II

Allanad con el pie las múltiples bocas de un hormiguero, pacientemente construido grano a grano sobre terreno arenoso y ingrato y pasad el día siguiente por el lugar: lo veréis de nuevo sutil y floreciente, como una plasmación del instinto gregal de su comunidad laboriosa y terca, así la habitación natural de la fauna española, la ancestral y siempre calumniada barraca de caña y latón, condenada a desaparecer, ahora que sois como quien dice europeos y el turismo os obliga a remozar la fachada, o por la vía expeditiva y un tanto brutal, preciso es reconocerlo, del moderno y pujante neocapitalismo de organización, barrida un día de la Barceloneta y Somorrostro, Pueblo Seco y La Verneda, resurge inmediatamente, lozana y próspera, en Casa Antúnez o en el puerto franco como expresión simbólica de vuestra primitiva y genuina estructura tribal.

Tú contemplabas aquel reino Taifa compuesto de casuchas y chozas, tan semejante al que filmaste tiempo atrás (reino destruido después por decreto con entrega solemne de viviendas confortables y limpias a sus toscos y recelosos habitantes) y la indignación que te poseyera antaño te resultaba tan extraña como el aspecto consabido de sus pobladores (pequeños y secos, oscuros y reconcentrados). Sentías asombro (eso sí) ante la obstinación y empecinamiento con que intentaban aferrarse a una vida cuyas premisas jamás ponían en duda, como si su finalidad (te decías) fuera nacer, crecer, multiplicarse y morir con la resignación muda de los animales, oh pueblo español (invocabas), comunidad ruda, grey silvestre, forjado en el frío y desamparo de la estepa (tuya y de tus paisanos).

Ricardo había estacionado el Seat frente a la parada terminal del tranvía y, al apearte, examinaste los chiquillos semidesnudos que corrían por la explanada y los viejos sentados junto a la primera fila de chozas. ¿Eran los mismos de antes o se trataba de gente nueva? La sempiterna miseria andaluza había encontrado allí un campo familiar donde explayarse: una mujer enlutada llevaba una cántara encima de la cabeza y hasta el perro sarnoso que se mosqueaba con el rabo parecía réplica cabal de algún otro, entrevisto mil veces en un poblado del sur. En la falda del cementerio las barracas proliferaban como apretada cosecha de hongos. Empezaste a contarlas (un poco como el que cuenta ovejas) pero el aburrimiento pudo más que tú. ¿Cien, doscientas? Desde tu puesto de observación (¿o era un efecto de la luz?) las últimas chozas se confundían con los primeros monumentos fúnebres, como si la frontera existente entre los dos mundos se hubiera abolido de golpe. Charnegos pobres y barceloneses ricos, muertos dormidos y muertos despiertos: la diferencia de unos a otros se reducía a una estricta cuestión de horizontalidad.

Sin decir palabra os encaminasteis hacia la escalera que conducía a la entrada del cementerio. A los lados varios tenderetes de flores naturales y artificiales exhibían ramos de rosas, claveles, siemprevivas, anémonas. Una señora vestida de negro regateaba el precio de una corona con uno de los vendedores y, sin saber por qué, te acordaste del viejito que, años atrás, al atardecer de un melancólico día de difuntos, había cogido furtivamente un ramillete depositado por otros sobre la losa de una tumba y, tras una breve y cautelosa ojeada circular, lo había colocado en el nicho propio, ante la fotografía remota de algún familiar querido. Ricardo miraba, distraído, las lápidas de jaspe y alabastro y comentó:

—Falta una hora para que lleguen.

—No importa —dijiste tú—. Daremos una vuelta.

Era el cementerio de los tuyos y, siendo mozo, habíais ido a visitarlo en compañía de los tíos, el día del entierro de tu madre y en los aniversarios de su muerte, secretamente fascinado por el subsuelo de aquel panteón en el que tenías reservado un lugar desde el instante mismo en que naciste, sabiendo ya a tus dieciséis años que de no cortar a tiempo las amarras, restituirías en él a la tierra los elementos dispersos de tu cuerpo en obscena simbiosis con los demás miembros de tu estirpe, desintegrándote allí, en la nada de su periplo absurdo, por los siglos de los siglos.

En el registro de entradas varios convoyes mortuorios aguardaban turno con amalgama promiscua de apatía, resignación e impaciencia. Las furgonetas permanecían estacionadas frente a los arriates de flores y un capellán iba de grupo en grupo estrechando manos y recogiéndose a orar frente a los ataúdes. Ningún ex alumno de Ayuso había llegado aún. Mientras vagabundeabais por los jardines los empleados municipales parlamentaron con una de las familias allí presentes y, finalizado el conciliábulo, el séquito de parientes y amigos se puso otra vez en marcha.

La comitiva enfilaba pausadamente la calzada principal y caminasteis tras ella en dirección al cementerio alto. Los nichos flanqueaban el lado izquierdo de la avenida con sus epitafios, inscripciones, fotografías, coronas. Conforme el terreno se elevaba podías distinguir las tumbas situadas al pie del monte escoltadas por el verde oscuro de los cipreses y, a lo lejos, el mar embravecido y azul, la grúa y el faro de la escollera, los barcos anclados en la boca del puerto a la espera del aviso del práctico que debía autorizar la descarga. El sol empalagoso de verano parecía demorarse a poniente, pero la violencia del viento presagiaba el aguacero. Sobre la fortaleza de Montjuïc esporádicas nubes, avanzadilla de un ejército amenazador y sombrío, ocupaban estratégicamente posiciones en un cielo huidizo, trasparente, incoloro. Voló una abubilla, rauda, rasando las tumbas, y fue a posarse ágilmente en el frontispicio de un panteón. El rumor de la urbe subía del llano como el jadeo cansado de un animal.

El cementerio había sido concebido en sus orígenes como una apacible y somnolienta ciudad de provincia con sus jardines y avenidas, glorietas y paseos, nichos de clase media y pobre y suntuosos panteones burgueses y aristócratas. Inaugurado en el período de desarrollo y expansión de Barcelona, cuando el recinto del cementerio viejo se había revelado a todas luces insuficiente, las diversas corrientes arquitectónicas y estilos decorativos de la época convivían en él en profusa y abigarrada agresividad: losas mortuorias con cruces, coronas, guirnaldas, Dolorosas y arcángeles; mausoleos de mármol inspirados en algún monumento fúnebre del medioevo; capillas neogóticas con vitrales de colores, ábside, nave y crucero escrupulosamente reproducidos en miniatura; templetes griegos calco del Partenón de Atenas; extravagantes construcciones egipcias con esfinges, colosos, carruajes y momias como hechos aposta para una representación de Aída se sucedían ante los ojos del visitante como síntesis y prolongación de la aventura crematística de sus dueños, apellidos insignes en el Gotha particular catalán, comerciantes, banqueros e industriales enriquecidos en Cuba y Filipinas, autonomistas y defensores del proteccionismo económico, recia casta burguesa (ennoblecida luego) pilar y fundamento de la bolsa, la industria textil y el tráfico ultramarino, tu casta (sí, la tuya) pese a tus esfuerzos por zafarte de ella, a menos que (¿o era otra rebeldía inútil?) afrontases con resolución el destino y acortaras voluntariamente el plazo.

El espíritu que había animado el ensanche y florecimiento de la ciudad se manifestaba allí, te decías, con una coherencia ajena e inmune a la muerte, como si los difuntos próceres del algodón, la seda o géneros de punto hubiesen querido perpetuar en la irrealidad de la nada las normas y los principios (pragmatismo, bon seny) que habían orientado su vida. Aquellos mausoleos pomposos respondían de modo cabal al gusto rústico e inculto de sus propietarios como el chalé o torre de veraneo edificados en Lloret o Sitges (obra tal vez del mismo arquitecto) hijos unos y otros de un anacrónico sistema de empresa paternalista y familiar, sordamente minado al cabo de los años no sólo por las luchas y reivindicaciones obreras (acalladas ahora a culatazos), sino también (lo cual era mucho más serio) por los imperativos y exigencias del moderno capitalismo de Estado. Los panteones parecían ignorarlo no obstante y, con enternecedora inocencia, lucían aún, muertos sus dueños, belvederes y cúpulas, miradores y balaustradas, dispuesto todo ello como si se tratara de verdaderas habitaciones, confort y lujo irrisorios que los viejos y friables huesos que albergaban no aprovecharían jamás.

Doce años atrás, en el bar subterráneo del patio de Letras situado frente a la entrada de la capilla, Álvaro había advertido la presencia de un muchacho de su edad, vestido con afectado descuido, que parecía moverse en un universo fantasmal, avanzando a tientas en medio de los grupos de estudiantes como sonámbulo en abrupta y pertinaz pesadilla. En la mesa en que preparaba la lección de Historia Ricardo y Artigas discutían con el entonces brillante y popular delegado de curso del SEU Enrique López. Antonio estaba sentado más al fondo con dos alumnos de Derecho, discípulos asimismo del profesor Ayuso. El muchacho pasó junto a ellos tambaleándose y buscó en vano un hueco entre las banquetas laterales. Su actitud era cada vez más insólita y las miradas convergían en él con creciente reprobación. En un momento dado tropezó con una silla, estuvo a punto de perder el equilibrio y, para no caer, se aferró al hombro de un jovenzuelo con gafas. Sus ojos claros escudriñaban alrededor de él mientras retrocedía, estoico, hacia la salida y se perdía en dirección a los lavabos hasta desaparecer del campo visual de Álvaro, en el lugar preciso en donde, años después, la hermana de Artigas prendió fuego a la mecha de un petardo y subió tranquilamente la escalera anticipándose unos segundos al estallido.

—¿Qué le pasa?

—¿No has visto?

—No me he fijado.

—Está como una cuba.

—¿Quién es?

—Un chalao. Sus padres tienen una pila de dinero.

—¿Qué estudia?

—No estudia. Se pasea por ahí en coche y escribe poemas.

—Nunca le había visto.

—Por acá se asoma poco. Si te interesa conocerle ve mejor a los bares y casas de putas.

Era a comienzos de noviembre y Álvaro había vegetado unas semanas en compañía de universitarios pusilánimes y aburridos, encuadrado en la masa compacta de estudiosos que, a la salida de las aulas, discutían los temas dictados por los profesores y se aplicaban a repasarlos juntos.

Enrique figuraba entre los alumnos más destacados, pero, a diferencia de los otros, su actividad no se limitaba al cultivo estricto de las materias y, con su voz bien timbrada de barítono, se complacía en disertar a menudo sobre deportes, historia, literatura.

