VI
Nubes grandilocuentes, pomposas, como anunciando una obertura de ópera, discurrían en dirección al mar, tras el verdor desnudo de los árboles. El calor de la víspera había cedido un tanto y una brisa apacible estremecía las agujas de los pinos y los brotes menudos de las acacias. Las ranas croaban, lentas, en el estanque. La criada había olvidado el libro de geografía de los niños al pie de la gandula y Dolores se inclinó a recogerlo y lo contempló con atención.
Era un atlas inglés anterior a la segunda guerra mundial y los dominios, protectorados y posesiones de la mancomunidad británica figuraban pintados con diferente color que los restantes países: la agresión nazi no se había producido todavía y el equilibrio político instaurado por los acuerdos de Locarno y la tutela de la Sociedad de Naciones parecía garantizar un orden sereno y perdurable, al abrigo de revoluciones y amenazas subversivas, caución irrisoria y caduca, piensas ahora, como la Santa Alianza de los monarcas en la época fabulosa y lejana del imperio Austro-húngaro.
Diez años atrás, algún tiempo antes de amaros, habíais abandonado vuestras familias con el propósito de viajar y conocer una vida distinta de la del núcleo español en que os educaran (la barcelonesa sociedad reconstituida después de los temores y sobresaltos de la guerra para ti; el universo gregal y anacrónico de los republicanos exilados en México para ella): abrir el libro de geografía y pasar las páginas era, entonces, una evasión, una fuga, un sueño, el vuelo libre y espacioso de algún faquir sobre la codiciada alfombra mágica. En los años de guerra y posguerra el proyecto parecía utópico y trasladarse a cualquiera de los países que ávidamente examinabais en el mapa equivalía a tropezar con dificultades y obstáculos insalvables y abruptos: solicitaciones denegadas, visados remotos, largas e inútiles colas ante funcionarios pétreos con rostro de inquisidores (salvoconductos, certificados, avales, permisos, sellos, timbres móviles reclamados hasta lo infinito como en una demencial y burlesca escena de El Cónsul de Menotti).
Cuando saliste al fin (adelantándote unos años a la ola de pioneros y conquistadores émulos de Magallanes, Cortés y Pizarro), el descubrimiento y exploración del mundo nuevo (el Quartier Latin y Saint-Germain, el cine soviético y la literatura prohibida en España) te aturdieron de salvaje y densa felicidad. El sueño largamente acariciado cobraba forma tangible y Dolores se había instalado armoniosamente en él, encauzando tu vida hacia otros horizontes, lejos de tu país y de su fauna. Poco a poco (sin advertirlo tú) tus deseos se habían cumplido con una facilidad desconcertante (la culpabilidad aleve de la recompensa obtenida sin mérito ni esfuerzo): el rodaje del documental sobre la emigración primero y tus obligaciones profesionales después os llevaban por turno a los lugares que ambicionarais conocer en la mocedad sustituyendo así la imaginación infantil y el mito adolescente con la realidad ambigua, contradictoria y compleja del recuerdo vivido, de la experiencia bruscamente ganada. Montecarlo, Suiza, Venecia, Hamburgo, Holanda dejaban de ser simples nombres aureolados con los fastos de los relatos e historias que sobre ellos leyeras para convertirse en las balizas e hitos de tu historia común con Dolores (el encuentro en Europa yuxtapuesto a la mutua revelación de vuestros cuerpos, la fallida inserción en el mundo de la civilización industrial urbana a los altibajos e incidencias de vuestra desmesurada pasión).
Las fronteras y límites que antes os aprisionaran habían sido abolidos de golpe y recorrer el mapamundi en este ingrato verano del 63 era evocar una a una las páginas de vuestro historial amoroso desde la época en que casualmente os conocierais en una casa de huéspedes de la rué Chomel hasta la fecha en que, agotados todos los medios de salvamento y rescate de una unión socavada día a día por el tiempo vengativo y avaro, te acostaste junto a ella en la oscuridad y le dijiste: «Nada podemos ya uno por otro». (Con el proverbial extremismo hispano el Régimen arrojaba del país a centenares de miles de españoles rebalsados antes por el muro infranqueable del Pirineo. Durante tu reciente convalecencia en Saint-Tropez habías hecho amistad con uno de ellos en el muelle del puerto: hombre de una treintena de años, sencillo y tosco, marinero de un yate de recreo propiedad de un conocido barítono.
—Señor Álvaro. El gobierno que tenemos en España, ¿es bueno o es malo?
Le miraste: el rostro franco, la expresión abierta, una interrogación tranquila en los ojos. Resultaba cruel a su edad despojarle de tantas ilusiones y le diste unos golpecitos en el hombro.
—Bueno no, muchacho. Buenísimo.)
Las nubes escampan desmadejadas, veloces. Cielo y mar funden sus tonalidades en una imprecisa franja azul. Un mirlo vuela a ras de suelo y va a posarse en el caballete del tejado. De la otra vertiente del valle el eco transmite, espaciado, el hachazo rítmico de los leñadores.
El contenido del atlas geográfico es parte integrante de vuestra vida, e inclinándose sobre él, revivís el tiempo pasado.
Elíptico, embrollado, su curso reproduce cabalmente los meandros sinuosos de la memoria.
Hablan las voces del recuerdo.
Escuchad.
Un decrépito barrio burgués silencioso y sombrío. Un inmueble gris de una calle gris obra de algún arquitecto gris, de inspiración fúnebre. Una escalera venida a menos con viejos candelabros de cristal, una alfombra raída, vidrieras de colores, canapés de peluche. Una puerta maciza con una placa ilegible:
EDMONDE MARIE DE HEREDIA
SOLFÉGE-CHANT-DICTION
Una ciudad: París. Y una fecha: 1954. Tu primer encuentro con Dolores.
(Cuando unas semanas antes de tu síncope pasaste delante del piso de la profesora, andamios y lonas cubrían la fachada del inmueble. Los pintores habían remozado sus lienzos, cornisas, jambajes, entreventanas y la Venus de piedra que sustentaba el vuelo del balcón central era objeto de un lavado minucioso por obra de un peón italiano: después de haber frotado espaciosamente sus pechos, vientre y muslos, se demoraba en retocar el triángulo oscuro olvidado entre el sexo y los ijares con una aplicación exaltada que azuzaba la risa de los otros. La Venus soportaba aquel ultraje con dignidad frígida y, mientras proseguías tu camino hacia la rué de Varennes, lamentaste no haber captado la escena con el objetivo de la Kodak.)
Era parienta lejana del poeta, d’une ligne collatérale, añadía apuntando con un dedo huesudo hacia la fotografía borrosa que reposaba encima del piano, il m’avait connue quand j’était toute petite, ma mère me disait toujours qu’il me prenait dans ses bras et qu’il me regardait pendant des heures et des heures: el autor de Trophées figuraba en ella, creías recordar, con bigote y perilla, a la salida de su solemne recepción en la Academia Francesa, ceñido en el gallardo y suntuoso uniforme de los Inmortales. A su alrededor, docenas de fotografías, desdibujadas también, reproducían en diferentes poses, tocados, peinados y vestidos un modelo único: Madame Edmonde Marie de Heredia retratada, adolescente aún, junto a una columnilla dórica, el día de su puesta de largo; años después, con un extravagante sombrero de plumas, a su entrada en el conservatorio de música de París; en la salle Pleyel, en compañía de Nadia Boulanger, durante un acto en favor de las víctimas del terremoto de Tokio en 1923. La belle époque, decía abarcando con un ademán de la mano los recuerdos hacinados en las paredes, vitrinas, cómodas y consolas del oscuro y vetusto salón, l’Art, alors, était une religion qui avait ses dieux, ses prêtres, ses fidèles, ses temples, non la vulgaire entreprise commerciale qu’il est devenu aujourd’hui, où n’importe quel parvenu, qui ne connaît même les premiers rudiments du solfège, se permet de donner des récitals sans que personne, je dis bien, personne, crie à l’imposture. Cubierto su rostro de polvos de arroz, protegida y difuminada por la penumbra, madame de Heredia permanecía tiesa en medio del sofá, con la mente evadida, diríase, en algún sueño esplendoroso, remoto. Las pesadas cortinas paliaban el huraño cielo gris y, al atardecer, las lamparillas encendidas en los rincones parecían velar exvotos o reliquias: los paños de verónicas, los brazos de cristos, las cabezas de santos que te sobrecogieran de temor y de culpa durante tu envenenada adolescencia española.
—Bon. Recommencez.
Y el alumno de turno (un canadiense miope y tímido o el argentino pedante que os hiciera desternillar de risa al anunciar con gran énfasis: «Madame, je voudrais être pénétré jusqu’au bout par la culture française»), terminado el inciso obligado y prolijo de las evocaciones personales, recitaba de nuevo
Comme un vol de gerfauts hors du charnier natal
bajo la vigilancia altiva de la profesora mientras los demás huéspedes de la vergonzante pensión fingían tomar apuntes y repasar las lecciones de solfeo que madame de Heredia postergaba regularmente con nuevos pretextos, contradictorios, absurdos.
—Non, pas comme ça. Ici vous n’êtes pas a l’école Berlitz ni à l’Alliance Française. Un peu plus d’entrain, un peu plus de fougue. Nous reverrons ça demain.
(Los alumnos se recogían a sus habitaciones y ella rememoraba para su favorito la inolvidable escena de su condecoración por el general Pershing o las incidencias de su gira artística por Portugal. Un gato negro dormía ovillado sobre su falda y madame de Heredia lo acariciaba mecánicamente con la vista perdida en las peladuras de la alfombra.)
Os habíais cruzado tal vez en el pasillo sin advertir vuestra presencia mutua, ajenos a los vínculos que en adelante debían uniros, ignorantes aún del deseo escondido y de la evidencia de ser (existir) ya uno de (para) el otro. Recordabas tan sólo su fugaz silueta perfilada en el vano de la puerta mientras apagaba la luz y se hundía en la oscuridad del corredor, escurriéndose casi al pasar frente al salón de madame de Heredia y el cónclave de huéspedes reunido en él. Sabías que tenía la familia en México, que había venido a París a estudiar francés y dibujo, que debía dos meses de pensión. ¿Su rostro?: incapaz hubieras sido de describirlo. Habías tropezado con él en la cola del Foyer de Sainte-Geneviève y, cuando te sonrió, tardaste unos segundos en reconocerlo como si, adivinando la violencia futura de la pasión, te decías, hubieses retrocedido asustado, hubieses querido cerrar los ojos.
La petite a des ennuis murmuraba madame de Heredia en uno de los paréntesis biográficos que intercalaba en sus lecciones, elle a trouvé le moyen de se fâcher avec sa famille et elle ne reçoit plus un sou. Los alumnos volvían la cabeza hacia el pasillo por el que la culpable se acababa de escabullir y madame de Heredia elevaba la voz e imponía silencio con un enérgico movimiento del brazo.
—Bonsoir, mademoiselle. Vous pensez à moi?
—Oui, madame.
—Vous m’avez déjà dit ça la semaine dernière, ma petite.
—J’ai envoyé un télégramme à mes parents.
La historia había empezado a intrigarte. Una solidaridad muda te unía a Dolores, a la silueta esquiva de Dolores hurtándose de la presencia de madame de Heredia y de su severo tribunal de alumnos. En más de una ocasión, durante uno de tus frecuentes insomnios, la habías oído regresar de madrugada, caminando de puntillas, y meterse en la cama, sin encender la luz. Un impulso sordo te instigaba a seguir sus pasos cuando, aprovechando el tocado matinal de la profesora, abandonaba silenciosamente el piso y, envuelta en su anorak blanco, se perdía en el sombrío y melancólico invierno de París. La escoltabas a prudente distancia hasta el Bureau de la Main d’Oeuvre Étrangère adonde acudía frecuentemente con la esperanza de encontrar trabajo, sin decidirte todavía a hablar con ella, intuyendo quizá la intensidad del amor que había de nacer entre vosotros, retardando, con egoísta delectación, el instante de descubrírselo.
