia del violento monarca, los invitados huyen horrorizados, mientras la avergonzada Lady Macbeth achaca las alucinaciones de su esposo a la cobardía, y así se lo reprocha.

La fuerza dramática de la acción, la medieval y tenebrosa rusticidad del atrezo, la depravación moral del personaje de Macbeth, el horror por el triunfo del corrupto sobre el noble, pero sobre todo la maestría de la composición, la destreza de la orquesta y el virtuosismo de las voces de los cantores, todo ese conjunto de concatenadas circunstancias esparcían por la atmósfera del Teatro Real una nube invisible de vibrantes emociones.

La locura y su poderosa carga emocional. En su juventud, a Salamanca le resultaba incomprensible cualquier explicación moral o psicológica de la locura, se aferraba a la opinión generalizada de que la enajenación mental era un fenómeno genético y, por tanto, incurable. Pero eso había cambiado considerablemente en los últimos años desde que él mismo experimentaba muchos días, y sobre todo muchas noches, la sensación de creer que iba a volverse loco por la frustración que le causaba la deriva de sus negocios. Quizás por eso sintió un escalofrío al escuchar los desvaríos del rey impostor: Sangue a me quell’ombra chiede e l’avrá, l’avrá, lo giuro.

 

 

En el entreacto, recibió una inesperada visita en su palco: el general Córdova. Hacía mucho tiempo que no se veían.

—Me acordé de usted ayer —dijo el militar tras efusivos saludos—, porque pasé junto a las obras de la nueva plaza de toros. Me sorprendió ver que ya está casi terminada. Un edificio estéticamente impecable, como todos los suyos.

Salamanca imaginó que el desaparecido pelo del redondo cráneo de Córdova, visiblemente desguarnecido, debía de haberse ido amontonando en los vastos bigotes, tan blancos y pacíficos. También se fijó en sus grandes orejas, pasaban desapercibidas gracias a lo bien plegadas que estaban, como abrochadas a la cabeza.

—¡Cuánto me alegra encontrar a un conocido, Fernando! En los palcos solo se ve gente extraña, me parecía estar en otra ciudad —correspondió Salamanca—. La nueva plaza de toros, sí, es verdad, va a ser una construcción elegante, nada que ver con el mamotreto de ahora. Estoy deseando tirarlo, no hace más que afear el barrio, pero todavía nos quedan unos meses de obras.

Construía el nuevo coso taurino en la continuación de la calle de Goya, a unos doscientos metros de su cruce con la de Alcalá. Por tanto, en las afueras de su barrio, algo alejada, aunque el tranvía de mulas la comunicaría con el centro de la ciudad. El convenio firmado con la Diputación Provincial estipulaba que el solar en el que se asentaba la vieja plaza pasaría a Salamanca en propiedad cuando entregase la nueva.

—No sé si se ha enterado usted de que me he retirado de la política. ¡Demasiados años de servicio, ya estaba cansado! —El general llevó la conversación a su terreno, consciente de que Salamanca pertenecía al grupo de los afines. Últimamente, empezaba todas sus conversaciones afirmando haber abandonado la política, pero nadie lo creía. Es más, todo el mundo sospechaba que ni siquiera lo creía él mismo, la vocación de Córdova por la cosa pública era visceral, a prueba de tempestades. A pesar de sus antecedentes borbónicos, participó en los gobiernos de don Amadeo y, aún más sorprendente, asumió la cartera de Guerra en el primer Gobierno republicano—. Además, no soy capaz de aguantar a estos señores de ahora. ¿No le parece que la situación es insostenible?

—Poco puedo decirle yo a usted —alegó Salamanca—, salvo que con tanto alboroto no se vende un piso.

—Es terrible todo esto que tenemos encima, espero que el experimento republicano nos sirva de escarmiento.

—Qué me va a decir a mí, que lo sufro como nadie. Pero no olvide que la República llegó con la bendición de todos ustedes, los políticos —protestó Salamanca.

—Había que darle una oportunidad, tras el fracaso de Isabel II y luego de don Amadeo —dijo Córdova—. Pero es verdad lo que dice usted, a la República la trajeron unas Cortes monárquicas. ¡Un inmenso error!

—Un inmenso error de los diputados que pagamos todos los demás.

