Madrid, Vista
Alegre, Los Llanos, Pésaro,
de febrero de 1863 a febrero de 1864
En los policromados frescos del techo de su despacho, las alegorías de las cuatro partes del globo, Europa, América, Asia y África, rodeaban al dios Mercurio, símbolo del comercio y encarnación de la riqueza y la prosperidad. No estaban allí por casualidad, eran un compendio de su propia biografía. Había pedido al arquitecto que las pintasen sobre su escritorio para tenerlas a la vista cada mañana. De los cuatro continentes, a Europa ya la tenía dominada: caminos de hierro construidos por él y líneas ferroviarias de su propiedad se esparcían a lo largo y ancho de su territorio, desde el Danubio hasta el Tajo y desde el Sena hasta el Tíber. Aunque todavía modesta, también en América estaba grabada su huella, como demostraba el inocente y conmovedor documento que colgaba en la pared de su izquierda en letras góticas de tinta negra: la declaración del Consistorio de la City of Salamanca aprobando el nuevo nombre del municipio en agradecimiento al hombre que les llevó el ferrocarril. Una ciudad ferroviaria del condado de Cattaraugus, en el estado de Nueva York, que el destino quiso situar junto a una reserva de indios iroqueses llamada nada menos que Seneca Nation of Indians, en un asombroso cruce de nombres de dos andaluces, José de Salamanca y Lucio Anneo Séneca, a más de mil leguas de su tierra. Algún día viajaría a esta nueva Salamanca que hasta hacía poco era un pueblo perdido, donde se presentó la fortuna el día en que la Atlantic and Great Western Railroad Company que él dirigía decidió establecer allí un nudo de su primera línea ferroviaria, la que unía la ciudad de Nueva York con la ciudad de Erie, junto al lago del mismo nombre.
Respecto a los otros dos continentes representados, África y Asia, el día menos pensado entrarían en su agenda de proyectos, al fin y al cabo, Argel o Estambul tampoco estaban tan lejos. Y qué decir de Mercurio, ¡difícilmente encontraría un alumno más aventajado! Tan aficionado al comercio como un fenicio, a la vista estaban las miles de leguas de ferrocarril construidas por él y sus tantas otras empresas.
Las ansiedades que le causaba su vida vertiginosa quedaban compensadas, con creces, por esa excitante tensión de los sentidos que se produce cuando se le exprime el jugo a la existencia. Desde que habitaba este palacio, hacía ya más de cuatro años, sus ojos no se cansaban de recibir la imperiosa explosión de belleza, más de doscientas obras maestras colgaban de sus paredes según el orden que impuso don José Madrazo. Cuadros de Velázquez como este Retrato del cardenal Borja a la derecha de su escritorio, de Zurbarán y de Rafael, de Murillo, de Rubens y de Mantegna, de Ribera y del propio Madrazo, o tapices según cartones de Goya o Procaccini, hacían de aquella casa un santuario del arte. Deambular por el palacio o perderse por su centenar de habitaciones se había convertido para él en un hábito cuando trataba de recuperar el humor perdido.
Un lejano rumor de rezos lo animó a levantarse y dar un paseo mientras llegaba Estébanez Calderón. Atravesó la sala de Júpiter y Juno en el Olimpo, le gustaba designar a las habitaciones por las pinturas de sus techos, y el salón principal con sus tres balcones al jardín frontal. Se detuvo ante la puerta cerrada de la habitación de Diana Cazadora, la que solía usar su mujer como salita de estar. El rumor creció en intensidad, abrió la puerta con suavidad para no molestar y el murmullo se transformó en letanía, epílogo a los misterios del Gozo, cinco padrenuestros y cincuenta avemarías.
—Virgo clemens. —Petronila rezaba con la voz firme de quien domina el escenario. Sus manos se deslizaban por las oscuras y suaves cuentas de un rosario cuyo crucifijo de plata reposaba en el regazo. Estampada en el rostro, la sempiterna mueca de la resignación. Como cada mañana, había asistido a misa de ocho y esta era su hora del rosario, antes del Angelus. Tal vez por la tarde se animara a acudir a algún oficio en cualquier iglesia o convento. Para expiar los muchos pecados de los demás, aún más patentes en un día profano como este lunes de Carnaval.
—Ora pro nobis —respondió su hija María Josefa, sentada a su lado, reprimiendo las ganas de salir corriendo con sus dieciséis años a cuestas para reunirse con sus amigas. Había venido del internado a pasar unos días en casa, reclamada por una madre que no soportaba dejar de verla más de dos semanas seguidas.
—Virgo fidelis.
—Ora pro nobis.
Salamanca se acercó a uno de los balcones y descorrió el visillo. Abajo, empequeñecida entre los dos imponentes cedros del Líbano del jardín delantero, la fuente del Fauno alegraba la luminosa mañana de febrero. Los árboles ocultaban en parte el paseo de Recoletos, como ahora llamaban a la continuación del Prado.
—Stella matutina. —El Sol, la estrella de la mañana por excelencia, centelleó tembloroso al escuchar la invocación.
—Ora pro nobis.
Fijó los ojos en su mujer, que le apartó la mirada con un gesto indicativo de que no quería perder la concentración, ocupada como estaba en misiones de alcance celestial. La frágil Petronila, a quien seguía viendo como la niña que paseaba en berlina por la Alameda de Málaga, se refugiaba bajo el manto extenso y acogedor de la religión. Incapaz de sobrellevar la muerte de su hermana Matilde, su confidente y protectora, ahora no le quedaba otro amparo terrenal que el suyo. Ella lo sabía y lo aceptaba, esa era la gran paradoja, verse obligada a cobijarse en un marido tan poco afecto a la causa de la Verdad y, por tanto, indefenso frente a las temibles acechanzas del Maligno. Otro poderoso motivo para rezar mucho.
—Regina Virginum.
—Ora pro nobis.
Salamanca acercó los labios al oído de su hija, le pidió que dijera a su madre que el tío Serafín llegaría en unos minutos, la besó en la frente y abandonó la sala.
La antigua huerta del conde de Oñate era hoy un delicioso jardín a espaldas del palacio que se extendía casi hasta la plaza de toros. Encajonado, eso sí, entre edificios destinados a negocios, a la derecha el Real Pósito de Madrid y muy cerca, a la izquierda, la nueva Casa de la Moneda, un modélico ejemplo de la arquitectura industrial de la época, pero una molestia a causa de sus cuatro chimeneas, que a ratos expulsaban los humos producidos por sus modernas máquinas de acuñación. De esta vecindad, tomó provecho el ingenio de los madrileños, murmuraban que el Gobierno edificó la Casa de la Moneda tan cerca de la residencia de don José de Salamanca para ver si así se contagiaba de su talento en el arte de hacer dinero, no en vano era el español que había acreditado más habilidad en ese menester en lo que iba de siglo.
A Salamanca le producía un extraño placer adentrarse en la espesura de la arboleda del jardín y en el laberinto de sus senderos, sentarse en alguno de los bancos ocultos tras los setos recortados, mojar los dedos en los vistosos chorritos de agua despedidos por fauces de mitológicas criaturas, ornato de las tres románticas fuentes de mármol traídas de Italia, o internarse en la Estufa, el enorme invernadero acristalado donde se cultivaban, gracias a la tibieza y humedad de su atmósfera, infinitas variedades de cálidas plantas y flores amables.
Se acercó a las cocheras, junto a la salida trasera de la casa, y se entretuvo en contar el número de carruajes estacionados: cuatro, los otros tres estaban fuera, al servicio de algunos amigos y de su hijo Fernando. En realidad, estaba allí para dejarse ver por Germán, su fiel cochero, quien se hizo el encontradizo y le entregó con discreción la nota que estaba esperando, cuidadosamente plegada. Leyó tan solo la respuesta del reverso, el resto lo había escrito él mismo: «De acuerdo», decía. Y era suficiente.
—A las nueve debe usted recoger a la señora De Castro y llevarla a la casa de Cuchilleros.
Había cambiado de nido, ahora usaba un piso más moderno y elegante que el de Concepción Jerónima. Llegó a pensar en servirse del palacio de Vista Alegre, casi siempre vacío, pero estaba demasiado lejos. La cita de esa noche tenía un nombre, Eloísa, una mujer casada, eso exigía redoblar la discreción; mantener en secreto sus romances era garantía para disfrutar de otros en el futuro.
—¡Ah, se me olvidaba, Germán! Hoy comeré en Lhardy, tenga dispuesto un coche descubierto para la una y media. Después del almuerzo, daremos un paseo por la Fuente de la Castellana, quiero ver los disfraces del Carnaval. —En ese momento le interrumpió un criado anunciando que acababa de llegar don Serafín Estébanez Calderón.
—Llévelo a la biblioteca y dígale que voy enseguida.
De regreso, se recreó una vez más en la soberbia belleza del edificio. En cada una de sus cuatro fachadas, prácticamente iguales entre sí, se alineaban nueve balcones divididos en tres paños iguales, y eso en las dos plantas. Colomer, el arquitecto, había utilizado el orden toscano en la planta baja. En cambio, en la principal usó el corintio para realzar su importancia, con medias columnas delimitando los huecos de los balcones y molduras y cornisas más elaboradas. En el centro del edificio construyó un patio interior con tragaluz en el tejado, también cuadrado, una invitación a los rayos del sol para entrar en la casa sin avisar y regar de luz las habitaciones interiores.
La envidia de los palacios de Madrid, el más fastuoso excluyendo el Real. Desde que lo inauguró, parecía haberse desatado en la ciudad una competición de palacios, algunos en las inmediaciones, como el que estaba levantando el duque de Sesto en la esquina de Alcalá con el Prado. Entre la gente de dinero se puso de moda viajar a París y regresar con el boceto de alguna mansión para dársela a un arquitecto, con el encargo de que su futura residencia fuera más lujosa que la de Salamanca. Como niños celosos.
Amante de las cosas tangibles quizás tanto como de las emociones, Salamanca le estaba muy agradecido a aquella casa. Aunque despreciaba las supersticiones, debía reconocer que desde que vivía en ella todo le había ido bien. Por si eso fuera poco, aquellos salones fueron testigos del mayor de sus triunfos, la fiesta de inauguración. Fue una noche de invierno, una de las últimas del cincuenta y ocho. El Gobierno de la Unión Liberal, recién llegado al poder, quiso estúpidamente interpretar aquel banquete como un desafío del partido moderado porque gran parte de sus dirigentes figuraban en la lista de invitados. Durante semanas, la prensa unionista dedicó sus páginas a denunciar la supuesta conjura del moderantismo que tendría lugar en el nuevo palacio de Salamanca, pero lo que consiguieron fue dar mayor realce a la celebración, nadie quiso perdérsela. Esa publicidad y la fastuosidad de la casa y del banquete convirtieron una pacífica reunión de amigos en un acontecimiento nacional. Del que, por cierto, todavía se escuchaban los ecos, cuatro años después.
Cruzó el patio interior y entró en la biblioteca, una habitación con estanterías de maderas oscuras de suelo a techo repletas de libros. Hojeando alguno de ellos se encontraba Estébanez Calderón.
—Hoy almorzaremos en Lhardy con Córdova, acaba de llegar de Roma. Tenemos algo que celebrar, ¡adivina! —dijo Salamanca al saludarlo.
Estébanez, escritor al fin y, como tal, un profesional de la observación y un devoto de la suspicacia, se puso en guardia; su cuñado no era hombre dado a las adivinanzas. Al Estébanez de los últimos años, viejo, viudo y achacoso, se le había avinagrado un poco el carácter y le incomodaban los misterios.
—No sé. Tal vez te han adjudicado el tren de Ankara a Teherán, de ti me espero cualquier cosa.
Salamanca se acercó a una de las estanterías, cogió un libro envuelto en fieltro verde y lo puso en sus manos.
—Hemos tardado casi veinte años, pero siempre te dije que lo conseguiríamos.
—¡Tirante el Blanco! ¡No lo puedo creer, después de tanto tiempo! —Las manos del escritor empezaron a temblar, conscientes de que sujetaban algo muy valioso, una verdadera joya. El libro estaba impreso en Valencia en 1490, un siglo antes que el Quijote, firmado por Juan Martorell. Su título completo ocupaba tres líneas, tan largo era, y al héroe del relato se le conocía en su lengua original como Tirant lo Blanc, hijo del señor de la Marca de Tirania y de una dama llamada Blanca.
—¿Qué te parece, hombre de poca fe? Nunca creíste que lo conseguiríamos.
—Es verdad, lo tenía por imposible. Todavía no me lo creo del todo. —Mientras las iba pasando, sus trémulos dedos acariciaban las frágiles páginas en color sepia.
—Está escrito en valenciano —dijo Salamanca.
—Don Diego Clemencín —discrepó Estébanez—, máxima autoridad en materia del Quijote, la llama lengua lemosina, la propia de la región de Limoges, ¡vete a saber! Estoy deseando que me cuentes su historia, no me habías dicho nada.
—Hay poco que decir, aquí está. Ya puedo presumir de tener la colección completa.
—No me irás a decir que fuiste ayer al Rastro y te lo ofrecieron en la primera tienda de libros con la que tropezaste.
Salamanca parecía receloso, reacio a hablar. Finalmente, se creyó obligado hacerlo, tratándose de Estébanez.
—Como sabes, estamos construyendo dos líneas de ferrocarril en Portugal, Lisboa-Oporto y Badajoz-Lisboa. En mi último viaje, invité a cenar en el palacio de Mitra, mi casa de Lisboa, a un grupo de autoridades portuguesas, trataba de apaciguar una relación plagada de contratiempos, como es frecuente entre constructor y cliente. Esa noche conocí a un hombre muy culto, sus conocimientos de arte me impresionaron. Habló de su afición a coleccionar cuadros y libros viejos y, en vista de mi interés, me invitó a su casa, una mansión en el centro de la ciudad. Días más tarde, cenaba allí con él y otras personas y, tras los postres, me enseñó sus colecciones. La de cuadros es notable, pero sus libros de valor son escasos. De repente, tomó un ejemplar de la estantería y dijo: «Este es el orgullo de mi colección», y me enseñó el ejemplar que tienes en tus manos. «Tirante el blanco —afirmó con orgullo—, el famoso libro de caballerías que tanto gustaba a Cervantes, le puedo asegurar que es el único ejemplar de la edición original que hay en el mundo». Aunque yo sabía que existe otro, nada le dije, y nada hubiera podido decir en cualquier caso porque me puse tan nervioso que perdí la voz. Mientras me enseñaba sus cuadros, que nada me interesaban, no podía pensar en otra cosa. No sabiendo cómo tratar el asunto, antes de despedirme le pregunté si estaría dispuesto a venderme un retrato de Van Dyck que me había llamado la atención. Solo intentaba tantearlo, pero respondió secamente que él nunca vendía, solo compraba, de modo que abandoné aquella casa sin mencionar a Tirante el Blanco.