—¿Conoces los discursos de José Antonio? —le había preguntado a Álvaro.

—No.

—Pues léelos. No tienen desperdicio.

—La política no me interesa.

—Aunque no te interese. La teoría del Estado moderno, de los sindicatos, de la superación de la lucha de clases… Es algo formidable… la única respuesta seria de Europa al desafío de Lenin.

Enrique hablaba con dilatada elocuencia de Ramiro Ledesma, Hedilla, Pradera, los sinarquistas. Alto, robusto, de armoniosos rasgos, al expresarse en público dejaba caer un mechón de pelo rubio sobre la frente y lo rechazaba con un enérgico movimiento de cabeza con la sabiduría instintiva del tribuno. Su dialéctica no desdeñaba el empleo de los puños y en los claustros se comentaba aún con admiración la refriega que le había opuesto a cuatro estudiantes donjuanistas contra los que embistió como un toro, derribando por turno a tres y arrojando al último al laguito artificial del patio. Sus condiscípulos del colegio de San Ignacio evocaban los tiempos en que, vestido con la camisa azul y tocado con la boina roja, entrenaba a las centurias juveniles de Falange, marcando el paso con precoz y apuesta marcialidad y saludando rígidamente a la hitleriana. Otros afirmaban haberlo visto en el año 43 al frente del grupo de los manifestantes que incendiaron la pantalla de un cine barcelonés en el que por primera vez se proyectaba en España una película de guerra de nacionalidad inglesa. A sus catorce años, la derrota militar de Alemania le sumió en un abismo de desesperación y, encerrado en su cuarto, lloró por espacio de varias horas escuchando la obertura de El crepúsculo de los dioses de Wagner. Desde entonces Enrique había consagrado sus esfuerzos a la restauración de la primitiva doctrina de José Antonio y, a su ingreso en la universidad, militaba en el pequeño pero activo núcleo de los falangistas descontentos.

—Si Ramiro Ledesma viviese…

—Vivo o muerto, las cosas seguirían igual —afirmaba Antonio.

—Mentira —Enrique intervenía perentoriamente—. Son los actuales dirigentes quienes han traicionado la Revolución.

Unos días más tarde Álvaro había vuelto a ver al muchacho en el bar. Estaba sentado en una mesa del rincón y parecía absorto en la lectura de un libro. Cuando Enrique llegó y elevó la voz, dejó el libro sobre el asiento de la banqueta y encendió un cigarrillo con dedos temblorosos.

—¿Habéis seguido la lección de Ayuso? —preguntó Antonio mientras el camarero servía las consumiciones—. Un verdadero tiro rasante.

—¿Contra qué?

—¿Contra qué va a ser? ¿No le has oído hablar de los Fueros? ¿De las épocas de libertad y de tiranía?… Pues no se ha mordido la lengua el hombre.

—Éste, al menos, tiene el valor de proclamar sus opiniones —dijo Enrique—. Los que me joden a mí son los tibios.

—Ayuso no ha sido nunca un tibio —dijo Antonio—. Después de la guerra estuvo dos años preso, ¿lo sabías?

—Cuando topo con un rojo me gusta que dé la cara —Enrique se expresaba con vehemencia—. Con Ayuso uno sabe ya a qué atenerse, mientras que otros…

—¿Qué otros?

—¿Para qué dar nombres? Nosotros les sacamos las castañas del fuego y ahora se las dan de liberales.

—Ésos son chaqueteros.

—La verdadera peste de un país es la democracia.

El muchacho escuchaba la conversación y sonreía con ironía. Cuando el camarero volvió con la bandeja reclamó una ginebra doble.

—Se va a emborrachar usté otra vez…

—Por lo que uno oye decir aquí, más vale estar borracho.

Enrique se incorporó y se encaró con él. Ricardo había intentado en vano retenerle.

—¿Quieres hacer el favor de repetir lo que has dicho?

—He dicho que para oír lo que usted dice mejor se emborracha uno o se pone algodones en las orejas —repuso el muchacho con naturalidad.

Enrique amagó un movimiento de ataque, pero se contuvo. Sus mejillas habían enrojecido de golpe.

—Si eres un hombre, sube conmigo al patio.

—No soy un hombre.

—¿Qué eres, entonces? ¿Una mujer?

—No soy nada y usted tampoco. Pero usted se imagina que es alguien.

Antonio y Ricardo habían intervenido y sujetaban a Enrique.

—No le hagas caso. Está bebido.

—Oh, déjenle que me pegue… ¿No ven que después se sentirá más macho?

—Tú cállate o…

—Lo único que no le perdono es el tuteo.

La llegada de un grupo de profesores al bar liquidó el incidente. Poco a poco los alumnos subieron al patio y Enrique les imitó, seguido por sus demás compañeros. Álvaro había decidido hacer novillos y, cuando se levantó para pagar, el muchacho abandonó la lectura del libro y sus miradas se cruzaron durante unos instantes.

—Vaya imbécil tu amigo.

—No es mi amigo.

—Mejor para ti. Siempre que vengo acá lo encuentro predicando, como si se paseara por el mundo con un estrado portátil… ¿No sabe quedarse callado un momento?

—En realidad no es mal tipo —dijo Álvaro.

—La gente como él me pone enfermo… Preparándose, todo el santo día preparándose… ¿Para qué?, me digo… Luego acaban tenderos y se dedican a estafar al público.

—¿Y tú? ¿Qué estudias?

—Nada. En este país nada vale la pena… Como mi padre quería que me matriculara en la universidad, me matriculé… Pero no estudio.

—¿En qué te matriculaste?

—No lo sé. —El muchacho se llevó una mano al bolsillo y hurgó en el interior de su cartera—: Debe de estar escrito en el recibo, yo ya no me acuerdo… Lo decidí a cara y cruz delante de la ventanilla.

—¿Y que salió?

—Mira. Aquí está. Derecho —sonrió—. Picapleitos como dicen… Yo, francamente, prefiero pegar sellos en un estanco… ¿Qué bebes?

—No tengo sed, gracias.

—El lugar no invita, desde luego —admitió—. Tengo el coche estacionado ahí delante… ¿Quieres que demos una vuelta?

La carretera se alteaba en zigzag por la ladera de la montaña y en un recodo del camino os detuvisteis a observar el paisaje. Los tanques de petróleo de la Campsa relucían al sol y nubes enmarañadas y densas bogaban hacia el horizonte marino. Los cargueros aguardaban inmóviles al otro lado del espigón. Más allá de los tinglados y depósitos del puerto franco el mar embestía a dentelladas con monótona regularidad. De las chabolas de Casa Antúnez subían voces hirientes y levantiscas. A un extremo del terraplén dos cipreses erguidos como centinelas velaban, solitarios y graves, la lenta descomposición de los cuerpos.

Continuasteis carretera arriba. Las hornacinas sustituían poco a poco a los mausoleos, como los alvéolos de una gigantesca colmena. Era la zona más reciente del cementerio y el concepto utilitario de la moderna civilización urbana cristalizaba acá en una fórmula arquitectónica común y más simple emparentada en cierto modo con el esquema de Le Corbusier. En la cima del monte la vegetación desaparecía —los cipreses, los sauces, las palmeras, los pinos— y únicamente los arriates trazados en encrucijadas y plazas —césped, romero, chumberas, agaves— ponían una nota escueta de color. Los nichos se alineaban en bloques como manzanas de casas fabricadas en serie para burócratas y oficinistas, igualmente deshumanizados y asépticos con sus tablas de mármol que reverberaban como ventanas, sus tumbas abiertas tal edificios huecos en construcción, sus aceras y calles desnudas y uniformes, sus señales de tráfico distribuidas en las esquinas: viviendas protegidas madrileñas o HLM parisienses, ¿por qué no supermercados, cines, farmacias, cafeterías, anuncios luminosos? Una desolada impresión de vacío se adueñaba del visitante ante aquella (¿involuntaria?) parodia del mundo industrial. Cemento y piedra. Ni una flor ni un pájaro. Vosotros, los muertos-vivos, y nada más.

El automóvil era un MG descapotable, de modelo algo anticuado. Sergio te había ayudado a abrir la portezuela y, al acomodarte tú, retiró unos sostenes arrugados que había sobre el asiento.

—Ayer noche di una vuelta por la Diagonal con una puta y, al vestirse, los olvidó en el coche. Me di cuenta esta mañana, cuando venía hacia aquí. Tenía unas tetas magníficas… ¡Oh!, la pobre subió las escaleras a gatas.

—¿Por qué? —dijiste tú.

—Porque no se aguantaba de pie. Ni yo tampoco, dicho sea entre paréntesis… No recuerdo en absoluto cómo pude volver a casa. Ana me despertó y me dio un baño.

—¿Conducías bebido?

—Casi todas las noches conduzco bebido. Para mí es una costumbre. Al principio Ana se preocupaba, pero ahora me deja en paz.

—¿Nunca has tenido un accidente?

—Nunca. El alcohol me estimula, al contrario. Los reflejos son mejores… Lo único que me embota de verdad es el agua.

—Y tu padre, ¿qué dice?

—Papá es un asno. Para él la vida se reduce a una cuestión de aritmética. Una casa no es una casa sino un presupuesto; un campo no es un campo sino cierto número de hectáreas; cuando ve el mar sueña en convertirlo en petróleo… Se imagina que es muy listo porque gana dinero y sus empleados se descubren al verle… Por fortuna, Ana es muy distinta.

—¿Qué hace tu padre?

—Exporta e importa naranjas y cosas así… Algo apasionante, figúrate… Cacao de las islas Galápagos y harina de trigo para fabricar hostias… El muy imbécil cree que más tarde voy a continuar con el negocio. Que duerma, si quiere… El día menos pensado le voy a despertar del susto.

—¿Y tu madre?

—Ana es estupenda. Reprimida e insegura, pero estupenda. Lo que no entiendo es cómo puede soportar a un cretino como él…

Sergio conducía deprisa, sorteando la caótica circulación de las Rondas y, de improviso, torció por la calle de la Cera, en dirección a Hospital.

—¿Te gusta el Barrio Chino? —preguntó.

—No he estado nunca.

—Yo voy todos los días. La única gente interesante de Barcelona se encuentra acá… Putas, carteristas, maricones… Los demás no son personas, son moluscos.