¿Presentiste, entonces, la gravedad de su desamparo? Seguramente no, absorto como estabas en la certeza de tu inclinación por ella, en el preámbulo jubiloso de vuestra historia. Dolores parecía ensimismada también y espiarla sin despertar sus sospechas era para ti, habituado ya a estos lances, juego de niños. Un día la viste conversar con un desconocido en medio de la calle y, bruscamente, la congoja te invadió. ¿Estabas celoso de ella? Resultaba absurdo de tu parte, tú que no habías hecho hasta el momento ningún esfuerzo por conquistarla y la rehuías si, por casualidad, topabais en la escalera. Cuando se despidieron y ella continuó su paseo a solas una felicidad desconocida se adueñó de ti y, buscando una instancia superior a quien dirigirte, tan milagroso te parecía el incidente, diste gracias a Dios.
Días más tarde, al distribuir el correo por las habitaciones, madame de Heredia había golpeado con los nudillos en la puerta de ella: «Rien encore pour vous, ma petite. Est-ce que vous comptez vraiment sur votre mandat?».
—Oui, Madame.
—Ça fait deux mois que vous me faites attendre. Je ne peux pas vous garder la chambre indéfiniment.
—J’attends une réponse pour aujourd’hui.
—Vous êtes sûre?
—Je l’espère.
—Bon. Nous en reparlerons demain.
La seguiste por el Quartier Latin hacia el centro de ayuda estudiantil de la rue Soufflot. Dolores había comprado un periódico en un quiosco del boulevard SaintMichel y leía los anuncios con una expresión ausente y premiosa. Varias veces le viste sacar un lápiz del bolsillo del anorak y señalar alguna dirección con un trazado rápido. Mientras se eclipsaba en el portal del inmueble entraste en el café vecino y bebiste una taza de té. Dolores salió unos minutos después, atravesó el bulevar y entró en los jardines del Luxembourg. Diciembre había desvestido las ramas de los árboles, corrían los niños arropados como duendecillos. El sol era un disco blanco, sin brillo ni calor. Se sentó en un banco de cara a los arriates de flores y arrojó el periódico a la papelera. Sus ojos contemplaban, extraviados, la desolación invernal del jardín. Inopinadamente había ocultado la cara entre sus manos y rompió a llorar.
Te alejaste confundido. Una culpabilidad retrospectiva te hostigaba y el firme propósito de asumir en adelante tu responsabilidad, de aceptar gozosamente la ofrenda, inesperada para ti, de aquel amor. Cuando llegaste al piso de la profesora madame de Heredia había concluido su laborioso tocado matinal.
—Excusez-moi, Madame, avez-vous parlé avec Dolores?
—Oui, mon petit. Je lui ai dit ce matin que je ne peux pas lui garder la chambre. Elle est gentille sans doute mais, qu’est-ce que je peux faire d’autre? Le Centre d’Accueil m’envoie tous les jours de nouveaux élèves. Je dois respecter mes engagements.
—Combien d’argent vous doit-elle?
—Deux mois de chambre, plus les leçons.
—Quatre vingt mille?
—Exactement.
—Je viens de la rencontrer en face des PTT et elle m’a prié de vous remettre cette somme. —Le alargabas el fajo de billetes y madame de Heredia te observaba con incredulidad—: Vous pouvez compter.
—Elle a reçu le mandat?
—Il était retenu depuis longtemps à la Poste.
—Pauvre petite. Où est-elle maintenant?
—Elle est partie faire des courses.
—Je vais prévenir tout de suite le Centre d’Accueil. Je leur dirai que la chambre n’est pas libre. A quelle heure doit-elle rentrer?
—Je ne sais pas.
—Je voudrais lui faire une surprise. Lui acheter un bouquet de fleurs.
—Vous êtes trop gentille, Madame.
Esto fue todo: su destino sellado a espaldas de ella, irremediablemente decidido en unos segundos por la violencia desnuda de tu amor. (Dolores seguía tal vez en el banco del Luxembourg sin barruntar el cambio de rumbo, sustraída aún, por espacio de unas horas, a la vida que, en lo futuro, debía de compartir contigo, al deseo recíproco que, por su latitud y hondura, un año y otro os sería imposible aplacar.)
Cuando regresó al fin, madame de Heredia había terminado las lecciones y el salón estaba desierto. Tú fumabas en tu cuarto, tumbado sobre el viejo edredón de color malva y el ruido apenas perceptible de sus pasos te sobresaltó. La oíste cruzar el corredor junto a tu puerta, meter la llave en la cerradura de la suya. Luego, la voz vehemente de la profesora, el silencio asombrado de ella te colmaron a un tiempo de dicha e inquietud. Abriste un cuaderno del IDHEC y fingiste absorberte en su lectura. Durante unos minutos los latidos de tu corazón pautaron acompasadamente el monólogo. Madame de Heredia aseguraba n’avoir jamais mis en doute sa parole y Dolores callaba con enigmática complicidad. Al despedirse una de otra el reloj señalaba las diez en punto. Instantes después llamaron a la puerta.
—Entrez —(¿Lo dijiste en castellano o en francés?)
Dolores apareció por la rendija entornada y permaneció unos segundos en el umbral, impasible y como resignada de antemano a tu presencia, con una expresión rencorosa y ajena que jamás se despintaría de tu memoria. Vestía unos pantalones negros y un grueso jersey de malla. El pelo corto, peinado sobre la frente, le daba una apariencia ambigua (feliz) de muchacho.
—Madame de Heredia me ha dicho que usted… —su voz sonaba extrañamente dura.
—Sí.
—¿Por qué ha hecho eso?
—No lo sé —balbuciste.
—Supongo que debo darle las gracias.
Sacó un cigarrillo del bolso y lo alumbró con un ademán brusco. Tú te habías incorporado del lecho y estabas de pie junto a ella, sin atreverte a mirarla.
—Sabía que andabas en un apuro.
—Ha sido usted muy amable.
—Yo no quería que…
—Por favor. Vuélvase mientras me desvisto.
Le diste la espalda sin comprender todavía sus intenciones y observaste, aterrado, la luz verdosa de la lámpara de flecos, los pesados cortinajes de la ventana. Una pastora rubia sonreía con gesto cómplice enmarcada en un óvalo de guirnaldas y tréboles. La cama arrugada, deshecha, invitaba torpemente al amor. De improviso tus ojos se aguaron.
—No —dijiste—. No, no, no.
Dolores se había quitado el jersey y te contemplaba con la blusa desabrochada y el pantalón a medio caer, súbitamente interceptado (roto el resorte interior) de su abrupto (armonioso) movimiento de desafío.
—Por dios, no.
Os mirasteis entonces por primera vez. La expresión de cólera había desaparecido de su rostro y su desamparo se había acordado espaciosamente con el tuyo, fundidos los dos en un solo arpegio, larguísimo, insostenible.
—¿Qué te pasa?
—No sé.
—Perdóname —dijo ella.
Su voz se quebró también. Los ojos naufragaban, brillantes, enfrente de los tuyos.
—Creía que tú…
—No.
—No quería herirte.
—Ya sé.
—No me mires así.
Cerraste los ojos y la mano de ella te acariciaba anestésica, salvadora.
—Querido. Querido mío —con una voz transparente y magnética que parecía estrenar para ti.
Aquella noche dormisteis los dos juntos y no la penetraste. La unión de vuestras lágrimas había precedido en unos días a la de vuestros cuerpos y las nupcias salobres y tiernas en el anacrónico dormitorio de la pensión anularon de modo imperativo vuestro pasado haciendo de ti y de ella los instrumentos ciegos de una aventura moral común que ni el implacable y escueto tiempo humano conseguiría arruinar del todo. La erosión cotidiana (¿o era espejismo tuyo?) no prevalecía contra lo que entre vosotros había de precioso, de único, de irreemplazable. Sólo la muerte (lo sabías) y su tranquila destrucción. Pero barridos los dos (te decías), ¿a quién le importaría el desastre?
Por el espejo veneciano suspendido en la pared abuhardillada del estudio de la rué Vieille du Temple seguías el movimiento sincronizado de vuestros cuerpos amándose y, saciado tú, aquilatabas a menudo, en silencio, la singular perfección del suyo. Especialmente creado para ti, dispuesto a tu medida, Dolores conjugaba en él, en delicada síntesis, belleza y gracia, fortaleza y ternura. Grato y propicio a la vista, cordial y acogedor al tacto, ¿era, como pensabas a veces con orgullo, una simple, tangible proyección de tu espíritu? Su comprensión y tu rareza se complementaban mutuamente y todo el oro del mundo no hubiese bastado para liquidar la deuda que contrajeras entonces. Tu boca ávida sobre la suya ardiente, tu sexo demorándose en el de ella, la tregua de paz que sucedía a tantos años grises de soledad y hastío, ¿tenían precio? Su sonrisa de después y el gesto triste de cuando, dolorosamente, de ti se desprendía, ¿cómo pagarlos? Exorcizados ya los preceptos y códigos que tus educadores te impusieran, aceptada tu manera de ser y el brusco placer de sus íncubos, Dolores había disciplinado sabiamente tus impulsos, había satisfecho año tras año tu creciente necesidad de amor. Vuestra unión reposaba sobre una armonía preestablecida: ninguna casualidad, ninguna contingencia entre ella y tú. Como si de antemano, concluías, alguno, demonio o ángel, hubiese previsto por vosotros.
Cuando el sol se ponía tras los tejados grises y chimeneas rojas, los gatos negros y las palomas blancas modificando sutilmente la proporción de tonos fuertes y débiles que constituía de suyo uno de los mayores encantos del cuadro, la luz del crepúsculo esfuminaba las líneas y contornos de los cuerpos reflejados en el espejo y os devolvía poco a poco, a ti y a ella, a vuestra remota, extraviada identidad. Dolores permanecía impasible, absorta en algún pensamiento secreto y tú resucitabas a la calma de la noche diciéndote una y otra vez, como te dices ahora, en este apático e indolente verano de 1963, el día en que todo haya sido olvidado y nuestros huesos se pudran lejos tal vez el uno del otro, nuestro amor parecerá todavía indispensable y justo frente al azar y gratuidad de los otros, fortuitos siempre, eventuales, imprevistos, absurdos, a merced de la suerte, arbitrarios, inútiles, siempre aleatorios.