»Pero ya lo tenía localizado. Durante el resto de mi estancia en Portugal, no dejé de pensar en cómo afrontar la compra, pero el miedo al fracaso me paralizaba. Era algo demasiado importante para arriesgarme a perderlo para siempre, así que volví a Madrid sin haber resuelto el dilema aunque sin dejar de pensar en ello. Una tarde, me presenté en la tienda de un librero a quien conoces, cuyo nombre tampoco mencionaré, le dije que había localizado el libro y le propuse un trato: «Si acepta usted, en este momento le entregaré cincuenta mil reales a cuenta; recibirá otros cien mil cuando me lo entregue. Cómo lo consiga es cosa suya». Ha tardado exactamente dos meses en obtenerlo, me lo trajo ayer. Y ahora es mío.
Estébanez Calderón se quedó pensativo pero no hizo más preguntas, no siempre hay que saberlo todo. Con un pañuelo se limpió las yemas de los dedos, manchados de polvo de Tirante el Blanco.
Dejó a Estébanez con Petronila y subió al despacho, allí lo esperaba don Pedro Miranda, el jefe de sus ingenieros. Últimamente iba poco por la oficina, hacía venir a sus colaboradores a despachar en casa.
—La diputación de Navarra ha perdido la esperanza —informó el ingeniero—, el ministerio ha rechazado su recurso y ya no quieren seguir. Me han pedido que cancelemos el proyecto definitivamente.
Hablaba de su reciente viaje a Pamplona, el enconado conflicto del ferrocarril de los Alduides acababa de terminar en fracaso. Un asunto viejo que se había ido agriando con el tiempo, el de la línea que uniría España con Francia. Durante años compitieron dos trayectos, defendidos cada uno por las autoridades de las ciudades y provincias interesadas. Uno, el que enlazaría Madrid con Irún, el otro proyectaba unir Zaragoza con Pamplona y continuar hasta Francia a través del valle de los Alduides, en los Pirineos. Con los defensores del segundo proyecto se había alineado Salamanca en razón de su propio interés, como accionista principal de la compañía MZA, propietaria de la línea Madrid-Zaragoza ya existente. La guerra entre los dos grupos de intereses fue ardua, larga y sin cuartel. Ganaron la batalla los de Irún, pero las autoridades navarras y Salamanca decidieron seguir adelante con su proyecto contra viento y marea. En realidad, las palabras de Miranda solo suponían aceptar que se había decidido enterrar un cadáver, de modo que cambió de asunto.
—¿Sabe algo de Brockmann? —preguntó de repente.
—¡Brockmann! Pues no, desde que dejó de trabajar con nosotros no he sabido nada de él —respondió Miranda—. Una lástima, es el mejor ingeniero que conozco. Tal vez un poco visionario.
¡Y tan visionario!, como que ideó un ingenio para unir por tren Inglaterra con Francia. Le parecía estar oyéndolo, haría dos años, exponiendo su proyecto enloquecido. «Hay una zona del canal de la Mancha de escasa profundidad, nunca más de cincuenta metros, esa es la que tenemos que utilizar aunque la distancia entre las dos costas no sea la más corta. Ahí instalaremos la vía, en el fondo del mar, las modernas técnicas de inmersión lo hacen posible. Al mismo tiempo construimos una gran estructura de soporte que se desplazará por esa vía mediante grandes turbinas, tan alta que emergerá a la superficie. Y encima de esa torre viajará el tren por encima del mar, como si navegara en un barco». ¿Cómo pudo prestar oídos a tal desatino? Un mastodonte de hierro que se desliza por una vía submarina y transporta en la cresta a los trenes con sus viajeros dentro. Pero lo hizo, se contagió de su entusiasmo, nada anormal por cierto, dejarse atrapar por sueños imposibles propios o ajenos. Creyó en Brockmann y en su plan extravagante, pensó que ambos serían los autores de una obra prodigiosa que asombraría al mundo… y fue a contárselo al emperador de Francia.
Napoleón III lo escuchó, se asombró, dudó y, finalmente, le pidió un proyecto detallado para presentarlo a su Gobierno. Brockmann solicitó ayuda para preparar ese estudio y él contrató a otro genio de la ingeniería, a don José de Echegaray. Los dos sabios se confinaron en una clausura de diez días y salieron de ella abatidos, los cálculos no cuadraban, había múltiples incertidumbres, el éxito era improbable. Pero él no quiso aceptarlo, los animó, los confundió más todavía y les pidió que redactaran un documento. Ellos se vieron obligados a hacerlo, un escrito lleno de condicionales, de voluntarismo, de vaguedades, que él entregó al emperador y este a su Gobierno, y ese Gobierno no tardó más de dos semanas en archivarlo con una cortés excusa.
La decepción por el ridículo le produjo una enorme irritación, a él, siempre tan sereno, y la pagó con Brockmann, que poco más tarde dejaba de trabajar para sus empresas. De aquello le quedaba un recuerdo desagradable y cierta dosis de mala conciencia, por su comportamiento injusto con un hombre honesto.
—Es verdad, yo también creo que sería el mejor ingeniero si no existiera usted; si algún día se lo encuentra, dígaselo de mi parte. —Miranda escuchaba en silencio, en su día se opuso al proyecto del canal de la Mancha—. Ser un poco visionario no está mal, don Pedro, al contrario. Pero en su justa medida. «En su justa medida, otra frase vacía —se dijo nada más pronunciarla—, ¿y dónde diablos se encuentra ese punto justo?».
A esa altura del siglo, Europa vivía la explosión del ferrocarril, en el continente se conformaba una tupida red de vías férreas que, sumando la longitud de todas sus ramificaciones, alcanzaba cifras colosales, aunque de configuración tan anárquica como la malla de una araña laboriosa que tejiera hilos de hierro.
De ese proceso creativo era él uno de los principales protagonistas, como certificaban los innumerables recuerdos de sus obras que adornaban el despacho: óleos con imágenes de estaciones en ambas riberas del Danubio, la maqueta de una encrucijada de vías que resolvió una problemática configuración del terreno en el norte de Francia, medallones y diplomas de municipios de la Beira y del Alentejo, obsequios de alcaldes agradecidos por haber llevado el tren a sus pueblos, una pecera con agua del Tíber bendecida por el cardenal camarlengo, aunque sin peces, incapaces de sobrellevar la melancolía por el destierro de la Ciudad Eterna, o una bellísima miniatura con un paisaje de Caserta regalo de don Fernando de Borbón, penúltimo rey de Nápoles, que últimamente yacía medio escondida entre un montón de objetos al fondo de una vitrina, no fuera que algún día se presentaran en su despacho Garibaldi o el propio Víctor Manuel de Saboya.
En cierto modo, la riqueza que había contribuido a crear se hallaba allí presente, en estos símbolos que decoraban su despacho. En proporción infinitamente superior, esa riqueza se hacía realidad cada mañana en forma de bienestar para millones, porque ya eran millones, de ciudadanos europeos que antes viajaban en mulas y ahora en sus ferrocarriles. A diferencia de la energía, reflexionaba, que ni se crea ni se destruye, solo se transforma, en los últimos años la riqueza no hacía más que aumentar por todas partes, hasta en España. «¡Bien es verdad que es este un concepto difícil de medir!».
Difícil de medir, en efecto. Se preguntó si se podría considerar el placer una forma de riqueza. Cuestión excitante. A primera vista parecía claro que sí, pues todo placer tiene un precio aunque a veces sea difícil de precisar. Se detuvo un instante en esta especulación y comprobó que era la entrada a un laberinto. «Es incuestionable —pensó muy en serio— que tanto el placer de emocionarse con Rossini una noche en el Teatro Real como el de gozar unas horas con la señora De Castro constituyen riqueza para quien lo disfruta y su precio viene fijado por el libre juego de oferta y demanda: en el primer caso, el precio de la entrada, y en el segundo, la enésima parte del coste de un collar de perlas. Pero no todos los casos son tan simples, por ejemplo: ¿tiene menos valor en el haber del producto social, que es la suma de los productos individuales, la satisfacción de un hambriento al comerse un insípido plato de garbanzos que la ingesta de unas costosas huevas de esturión por el duque de Medinaceli, hastiado tras un copioso banquete?». No encontró respuesta, debía de estar escondida en algún recodo de ese laberinto.
La presencia de Miranda le hizo regresar a tierra, al mundo familiar de los caminos de hierro.
—¡Qué estupidez lo de los distintos anchos de vía!, ¿verdad, don Pedro? —dijo, tal vez para romper el silencio, al venir a su cabeza tan irritante ofensa a la inteligencia—, ¿no es un verdadero despropósito? Que algún ignorante con título de doctor pudiera convencer al Gobierno de que con una vía más ancha que la europea los trenes serían más estables… Y luego lo de Portugal, cuyo Gobierno no quiso aplicar el ancho europeo pero tampoco el español, sino uno propio. Ahí tiene el resultado, al llegar a cada frontera hay que cambiar de tren.
—Eso pasa porque decisiones para toda la vida las toman personas que están de paso, de ordinario unos caballeros llamados ministros —asintió Miranda.
Salamanca cambió de tema, había otro asunto de interés en el que deseaba involucrar a Miranda.
—Don Pedro, por increíble que parezca, falta muy poco para que mi hijo Fernando termine sus estudios y se convierta en ingeniero de caminos. —Una gota de pesadumbre humedeció sus palabras. Un hecho tan inocente descubría una dolorosa realidad, la evidencia de que gran parte de nuestra ración de tiempo ha sido ya consumida, el que viene será ya el tiempo de nuestros hijos—. Mirémoslo por el lado bueno, estoy deseando que me ayude. Le agradeceré mucho que, al principio, lo tenga a su lado, como una sombra. Es buen observador, así que con eso será suficiente.
Don Pedro Miranda volvió a asentir, circulaba por la vida pisando con suelas de fieltro, para que no se le oyera.
El general Fernández de Córdova presumía de haber sido el más breve de los presidentes del Consejo de Ministros en la historia de la nación, pero esa presunción pecaba de inmodesta, el privilegio lo ostentaba en realidad el conde de Cleonard, el titular del famoso ministerio relámpago, que ocupó la poltrona veinticuatro horas, tres o cuatro menos que él. Aunque el virus de la política seguía contaminando sus venas, Córdova se había transformado en un hombre de negocios, Salamanca pudo al fin corresponder a su generosidad para con él y lo nombró administrador general de sus ferrocarriles italianos. Ese puesto, en el que había demostrado gran capacidad, llevaba aparejada la ventaja de vivir en Roma y, sobre todo, el privilegio de poder conversar de vez en cuando con el Sumo Pontífice, con quien había labrado una bonita amistad.
—Pío IX lo está pasando mal. —Córdova abusaba del estilo solemne, una secuela de la retórica parlamentaria en sus tiempos de diputado—. Sufre en silencio al ver los dominios pontificios reducidos a una sola ciudad, aunque esta sea nada menos que Roma. El siglo está maltratando a este gran pontífice.
«¡El siglo!, ya salió una de esas grandes palabras que sirven para todo», se dijo Salamanca; él, en cambio, creía que el decimonoveno de la era cristiana estaba siendo un gran siglo. Colmado, eso sí, de sobresaltos, ¡qué le vamos a hacer!, pero, si se miraba hacia atrás treinta años tan solo, los avances daban vértigo.
—La cuestión es más bien para qué necesita el papa dominio terrenal alguno y no se contenta con el vastísimo y proceloso territorio de las almas —ironizó Estébanez Calderón—. Por cierto, muchas de las de sus fieles están enmohecidas.
—Reconocerá usted, Fernando, que hasta las naciones más católicas se pronuncian ya contra el poder temporal del papa —intervino Salamanca—. Recuerde lo que pasó cuando traté de mediar entre Pío IX y Napoleón III, Francia solo se comprometía a apoyar al pontífice si secularizaba su gobierno con instituciones y leyes liberales.
Un buen enredo en el que se había metido en los días álgidos de la revolución italiana, con Roma amenazada por los piamonteses. Siempre que se inmiscuía en política terminaba arrepintiéndose, pero fue incapaz de negarse a la petición de Pío IX, que conocía su amistad con Eugenia de Montijo. Bastante bien habían acabado las cosas después de todo.
El restaurante empezó a llenarse cuando ellos ya estaban en el segundo plato, nunca entendió por qué en España se comía tan tarde, él prefería los horarios europeos. Muchos se acercaban a saludarlos antes de ocupar sus mesas impidiéndoles hincar el tenedor en el faisán horneado por Lhardy: Carriquirri, el marqués de Santiago o Gómez de Aróstegui, el agente de cambios. El último fue Antonio Cánovas del Castillo, un tanto envanecido tras su estela de rutilante estrella del partido moderado, quien tras los saludos fue a sentarse en la mesa de don Alejandro Mon, que lo esperaba.
—Conspiran, no os quepa duda, aunque no sabría decir contra quién —afirmó Estébanez, pariente del joven Cánovas—. La cosa está que arde, Mon ha dejado la embajada en París, y a ese puesto no se renuncia porque sí. En cuanto a mi sobrino, le gusta picotear en todos los platos. Nadie sabe a qué juega la reina, da la impresión de que ha echado a pelear a O’Donnell con Prim, hasta ahora tan amigos. Y las Cortes, cerradas, ¡aquí puede pasar cualquier cosa!
También Lhardy acudió a cumplimentar a sus huéspedes y Salamanca lo felicitó una vez más.
—Siempre que almuerzo aquí encuentro el restaurante a rebosar.
—Es por el Carnaval, la gente acude ahora porque vienen semanas de abstinencia y quieren que les coja con el estómago lleno —dijo el cocinero con humor. Pero no era verdad, llenaba su restaurante a diario, era incomprensible que nadie se atreviera a abrir establecimientos similares para competir con él. Lhardy les dejó, se retiró para continuar sus saludos a unos y otros.
—La semana que viene me voy a mi finca de Los Llanos a pasar unos días, ¿por qué no se viene conmigo? Usted es buen cazador. —Córdova quedó confundido ante la invitación de Salamanca. Efectivamente, le gustaba cazar, y había escuchado maravillas de la grandiosidad de esa finca. Pero había razones poderosas que lo hacían imposible y no deseaba hacer públicas, la situación política era diabólicamente enrevesada, Estébanez tenía razón. El partido moderado, del que era una de las figuras más relevantes, debía estar unido y alerta. Era inexcusable permanecer en Madrid.
—Sería un placer, pero es imposible, mi mujer no se encuentra bien y tengo que ocuparme de ella. Tendremos que dejarlo para otra ocasión.
Cánovas empezaba con el caldo cuando ellos terminaron de almorzar. Al salir de Lhardy, se separaron.