A través de la ventanilla del MG habías contemplado por primera vez la ciudad sucia y desharrapada, con las fachadas de las casas raídas y los andrajos de sus habitaciones aireándose en los balcones. El desahogo ruin de la década de los cincuenta no se manifestaba aún en las zonas bajas y, sustraído de pronto al ozono leve y estimulante de los barrios residenciales, tenías la impresión de zambullirte en un mundo distinto, profundo y más denso, sintiendo que el oxígeno se enrarecía en tus pulmones, timorato e incierto como animal doméstico arrebatado bruscamente a su elemento natural cotidiano. Tabernas sombrías como guaridas de ladrones, cafetines oscuros y malolientes, sórdidas tascas con tapas y bebidas de procedencia dudosa se sucedían a lo largo de las calles míseras y, en las esquinas, mujeres de origen y profesión inclasificables vendían barras de pan de estraperlo, cigarrillos americanos, encendedores, embutidos que, al menor signo de alarma, ocultaban en sus faldas, escotes, ligas, en abierto y perpendicular desafío a las reglas del pudor y la higiene. En tiendas y colmados una mugre secular parecía acumularse sobre los extraños productos del subdesarrollo ibero: las calderas de aceitunas, los garbanzos y alubias cocidos, los inmensos quesos manchegos grasientos, amazacotados, redondos. Proliferando en tan espléndido caldo de cultivo, la españolísima Corte de Milagros —única Corte perdurable y auténtica de vuestra accidentada y sorprendente historia— exhibía sus vicios y defectos en medio de la indiferencia general de la tribu: brazos torcidos, muñones, llagas, ojos velados como espejos ciegos poniéndote en contacto, a tus diecinueve años de existencia vacua, con la estructura real de una sociedad a la que sin saberlo pertenecías, excrecencia paralela e inversa, aquélla, a la de vuestra parasitaria casta —voraz, tentacular, madrepórica.

Os detuvisteis en la calle San Rafael. Sergio te había mostrado un escaparate con un rico surtido de preservativos y te ofreció una cajetilla en la que aparecía dibujada la Gioconda. Tu inexperiencia y candidez avivaba su prurito natural de entendido y, mientras caminabais hacia los burdeles de Robadors, te puso al corriente de sus experiencias.

—Las mejores putas son las más baratas. El otro día fui con una de seis pesetas. Desdentada, sarnosa, un verdadero modelo de Solana.

—¿Te acostaste con ella?

—Le pedí que se desnudara y se lavara en el bidé. Algo extraordinario, te lo juro. Quise hacerle un dibujo pero se cabreó. Me dijo: «Eh, tú, pardal. Et penses que això és l’Academia de Bellas Artes?».

—¿Qué hiciste, entonces?

—Le di cinco duros y me largué.

—¿Sin tocarla?

—Sin tocarla.

—¿No se enfadó?

—¿Enfadarse?… Para ella era un alivio. Imagina, cien veces al día. Por mucho temperamento no hay quien lo aguante.

(Cuando días atrás pusiste los pies en Barcelona al cabo de seis años de ausencia rehiciste minuciosamente el itinerario de Sergio, intentando revivir las emociones que te inspirara entonces. El decorado había mudado apenas: los prostíbulos estaban cerrados pero en los bares que los sustituían las mujeres proseguían activamente su comercio: los tugurios y tascas eran los mismos de antes y los sempiternos limpiabotas y los mendigos. Pero habías cambiado tú y a tu excitación juvenil sucedía una melancólica actitud de despego. El barrio proseguía su existencia lóbrega, ajeno a ti y al ansia de vivir de tus años mozos. Desmayadamente evocabas la fiesta de la Octava del Corpus —el año 56, meses después de la muerte de Sergio— cuando fotografiaste la procesión en la calle Guardia: gladiadores romanos con alpargatas de payés, una santa Eulalia púber que masticaba chicle, el bostezo circular de un cura, un coro atroz de draculines vestidos de acólito; detrás de esto, bajo el rótulo legendario que anunciaba las «Habitaciones Madame», las niñas que habían hecho la primera comunión desfilaban disfrazadas de angelito con alas y túnicas de color blanco y parecían encaminarse al meublé con la mística compunción de los adolescentes de Sade a una orgía sacrílega, demencial, fabulosa. Un olvido más denso que el de otras épocas de tu pasado cubría justicieramente aquel período de tu vida. Única prueba visible, las fotos, solamente, escapaban a él; pero ¿cómo reconstruir con tales elementos los meses, para ti decisivos, de vuestra abolida amistad?)

Después de un recorrido por el barrio, Sergio te llevó a uno de sus bares y os sentasteis en compañía de dos mujeres. Tu amigo se movía en aquel ambiente como si siempre hubiera medrado en él y tú admirabas celoso su impertinencia, su juventud, su osadía. Las prostitutas le trataban como a uno de la familia y, en un momento dado, recordabas, se apartó a pegar la hebra con un hombre y le compró un sobre pequeño que guardó inmediatamente en el bolsillo.

—¿Te gusta la grifa?

—¿Qué es?

—Una hierba.

—¿Es una droga?

—Sí.

—No he probado nunca.

—Si vienes a mi estudio fumaremos.

Aquel día no fuiste a su estudio ni fumaste la grifa (en realidad, según descubriste después, Sergio no fumaba tampoco: se limitaba a aspirar el humo y exhalarlo en seguida, sin llevarlo jamás a los pulmones). Algo había ocurrido, para ti importantísimo, aunque entonces quisiste ocultarlo. Una de las mujeres te había propuesto ir con ella y accediste ante el temor de que te reconocieran virgen, ignorando también (lo que había reforzado tu arrojo) que se pudiera hacer el amor a la una de la tarde (hasta la fecha lo creías un privilegio exclusivo de la oscuridad, sólo posible al tañido armonioso de la flauta y sobre los divanes orientales de las subyugadoras cortesanas de Pierre Louys). La habitación era pequeña, mal ventilada. El lecho sucio. El armario deprimente. Te desnudaste, temblando, sin atreverte a mirar su cuerpo avergonzado como estabas del tuyo propio, maravillado, al fin, al comprobar que el roce experto de sus dedos hacía de ti un hombre que, aunque con torpeza, se tendía sobre ella y, más torpemente aún, la penetraba (siempre guiado por su mano), encendidas las mejillas, rojos los pómulos, fundidos los dos hasta el placer crispado que te había devuelto a la vida tras aquellos segundos inacabables de olvido, de muerte. Recién incorporado de la cama te habías examinado en el espejo y tu reacción fue, simplemente, de asombro.

El hondo amor que desde niño presentías, ¿era éste?

Un convoy mortuorio había desembocado inopinadamente por la avenida y se detuvo junto a un bloque de nichos, a un centenar de metros de donde estabais vosotros. En la comitiva había varios sacerdotes y, mientras los empleados de Pompas Fúnebres descargaban el féretro, observaste sus sortilegios con frondosa incredulidad. La farsa ritual —inventada por otros y mecánicamente repetida por ellos— perseguía a tus paisanos hasta su reducto último. Vicarios de un dios afásico y nulo vivían —prosperaban— a expensas del miedo y desamparo como voraces, suntuosos buitres. La rebeldía de tus años mozos había resucitado intacta y, meditando en el destino póstumo del profesor Ayuso, tenías ganas de vomitar.

—¿Estás cansado? —dijo Ricardo.

—Es la falta de costumbre.

Regresasteis atajando por las escaleras. La panorámica era otra vez magnífica (el mar agitado y metálico, los tinglados y depósitos de la CAMPSA, la playa libre) y durante el descenso (tu corazón latía con fuerza y debías caminar despacio) te entretuviste en atisbar los epitafios de las lápidas: «LO QUE TÚ ERES, YO HE SIDO, LO QUE SOY, SERÁS». «EL SEÑOR MI DIOS ACOGERÁ A SU SIERVO EN EL PARAÍSO.» «NO ES MUERTO, SINO QUE DUERME.» «DIOS MISERICORDIOSO, APIÁDATE DE ESTE POBRE PECADOR.» Invocaciones, plegarias, consejos, sentencias, vanos señuelos de inmortalidad.

Extrañísima religión la de los tuyos, pensabas, y extrañísimo dios —a quien el fiasco de su propia creación defrauda de tal modo que se cree obligado a bajar al mundo a fin de completarla y corregirla, con el resultado sabido por todos: ¿el fracaso no era otra vez manifiesto? ¿Qué lección moral deducir de esta rocambolesca fábula?

Hornacinas con tiestos, coronas, laureles. La fotografía borrosa de un caballero ceremoniosamente vestido de chaqué. Una alegoría de la muerte, tallada en alabastro, al pie de una columna rematada con una virgen. Una tumba decorada como un sarcófago egipcio. Un ángel iracundo y solemne, erguido como la estatua de la Libertad de Nueva York.

Violento, abrumador, el cielo concertaba su oquedad opaca junto al ámbito estéril de las losas diseminadas por la hierba. Un sauce desmayaba tembloroso y la amenaza sombría de las nubes parecía cernirse sobre él. Volaron unas hojas anticipándose de modo agorero al otoño. Desde los substratos profundos del monte, a través de la tierra porosa, la muerte filtraba (imponía) su evidencia huera, su apoteosis ruin, su victoria mezquina e inerte.

«NO TRIUNFA EL OLVIDO AUNQUE NOS ARREBATE A LOS SERES ADORADOS. LOS LAZOS DEL VERDADERO CARIÑO NO SE ROMPERÁN NUNCA.»

Ricardo te miraba sorprendido y, devuelto de súbito a la deprimente realidad de aquel agobiador verano español de 1963, te recobraste en el cementerio barcelonés del Suroeste hablando en voz alta, a solas, en medio de la desolación de las cruces.

En el duermevela inquieto de la víspera, después de la llegada de Antonio al Mas, Álvaro había intentado rescatar del olvido el rostro familiar y remoto del profesor. Discontinua, huidiza, la memoria se limitaba a proponerle una serie inconexa de gestos y ademanes interceptados aisladamente por ella durante la exposición bisemanal de sus cursos. Ayuso caminaba encorvado, subía a la tarima sin apresurarse, hería la mesa con los nudillos para indicarles que se podían sentar. Su mirada, por lo común, era amable y tímida; excepcionalmente, severa y distante. El profesor se expresaba con voz pausada subrayando lo que estimaba importante con una entonación particular y más densa al tiempo que, nerviosamente, tabaleaba sobre los brazos del sillón o deslizaba la montura de sus gafas por el perfilado caballete de la nariz. Encarados con él, cuatrocientos estudiantes escuchaban y escribían inclinados sobre los mugrientos pupitres del aula.