Para Salamanca, Córdova era un elemento genuino de esa tribu que suele denominarse «la clase política», una especie de casta, deshumanizada a fuerza de imaginar una realidad inexistente, solo visible para sus propios miembros; un grupo minúsculo pero con mucha presencia pública, corporativista y endogámico, en el que son frecuentes la presunción, cierta pretensión de superioridad moral y un vicioso delirio de trascendencia. Cuando uno ingresa en un club como este, salvo que tenga la conciencia de estar de paso, renuncia de por vida a abandonarlo. El caso de Córdova era un buen ejemplo, los cuatro o cinco años que trabajó para él como administrador de sus ferrocarriles italianos fueron un paréntesis en su existencia. Un paréntesis muy remunerador, porque en ese tiempo hizo el suficiente dinero para poder dedicarse a la política el resto de su vida, que era lo que siempre había querido.

—Supongo que se estará haciendo algo para arreglar este embrollo —inquirió Salamanca—, seguro que usted lo sabe.

—Yo tengo esperanza en el general Martínez Campos, un hombre con determinación, el único que puede arreglar este dislate. De momento, ha sofocado la mayor parte de las insurrecciones cantonales, las más pequeñas. Parece que ya solo quedan dos focos activos, Málaga y Cartagena.

Córdova hacía referencia a la rebelión cantonal, docenas de ciudades y pueblos habían proclamado meses atrás su independencia del Estado. Entre las nuevas «naciones» independientes, se encontraban varias potencias europeas de la importancia de Loja, Almansa o Utrera.

—He oído que Cartagena está en manos de un loco —dijo Salamanca.

—El general Contreras. No, loco no es, más bien un iluminado, uno de esos personajes pintorescos que dan colorido a nuestra historia. En Cartagena se ha alcanzado el grado máximo del absurdo, no sé si está usted informado. —No hubo lugar a averiguar si Salamanca era conocedor de los hechos, decidido como estaba a dar su versión, Córdova prosiguió su relato sin la menor pausa—. Contreras, que se incautó de la flota aprovechando que estaba anclada en el puerto, ha utilizado nuestras fragatas para organizar expediciones navales contra indefensas ciudades vecinas como Almería o Alicante. No va usted a creerlo, pero lo cierto es que, si no le pagaban lo que pedía, las bombardeaba, así de sencillo. Como los piratas, pero con nuestros barcos. Martínez Campos tiene ya cercada la ciudad, pero no será fácil meterlos en vereda, Cartagena es una plaza casi inexpugnable.

—No puedo entender cómo hemos llegado a estos extremos, Fernando. —Salamanca, inquieto, miró el reloj; esperaba noticias importantes que no terminaban de llegar. Para no parecer maleducado ante Córdova, hizo un esfuerzo por demostrar interés en la conversación.

—Una vez abierto el melón federal, cada uno lo interpretó a su manera y, cuando se vio que las nuevas Cortes eran incapaces de ponerse de acuerdo en una nueva Constitución, esa legión de demagogos que pululan por la política española creyeron llegado su momento de gloria y declararon la independencia de sus respectivos pueblos. Con un Gobierno pacifista compuesto por charlatanes como ellos, sabían que no serían castigados. Además, se aprovecharon de que el Ejército estaba entretenido en el norte luchando contra los carlistas.

—Esa es otra, ¡los carlistas! —apuntilló Salamanca.

—Los carlistas, sí señor, otra vez son dueños de buena parte de Navarra y del País Vasco. Un territorio que hoy día es un Estado dentro del Estado y funciona a su aire, a las órdenes del pretendiente y su Gobierno de Estella. Este Carlos VII, como se llama a sí mismo, no solo ejerce como monarca absoluto en esa parte de España, sino que tiene una Hacienda propia y hasta embajadores en algunos países. A este punto hemos llegado, José.

Salamanca estuvo a punto de pronunciar una frase que últimamente le venía con frecuencia a la cabeza, escuchada tiempo atrás a José Buschental: «¿Cuándo empezó a pudrirse este país, Salamanca?». Pero no salió de su boca, empezaba el tercer acto de Macbeth y debían poner punto final a la conversación.

