12
El bolsillo del asno

Olive golpeó el suelo con la pezuña y maldijo a Cat por vigésima vez. «¿Por qué tendrán que ser siempre tan condenadamente eficientes los magos? —rezongó para sus adentros—. Como si traicionar al pobre Giogi no fuera ya bastante malo, además se marcha y me deja encerrada en la cochera de modo que no puedo ir tras ella para impedírselo. Desde el primer momento que vi a esa mujer, supe que nos traería problemas».

Tras no pocos esfuerzos, Olive había logrado sujetar entre los dientes el picaporte y lo había girado, pero se encontró con que Cat había sido lo bastante precavida para correr el cerrojo desde fuera. Por lo general, y disponiendo del tiempo preciso, Olive habría conseguido descorrer el cerrojo con un alambre o cualquier otra herramienta, pero las pezuñas limitaban extraordinariamente su destreza. «Daría una fortuna por tener un pulgar», pensó mientras sacudía con rabia el picaporte sujeto entre los dientes.

La burra paseó por la cochera como un león enjaulado. «Tal vez nunca consiga hacer comprender a Giogi que no soy un asno. He de salir de aquí y buscar a alguien más despabilado que él y lo bastante poderoso para que me transforme de nuevo en halfling. Después regresaría y advertiría a Giogi que Flattery es uno de sus parientes, además de un lunático asesino, y también que Cat es una víbora».

Olive hizo un repaso mental de los contados aventureros halflings que estaban en la ciudad y, de entre ellos, a quiénes podría confiar el secreto del desagradable y enojoso asunto de la transformación; luego empezó a discurrir distintos medios para comunicarse con ellos. Descubrió que, no sin esfuerzo, era capaz de garabatear su nombre en la tierra con una pezuña.

«Con que sólo pudiera salir de esta cochera, abordara a uno de mis congéneres, y lograra retenerlo una hora mientras le hago una demostración de mis habilidades, se habría solucionado el problema», pensó Olive.

Sin embargo, tras una hora de discurrir infinidad de planes, se cansó de imaginar su huida y los actos heroicos que llevaría a cabo a continuación. Cada nueva versión que ideaba, tenía por colofón una sarta de acciones osadas y rescates efectuados en el último momento, pero en todas fallaba un pequeño detalle: cómo salir de la cochera.

Al no tener nada mejor que hacer, empezó a explorar la cochera con más detenimiento. Los postreros rayos del sol poniente se habían abierto paso entre las nubes y se colaban a través de las ventanas, de modo que había luz suficiente para examinar el entorno con detalle.

Al otro lado del calesín había un surtido muy completo de objetos adecuados para equiparse en un viaje de aventuras. No era la clase de material que uno espera encontrar en la cochera de un hombre de ciudad, se dijo Olive. De aquí provenían todas las cosas que Giogi le había cargado a la grupa aquella mañana.

Todo lo que Olive había transportado por las catacumbas estaba recogido ordenadamente en una larga hilera de arcones y cofres, en los que también había sacos y mochilas, tiendas de campaña, mantas, alforjas, cadenas, dagas y piedras de afilar, platos, un escudo abollado, una baraja Talis, dados, un tablero de chaquete, espejos, cepos, redes, lupas, unas cuantas botellas de vino, e incluso ganzúas. En el desván que había sobre su cabeza. Olive divisó otros cuantos arcones, pero le era imposible subir la escalera de mano que llevaba al sobrado. Colgadas en la pared posterior se alineaban distintas herramientas de jardinería, junto a varios aparejos y sillas de montar de diversos tamaños.

La halfling examinó todo con minuciosidad. La mayoría del equipo era viejo y estaba muy usado, aunque bien cuidado. Al cabo, no obstante, su interés decreció. Las herramientas humanas no le servían de mucho a una burra.

«Voy a morirme de aburrimiento», pensó Olive mientras regresaba a su cuadra. Cat había dejado el retrato de Innominado recostado de cara a la pared, sin duda para evitar que se repitiera la destructiva reacción de Flattery en su siguiente encuentro. El sol se había puesto, pero, a la mortecina luz crepuscular que entraba en la cochera, Olive divisó un borrón de pintura negra en la parte posterior del cuadro, que tachaba el nombre del bardo. La pintura se había ahuecado con el calor del fuego.

«Echemos una ojeada», se dijo la halfling. Frotó con el hocico la parte posterior de la tela y la pintura se desprendió. Olive tuvo que retroceder para enfocar las letras que quedaron al descubierto.

«Innominado, ya has dejado de serlo —pensó excitada—. Te llamas… Mentor Wyvernspur. ¿Mentor? Qué nombre tan peculiar. Mentor es alguien que conduce, que guía… ¿A qué me recuerda? ¡Claro! ¡La piedra de orientación, o guía, o mentora!».