De la única vez que lo había visto en privado (su admiración por él no nacería sino mucho más tarde, establecido ya en París, a raíz de los primeros disturbios universitarios del 56 y la actitud valerosa y resuelta adoptada entonces por el profesor en defensa de sus alumnos), Álvaro conservaba asimismo un recuerdo borroso. Ayuso vivía modestamente (de eso estaba seguro) y una pintoresca ama de llaves (tiránica, sin duda) les había servido a Antonio, Ricardo y él una taza de café endulzado con sacarina. En el piso había viejos muebles, cortinas oscuras, una biblioteca que se prolongaba a lo largo de un corredor estrecho, y una esmerada reproducción de Caravaggio. Su escritorio estaba cubierto de carpetas y libros y en un ángulo de la mesa había una fotografía antigua de Américo Castro con una afectuosa dedicatoria. Su visita duró varias horas pero, a pesar de sus esfuerzos, Álvaro no había logrado desempolvar de la memoria el objeto preciso de la conversación. Ayuso fumaba un cigarrillo tras otro sentado frente a ellos y un gato de color negro se tendió voluptuosamente sobre sus piernas y permanecía inmóvil en su regazo, orgulloso y esbelto como un personaje heráldico. (Habían transcurrido trece años desde la fecha y su reconstitución minuciosa se detenía ahí.)

Aquel otoño (1950) Álvaro se había inscrito en el seminario de economía política y asistía regularmente a las clases de Ayuso sobre la historia de las instituciones jurídicas medievales. Antonio, Enrique y Ricardo figuraban también entre los alumnos y a menudo estallaban discusiones respecto a los cursos e ideas del profesor. Álvaro las escuchaba sin enterarse, persuadido de que la política era cosa de imbéciles, enteramente absorto en su descubrimiento del Barrio Chino y la lectura de libros que le prestara Sergio. Liberado del ojo fiscal de la tía Mercedes saboreaba el ocio de la vida universitaria con la conciencia exaltante de su independencia frente al medio social en que vegetara hasta entonces —inerte, cohibido, pusilánime.

—Al terminar la carrera, ¿qué piensas hacer? —le preguntaba Antonio.

—¿Y tú?

—Yo, oposiciones.

—¿A qué?

—A diplomático.

La idea le había seducido pero Sergio se encargó en seguida de rebatirla, afirmando que la misión de aquél consistía ante todo en sonreír, besar la mano de las señoras y saber pelar bien una naranja.

—Un cretino congénito. Congénito y políglota. Para eso mejor anunciar una marca de dentífrico en los diarios.

Sergio se había presentado de improviso a la salida del seminario de economía y se agregó al grupo de condiscípulos que discutían las teorías de los fisiócratas en el bar.

—Me joden tus amigos —dijo a Álvaro—. Siempre serios, como si vinieran de dar la cabezada en un entierro, hablando de Adam Smith y de clases sociales… Cada vez que bebo un vermú delante de ellos me miran como si dijeran: estás emborrachándote mientras los obreros trabajan doce horas diarias por treinta y seis pesetas y en Andalucía hay un diecisiete por cien de niños tuberculosos, ¿no te da vergüenza?… Pues no, no me da vergüenza. ¿Por quién se toman ellos? ¿Por redentores de la humanidad? —hablaba con expresión fatigada y se encogió de hombros—: Por otro lado, los obreros, ¿qué son? Des bourgeois qui n’ont pas réussi. Obrero o burgués, el que trabaja es un mierda.

Habían salido del recinto de la universidad y se encaminaban hacia el MG con lentitud. Los demás alumnos se habían dispersado ya.

—Sé lo que estás pensando: que si no fuese rico no hablaría así. Tal vez sea verdad. El dinero facilita las cosas y yo no tengo la culpa si mi padre no se retiró a tiempo y si a Ana no se le ocurrió la idea de lavarse… Pero óyeme bien; aun si hubiera nacido pobre creo que tampoco trabajaría. Si uno tiene esta desgracia, ¿por qué, por añadidura, hacer el primo?

En el asiento delantero había una muchacha algo más joven que ellos, hermosa, delgada, morena, de ojos rasgados y azules.

—Se llama Elena —dijo simplemente Sergio.

Álvaro le había tendido la mano pero ella se contentó con juntar las suyas y saludó como un boxeador victorioso al final del combate:

—Encantada.

El MG arrancó a todo correr. Desde el asiento trasero Álvaro contemplaba la nuca grácil de la muchacha, afeitada como la de un chico.

—¿Adonde vamos? —preguntó Elena.

—En casa tengo una botella de coñac —dijo Álvaro.

—Quiero ver gente respetable —dijo Elena—. Señoras de Acción Católica y todo eso… ¿Dónde se las encuentra?

—En los sitios finos.

—Vayamos a algún sitio fino.

—¿Y si buscáramos a Pepe?

—Como tú quieras.

—¿Quién es Pepe? —preguntó Álvaro.

—Un limpia. Perdió el pelo de un sifilazo y se parece a Frankenstein.

—Además canta boleros —dijo Elena.

Bajaban por las Rondas y, al llegar al Paralelo, torcieron por Conde del Asalto. Sergio estacionó en la esquina de San Ramón e hizo sonar la bocina. Al punto un cráneo pelado emergió por la puerta del bar.

—Rápido. Vente con nosotros.

—Tengo la guitarra dentro.

—Igual da. Sin guitarra.

Álvaro se apartó para hacer lugar. El limpiabotas tenía la mirada estrábica y al sonreír mostraba unas encías descarnadas y mondas.

—Vamos a llevarte al Salón Rosa —dijo Sergio.

—Voy sin vestir.

—Es igual. Tú entras con nosotros y nadie te dice nada.

Había sido una tarde borrascosa. En el Salón Rosa, las señoras (sombreros con flores artificiales, caras pintadas, perigallos que se hinchaban de pronto al engullir ávidamente los pasteles) habían observado con inquietud la irrupción del cuarteto (el limpia iba tocado con una gorra de visera de color amarillo rabioso) y, apenas servidas las consumiciones, Sergio cortó un mechón de pelo a Elena con unas tijeras de bolsillo, partió en dos el pan de Viena que le había traído el camarero, lo espolvoreó con sal y, en medio de la hostilidad muda del público (loros ceremoniosos, lechuzas absortas, urracas ennoblecidas por algún título pontificio: una verdadera pajarera) metió el mechón dentro y empezó a comer el sángüich asegurando (a quien quisiera oírle) que no había probado nada mejor en su vida. Luego Pepe quiso cantar el bolero titulado Tu cintura es flexible como un flan de aguacate, pero el jefe de personal se lo impidió.

—Son ustedes antisemitas —acusó Elena con voz áspera.

Salieron ultrajados y dignos y caminaron un rato por el centro escoltados por la aterradora voz del limpia (que interpretaba por fin Tu cintura es flexible como un flan de aguacate sin acompañamiento de música). Sergio se encaramaba a las farolas de gas para encender los cigarrillos de Elena y, cuando dieron con el automóvil, propuso vaciar entre los cuatro una botella de pernod.

—Luego volvemos al Salón Rosa y vomitamos.

—Olvídalos —dijo Elena—. ¿Por qué no vamos a un bar de chavas?

—¿A Sans?, ¿o Casa Valero?

—Adonde tú prefieras.

Arrancaron otra vez (después de visitar brevemente varios bares) y, al apearse junto al estadio de Montjuïc, Álvaro descubrió que estaba borracho. El aire era denso y algodonoso. La cabeza le daba vueltas.

—¿Qué te pasa?

—Me siento mal.

—Cambia de bebida. Si mezclas es mucho mejor.

Habían entrado en un chiringuito sórdido y Sergio encargó rones dobles. Las mesas estaban ocupadas por andaluces. Álvaro había bebido dos copas sin respirar y, a través de un espeso velo de niebla, asistió a la discusión de Sergio con un individuo con pinta de gitano. El limpia se había interpuesto y porfiaba en separarlos.

—Me jode su risa —decía Sergio.

—Déjeles, ¿no ve que son felices?

—No tienen ninguna razón de ser felices.

—Uzté noj provoca.

—Hay que provocar. La vida entera es una provocación… Hace sesenta siglos los poetas asirios…

A partir de allí el recuerdo era horriblemente confuso. Álvaro tenía la impresión de haber sido expulsado del chiringuito con violencia y, cuando despertó, estaba en un bar del Borne, rodeado de extraños. En la mesa vecina Elena y Sergio dormían a sueño suelto. El limpia se había eclipsado misteriosamente.

—Quina castanya, jove… ¿Voleu una mica de café?

Había una luz en la calle. El cielo era de color cárdeno y Álvaro apuntó hacia él con el dedo.

—¿Qué es eso? ¿La aurora boreal?

—Amanece —repuso lacónicamente el hombre.

Las preguntas acudían a su cerebro, nuevas entonces, luego consabidas: ¿cómo?, ¿dónde?, ¿cuándo?; y el asco y la depresión y la náusea, viejos como el mundo (pudo haber sido aquella noche y tú no existirías: en el kilómetro 25 de la carretera de Valencia el MG había adelantado sin visibilidad al DKW matrícula B-64841 en la curva conocida como mirador del Coix en el preciso momento en que el Ford matrícula B-83525 venía velozmente en dirección opuesta, obligándolo a acelerar para evitar el choque y proyectándolo primero hacia la derecha y luego hacia la izquierda, en el tramo descendente de la misma situación en las inmediaciones de Garraf. Perdido el control, el MG había roto la tela metálica entre las balizas y se precipitó de modo vertiginoso por el cantil de 47 metros de altura, dando dos vueltas de campana antes de estrellarse contra los farallones y hundirse definitivamente en el mar).

El sol se había ocultado bruscamente y, desde la meseta de la escalera, oteaste la rápida carrera de un fueraborda, rasgando, sesgando, con un acompañamiento de fatua espuma, la superficie encrespada del mar. Centenares de gaviotas grises bullían en la desembocadura de las cloacas. Las nubes se condensaban sobre vosotros amazacotadas y turbias. El viento agitaba el capirote de los cipreses y trasmitía un temblor alado a las hojas diminutas de los sauces. Todo anunciaba la inminencia de la tormenta.

—¿Qué hora es?

—Las cinco.

—Deben de estar por llegar.

