4
La ciudad por la noche
El mesón Immer acogía una clientela exclusiva. Lo frecuentaban sólo aquellos viajeros y miembros de la sociedad de Immersea dispuestos a pagar unos precios desorbitados por una mesa, bebida y alojamiento. Giogi, quien de vez en cuando se había quedado a dormir en la posada al haberse tomado una copa de más, podía atestiguar que los cuartos reservados a los huéspedes eran muy bonitos. No obstante, como residente local, estaba más familiarizado con el capítulo de comidas y bebidas.
La decoración del salón era uno de los mayores atractivos de la posada. El suelo estaba cubierto con lujosas alfombras, las paredes adornadas con elaborados tapices, y del techo colgaban lámparas de cristal. La sala estaba seca y caldeada, amueblada con mesas cubiertas con elegantes manteles y con los sillones acolchados más cómodos de todo Cormyr.
Giogi era parroquiano del mesón Immer desde que había alcanzado la mayoría de edad, seis años atrás, pero, después de haber estado ausente casi un año, tuvo la impresión de que el salón le resultaba tan poco familiar como le había ocurrido con su propia casa. Se dijo que quizá se debía a que el mesón apenas tenía clientes esa noche; pero sus amigos se encontraban allí y también se sentía un extraño en su compañía.
Le habían dado una acogida muy afectuosa, pero habían interrumpido enseguida el relato de sus aventuras con una evidente falta de interés, habían insistido en que la gema de cristal amarillo tenía que ser de cuarzo ordinario, y le habían tomado el pelo a costa de sus botas. Por añadidura, el joven no entendía la mitad de las cosas a las que aludían en sus conversaciones ni tampoco sus chistes. Así pues, y aunque no era muy aficionado, aceptó su oferta de jugar una partida de Imperios de los Elementos. Al menos, este juego era algo conocido.
Giogi empezó a excederse con la bebida y a perder montones de dinero, cosas ambas con las que también estaba muy familiarizado. Chancy Lluth había realizado una tirada con un par de dados de marfil y había conquistado todas las tropas de Shaver Cormaeril. Como respuesta, Shaver sacrificó a todos sus cabecillas para proteger una carta oculta.
—El símbolo primario del fuego… Eso es un asesino secreto —anunció Giogi cuando Shaver descubrió la carta a Chancy. Giogi esbozó una mueca. De Shaver siempre se podía esperar que recurriera a cualquier acto vengativo un momento antes de perder la partida.
Con el entrecejo fruncido, Chancy arrojó uno de sus caballeros en el montón de piezas eliminadas. Shaver entregó a Chancy sus cartas sin utilizar y pidió a un sirviente que le trajera otra bebida.
Chancy sacó un clérigo de entre las cartas conquistadas a Shaver a fin de reemplazar a su caballero muerto.
—¿Cuántas cartas quieres, Giogi? —preguntó Lambsie Danae. Lambsie, reacio a perder mucho dinero, se había retirado hacía un buen rato, como era habitual en él. Su padre, a pesar de ser uno de los granjeros más ricos de Immersea, era muy estricto con su hijo en lo relativo a los juegos de azar, y Lambsie jamás sobrepasaba el límite marcado.
Giogi miró la lámpara de cristal suspendida sobre la mesa de juego e intentó calcular las probabilidades de sacar una carta que le fuera de utilidad. Su elemento era la tierra, y casi no quedaban en el mazo naipes de piedra. Tampoco había muchas cartas mayores que pudiera utilizar sin el apoyo de las de su palo que actuaran como ejército y las protegieran. Cada naipe que guardaba sin utilizar doblaba el precio de una nueva carta, pero no podía permitirse el lujo de deshacerse de las que tenía en su poder… Casi todas eran de olas, y Chancy, cuyo elemento era el agua, se las arrebataría y las utilizaría en su contra.
—La primera carta te costará sesenta y cuatro puntos y, si no puedes utilizarla, la segunda te costará ciento veintiocho —advirtió Lambsie.
—Gracias, Lambsie, pero sé multiplicar —replicó Giogi ofendido, aunque, después del último brandy que se había echado al cuerpo, lo más probable es que ni siquiera fuera capaz de sumar.