¿Acaso la gema había pertenecido al Bardo Innominado?, se preguntó Olive. ¿Sería ése el motivo por el que Elminster se la había entregado a Alias? ¿Se trataba de una mera coincidencia que hubiera ido a parar a manos de otro Wyvernspur?

El olor a pintura quemada hizo que Olive encogiera el hocico. ¿La violenta reacción de Flattery al ver el retrato fue un mero reflejo de su odio hacia toda la familia? Olive llegó a la conclusión de que se debía a algo más. Las primeras palabras de Flattery tras prender fuego al retrato, habían sido: «maldito sea». Su cólera estaba dirigida específicamente contra Mentor. Sin embargo, Mentor había pasado doscientos años confinado en su exilio mágico. ¿Cómo era posible que Flattery lo hubiera reconocido? ¿Acaso el hechicero había permanecido vivo tan largo tiempo manteniendo su aspecto juvenil por mediación de la magia?

«Bueno, por mucho que le dé vueltas, así no conseguiré dar respuesta a esas preguntas —rezongó Olive—. Tengo que salir de aquí».

Abandonó la cuadra para situarse a un lado de la puerta principal, decidida a escabullirse la próxima vez que alguien la abriera. Tenía que estar preparada para entrar en acción con rapidez.

«He de estar tan atenta como una araña en su tela, lista para atacar con la velocidad de una serpiente y la salvaje ferocidad de una pantera», pensó.

Mientras aguardaba a que se presentara la ocasión de huir, Olive se quedó dormida de pie.

Unas voces procedentes del jardín la despertaron. Se había hecho completamente de noche. Olive se puso tensa, en guardia. La puerta de la cochera se abrió una rendija y la halfling se preparó para actuar a la menor oportunidad.

—Adelante. El camino está libre —susurró una voz masculina.

La puerta se abrió un poco más, pero dos cuerpos obstruyeron el hueco. Un hombre y una mujer entraron a toda prisa y cerraron la puerta a sus espaldas.

«Podría abrir ese picaporte con los dientes si se apartaran», pensó Olive.

—Steele, esto es una locura —siseó la mujer.

Olive reconoció la voz de Julia. El hombre abrió la pantalla opaca de una linterna que llevaba en la mano y el dorado resplandor iluminó los bellos rasgos de Julia. La joven no parecía ahora tan altanera; su semblante denotaba agotamiento y el desasosiego empañaba el brillo de sus ojos.

Olive retrocedió al abrigo de las sombras proyectadas por el maltrecho carruaje. La halfling no estaba dispuesta a dar a esta pequeña zorra la oportunidad de vengarse por frustrar su plan de drogar a Giogi con el anillo.

—Querida hermana —siseó el hombre—, ¿te importaría dejarte de tantas quejas y mostrar un poco más de agallas?

«Interesante consejo —pensó Olive—, habida cuenta de que procede de un hombre que tortura a pequeños kobolds y que casi acaba con sus propias agallas aplastadas en una trampa de sus víctimas».

Steele levantó la linterna para examinar el interior de la cochera.

«Es sencillo distinguir a Steele de Frefford, Innominado y Flattery —reparó Olive—. No es sólo la diferencia de edad y la marca de nacimiento junto a su labio. Frefford tiene una sonrisa simpática y agradable, difícil de imitar por los demás. Los años de exilio y las consiguientes torturas han dejado su huella en Innominado, de modo que su mirada es a menudo remota y pensativa y su semblante adusto, sin vestigio de soberbia, a diferencia de Steele».

Con quien más se asemejaba Steele era con Flattery. Ambos tenían una expresión fría y calculadora, y también, supuso Olive, la misma sonrisa cruel que helaba la sangre. A excepción del momento en que había prendido fuego al establo, cuando se comportó como un perro rabioso, la impasibilidad de Flattery parecía imperturbable. Por el contrarío, Steele era incapaz de ocultar la desesperación casi palpable que lo consumía. Y, aun cuando Olive dudaba de que el joven noble fuera ni la mitad de poderoso que el mago, Steele se daba buena maña para parecer el doble de arrogante.

—Todavía no me has explicado por qué hemos tenido que salir de Piedra Roja con un tiempo tan espantoso sólo para entrar a hurtadillas en un asqueroso establo —dijo Julia, sin molestarse en ocultar su mal humor.

—Es una cochera, no un establo —la corrigió Steele—. Y nos encontramos aquí porque es inaceptable que nuestro estúpido y pusilánime primo Giogi se adueñe del espolón. La reliquia debe estar en manos de alguien que sepa cómo hacer uso del poder. Alguien que sepa cómo aprovecharlo al máximo. Alguien seguro de sí mismo y con arrestos.