 

 

De nuevo en la oscuridad de su palco, la inquietud le impedía concentrarse en la música. La depresión de la economía duraba ya casi diez años y las perspectivas seguían siendo funestas. «Ahora es la República, ¿qué será mañana?», se preguntaba. Los disgustos que le daba la construcción del barrio consumían su caudal de energía y no quedaba nada para cualquier otra cosa. Y, sin embargo, estaba tan seguro del triunfo final que en ningún momento se le ocurrió detener las obras. Al contrario, trataba de concluirlas cuanto antes. Desde el asesinato de Prim, se habían inaugurado tres nuevas calles llamadas Lagasca, Velázquez y Núñez de Balboa, ¡Dios sabía con cuánto esfuerzo! En total, casi treinta nuevas manzanas con millares de viviendas.

Poco a poco, el barrio se iba animando y el vecindario crecía: profesionales, funcionarios y pequeños comerciantes descubrían las ventajas de vivir en la mejor zona de Madrid. Pero a un ritmo demasiado lento, insuficiente para generar el flujo de fondos necesario. Para afrontar los pagos, seguía obligado a vender todo lo que podía, aunque cada vez le quedaban menos bienes que poner en venta excluyendo las propias viviendas. Necesitaba un socio que aportara dinero y, para eso, estaba dispuesto a valorar los inmuebles y solares incluso por debajo del coste. Llevaba años buscándolo, trató de convencer a docenas de empresarios y entró en contacto con varias sociedades extranjeras, pero sin éxito. Notaba que, al principio, muchos mostraban interés, la distinción del barrio de Salamanca impresionaba a todos. Pero luego, cuando maduraban la idea, se echaban atrás. Antes decían que era por la crisis europea, ahora lo justificaban por la inestabilidad política. Nadie veía el final del túnel sombrío por el que discurría la vida española.

Por fin, tras muchos intentos, el problema estaba a punto de resolverse. Llevaba tres meses negociando con una sociedad de inversión francesa, los directivos parecían unos caballeros serios, conocedores del negocio y muy exigentes, convencidos de que la coyuntura iba a cambiar pronto. Habían visitado los edificios varias veces, se habían acordado ya los bloques y parcelas que se aportarían a la sociedad que se iba a crear, en la que él sería socio minoritario. También había acuerdo en su valoración, el importe de la inversión ascendía a muchos millones de pesetas, suficientes para amortizar la mayor parte de las deudas y abordar con cierta tranquilidad el resto de las obras. Se había analizado todo, hasta el mínimo detalle, tan solo faltaba el último, el más importante: la aprobación del Consejo de Administración. En esos instantes, mientras en el escenario unas brujas mostraban a Macbeth el fantasma de Banquo, se reunía en París ese consejo a fin de tomar la decisión definitiva. «Mucho depende de esa decisión —reflexionaba— mi futuro, mi tranquilidad, tal vez mi vida, tan castigada por la angustia». Por eso estaba tan nervioso. El representante de la sociedad en Madrid había prometido enviarle un mensajero al teatro para informarle del acuerdo del consejo tan pronto acabara la reunión y recibiera un telegrama con el resultado. Pero la ópera se encontraba ya en el tercer acto, el mensajero no llegaba y a él lo consumían los nervios.

Trató de pensar en otra cosa y aislarse también de la tragedia que se desarrollaba en el escenario, que en nada ayudaba a alimentar la esperanza. Para ese tipo de aislamiento, tenía cierta facilidad, no había disminuido esa facultad tan suya de aparcar en algún lugar del cerebro los malos pensamientos. Temporalmente, por supuesto.

De modo que pensó en Estrella.

¡Estrella! La había visto esa mañana, en el jardín de su palacio. ¡Era ella, estaba seguro!, a pesar de que llevaba una toca negra sobre la cabeza. Estaba él junto a un balcón de su dormitorio, en la fachada trasera, cuando vio a una mujer escondida tras un seto, absorta en el juego de las niñas. María, su hija, se mecía en el columpio en compañía de varias amigas. La mujer la miraba en silencio, de vez en cuando volvía la cabeza por ver si la estaban observando; entonces pudo distinguir su cara: ¡hermosísima, como diez años atrás! Un instante más tarde, Estrella pareció tomar una decisión, salió de su escondite y se dirigió a María, quien bajó del columpio para acercarse a la desconocida. Hablaron un rato paseando por la alameda, solas; hablaba Estrella y la niña reía. Él estaba oculto tras el visillo para que no lo vieran, y no perdió detalle. Tuvo la tentación de bajar a saludarla, pero se reprimió. Para Estrella, él ya no era nadie, solo su hija contaba. Puede que llevara años esperando este momento y él debía respetarlo.