«La gente necesita evadirse, huir de la fealdad de la vida cotidiana, esa es la única razón del Carnaval», acababa de afirmar Córdova al despedirse, sorprendido al saber que acostumbraba pasear entre la muchedumbre que se congregaba en el camino de la Castellana a celebrar las carnestolendas. Pero Salamanca no estaba tan seguro, «No es necesidad de evasión —se dijo—, tal vez esa sea la causa de otras fiestas, el Carnaval es pura transgresión».
Ese vagabundeo anual entre enmascarados era una especie de tradición, una de esas rutinas cuya verdadera razón se ignora. En un cierto punto del recorrido, donde empezaban los teatros populares, bajó del coche y se confundió con el gentío. A uno y otro lado del camino, en improvisados escenarios, grupos de espontáneos comediantes representaban a voz en grito sainetes picantes o farsas inéditas compuestas por ellos mismos, ante un público efímero.
Entre empujones, continuó su paseo. Casi todo el mundo andaba disfrazado, las más de las veces solo con un antifaz de fantasía con forma de mariposa, o de gato, o de murciélago, negro o multicolor, de seda bordada o de cartón, con destellante pedrería o tan liso como el apagado azul del cielo. En otros casos, vestidos de arlequín, de bufón, de torero, de demonio o de clérigo, los más abundantes y en su extensa escala jerárquica, desde monaguillo hasta sumo pontífice, y ellas de manolas o de condesas, de monjas o de sopranos. Los pocos que, como él, paseaban con el rostro descubierto, llamaban la atención y se convertían en objeto de burlas más o menos zafias.
En el trasfondo de la fiesta estaba lo carnal, tras ese juego de ambigüedad con los diversos significados de la palabra. «No es ya comer carne, sino palparla», se dijo. Al amparo de la impunidad que otorga el anonimato, las parejas desaparecían furtivamente entre risas, los talles entrelazados, en busca de algún matorral. Busconas o meretrices se abanicaban solitarias, provocadoras, con el subliminal mensaje de un irresistible sofoco interior que exigía ser apaciguado.
«Se trata de transgredir, no hay duda, durante unos días se impone la conciencia de que hay permiso para vulnerar la norma. Esta anciana furiosa que me acaba de gritar a la cara, ¡me ha llamado fantoche, a mí precisamente, que visto un traje impecable!, no se atreverá a hacerlo pasado mañana, Miércoles de Ceniza».
Licencia para quebrantar las reglas, sí, pero hasta cierto punto, no había más que observar el exagerado número de alguaciles y guardias que paseaban, en apariencia con el aire indolente del que se encuentra de permiso, pero en realidad prestos a intervenir en cuanto alguien se desmandara. Y se desmandaban muchos. Pasó al lado de un grupito de jóvenes que manteaban un pintarrajeado muñeco de trapo con una colcha deshilachada, como en el tapiz de Goya llamado El Pelele. Una idílica y sosegada estampa, pero engañosa, con frecuencia los grupos de manteadores sustituían al muñeco por un transeúnte desprevenido al que hacían volar por los aires.
En otros ámbitos, pero con idéntica intención, se desarrollaba el Carnaval cortesano, el que tenía lugar en salones de lujosas viviendas, bailes de disfraces bajo el signo de la desinhibición. Algo que se aceptaba durante esas fechas a título de excepción, ya dice el refrán que una vez al año no hace daño. A diferencia de este ambiente popular, ese otro Carnaval no le atraía y rara vez aceptaba las invitaciones a sus fiestas, le parecían artificiosas, un pobre remedo de las que se celebraban en Venecia.
La multitud empezó a apretujarse, había que hacer sitio para el concurso de carrozas. Creyó llegado el momento de irse, no le interesaba esa competición, regresó al lugar donde le esperaba el coche y subió.
—A casa, Germán —ordenó—, que empieza a refrescar.
En su regreso, se cruzó con los coches engalanados que hacían fila para participar en el desfile, pero, a medida que se alejaba de la Castellana, la ciudad recuperaba su carácter pacífico. Al llegar a Recoletos, el cochero embridó los caballos, el vehículo rectificó la marcha y encaró su palacio, resplandeciente por el sol de poniente que se infiltraba entre los cedros. Por un instante, le cegaron los destellos de la verja metálica que se alzaba a ambos lados del pórtico de la entrada, con sus erguidas columnas sujetando el barroco frontón triangular. Esa ceguera fugaz sucedió justo en el momento en que el coche se detuvo y el cochero descendió para abrir la puerta, por eso no pudo ver a la mujer que lo estaba esperando hasta que la tuvo a su lado, subida en el estribo. Paralizado por la sorpresa, se enfrentó a un rostro moreno oculto por un antifaz, una melena negra desparramada y unos brillantes ojos oscuros tras los orificios de la máscara. También escuchó una voz quebrada, casi un sollozo.
—Tómala, es tan tuya como mía.
No dijo más, la mujer elevó un bulto por encima de la portezuela del coche, que fue a colocar suavemente sobre sus piernas. Y salió corriendo.
Incapaz de reaccionar, la vio alejarse con la falda arremangada, a toda velocidad, hasta perderse al doblar la esquina del Pósito. Miró hacia su regazo y contempló el bulto que acababa de recibir, apenas pesaba y venía envuelto en una manta gris. Enseguida lo entendió todo, y ya incluso antes de moverse sintió una punzada de remordimiento, de desazón. Abrió el envoltorio sabiendo lo que iba a encontrar, debajo de la manta apareció un arrullo de lana rosa que rodeaba algo que se movía en su interior. Con mucho cuidado, desenrolló la toca y apareció el rostro de una criatura que lo miraba, aunque no pudiera reconocerlo. No debía de tener más de unos días, aún eran visibles las secuelas del parto en las manchas rojas de la cara. Era una niña, su hija.
Permaneció inmóvil una fracción de tiempo imposible de determinar, porque en realidad era como si no estuviera allí, sino quizás merodeando por los territorios del limbo, con la mente en blanco y un monótono eco en su interior: «Tómala, es tan tuya como mía». El limbo es ese lugar adonde van las criaturas que mueren sin bautismo, luego él debía de estar en otro sitio, porque esta que tenía en sus brazos estaba llena de vida. Una voz le recordó dónde se encontraba.
—¡Don José! ¿Quiere que vaya tras ella? —Era Germán, debía de haber visto a la mujer que huía.
—¡No! Cierre de nuevo la puerta de la casa y suba enseguida al coche, vamos a dar un paseo —respondió, necesitaba tiempo para pensar.
El coche tomó el camino de Alcalá, solitario, estaba anocheciendo y cada vez hacía más frío, por lo que tapó a la niña lo mejor que supo dejando al descubierto apenas una parte de su rostro. Parecía una personita tranquila, movía los ojos pausadamente y tenía una expresión apacible, debía de estar bien alimentada. Comparó esos ojitos velados por una nube blancuzca en la retina con los otros que acababan de mirarlo desde el fondo de un antifaz, pero fue incapaz de encontrarles parecido. Sabía perfectamente a quién pertenecían aquellos ojos ocultos, no tenía la menor duda.
«¡Estrella!, seguro que es Estrella, aunque su apellido no lo recuerdo. Una gitana guapísima, menuda, con el pelo negro hasta la cintura. ¿Cuándo dejé de verla, en julio? No, fue a mediados de junio, cuando me fui a Lisboa; al volver conocí a Teresa y no la volví a llamar. Todo encaja, debió de quedar encinta en mayo. Una jovencita alegre que no dejaba de hablar, contaba chistes verdaderamente divertidos, ¿jerezana o de Cádiz? Tiene que estar verdaderamente necesitada para entregarme a su hija, en otro caso no se entendería, era mujer de corazón. Siempre estaba pidiendo dinero, ahora entiendo por qué, carecería de todo».
Pensó en Petronila, su mujer. «¿Cómo reaccionará si me presento con esta criatura y le digo que es mi hija?». La idea le escandalizó, no podía hacerle eso. Además, tenía dos hijos, ¿qué dirían Fernando y María Josefa? Una cosa era tener un padre libertino y otra muy distinta que llegara una noche y les dijera a bocajarro: «¿Qué tal, preparados para la sorpresa? Os presento a vuestra hermanita».
¡Ah, Petronila, ese piadoso glaciar! Ni siquiera recordaba el sabor de su piel. Él era culpable, de eso no había duda, un marido infiel y un mujeriego sin el menor propósito de arrepentimiento. Pero también ella tenía parte de culpa, un hombre necesita ejercitar el amor, y no solo el romántico, en treinta años de matrimonio ni una sola vez tuvo el detalle de visitarlo en su dormitorio. En cualquier caso, el pecador era él y solo a él le correspondía solucionar este problema; si había algo arraigado en su carácter, era el sentido de responsabilidad. «Es inexcusable afrontar las consecuencias de nuestros actos y pagar el precio de nuestros consumos», solía decir cuando alguien pretendía escurrir el bulto. Ahora le tocaba afrontar esta consecuencia que tenía en sus brazos.
Desde el pescante, Germán lo miraba de soslayo, sabía que algo extraño ocurría y conducía muy despacio, a la espera de instrucciones. Salamanca le pidió que parase el coche y bajara.
—Germán, necesito su ayuda —hablaba con su habitual tono amable, un tono ya familiar para Germán, el cual llevaba cinco lustros a su servicio sin haber incurrido nunca en la menor indiscreción.
—A sus órdenes, don José. Ya sabe que puede contar conmigo para lo que mande. —Salamanca no trataba de ocultar a la niña, pero el cochero se comportaba como si no existiera, como si la estampa de su patrón sosteniendo una recién nacida en la oscuridad de la carretera de Aragón fuera algo natural.
—Hace tiempo que no saludo a su mujer —en puridad, casi no la conocía—, y creo que se alegrará de verme, de modo que me va a acercar a su casa. Estoy seguro de que no le importará hacerse cargo de esta jovencita tan encantadora por un par de días. ¿Cree que le será difícil encontrar un ama de cría que la alimente?
—La niña estará en nuestra casa el tiempo que haga falta. —Para Germán, privilegiado testigo del fecundo historial amoroso de Salamanca, lo sorprendente era que algo así hubiera tardado tanto tiempo en ocurrir—. Por el pecho, no se preocupe, mi sobrina acaba de dar a luz y se hará cargo.
Media hora más tarde, la niña dormía en casa de Germán, en Lavapiés. Cuando, al despedirse, Salamanca dejó sobre la mesa quinientos reales «para que no le falte de nada», la mujer del cochero estimó que había molestias que se recibían con agrado.
Desde allí se dirigieron a la calle del Caballero de Gracia y el coche se detuvo junto a una casa gris de tres plantas, frente al Real Oratorio. Germán sabía que en el principal de aquella casa vivía Jaime de Salamanca, el hermano mayor de su patrón, de vez en cuando venía a traerle algún recado. Un hombre soltero y tranquilo que se parecía poco a su hermano, vivía en Madrid desde hacía varios años y dirigía alguna empresa propiedad de don José.
En la conversación que allí tuvo lugar quedó todo convenido. La niña iría a vivir con Jaime de Salamanca, que la reconocería como hija suya. El tío José costearía de por vida los gastos de su instrucción y sustento, y la niña recibiría la educación que se esperaba en una Salamanca. Prometió protegerla como a una hija el resto de su vida y se ofreció a ser su padrino de bautismo. Y, por tanto, a elegir su nombre, un nombre que fue decidido allí mismo, María.
De nuevo en el coche, ordenó a Germán:
—Lléveme a casa y luego vaya a ver a la señora De Castro. Dígale que estoy indispuesto, no podré verla esta noche… Dígale, bueno, no sé, dígale que pronto tendrá noticias mías.
Era noche cerrada y hacía frío, el frío despeja la mente y en su mente se alternaba el rostro de la niña con la imagen de una mujer corriendo, enmascarada tras un antifaz. Una punzada de remordimiento le atravesó la espalda, imaginó un parto solitario en cualquier tugurio con ayuda de alguna amiga, pues Estrella no tenía familia en Madrid. Y la vergüenza, la insoportable vergüenza de Estrella, obligada a abandonar a su hija para que pudiera sobrevivir. La estampa de la pobreza, tan lejos de su vida y, sin embargo, tan visible por todas partes. Jamás pensó cuando estaba con ella cada noche que Estrella fuera un número más en el pelotón de los miserables. Claro, nos incomoda saber que esas cosas pasan, y pasan junto a nosotros, a nuestro lado.
En la honda oscuridad de la luna nueva del Carnaval, a seis semanas del primer plenilunio de primavera, las luces de gas del interior del palacio desparramaban su haces tenues sobre los árboles de la entrada y dejaban entrever la gallarda belleza del edificio, tan quieto como el propio universo, es decir, acompasado con el imperceptible movimiento del cosmos.
Ante la verja de la entrada, donde tan fugazmente la encontró, se imaginó a la joven del antifaz con el corazón deshecho, en un mar de soledad. Algo le debo a Estrella, se prometió entonces, al menos haré que su hija se convierta en una gran mujer.
No necesitaba una infusión de energía cada mañana, disfrutaba con el trabajo y lo único que le aburría era la monotonía, por eso tenía siempre entre manos tantos proyectos. Empezaba pronto, a las siete lo despertaba su ayuda de cámara y a las ocho y media ya estaba abriendo la correspondencia que le traía don Matías Perelló, un montón de cartas comerciales, informes de sus empresas en todo el mundo, extractos bancarios y liquidaciones bursátiles. Seguidamente, don Matías escribía al dictado las respuestas con esa letra picuda y elegante que envidiaban sus subalternos. Con el papel secante todavía empapado de tinta fresca, Perelló abría una carpeta marrón con las iniciales JS grabadas en una plaquita de bronce y depositaba sobre el escritorio un mamotreto de papeles para la firma. Proyectos para ser visados en Fomento, órdenes a las delegaciones en el extranjero o asientos contables que exigían su visto bueno antes de engrosar los libros mayores. Luego, de un reluciente portafolio negro con un diminuto candado, Perelló sacaba la correspondencia confidencial, la que tan solo pasaba por las manos de ellos dos, y la colocaba pulcramente en una de las esquinas del escritorio. Finalmente, hablaban; Salamanca hacía preguntas y don Matías daba respuestas, generalmente satisfactorias pero siempre convincentes, aquel hombre era una joya más de su colección. Llegaba entonces el momento de las confidencias, recíprocas, el secretario era persona curiosa pero prudente, un conspirador en potencia que solía disponer de informaciones exactas, como su jefe. Alrededor de las diez, don Matías Perelló abandonaba el palacio, Salamanca se sumergía en los papeles que le interesaban y perfilaba el resto de su jornada. A eso de las once, concluía el trabajo de despacho y se abría la puerta del mundo exterior, una tupida trama de obligaciones y placeres, generalmente superpuestos.