Olive recordó que, en cierta ocasión, Alias había acusado a Innominado de ser sumamente vanidoso. Sin duda, era un rasgo hereditario de la familia, concluyó Olive. No obstante, en comparación con Steele y Flattery, Innominado era francamente modesto.

—Ve al grano de una vez, Steele —espetó Julia.

—Dijiste que Giogi tenía una burra —comenzó Steele.

—Sí. Un animalejo ladino con el que no querría tropezarme otra vez. —La muchacha miró a su alrededor con nerviosismo.

«Puedes estar segura de que es un sentimiento compartido», dijo Olive para sus adentros.

—Necesito encontrar a esa burra —dijo Steele.

Olive retrocedió aún más en las sombras. No tenía el menor interés en que la encontrara un torturador de kobolds. Si Julia se apartara un poco de la puerta…

—¿Qué tiene de especial ese bicho? —preguntó la joven, recostándose contra la puerta.

—Me he gastado una pequeña fortuna —explicó su hermano—, pero conseguí que un clérigo del templo de Waukeen realizara un augurio. Pregunté dónde se encontraba el espolón y la respuesta fue: «En el bolsillo del pequeño asno».

—Si está en el bolsillo de Giogi, ¿por qué hemos venido aquí? —protestó Julia.

—En el bolsillo de Giogi, no. En el del pequeño asno —replicó Steele, exasperado. Muy despacio, como si hablara con un niño, explicó a su hermana—: Un pequeño asno es un burro.

«Dondequiera que vaya, la gente me echa siempre la culpa si se ha perdido algo —se quejó para sus adentros Olive—. No es justo. Ni siquiera he visto ese condenado espolón. Además…».

—Los asnos no tienen bolsillos —barbotó Julia.

«Me has quitado las palabras de la boca», pensó Olive.

—Es evidente que se trata de un acertijo —replicó Steele, quien, haciendo acopio de paciencia, le explicó a su hermana con un tono calmado y lento—: El espolón puede estar en las alforjas de la burra, o quizá Giogi le ha hecho un chaleco o algo parecido… Es la clase de tonterías a las que nuestro primo es tan aficionado. O, tal vez, el espolón se encuentra en el interior de la burra. En tal caso, tendré que desollarla.

A Olive le dio un vuelco el corazón. Miró a su alrededor buscando un escondrijo más seguro que las sombras del calesín. «No es justo —repitió para sus adentros—. Yo no tengo el espolón en el bolsillo. A menos… —Una idea se abrió paso en su mente—. A menos que esté en la bolsa mágica de Jade».

Steele entró en la cuadra que había ocupado Olive.

—¡Por los dioses! —exclamó el noble—. ¡Vaya desbarajuste!

—¿Qué ocurre? —preguntó Julia, demasiado nerviosa como para abandonar su puesto junto a la puerta.

—Al parecer ha habido un incendio aquí dentro —dijo Steele—. Tal vez Giogi tuvo un accidente con alguna lámpara.

—Fíjate en el calesín —señaló Julia—. Anoche le dijo a tía Dorath que estaba en perfectas condiciones.

Steele salió de la cuadra.

—Algo partió la rueda en dos. Nunca he visto una rotura como ésta. —El joven sacudió la cabeza y giró sobre sus talones para reanudar la búsqueda—. Tal vez ha metido a la burra con la yegua —musitó, mientras abría la puerta de la cuadra de Margarita Primorosa.

Olive sintió una súbita náusea que le revolvió el estómago. «Oh, Tymora, diosa de la fortuna, no permitas que vomite la avena», rogó en silencio. Margarita Primorosa soltó un relincho nervioso.

—Tranquila, bonita —susurró Steele, a la vez que ofrecía a la yegua un puñado de pienso—. ¿Tienes compañía? No.

Olive contuvo la respiración e intentó sofocar un rebuzno de dolor. Incapaz de doblarse en dos, su primera reacción instintiva fue tumbarse. «¡Ni se te ocurra, Olive! —se reprendió—. Es el mayor error que podrías cometer. Lo que necesitas es un paseo». Mas el miedo a ser descubierta por los hermanos la tenía paralizada.

—Eres una preciosidad —dijo Steele a Margarita Primorosa—. Giogi ha tenido siempre unas yeguas excelentes y a todas les ha puesto el mismo nombre estúpido —comentó con resentimiento.

—¿No estará la burra en el jardín? —sugirió Julia.

—¿Con este tiempo? —Steele sacudió la cabeza—. Nuestro sensiblero primo es incapaz de dejar a un animal fuera, a merced del frío y la lluvia. No, esa bestia tiene que estar aquí, en alguna parte. ¿Crees que Giogi habrá sido tan estúpido de dejarla atada a su carruaje?

«¡Va a inspeccionar esta zona de la cochera! —pensó aterrada Olive, acurrucándose en las sombras—. No tengo la menor oportunidad de defenderme contra los dos. ¿Qué puedo hacer? ¡Vamos, Olive, discurre algo!», se exhortó, mientras se frotaba las sienes con los dedos.