Poco después se les acercó un hombre, cojeando. Era Zaldívar, el criado de María Buschental que hacía un rato le había entregado un regalo de su señora: una caja de puros brasileños traídos de Río de Janeiro, de donde la Buschental acababa de regresar. Estrella se despidió de su hija, la besó y se fundió con ella en un abrazo interminable entre lágrimas escondidas a la niña. Pero él sí podía verlas desde su balcón. Cierta frase, desempolvada de algún rincón de la memoria, le agitó remotas fibras de la sensibilidad al aflorar en su conciencia: «Tómala. Es tan tuya como mía». La hija de ambos. Aunque ahora, ciertamente, la niña era más de él que de ella, incluso llevaba su apellido. Así eran las cosas y seguramente así debían ser.

Cuando, acompañada por Zaldívar, se encaminaba hacia la verja del palacio, sollozaba abiertamente. Él le cogió la mano y ella se apoyó en su cuerpo de soldado derrotado. ¡Estrella y Zaldívar, el revolucionario cojo! ¡Qué pequeño es el mundo!

 

 

Delante de su doncella y del médico, Lady Macbeth se mira las manos que, en su locura, cree manchadas de sangre humana: Di sangue umano Sa qui sempre… La quejumbrosa aflicción de la reina impostora demuestra que el remordimiento ha devenido en demencia, antesala de la muerte. La voz de la soprano atronaba de dolor en el sobrecogido recinto del teatro. Su confluencia con otra voz más cercana, cautelosa y tímida, produjo en Salamanca un espasmo de pavor.

—¡Señor de Salamanca! —escuchó tenuemente a sus espaldas. Se volvió aterrado y divisó una sombra inmóvil en el interior de su palco. Transcurrieron largos segundos antes de que pudiera reaccionar.

—¡Me ha asustado usted! ¡Pase enseguida! —dijo finalmente, cuando fue consciente de que se trataba del mensajero al que esperaba.

—Disculpe usted —murmuró sigilosamente el hombre en la oscuridad, parecía tener más miedo que él mismo—. Le traigo una carta de parte de monsieur Gillet.

El mensajero le entregó el sobre y se marchó, y el corazón de Salamanca empezó a bombear intensamente. Trató de calmarse dejando el documento sobre su regazo y dirigiendo la mirada hacia el escenario, pero su mente no estaba preparada para entender lo que en aquellas tinieblas sucedía. Se levantó bruscamente y salió del palco, en el pasillo se acercó a la lámpara de gas más cercana y rasgó el sobre. Su corazón seguía latiendo con fuerza inusitada, hasta tal punto que se preguntó si ese hombre que temblaba era él mismo. Torpemente, extrajo la carta de su interior. La leyó con manos estremecidas:

 

Estimado señor de Salamanca:

Lamento informarle de que el Consejo de Administración de nuestra sociedad ha decidido declinar su ofrecimiento…

 

No fue capaz de continuar la lectura. Con saña, hizo un ovillo con el papel y se lo guardó en el bolsillo. Regresó al palco y se volvió a sentar, por el escenario deambulaba ahora un enjambre de individuos con ramas de árboles en las manos. Era como si el bosque donde ahora se desarrollaba la acción, el bosque de Birnam, estuviera en movimiento.

—La tragedia de Macbeth es como la mía —murmuró entre el fragor de los cánticos—. Nada se puede hacer contra el destino.

Sin esperar al final de la obra, abandonó el teatro.

 

 

Minutos después, subió la escalera del palacio como un sonámbulo. Abrió los balcones de su despacho para dejar entrar la brisa templada de la noche de septiembre. Se dejó caer en el sillón de su escritorio, donde, inmóvil, permaneció durante una hora, tal vez más, con la mirada perdida en las profundidades de otro bosque: el que aparecía en el cuadro que tenía enfrente, Alegoría de la abundancia. Ajeno por completo a la estética del óleo de Brueghel el Viejo y Van Balen, a su simbolismo y a su belleza, durante largo rato su cerebro se entretuvo en contar el número de árboles que aparecían en la pintura. Frecuentemente se perdía y volvía a empezar, eran muchos más de los que parecían a primera vista, algunos de ellos difícilmente visibles entre la espesura de las hojas. Después le tocó el turno a los frutos que colgaban de los árboles, luego a las ramas y más tarde a las flores; estas eran centenares, muchas de ellas formaban guirnaldas que adornaban las cabezas de unos amorcillos que bullían desnudos junto a las diosas. Su cabeza se esforzaba por retener cada una de las cantidades sin anotarlas, era un juego de cálculo mental que, tiempo atrás, había descubierto que actuaba como una droga, le evitaba pensar y, por tanto, sufrir.