Invariablemente, cuando se disponía a bajar la escalera principal del palacio, recibía una ráfaga de orgullo en el rostro, tanta era la belleza que se contemplaba desde allí arriba. Si la mañana era luminosa, como la de este martes de Carnaval, la luz cenital del edificio inundaba aquella parte de la casa donde el gusto exquisito de Colomer se hacía más patente. Irreverentemente desnudos, dioses del Olimpo, ninfas y sátiros, pregonaban en los frescos del techo sus pasiones y sus rencores, sus placeres y sus correrías, en un derroche de color resplandeciente que se entrometía por los frisos y las cornisas. Alegorías de las cuatro estaciones, delfines voladores, nuevos dioses olímpicos o alados animales mitológicos se amontonaban también en las paredes, entre las hornacinas y las pilastras, sin dar reposo a la vista. Todos ellos parecían estar allí con un único objeto: proclamar a voz en grito la grandeza de la Casa de Salamanca.
Dos espejos verticales multiplicaban el efecto de esas visiones y las deformaban como un caleidoscopio. Miró en uno de ellos y encontró a un hombre en plenitud. Algo más grueso que el jovencito que cometió la estupidez de aceptar el Ministerio de Hacienda y con la línea del pelo cada vez más lejos de las cejas, ¡qué le vamos a hacer!, pero rebosante de salud, ya ni recordaba la última vez que había enfermado. Se colocó simétricamente el lazo que aprisionaba el cuello alto y almidonado de la camisa de seda, y desarrugó la cadenita del reloj hasta desplegarse en toda su amplitud el arco que iba a morir en un bolsillo del chaleco. El traje de Caracuel, de paño inglés en negro desvaído, casi gris, moría sin una arruga sobre los brillantes zapatos de charol. Todo estaba en orden, como debía ser.
Era hora de ir a la Bolsa. Solía acudir dos veces en semana, a veces solo para sumergirse en su atmósfera familiar, escuchar el griterío y pasear por el extenso salón regalando saludos. Y a escuchar rumores y recibir noticias, eso siempre, no había mejor lugar para enterarse de lo que pasaba en el mundo que el anodino recinto de la plaza de la Leña. A las doce de la mañana, lo recogió allí su hijo Fernando, habían quedado para inspeccionar las obras del barrio de Recoletos.
—¿Cuántas hectáreas dices que tenemos ya, después de las últimas compras? —preguntó a Fernando.
—Doscientas cincuenta, terreno suficiente para construir varios miles de viviendas —respondió el joven.
Recorrían en coche las calles del futuro barrio, todavía sin casas, pero anchas y rectilíneas, formando cuadrículas que los pájaros desde las alturas debían de admirar en su armoniosa geometría. Se había embarcado en un proyecto urbanístico colosal todavía en fase incipiente que en apenas dos años había dejado irreconocible la desolada estepa que era antes aquel espacio. Primero fueron los trabajos de explanación y la construcción de la red de desagües, luego el replanteo de calles y aceras que ahora estaban siendo pavimentadas. Ya había trazadas medio centenar de manzanas.
—No es suficiente, tenemos que seguir comprando. Madrid tiene una población de trescientos mil habitantes, una cifra ridícula si la comparas con Londres o París, de modo que crecerá por fuerza a un ritmo más rápido que las grandes capitales de Europa. No me sorprendería si alcanzara el medio millón de aquí a diez años, no hay más que ver la dificultad de la gente para alquilar una vivienda en los alrededores de la Puerta del Sol; es casi imposible, salvo que se paguen cifras astronómicas.
Como en el ferrocarril, también aquí se concentraban centenares de trabajadores transformando con sus manos el antiguo erial en un espacio civilizado. Lo que ahora recorrían era solo el embrión del que sería el barrio más moderno de España.
—Sigo pensando que nos estorba la plaza de toros, es espantosa. Algo tenemos que hacer con ella —comentó con una mueca de desagrado, a lo lejos se elevaba el destartalado redondel de descolorida fachada.
—Castro está de acuerdo en que la derribemos, pero antes tenemos que construir otra más moderna —dijo Fernando; aunque aún no había terminado sus estudios, su padre ya le encomendaba algunos asuntos.
Don Carlos María de Castro era el artífice del Plan de Urbanismo que pretendía convertir la capital de España en una gran ciudad, cuyo crecimiento se planeaba hacia levante y hacia el norte, y en menor medida hacia el sur. El Ensanche, como se lo conocía, preveía triplicar la superficie urbanizable de Madrid. Uno de los nuevos barrios proyectados era este de Recoletos, el único donde ya habían empezado las obras. El Plan Castro se inspiraba en el de París, debido a Haussmann, y en el de Barcelona, obra de Cerdá, arquetipos del urbanismo contemporáneo. Trataba de poner fin a la anarquía constructiva del pasado, no se limitaba a definir los espacios edificables y diseñar los trazados de las calles, también regulaba aspectos tan novedosos como las diferentes tipologías del suelo, las alturas de los edificios, la homogeneidad en la estética o las reglas de ventilación e higiene de las viviendas. Planeaba extensos espacios ajardinados y ordenaba las calles por categorías, las principales, con treinta metros de anchura y las secundarias, algo más estrechas.
—Papá, ¿se puede saber cuándo vamos a empezar de una vez a construir casas? —preguntó Fernando. Tenía veintiséis años, eso disculpaba la impertinencia de la pregunta.
—Todavía no lo sé —respondió Salamanca—, no es cosa de correr, sino de estar bien preparados. Me preocupa la cuestión financiera, ten en cuenta que la inversión es enorme. Rothschild me aconseja que funde un banco hipotecario para financiar las viviendas, pero solo encuentro dificultades.
«¡Bendita impaciencia! —se dijo interiormente—, es bueno que los jóvenes tengan prisa, ya se encargará la vida de quitársela».
A medida que avanzaban hacia el sur y se acercaban a la plaza de toros, le parecía más evidente que aquella mole estorbaba, ocultaba en gran parte la vista de los jardines del Retiro que tanto ennoblecían el entorno. Ni que decir tiene que su barrio, como todo lo suyo, iba a ser el paradigma de la elegancia. En él convivirían espléndidas mansiones con edificios de modernos pisos en propiedad horizontal. En su cabeza tenía grabado el modelo que había que imitar, el más distinguido de los barrios de París: el distrito Faubourg Saint Germain. Algo parecido sería el nuevo barrio de Recoletos. Partía con una ventaja, había comprado la mayor parte del suelo a buen precio, llevaba muchos años adquiriendo parcelas y, mientras tanto, el valor de las casas del centro no había hecho más que subir. Pero aun así no acababa de estar seguro, algo mantenía en alerta a su instinto, y su instinto era el que finalmente determinaba sus decisiones. Muchos afirmaban que este barrio estaba demasiado lejos del centro y eso desanimaría a la gente a comprar allí. Una opinión discutible, desde luego, pero digna de consideración.
—Bueno, vámonos a Vista Alegre, ya deben de haber llegado las esculturas romanas y la colección de vasos griegos. Coge un coche y espérame allí, yo recogeré a María Buschental.
El término municipal de Carabanchel Bajo, como también el del Alto, estaba preñado de fincas de verano adonde quienes podían permitírselo trasladaban residencia y familia durante los calurosos meses del estío. José Nieva, el conde de Yumuri (Narváez el Bueno, lo llamaba Salamanca, para distinguirlo del Espadón de Loja, que se apellidaba igual), González Bravo, Nájera, Jaime Ceriola, el nuevo marqués de Remisa o José Filiberto Portillo eran algunos de ellos. Entre todas esas propiedades, la de Vista Alegre no era la de menor porte, incluso se podría afirmar sin miedo a errar que era justamente al revés, la más grandiosa de todas.
Salamanca invitó a su hijo y a María Buschental a atravesar los jardines a pie, se apearon de los coches a la entrada y caminaron siguiendo el curso del ancho y ondulante canal que cruzaba la propiedad, por donde discurría un agua tan limpia como el alma de un justo. La humedad y la frescura se enseñoreaban de aquel microcosmos, el visitante lo percibía en cuanto se adentraba en el bosque de árboles frondosos y plantas saludables en minúsculas gotitas a lomos de las hojas desparramadas, en los diligentes surtidores de las cuatro fuentes de mármol o en los líquenes que mancillaban de impurezas a las diosas desnudas que se encaramaban a sus mástiles, una muestra del ambiguo erotismo de la suciedad en la piedra. Cuatro fuentes similares a las del jardín de Recoletos con las que el caminante se tropezaba dispersas entre la espesura, en inesperados claros del bosque. Porque era bosque, más que jardín, el abigarrado tumulto de floresta y arboleda que el orden natural, en su inconfundible desorden, había hecho crecer en el lugar desde un tiempo que se perdía en la memoria.
—Se la compré al duque de Montpensier hace cuatro años. —Salamanca contaba a María Buschental cómo se hizo con una finca tan espléndida—, era parte de la dote de su mujer, la infanta Luisa Fernanda. La hacienda y la casa original fueron el regalo de boda del pueblo de Madrid a la reina María Cristina, en 1829. Como los Montpensier no quieren saber nada de Madrid, pues cuando se instalaron en España decidieron vivir en Andalucía, no les interesaba mantener esta casa, dicen que resulta demasiado costosa para no ser usada. Tal vez hayas oído comentar que el duque es persona muy ahorrativa.
Salamanca se limitó a dejar caer ese aguijonazo de malicia y eludió entrar en el largo tira y afloja por el precio que mantuvo con don Antonio de Orleans durante años. Lo cierto era que finalmente consiguió comprar la finca muy barata, gracias a que descubrió que no había otros interesados. Fue una operación afortunada, la Casa Real había invertido en ella más de treinta millones de reales, y solamente en cuadros y muebles había allí acumulada una fortuna.
—Es una finca extensísima —prosiguió—, además de los jardines cuenta con dos pequeños olivares. Tiene también cinco estufas llenas de plantas y cuatro norias, una de ellas en un altozano desde el que se divisan los pueblos cercanos.
Siguieron el curso del canal por espacio de un kilómetro, en su extremo dibujaba un bucle circular que formaba una isla donde había un embarcadero, en el que reposaban dos pequeñas lanchas de recreo. Finalmente, el canal se convertía en una vistosa cascada. María Buschental estaba admirada por tanta belleza como veía a su alrededor, un buen ejemplo era la casa del embarcadero, junto al pequeño muelle, con cuatro soberbias estatuas adosadas entre sus cinco puertas y la zona de juegos al lado, repleta de columpios. También alcanzaba a ver una magnífica pajarera acristalada en la que bullía un enjambre de pájaros.
—Vamos a la casa —dijo Salamanca. Y a ella se dirigieron los tres.
El conjunto de Vista Alegre se componía de varios edificios. Además del embarcadero, había una casa de vacas, viviendas para el portero y el jardinero mayor, un oratorio, un segundo palacio llamado de Bella Vista y el edificio principal, conocido como el palacio Viejo.
—La reforma se la encargué a Colomer, naturalmente.
Naturalmente. A don Narciso Pascual y Colomer, ¿a quién si no, estando disponible? Los trabajos empezaron en la primavera del cincuenta y nueve, meses después de la inauguración de su palacio de Recoletos. Siguiendo instrucciones de Salamanca, Colomer amplió considerablemente el viejo palacio como se podía percibir ya en su fachada, una mezcla de estilos diversos. El antiguo cuerpo central, con el majestuoso pórtico de columnas dóricas al que se accedía por escalinatas laterales, fue suplementado por dos alas simétricas a ambos lados, de menor altura y con arcos, y por otros dos pabellones más altos que los colindantes en los extremos. Así que la fachada principal del edificio era verdaderamente singular por su diversidad, tanto de estilos como de alturas.
El interior no era menos noble, nada más cruzar las puertas de madera y otras posteriores acristaladas, con las iniciales JS talladas en los vidrios, se accedía a un espacioso vestíbulo de planta circular sobre el que se erguía una bóveda de media esfera, de cuya cúspide colgaba una larga cadena que terminaba en una araña de tres pisos. Pero la atención del visitante era atraída enseguida por las paredes, reclamada por los cuadros que colgaban en ellas. María se acercó al retrato de un noble y desconocido caballero firmado por Vicente López y después a una de las conocidas escenas madrileñas de Goya. Salamanca refirió que Vista Alegre era una pinacoteca, casi trescientas obras entre los dos palacios y el oratorio, sumando las que ya estaban allí cuando lo compró y muchas que había ido adquiriendo a lo largo de toda su vida en sus viajes, en remates y subastas, o directamente a los propios autores o a sus herederos. Había más que en Recoletos, en cuyas paredes ya no cabía un pañuelo.
Pero no eran solo pinturas lo que convertía al palacio en museo, sino también los medallones y frescos de los techos, las alfombras turcas y persas, los muebles de época, las vajillas francesas y las cristalerías venecianas, los bustos de patricios romanos, las lámparas y relojes de mesa, los arcones de tapas labradas en nobles maderas y una valiosísima colección de piezas arqueológicas clasificadas según antigüedad. No había un rincón en la casa que dejara descansar a la vista.
Mientras los operarios terminaban su trabajo, recorrieron buena parte de las treinta y seis habitaciones del edificio. De todas ellas, la que más gustó a María fue el llamado Salón Árabe, una lujosa pieza alargada de artesonados moriscos que recordaba los relatos de las Mil y una noches y desembocaba en un pequeño dormitorio.
—Ya deben de estar colocadas las nuevas piezas, vamos a verlas —sugirió Salamanca. Esas piezas eran las maravillas procedentes de las excavaciones en las ruinas de la romana Paestum, una ciudad primero griega llamada entonces Poseidonia, a orillas del golfo de Salerno—. La primera noticia de esta ciudad enterrada —prosiguió— tuvo lugar cuando el rey Carlos III aún vivía en Nápoles, con motivo de la construcción de una carretera que atravesaba el territorio. Recientemente, en las obras de mis ferrocarriles italianos aparecieron otros objetos y me animé a costear nuevas excavaciones. Se las encargué a un puñado de arqueólogos muy competentes, y el resultado fue el descubrimiento de esculturas y objetos verdaderamente extraordinarios. Muchos de ellos están ahora aquí.
Llevaban casi dos años en el palacio de Recoletos ocupando un espacio que hacía falta para otros menesteres y Salamanca creyó que lucirían más en Vista Alegre, por eso los acababan de trasladar y ahora se encontraban ante ellos, en tres luminosos salones. Lo más sobresaliente era una estatua de mármol en tamaño natural y perfecta conservación que representaba a una mujer sentada. La magistral resolución de los pliegues del velo y la túnica, la serenidad del rostro bellísimo y la elegancia de la composición la convertían en una obra maestra.