Mientras atravesabais el barrio residencial y aristocrático —los mausoleos gaudianos o modern style: amalgama híbrida de monumento fúnebre y torre de veraneo— buscaste con la mirada el panteón de los Mendiola —copia cabal y relamida, evocabas, del pretencioso Duomo de Milán—. Por espacio de unos minutos recorriste inútilmente los silenciosos paseos hostigado por el recuerdo borroso de tus lejanas visitas: la tía Mercedes severamente vestida de luto y el tío César con su sombrero y sus gafas y, entre los dos tú, indiferente y ajeno a la ceremonia que cumplías, consciente de la gratitud del gesto unilateral y sin recurso, convertido por ancestral costumbre en rito estrictamente social y mundano.

¿Qué obstáculo se había interpuesto entre tu madre y tú? Aunque formulada a menudo la pregunta te pillaba desprevenido y no sabías qué responder. Como dos líneas paralelas su existencia y la tuya no habían llegado a cruzarse y, en ocasiones, sentías pesar retrospectivo por la aventura no vivida, por el encuentro nunca realizado. Su pudor y tu reserva os habían mantenido distantes y, al filo de tus quince años, río pudiste (o no supiste) inventar la amistad. Ahora (alejado tú de ella en el tiempo y en el recuerdo) era demasiado tarde. Salvo en momentos excepcionales (y cada vez más raros) su imagen (ojos azules y claros, frente amplia, nariz recta inmovilizados en alguna fotografía) había desertado de tu memoria para siempre.

Desde el balcón de la calle de la Piedad, tumbado en el diván de lectura de Sergio, abarcabas una perspectiva sobria y abigarrada cuyo recuerdo (aun después de tus numerosos viajes) se mantiene siempre vivo en tu memoria: el ábside de la catedral con sus macizas y elegantes torres; las enigmáticas gárgolas talladas en forma de grifos o hipocampos; las terrazas planas oscurecidas por la pátina del tiempo; las empalizadas de contrafuertes y ventanas; la línea armoniosa y austera de la nave central; la embocadura de la calle de los Condes. Sobre el diván, en ejemplar desorden, los libros de cabecera de tu amigo: Blake, Quincey, Lautréamont, Gérard de Nerval. Al atardecer la luz verdosa de la tulipa impregnaba la habitación de una fosforescencia ambigua. Viejos muebles de época, grabados, esculturas cobraban una dimensión nueva (un fervor súbito) como al contacto de su elemento natural y nativo. Las alfombras acolchaban el ruido de las pisadas y, en el silencio de unas calles sin tráfico, las conversaciones adquirían un tono cómplice, las frases una estructura sutil, las preguntas un vuelo equívoco, denso y acariciante. Ana solía recostarse a contraluz y, a pesar de ello, en los escuetos crepúsculos invernales, sus ojos intensos brillaban también, lenitivos y autónomos.

El primer día que te llevó a su casa Sergio os había presentado uno a otro con desenvoltura y Ana retuvo unos instantes tu mano entre las suyas como si quisiera transmitirte por osmosis algún mensaje privado, particular, único: «Oh, por piedad, no me llames señora ni me trates de usted… Aunque pudiera ser tu madre tengo mi coquetería. Me gusta que la gente me aprecie por lo que soy, no como madre o esposa de alguien. Siempre se lo digo a mi marido: estamos casados, pero tú eres una persona y yo otra distinta… Llámame Ana y tutéame… Si no, no seremos amigos jamás».

Unos días antes (hacía sol, los niños daban de comer a las palomas, la guardia urbana paseaba con su vistoso uniforme y la ciudad entera ofrecía a los incautos un radiante espejo de felicidad) habías estacionado tu automóvil en la luminosa avenida de la Catedral como uno de los millones de turistas que desde hacía unas semanas se abatían sobre el aletargado y perezoso país y habías examinado, atónito, el movimiento oscilatorio y ágil de los sardanistas que bailaban frente al pórtico, subyugados, diríase, por el ritmo sabio, agudo y vibrante de la tenora que interpretaba nada menos que La Santa Espina (la misma Santa Espina indisolublemente ligada en tu recuerdo a la odisea de la defensa popular republicana filmada por Ivens y relatada por Hemingway) antes de decidirte a contornear los muros de la Casa del Arcediano y la capilla de Santa Lucía, subir por la calle del Obispo junto a las puertas de Santa Eulalia y la Piedad, llegar al fin al ábside y detenerte en la entrada de la calle de los Condes fotografiada (en este sediento verano del 63) por un siniestro grupo de alemanes despechugados e hirsutos. Volviste la cabeza atrás y elevaste la mirada hacia la andana de balcones del cuarto piso. En la que fuera habitación de Sergio las persianas corridas desteñían sobre el lienzo de la fachada, marchitas y legañosas. Las flores habían desaparecido. La casa parecía definitivamente cerrada y continuaste tu recorrido sentimental por el barrio sin resolverte a preguntar en la portería. (¿Qué habría sido de Ana?)

—Sergio me ha hablado tanto de ti que en realidad es como si ya nos conociéramos.

Estabais sentados los tres, recordabas, en los divanes moriscos del estudio. Atardecía y el sol coloreaba aún las torres robustas de los campanarios.

—¿Qué tal lo pasaste en Robadors?

La pregunta te pilló de sorpresa, y enrojeciste.

—Le conté a Ana que fuimos de putas —dijo Sergio.

—Mi hijo y yo no tenemos secretos uno para el otro —explicó Ana con voz dulce—. ¿Te divertiste con tu pareja?

—Casi no me acuerdo.

—Un joven bien parecido como tú debe de coleccionar sus aventuras por docenas, me figuro.

—Álvaro no —dijo Sergio—. Aunque no lo parezca, es muy tímido…

Por primera vez en tu vida tenías la impresión de avanzar a cuerpo descubierto. Ana reía frente a ti enseñando sus dientes blancos.

—¿Te sorprende que te hable así? —dijo—. ¿Cómo te imaginabas que era? ¿Una típica madre española?

—No sé —balbuceaste.

—Toda la vida he sido igual. Muchas veces he querido cambiar de modo de ser, imitar a los demás, y no he podido. Mi marido lo dice siempre: «Si fueses de otra manera creo que no te querría».

—Papá es un imbécil.

—Ya sabes que no me gusta que hables así de tu padre —protestaba Ana—. Mi marido es completamente distinto de mí y no comprende ciertas cosas, pero es un hombre bueno y leal. En realidad —añadió con voz persuasiva— vale muchísimo más que yo.

—El mundo está lleno de mansos leales y buenos —le cortaba Sergio.

(La conversación se repetía muchas tardes; la defensa por Ana de su marido y los ataques del hijo cada vez más ásperos… Ana elevaba la voz, fingía indignarse y acababa confesando con resignación: «Es terrible. Desde que era niño he intentado anularme para que quiera a su padre y no advierta la diferencia que hay entre los dos. Pero es como yo. La hipocresía le repugna».)

Gracias a ellos habías aprendido a amar tu ciudad (cosa sorprendente en un carácter difícil como el tuyo este amor mantenido a lo largo de los años a unos lugares y calles descubiertos sólo al filo de tu juventud, de una ciudad en la que naciste como quien dice por casualidad y cuya hermosa lengua te resultaría siempre, pese a tus esfuerzos, profundamente extraña). Hasta entonces tu conocimiento de aquélla se reducía a unos barrios desahogados y tristes, monótonos y ampulosos edificados después de la demolición de las murallas y el prodigioso florecimiento industrial por una estirpe burguesa recia y emprendedora cuyo aterrador gusto artístico era únicamente comparable en intensidad, te decías, a su desmedido e insaciable afán de riqueza: mediocres chalés de San Gervasio, pisos asfixiados de Gracia, piedad sórdida y pueblerina de Sarria, lujo irrisorio de Bonanova y Pedralbes, núcleos independientes en su tiempo devorados un siglo antes por el delirio agrimensor, geométrico de Cerda (las compactas manzanas de viviendas que cuadriculaban el plano, las calles perfectamente paralelas como un bien pautado pentagrama). La Barcelona que te mostraran ellos comenzaba más abajo de la catedral y la luz que bañaba sus casas no la habías encontrado en sitio alguno durante tus viajes: era la de la calle Monteada, con sus palacios de mercaderes ricos y ennoblecidos, los alrededores de la iglesia de Santa María del Mar, la calle Calders con su admirable capilla románica, el paseo del Borne. Ana os guiaba con sabiduría instintiva por un dédalo de callejuelas en las que la colada escurría entre los balcones, los gatos husmeaban los cubos de basura y se adivinaba el color del sol en lo alto de los tejados. Tonelerías, boticas decimonónicas, tiendas de herbolarios, artículos de corcho resistían impávidos al paso del tiempo aguardando quizá, te decías, el desquite futuro que por obra y gracia del turismo y la elevación de la cultura media debería transformar un día u otro su anacronismo en excitante y provechosa novedad.

Otras veces Ana os dejaba ir a solas al Barrio Chino y, abstraída, acechaba vuestro regreso en el saloncito, encendiendo un cigarrillo con la colilla de otro. Antes de separaros había dado dinero a Sergio para que fueseis al burdel y, a la vuelta, escudriñaba ansiosa en vuestras caras los vestigios recientes de la aventura.

—Contadme —decía—. ¿Qué tal ha ido hoy?

Sergio refería las incidencias eróticas de la tarde y Ana reía silenciosa y exigía precisiones.

—Ya sé que éstas son cosas que una madre no debería saber —se excusaba—. Pero, ¿qué queréis que haga? Soy incorregiblemente curiosa. Las mujeres, en España, vivimos oprimidas. Si fuese un hombre iría al prostíbulo con vosotros, y en paces.

—¿Por qué no te buscas un amante? —decía Sergio.

—¿Y tú, Álvaro? —preguntaba ella—. ¿Qué has hecho durante este rato?

(Gradualmente Ana había forzado tu resistencia y, al cabo de algunas veladas, le hablabas con la misma crudeza que su hijo. Ella te observaba con ojos brillantes y su armonioso rostro parecía contraerse de atención mientras te oía detallar tus efusiones. «Me hubiera gustado ser hombre», decía.)

En la severa selección de tu memoria algunas escenas emergían con mayor precisión que otras y aquel primer curso universitario se resumía casi en tu recuerdo a la presencia de Ana y de su hijo, a los paseos nocturnos por el Barrio Gótico, a las conversaciones morosas y cómplices del piso de la calle Piedad.

En una ocasión, semanas antes de tu ruptura con Sergio, Ana se había desvestido para tomar un baño y te pidió que cerraras los ojos.