Olive abrió los ojos como platos al darse cuenta de repente de lo que estaba haciendo. Extendió las manos ante sí y movió los dedos con incredulidad.

«¡Tengo manos! ¡Y brazos! —Olive bajó la mirada hacia su cuerpo. De nuevo era una halfling—. ¡Gracias a Tymora!», se dijo.

La luz de la linterna de Steele asomó por la parte trasera del calesín. Olive se deslizó en silencio hacia la escalera de mano que conducía al sobrado. Probó la resistencia del primer peldaño. Al parecer, era bastante sólido. Trepó con rapidez por los escalones de madera, rodó sobre el suelo del sobrado, y estuvo a punto de perecer ahogada.

Después de transformarse de nuevo en halfling, el ronzal se le había deslizado hasta la garganta. La punta de una de las riendas se había enganchado en lo alto de la escalera al saltar Olive por encima. La halfling rodó sobre sí misma en sentido contrario y se soltó con rapidez del ronzal, pero no pudo evitar dar una arcada.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Julia, a la vez que unas briznas de heno caían al suelo frente a la luz de la linterna.

—Algún gato, o una lechuza —sugirió Steele. El noble llegó junto a la escalera y alzó la linterna sobre su cabeza, escudriñando el sobrado.

—Steele, los burros no pueden trepar por una escalera de mano —dijo Julia, con el tono de alguien que está harto de aguantar tonterías.

«Tiene razón, chico —pensó Olive—. ¿Por qué no le haces caso?».

—¿Cómo lo sabes? Ignorabas incluso qué aspecto tiene un burro hasta esta mañana —señaló Steele.

—Camina sobre cuatro patas, hermano. ¡Por todos los santos, sé razonable! —Julia se golpeó los costados con gesto irritado—. No comprendo cómo he sido capaz de respaldarte en esta locura. Acepté ayudarte a robar el espolón de la cripta —agregó, en un intento desesperado de demostrar su fidelidad a su hermano—. Yo no tengo la culpa de que la puerta mágica se abriera doce días ante de lo que esperábamos, ni de que alguien aprovechara esa circunstancia para apoderarse del espolón.

—Es la versión que nos dio tío Drone, pero no hay prueba alguna que ratifique sus palabras —dijo Steele.

—¿Y por qué iba a mentir? —inquirió la joven con escepticismo.

—Piensa un poco, Julia, Giogi pasa fuera casi un año, en una supuesta misión secreta de la Corona. Regresa un día a altas horas de la noche. A la mañana siguiente, salta la alarma mágica.

—¿Crees que Giogi utilizó el espolón durante su viaje? —preguntó Julia.

—Precisamente. Tío Drone lo encubría, igual que hizo antes con su padre. Drone debió de olvidar desconectar la alarma para que, a su regreso, Giogi devolviera el espolón a la cripta; luego, para no descubrirlo, nos dijo que le era imposible vislumbrar el rostro del ladrón. —Steele continuó el registro por los arcones que contenían el equipamiento de viaje, inspeccionando hasta el último rincón de la cochera.

—Pero, si Giogi entró en la cripta y dejó el espolón allí, ¿por qué ha desaparecido? —objetó Julia.

Su hermano se encogió de hombros.

—Nuestro primo cambiaría de opinión en el último momento. No se percataría de que la alarma había sonado alertándonos a todos en Piedra Roja y pensó que tanto daba si devolvía el espolón a su sitio como si no.

—Pero Giogi entró en las catacumbas en busca del ladrón.

—Sólo por guardar las apariencias y no poner en tela de juicio su inocencia —sentenció Steele.

—¿Y por qué dijo tío Drone que el ladrón estaba atrapado en las catacumbas?

—Para ganar tiempo y evitar que yo recurriera antes a la ayuda de un clérigo adivino. Pero he descubierto su juego y, ahora que falta tío Drone, Giogi no tiene la menor oportunidad de vencerme. No es contrincante para mí. —Steele dio un puñetazo en el calesín, que se balanceó sobre las tres ruedas—. Aquí no hay ninguna burra —admitió por fin con un gruñido—. ¿En qué otro sitio puede estar?

—Quizá Giogi la dejó en casa de algún amigo —sugirió su hermana—. Shaver Cormaeril tiene establos. Puede que esté allí.

—Sí, cabe esa posibilidad. Vámonos. —El noble se dirigió a la puerta.

—Steele, es noche cerrada, hace frío y el suelo está más resbaladizo que una mancha de aceite. ¿Por qué no regresamos a casa y lo comprobamos por la mañana?

—No. La oscuridad me facilitará el registro, y te necesito para que vigiles. —Corrió la tapa de la linterna y abrió la puerta.