—Livia Drusila, esposa del emperador Octavio Augusto y madre de Tiberio —así la presentó Salamanca, quien en sus estancias en Roma pasó algunas jornadas en el campamento de los arqueólogos y más tarde hizo el esfuerzo de aprenderse sus informes—. Tendría unos veinte años cuando posó, es imposible saber si fue verdaderamente tan hermosa o si el escultor la idealizó. No se conoce el autor, pero es seguro que fue uno de los grandes artistas de la época.
Junto a Livia Drusila, sobre un pedestal de media columna, descansaba la pétrea cabeza de un barbudo con pelo rizado y ojos delirantes, tal vez enloqueció a causa de la inaccesible belleza de su vecina.
—Este también sabemos quién es, el emperador Lucio Vero. En cambio desconocemos a quién representa esta otra cabeza. —Salamanca señaló una estatua colocada sobre una repisa de madera entre dos figuras de mujer.
A continuación, recorrieron los espacios donde se exponía la colección de vasos griegos. Algunos procedían de Paestum, pero otros muchos los había comprado a distintos coleccionistas y a un conocido marchante. Asombrada por lo que veía, María no se perdía detalle; Fernando, en cambio, que ya los conocía, sonreía al ver la emoción de su padre.
—Hay más de novecientos, todos diferentes, pero todos valiosos, piezas únicas. Impresiona conocer la grandeza de la civilización griega, capaz de producir estas maravillas con los medios de la época. Al menos a mí, no deja de impresionarme.
No todos eran propiamente vasos, sino recipientes, tales como ánforas, cántaros, cuencos o jofainas. Uno de ellos reclamaba atención especial, lo habían colocado sobre un atril transparente en una mesita situada en el centro de la sala para que fuese inevitable detenerse frente a él.
—El Kylix de Teseo, siglo V antes de Cristo. Lleva la firma de su autor, Aisón. Apareció en Paestum en perfecto estado después de dos mil cuatrocientos años de entierro, ¿no os parece admirable?
Naturalmente que les parecía admirable, era una copa o cáliz de poca profundidad, con asas y dos palmos de diámetro, cuyas bellísimas imágenes rojizas resaltaban sobre el fondo negro de la vasija. En su cara interior, un medallón representaba la escena de la muerte del Minotauro a cargo de Teseo. Este, desnudo, agarra con una mano la cabeza del monstruo mientras con la otra blande la espada; la estampa es observada por una Atenea complacida que viste ricos ropajes, su erguida figura cabalmente acompasada con la del héroe, y así también sus respectivas miradas. El exterior de la copa estaba decorado con una sucesión de imágenes estampadas representando brutales escenas de la vida del mito, desde la muerte de Procusto a la captura del toro de Maratón. Un objeto precioso, de sensual perfección.
—Es lo más hermoso que he visto jamás —exclamó María.
Una vez que se marcharon los operarios, el matrimonio de guardeses que cuidaba la finca improvisó un almuerzo en una salita del palacio viejo, caldeada con el fuego de la chimenea. Salamanca hablaba sin parar, sin más pausas que para acercar la cuchara a la boca, pero con una cadencia tan lenta que el caldo se le había enfriado. Se sentía a gusto en presencia de un auditorio tan adicto, su primogénito y su amiga de siempre, dos almas que lo comprendían. Pasaba de uno a otro asunto desordenadamente, de las últimas andanzas de Dumas a las maldades que la reina le contó sobre el rey cuando ambos fueron sus huéspedes en Granada. Hablaba y hablaba, sobre esto y aquello, aunque en realidad la conversación daba vueltas en torno a un solo tema, la vida y la obra de José de Salamanca.
María lo dejaba monologar y terminó por no escucharlo, entretenida en observar pequeños detalles, por ejemplo, que no le importara que se le enfriase la sopa cuando siempre estaba exigiendo que se le sirviese en el punto justo de temperatura. O en que, sin darse cuenta, él mismo se había descolocado el lazo del cuello, algo ciertamente inverosímil. Creyó entenderlo, su querido amigo se encontraba en ese instante atrapado entre las voluptuosas redes de la vanidad y no le quedaba un resto de energía para atender esos minúsculos detalles, toda se consumía en proclamar sus triunfos.
«Y tiene todo el derecho a hacerlo —se dijo ella—, ¿o es que no es saludable sentirnos orgullosos de nuestras conquistas?». Creía conocerlo como pocos y entenderlo como nadie, lo que era mucho más difícil. Salamanca era, probablemente, el hombre más envidiado de España, nada sorprendente habida cuenta de que era el más rico, una circunstancia imperdonable en tierra de moros. Ahora estaba en la cima, parecía tener más amigos que nadie y ella no sabía si era consciente de la fragilidad de esos afectos. Era amable con todo el mundo, especialmente con el servicio, que lo adoraba; él afirmaba que era una actitud interesada, al recibir un trato cariñoso los criados lo servían mejor, pero no lo decía de verdad, simplemente era su condición natural. También era un buen padre y gran amante del arte, ¡cuántas veces lo había sorprendido emocionado en su asiento del teatro! Siendo un adicto a sus negocios, también era un hombre desprendido y generoso, y con ella, cariñoso y atentísimo desde que vivía sola, hacía ya tanto tiempo.
Mientras lo oía sin escucharlo, como el rumor de un río, recordó que ya el mismo día que lo conoció había admirado su inteligencia. Reprodujo sus pensamientos de entonces: «Caza al vuelo una idea en el curso de una conversación y al día siguiente está sacando provecho de ella, aunque lo que lo hace diferente es su intuición, ese olfato especial que le permite comprender enseguida las cosas en su inmensa amplitud, sin mayores razonamientos».
También ella era inteligente, lo suficiente como para reaccionar con reflejos a la pregunta con que él la sorprendió ensimismada, sin haber prestado atención a la charla. Eso no le impidió continuar con sus ensoñaciones.
«Lo peor de José es el exceso de ostentación, ¿cuántos palacios tiene este hombre, a cual más lujoso?». Hizo recuento, ella conocía los tres más grandes, el de Recoletos, el de Los Llanos y ahora este de Vista Alegre, donde nunca antes había estado. Pero no eran los únicos, también poseía el palacio de Mitra en Lisboa, una mansión en Aranjuez, un palacete en el centro de París y un hotel en Roma, este en alquiler, según creía recordar, algunos de los cuales no pisaba durante años. Y eso sin contar infinidad de pisos y casas por todas partes. Luego estaban sus colecciones, la de cuadros pasaba por ser de las primeras de Europa, a la altura de la de Rothschild, las de libros raros y piezas arqueológicas no eran menos extraordinarias. Más de una docena de carruajes atestaban sus cocheras y tenía en nómina un ejército de criados para mantener en perfecto estado todas esas posesiones. Viajaba con frecuencia y, para hacerlo confortablemente, hizo construir en sus talleres de La Comodidad unos lujosos vagones para su servicio exclusivo, un pequeño palacio rodante. «Hasta su vida galante resulta ostentosa —se dijo—, no es que presuma de sus conquistas, pues es hombre discreto, pero las conoce todo el mundo y él sabe que la gente lo sabe, y disfruta con ello». Supuso que todo esto venía de su infancia, de cuando veía a los niños ricos pasear por el muelle bajo los parasoles de las manos de criadas uniformadas. «Se propuso ser como ellos y ahora trata que todo el mundo se entere de que lo ha conseguido».
Fijó entonces su atención en Fernando de Salamanca, el joven discreto, tan distinto a su padre, y a María Buschental se le enredó el alma en la conciencia de su propia soledad. Sintió un vacío, el de su propio fracaso, ¿qué había hecho ella con su vida para no tener hoy un hijo como él…?
El criado le cambió el plato y sirvió el postre, manzanas asadas y vino de Oporto.
—¿Qué sabemos de tu marido? —preguntó Salamanca de repente, a sabiendas de que a ella no le molestaba la pregunta viniendo de él. Al fin y al cabo era una muestra de interés, trataba de averiguar si José Buschental seguía cumpliendo sus obligaciones de esposo, mantener decorosamente a la mujer a la que había abandonado.
—Que yo sepa sigue con la tal Orfilia, la del cuerpo de culebra. Pero ya no me importa. —Pero sí que le importaba, y mucho.
Al primer oporto siguieron dos más, tan agradable era la velada que todos quisieron prolongarla, esa semana la reunión en la mansión Buschental se había trasladado al miércoles y María no tenía prisa. El primero en marcharse fue Fernando, sus obligaciones lo exigían, y luego se retiraron los guardeses. La conversación prosiguió, dulce y amena, entre los dos viejos amigos, al calor de una cuarta copa de oporto. Las llamas de la chimenea inflamaban la atmósfera y el efecto del vino aletargaba la conciencia. La mirada de María se posó en el cuadro que colgaba frente a ella, Diana y sus ninfas, un despliegue de pechos desnudos y húmedos cuerpos, y el vello de sus brazos se rizó besado por el aire cálido y el sabor del oporto. Él había dejado de hablar, porque ella había dejado de escucharle, y la miraba fijamente. María retuvo su mirada, se defendió jugueteando con el abanico de nácar y, finalmente, desguarneció ciertas trincheras imaginarias.
—Enséñame de nuevo el Salón Árabe, antes casi no pude disfrutarlo —dijo ella.
Nada más levantarse lo tomó del brazo y reclinó la cabeza sobre su hombro mientras caminaban.
—Me parece que he bebido demasiado, pero estoy feliz. —Y le presionó el brazo.
En su refinada ostentación, el Salón Árabe imitaba las habitaciones privadas del emir de la Alhambra, arcos trebolados unían los capiteles de sus columnas y en los muros resaltaban ricos tapices árabes. Un espejo grande con marco de plata recibía la luz amortiguada por la celosía. María se separó de Salamanca y se acercó al espejo, la humedad de sus ojos de agua lo empañaba y velaba sus reflejos.
Las miradas volvieron a sostenerse a través del cristal, él se acercó, abrazó su cintura con una mano y deslizó la otra por su cuello. Una sacudida estremeció el pecho anhelante de María. Los labios de él besaban ahora su nuca, ella se dejaba hacer y lo miraba a través del cristal, entre brumas. La mano de Salamanca se posó en su vientre buscando la abertura de la blusa, un botón saltó en el esfuerzo. A la mente de ella regresaron imágenes de ninfas despojándose de sus velos para bañarse en el arroyo, anchas sus caderas, tersos y perfectos los senos, confundidos ahora con esos otros desnudos que palpitaban frente al espejo, con los ojos de él clavados en su cuerpo tembloroso. Se dio la vuelta y lo abrazó con toda su fuerza, impidiéndole cualquier movimiento. Así se mantuvo, dos, tres minutos. Luego lo tomó de la mano y lo condujo al dormitorio cercano. Seguía temblando.
El jueves que precede al domingo de Cuadragésima, el Carnaval ya había naufragado en el olvido y el aire de la ciudad olía a incienso. Era tiempo de Cuaresma, preludio de la Pasión de Cristo, seis largas semanas de recogimiento y penitencia, de telas moradas y cordones amarillos en las imágenes de las iglesias y en las camisas de los fieles devotos. Tiempo también de ayuno y abstinencia, de hirviente felicidad para Petronila Livermore.
Los almuerzos, ya tradicionales, que tenían lugar en el palacio de Salamanca todos los jueves no se interrumpían. Simplemente, desaparecía la carne del menú y disminuía el número de comensales, algunos dejaban de acudir por aquello del qué dirán. Aun así, ese jueves Salamanca estrechó veinte manos, su mayordomo contó veinte sombreros en el recibidor y ordenó colocar veintiún cubiertos en el comedor principal, el del ala norte de la casa. Un núcleo de amigos cercanos casi nunca faltaba, Estébanez Calderón, Nazario Carriquirri, el escritor Rodríguez Correa, su antiguo correligionario en el partido puritano Patricio de la Escosura (lamentablemente Nicomedes Pastor Díaz, otro puritano, libraba esos días una batalla perdida con la muerte acechante), sus colaboradores don Matías Perelló y don Pedro Miranda o su hermano Jaime de Salamanca, que venía de instalar una cuna en uno de los dormitorios de su casa. Aparte de estos íntimos, que no necesitaban recordatorio, desde la oficina de Salamanca se expedían cada semana dos docenas de tarjetas de invitación con los nombres de sus destinatarios pulcramente manuscritos en tinta china por la letra arrogante de don Matías Perelló. Rara vez se sentaban a la mesa menos de quince comensales y a veces se superaban los cuarenta. Solamente caballeros, el ambiente desinhibido de estas tertulias hacía inconveniente la presencia de señoras.
Salamanca preguntó a su hermano por la niña.
—Acabo de decirle a Germán que me la lleve el lunes, ya estará todo preparado. He contratado a una mujer para que la cuide.
Dos invitados de honor, el expresidente del Consejo de Ministros, don Fernando Fernández de Córdova, y la gloria de las letras patrias don Ramón de Campoamor, se sentaban esa tarde a ambos lados del anfitrión. Teniendo en cuenta que con Córdova tenía más trato, Salamanca se volcó en atender al insigne poeta, con quien evocaba un simpático recuerdo.
—Hay unos versos suyos que usted habrá olvidado, pero que yo recordaré toda mi vida.
Campoamor sonrió, sabía a qué versos se refería aunque, en efecto, los había olvidado por completo.
—Empezaban así —dijo Salamanca—:
Con labios agradecidos,
cual su arrogancia merece,
a los «doce» consabidos
les besa la mano el «trece».
»Y terminaban con esta estrofa:
Y a todo aquel que no acierte
cómo a invitación tan franca
corresponderé…, se advierte
que avive el seso y despierte
y que estudie en
Salamanca.
Recitó los ripios de corrido, haciendo gala de buena memoria, pero de escasa aptitud para la declamación.
—Fue para mí una satisfacción prestarle mi pluma —comentó Campoamor—. Yo no he contado a nadie que el poemita es mío, espero que usted tampoco.
—Por supuesto que no, aunque nadie me creyó cuando dije que lo compuse yo mismo tras una larga noche de insomnio —afirmó Salamanca con humor.
—Me perdonará si no recuerdo los detalles, ¿de cuándo son esos versos?, debe de hacer al menos cuatro o cinco años.
—Del dieciséis de enero del cincuenta y nueve, no se me olvida esa fecha.
—Si no recuerdo mal, el motivo fue que doce amigos lo invitaron a comer en un restaurante barato.
—Exacto. Una broma, una apuesta en la tertulia de jóvenes artistas que se reunían en el Café Suizo. Autores de distinto talento, pero con algo en común: todos eran pobres de solemnidad. Entre ellos, algunos que ya se han hecho un nombre, como el músico Barbieri, el poeta sevillano Gustavo Bécquer o su amigo Rodríguez Correa, que resulta ser este jovencito que se sienta aquí enfrente. —Salamanca señaló a uno de los comensales, el escritor conocido como Correíta por su breve estatura—. Una tarde, alguno de ellos se preguntó en voz alta si un hombre como yo, que pocos días antes acababa de inaugurar este palacio con un célebre banquete, se dignaría a compartir con ellos un almuerzo de seis reales en una pensión de mala muerte. Hubo un debate encendido según supe más tarde, un debate que terminó en división. Unos se desinteresaron, pero en cambio una facción compuesta por doce unidades, «doce hombres de corazón» según ellos mismos se calificaban, decidió enviarme una invitación en verso a participar en una de sus comidas.