—Prométeme que no vas a espiar —suplicó—. Si hay algo que no puedo soportar es que me sorprendan desnuda.

Tú habías vuelto la cabeza púdicamente, con la vista clavada en la lomera de los libros alineados en la biblioteca y sentiste de pronto la presencia cercana y viciosa de Sergio, acostado junto a ti.

—Mírala. ¿Te gusta?

Arriesgaste una mirada hacia la puerta del cuarto de baño: Ana os daba la espalda completamente desnuda y observaste, turbado, la línea generosa de sus caderas, su espalda suave, sus piernas esbeltas y flexibles, perfectas (aquella noche su rostro apareció varias veces en tus sueños ardiente y fresco, reparador y balsámico. Cuando despertaste la excitación no había decaído y, con la mente fija en la provocación tranquila de sus muslos, entornaste los párpados, mientras, de bruces, el cuerpo parodiaba, independientemente de tu voluntad, los movimientos nerviosos del coito. El placer llegó al fin, breve como un escalofrío, y te arrastraste sonámbulo hacia el lavabo, de espaldas a la mancha húmeda que, como una brusca condensación del absurdo, inauguraba un nuevo día, injustificable y monótono como los otros).

—¿Por qué no te acuestas con ella? —insistió Sergio.

—Déjame en paz.

—Me gustaría que hicieses cornudo a mi padre.

(Cuando días más tarde, en ausencia de tu amigo, os besasteis al fin, el rostro te quemaba. Ana había introducido su lengua jugosa entre tus labios y su contacto elemental y magnético te había llenado de dicha. Esbozaste el ademán de derribarla pero ella resistió con firmeza. «No, no —dijo—. Continuemos siendo amigos.»)

A partir de esta fecha (sin una razón precisa) tus relaciones con Sergio se habían deteriorado. ¿Estaba celoso de tu intimidad con su madre?, ¿o, sencillamente, con su capricho irrazonable de niño rico, se había cansado de ti? Los doce años transcurridos no te permitían esclarecer definitivamente la cuestión. Lo cierto era que, de la noche a la mañana, tu amigo había empezado a tratarte con despego y, bajo su máscara habitual de cinismo, barruntabas (presentías) la existencia larvada de alguna herida moral.

—¿Conoces a Elena? —te había preguntado Ana.

—Sí.

—¿Qué piensas de ella?

—No sé. Apenas la he visto un par de veces.

—¿Salís a menudo juntos?

—¡Oh, no! —Su rostro había demudado y procurabas reparar tu error—: A Sergio y a mí nos aburre.

(Conforme tu amigo se distanciaba de ti y olvidaba sus citas contigo, Ana se había esforzado en sonsacarte acerca de la muchacha: ¿cómo es?, ¿qué estudia?, ¿la juzgas verdaderamente inteligente? Sergio se complacía en haceros sufrir y, en más de una ocasión, lo habías esperado hasta la madrugada en el piso mientras Ana se agitaba en el sillón con impaciencia y abrumaba a Elena con el peso de sus acusaciones y cargos: «Es una aventurera y una intrigante, ¿qué interés puede encontrar en salir con ella?». «No sé.» «Tú que la has visto, sé sincero, ¿es tan atractiva como él pretende?» Y cuando su hijo volvía borracho se disputaba a gritos con él como si fuera su amante.)

—¿Por qué le has hablado de Elena? —te había dicho tu amigo.

—Fue ella quien me preguntó.

—Y tú le has respondido… ¿No te has dado cuenta de que está loca y es capaz de hacer cualquier barbaridad?

—Yo no sabía que…

—Creía que a tu edad habías aprendido a callarte.

Cesasteis de frecuentaros y, a escondidas de él, Ana te telefoneaba todos los días, interminablemente, confiándote sus temores respecto a una hipotética boda e informándote de paso que tu amigo jamás venía a dormir a casa: «¿Qué crees que debo hacer?… Ha descubierto que no puedo vivir sin él y se divierte jugando conmigo. Ayer se asomó sólo a pedirme dinero y no quiso siquiera que le besase…». Aquella primavera os habíais visto alguna vez en secreto y Ana tenía los ojos irritados de llorar y parecía haber envejecido de golpe. En cuanto a Sergio, había dejado de dar señales de vida y la única vez que topaste con él estaba bebido y te llamó burlonamente «paño de lágrimas de mamá».

—Vete a la mierda —le dijiste.

(Su final fue inopinado, vertiginoso, lamentable. Desvanecida bruscamente su meteórica [y engañosa] rebeldía juvenil, se quitó del alcohol y abandonó a Elena [hoy honesta madre de familia sin duda] para contraer matrimonio con la riquísima y convencional Susú Dalmases. Engordó veinte kilos y se dedicó a la compra de patentes alemanas y a la cría de gatos persas. Según Álvaro pudo enterarse, había vendido su espléndida biblioteca a un trapero y se le veía regularmente en las tribunas del Club de Fútbol Barcelona. Evolucionaba por los círculos aristocráticos y su nombre figuraba en la Comisión Ciudadana encargada de organizar el recibimiento triunfal de los prisioneros de la División Azul devueltos por Rusia. Murió físicamente en septiembre de 1955 en las costas de Garraf en un espectacular accidente de automóvil.)

La escalera descargaba en la avenida principal del cementerio y, al acercaros al registro de inscripciones, divisasteis el automóvil de Artigas estacionado junto a los arriates. Antonio aguardaba también con las manos hundidas en los bolsillos, un tanto alejado de los demás miembros del séquito. Los ex alumnos de Ayuso se habían congregado con la familia y claustro de profesores en torno al coche mortuorio —una furgoneta negra sin cruz ni flores ni coronas— y escudriñaste aquellos rostros graves tratando vanamente de adherirles un nombre. En su mayoría eran de promociones más jóvenes que la tuya y los escasos condiscípulos de tu edad te observaban a su vez de reojo —como si estuvieran al corriente de tus avatares—, sin decidirse a estrecharte la mano.

Tras un voluntario destierro de diez años estabas de nuevo entre tu gente y el país seguía igual que a tu marcha, reacio al cambio de rumbo que tus amigos y tú habíais intentado imponerle. El profesor os había convocado alrededor de él como en los viejos tiempos y vuestra presencia cobraba a tus ojos el significado limpio de una profesión de fe. No obstante, te decías, el entierro de Ayuso era el entierro de todos; su muerte, el final de las ilusiones de vuestra dilatada juventud. Recordabas la hermosa época en que, recién liberado de la tutela de la familia, conociste a tus compañeros en las aulas de la universidad. Y allí estabais otra vez —excepto Sergio y Enrique— ahítos de proyectos nunca sidos, envejecidos por años que no fueron y el hombre que había dicho entonces «no me importa morir si alcanzo a ver la caída del Régimen» había muerto, solitario y oscuro, privado del consuelo de su última e irreductible esperanza.

Un miedo opaco se había infiltrado sigilosamente en tu sangre y, mientras la comitiva se encaminaba a buen paso hacia el recinto del abolido cementerio civil, un rayo coloreó de modo brusco el paisaje y, casi al instante, adelantándose al vuelo despavorido de los pájaros, suave, muy suavemente, comenzó a lloviznar.

A fines de invierno de 1951 —corría ya el mes de marzo— Álvaro había subido al tranvía disco 64 que solía tomar para volver a su piso de la calle Muntaner y el deplorable estado de abandono y dejadez del vehículo le llamó súbitamente la atención. Tenía entre sus manos el Manual de Economía Política cuya lectura le aconsejara Antonio y mientras pasaba revista, por enésima vez, a la teoría de la renta de la tierra, los cristales rotos de las ventanillas y el aire frío que se colaba por ellas le hicieron pensar de golpe en el fallecido tío Eulogio y sus habituales diatribas contra la Compañía de Tranvías de Barcelona. ¿Será posible que sean tan descuidados?, pensó.

El día siguiente, de regreso de una tempestuosa entrevista con Ana —era la hora de comer y esperaba la visita semanal de los tíos— el espectáculo se había repetido de modo alarmante: el tranvía disco 58 ofrecía un aspecto destartalado y todos los cristales de sus ventanillas, sin excepción, estaban rotos. Los usuarios del vehículo eran escasos: un hombrecillo con bigote cuadrado enfrascado en la lectura del periódico, una dama severa e imperativa, dos monjas cuyas caras circulares emergían de las tocas almidonadas y blancas como dos mantecadas de Astorga. En la plataforma el cobrador fumaba con gesto arisco y Álvaro creyó leer en el rostro de los transeúntes signos furtivos de hostilidad.

—¿Por qué ha subido? ¿No le da vergüenza?

Al apearse en Vía Augusta una mujer enlutada se había encarado con él y Álvaro contempló con asombro sus ojos airados, su expresión de cólera densa y contenida.

—Perdone —dije—. No sabía que…

Bajaba en dirección opuesta un disco 23 igualmente desprovisto de cristales y dos mujeres se adelantaron hacia la parada cortando el camino a unos jovenzuelos que pretendían subir a él.

—¿Qué pasa?

—El público no sube para protestar contra el aumento de las tarifas.

—¿Y los cristales?

—Desde ayer no queda ni uno sano. La gente echa piedras y los rompe.

La aparición de un factor de anarquía en la promiscua y monótona vida ciudadana constituía una verdadera fiesta. Álvaro examinó regocijado la inhóspita sucesión de tranvías harapientos, contento de saber que bajo la corteza de resignación y conformismo de los suyos latía una rebeldía sorda. A veces, durante sus agitados paseos en automóvil, Sergio le había expuesto sus planes de provocación social condensados en el lema «Oprimir al Pobre y Defraudar al Obrero en su Jornal» y, con el acuerdo de Elena, habían decidido recorrer las zonas míseras de la ciudad con el MG descapotado y encender un cigarrillo ante los mendigos con un billete de mil pesetas. Al llegar a su casa telefoneó a Sergio y le propuso participar en el boicot.

—Cargamos el coche con adoquines y bombardeamos los tranvías.

—Eres un cretino. Esto estaba bien antes, cuando los ciudadanos subían como borregos… Elena y yo nunca imitaremos al populacho.

—¿Qué quieres hacer, entonces?

—La verdadera provocación ahora es ser esquirol e insultar a los peatones.

Su tono hiriente no admitía réplica y Álvaro cortó la comunicación humillado. El tío César había venido a comer con Jorge y las primas y, durante la sobremesa aburrida y solemne, la conversación giró en torno al problema de los transportes.