Giogi contó el valor de sesenta y cuatro puntos de sus fichas amarillas de tanteo. Lambsie le dio una carta; era el comodín, un bufón sin apenas utilidad pero con un valor equivalente al pagado, por lo que podía pedir un segundo naipe sin doblar el precio. Giogi dio la vuelta a la carta y la colocó en la única fila de su ejército.
—Tienes un ejército de fuerza dos agrupado bajo el mando de una hechicera, un bardo y un bufón —dijo Chancy—. ¿Qué hacen esos cabecillas, dirigir las tropas o divertirlas?
Pasando por alto la pulla, Giogi pagó el valor de otros sesenta y cuatro puntos.
—Dame otra carta —pidió a Lambsie.
El naipe era un cuatro de vientos, sin valor de puntos, pero del que podía descartarse sin peligro, con la salvedad de que, al descartarlo, ya no podría pedir más cartas. Lo introdujo en el montón sin utilizar.
—Otra más —pidió, mientras empujaba hacia el centro de la mesa varias fichas por valor de ciento veintiocho puntos.
Lambsie le sirvió otra carta. Giogi sacó un clérigo del montón de naipes en reserva y lo unió al que acababa de coger.
—¡La luna! —exclamó Shaver—. ¿Cómo puedes tener tanta suerte?
—Ya sabes el dicho: Tymora protege a los tontos —dijo Lambsie.
—Empieza la marea baja. Las tropas de las olas se retiran —anunció Giogi.
Visiblemente molesto. Chancy recogió de la mesa todas sus cartas menores de la baraja Talis y las colocó en el mazo de reserva.
—Creo que mis cabecillas desafiarán a los tuyos en un combate personal —declaró Giogi—. Mi hechicera contra tu clérigo, y mi bardo contra tu guerrero.
—Ese movimiento deja a tu ejército sin comandante —señaló Chancy.
—Los bufones pueden dirigir las tropas cuando la luna participa en el juego —rebatió Giogi.
—Es verdad —confirmó Lambsie.
Enfrentado a la posibilidad de perder con un alto costo, Chancy propuso:
—¿Qué condiciones exiges para aceptar mi rendición?
—La mitad de tu deuda —ofreció generoso Giogi.
—Aceptado —repuso Chancy, entregando su caballero y su clérigo a su oponente.
—El elemento tierra gana —anunció Shaver—. Lo has dejado escapar con demasiada facilidad, Giogi.
—Se hace tarde y tengo que marcharme —comentó el joven.
—¿Tan pronto?
Giogi asintió en silencio e hizo un ademán a un sirviente pidiendo la cuenta.
Sus amigos contaron las fichas de tanteo. Lambsie pagó la parte que le correspondía con ocho monedas de plata, en tanto que Shaver y Chancy firmaron un pagaré. Shaver haría efectivo el suyo antes de veinticuatro horas. Como cabeza de la segunda familia en importancia de Immersea, el padre de Shaver estaba deseoso de demostrar en todo momento a cualquier Wyvernspur que los Cormaeril no tenían el menor problema en cumplir con sus compromisos. Por el contrario, pasaría algún tiempo antes de que le sacara a Chancy el dinero. Al igual que el padre de Lambsie, el de Chancy era un granjero muy acaudalado, así como un comerciante próspero. Colmaba a su hijo de dinero, pero Chancy tenía más deudas de juego que árboles había en Cormyr, o al menos es lo que se rumoreaba.
Frasco, el propietario del mesón, se acercó a la mesa y presentó la cuenta sin pronunciar una palabra. Por regla general, la gente nunca discutía el importe de una nota entregada por Frasco. El impresionante físico del soldado retirado acobardaba a los tímidos, y su talante serio y llano advertía a los clientes más arrogantes que no era el tipo de hombre a quien se podía intimidar con facilidad.
Giogi miró el importe de la nota y llevó la mano al bolsillo de la capa para coger la bolsa del dinero. Un momento después, empezó a rebuscar frenético por todos los bolsillos mientras que Frasco retiraba los vasos de la mesa.
—¿Te ocurre algo, Giogi? —preguntó Chancy palmeándole la espalda.
El joven se volvió hacia sus amigos.
—Creo que he perdido el dinero —balbuceó.