Dolores se había retirado unos minutos al interior del Mas y, aguardando su regreso, evocaste con una sonrisa el rostro de madame de Heredia perennemente espolvoreado de arroz, el gato negro acurrucado sobre su falda, la tertulia de alumnos reunidos alrededor del sofá isabelino. Trofeos y recuerdos de su carrera artística se confundían, nulos, allá en la sombra y una imprecisa sensación de irrealidad infectaba el ambiente como si, sustraído a las leyes de la física, el universo acolchado de la pensión bogase fuera del tiempo y del espacio, sujeto a un sistema particular y autónomo que, curiosamente, hallara su justificación en sí mismo, vous voyez la photo, c’est lui, Frédéric, un hombre de una cincuentena de años, canoso, elegante, retratado con una simple camisa de hilo y un pantalón claro junto a un panorama de nobles ruinas, probablemente Paestum o Pompeya, un être extraordinaire, Monsieur, un vrai amateur de belle musique, nous nous fréquentons depuis quelque temps y madame de Heredia suspiraba antes de proseguir la lección y posar la mano, flaca y amarilla, sobre el teclado marfileño del piano. En varias ocasiones, durante aquel novador y estimulante otoño del cincuenta y cuatro te habías cruzado con él mientras, acompañado de la figura extática de madame Heredia, se dirigía al salón con un severo y riguroso atuendo bursátil. La profesora suspendía entonces sus lecciones y, con una mirada apremiante, hacía comprender a los alumnos que su presencia resultaba innecesaria, pues ella, madame de Heredia, iba a escuchar a solas a Frédéric, alguna obra inspirada de Schubert, quizás las sonatas de Scarlatti que él desgranaría nota a nota para ella con sencillez melancólica y distinguida. La profesora ajustaba cuidadosamente la puerta y, a lo largo de la tarde, los acordes melodiosos del piano se sucedían en la penumbra interpolados, a trechos, con breves silencios agudos, eléctricos, paralizantes. Madame de Heredia permanecía inmóvil en el sofá, con una taza de café en la mano y, al concluir su delicada interpretación de la partitura, Frédéric cambiaba la orientación del taburete y acogía, modesto, el hondo suspiro de agradecimiento de ella, un artiste d’une sensibilité raffinée, Monsieur, et un critique musical incomparable, feliz ella de no tener que compartir tanta dulzura con nadie, de apurar hasta la hez aquellas horas fugaces de comunión íntima y exquisita. Nous avons tous les deux les mêmes goûts et un même amour pour les belles choses, Mozart, Beethoven, Schubert, Mendelssohn, y tu les imaginabas a los dos, dialogando sin necesidad de palabras, arrebatados por la música serena y luminosa de él, habitantes de un mundo perfecto y sin pasiones, acendrada y dinámica creación de su espíritu. El otoño transcurría moroso y, dos veces por semana, madame de Heredia desempolvaba sus viejos vestidos de soirée para ir con Frédéric a la salle Gaveau o al teatro des Champs Elysées, acompañada a menudo de Sébastien, el hijo de dieciséis años que tuviera de su marido meses antes del ansiado divorcio solicitado por ella a causa de la grosería y vulgaridad de él, j’avais peur au début de lui imposer sa présence mais il a été tout de suite touché par sa jeunesse et maintenant il l’aime presque comme s’il était son fils, y la profesora contraponía entonces, prolijamente, el carácter común y plebeyo del padre de Sébastien, interesado sólo en los bienes y apetitos materiales, a la nobleza y elevación de Frédéric, amante límpido de los placeres ideales e incorpóreos, alerta y ágil cazador de la hermosura. Il est trop pur pour être de cette époque, murmuraba madame de Heredia, nous vivons lui et moi comme deux exilés y, en el silencio oportuno del crepúsculo, propicio, favorable a lo secreto, te confiaba que su amistad recíproca se había transformado paulatinamente en amor, no amor físico, precisaba en seguida, almenos por el instante, platónico todavía y casi angélico, pero de una intensidad y violencia como ella, ma parole, nunca había conocido: parfois, en jouant du Schubert, il me regarde et ses yeux se remplissent de larmes, sa mère est morte quand il avait dix ans et il ne s’en est jamais remis. Tú la escuchabas sin decir palabra y madame de Heredia distribuía por los floreros y búcaros del salón las rosas que Frédéric le había enviado con una tarjeta escrita de su puño y letra, distraída, por aquel amor absorbente, del estudio y recitación de sus lecciones. Bon, recommençons, suspiraba, pero su imaginación, sabías tú, volaba, ligera, hacia los salones en donde Frédéric, retenido por sus obligaciones mundanas, discutía con algún otro melómano del último y magistral concierto de la Orquesta de Cámara de Stuttgart o ejecutaba con una frase lapidaria el mediocre recital de la Schwarzkopf, rodeado de seres excepcionales como él, inocentes, risueños, poéticos, imprevisibles. En los tres meses que llevaban frecuentándose Frédéric no le había declarado su amor ni revelado sus verdaderos sentimientos pero, ¿tenía, eso, alguna importancia? Sus miradas bastaban y los silencios densos que invariablemente seguían a la interpretación fascinante de una partitura, la amaba, sí, y ella también le amaba a él, aunque, a diferencia del prosaico y brutal marido de aborrecida memoria, Frédéric no buscase su cuerpo ni tan siquiera la besase y se limitara a estrechar con fervor la mano de ella entre las suyas y a mirarla, acariciante, con sus aterciopelados ojos de gamo. Il a vécu jusqu’à maintenant si sevré d’amour qu’il n’ose pas y croire, Monsieur, notre historie lui parait un rêve y, corroborando puntualmente sus palabras, Frédéric aparecía en el piso con su austero atavío de la City y el consabido ramo de flores, virginal y perfecto, con esa distinción quintaesenciada e impalpable que, según la profesora, constituía el sello inconfundible del gentleman. Tú te retirabas a tu habitación, abandonándolos en su tierno remanso de amor y de ventura y acechabas, curioso, el momento en que el primer acorde del piano inauguraría el esotérico diálogo entre los dos y Frédéric le miraría de modo intenso a los ojos y le estrecharía apasionadamente la mano como si quisiera pasarle por osmosis todo el amor indecible, intacto, que en él había. Non, il n’y a rien encore, il a une sensibilité à fleur de peau et je ne veux pas brusquer les choses, decía madame de Heredia después de la visita, las mujeres le infundían miedo sin duda, probablemente en su juventud había conocido amargas decepciones sentimentales o, quizá, como aquel primo lejano de ella de quien te trazara en una ocasión la biografía, permanecía sentimentalmente ligado a la madre y le había jurado fidelidad hasta la muerte, l’amour, alors, est une profanation, vous comprenez? Y tú asentías, en silencio, a aquel cursillo acelerado de ideas de S teckel, Marcelle Segal y Monseñor Fulton Scheen, sumergido en la penumbra submarina del salón, con el adusto gato negro de la profesora acomodado en el regazo. Casi diariamente Frédéric se presentaba en el piso con su ramillete de rosas y había que ver entonces a madame de Heredia precipitándose a rehacer su tocado para surgir minutos más tarde con la cara empolvada y un agresivo hálito de perfume, rejuvenecida y vibrante, recobrado el aplomo mundano de sus galas triunfales y de sus amarillentas fotografías. Resonaba otra vez el piano, dócil a la magia leve y alada de las manos de Frédéric, e imaginabas el rostro tenso y receptivo de la profesora durante la transparente y concisa interpretación del Adagio en si menor de Mozart: vous jouez mieux que Gieseking, il est trop froid pour moi, il néglige parfois la réssonance tragique de l’oeuvre. Frédéric acogía los cumplidos con humildad devota y, dejando a un lado los libros de texto del IDHEC, aplicabas el oído, con cautela, a la puerta condenada que comunicaba tu dormitorio con el salón y tratabas de adivinar por la intensidad del suspiro de madame de Heredia si Frédéric se había sentado junto a ella y, como era ya de rigor entre los dos, le retenía suavemente la mano. Nada, nada aún, informaba después la profesora, Frédéric era demasiado tímido, la proximidad de los huéspedes le angustiaba, un respeto excesivo hacia el bello sexo, resultado de la muerte cruel y prematura de la madre, inhibía sus naturales impulsos y le enclavaba en una adoración sublimada de la mujer, inmaterial y distante. Había que tener gran tacto, desplegar mucha paciencia y dulzura para no herir su sensibilidad fina, para forzar poco a poco su pudor exquisito, para transformar imperceptiblemente aquel amor hasta entonces etéreo en una relación física que, con femenina intuición, presentía vehemente, impetuosa y volcánica. Madame de Heredia contaba para ello con una excursión al campo, un bon déjeneur sur l’herbe, la caricia del sol otoñal y perezoso, la ayuda discreta de una comida bien sazonada y de una insidiosa botella de vino. Sébastien iría con ellos y, a una señal de la madre, se eclipsaría por el bosque, dejándolos a los dos en una soledad cómplice, turbadora, casi culpable. Là-bas il va me déclarer son amour, il a encore peur mais comme je le comprends, y la profesora desenterraba para ti antiguas historias de hombres famosos cuya existencia ejemplar fuera destrozada un día por alguna aventurera ruin y sin escrúpulos y aseguraba a Frédéric, a la presencia ideal, perseverante y asidua de Frédéric, su desmedido afán de amor, su comprensión vasta, su honda y palpitante ternura. Sébastien venía a verles a menudo en los últimos tiempos y el afecto paternal de Frédéric para con él era motivo de beatitud y pasmo por parte de madame de Heredia, il se sent seul, vous comprenez? Il éprouve le besoin de s’intégrer dans une famille y, descuidando una vez más la lección de solfeo de alguno de sus alumnos, te refería con todo lujo de pormenores el concierto al que, la víspera, habían asistido los tres, subrayando con su bella voz de soprano la generosa solicitud de Frédéric, el esmero singular que ponía en la educación auditiva de Sébastien, en la formación y afinamiento de sus gustos artísticos. Il m’aime, oui, il m’aime, il va me parler bientôt, je le sens: madame de Heredia divagaba para sí misma en la oscuridad del salón y el gato convenía, tácito, con un voluptuoso estremecimiento, ce soir, peut-être demain. Las rosas se sucedían cotidianamente y las interpretaciones subyugadoras de Brahms y los embelesados silencios, rien encore aujourd’hui, patientons, intercalados entre las veladas musicales en la salle Pleyel y visitas instructivas a la casa natal de Debussy o al palacete en donde viviera Mozart durante las cuales Frédéric exhibía ante el niño el tesoro precioso de su erudición, de sus juicios meditados y graves, de su variada y rica cultura. Nada, nada aún; pero, en su recato, ¿había, realmente, razón de alarma? Frédéric ignoraba aquella forma baja y grosera del amor, su reino se extendía únicamente por los dominios superiores del espíritu. Ella le comprendía, ah, cómo le comprendía: nacido en un siglo simoniaco y sin alma, en que el provecho, la concupiscencia y el lucro corrompían la esencia misma del Arte, ¿había algo más natural y lógico que su florido retraimiento? Le bastaba su mirada apaciguadora, el contacto primoroso de sus manos, la atención diligente que, por amor a ella, escrupulosamente, manifestaba por el niño. Sus rosas de la tarde, ¿no eran prueba suficiente de amor? Y los billetitos inflamados que deslizaba con ellas, ¿no revelaban acaso, de modo cabal, la latitud de su ternura? S’il parlait enfin, si au moins il me disait quelque chose; pero no, tonterías, su circunspección era más elocuente que los discursos, las largas pausas entre los dos jugaban el mismo papel armonioso que los silencios en la música. Entonces, ¿por qué inquietarse? Frédéric no disponía quizá de otro medio de comunicación y el lenguaje tonal, nítido y claro, substituía en su fuero interior el idioma utilitario, mercantilizado y equívoco de los demás seres. Sin embargo, ah, sin embargo, cuando madame de Heredia, con astucia prudente, aludía de pasada a la necesidad de constituir un hogar, de fundar una familia, Frédéric se encasillaba en un precavido mutismo, aflojaba sensiblemente la presión de los dedos, miraba con expresión ansiosa hacia la salida. Al cabo de cierto número de tentativas ella no había vuelto a insistir. Frédéric la amaba sin duda con amor celestial y puro pero, ¿cómo explicar, entonces, su repugnancia a regularizar de puertas afuera su situación? Un mariage blanc, ca m’est bien égal, ella no pedía más que aquel arrobo místico con que él interpretaba para ella las sonatas de Schubert, el intercambio de miradas que atemperaba y revestía la magnitud de los silencios, el roce sutil y delicado de sus manos. Sébastien estaba con ellos: tú escuchabas desde tu habitación el Rondó en sol mayor opus 51 de Beethoven, la progresión sonora y dinámica, sin cambio de tempo, que confería al tema su perfecta continuidad, su brillantez articulada y robusta. Desde hacía unos días madame de Heredia daba señales de nerviosismo y cuando repasaba las lecciones de solfeo de los alumnos se interrumpía en medio de una frase y miraba, perdida, hacia las rosas de color carmín que emergían de los floreros y jarros de porcelana: il faut qu’il se decide, te decía, antes de salir, con el hijo, para el concierto habitual de los jueves, je n’en peux plus de cette partie de cache-cache. La oías regresar abatida y, egoístamente, apagabas la luz de tu cuarto para evitar el estribillo de sus lamentaciones. A cada uno de sus ataques frontales Frédéric respondía con nuevas evasivas y las cosas estaban en el mismo punto que al comienzo, esto es, a cero, pese el extenuante derroche de argucias, de estratagemas de ella. A momentos madame de Heredia se figuraba que Frédéric había dejado de amarla, creía sorprender en sus ojos un brillo metálico y duro. Imaginaciones, delirios, il va me rendre folle, decía, c’est aujourd’hui ou jamais. Y de nuevo el ritual de las flores, de sus tarjetas de enamorado, de la música evocadora y sugerente, de los silencios hondos e interminables. C’est la dernière fois, nous n’allons pas quand même rester dix ans comme ça parce que Monsieur est timide, y otra vez las gamas, las escalas cromáticas, las octavas, los acordes, los trinos de una interpretación virtuosa y barroca que sumergía la casa entera en una atmósfera receptiva y sensual, en un estado de trance amoroso exaltado y rítmico. J’aurais dû le comprendre dès le début, c’est un lâche; madame de Heredia se dirigía a la imagen borrosa de sí misma que veía reflejada en el espejo y una inmensa piedad por su suerte había empañado sus ojos de lágrimas. Et pourtant je l’aime, oui, je l’aime, mon Dieu, quel gâchis. El taxi la esperaba a la puerta con Frédéric y el niño y la presencia balsámica de éste y la ternura recoleta de aquél la reconfortaban, desvanecían milagrosamente sus dudas. Après tout, Monsieur, à mon âge, qu’est-ce qu’on peut demander à la vie?: y, aún, la ronda de flores, veladas musicales, furtivos roces, emotivos silencios, los ah, non, cette fois c’est bel et bien terminé, dorénavant je ne marche plus, hasta la noche memorable en que él no apareció y no le envió ramo de rosas ni tarjeta encendida y ella le telefoneó centenares de veces sin dar con él, sin poderle arrojar a la cara, como un puñado de confeti, sus reproches y agravios, sus amenazas e insultos, resuelta a olvidar todo media hora más tarde con tal de oír su voz y escuchar sus razonables excusas, imaginando, en su delirio insomne, el timbre suave y lenitivo de él, susurrándole frases de amor viejas como el mundo, je t’aime, Edmonde, je t’aime, pardon, pardon encore, ma belle, ma tendre amie. Tu te habías dormido al fin, acunado por el rumor de sus pasos y el eco de su demencial soliloquio, oui, c’est ça, il a une maîtresse et il en a peur de me l’avouer, mais je lui pardonne, sa présence seule me suffit y, cuando despertaste, el piso parecía sacudido por un violento cataclismo y madame de Heredia iba de un lado a otro agitando un sobre rectangular entre las manos, descompuesta e hirsuta en medio de aquel decorado angosto de fotografías muertas, de rosas marchitas para siempre, de veladas sublimes que jamás nunca volverían a existir, mon Dieu, oh, mon Dieu, devuelta a la vejez ingrata y a la realidad arisca, prisionera de un tiempo y un don de vida precarios, Monsieur, vous vous rendez compte?, sollozando mientras te tendía la carta, le salaud il a foutu le camp avec mon fils.