Las figuras con forma humana no interesaban en aquel juego, eran demasiado sencillas de contar, de modo que su mirada se paseaba entre ellas sin tenerlas en cuenta. También eran muchas: diosas, faunos, sátiros, ninfas…, todas ellas gozaban de la paz y los frutos que la naturaleza ponía a su disposición, simbolizados en el cuerno de la abundancia. «La abundancia, yo la he conocido, no hace tanto tiempo. Es una sensación agradable pero incompleta, pues por sí misma no llena la vida. Aunque, en realidad, ¿qué es lo que puede colmarnos, qué llena nuestra existencia?». No supo responderse, la forma que él había tenido de vivir en plenitud fue la de embarcarse en una interminable carrera de obstáculos camino de una meta difusa y un horizonte invisible.

Poco a poco fue recobrando la calma, la experiencia enseña mil maneras de encajar los golpes que recibimos. Una vez más, pensó que no había motivo para la queja: «Llevo toda la vida haciendo lo que he querido, no hay muchos que puedan decir lo mismo». Ahora miraba el cuadro con otros ojos, ante él aparecía un paisaje apacible que contagiaba serenidad. Enseguida olvidó los números que con tanto esfuerzo había retenido.

Instantes después, paseaba por la huerta de Oñate y levantaba la mirada hacia la atmósfera limpia e inasible. En la oscuridad de la madrugada, se alzaba ante él, en toda su grandeza, la obra colosal que era el universo. Sentía a veces la necesidad de contemplarlo para volver a convencerse de la pequeñez de nuestros problemas. El vasto paisaje del cosmos, de imposible comprensión, le ayudaba a recobrar la entereza necesaria para continuar su camino.

Reconoció a Betelgeuse, la más radiante de las estrellas de Orión, en el mismo sitio donde ya estaba cuando era un niño y su padre le enseñaba los misterios del cielo. Su afán por conocer lo llevó a interesarse en la astronomía, por eso sabía que las imágenes que en aquel momento contemplaba no eran de este tiempo, sino de otros muchos, según la distancia existente entre cada astro y la Tierra. Un astrónomo danés llamado Ole Römer había descubierto siglos atrás que la luz tiene una velocidad finita, por tanto, las imágenes que llegan de las estrellas hasta la Tierra lo hacen mucho tiempo después de que se hayan producido. Pudiera ser, quién sabe, que Betelgeuse hubiese desaparecido años atrás y él continuara viéndola, una muestra más de la grandeza de la creación o de la pequeñez del hombre para entenderla.

Se le ocurrió que, según aquella ley universal, alguien podría estar contemplando en aquel momento, desde alguno de aquellos mundos lejanos, una imagen de la Tierra que sería la de muchos años atrás, tal vez la del día en que él nació. Esta idea le resultó sobrecogedora. El universo es, por tanto, un archivo gigantesco por donde navegan las imágenes de todo lo que ha ocurrido en el pasado, al alcance de quien las encuentre en ese instante del tiempo. Tiempo y espacio, ¿dónde empieza uno y termina el otro? Quiso imaginar que se encontraba en Betelgeuse y que desde allí tenía acceso a una imagen acontecida décadas atrás, la de una bellísima joven de cabello rubio a punto de ser ajusticiada en una plaza de Granada, en medio de una multitud entre la que se encontraba un estudiante desesperado.

Una nube debió de pasar delante de Orión, porque se ensombreció de repente, en su lugar apareció la imagen de Lady Macbeth con las manos manchadas de sangre. En ese instante, estuvo seguro de que el mensaje que late en la obra de Macbeth es falso: no es verdad que no se pueda hacer nada contra el destino, en realidad nuestro destino lo fabricamos nosotros. Al día siguiente, reanudaría la búsqueda de un socio que aportara capital. Y, si no lo encontraba, continuaría solo. Como siempre.