—Ah, caramba. Habrá que llamar al alguacil —anunció Shaver con voz neutra—. Frasco no acepta vales de nadie, sólo dinero contante y sonante.
Giogi tragó saliva con esfuerzo. Cuando Frasco contrajo matrimonio con la viuda del anterior propietario del mesón, el establecimiento estaba cargado de deudas. El negocio prosperó bajo la dirección de Frasco, no sólo por conservar el mismo personal empleado por su predecesor, sino porque tenía ideas muy claras sobre el modo de regentar un establecimiento; en otras palabras: no se admitían créditos. Su política era sobradamente conocida en Immersea, como también lo eran los dos jóvenes que tenía empleados para que se ocuparan de los gorrones y demás tipos de morosos.
El joven Wyvernspur rebuscó de nuevo por todos los bolsillos, y después comprobó en sus botas como último recurso. Sacó la gema amarilla, que centelleó a la luz de las lámparas.
Le resultaba muy duro la idea de dejar en prenda la gema, pero al principio de la velada había dicho que él pagaba las consumiciones, y la humillación de retractarse ante sus amigos seria aún más insoportable. Giogi dejó la gema sobre la mesa.
—¿La aceptas en garantía, Frasco? Todavía no la he tasado, pero estoy convencido de que es muy valiosa. Al menos, lo es para mí. Mañana mismo vendré a desempeñarla.
—No, Frasco —intervino Lambsie—. Mejor quédate en prenda sus botas. Son las más cómodas de todos los Reinos.
Giogi se puso colorado. «¿Por qué no le gustarán a nadie estas botas? —se preguntó—. Son muy prácticas».
—Ya tengo un par de ese estilo —dijo Frasco.
Shaver, Lambsie y Chancy prorrumpieron en carcajadas.
Frasco dirigió una mirada desdeñosa a los tres «caballeros», a la vez que apartaba a un lado el cristal amarillo.
—Podéis guardar vuestra gema, señor. Tenéis crédito abierto en esta casa.
—¡Vaya! —exclamó Shaver—. ¿Me equivoco o lo que acabo de escuchar es el fin de una tradición?
—¿Y por qué a mí no se me concede crédito? —demandó Chancy.
—A él le molesta tener deudas. A vos, no —replicó el mesonero.
Giogi sonrió agradecido.
—Muchísimas gracias, Frasco. Mandaré a Thomas a primera hora para liquidar la cuenta.
—No lo olvidéis —dijo el tabernero, mientras se daba media vuelta y se alejaba.
—¿A primera hora no es para Giogi alrededor del mediodía? —se burló Shaver.
—Para tu información, mañana me habré levantado antes del amanecer y estaré deambulando por la cripta familiar —contestó el joven con timbre altanero, demasiado borracho para darse cuenta de lo que decía.
—¿A santo de qué? —preguntó Chancy.
—Alguien ha robado el espolón y se ha quedado atrapado allí abajo —explicó Giogi en un susurro conspirador—. O no —agregó, todavía confuso por la misteriosa confidencia de tío Drone que abogaba por lo contrario.
—¿De verdad? —exclamó Shaver boquiabierto.
Lambsie y Chancy lo miraron asustados.
Demasiado tarde, Giogi recordó que tía Dorath no deseaba que la noticia del robo saliera del ámbito familiar.
—Pero se supone que el espolón asegura el éxito de los Wyvernspur —comentó Chancy.
—No. Lo que asegura es la continuidad familiar, ¿verdad? —corrigió Shaver.
—No es más que una superstición. Decidme, ¿guardaréis en secreto lo que os he dicho? —pidió Giogi—. Es mejor que el asunto no se haga público.
—Desde luego —corroboró Shaver.
Lambsie y Chancy asintieron en silencio.
Giogi no las tenía todas consigo, viendo la expresión de sus amigos. Estaban demasiado turbados. Acudió a su memoria uno de los dichos de su tío Drone: «Nada se propaga con mayor rapidez que lo que se considera un secreto; ni siquiera las moscas vuelan más deprisa al escapar de la mano que las aprisiona».