Sentados los dos en un rincón del jardín, tejías y destejías con la humilde tenacidad de Pénélope las mallas morosas y finas del imaginario diálogo.
—¿Me quieres?
—Sí.
—Me conoces desde hace ocho días. Apenas sabes quién soy.
—Te conozco desde siempre.
—Bésame.
—Me estoy enamorando de ti.
—Dame tu boca.
—Eres distinta de los demás y yo también. Estamos hechos uno para otro.
—¿Por qué no te acuestas conmigo?
—Tengo miedo.
—¿Te dan miedo las demás mujeres?
—Me das miedo tú.
—Déjame acariciarte.
—No existes. Te he inventado yo.
—Hace seis meses que nos queremos. ¿Te intereso aún?
—Un aún infinito.
—¿Te gusta mi cuerpo?
—No lo conozco. Nunca llegaré a conocerlo del todo.
—También yo recreo el tuyo. Todos los días. A cada instante.
—Me pierdo en ti. En tu sexo. En tus ojos.
—Amor mío.
—Eres mi única mujer.
—¿Te acostumbras a mí?
—No me acostumbraré nunca.
—Un año. Un año ya que vivimos juntos.
—Deja en paz el tiempo.
—Es él quien no nos deja en paz a nosotros.
—Lo pasado no cuenta. Sólo cuentas tú.
—¿Echas de menos lo de antes?
—No hay antes contigo. Nací contigo. Empiezo a partir de ti.
—¿Recuerdas cuando me temías?
—Te temo aún.
—Mi cuerpo es tuyo.
—No puedo poseerte. Eres el aire que respiro. El agua que escurre entre mis manos.
—¿No te cansas?
—Bebo, y todavía tengo sed.
—Necesito saber que me quieres. Cada minuto. En este mismo instante.
—Dos años de paz y de olvido. Nací hace solamente dos años.
—El tiempo no existe.
—Mi pasado eres tú. Mis señas de identidad son falsas.
—¿Me quieres?
—No conozco aún tu cuerpo. No he llegado hasta el fondo.
—¿Por qué bebiste ayer?
—Es algo más fuerte que yo. Al principio podía aceptar la idea de que mirases a otro hombre. Ahora me es imposible.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—No quise entrometerme. Eres libre.
—Ni yo soy libre ni tú tampoco.
—Los celos me repugnan.
—Eres demasiado secreto. Llevamos juntos tres años y a veces pienso que no sé nada de ti.
—No soy secreto, soy púdico. —Yo nunca guardo las cosas dentro.
—Eres más fuerte que yo.
—Desde hace un tiempo te noto cambiado.
—Envejezco.
—Me miras y pareces pensar en otra cosa.
—El trabajo que hago me aburre.
—Déjalo. Vuelve a España.
—España se acabó para mí.
—Viaja.
—Los viajes no resuelven nada.
—Bebes demasiado.
—Dime qué otra cosa puedo hacer.
—¿No te soy de ninguna ayuda?
—No he dicho esto.
—Cuando te siento triste me entristezco también.
—No es culpa tuya.
—Me horroriza la idea de hacerte daño.
—No te preocupes.
—Te quiero. Estoy enamorada de ti.
—Yo también. Pero no podemos nada uno por otro.
—¿Por qué lo dices?
—Ya sabes cómo soy.
—No me importa. Me enorgullece.
—Nunca podremos encontrarnos.
—¿Te disgusta mi cuerpo?
—Me ahogo en él.
—Cinco años los dos, ¿te das cuenta?
—Últimamente también te encuentro triste.
—Es a causa de ti. Cuando haces las cosas con desgana. Cuando bebes. Cuando adivino el deseo contra el que no puedo luchar.
—Carácter es destino.
—Hay momentos en que no sé si me quieres. —Sí te quiero.
—Siento tus celos, pero no siento tu amor.
—¿Por qué lloras?
—Cosas de mujeres.
—¿Fue por esto que ayer…?
—Me temo que sí.
—Te luciste.
—No te preocupes. Lo arreglaremos.
—No quiero forzarte.
—Me fuerzo yo.
—No quiero dejar nada detrás de mí, ¿comprendes?
—No dejarás nada, ni en mí ni en los otros.
—Es mi única libertad.
—Me la haces pagar cara.
—Olvídalo.
—No puedo. Lo veo inclinado sobre mí. Su cara sucia. Sus sucias manos.
—Hay un brillo en tus ojos que no conocía.
—Todavía no he digerido Ginebra.
—Es pronto aún. Un día también la olvidarás.
—La tengo atravesada. Por eso me fui con Enrique.
—No menciones su nombre.
—Tú me manchaste. Necesitaba vengarme de ti.
—Hay cosas de las que no puedo hablar. Mi biografía está llena de agujeros.
—Hubiera ido con el cielo y la tierra con tal de purificarme. Para enterrar para siempre aquel recuerdo en el que figuras tú.
—Cállate. No me hagas más desgraciado de lo que soy.
—Quisiera que fueses feliz.
—Ya ves el resultado.
—¿Por qué has hecho esto?
—Subí al tobogán y, al bajar, me dio un síncope.
—¿Tenías ganas de acabar?
—Sí.
—Ojalá estuviese muerta.
—No llores.
—Yo creía que en Cuba volverías a encontrarte.
—He perdido mi tierra y he perdido mi gente.
—¿Qué piensas hacer?
—No puedo hacer nada. Ni siquiera sé quién soy.
—¿Y tus amigos?
—No tengo amigos.
—Nada importa si quieres salir adelante.
—Quiero salir adelante.
—¿Qué buscas aquí?
—No lo sé. —¿Me quieres?
—He nacido para quererte y para sufrir por ti.
(Imágenes del tiempo lejano se desvanecen en el aire tras la ronda fantasmal de personajes captados para el álbum familiar, en el mismo jardín en el que ahora reposas, a la sombra de los mismos eucaliptos: entrecruzado y ágil ballet de pasos idos y de voces muertas, hecatombe tranquila e incruenta de momentos intensos y ya agotados; inasible correr de los días que todo erosiona y corrompe. Solos tú y ella, en precario equilibrio, a salvo, y a merced, del inevitable naufragio.)
Una escena familiar te ronda la memoria: estás en el París industrioso del canal Saint Martin y un sol invernal, rezagado, brilla sobre las aguas.
Paseas despacio. El árabe ha abandonado la contemplación del panorama de las grúas y suelta a andar a su vez, cauto y receloso, con las manos hundidas en los bolsillos. A una veintena de metros de él puedes observar a tus anchas sus botas de goma, los pantalones de burdo azul mahón, la zamarra de cuero con las solapas forradas de piel, el pasamontañas de lana ceñido a la cabeza. Su presencia discreta gobierna la calle. Al llegar a los jardincillos desnudos del Square tuerce en dirección al bulevar, aguarda sin volverse el semáforo verde, atraviesa la calzada y, tal como has previsto tú, continúa su marcha hacia La Chapelle bajo el techo herrumbroso del aéreo. Le imitas.
El viento ha ahuyentado a los habituales clochards tumbados en los bancos de madera y, con excepción de algunos atareados y absortos transeúntes, en el andén central no hay más que un reducido corro de curiosos y una pareja de inveterados jugadores de petanque. El árabe se demora a mirar con expresión ausente. Al llegar tú y seguir su ejemplo te examina unos segundos con sus ojos profundos y negros. Ha sacado la mano derecha del bolsillo de la zamarra y, de modo mecánico, se acaricia el bigote con el índice y el pulgar.
El metro pasa zumbando encima de vosotros y su sacudida estremece brutalmente el suelo. Sustraído de pronto al tiempo y al espacio recuerdas que un día, en un hotelucho cercano, hiciste el amor (¿con quién?) aprisa y corriendo (era tarde, tenías una cita en la France Presse) y tu eyaculación había coincidido exactamente con el temblor provocado por el tránsito de los vagones. (¿Consecuencia lógica del ruido o casualidad pura?) Desde entonces, piensas con nostalgia, no has vuelto a probar jamás.
Niños vestidos de sioux corren delante de ti disparando con revólveres de juguete. El árabe camina pausadamente y escudriña con gesto atento los comercios y tiendas de la acera de los impares. Dos celadoras de l’Armée du Salut se dirigen hacia Barbes recogidas y mudas, con la inepta gracia de Dios pintada en el rostro. Escuálido, el sol parece descarnar aún las fachadas carcomidas de las casas y se refleja en los cristales sin hacer escardillo.
(Como necesario horizonte para ti, el rostro de Jerónimo, de las sucesivas reencarnaciones de Jerónimo en algún rostro delicado e imperioso, soñador y violento había velado en filigrana los altibajos de tu pasión por Dolores con la fuerza magnética y brusca con que te fulminara la primera vez. Cuando os separasteis se fue sin darte su dirección ni pedirte la tuya. Tenía dos mujeres, seis hijos y nunca supiste cómo se llamaba.)
Pasabas despaciosamente las páginas del atlas y cada lámina en colores de la accidentada y mudable geografía política europea traía a tu memoria alguna imagen que, como acusación o descargo, se agregaba al expediente de tu historia común con Dolores y, de modo sutil, lo modificaba. Desde tu ingreso en la France Presse la dirección te enviaba por el mundo a fotografiar el idilio de las princesas tristes (el fatuo de Rubén Darío promovido al cargo de redactor-jefe de France Dimanché) o el sonado divorcio de una actriz famosa («J’ai surpris Annette dans les bras de Sacha») y, por un tiempo, tu agitada existencia de paparazzo te había consolado del fracaso e irreparable ruina del proyectado documental sobre la emigración. Dolores viajaba contigo y la nostalgia de España se había desvanecido poco a poco, como si las raíces que te unieran a la tribu se hubiesen secado una tras otra como consecuencia de tu dilatada expatriación y de vuestra indiferencia recíproca. Rama amputada del tronco natal, planta crecida en el aire, expulsado como tantos otros de ahora y de siempre por los celosos guardianes de vuestro secular patrimonio.