—Steele, quiero volver a casa —dijo Julia con decisión.

—Muy bien —espetó su hermano. Hizo una pausa en el umbral, con su figura recortada contra la luz de la luna—. Vuelve a casa. De todas formas no sirves para nada.

Steele cruzó el umbral y desapareció en la oscuridad. Julia se quedó parada ante la puerta abierta y Olive creyó oír un sollozo ahogado. No obstante, transcurridos unos segundos, Julia salió corriendo de la cochera sin molestarse siquiera en cerrar la puerta.

—Steele, espérame —la oyó susurrar Olive.

Todavía en el desván, la halfling rodó sobre su espalda y lanzó un suspiro de alivio. Se estiró sobre la paja y revolvió las briznas con los dedos de los pies y de las manos. De nuevo era la misma halfling encantadora, ingeniosa y hábil de siempre, tal y como sus progenitores y la naturaleza habían previsto. Además, se le había pasado la náusea. Después de todo, no le había sentado mal la avena. Probablemente el malestar era algún efecto de la transformación.

Todavía llevaba puestas las mismas ropas que la noche anterior. Se tanteó los bolsillos del jubón. La bolsa mágica de Jade seguía allí.

—En verdad soy una burra. ¿Cómo no me di cuenta antes? —se chanceó Olive con una risita contenida.

«¿Quién tendría la suficiente astucia y osadía para robar la preciada reliquia de los Wyvernspur ante sus propias narices y a la vez pasar indemne ante el guardián? Sólo mi protegida, Jade», razonó para sus adentros.

La cálida sensación de orgullo no tardó en desvanecerse. Jade nunca volvería a robar. El estómago de la halfling sufrió una nueva convulsión, esta vez a consecuencia de la renovada angustia que le producía la muerte de su amiga. Apretó los puños y se hizo un ovillo, tratando de combatir el profundo abatimiento que amenazaba con dominarla.

Fue un intento vano. La emoción brotó de lo más hondo de su ser y se apoderó de ella. Olive rompió a llorar, cosa que no había hecho desde la muerte de su madre. Siguió tumbada en el heno, sacudida por los sollozos, hasta que el esfuerzo la debilitó y le provocó un buen dolor de cabeza.

Permaneció tendida otro rato, sintiendo un gran vacío en su interior. Por fin la sacó de su letargo el ansia de vengar la muerte de Jade. «Flattery lo pagará caro —pensó—. Se cree un tipo duro, que puede ir por la vida abofeteando y asesinando impunemente a jovencitas como Cat y Jade, pero pronto descubrirá que está muy equivocado. Una vez que le haya devuelto el espolón a Giogi, descubriremos entre ambos cuáles son sus poderes secretos y los utilizaremos en contra de ese canalla».

Olive se sentó y se limpió las mejillas húmedas de lágrimas. La nariz le goteaba y se sorbió. Al mirarse la manga del jubón, reparó en que el polvo y la suciedad que había acumulado mientras había sido una burra no habían desaparecido con la transformación.

«Si quiero ganarme el apoyo de Giogi, tendré que presentarme con otro aspecto. Me hace falta tomar un baño, ponerme ropas limpias, un buen descanso durante la noche, y tiempo para discurrir un plan. Me pondré en contacto con Giogi por la mañana», decidió.

Olive se incorporó, se sacudió la paja pegada a la ropa y bajó la escalera de mano. Al cabo de un minuto se encontraba al otro lado de la cancela principal y se encaminaba por las calles cubiertas de escarcha, de regreso a la habitación que tenía alquilada en la fonda de Maela.

Giogi estaba al pie de la escalera, contemplando a Cat mientras la joven descendía los peldaños. Estaba seguro de que no había una mujer más hermosa en todo Cormyr. Cat llevaba un vestido largo de satén lavanda, con encajes dorados. Se había recogido el largo cabello con una fina redecilla de cintas a juego.

—¿Te parece bien? —preguntó, deteniéndose dos peldaños por encima de Giogi.

—No recuerdo haber visto a mi madre nunca con ese vestido —dijo el joven, esforzándose por apartar los ojos del amplio escote—. Ignoraba que tuviese atuendos tan… eh…

—¿Reveladores? —sugirió Cat, mientras cruzaba las manos sobre el indiscreto escote con fingido recato.

—De talla tan pequeña —dijo Giogi, recobrando el dominio sobre sí mismo—. Mi madre no era tan esbelta como tú —explicó, a la vez que ofrecía el brazo a la joven.

—Después de nacer tú, tal vez —contestó Cat, posando la punta de los dedos sobre el antebrazo del noble mientras caminaba a su lado—. Pero estoy segura de que tuvo una figura preciosa de joven. Encontré el vestido en el fondo del arcón. Debió de utilizarlo en alguna fiesta. Tal vez en su primer baile como principiante.