»La lectura de aquella carta me emocionó, quizás porque me recordó un caso parecido, una invitación de otro grupo de poetas a cenar cierta Nochebuena de hace ya muchos años. Aunque en aquel caso había una diferencia y es que quien invitaba era yo. En este que nos ocupa pagaban ellos, pero mi satisfacción fue parecida. Naturalmente, acepté la invitación honradísimo y quise que mi consentimiento se plasmara en una carta en verso a tono con la que acababa de recibir. Incapaz de hacerlo yo mismo, me animé a pedir su ayuda, que usted tan amablemente me prestó. Me presenté en su casa esa misma tarde, tuve la suerte de encontrarle y me quedé asombrado al comprobar que tardó usted en escribir el poema de respuesta exactamente quince minutos, los mismos que yo en dar buena cuenta del café con bollos que me ofreció su mujer.
»Fue aquella una comida memorable, en un saloncito de la fonda de París, en la calle del Carmen. Aún se me pone la carne de gallina al recordar la salva de aplausos con que me recibieron los «doce hombres de corazón» y los divertidos discursos en mi honor, todos en verso, allí nadie parecía conocer la prosa. Yo mismo tuve que hablar para agradecer tantas atenciones, lo pasé tan bien que hasta el menú me pareció exquisito.
En ese punto, Campoamor pudo comprobar que el efecto del vino empezaba a hacer efecto entre los invitados, uno de esos jóvenes aprendices de poeta que nunca faltan en estas reuniones, seguramente estimulado por la presencia en la sala de un miembro de la Real Academia, se levantó como un resorte de su asiento y recitó unos sonetos aparentemente improvisados. Otro aspirante a rimador le sucedió en el uso de la palabra, esta vez para hacer burla del Gobierno de O’Donnell, y no por ser el de O’Donnell, sino más bien por ser el Gobierno. Pero todo se perdonaba en la atmósfera festiva y en el letargo de los estómagos satisfechos.
Cuando disminuyó el ruido y fue posible conversar de nuevo, Campoamor reclamó la atención del anfitrión.
—La semana pasada se habló de usted en la sesión de la Academia. Creo que fue Mesonero Romanos quien aseguró que hay una ciudad en los Estados Unidos de América que lleva el nombre de Salamanca en su honor. Todo el mundo se sorprendió, y varios lo pusieron en duda. Se puede entender, decían estos, el caso de Galveston, una ciudad texana fundada por Bernardo de Gálvez, pero no parece verosímil que una población americana lleve el nombre de un empresario español que seguramente no ha pisado nunca los Estados Unidos. Se inclinaban a creer que pudo ser fundada por un salmantino. Yo me ofrecí a aclarar el asunto sabiendo que hoy iba a almorzar con usted.
Salamanca no respondió inmediatamente, sino que llamó al mayordomo y le susurró algo al oído. Minutos más tarde tenía en sus manos el documento de marco dorado y letras góticas que colgaba en la pared de su despacho.
—Léalo, don Ramón, aunque está en inglés, no le será difícil entenderlo.
Campoamor se colocó los lentes y leyó el texto del pliego enmarcado.
—No hay duda alguna —aseguró instantes después—, es evidente que le están muy reconocidos. Aquí se dice, negro sobre blanco, que el Ayuntamiento de la City of Salamanca, en el estado de New York, agradece a usted su decisiva contribución al progreso de la ciudad y le comunica la decisión unánime del Consistorio de cambiar el nombre del municipio, hasta entonces llamado Hemlock, por el de Salamanca, en agradecimiento por haberles llevado el ferrocarril y con él un futuro de prosperidad.
Salamanca dejó que las palabras de Campoamor resbalaran en el silencio de la zona de la mesa donde se sentaba, para que los cinco o seis comensales que las habían escuchado pudieran asimilarlas. Apesadumbrado porque nadie se tomara en serio una distinción tan insólita, creyó que, certificada por la voz autorizada de un académico eminente, la afirmación alcanzaba el mismo rango de veracidad que la palabra de un papa.
—Era un pueblecito aislado y pobre en territorio hostil —dijo finalmente, ya un rato después—, junto a una reserva de indígenas. Desde que la Atlantic and Great Western Railroad Company que yo presido llevó el ferrocarril y los comunicó con el mundo, se ha convertido en una ciudad próspera donde abunda el trabajo, de hecho se ha triplicado la población. Tengo intención de visitarla, en cuanto tenga tiempo lo haré, si alguien se anima a acompañarme… —Dejó abierta la invitación posando las palmas de las manos sobre la mesa.
—No le digo que no, avíseme —rio el escritor—. Le felicito, don José, en la próxima sesión de la Academia contaré esta historia increíble, muchos se quedarán pasmados.
Una vez que se hubieron ido sus invitados, Salamanca animó a Córdova a acompañarle a la reunión de la Junta Directiva del Casino, que se celebraría a las ocho; aunque el general no formaba parte de ella, casi todos sus miembros lo conocían, sería bien recibido. Seis largos años llevaba Salamanca en la presidencia del Casino de Madrid y cinco veces se había visto obligado a aceptar la reelección, una circunstancia que le causaba una placentera molestia. Mientras tanto, el Casino, al que todavía muchos llamaban del Príncipe a pesar de haber abandonado esa sede lustros atrás, se había convertido en una corporación robusta con finanzas saneadas y una interminable lista de aspirantes, gracias tal vez a las difusas y permisivas reglas que regían la vida social. Esa permisividad encontraba una sola excepción: allí estaba rotundamente prohibido hablar de política, una sensata decisión que hizo posibles memorables alianzas entre enconados adversarios parlamentarios en los torneos sociales de bridge. Entre la inmensa mayoría de socios que usaban el Casino para su esparcimiento cohabitaban dos especímenes bien distintos de casinistas, los que iban a matar el tiempo, esa pesada losa en sus tediosas existencias, y los que acudían para ver y ser vistos, es decir, a ensanchar horizontes.
La reunión de la junta dio de sí todo lo que se esperaba de ella, es decir, nada. Lectura del acta anterior por el secretario, reforma en uno de los excusados (instalación de un moderno water closet importado de Londres), reposición de una cristalería de la que tan solo quedaban siete copas y autorización al gerente para enviar amenazantes cartas conminatorias a los tres únicos socios morosos. En total, veinticinco aburridos minutos. Una vez concluida, mientras el secretario hacía las oportunas anotaciones, Emiliano hijo, el conserje que sustituyó a Emiliano padre el día en que Dios lo acogió en su seno cuando las nevadas del cincuenta y ocho, sirvió a los directivos café o té hirviente, según deseo, y bollería traída del Café Suizo o bien unas pastas con cabello de ángel, sobras de los bailes del Carnaval, a elegir. Todo ello a cargo del Casino, gracias al superávit del ejercicio anterior.
Eran casi las diez de la noche cuando se disolvió la reunión. A punto de salir a la calle, Salamanca advirtió que don Juan Prim se encontraba solo, sentado en uno de los tresillos. Se le veía tan desencajado de rostro como si estuviera en apuros en el campo de batalla, acorralado frente a un café. Se acercó a saludarlo.
—¡Hombre, don Juan, usted por aquí a estas horas! ¡Qué sorpresa!
—Buenas noches, Salamanca. Necesitaba un café, vengo de una reunión tensa. —Prim dudaba si continuar hablando. Finalmente lo hizo, convencido de que le sentaría bien expulsar sus demonios por la boca—. Como de todas formas se enterará mañana, no desvelo ningún secreto si le cuento que don Leopoldo O’Donnell va en este momento camino de palacio, a presentar a la reina su dimisión irrevocable. De modo que tenemos crisis, como en los viejos tiempos.
Salamanca lo escuchó incómodo. Lo único que esperaba de la política era estabilidad y las palabras de Prim presagiaban que la que trajo la Unión Liberal con sus cinco años de gobierno había llegado a su fin. Dejó escapar un tenue «Lo siento» de sus labios como rutinaria frase de pésame, al fin y al cabo, Prim había sido uno de los pilares de ese Gobierno agonizante.
—Yo también lo siento, por España —murmuró el héroe de Castillejos—. Le diré algo, Salamanca; he tenido y tengo muchas diferencias con O’Donnell, pero no se merece el trato que ha recibido por parte de esta señora —enfatizó la expresión con ira, si en vez de soldado fuera monje, no habría sido inoportuno calificar de santa a esa ira desatada en su lengua—. Le contaré una confidencia. Sabrá usted que ahora la reina tiene un secretario personal que la atiende en sus necesidades, ¡y no solo en el despacho de asuntos, no sé si me explico! Vamos, un individuo que hace honor a su apellido, Tenorio, no le diré más. Pues bien, este insigne don nadie tuvo ayer el atrevimiento de decirle a O’Donnell que la reina está esperando su renuncia. —La irritación de Prim, hombre de temperamento, era ostensible—. ¡Es indignante! —prosiguió—. No sé en qué terminará esta historia, pero le puedo asegurar que la Corona tiene los días contados. ¡Que es lo que se merece, por cierto! —añadió, con un destello de rencor en los ojos—. Nadie en España ha hecho más por la reina que O’Donnell, y mire cómo se lo paga.
Salamanca se despidió de él. Ya en el coche, en compañía de Córdova, a quien acercaba a su casa, informó a este del enfado de Prim y de la dimisión de O’Donnell.
—No me sorprende, lo estábamos esperando —respondió el general con calma, Salamanca supuso que en ese plural Córdova estaba metiendo a su partido, el moderado—, hace tiempo que Prim y O’Donnell se llevan como el perro y el gato. El nombramiento de Serrano para Estado en el último gabinete fue a las claras una bofetada de don Leopoldo a don Juan con motivo de la crisis de México, de la que le hace responsable. Dicen que la reina ha alentado esa división, hizo creer a Prim que iba a despedir a O’Donnell para encargarle a él la formación de un gobierno progresista en premio a la actitud constructiva que ha mantenido estos años. ¡Pero buena es Isabel II para confiar en ella! Sin duda tiene otros planes, aunque a decir verdad nadie sabe a ciencia cierta cuáles son. Si algo ha aprendido la reina durante sus años de reinado, y soy de la opinión de que no ha aprendido nada más, es a jugar con los cambios de ministerio. Para ella, ceses y nombramientos constituyen el verdadero ejercicio del poder, aunque los criterios que la guían son casi siempre un misterio.
»Como se imaginará, en mi partido estamos expectantes, llevamos demasiado tiempo lejos del gobierno y creemos que ya va siendo nuestra hora. Narváez ha regresado a Madrid —la sola mención de ese nombre provocó en Salamanca un imperceptible revoltijo intestinal—, confía en ser de nuevo el hombre providencial en cuyas manos puso la reina tantas veces el destino de la nación. Pero su liderazgo en el partido ya no es indiscutible como antes, hay muchos que lo detestan. Una figura emergente es don Alejandro Mon, y hasta Cánovas tiene sus bazas. Mañana mismo iré a verles, la situación es apasionante.
«Apasionante será para ellos —pensó Salamanca nada más dejar a Córdova en su casa—, los que aspiran al ministerio, a mí lo único que me produce todo esto es dolor de muelas». Acosado por un dolor más triste, el del corazón, buscó consuelo en el recuerdo, en el recuerdo de María Buschental. Recordó una frase escuchada en alguna parte: «Es el amor el que nos redime de las penurias del infierno». Pero no siempre es así, a veces es exactamente al contrario, y el amor, con su ceguera, profana el templo de la memoria y zarandea el alma llevando confusión adonde antes había paz. Venía esto a cuento de su noche con María, a quien le parecía estar sintiendo físicamente, abrazada a él desnuda y temblorosa bajo el dosel de arabescos, sobre las sábanas húmedas con olor a musgo, gozando y sufriendo, riendo y llorando, adorándolo e increpándole, todo a la vez, ¡pero, Dios mío, con qué intensidad!
Aquella iba a ser ya para siempre su noche inolvidable, quizás su verdadera noche de bodas a sus más de cincuenta años, ¡quién lo iba a decir! Una batalla, eso es, una batalla es lo que habían librado aquella noche los dos, una lucha con alternativas, victorias y derrotas, risas y llantos, durante horas. Batallaron sus cuerpos, con una fuerza inusitada el de ella, y guerrearon sus lenguas, no solo para fundirse entre sí, sino también arrojando gritos salvajes e insospechados que nadie sabía de dónde surgían. Gritos en boca de ella de amor y de reproche, «¡Eres mi dueño!», «¡Por qué no has venido antes!», contradictorios, «¡Dónde estás, José!», insultantes hacia una tal Orfilia. «¡Puta culebra!», entonces él se dio cuenta de que su adversario era otro José.
Allí mismo sintió miedo, la violencia de la batalla resucitó viejas frustraciones que creía sepultadas, pero esta vez no eran ensoñaciones en torno al fantasma de Mariana Pineda, sino algo más cercano y palpable. En realidad, se dio cuenta después, en esa lucha él solo había sido un instrumento, necesario pero inocente, la batalla la libraba ella consigo misma. «He temido muchos años dar este paso —había dicho llorando—, y me alegro de haberlo dado, pero duele». Le dolía la conciencia, eso es lo que intentaba decir. María Buschental, la diosa bellísima e inaccesible, era solo una niña asustada, aterrorizada ante el descubrimiento de inexplicables sentimientos de culpa que jamás habría sospechado, que brotaron como lava ardiente, tal vez la huella de recónditas sumisiones acumuladas en su alma, alma de mujer al fin, a lo largo de milenios. ¡Cómo luchar contra eso!
También a él le dolió verla sufrir de aquel modo, y aún más la incertidumbre de no saber qué traería el mañana. Abandonaron Vista Alegre de madrugada, acurrucados en el interior del coche como amantes furtivos, sin hablar. Desde entonces no se habían visto y en unos días se iría a Los Llanos. Seguramente era mejor así, dejar trabajar al tiempo.
Tampoco para los pretendientes resultaron apasionantes los días siguientes. Con O’Donnell en funciones, hasta siete candidatos a presidir el Consejo de Ministros, de todas las tendencias, fueron propuestos y descartados. Cada vez que una candidatura parecía vencedora, sus adversarios movilizaban fuerzas y se frustraba. La reina no paraba de convocar a unos, despedir a otros y reunirse con todos. Finalmente, el uno de marzo corrió el rumor de que la suerte estaba echada.