—La gente está haciendo el caldo gordo a los comunistas. Desde la semana pasada dejo el coche en el garaje y voy al despacho en tranvía, para dar el ejemplo.

—Pepín Soler obliga a sus empleados a mostrarle el billete —decía Jorge—. Y el que no lo tiene, zas, a la calle.

—En su fábrica, los Mateu hacen igual.

Era domingo y, aquella tarde, Álvaro permaneció encerrado en el piso, preparando sus lecciones. Cuando el lunes, día doce, despertó a la hora de costumbre, la vieja criada le sirvió, aterrada, el café.

—Señorito, esto es la Revolución.

—¿Qué ocurre?

—Todo el mundo hace huelga. La gente apedrea los tranvías y parece que hay muchos muertos.

Salió a la calle excitado. El país vivía pese a su modorra aparente y los mismos hombres y mujeres resucitados de julio del 36 habían invadido las pulcras aceras de la ciudad con una resolución hosca y premonitoria. Comercios, farmacias, bares permanecían cerrados y los destacamentos de la Policía Armada acantonados en los centros estratégicos parecían desbordados por el motín, incapaces, diríase, de mantener por más tiempo el orden.

Al cabo de los años Álvaro conservaba de esta jornada un recuerdo brumoso (tranvías volcados, manifestaciones callejeras, cargas de la policía, coches incendiados). Su conciencia todavía opaca (esto lo supo bastante más tarde) le había impedido captar la trascendencia de lo que hubiese podido ser (y fue para muchos sin duda en un país privado durante lustros del sabor áspero y salvaje de la libertad) uno de los días más hermosos de su vida. Doce años habían pasado desde la fecha sin que la ocasión se repitiera y a menudo (en uno de esos trances sombríos que regularmente atravesaba) Álvaro temía morir sin haber gustado de nuevo (aunque fuese por unas breves horas) el fruto milagroso e insólito (cuando menos en España) que, por inconsciencia juvenil, no aquilatara entonces.

Lanzado el país (eso decían) por las vías de un espectacular progreso, ¿desaparecería él antes de ver el fin del turbio y lamentable engaño?

La comitiva se dirigía a paso rápido hacia la salida del cementerio y, a una veintena de metros de la verja, torció a la derecha en dirección a la zona reservada a los protestantes. Las losas mortuorias descansaban sobre la tierra primorosamente adornadas con flores y jardincillos y, mientras subías por el sendero que llevaba hacia los últimos terraplenes —la llovizna humedecía tu rostro y jadeabas— te detuviste a descansar y contemplaste las inscripciones de aquellos solitarios que —como tú— habían escogido morir lejos de su país y de su gente, cómplice alerta y secreto de su destino móvil, embarcado con ellos, meditabas, en una misma e irrevocable aventura.

«LET HER BE WITH US ALWAYS», «SEIN LEBEN WAR LIEBE, GUETE UND STETE HILFSBEREITSCHAFT», «THE RIGHTEOUS SHALL BE HAD IN EVER LASTING REMEMBRANCE». Un epitafio en alfabeto cirílico. Agreste y huraño hasta el fin, muerto cortado de la comunidad hispana por una escritura hermética e incomprensible, ¿qué compatriota extraviado, te decías, recogería su último y desolado mensaje? Pensabas en las lápidas españolas del cementerio del Pére Lachaise y el recuerdo de tu visita con Dolores te llenó de congoja: liberales expatriados por alguno de los regímenes de fuerza que de modo endémico gobernaban el decrépito país, cruelmente privados de su tierra por los mismos paisanos que te la habían hecho aborrecer a ti, yacían allá, como brotes amputados del tronco natal, en tanto que los perennes defensores de la razón (¿razón?) a mano armada vivían y medraban usufructuando para ellos y su fauna poder y riqueza, halago y honores, con el pretexto de salvaguardar (eso decían) la unidad y la brava independencia de la tribu. Avenidas, estatuas, ceremonias, mausoleos, inmortalizaban su odiosa impostura y misas solemnes y expiatorias les aseguraban, más allá de la gloria terrestre, el disfrute de la eterna felicidad.

El despertar cívico de marzo del 51 obró el milagro de sacudirlos de su torpor. Ayuso había desertado de las clases para manifestar su solidaridad con los huelguistas y Antonio y Enrique discutían apasionadamente en el bar y habían terminado poco menos que a puñetazos. Consumada su ruptura con Sergio, Álvaro vacaba de nuevo a sus ocupaciones y aceptó satisfecho la idea de Ricardo de ponerse en contacto con un abogado, viejo amigo de la familia de éste, ex dirigente, dijo, del disuelto partido de Estat Cátala.

Era un cuarto piso de la Rambla de Cataluña: ascensor lento, escalera oscura, un promiscuo olor a cocina subía de los apartamentos inferiores. Dentro, una extensa biblioteca jurídica, una vitrina con incunables y ediciones raras, floreros japoneses, retratos de familia, un polvoriento busto romano en escayola. La alfombra estaba raída y, para disimular sus calvas, alguien había puesto encima un monumental brasero de cobre. La anciana criada se había retirado tras las cortinas y, a los pocos minutos de espera, apareció el abogado envuelto con una bata de cuadros, calzados los pies en zapatillas forradas de piel, el rostro vivo, despiertos los ojos tras el espeso cristal de sus gafas. Se había adelantado hacia Ricardo con expresión cordial y reservada a la vez, como si la dureza de los tiempos que corrían, se dijo Álvaro, le impusiese ante desconocidos una disciplina estricta, cautelosa, prudente.

—Com aneu, minyó?

—Jo bé, i vosté?

—Si no m’haguessin dit el vostre nom nous hagués reconegut. Sou ja tot un home. I eis pares?

—Molt bé, gràcies. —Álvaro se había incorporado también y Ricardo se volvió hacia él con una sonrisa—: Li presento un company de la Universitat de tota confiança, Álvaro Mendiola.

—Mucho gusto —dijo Álvaro.

El hombre le saludó sin pestañear. Hubo un silencio de unos segundos.

—El meu amic no és català —aclaró Ricardo—. La seva familia és asturiana.

—Asturias… Estuve allí hace muchos años con mi mujer. Tanto ella como yo guardamos un recuerdo magnífico.

—En realidad nací en Barcelona —dijo Álvaro.

—¿No será usté pariente, por casualidad, de un tal Lucas Mendiola que, antes de nuestra guerra, operaba en la Bolsa?

—Era tío mío.

—Sí, ya sé cómo murió el pobrecillo… Qué época, Dios mío… ¿Tomarán un poco de café?

Acomodados en el sofá de peluche le habían oído disertar por espacio de una hora acerca de las perspectivas del laborismo inglés y de la última moción de los sindicatos americanos que condenaba todos los totalitarismos sin exclusiva (guiñó el ojo de modo cómplice). Los regímenes comunistas y los otros, añadió con voz acariciante. Éste era un hecho sumamente significativo y, por otro lado, sabía de buena tinta que, desde Londres y París, se ejercían presiones, de acuerdo con Spaak, para elaborar una política común respecto (nuevo guiño) a quien ustedes saben. La situación era muy fluida y reservaba numerosas sorpresas. ¿Estaban al corriente de la entrevista del Nuncio con el embajador británico? Una persona de confianza había asistido a ella y, al parecer, el embajador se mantuvo firme. Además, el déficit comercial aumentaba y la banca privada americana no estaba bien predispuesta, como en otoño, a conceder los créditos necesarios, sobre todo, dijo, después del viaje del secretario de Estado por Europa. El embajador en Washington se había reunido con la Comisión de Ayuda Exterior de la Cámara de Representantes y la acogida fue, según la United Press (nuevo guiño), glacial. En cuanto a los rumores de un acercamiento con París eran pura invención del Ministerio. El Gobierno francés había pasado perceptiblemente del atentismo a una oposición matizada y en apariencia ambigua pero, en la práctica, discreta y eficaz. ¿Conocían la frase de Auriol al secretario general del PSOE? Ingeniosísima, y la alusión a la fábula de La Fontaine perfectamente clara. En Madrid había escocido y se rumoreaba que el general (ya saben ustedes a cuál me refiero) amenazó con aumentar su ayuda a los nacionalistas marroquíes y terminó por envainársela después de haber consumido una buena dosis de bicarbonato. Vacilante a primeros de año el panorama de la primavera era pues (salvo los imprevistos tan frecuentes, ay, en la dichosa política) francamente esperanzados Sobre todo si se tenía en cuenta que el médico de cabecera del general en cuestión había cenado con un catedrático de la universidad (siento no poderles dar su nombre, prometí guardar el secreto) y la hipótesis de la úlcera de estómago se confirmaba. Por lo visto los cirujanos aconsejaban la operación y un especialista en la materia había venido ex profeso desde Londres. Algo muy delicado sin duda. Quién sabe (nuevo guiño) si se trataba de algo de origen canceroso. Los bulos que circulaban por Madrid a este propósito ilustraban perfectamente lo precario e incierto de la situación.

—¿Qué piensa usted de los sucesos de estos días? —había aventurado Ricardo.

El abogado se quitó las gafas, alentó junto a sus cristales y los limpió espaciosamente con un pañuelo. Su expresión, creía recordar Álvaro, era ponderada y grave, cauta y circunspecta.

—Las manifestaciones, evidentemente, tienen su importancia. Han expresado ante los demócratas del mundo entero cuáles son los verdaderos sentimientos de la población. Desde este punto de vista no puedo menos que juzgarlas positivas. Lo cual no implica una aprobación sin reservas, y hablo aquí a título privado, respecto a su oportunidad.

—Mendiola y yo considerábamos que…

—Los actos de violencia que han acompañado la protesta ciudadana han causado mal efecto entre nuestros amigos. El desorden, y ésta es una lección que aprendí durante nuestra guerra, nunca es rentable. La gente confunde el grano con la paja y tiende a hacer generalizaciones precipitadas y abusivas. ¿Conocen ustedes el editorial del New York Herald Tribune?

—No.