—Oh, no. Nunca fue presentada en sociedad —explicó Giogi en tanto conducía a la hechicera a través del vestíbulo principal—. Mi abuelo, Shar de Suzail, era carpintero. Construía muebles, por supuesto, pero también supervisaba las obras de maderaje de todos los puentes de Cormyr, y las esclusas de Wheloon. Y todas esas construcciones se mantienen aún en pie. Ganó un montón de dinero, pero, según palabras de mi padre, era sencillo y campechano. El rey Rhigaerd II, padre de nuestro actual monarca, le ofreció el título de par en reconocimiento a su trabajo, pero él rehusó. Afirmaba que no podía ser las dos cosas a la vez: artesano y gran señor. Sin embargo, el viejo Shar suplicó a mi padre que rescatara a su hija cuando fue raptada por un perverso hechicero. Y así fue como se conocieron mis padres.

—En cualquier caso, tu madre debió de ser presentada en sociedad cuando contrajo matrimonio con tu padre.

—Sí, supongo que lo hicieron.

—Quizá se puso este vestido para aquella ocasión. No tenía intención de coger prestada una prenda tan valiosa, pero me sentaba tan bien que no pude resistir la tentación. También cogí algo muy bonito para ti.

—¿Cómo?

Cat hizo un alto y obligó a Giogi a detenerse ante la puerta del comedor.

—Mira —dijo, sacando algo que guardaba en una manga—. Lo encontré en el joyero. —Cat le mostró una diadema de platino y se la ajustó sobre la frente—. Ya está. Perfecto. Te da un aire de nobleza.

—¿No es un poco estrafalario? Me hace cosquillas —dijo Giogi, cambiando de posición la diadema a uno y otro lado. Cat se echó a reír.

—Te acostumbrarás a ella —aseguró, a la vez que tiraba del joven hacia la puerta del comedor.

Giogi giró el picaporte y cedió el paso a la hechicera.

Al noble lo animó comprobar que sus atuendos llamativos y fantasiosos habían apaciguado a Thomas de manera considerable. El mayordomo escanció vino de la cosecha con más solera y sirvió la cena con impecable cortesía. Giogi sorprendió al sirviente sonriéndole en una ocasión y dirigiendo miradas apreciativas a Cat cada dos por tres.

A Thomas le habría gustado que su amo se quitara la estrafalaria bisutería de la oreja y del cabello; por el contrario, la diadema de platino lo complacía. En su opinión, le daba a Giogi un aire de autoridad, algo de lo que su joven amo siempre había carecido. En cuanto a la mujer, a pesar de su reciente desliz indecoroso que ponía de manifiesto su «baja cuna», era innegable que poseía cierta educación refinada a juzgar por su manera de hablar.

A Thomas no le pasó inadvertido que el interés de su amo por la mujer iba más allá de sus habilidades como hechicera. A fuerza de ser sincero, tenía que reconocer que resultaba casi imposible substraerse a sus encantos. Tal era su atractivo, que Thomas se quedaba pasmado cada vez que la miraba.

Sin embargo, sabiendo muy bien los peligros que representaba aquella bella mujer para un hombre con la fortuna de su amo, Thomas reflexionó cuidadosamente sobre el curso a tomar para evitar que Giogi se comprometiera con ella en un terreno personal. Semejante situación, decidió mientras servía la sopa, sólo conduciría a un escándalo.

El mayordomo consideró la posibilidad de hacer llegar a oídos de Dorath la presencia de la mujer en casa de su sobrino, pero rechazó la idea casi de inmediato. La anciana dama actuaría con mano dura, una clase de método que sólo lograría unir más a la pareja implicada. De igual modo, comprendió Thomas mientras servía el pato asado, cualquier advertencia por su parte al joven noble podría tener el drástico resultado de que el tiro saliera por la culata.

Para cuando llegó el momento de retirar los platos y servir las manzanas y el queso, Thomas sentía la imperiosa necesidad de consultar el tema con alguien que no sólo apreciara a Giogi, sino que también comprendiera la sutileza con que debía tratarse una situación tan peliaguda; alguien que también tuviera oportunidad de vigilar a Cat de cerca a fin de asegurarse de que no utilizaba la magia para tener ascendiente sobre el joven noble. No obstante, habría de esperar a que Giogi y su invitada se hubieran retirado para llevar a cabo aquella consulta.

—Así que ese hombre al que fuiste a ver, Sudacar, no pudo explicarte cómo utilizaba tu padre el espolón —comenzó Cat, una vez que Thomas se hubo retirado al «territorio de la servidumbre».

—No, pero cree que pudo usarlo para volar.

—Debe de tener más poderes que ése —dijo la hechicera tras dar un sorbo de coñac—. De lo contrario, Flattery no me habría enviado en su búsqueda. Mi maestro tiene ya la facultad de volar.