Recostado en el jardín en el que el inconsistente niño que fuiste tú vegetó y languideció con los suyos hasta la revelación súbita de su pasión por Jerónimo, evocabas perezosamente Amsterdam y sus canales, los escaparates fosforescentes de Zeedijk con sus seductoras prostitutas como sirenas cautivas dentro de un acuario, el bar Mascotte y la orquesta de robots que interpretaba calipsos emitiendo por los ojos feroces destellos, las manchas de grasa de los barcos como balsas flotantes o gigantescas mariposas ahogadas, la cola de marinos que se tatuaban en Sint Olofs Steeg, el dancing en el que Dolores coqueteó con un antillano y, después de una escena tuya, os besasteis hasta perder el aliento.
Ella miraba contigo el diminuto plano de la ciudad que figuraba junto al mapa de Holanda e instantáneas olvidadas de vuestros paseos y jirones remotos de vuestras conversaciones afloraban, como burbujas, a tu memoria, disueltas en seguida en una vertiginosa sucesión de imágenes proyectadas, dirías, en un calidoscopio. (Como en otros lugares de Flandes y Países Bajos la cultura española, asfixiada por la inhóspita aridez de la estepa y la proverbial intolerancia de su fauna, arraigó allá, al amparo de la Reforma protestante y su generosa latitud de pensamiento, plasmando en multitud de obras de inspiración justa y libre, serena y perdurable. Semilla desperdigada por el viento, la inteligencia de los tuyos había caído en terreno dúctil y sus frutos testimoniaban al cabo de los siglos un impulso innovador y rebelde que hubiera merecido, sin duda, meditabas, fortuna mejor. Aquella España errante, la España peregrina, sustituía en tu corazón a la España oficial y aprendida de señores y siervos, al pueblo cerril de las fallas y los sanfermines, los cosos taurinos y las procesiones de Semana Santa.)
En Hamburgo habíais visitado, hasta agotarlos, los bares de Reeperbahn y St. Paoli (el Rattenkeller, el Katakombe, el Rote Katze, el Mustapha, el Venus) y en Brujas presenciasteis una escena insólita (¿recuerdas Dolores?): severos niños flamencos, que parecían surgir de algún retablo barroco, habían organizado una carrera de abuelas y asistían, impasibles, a los meritorios esfuerzos de media docena de viejecitas que, obedientes al silbato del arbitro, daban vueltas y vueltas, sonrientes y dóciles, alrededor de un laguito artificial con nenúfares. Poco a poco, a la admiración ciega de los primeros meses, había seguido una actitud ambigua respecto a la nueva y helada religión industrial de los europeos: el decorado de grúas, andamios, bulldozers, chimeneas de fábrica que contemplaras en el valle del Rhur durante tus viajes te había hecho comprender de pronto que estabas luchando por un mundo que sería inhabitable para ti. Bajo una apariencia engañosa de confort las condiciones de vida eran duras, los sentimientos tendían a desaparecer, las relaciones humanas se mercantilizaban. Tu rebeldía tampoco cabía allá y era una mera prolongación, te decías, de vuestro mundo español precapitalista y feudal, hoy en vías de liquidación y derribo, sin necesidad de tu intervención ni la de tus amigos, sin nobleza, sin moral, sin justicia, por la escueta y simple dinámica del proceso económico.
Cada página del atlas geográfico suscitaba algún recuerdo tuyo y Dolores figuraba en todos sucesivamente lejana, hostil, apasionada, amante: un sol devorado por su propio fulgor se reflejaba en sus anchos ojos sin cauce frente a los farallones de la Marina Piccola; paseando por las calles de Roma parecía ajustar sus movimientos a las reglas de una ley armoniosa e imprevisible; absorta, contemplaba las admirables Regentas de Hals, el prodigioso juego de luces y sombras, la densa y rítmica musicalidad del cuadro.
Hubo una pausa durante la cual las nubes que bogaban en dirección sureste adquirieron una tonalidad sorda, opaca. Se oía a lo lejos el claxon de los automóviles y el jadeo enfermo de la locomotora del ferrocarril.
Dolores había ido a buscar hielo a la cocina y puso a enfriar una botella en el cubo. Faltaban unos minutos para el toque del Ángelus y las gotas amargas del Dr. d’Asniéres. Las cigarras coreaban sus estridencias en el bosque y abriste el atlas por la mitad.
MÓNACO, pequeño principado de Europa, situado en el dep. francés de los Alpes Marítimos: 1 y 1/2 km2 (monegascos); Cap., Mónaco. Puerto en un promontorio del Mediterráneo. Célebre Casino de juego. Baños de mar.
La última vez que estuviste allí, semanas después del síncope que te fulminara en el bulevar Richard Lenoir, habías asistido ocasionalmente a una exhibición de conjuntos y orquestinas de twist, rock y mádison de extravagante nomenclatura y el delirio místico que se adueñara del público y el estado de trance religioso en que cayeran algunos mozos obraron el prodigio de sacudirte de tu torpor.
¿En qué extraño planeta habitabas?
… En 1956, jóvenes e indemnes todavía, Dolores y tú habíais visitado las salas de juego en que tu tío Néstor dilapidara su fortuna y, luego de haber tentado en vano la suerte, os asomasteis al belvedere que, a la sombra del hotel de París, domina el barrio de La Condamine. Anochecía: de las aguas grises del puerto emanaba una fosforescencia sonámbula que la luz roja de las balizas y el neón blanco de los faroles se esforzaban inútilmente en paliar. La vida os sonreía a los dos y en la plenitud tú de una pasión que parecía que no alcanzarías a saciar nunca te asaltó de pronto, con violencia, la intuición del tiempo y su soterrada labor de desgaste, de la muerte irremediable de los sentimientos y vuestra propia caducidad: antes de vosotros el tío Néstor y su amiga irlandesa habían recorrido los mismos lugares absortos, igualmente, en el goce de su propia peripecia amorosa; reconocida la causa por la que lucharan, un porvenir limpio se abría a sus ojos y ninguna fuerza en el mundo, pensaron acaso inocentemente, podría socavar su unión. Eternos, intactos, su aventura se prolongaba dócilmente con ellos, como si jamás, te decías, hubiese de tener fin.
Seis lustros se habían anulado de golpe y el destino mezclaba sus cartas. Poco a poco, recordabas, el promontorio rocoso del palacio se disolvía en la penumbra. Una quietud arrobada paralizaba la vida del puerto. Venía un fueraborda del otro lado del cabo y, al llegar frente al Casino, aproó de nuevo hacia el mar.
La pareja que contemplaba el paisaje insomne, ¿erais vosotros?, ¿o eran ellos?
Repetida la pregunta siete años más tarde, piensas ahora, no hubieras sabido qué contestar.
Los gritos lejanos de los niños te sobresaltaron
tía Dolores
aah
a Luisito le ha picado una avispa
aaah
una avispa
aaaah
tía Dolores
aaaaah aaaaaah
tía Dolores
cuatro años atrás
pocos meses después del fracaso de la huelga nacional pacífica y de la segunda oleada de detenciones
con la vista perdida en los cisnes sonámbulos del lago de Ginebra recorrías el pont du Montblanc en medio de una delegación de congresistas reunida allí sin duda con algún fin altruista, servicial y benéfico
uno de esos congresos magnánimos contra la guerra el hambre el paro las enfermedades el subdesarrollo inventados por la próspera industria hotelera suiza
(por qué no existirán Congresos
te decías
para la ruina y perdición del género humano patrocinados por los criminales más notorios del siglo
Landru Petiot Giuliano Al Capone Dillinger)
y el niño caminaba junto al pretil del puente y examinaba el triste panorama suizo de tarjeta postal suiza con mirada crítica y censoria
qué hacemos aquí
Dolores tiene que ver a un señor
qué señor
un amigo
yo me aburro
mira el lago
no me gusta
quieres dar un paseo en barca
quiero volver a París
aquí se ahorcó tu tío Néstor antes de que tú nacieras en su habitación del sanatorio de Bel-Air y su rebeldía contra la sociedad española de su tiempo murió con él como morirá sin duda la tuya si no le das forma concreta y precisa si no logras encauzarla antes quieres un helado había contemplado el frigorífico paisaje de agua abetos montaña nieve no no quiero la nórdica blancura del aire el mustio sol aterido mientras anudaba su bufanda de seda a la falleba de la ventana y releía por última vez la carta que dirigió a tu abuela qué quieres hacer entonces la carta que guardó consigo hasta su muerte y que tu madre no quiso enseñarte volver a casa todo su potencial de rebeldía sepultado en la nada digerido en el recuerdo de ellos un simple nombre inútil del moribundo árbol genealógico dónde está la tía quieres ser epílogo y no comienzo el error de ellos debe terminar contigo ahora vamos a verla que lo que venga de ti sea enterrado adonde reparación y olvido aquí cerca en el fondo de un lago suizo mezclado con el semen la sangre y los residuos de todas las cloacas
cómprame Mickey
sentada ella frente a ti examinabas sus rodillas con atención casi dolorosa la curva refinada y casi perfecta que se hundía en los bajos de la falda qué podemos hacer las piernas admirables que tú conocías centímetro a centímetro con la morosidad y latitud prolijas de la pasión no sé es algo tan inesperado brutalmente interrumpidas por el dobladillo de la tela escocesa qué piensas tú había en sus ojos una chispa de rencor como el día en que ella vino a tu habitación en casa de madame de Heredia y comenzó a desnudarse con desafío bueno mi manera de pensar ya la conoces pero si tú quieres volviste la mirada hacia los bajos de la falda de cuadros no he dicho eso me interesa sólo tu opinión a la línea convexa de los muslos que apuntaba hacia el sexo escondido y codiciable si tienes miedo de otra vez el brillo insólito de sus ojos buscando furtivamente los tuyos no no tengo miedo con un ademán púdico estiró la falda hacia las rodillas si piensas que corres un riesgo cualquiera encendió un cigarrillo y hojeó nerviosamente las páginas de un semanario ilustrado nunca pasa nada no te preocupes éste es un asunto de mujeres ya lo resolveré yo
teníais cita en un café de la place Bourg-du-Four frecuentado por los alumnos de la escuela de arquitectura
el niño caminaba momentáneamente absorto en la lectura de Mickey y nuevas delegaciones con emblemas y banderitas afluían de los hoteles de la place Longemalle
americanos con pinta de vaqueros pastores protestantes con alzacuello blanco grupos folclóricos de algún país africano virtuosas mujeres de sonrisa helada y dentífrica
el tío Néstor probó la resistencia de la bufanda antes de anudarla al pomo de la falleba y mirar por encima de los abetos del jardín de Bel-Air las aguas oscuras e inmóviles del lago Léman meditando tal vez en la vanidad de una rebeldía condenada a desaparecer con él
adonde vamos
a esperar a Dolores
estoy cansado
es aquí mismo
su fotografía no figura en el álbum familiar y la que había sobre la cómoda de tu madre se extravió después de su muerte apenas la recuerdas una cara insolente y romántica que atraía el instinto maternal de las mujeres completamente olvidada al cabo de treinta años como si no hubiese existido nunca te sentaste a la primera mesa libre del café de cara a la puerta por donde debía salir Dolores
qué quieres
inmerso en la lectura de Mickey
una naranjada con mucho azúcar
ninguno pudo elegir mejor para acabar aquí al borde del lago en donde se colgó tu tío Néstor como si una fatalidad pesara sobre la familia en el mismo lago suizo frente al mismo paisaje neurasténico
te levantaste de la gandula abandonaste la contemplación de las láminas en colores del atlas que representaban la Confederación Helvética física política económica lingüística simultáneamente al correcorre de la criada atemorizada por los chillidos del niño y la serena voz de Dolores
por favor puede traerme algodón y la botella de formol
en uno de los cajones del despacho había una carta del tío Néstor escrita desde el sanatorio de Bel-Air fechada unos meses antes de su suicidio la buscaste en la carpeta religiosamente conservada por tu madre entre los borradores de sus traducciones de Yeats y las notas destinadas a una futura antología de la poesía irlandesa contemporánea
si no voleu enviar mes diners no n’envieu de totes maneres no tornaré a Barcelona
ni jo us vaig escollir a vosaltres ni vosaltres em vau escollir a mi ningú no en té la culpa
morir per Irlanda hauria estat una exageració estic millor aquí en aquesta botiga de rellotges