—Alea iacta est —declaró Córdova con alegre pedantería nada más llegar a Recoletos para despedirse de Salamanca, quien el día siguiente se marchaba a Los Llanos—, Narváez es el hombre. Creo que esta vez acierta la reina, don Ramón es el personaje que necesita España en este momento histórico de grave incertidumbre.
—Dios nos coja confesados —fue la respuesta de un Salamanca al que solo con escuchar ese apellido se le helaba el ánimo.
Pero unos minutos más tarde, la situación ya era otra. La novedad la trajo Estébanez Calderón.
—Narváez ya tenía nombrado gobierno y se reunió a comer con sus flamantes ministros para celebrar la vuelta al poder del moderantismo. Después del almuerzo, se disponían todos a subir a los coches con sus fracs y sus uniformes de gala cuando se presentó un sofocado funcionario de la Casa Real con el siguiente mensaje: «Señor Narváez, de parte de Su Majestad, que no vaya al palacio Real, que ha cambiado de opinión». Según un testigo presencial, tanto la cara de Narváez como las de sus frustrados ministros eran para ser vistas, y qué decir de las soeces expresiones que se escucharon allí mismo, en una acera.
Salamanca no podía disimular su regocijo; en cambio, Córdova estaba desconcertado. Estébanez prosiguió su relato.
—Según he sabido, desde la dimisión de O’Donnell la reina no ha hecho más que dudar. Tras descartar un ministerio progresista encabezado por Prim, se inclinó por un gobierno de coalición presidido por don Alejandro Mon, pero este no aceptó. Eso la hizo pensar en Narváez y su famosa mano de hierro, que ya será de cartón con los años que tiene, digo yo. Pero entonces fue el partido progresista el que amenazó con echarse al monte y volver a sacar a la calle la Milicia Nacional de infausto recuerdo, de modo que se asustó y dio marcha atrás.
Estébanez hizo una pausa, pero nadie dijo nada.
—¿Es que no me vais a preguntar quién es el nuevo jefe del Gobierno?
Pero no lo hicieron, Salamanca por diversión y Córdova por miedo a escuchar un previsible desastre.
—Doña Isabel ha creído que vuelve a ser la hora de los moderados. Una vez descartados Mon y Narváez, no sabía qué hacer. Estaba de cháchara con don Manuel Pando, el marqués de Miraflores, cuando de repente se le ocurrió que este es la mejor solución para salir del paso y esperar tiempos mejores. De modo que no se lo pensó dos veces y le dijo: «Miraflores, es tu hora. Forma gobierno cuanto antes, si es posible con los progresistas y, si no, pues tú solo».
—¿Miraflores presidente? —preguntó un Córdova pasmado—, pero si es un anciano.
—Pues ese anciano, amigo mío, toma posesión mañana, ya puedes ir preparando el frac. Dicen que va pidiendo perdón a todo el moderantismo por haber aceptado, contra su voluntad. ¡Cómo somos, señores, cómo somos los humanos!
El embajador Bulwer-Lytton creía, ahora que cruzaba a toda velocidad el otoño de una vida que se despeñaba sin remedio hacia el abismo final, que pocos conceptos había tan adulterados por el uso fraudulento del lenguaje como la palabra «libertad». Él mismo, un viejo liberal y un liberal viejo, conocía la infinidad de aristas que la idea de la libertad tiene en su corteza, capaces de hacer sangrar las manos más cuidadosas aunque solo traten de acariciarla. Pero en ninguna parte se maltrataba de tal manera un valor tan noble como en España, el país en que se encontraba.
En los pocos días transcurridos desde su llegada, ocupado en una misión diplomática que le obligó a hacer escala en su viaje desde Estambul a Londres, había tenido tiempo de descubrir que nada había cambiado en ese sentido desde su época de embajador en Madrid. Tanto la libertad como la buena educación eran pisoteadas mañana y tarde por la caterva de grupos políticos que se congregaban en las Cortes, a pesar de que todos ellos se denominaban liberales. «Pues no veo qué tengo yo en común con estos señores —se repitió una y otra vez durante las cenas y recepciones a las que había asistido en las últimas setenta y dos horas—, todo es rencor y conspiración barata bajo apariencia de liberalismo. El ánimo de zaherir al adversario, ese parece ser el discurso político general». Lamentablemente, no pudo saludar al único personaje público por el que sentía estima, don Juan Prim, se había marchado a su casa en Cataluña para olvidar recientes frustraciones.
Por lo demás, España parecía no haber cambiado gran cosa. Madrid era más grande y más grandes aún parecían sus olores insoportables. Quizás lo más visible era que también a esta esquina de Europa había llegado el ferrocarril, un ingenio misericordioso y benévolo que permitía viajar con comodidad. En ese instante, él se dirigía a Albacete para visitar a uno de los pocos amigos españoles con quien nunca perdió el contacto, José de Salamanca. Viajaba en un lujoso vagón dormitorio que su anfitrión había puesto a su servicio para trasladarlo a la finca de Los Llanos, allí pasaría un par de días antes de partir para Londres.
—¿Señor Bulwer? —Un individuo uniformado, el cochero que enviaba Salamanca, lo abordó nada más bajar del tren. El hombre tomó su equipaje y se adelantó para indicarle el camino hasta el coche.
Ya a bordo del carruaje, se adentró en la ciudad a través de la avenida de José de Salamanca y Mayol. «Caramba con don José, ahora veo que sí han cambiado algunas cosas; en mis tiempos, al pobre le montaban mociones de censura en las Cortes, y ahora rotulan las calles con su nombre».
La luz limpia del mediodía de marzo anunciaba primavera. Al embajador le seguía asombrando la luz de España, algo así no existía ni siquiera en el Imperio otomano, donde ahora residía como plenipotenciario de la reina Victoria. Este iba a ser su último destino oficial, en breve regresaría a Inglaterra definitivamente. El suave traqueteo del coche lo sumergió de nuevo en sus pensamientos: «En cambio, para un hombre como yo, educado desde niño en su ejercicio, la libertad es algo tan sencillo de entender como que el sol nos trae la luz. Es, simplemente, una actitud vital, una actitud a la que uno se acostumbra y ya no sabe vivir sin su compañía».
Cruzaba ahora un inmenso viñedo. Desde que, unos tres kilómetros atrás, atravesara la verja de acceso a la finca de Los Llanos, el paisaje consistía en una planicie salpicada de cepas de vid esparcidas por la plácida laguna de tierra labrada. Solo en lontananza, en el horizonte, unas colinas quebraban el monótono paisaje. El coche alcanzó la zona habitada y cambió el panorama, pasó junto a las casas de los campesinos y las caballerizas, dejó de lado un gran espacio donde se amontonaban animales de cría y se adentró en una frondosa y umbría alameda, el camino discurría ahora junto a estanques y atravesaba glorietas con bustos de mármol y fuentes de piedra. Finalmente, se detuvieron y el cochero le informó de que habían llegado a la casa.
«Llamar casa a este palacio es ofender a la verdad», se dijo al contemplar la suntuosidad del edificio que tenía a su frente. Era imponente y de noble fachada, claramente el resultado de la restauración de una vieja mansión, como se deducía de la mezcla de estilos. Difícilmente se la podía considerar una simple casa de campo, debía de tener más de cuarenta habitaciones. El interior no era menos deslumbrante, nada más entrar se sorprendía uno con un vestíbulo majestuosamente decorado, colmado de cuadros, estantes con armas y muebles franceses.
Salamanca lo recibió con cordialidad, llevaban muchos años sin verse. Le presentó a su mujer y lo acompañó a su habitación. Tras un breve descanso, el embajador se vistió y se encaminó al comedor, a la una y media se servía el almuerzo. Una comida en la que también participaron Serafín Estébanez Calderón y dos caballeros de Albacete. Tras los postres, el anfitrión y Estébanez acompañaron al diplomático en un breve paseo por la finca.
—Le felicito, Salamanca. Sabía que le iban bien las cosas, pero estoy verdaderamente asombrado de hasta qué punto. Debe cuidarse, ya sabe que la envidia acecha.
—Ya lo hago, sé que el éxito es algo que va y viene, hay que estar preparado por si un día cambia la dirección del viento, ya me ocurrió una vez.
—Esto del vaivén de éxito y fracaso me recuerda lo que afirma uno de esos sabios que abundan en Inglaterra, un estudioso de las ciencias sociales. Dice que el progreso de las naciones tiene lugar al ritmo de un baile de salón, dos pasos adelante y uno atrás. Afirma que la economía se mueve por ciclos y que estas oscilaciones son consustanciales con la condición humana. Es decir, inevitables e imprevisibles.
Debió interrumpir el erudito discurso, porque llegaron a una capilla que Salamanca quiso enseñarle, reconstruida sobre la antigua ruina donde pasó su primera noche en Albacete, siendo entonces un fugitivo. Una iglesia pequeña y luminosa en la que los domingos celebraba misa un cura de la ciudad. Por una angosta escalera de caracol subieron al campanario, excelente atalaya para una espléndida vista de la hacienda.
—Estoy muy orgulloso de Los Llanos, hoy es una propiedad muy extensa y una gran explotación ganadera y agrícola, pero ha llevado años conseguirlo. El mérito es de don Luis Vicén —dijo en un alarde de falsa modestia—, el caballero que ha almorzado a su izquierda. Le encomendé hace años comprar todas las fincas del territorio que se pusieran a tiro, lo que hoy constituye la hacienda eran más de veinte propiedades. ¡Mire, allí a lo lejos!, aquel monte está repleto de ciervos y venados, Los Llanos también es un paraíso para los cazadores.
Salieron de la iglesia y continuaron camino por la alameda. Bulwer contó a sus acompañantes lo decepcionante de su corta estancia en Madrid.
—Ustedes conocen mi simpatía por España, una simpatía irracional que ni yo mismo alcanzo a entender, porque a veces los españoles me irritan, y eso es lo que me ha pasado estos días. Tuve ocasión de conversar con todo el mundo, ministros del nuevo Gobierno, diputados y senadores de la oposición, obispos, pintores, académicos… Pues bien, lo que saqué en claro es que cada uno va a lo suyo, nadie parece dispuesto a hacer el esfuerzo de entender a los demás. No es ya el viejo dilema entre monarquía y república, cualquier cosa es puesta en tela de juicio si la propone el adversario, ya sea la política exterior, los aranceles o el papel de la Iglesia. En un ambiente tan turbio no entiendo cómo se sostiene el Estado.
—Es muy sencillo, embajador, se sostiene solo —respondió Estébanez—. Los españoles no creemos en el Estado.
Bulwer-Lytton lo miró sorprendido.
—Exagera usted, una sociedad no puede vivir sin un Estado organizado, eso sería el caos.
—Eso creí yo durante mucho tiempo, hasta que me hice preguntas y busqué respuestas. Las respuestas que encontré me asustaron, pensé que la nación iba al desastre, pero ahora no estoy tan seguro. Creo que los españoles no podemos ser de otra forma, el individualismo está en nuestros genes. Además, somos pobres.
—Sorprende escuchar tal cosa en casa de uno de los hombres más ricos de Europa —ironizó el diplomático. Pero su escepticismo dio paso a la curiosidad, de modo que se limitó a escuchar.
—¡Somos pobrísimos, Bulwer! —prosiguió Estébanez—. Por eso somos orgullosos, recuerde que el orgullo es el lujo de los menesterosos, el patrimonio de los que nada tienen. Este es un país viejo, que fue muchos siglos colonia y un día se convirtió en colonizador, pero incluso cuando fuimos un Imperio tuvimos dificultad para comer tres veces al día. En esta tierra, el Estado, la Nación, la Patria, llámelo como quiera, no ha hecho gran cosa por sus ciudadanos, más bien al contrario. Esa es la percepción de quienes habitamos esta península seca y desgraciada. La prueba es que no sentimos ningún afecto por el Estado, del que solo esperamos disgustos. ¿Conoce a algún español que presuma sinceramente de su Gobierno, de su reina o de su Administración pública? Supongo que habrá alguno, somos varios millones, pero será la excepción.
Cuando su cuñado se ponía serio y hablaba de cosas profundas, Salamanca redoblaba su admiración hacia él. «¡El pobre, ahora tan solo! Desde que se quedó viudo, se deja llevar por la melancolía», se decía mientras lo escuchaba filosofar.
—Nos enorgullecemos de nuestras glorias literarias —prosiguió Estébanez—, de nuestros pintores, de nuestros toreros, incluso de nuestros generales hasta que llegan al gobierno, ahí termina el romance. Escuchará usted a la gente proclamar como suyos y enaltecer a los grandes nombres de nuestras artes: a Cervantes, aunque no sepan leer; a Velázquez, aunque no hayan visto una sola de sus pinturas; o al torero Pedro Romero, el maestro de Ronda, del que no saben más que lo que han oído contar, jamás estuvieron en una de sus corridas. ¡A individuos en definitiva, embajador! ¡A individuos! A Colón se le admira más que al hecho glorioso del Descubrimiento. En este país de beatos, incluso a la Iglesia se la respeta en la figura del Crucificado, pero se detesta a la institución, a la que se identifica con el clero.
»Usted conoce este país casi como el suyo, por eso me entenderá si le hablo de los bandoleros, esos personajes tan populares hasta que la justicia acabó con ellos. Incluso muertos conservan el carisma, todavía cantan los ciegos sus leyendas en las plazas de los pueblos. ¿Se imagina a sus compatriotas glorificando a los salteadores de caminos? Inconcebible. ¿Por qué será esto, embajador? ¿Por qué pasa esto en España y no en Inglaterra? —Estébanez se interrumpió para dejar espacio a una respuesta, pero no la hubo—. Se lo diré en pocas palabras, porque los bandoleros estaban en el bando contrario al Estado, y a veces hasta conseguían doblegarlo. Esos pobres diablos, casi todos andaluces, paisanos míos, el Tempranillo, Francisco Esteban, los niños de Écija, bandidos con crímenes atroces a sus espaldas…
»Es muy posible, embajador, incluso creo que es seguro, que en Inglaterra la gente se sienta orgullosa de su policía, de su flota, de su Cámara de los Comunes o de su reina y, por supuesto, de su Imperio. Es decir, de su Estado. La sociedad británica se ha dotado de estas y otras instituciones que protegen a sus ciudadanos, les ofrecen ciertas seguridades y con suerte hasta les ayudan un poco a mejorar su bienestar. Por otra parte, ustedes aprecian que esas instituciones sean moralmente ejemplares, espejos en los que mirarse. Por eso los ingleses son implacables con los funcionarios corrompidos.
»Ese no es nuestro caso. Aquí, en el fondo no está mal visto quien roba al Estado. Muchos lo aplauden, lo consideran una muestra del triunfo del hombre sobre ese ente odioso e inútil que parece estar ahí para estorbar, del que solo se espera que no aumente de nuevo los arbitrios ni se lleve más jóvenes a la leva.