—Bueno, Sudacar sugirió que hablara con Madre Lleddew. Al parecer, viajó con mi padre en una ocasión y quizá sepa algo más.

—¿Quién es Madre Lleddew? —inquirió Cat.

—La gran sacerdotisa de la Casa de la Señora, el templo de Selune que está en nuestras tierras. Subí hasta allí al anochecer, por la senda del río Immer. Se hizo de noche y me caí al agua, como ya te he contado.

—Y fue entonces cuando te atacaron los lacedones, pero te salvó un oso —recordó Cat.

—Sí. Uno de ellos me dio un zarpazo en la cabeza; quiero decir, uno de los lacedones, no el oso. Después, cuando llegué al templo, me encontré con una muchacha. —Giogi frunció el entrecejo—. Entonces no lo pensé, pero esa chica se parece a la mujer de la estatua de Cledwyll, salvo que es mucho más joven. Puesto que el guardián dijo que estaba marcado con el beso de Selune, debí asociar de algún modo a la chica con la diosa, ya que me sanó la herida con un beso. Y luego… ¡puf!… aparecí de repente en casa. Oh, pero antes de eso, la muchacha me dijo que Madre Lleddew no se encontraba allí, y que lo intentara otra vez mañana. Todo fue muy confuso tras el combate con los muertos vivientes. ¿Crees que lo imaginé?

—Bueno… —Cat vaciló y bajó la mirada a su regazo. Después levantó otra vez los ojos hacia Giogi—. ¿Sabes a lo que se refieren los aventureros cuando dicen que alguien está marcado con el beso de Selune, maese Giogioni?

—Selune es la diosa de la luna, así que imagino que significa que nací con la luna llena o algo por el estilo. Algo así como haber nacido con buena estrella.

Cat negó con un gesto de la cabeza.

—A veces, se aplica para describir a una persona que no está cuerda del todo. Sin embargo, por lo general alude a una persona que sufre licantropía.

El semblante de Giogi se tornó terriblemente pálido.

—¿Quieres decir como los hombres lobos?

—Sí. O los hombres ratas o tigres u osos.

—¿Hombres ratas o tigres u osos? ¿Y crees que es por eso por lo que sufro esas horrendas pesadillas en las que cazo y mato animales?

—¿Te has fijado alguna vez si los sueños son más intensos cuando hay luna llena? —inquirió a su vez Cat.

Giogi reflexionó un momento y después sacudió la cabeza.

—No lo he tenido en cuenta. No, es una idea descabellada. Si fuera un licántropo, me habría dado cuenta. Lo sabría. Admito que en ocasiones regreso tarde a casa después de haber ingerido demasiado alcohol y a la mañana siguiente no recuerdo muy bien lo ocurrido, pero nunca he vuelto con las ropas desgarradas y manchadas de sangre. Además, esta noche hay luna llena, ¿no es cierto? No me he afeitado desde esta mañana y, no obstante, no me ha crecido más vello de lo normal, ¿verdad?

—A veces esa clase de maldiciones no se manifiesta hasta que la persona alcanza cierta edad. Por lo general, a los veinte años…

—Yo tengo veintitrés —interrumpió Giogi.

—En otras ocasiones, a los veinticinco o a los treinta —concluyó la hechicera.

—¿Y qué me dices de tía Dorath? También ella tiene los mismos sueños que yo.

—¿De veras?

—Bueno, los tuvo en el pasado. Según ella, lo que tengo que hacer es no hacer caso de ellos, no darles importancia.

—No me parece una buena idea —comentó Cat—. Los sueños nos descubren cosas importantes sobre nosotros mismos, y, de tanto en tanto, los dioses nos hablan en ellos. ¿Proyectas volver al templo para hablar con esa tal Madre Lleddew por si sabe algo más acerca de tu padre y el espolón?

—Sí. La muchacha me dijo que lo intentara otra vez mañana, a primera hora de la tarde —explicó Giogi.

—¿Puedo acompañarte?

—Creo que será más seguro que permanezcas en casa. Así no correremos el riesgo de que Flattery te descubra.

Cat agachó otra vez los ojos.

—No puedo esconderme en tu casa de manera indefinida, maese Giogioni —susurró.

Giogi fue repentinamente consciente de los latidos acelerados de su corazón. Estuvo a punto de decir que ojalá se quedara allí para siempre, pero se tragó las palabras.

—Prolonga tu estancia sólo un poco más —dijo al cabo—. Cuando hayamos encontrado el espolón y lo hayamos puesto a buen recaudo, Flattery se dará por vencido y se marchará. Si no lo hace… En fin, recurriré a Sudacar. Es el delegado del rey y su misión es mantener la paz. El sabrá qué medidas tomar.

Cat alzó los ojos y esbozó una leve sonrisa, pero Giogi tuvo la sensación de que sus palabras no la habían tranquilizado.