em moriré de fástic a Süissa lluny de les vostres esglésies i deis vostres capellans tot aixó us estalviareu el preu del meu enterrament i deis meus funerals
volviste al jardín
Dolores había aparecido de pronto por el portal y acechaste su rostro tratando de adivinar sus emociones el vientre liso las piernas esbeltas unos zapatos italianos de línea audaz y elegante
un café s’il vousplait
tía Dolores
sacó un cigarrillo de la pitillera lo alumbró o exhaló pausadamente el humo
qué ha dicho
esta tarde a las cuatro
tía Dolores
corazón
cuándo nos vamos
vuelca su maternidad frustrada en el niño ensaya cada ademán de ternura como si no lo hubiera de repetir jamás
te parece serio
me da exactamente lo mismo
dentro de cuatro horas volverás a ser libre sin ataduras que te sujeten a la vida dueño del denso olvido como el tío Néstor
si quieres probar la otra dirección
por dios cállate
aguardabais tumbados en la habitación del hotel sin saber tú lo que fermentaba dentro ajenos uno a otro como dos desconocidos después de un encuentro casual y fortuito
el niño botaba una flotilla de barcos de papel en la bañera provocaba guerras combates navales bombardeos aéreos encuentros submarinos explosiones atómicas mientras Dolores encendía un cigarrillo con la colilla de otro y miraba absorta el empapelado de flores de las paredes
evocando tú el sombrío edificio del sanatorio de Bel-Air que visitaste durante tu primer viaje a Suiza habitado aún al cabo de treinta y cinco años por el fantasma de tu tío Néstor
el aire helado y ventoso la lluvia oblicua el húmedo y triste jardín que te trajera a la memoria el del convento en donde viste por última vez a la abuela
como él quisiste romper con todo lo que recibiste de prestado con todo cuanto sin pedirlo tú te dieron ellos dios religión moral leyes fortuna
intentando imaginar sus paseos solitarios a orillas del Leman por aquel sanatorio de extranjeros ricos con glorietas senderos cenadores lagos artificiales construido a primeros de siglo para albergar los delirios de grandeza de algún aristócrata ruso
la exigua herencia que ha dejado tras él las traducciones y poemas extraviados durante la guerra muerto sin pena ni gloria en una casa de reposo suiza
diciéndote
no estás aquí por casualidad la agonía de hoy es premonitoria
cuánto tiempo falta para que te extingas tú
autor fallido de un documental sobre la grey española expulsada de su tierra por la opresión el paro el hambre la injusticia
tu rebeldía desemboca aquí tu rebeldía morirá contigo con supersticiosa solemnidad Dolores cumplía los ademanes del torero que reviste el traje de luces antes de ir a la plaza y admiraste una vez más su cuerpo doliente y cuitado hecho para el amor y la ternura
me guardas rencor
no
una sandía partida en dos el cuchillo se hunde en el
jugoso corazón de la fruta
adelantaste hacia ella y la enlazaste torpemente por el
talle
júramelo
cuando escribió su carta de adiós era a finales de otoño y un sol amortiguado y aprensivo iluminaba quizá la nieve de las montañas
suelta voy a llegar tarde
anudó su bufanda al cuello y se dejó caer
te acompaño
prefiero ir sola
la flotilla de barcos de papel rebosaba en el fondo de la bañera y en la cara del niño se insinuaba un aburrimiento implacable
adonde vas
tengo que hacer un recado
y el tío
te llevará a pasear
estoy cansado
iremos al parque
no quiero
qué quieres
volver a París
perfumada y vestida como para una ceremonia nupcial la semilla sangrienta eternamente diluida en las aguas obscenas del lago
podías retenerla aún abrazarla suplicarla que no fuera a la cita
te esperaré en el bar de enfrente
como tú quieras
no me moveré de la terraza
te aproximaste a la ventana descorriste el visillo y la espiaste mientras atravesaba la calle en medio de la disciplinada muchedumbre suiza
qué miras
nada
me aburro
vamos a salir
bajasteis la escalera alfombrada de rojo entregaste la llave al conserje compraste un ejemplar de La Tribune
los millones de indios que mueren de hambre las minorías raciales oprimidas las víctimas de las radiaciones atómicas servían de pretexto al desfile incesante de comisiones subcomisiones comités delegaciones secretariados
toda una fauna escurridiza y fría metálica y moderna exclusivamente consagrada
eso decía
al bien de sus semejantes y a la salvación de la humanidad monjas de tocas blancas aleteando como mariposas hindúes de cara apretada y densa como el puño de un bastón turistas escandinavos de rostro aguanoso y pajizo mezclados con el orondo y pacífico pueblo de relojeros los obreros italianos de manos callosas y rasgos mal esculpidos los corros de mujeres españolas catapultadas desde los pueblos de la meseta con sus inevitables vestidos negros y los consabidos maletones de cartón
Ginebra es una estación terminal nadie puede vivir impunemente en ella tío Néstor no pudo elegir sitio mejor para acabar ni Dolores para destruir el germen de la odiada semilla
pardon vous désirez quelque chose
merci Madame je me promenais
sonreiste
quelqu’un de ma famille est mort ici il y a longtemps vous comprenez
no no comprendía
en sus ojos había una neta sospecha y sin asomarte al pórtico en el que dos señoras de edad avanzada parecían apreciar con embeleso la sutilidad de la llovizna volviste pies por el sendero orillado de abetos hacia la verja herrumbrosa de la calle
CLINIQUE DU BEL-AIR
estabas de nuevo en la terraza con la vista fija en el mapa de la Confederación Helvética y los gemidos del niño se filtraban apagados desde el interior de la casa
quiero ir al cine
MONKEY-BUSINESS by the Marx Brothers doublé en français dentro de una hora en el bulevar des Tranchées en la terraza del café que está frente a la portería
deux places s’il vous plaît
Álvaro confunde siempre Marx (Karl) con Marx (Brothers) y Monroe (Presidente) con Monroe (Marilyn)
el público reía a carcajadas y seguisteis la linterna de la acomodadora hasta dos asientos libres situados en la primera fila de butacas
no veo bien
chist
quiero ir atrás
estáte tranquilo
las imágenes te recordaban vagamente alguna película que habías visto con tu madre un jueves por la tarde en los limbos remotos de tu niñez
cómo diablos se llamaría en español
tu vois ce revolver
qu’il est mignon c’est le père Noël qui vous l’a apporté
moi j’ai eu une locomotive écoute espèce d’idiot sais-tu qui je suis oh ne me dites rien animal ou vegetal
uuh
animal écoute je suis Alky Briggs
et moi je suis le type qui parle tellement drôle de rencontre as-tu une dernière question à me poser avant que je te descende
oui
vas-y
croyez-vous vraiment que les filles aient tendance à être déçues par un garçon qui se laisse embrasser
las cuatro en el reloj luminoso de la pared las manos sucias del hombre manipulando los instrumentos
por qué no dispara
Dolores salió de la galería llevando de la mano a Luisito y su rostro era otra vez inocente y feliz
le ha picado una avispa
te hace daño
sí
los muchachos de once años no lloran
estará acostada en la cama quién sabe si querrá abusar de ella por qué se esconde pour vous élargir vous comprenez oh mira qué hacen los labios viscosos sobre su piel son buenos o malos la deprimente habitación de la clínica de Bel-Air los abetos el panorama suizo del lago quién es el señor gordo la bufanda anudada a la falleba la maldita semilla se quiere escapar de verdad todo ha sido inútil estaba escrito que debía terminar en Suiza en alguna cloaca inmunda en el fondo del Léman
depuis qu’il a obtenu la licence de mariage je mène une vie de chien c’était peut-être une licence pour chien
la sala reía y pataleaba
te incorporaste
vámonos
aún no ha terminado
Dolores nos espera
de nuevo Ginebra internacional y provinciana informe y profusa abandonado a ti mismo y al desolador inventario de tu herencia y tus dones
Dolores se había sentado junto a ti con las piernas cruzadas y examinaba a su vez con atención el mapa de la Confederación Helvética
nunca estuvimos en Saas-Fee
entornaste los ojos
recordabas el momento preciso en que había aparecido titubeante en la acera del bulevar des Tranchées y el niño corrió alegremente a su encuentro mientras tú te precipitabas aterrado hacia la parada de taxis más próxima
pálida desencajada ojerosa aturdida todavía por la morfina
qué te pasa
nada corazón
por qué lloras
el trayecto agónico hasta la place Longemalle sus manos crispadas sobre la falda su rostro céreo su mirada ausente
tío Álvaro y yo hemos visto una película de risa
era bonita
el que me gusta más es el mudo
el vestíbulo del hotel con sus delegaciones de congresistas el inacabable pasillo alfombrado la anticuada cama matrimonial el empapelado obsesivo de las paredes
los rasgos de su cara afinados por el dolor el
cabrón más que cabrón
repetido a media voz mientras se desangraba y tú salías de nuevo con el niño a buscar calmantes a la farmacia de turno por las calles de esta Ginebra que aún odias y desearías olvidar para siempre
como Néstor exactamente igual que tío Néstor
llamea el sol tras las ramas de los eucaliptos el viento estremece sus hojas plateadas las ranas croan en el estanque emboscado entre los alcornoques se oye cantar a un mirlo
han transcurrido tres años desde entonces y el recuerdo del fin de semana se disuelve y anula en la certeza de vuestra límpida y sedante tregua de paz
Dolores ha descorchado la botella que enfría en el cubo de hielo sirve dos vasos hasta el borde media el suyo de un trago pasa la página del atlas
prefiero olvidar dice
su mano se demora unos instantes en la tuya y cuando se encara contigo
(el sol colorea suavemente su rostro y en el iris de sus ojos hay reflejos de mica)
lo pasado parece abolirse de golpe y te mira como si acabara de inventar la mirada.
Había llegado inesperadamente unas semanas después de serle otorgada la libertad condicional y se presentó en tu estudio de la rué Vieille du Temple sin darte explicaciones acerca del viaje y haciéndote comprender por la entonación de la voz que tampoco debías pedírselas. Su aspecto era el mismo de diez años atrás, un poco más corpulento quizá y con una propensión a la calvicie que disimulaba cuidadosamente peinándose el mechón hacia delante. Su carácter no había cambiado desde entonces y, en apariencia, las pruebas difíciles que soportara en los últimos tiempos no habían hecho mella en él. Hablaba de su detención como de una enfermedad vulgar y ordinaria y refería los interrogatorios que sufriera con el mismo despego irónico que una extracción molar en casa del dentista: como algo rutinario y sin duda molesto pero que, si en la práctica lastimaba a muchos, a fin de cuentas no mataba a nadie. El relato de sus torturas y las protestas que suscitara en el extranjero le arrancaban una sonrisa: exageraciones, parecía decir, hoy día hasta las mujeres aguantan. Una aureola romántica le envolvía y la rechazaba con modestia y desdén. Su lucha y la de sus compañeros le habitaba plenamente y, expatriado en París, seguía viviendo en España. La ciudad era los ramales, estaciones y bocas de metro en donde tenía sus citas; el cine, las sesiones en que se proyectaban películas y documentales sobre la guerra civil; la prensa, el breve recuadro editorial o despacho de agencia referentes a la política del Régimen. Un velo espeso e invisible le separaba del resto de la comunidad en la que físicamente vivía: como tantos otros millares de compatriotas fugitivos de la guerra replegados en su concha, obligados a resistir días, semanas, meses, años, el asedio de una realidad para ellos ajena y hostil, con todo el amor y tristeza, ternura y esperanza puestos en una tierra en la que en mala hora, te decías, expiaran la maldición de nacer.
Habían transcurrido algunos meses desde su llegada y, en los ratos que él tenía libres, venía a visitaros al estudio de la rué Vieille du Temple y, con esa paciente condescendencia suya hacia quienes no pensaran como él, os explicaba la situación real del país y el desenlace, previsible ya, de los acontecimientos. Tú le oías citar los nombres de Marx y Lenin con idéntico ardor al que empleara antes en mentar los de José Antonio y Ramiro de Maeztu y su sinceridad te conmovía. Dolores le escuchaba también con atención y, a veces, si discutíais, tomaba partido por él contra tu agnosticismo.