Estébanez volvió a interrumpirse, pero nadie dijo nada, parecía que el silencio bastaba.
—Disculpe, embajador, estoy hablando demasiado, a veces me pasa sin darme cuenta. Un defecto de la edad —dijo sonriendo.
—Está anocheciendo —observó Salamanca—, es hora de volver a casa.
Esa noche, en la penumbra del dormitorio, la borrosa visión del dosel de la alcoba sobre su cuerpo tendido le pareció al embajador una losa que trataba de aprisionarlo. Era un efecto del insomnio incompleto, ese estado entre el sueño y la lucidez que nubla de sombras a la razón y de dudas a las creencias. Esa losa evocaba un obstáculo, el que deben sortear individuos y naciones para ganar el pan y la libertad, pues nunca son gratuitos.
María Buschental se aplicaba un pincelillo sobre las pestañas con ayuda de un espejo de viaje cuando un brusco movimiento del tren desequilibró su mano. Una mínima gotita, negra como la tinta, le cayó sobre el pecho. Por muy poco no llegó a rozar la blusa ni el sujetador de encaje blanco, parecía un lunar que llevara allí mucho tiempo. Lo limpió con un pañuelo empapado en colonia que dejó un rastro de fragancia. A punto de llegar a su destino, se apuró a terminar de pintarse en el interior del vagón dormitorio. Tras la ventana, unas colinas gemelas ocultaban el océano que en los próximos días iba a ser su refugio. Necesitaba estar sola y para eso nada mejor que la vista del mar.
Camuflada entre los verdes altozanos, de nuevo apareció la imagen recurrente de los últimos días, su cuerpo desnudo y convulso bajo una especie de palio bordado. ¡Su cuerpo! ¡Cómo la había sorprendido su cuerpo! La noche de Vista Alegre había hecho el amor con verdadera violencia, como nunca en su vida. Ahora, en la serenidad de la distancia, trataba de esclarecer el amasijo de circunstancias que confluyeron aquel día. Demasiado oporto, claro; pero no se iba a engañar, bebió en exceso con toda intención, fue su propia voluntad la que conscientemente quiso adormecerse y abandonarse. En realidad, llevaba años preparando ese encuentro; aunque lo había postergado muchas veces, siempre supo que un día ocurriría, y esa tarde se dieron las condiciones. Había cumplido ya cuarenta y siete años, hora de, al menos, vislumbrar qué le tenía reservado la vida. Curioso, porque después de esa noche sabía menos que nunca si la vida tenía algo especial reservado para ella, e incluso qué era lo que ella misma esperaba de la vida.
Su cuerpo era un volcán, esa fue su primera sorpresa. Siempre se supo una mujer ardiente que se entregaba en el amor, pero esa noche… todo fue un exceso. El oporto, claro, pero también el grito de su piel tanto tiempo reprimido, la curiosidad por saber si seguiría prendiendo su hoguera al encenderla… ¡Y vaya si prendió! Y luego el cariño, claro, su cariño por él. ¿Cariño?, ¿amor?, ¿qué era eso que ella sentía por José de Salamanca? Otra incógnita que debía desvelar, que tampoco había quedado resuelta. José fue un amante perfecto, enseguida se dio cuenta de que debía dejarse llevar por el torbellino, y así lo hizo. El amante ejecutó exactamente lo que ella esperaba de él, tomar la iniciativa en escasos y puntuales momentos para replegarse después. Y, cuando empezaba la batalla, guerrear en buena lid, con destreza. Un experimentado compañero.
Y después, ese acceso terrible de celos que la asaltó, esa violencia animal contra el macho traidor, su marido, y más aún contra la culebra. ¿Qué cosa fue todo aquello que la asombró tanto como a su amante? A partir de un cierto instante, creyó que ocupaba la cama otro hombre, su marido. Y le quiso hacer daño y amarlo al mismo tiempo. ¡Dios, qué embrollo de emociones! Gritó, lloró, rio a carcajadas, insultó a la concubina, una serpiente que también parecía estar metida allí en medio, entre las sábanas. Terminó agotada, extenuada, destrozada de cuerpo y alma, ya en el silencio de la madrugada. Menos mal que tuvo a su lado a un hombre cariñoso y comprensivo que se preguntaría hoy, tan confuso como ella, qué les depararía el futuro.
Era necesario dejar trabajar al tiempo, por eso viajaba hacia el mar.
Precisamente el tiempo, en alianza con la favorable conjunción de los astros mayores, apaciguó ánimos y templó ambiciones, trajo lluvias benignas y alejó temblores revolucionarios. Al menos durante unos meses, tal vez un año, tampoco se pidan milagros. María Buschental acogió en su salón a nuevas y prominentes figuras de la sociedad española, cuyas personalidades no es momento de reseñar. El embajador Bulwer-Lytton regresó a Estambul, donde cada atardecer meditaba sobre Talleyrand junto al ventanal de su despacho, tratando de desbrozar su compleja personalidad en unas cuartillas mientras sus ojos cabalgaban entre el papel y las aguas oscuras del Bósforo. El general Fernández de Córdova volvió a Roma y no era infrecuente que se le viera pasear por los jardines del Vaticano en compañía de Pío IX, quien no dejaba de demostrarle el afecto que se dispensa a un hijo predilecto. Eso no impedía que el ilustre militar dedicase buena parte de sus noches a leer y a escribir cartas de o para España, de modo que cada día se levantaba en Roma y cada noche se acostaba en Madrid. Jaime de Salamanca hacía cursos acelerados de paciencia, una virtud imprescindible en el oficio de padre de una niña angelical, una criatura que le había regalado ¡a sus años! un soplo de vida. Don Matías Perelló y don Pedro Miranda recorrían por separado cada mañana el trayecto que iba de sus despachos hasta el palacio de Recoletos. Excepto los jueves, en que lo hacían juntos a mediodía y por la tarde ya no regresaban a la oficina, como los colegiales. Serafín Estébanez se aplicaba en el esfuerzo debido a su oficio de escribir, una forma como otra cualquiera de huir del presente, enlazando palabras con amor paternal y emborronando blancas holandesas en la búsqueda del adjetivo exacto, de la musicalidad de la expresión, de la veracidad del argumento, hasta que su espíritu exigente se reconciliaba con el párrafo terminado y por fin transformado en inefable poesía.
En cuanto a José de Salamanca, continuaba su idilio con una vida resplandeciente. Seguía levantando vías por toda Europa, pero no se decidía a construir casas en el barrio de Recoletos, su instinto no terminaba de enviarle al cerebro la señal que este esperaba. Buena parte de la primavera la pasó en Los Llanos y el verano en Vista Alegre, y, cuando empezó la temporada de ópera, regresó con entusiasmo a su palco del Teatro Real, donde cada tarde movilizaba recónditas fibras de su corazón bajo el influjo armonioso de los sonidos. No faltaba a las reuniones de los martes en la mansión Buschental y mucho menos a los almuerzos que él mismo organizaba cada jueves en Recoletos. Una vida que le empezaba a resultar rutinaria.
Una mañana de octubre le esperaba una sorpresa, un mensaje de la Casa Real lo convocaba a palacio esa tarde para ser recibido por la reina. No alcanzaba a entender el motivo de la llamada, aunque vagamente creía sospecharlo. Intentó no pensar en ello, pero no lo consiguió, cierto desasosiego lo tuvo en vilo hasta que llegó la hora. Ya en palacio tuvo que esperar cuarenta minutos, nada raro conociendo a la reina, pero lo cierto es que la espera se le hizo eterna. Isabel II lo recibió en un saloncito privado, con familiaridad, sentada en un sillón con uno de sus perros reposando sobre la falda.
—¡Salamanca, cuánto tiempo sin verte! ¡Me tienes abandonada, aunque no te guardo rencor!
—Majestad, me tenéis siempre a vuestras órdenes, pero no me gusta importunaros.
—Tú nunca importunas, ¿qué crees, que te considero uno de esos pesados insufribles? Bueno, al grano, tengo un regalo para ti. Espero que lo consideres una alegría, ¡no te habrás vuelto republicano como tantos!
—Por favor, Majestad, ¿por quién me tomáis? —respondió con sorna.
—Ya me lo imaginaba. Por eso te nombro marqués de Salamanca, un título bonito, ¿no te parece?, lo he elegido yo misma. —La reina le arrojó una mirada que pretendía ser mordaz—. Bueno, ¿qué me dices?
El rostro de Salamanca enrojeció como un niño descubierto en un desliz, una de sus cejas empezó a temblar, fuera de control.
—Majestad, ¡qué alto honor! —balbuceó con torpeza, no sabía qué decir. La noticia se le había clavado en el corazón—. No encuentro palabras…
—No digas tonterías. Tenía que haberte nombrado hace mucho tiempo, pero estos tontos que me rodean nunca me recuerdan las cosas importantes. Dime, ¿te gusta el título? Suena bien, me parece. ¡Marqués de Salamanca!, algunos creerán que eres de esa ciudad.
—Me encanta. Majestad, estoy abrumado.
—Bueno, lo celebraremos en un acto oficial, ya te avisarán. —De pronto, Isabel II recordó algo—. Un momento, déjame mirar el papel, quiero ver una cosa. A ver, ¡pues no! Este título no lleva Grandeza de España, eso es un fallo. ¿Te importa mucho?
El color del rostro de Salamanca mutó del rojo al morado en un instante, la conversación lo había desencajado. Enseguida captó la idea, un título sin Grandeza era un nombramiento de segunda categoría, ¿qué iban a pensar sus enemigos? Pero no dijo nada.
—No me respondas, ya veo que te importa, ¡es natural! Bueno, eso lo vamos a arreglar pronto, déjalo en mis manos.
—Majestad, no sé qué decir.
En verdad no sabía qué decir, había esperado tanto tiempo este momento que no supo reaccionar. La conversación con la reina apenas duró unos segundos más, le faltaron reflejos para decir algo inteligente, así que se despidieron enseguida.
De modo que ya era marqués, y si al título le faltaba grandeza, al personaje le sobraba esplendor. Y dinero, por supuesto. En cualquier caso, la mueca de decepción que debió de reflejarse en su rostro no le pasó inadvertida a la reina, tan indolente en asuntos de gobierno como laboriosa en materia de títulos nobiliarios. Se tomó a pecho la supuesta desilusión del nuevo marqués de Salamanca y, deseosa de complacerlo, hizo suya la tarea de compensar el presunto agravio.
El resultado fue visible muy pronto, exactamente cuatro semanas más tarde recibió un escrito de la Casa Real informándole de que Su Majestad acababa de rubricar su nombramiento como senador vitalicio. Esta vez su sorpresa fue aún mayor. Acostumbraba ironizar sobre la negligencia imperante en el Congreso de los Diputados; sin embargo, para no herir a Estébanez, senador desde hacía muchos años, evitaba decir en voz alta lo que pensaba del Senado: una asamblea estéril compuesta por un pelotón de ancianos condecorados, eso es lo que pensaba de la Cámara Alta. Un pensamiento que afortunadamente no llegó a salir de su boca, de modo que lo único que se vio obligado a tragarse ahora fue una idea, algo de digestión más llevadera que una frase tan larga. A esa estéril asamblea se iba a incorporar él de por vida salvo que cambiara el régimen, cosa nada improbable, por otro lado, a pesar de encontrarse joven y pleno de vigor. Ironías aparte, paladeó con agrado la dulzura del nombramiento y no perdió un minuto en acudir a cumplimentar a la soberana para agradecérselo.
En esos días organizó su próximo viaje al extranjero, esta vez a Italia, una nación en construcción, mixtura de antiquísimas y hermosas regiones, antes estados, a las que la nueva monarquía liberal pretendía redimir de sus pesadumbres históricas incorporándolas a un gigantesco proyecto de gloria. Ingenuas pretensiones de las que los hombres jamás abdican pese a los tercos precedentes. Animado de espíritu previsor, Salamanca envió cartas de presentación a cierta dirección postal de la noble ciudad de Pésaro, una población protegida por san Terencio y bañada por el Adriático en la que residía el inmortal músico Gioacchino Rossini, a quien le anunciaba su visita. No lo había visto nunca, pero lo conocía como si fuera su padre, tantas horas había gozado con su música.
Soplaban vientos a favor para distinciones y recompensas, la vida siempre tan oscilante, antes ninguna y ahora todas juntas. Nueve días después de su nombramiento como senador vitalicio, fue citado en la legación de Francia, donde supo que Napoleón III le había concedido la Légion d’honneur. Otro motivo de orgullo inesperado, la más prestigiosa condecoración francesa para un empresario español que había construido muchas leguas de ferrocarril en ese país. Intuyó en este galardón la mano oculta de su adorable amiga la emperatriz, tendría que viajar a París para darle las gracias.
Pero ahí no quedó la cosa, dos meses más tarde, en enero de 1864, llegó a su casa sin aviso previo la Grandeza de España. Y de primera clase, para que no hubiera dudas. Venía acompañada de un nuevo título, el de conde de Los Llanos, un nombre entrañable, candoroso. Isabel II hizo honor a su palabra con presteza, en menos de tres meses Salamanca había pasado de rico burgués a condecorado aristócrata de mérito: marqués de Salamanca, conde de los Llanos, grande de España y senador vitalicio. Nada menos.
Con esa carga de vanaglorias en la alforja, se presentó un día en Pésaro camino de Roma y conoció a Rossini. El gran hombre pasaba ya de los setenta años, pero se mantenía lúcido y lleno de vida. La visita de Salamanca le hizo revivir viejos recuerdos españoles, la composición de El barbero de Sevilla y sus muchos años en compañía de la mezzo madrileña Isabella Colbran, su primera mujer.
Antes de abandonar la ciudad, Salamanca quiso visitar el monumento a Rossini en su ciudad natal y se llevó la sorpresa de que no existía. ¡Pésaro no había levantado ni un modesto busto en honor de su hijo más universal! Esa oportunidad no se le podía escapar, de modo que pidió audiencia al alcalde y le ofreció costear una estatua de la calidad que merecía el compositor para colocarla en la plaza más noble de la villa. Ya en Roma contrató a uno de los mejores escultores, Marochetti, con el encargo de esculpir en bronce una estatua de gran tamaño del autor de Guillermo Tell sentado en un sillón. Como no era posible terminarla a tiempo para inaugurarla en el plazo de un mes que duraría su estancia en Italia, dejó todo organizado para que el evento se celebrara en Pésaro en el mes de agosto, él viajaría expresamente en esas fechas con el fin de homenajear al genio.
Regresó a Madrid con una sola idea en la cabeza, las obras del nuevo barrio. Su instinto no terminaba de enviar la señal que esperaba para empezar a edificar, de modo que decidió ignorar a su instinto, por una vez. Ya era tiempo de poner cimientos y construir.