—¿Crees que si tu tío hubiese tenido algún dato sobre el ladrón lo habría dejado por escrito en alguna parte?

—¡Desde luego! —Giogi se dio una palmada en la frente—. Tenía un diario. No comprendo cómo no se me ha ocurrido antes. Lo guardaba en su laboratorio.

—Si, en tu opinión, no es algo demasiado personal, tal vez quieras que te ayude a ganar tiempo. Yo podría leerlo mientras tú visitas el templo de Selune. Quizá sería conveniente que le pidieras a Madre Lleddew que te hiciera un augurio.

—Creo que Steele iba a visitar esta tarde a un clérigo adivino con ese propósito. Puede que ya esté enterado de algo. Le preguntaré. Se ha hecho muy extensa la lista de cosas que tengo pendientes, ¿verdad? Sé que no es muy tarde, pero he tenido un día muy agitado y debería irme pronto a la cama para levantarme a primera hora y empezar con esas tareas cuanto antes. ¿Me considerarías un anfitrión desconsiderado si damos por finalizada la velada? —preguntó Giogi.

—Desde luego que no. También yo estoy cansada.

El joven noble escoltó a la hechicera desde el comedor iluminado con velas hasta el vestíbulo. Le produjo una sensación extraña seguirla escaleras arriba. Aún cuando no había vacilado lo más mínimo en ofrecerle su protección, hasta ahora ninguna otra mujer, salvo su madre, había pernoctado en la casa.

Cat se detuvo ante la puerta del dormitorio del joven y se giró hacia él.

Giogi se paró en seco y, dominado por la desazón, cruzó las manos en la espalda con gran nerviosismo.

—Así que prefieres quedarte en el cuarto lila, ¿no? —preguntó.

—Sí. Tiene un encanto irresistible.

—Se lo haré saber a Thomas por la mañana.

Cat se aproximó y se puso de puntillas para rozar con sus labios los del noble.

—Buenas noches, maese Giogioni. Que tengas dulces sueños —susurró.

Giogi parpadeó repetidamente.

—Buenas noches —respondió con un hilo de voz.

Cat se dio media vuelta y siguió pasillo adelante hacia el cuarto lila. Entró y cerró la puerta a sus espaldas sin volver a mirar atrás. Giogi permaneció inmóvil unos segundos. Luego, con un suspiro, penetró en su propio cuarto.

Ya se había desnudado cuando recordó que había planeado pasar por Los Cinco Peces en busca de Olive Ruskettle para hacerle unas preguntas sobre Alias de Westgate.

—Qué fastidio —rezongó—. Estoy demasiado cansado. Lo dejaré para mañana —decidió, metiéndose entre las sábanas.

A pesar del agotamiento, el noble yació despierto largo rato, temeroso de que lo asaltara un mal sueño en cuanto se quedara dormido. Si hubiera sabido que el deseo de Cat de que tuviera dulces sueños se iba a cumplir, no habría estado tan angustiado.

En cierto momento oyó llorar a Cat y se quedó en suspenso al borde de la cama durante unos minutos, debatiéndose entre la conveniencia de dejarla a solas con su intimidad, o ir a su cuarto e intentar procurarle consuelo. El llanto cesó antes de que hubiera tomado una decisión. En parte se sintió aliviado, ya que entrar en el dormitorio de una dama en mitad de la noche para consolarla podría malinterpretarse. Pero, en el fondo, estaba decepcionado por haber perdido la oportunidad de demostrarle su interés. Se tumbó de nuevo, dominado por una gran agitación y sintiéndose muy desdichado. Al rato se sentaba con la espalda recostada en la cabecera de la cama, atento a captar algún otro sonido del cuarto lila.

Por último, incapaz de resistir el silencio y la fatiga, se quedó dormido, todavía sentado. Cumpliéndose el pronóstico del guardián, el sueño acudió puntual a su cita.

Como era habitual, volaba sobre una pradera, aunque el paisaje era distinto esta noche. Sobrevolaba la cima de la colina del Manantial, y en el centro se divisaba la Casa de la Señora. En la escalinata del templo se encontraba un enorme oso negro. La joven acólita corría a través de la pradera. Giogi no controlaba el sueño. Su vuelo era veloz y certero, y la muchacha no tenía la menor oportunidad. Corrió en zigzag, con la agilidad de un conejo, pero, al final, Giogi cayó sobre ella con sus mortíferas garras. La chica lanzó el mismo grito agónico que todas las otras presas de sus sueños.

Giogi se despertó sobresaltado. Estaba bañado en sudor, pero se sintió profundamente aliviado al interrumpirse la pesadilla y no vivirla otra vez hasta el final.

Entonces reparó en que el grito seguía oyéndose. Procedía del dormitorio de Cat.