Fue una tarde de invierno —¿recuerdas?: transparente y diáfana—: teníais cita los tres en Saint-Germain y tú andabas, como era tu costumbre, con retraso, cuando los divisaste, desde lejos, en la terraza abrigada del café, uno junto a otro, aguardándote. Él hablaba con su habitual vehemencia, contento y seguro de sí mismo, y Dolores le miraba con una intensidad que, hasta entonces, había reservado para ti, con las mejillas encendidas y los ojos brillantes. La criatura insondable y nocturna que era ella desde vuestro viaje a Ginebra sonreía de nuevo luminosa, olvidada. Bruscamente, tuviste la impresión de estar de más.
El paisaje se transformó. Los objetos cobraron una existencia autónoma, impenetrable. La nada se abrió a tus pies. Transeúntes y automóviles circulaban caóticos, privados de finalidad y de sustancia. El mundo extraño a ti y tú extraño al mundo. Roto el contacto entre los dos. Irremediablemente solo.
Era una Venecia insólita, difuminada, brumosa, enteramente distinta de la que Dolores y tú conocisteis cuando la France Presse te enviara a retratar starletts bellas y estúpidas mientras paseaban en biquini por la decimonónica y triste playa del Lido o daban de comer a las palomas sonriendo con dientes blanquísimos ante las columnas del Palazzo Ducale y, a intervalos regulares, los vaporettos procedentes del gran canal depositaban en los pontones de amarre de Capitanía y a todo lo largo de la Riva degli Schiavoni un cargamento de turistas asiduos de Wiener Schnitzel y Halles Bier, vestidos, sin distinción de sexos y edades, con calzones de ante o terciopelo y que, provistos de una o varias cámaras fotográficas, irrumpían en grupos compactos hasta la disciplinada y esbelta perspectiva de la plaza poseídos de un ansia enfermiza de dejar constancia de su paso por aquellos parajes, fijando para el álbum familiar de recuerdos la imagen torpe del niño rodeado de palomas o de la esposa gorda perfilada frente a los relieves de la Loggietta al tiempo que en las variopintas mesas del Quadri o del Florian otros turistas con idénticos calzones de terciopelo y sombreros tiroleses escribían docenas y docenas de tarjetas postales con saludos y exclamaciones maravilladas, como si el verdadero objeto del viaje de unos y otros fuesen las tarjetas postales y los álbumes de familia y no el admirable panorama de San Marco con sus palacios de estilo bizantino y las columnas, estatuas, mármoles y mosaicos de una basílica fastuosamente bella, subyugadora e intacta pese a que las orquestinas encaramadas en los estrados de los cafés contaminaban la atmósfera pegajosa y húmeda con los acordes briosos de El Danubio azul, la Marcha turca, las Danzas polovtsianas del Príncipe Igor, el Carnaval de Venecia, la Marcha militar de Schubert, O Solé Mió, Granada, Ciao, ciao Bambino, amalgamando la disparatada confusión políglota de las conversaciones, los resúmenes históricos de los guías, las señas de albergos no espánsif de ganchos y maleteros, las voces inarticuladas de los niños, el arrullo discreto de las palomas.
El frío había barrido los turistas con mochila, las mesas multicolores de los cafés, los tablados de los músicos y, desdibujada por la niebla matinal, la plaza os aparecía tal y como la pintara Bellini cuatro siglos atrás, con las fachadas levemente asimétricas de la Procuratie Vecchie y la Procuratie Nuove, la torre del Reloj con la Virgen, los Reyes Magos y los signos del Zodiaco, el Campanile, la catedral basílica. Algunos indígenas la cruzaban con paso rápido, ocultos casi bajo sus prendas de abrigo y, dueñas absolutas del lugar, las palomas revoloteaban con impaciencia y aguardaban el disparo de los cañones para alzar el vuelo, el ensordecedor torbellino, hacia las almenas y cúpulas, al acecho de la jubilosa irrupción de los servidores encargados de procurarles el alimento. Tras las vidrieras, las butacas de felpa del Florian acogían una clientela ornamental y vistosa. Dolores caminaba en silencio bajo las arcadas y, al respirar, su aliento formaba un diminuto globo helado que flotaba unos segundos en el aire antes de desvanecerse misteriosamente en el frío.
Era grato asomarse con ella a la Piazzetta y, sentados al pie del León de San Marco o de la estatua en mármol de Santa Teodora, contemplar el agua sucia y embravecida de la laguna, el balanceo ruidoso de las góndolas entre los hincones, la calada de las gaviotas sobre su presa, el surco blanco de alguna motora que se alzaba y caía velozmente a impulsos de la marejada y, más lejos aún, los postes de las balizas alineados como un juego de bolos y los campanarios de las iglesias de San Giorgio Maggiore y la Giudecca esfumados, casi disueltos, en la bruma, o perderse en un dédalo de callejas de nombre extraño Ramo de Ca’Raspi, Rio Terrà San Aponal, Sestier de Castelo, Boca de Piazza, Fondamenta delle Osmarin, Pescaría de Canareggio, Rugheta del Ravano, Sottoportego del Spiron d’Oro, Mazzarietta Due Aprile, Corte Saracina, Barbaria della Tole, Campillo de San Quero o Calle di Mezzo de la Vita y desembocar inopinadamente frente a la Scuola di San Rocco o el Campo di Santa María Formosa con los pies helados en el interior de los zapatos y las manos rígidas dentro de los guantes, beber un café amargo y ardiente antes de proseguir el camino hacia San Giorgio degli Schiavoni y detenerse a aquilatar una vez más la perfección de San Trifone ammansa il basilisco o de los Funerali di San Gerolamo de Carpaccio, comer una anguilla alla barcarola con polenta en una trattoria y apurar una botella de buen Merlot.
Habíais pasado tantas noches en vela intentando razonar inútilmente la crisis de vuestros sentimientos y la deterioración de vuestras relaciones, poseídos de una desmedida necesidad de balance y un prurito de sinceridad lindantes con el exhibicionismo en el prolijo inventario de vuestras infidelidades reales o deseadas, aventuras e historias, hasta hacer de Dolores y de ti dos extraños, asombrado cada uno con su ignorancia de la vida del otro, algo desamparados también por el derrumbe de todos los proyectos, quimeras e ilusiones —que vuestras miradas se rozaban apenas como si temieran herirse y vuestra conversación se reducía a un mínimo indispensable de palabras, simple comentario, por lo general, de un paisaje, un cuadro o la graduación o embocado de un vino, no repuestos aún de la sorpresa de vuestra nueva, vasta y desorientada libertad y recelando que un incidente nimio o una observación fuera de tiempo consumara definitivamente una ruptura que, de modo oscuro, pero instintivo, sentías irreparable.
Aquella Venecia arisca y fría, suntuosamente irreal entre la niebla, os reflejaba como un espejo de turbio azogue en vuestra perpendicular soledad cuando, ateridos tras el diario callejeo sin rumbo, os dejabais caer en los butacones muelles del Harry’s Bar junto a una copa de bloody-mary o un cóctel exquisitamente aderezado por un fotogénico barman de manos ágiles y flexibles, envueltos en el runrún de las conversaciones de un público de americanas con abrigos de astracán y caballeros con una cadenita de oro en la muñeca y pelo teñido de rubio —o si, abandonando a Dolores en uno de los innumerables bazares de recuerdos de la Salizzada san Moisé o Calle Larga San Marco, errabas durante horas a la ventura de tus piernas, extraviándote en cuppos di sacco y callejones angostos, con la idea fija de los siete años de vida común, incapaz de admitir, en tu negación obstinada de la evidencia, la magnitud real de vuestro fracaso, recomponiendo los elementos del expediente como si se tratara de un puzzle y deshaciéndolos de nuevo perennemente insatisfecho de ti desde el instante en que revivías los tiempos de vuestra primera visita durante el festival de cine en la época en que no habíais perdido todavía la afición a los viajes y saboreabais todo descubrimiento, de un vino, una tela de Veronese, un collar de cuentas, un farol de Murano, como una lógica proyección de vuestro amor y forjabais planes para el día no lejano en que las cosas cambiaran en España y pudierais disponer libremente de vuestro destino, con la esperanza absurda de rescatar los hipotéticos restos del naufragio y recomenzar humildemente con ellos una nueva vida, acodado tú sin saber cómo en el pretil de Fondamenta Nuove, frente al islote brumoso del melancólico comentario comunal, las balizas e hincones que marcan el camino hacia Torcello y las aguas tendidas, inmóviles y como muertas de la laguna.
Días enteros de vagabundaje solitario por aquel denso y alambicado laberinto, buscándoos oscuramente por los alrededores de la Pescheria o los almacenes del barrio hebreo hasta topar de manos a boca en un patinillo perdido o el mostrador de cinc de una bodega y proseguir el camino como dos amantes fortuitos y ocasionales que se detienen a admirar la fuente del Campo dei Santi Giovanni e Paolo o la fachada gótica del palacio Foscari antes de fundirse vorazmente en uno solo entre las sábanas acogedoras y tibias de cualquier hotelucho —o, como la tarde en que divisaste a Dolores a lo lejos y te entretuviste en seguirla sin que ella lo advirtiese, espiándola como si fuera una desconocida, juego al que habías renunciado de golpe al descubrir que efectivamente lo era y sentirte poco a poco como un rival suplantado o un detective encargado de acumular pruebas contra ti mismo, angustiado por la terrible posibilidad de su encuentro con otro hombre y acechándola realmente, al fin, como si la vieses por primera vez en tu vida.
Venecia glacial e imprecisa de vía Garibaldi con sus tenderetes y puestos de mercado en medio de la calle y sus tabernas frecuentadas por empedernidos bebedores de grappa en donde encontraste al trío, dos hombres y una mujer que caminaban a ritmo lento hacia el Fondamenta di Santa Anna y algo en el semblante airado del hombre más alto y el rostro hermoso y dolorido de la mujer te hizo presentir la vecindad del drama y acortar el paso y disponer el oído, en el momento justo en que él se encaraba con ella y articulaba incomprensibles palabras estremecidas de odio y otro hombre intervenía para calmarle y no conseguía otro resultado que excitarle más, impulsándole a hablar casi a gritos, no, non sonó frottole, te dico e ti ripeto che ci sonó testimoni, hai capito y la mujer decía, Piero, Piero, con los ojos enrojecidos y se servía de la manga del abrigo para enjugarse las lágrimas y tú fingías escudriñar el contenido del escaparate de una tienda de accesorios navales y ellos proseguían su marcha hasta el puente y él la insultaba de nuevo asiéndola violentamente por las solapas, maledetto quel giorno hai capito, maledetto quel giorno y ella repetía como una autómata, Piero, Piero, y el otro miraba atrás con cautela y porfiaba en separarles y tú contemplabas el agua opaca del desolado canal di San Pietro con las viviendas miserables acurrucadas en la orilla y los muros corroídos del viejo arsenal, ti giuro che non é vero, Piero, ti giuro, ti giuro y el trío avanzaba otra vez, y tú tras él, por entre la doble fila de casucas grises del Campazzo Quintavalle y el viento traía a tus oídos jirones de frases que emanaban de sus labios acompañadas de heladas vedijas de humo y os encontrabais impensadamente en el crepuscular y desierto Campo di San Pietro y el trío se refugiaba a discutir al amparo de la iglesia y, de regreso al hotel, tratabas de imaginar la hondura de la pasión que existiera entre ellos y los juramentos de amor y la recíproca busca de sus cuerpos antes del obligado y triste final, preguntándote con amargura cómo la insidiosa degradación había sido posible, y pensando en Dolores, en la serena provocación del sexo y los pechos y los labios de Dolores, oías el espacioso redoble a muerto de las campanas y llorabas silenciosamente por ti.
Al pasar la curva divisaste varios grupos que subían por el flanco de la colina en dirección al plante. Los enkomos sonaban rítmicamente amortiguados por la distancia y un corro de hombres acompañaba con sus cantos las carreras y evoluciones de un íreme alrededor de su nkrikamo. El diablito vestía un capirote de saco, con un sombrero de terciopelo y un pompón de color rojo; de sus mangas, faldeta y perneras colgaban vistosísimos flecos de henequén y, a cada oscilación del cuerpo, hacía tintinear campanillas que llevaba sujetas a la cintura. El íreme agitaba su itón, contorsionándose como si estuviera ebrio, mientras el lazarillo lo conducía al fambá. Al cabo de una obstinada resistencia restregó la escobilla por la frente de su viejo Iyamba y escaló dócilmente el sendero tras el erikundé de su nkrikamo.