—Les aconsejo su lectura. Si lo tuviera al alcance de la mano se lo pasaría. Por desgracia se lo presté a un colega y, como es ley en estos casos, no me lo devolvió —apuntó con una sonrisa—: Es un artículo muy ecuánime, que pone las cosas en su sitio. Su autor sostiene, y voy a intentar resumir su pensamiento sin deformarlo, que la administración demócrata debe proyectar desde ahora una política de recambio adaptada a la situación española, sin tener en cuenta las presiones de los grupos militares y de los amigos del cardenal Spellman. Ello evitaría por un lado, y éste es a mi modo de ver el argumento más sólido del autor, la actual dispersión táctica de las cancillerías occidentales y, al mismo tiempo, sería un arma eficaz contra el general ya aludido si, como todo lo deja prever, se propone explotar los sucesos de Barcelona para agitar el espantajo comunista y consolidar así las posiciones adquiridas en el Pentágono. Resumiendo lo dicho: la protesta, para el articulista, es un arma de dos filos que puede volverse fácilmente contra quienes la emplean si no demuestran en lo futuro mayor cordura y sensatez. Según me consta, y esto lo sé por alguien que trabaja en el Consulado de Estados Unidos, el propio secretario de Estado leyó el editorial antes de que se publicara y dio la luz verde.

—En la universidad han distribuido octavillas llamando a la huelga… —empezó Ricardo.

—Lo sé, lo sé. Todos los grupos sin excepción me envían su propaganda y la policía la deja pasar puesto que mi correspondencia es censurada y, a pesar de ello, la recibo. Como le dije al señor comisario la última vez que vino a interrogarme: si tanto les molesta que lea estas hojas, ¿por qué no me las retienen?

—Es para el lunes día veintiséis —dijo Álvaro.

—Sí, conozco el llamamiento. Su autor, por cierto, ignora la gramática catalana. ¿Llevan ustedes el texto encima?

—No.

—Es lástima. El párrafo final es perfectamente confuso. Cuando lo leí hubiera jurado que su autor no era catalán.

—No faltan más que cinco días —insistió Álvaro.

—En efecto, el plazo es breve y, como de costumbre, nuestros amigos han procedido con precipitación excesiva… Su buena fe está fuera de duda, desde luego, pero, aquí, entre nosotros, ¿creen ustedes que esto es eficaz?

El abogado cogió una pipa de encima del escritorio y llenó su cazoleta de tabaco. Buscó una cerilla, alumbró e hizo una vedija con el humo.

—En mi opinión, y voy a serles sincero, no. La situación no está madura y, al movilizar sus tropas antes de tiempo, la oposición corre el riesgo de perdre le souffle, como dicen los franceses —hizo un vago ademán con los brazos—: ¡Oh!, ya sé que la juventud es, por esencia, impulsiva y generosa, pero en política, amigos míos, estas cualidades son, a menudo, contraproducentes. La política exige mucha paciencia y, al final, no gana el más fuerte, sino el que sabe resistir más.

Hubo una pausa. Oportunamente la criada surgió con una bandeja y retiró las tres tazas vacías.

—Volen un xic de conyac?

—No, gracias.

—Entonces, ¿qué cree usted que podemos hacer?

El abogado fumaba con un gesto absorto. Las estatuillas de bronce alineadas en la repisa de la chimenea parecían acechar su contestación y Álvaro desvió la mirada hacia el busto romano en escayola, réplica exacta, evocó de súbito, del que tronara antaño en el despacho lóbrego de su tío Eulogio.

—Amigos míos —dijo con voz pausada—, y el que les habla ha conocido las inquietudes de ustedes y simpatiza por entero con ellas, amigos míos —repitió—, si algún consejo puede darles quien en su juventud cometió los mismos errores que hoy les tientan, este consejo sería: no se precipiten, no malogren sus posibilidades. La política es resbaladiza y el que se aventura en ella sin tomar precauciones cae para no volver a levantarse jamás. La huelga de que me hablan es prematura y, por tanto, inútil. Dejen que otros quemen sus naves y manténganse a la expectativa, como fuerza de reserva… ¿Hay que cruzarse de brazos?, me dirán ustedes… Ni tanto ni tan calvo. La verdad se halla siempre en un justo término medio. Existen acciones en apariencia minúsculas cuya continuidad les asegura a la larga una eficacia mucho mayor que otras, a primera vista más espectaculares. Este tipo de acciones discretas, prolongadas, convienen a unos jóvenes con porvenir como ustedes. Hacer acto de presencia, pronunciarse desde ahora pero sin entorpecer con estridencias y prisas el proceso natural de maduración —el abogado se detuvo unos instantes y limpió de nuevo sus gafas—: ¿Conocen ustedes a Nuria Orsavinyá?

—No.

—Vayan ustedes a verla. Es la viuda de Pere Orsavinyá, el que fue amigo y colaborador de Companys… La semana próxima es su setenta y cinco aniversario y un grupo de íntimos hemos organizado una pequeña fiesta en su honor. Casáis nos tiene prometido un mensaje y se leerán adhesiones de numerosas personalidades exiliadas en Francia y en México. El proyecto de la huelga es absurdo, créanme… Reúnanse mejor con nosotros. La torre de los Bonet es muy espaciosa y la dueña les recibirá con mucho gusto. Es el día veintitrés, a las siete de la tarde. Conocen la casa, sin duda… La de los abetos, al final del paseo Bonanova… No lo piensen más y decídanse… El jerez de su casa es famoso… Les presentaré a otros jóvenes de su edad. Allí estarán ustedes como en familia.

De la aplacada tierra ascendía un hálito elemental y denso y, rezagado ya del grueso de la comitiva, te demoraste unos segundos a respirar su aroma. Sucediendo al bochorno de la mañana el viento soplaba furtivo y acariciante. Meteóricas nubes se escurrían veloces hacia el sureste. Antonio te aguardaba al pie de la escalera y, cuando llegaste junto a él, apuntó a una pareja de individuos, para ti desconocidos, que acompañaban el séquito un poco distanciados de los otros.

—Policías —dijo simplemente.

—¿Cómo lo sabes?

—Los vi a los dos cuando pasé por Jefatura. El calvo me arreó un derechazo en el estómago.

—¿A qué han venido? ¿Tienen miedo de que resucite?

—Esta mañana se presentó un inspector en el piso con una orden del gobierno civil prohibiendo los discursos… Dijo que, si había incidentes, yo apecharía con la responsabilidad.

—¿Por qué tú?

—Es la pregunta que le hice yo a él.

—¿Qué te respondió?

—Lo de siempre… Que más vale prevenir que curar.

Así, pensabas, Ayuso ha vivido con dignidad años difíciles, destierro, cárcel, persecuciones, ostracismo, olvido voluntario, armado con la única verdad de su palabra, sin claudicar jamás en el combate, todo para acabar así, cubierto de tierra, cemento y ladrillo rojo bajo la custodia de ellos, cuerpo indefenso al fin, definitivamente entre sus manos.

Subiste temblando la escalera. Desde arriba podías abarcar con la vista los jardines arropados de hierba del cementerio protestante y, más lejos, los huertos y cañizares del llano, grises y esfuminados por la llovizna. La comitiva había alcanzado el recinto laico, profanado con saña por las gentes de orden en la orgía de sangre que siguió a su victoria después de tres años de sucia guerra y, esforzándote en ocultar tu emoción, espigaste los nichos que habían escapado a su furor destructivo, perdidos en medio de las lápidas y hornacinas del impuesto rito católico. De los epitafios maquillados entonces bajo una espesa capa de cal afloraban irrisorios (patéticos) mensajes de fraternidad y esperanza que los españoles del tiempo futuro descifrarían quizá con asombro (si el reino de los Veinticinco Años de Paz se perpetuaba), como los actuales historiadores y eruditos al reconstruir los palimpsestos del medioevo: «vivió COMO HOMBRE RACIONAL Y PERFECTIBLE MURIENDO CON LA SOLA ASPIRACIÓN DE UN MAS ALLÁ LUMINOSO Y PROGRESIVO»; estrellas de David, leyendas de teósofos, vestigios de alguna vieja inscripción masónica; «EL ATENEO SINDICALISTA A SU CAMARADA AGUSTÍN GIBAHELL, 1 FEBRERO 1933»; el retrato de un piloto de la fuerza aérea republicana muerto en el campo de batalla pocos días después del alzamiento militar; «A SALVADOR SEGUÍ, ASSASSINAT EL 10 MARÇ 1923 ALS 36 ANYS, LA SEVA COMPANYA». Te aproximaste a la lápida, adornada con flores artificiales y un ramillete de siemprevivas y examinaste la imagen del infortunado Noi del Sucre, legendario defensor de la clase obrera barcelonesa acribillado a balazos en cobarde emboscada por los pistoleros de la Patronal. La fotografía lo representaba de busto, vestido con una chaqueta negra y una bufanda de seda blanca, con un melancólico aspecto, pensabas, de veterano compositor de tangos. ¿Qué azar misterioso había preservado su memoria de la forzada y nocturna clandestinidad?

Los empleados del servicio fúnebre buscaban lentamente el nicho entre los números desteñidos de la pared y, acodado en la baranda de la escalera, observaste el decorado insólito que se ofrecía a tus ojos en el terraplén inmediatamente inferior: tres grandes losas de color gris, paralelas y anónimas, sobre las que una mano solícita había depositado manojos de flores silvestres, toscamente sostenidos por piedrecillas. La lluvia que resbalaba por las superficies desnudas añadía al cuadro una nota subrepticia de irrealidad.

¿Quiénes eran aquellos muertos y qué remota maldición expiaban? Antonio miraba también confundido y alguno susurró detrás de vosotros: «Son en Ferrer Guardia, Durruti i Ascaso».

—¿Y Companys? —preguntó Antonio.

—Companys está més amunt.

Volviste la cabeza para evitar a los amigos el espectáculo de tu rostro céreo. Así, te decías, el encono les persigue hasta la tumba, de nada les vale la derrota ni el precio monstruoso que pagaron, la lucha contra su memoria continúa, su muerte en la ignorancia es cotidiana. La desaparición física no era más que el primer paso. Los ángeles guardianes del orden secular estaban allí para velar por el cumplimiento celoso de las reglas: envuelto en la oscuridad y el silencio el profesor descendería a los abismos del olvido, burlado y esquilmado de su muerte por los mismos paisanos que, tenazmente, le persiguieran y humillaran en vida. Los sepultureros introducían la caja en las fauces abiertas de la pared y, como sus hermanos subterráneos del abolido cementerio civil, sería borrado para siempre de la historia y el recuerdo por haber apostado, como apostabas tú, por la rigurosa y estricta nobleza humana.

Llovía aún cuando, recogidos y mudos, abandonasteis el recinto de vuestros compatriotas secretos y clandestinos —la frondosa cosecha de muertos anónimos sin cruces, sin flores, sin coronas. Bajabas despacio las gradas musgosas de la escalera y, como en el bulevar Richard Lenoir seis meses antes, tu corazón latía desacompasado.