Estacionaste junto a la parada de autobuses y, al apearte, los niños te rodearon y preguntaron si eras ruso. Un camino de cemento escalaba la ladera hacia la plazuela de piso llano en donde se aglomeraban los fieles. La capilla era un edificio modesto, de una sola planta y, al entrar en él, los abakuá se descubrían y cerraban cuidadosamente la puerta. Una escalera rudimentaria subía al teso de la colina. A los lados las casitas de madera proliferaban como hongos con sus tejados de colores, sus pórticos coloniales y sus desgarbadas antenas de televisión. Las dos vertientes del cerro convergían en la plazuela como un decorado construido aposta para realzar el fasto de la ceremonia.
Cuando llegaste los fieles tocaban los enkomos, el ekón y la tumbadora, subrayando el recitado monótono del moruá: Eforí mañene forí Eforí manenecum eforí Sesé aporitán Becura Ibondá awanaribe Efor eforí. Un mulato con una camiseta sin mangas y un pañuelo de seda rojo anudado al cuello vaciaba una botella de ron en un coco vacío y lo distribuía entre los presentes. Instantes después percibiste el bramido de Ekué en el interior del fambá. Los curiosos aguardaban la aparición del mpego a la entrada de la capilla y, uno tras otro, los indísimes se despojaron de sus camisas y remangaron sus pantalones, formando hilera, descalzos y con el torso desnudo, al tiempo que los padrinos se situaban tras ellos y apoyaban las manos sobre sus hombros.
Contemplaste el amalogrí fascinado. El mpego —un negro gigantesco— había surgido con la mokúba, la teja de incienso, las botellas de aguardiente y vino, y los fieles se agruparon en torno de los neófitos. Al comenzar la purificación entonaron con voz ronca Anamabó, anamabó mientras el mpego limpiaba a los indísimes con la hierba mágica y les dibujaba cruces amarillas en el pecho, brazos, piernas y espalda coreado por los gritos de nkomo aquerebá, nkomo aquerebá a los que sucedieron los de Unarobia apanga robia cuando repitió la operación con yeso blanco. Los músicos golpeaban los tambores de modo obsesionante. Un miliciano tocaba el ekón con una varilla. Poco a poco la fiebre iba subiendo de grado y los abakuás marcaban el ritmo oscilando el cuerpo con temblores precisos y breves. Mimba, mimba barori salmodiaban los fieles y el mpego espurreaba con aguardiente el pecho, la cara, la espalda de los neófitos, acaransé, acaransé y el vino expelido por su boca rociaba la piel morena del futuro obonékue, presto a unirse por obra y gracia de la mokúba y los bramidos de la Voz, a los espíritus sagrados de Sikán y Tánze; los enkomos sonaban con violencia, la varilla repicaba con furia el ekón y los ñáñigos repetían como posesos Unión Abasí, Umón Abasí simultáneamente al mpego que, con la albahaca humedecida de agua bendita, lavaba el cuerpo impuro de los indísimes, Camio Abasó Quesongo, Camio Abasó Quesongo, con la teja de incienso los sahumaba uno a uno, Tafitá nanumbre, les vendaba los ojos con un pañuelo de seda y, ciegos, ellos se arrodillaban con las palmas de las manos en el suelo, delante de los padrinos que permanecían junto a ellos para reconfortarlos. El ekón y los tambores martilleaban rítmicamente los oídos, conjurando la presencia del eribangandó oculto en el fambá secreto, diablito rojo y negro que se retorcía y bailaba con tintineo de campanillas al dirigirse a los neófitos postrados, Indísime Isón Paraguao Quende Yayomá y deslizar sus piernas sobre ellos, Indísime Isón Paraguao Quende Yayomá y frotarles el gallo por el cuerpo, Indísime Isón Paraguao Quende Yayomá que coreaban todos los fieles al unísono, como una plegaria loca, un ensalmo, Indísime Isón Paraguao Quende Yayomá, fraternidad y amor de los que únicamente tú eras excluido.
Durante largo tiempo te limitaste a seguir el rumbo que te marcaban tus pasos. Tenías la cabeza hueca y el corazón te latía como un reló. Un sendero abrupto serpenteaba entre las casitas de madera y desembocaba de pronto en un cementerio de coches. Los viejos Ford, Cadillac, Chevrolet, De Soto se descomponían lentamente en la explanada, testigos oxidados y maltrechos de una época desaparecida. Sin vidrios, sin ruedas, sin motores las carrocerías exhibían sus fauces hambrientas, abiertas en un bostezo oscuro y doloroso. Las auras tiñosas trazaban espirales sobre el esqueleto de los automóviles y te tumbaste boca arriba en un claro y contemplaste fijamente el cielo. Un aroma de muerte y putrefacción impregnaba agudamente el paisaje. El sol reverberaba con fuerza y el aire estaba estancado.
Perdiste la noción del tiempo. Tres puntos negros volaban desde la costa hacia los objetivos militares de la bahía. Indiferente, aguardaste el aullido de las sirenas y el rumor de las explosiones. Poco a poco, conforme te ganaba el sueño, tuviste impresión de echar raíces y fundirte definitivamente con la tierra. Haciendo un esfuerzo abriste los ojos por última vez. Una mujer cantaba a lo lejos y escuchaste como si sus palabras pudieran contener un mensaje expresamente destinado para ti. Los tres puntos se cernían aún en el aire.
El otoño había empezado antes de hora y, alrededor de ti, la vida continuaba.
Marzo de 1963. Recuérdalo.
La monarquía fue decapitada allí, el símbolo ominoso de su poder tomado al asalto, el transgresor de las leyes injustas que se pudría en la secular fortaleza liberado de sus grilletes por la multitud iconoclasta. Obsérvala orillada por el sol, emborronada por la niebla, humedecida por la llovizna. La columna se yergue en medio, robusta y maciza, rematada con un genio esbelto, ingrávido. Bares, cafés, restaurantes, cines la rodean de un fulgurante anillo de anuncios luminosos. Hermosa y despejada, destartalada e inhóspita convergen en ella y la informan varios siglos de historia agitada, confusa. Los tiovivos, autochoques, puestos de tiro que acoge en sus andenes le dan un curioso aspecto de poblado tejano. Un río de automóviles la cubre durante horas de afluencia; al alba, los adoquines desiertos parecen echar de menos el pueblo audaz que los arrancara y soñar, melancólicos, en un mejor destino. En las aguas del canal algunos inmuebles modernos reflejan tristemente sus formas obtusas. Calles, bulevares, avenidas se dan cita en ella imantando a la clientela asidua de los bares, a las mujeres pintarrajeadas de Balajo y Bousca, a los truhanes y alcahuetes de la rue de Lappe. La feria prosigue día y noche barroca, indiferente. A veces el eco lejano de un acordeón corea, en sordina, la absurda discusión de los borrachos.
En las interminables horas grises todos los caminos conducen allá (al tobogán y al síncope) como si nada (te dices ahora), absolutamente nada pudiera aplacar (oh place de la Bastille) tu densa apetencia de muerte.
Magnánima, la vida te había rescatado.
La sala del hospital Saint Antoine giraba y giraba alrededor de ti y Dolores te tenía suavemente de la mano y giraba asimismo, luminosa y ágil, con una adulta expresión de amor que no le conocías. Oraciones antiguas acudían a tu memoria, vestigios ruinosos de algún remoto sueño, Cristo y Changó aunados, los Benignísimos Jesús Soberano Bien mío de los Primeros Viernes y la visita al Santísimo y los Indísime Isón Paraguao Quende Yayomá de los plantes ñañigos y las ceremonias lucumís de Regla: por eso Os doy gracias y me propongo huir de las ocasiones de peligro y poner para siempre mi morada en vuestro Divino Sexo del cual espero auxilio para amaros hasta el fin así sea, con indulgencia de trescientos días e incluso plenaria si se hubiere rezado con frecuencia en vida y, además, confesado y comulgado o, al menos, contrito, se invocare el Santísimo Nombre de Ekué, con la boca si se pudiere, y si no de corazón, y se aceptare con paciencia la muerte de mano del Señor como expiación de los pecados. La cabeza te dolía, el cuerpo te dolía y el espectáculo fantasmal de la sala común anticipaba a tus ojos la suerte que el destino justiciero te reservaba: morir, lejos de tu país y de su huraña falange de súbditos, inmerso en el vasto caudal del sufrimiento humano, purgado equitativamente por las faltas de otros y también por las tuyas.
Los viejos que agonizaban sin familia, los obreros amputados por sus propios útiles de trabajo, los árabes y los negros, que allah aavenni, se lamentaban en idioma para ti incomprensible te habían mostrado el camino por el que un día u otro tenías que pasar si querías devolver, limpio, a la tierra, lo que en puridad le pertenecía. Tu salvación debías buscarla allí, en ellos y su universo oscuro, como de instinto y sin aprendizaje de nadie, severamente junto a ellos, habías buscado el amor: desprendiéndote poco a poco de cuanto prestado recibieras; de los privilegios y facilidades con que, desde tu niñez, los tuyos intentaran ganarte. La desnudez, entonces, qué riqueza. Su desprecio virtuoso, entonces, qué regalo. El foso abierto entre tú y ellos: tal era el margen, espacioso, de tu libertad.
En aquel hospital anónimo de la anónima y dilatada ciudad, durante las largas noches en vela y su silencio puntuado con toses y con ayes, habías vuelto a la vida horro de pasado como de futuro, extraño y ajeno a ti mismo, dúctil, maleable, sin patria, sin hogar, sin amigos, puro presente incierto, nacido a tus treinta y dos años, Álvaro Mendiola a secas, sin señas de identidad.
Cerraste el atlas y examinaste la última imagen de España captada por ti diez días antes con el objetivo de la Linhof
en la avenida abierta sobre los escombros de Santa Madrona y Arco del Teatro Los Gambriles y la legendaria Criolla junto a los muros harapientos de las casas en trance de derribo y la chimenea de una fábrica en ruina
algo así como una involuntaria torre de Pisa tullida y decrépita
a una veintena de metros de la desmerecida Calle de Conde del Asalto
una Tómbola Benéfica atrae a un público abigarrado y frondoso de marinos americanos turistas vecinos de barrio ociosos chiquillos
un característico ejemplar del páramo castellano anuncia los premios por el altavoz y las miradas de los curiosos convergen unánimes hacia la tribuna en que un macaco de ojos vivos y expresión inquieta
pelaje irregular salpicado de calvas y claros
brazos abruptos y culo agresivamente rojo
escucha la labia del feriante se remueve gira en torno de la columna a la que se halla ligado trepa hacia el techo destroza una caja de cartón se descuelga se asienta
bruscamente un cuplé aflamencado reemplaza la voz desfallecida del locutor
una vertiginosa síntesis de tópicos de la España de charanga y pandereta cerrado y sacristía
de gemidos de hembra sexílocua con rejas balcones claveles mantillas peinetas
todo el viejo arsenal de un Merimée de pacotilla
ensordece los oídos con su volumen denso
el macaco escucha acongojado muerde con furia los restos de la caja de cartón intenta evadirse de la pesadilla abrumadora sube por la columna sacude rabiosamente su cadena
la hembra hispánica lo persigue con sus vaginales suspiros el pánico se adueña del animal sus ojos traslucen un terror opaco
las castañuelas los oles los gipíos caen sobre él
se ensañan cruelmente
lo enloquecen le impulsan a brincar escabullirse dar saltos
los marinos americanos siguen allí con los turistas
los vecinos del barrio
los ociosos
los niños
en la postal que tienes ahora ante ti falta el fondo sonoro pero su elocuencia la dispensa de la sobrecogedora exhibición de canto
la fotografía ha sido hecha a contraluz y pudiera servir de ilustración
piensas tú
medio siglo después de su escritura
en este año bastardo y simoniaco del sesenta y tres
al célebre
actual
y nunca desmentido
poema de Machado.