A Giogi lo asustaba imaginar la reacción de tía Dorath si, al sentarse a desayunar a la mañana siguiente, se encontraba con una carta de condolencia de Dina Cormaeril, la madre de Shaver. Menos mal que, a esa hora, ya estaría en las catacumbas, pensó Giogi. Quizá tía Dorath se habría calmado cuando regresaran de la expedición. No, desde luego que no, comprendió. Tía Dorath era capaz de cocerse en su propia salsa durante horas y estar en plena ebullición al anochecer. Agobiado por una inquietante sensación de culpabilidad, Giogi se despidió de sus amigos y salió del mesón Immer. Se dirigió hacia el oeste, en dirección a la laguna del Wyvern.
—Un poco de tonificante brisa marina me vendrá bien —dijo en voz alta, aunque no había nadie que lo escuchara, ni tampoco le importaba mucho en ese momento que la laguna fuera una extensión de agua dulce y no un mar salado.
Se tranquilizó un poco al caminar bajo el aire puro y fresco de la noche y, cuando torció hacia el sur por la calle principal, se había convencido de que sus temores no tenían razón de ser. «Si tía Dorath descubre que me he ido de la lengua acerca del robo —pensó—, siempre me queda el recurso de emprender un nuevo viaje. Por otro lado, si encuentro el espolón, me perdonará y podré quedarme en casa».
Una ráfaga de aire procedente de la laguna agitó su capa. El joven se estremeció, sintiéndose de repente muy cansado. «¿Qué demonios hago paseando con este frío? Debería estar en casa, durmiendo calentito en mi cama».
Apresuró el paso, pero, antes de girar por la calle que conducía a su casa, recordó la tarea que le aguardaba a la mañana siguiente y desaparecieron las ganas de dormir. Acortó de nuevo la velocidad de sus pasos. Si se quedaba despierto, pasarían muchas horas antes de que tuviera que meterse en la cripta con Frefford y con Steele y hacer frente al guardián.
Se escucharon los acordes de una yarting y el sonido discordante de un tambor en algún lugar cercano. Giogi se guió por la música y se encontró frente a la taberna de Los Cinco Peces, por cuya puerta abierta penetraba un numeroso grupo de viajeros que se abría paso a empellones.
—Sudacar —susurró el joven, recordando de repente la invitación del gobernador para que se reuniera con él allí y charlar sobre su padre.
Los Cinco Peces tenía renombre por la calidad de su cerveza y se había hecho popular como lugar de encuentro entre los aventureros que estaban de paso en Immersea. Todos los amigos de Giogi frecuentaban el mesón Immer, por lo que el joven, que nunca se sentía cómodo en presencia de desconocidos, había entrado en Los Cinco Peces en contadas ocasiones. El establecimiento estaría repleto de forasteros, salvo Sudacar, quien, sin ser exactamente un amigo, tampoco podía considerárselo un desconocido; sobre todo cuando sabía cosas referentes a Cole de las que tío Drone ni siquiera había hecho mención.
Decidido a enterarse de más detalles de la vida aventurera de su padre, Giogi se encaminó hacia la taberna. Cruzó la puerta detrás del último viajero y se abrió paso a codazos hasta llegar al salón.
La estancia estaba abarrotada de gente. En un rincón, cinco músicos atacaron una danza popular y varios parroquianos empezaron a bailar en el sucio entarimado. Las sombras de los bailarines se balanceaban de un lado al otro de la pared cada vez que alguien tropezaba con uno de los candiles colgados del techo bajo. Las mesas y las sillas de Los Cinco Peces se habían fabricado con vistas a una larga duración en lugar de considerar la moda o la elegancia; no tenían tallas de filigranas, sino que el labrado era sólido, y el lustre de la madera no se debía a la cera, sino al roce de generaciones de codos y manos grasientas. Lem, el propietario de la taberna, abría un nuevo barril de cerveza y clavaba la espita en la boca del tonel al compás de la música. Vio entrar a Giogi y le guiñó un ojo.
Empujado por la gente que iba en una u otra dirección, el joven buscó con la mirada a Sudacar. Por fin lo localizó en el rincón opuesto a la orquesta. El gobernador estaba sentado con unos cuantos miembros de la guardia de la ciudad y varios aventureros que Giogi no conocía. Sudacar se incorporó para dar la bienvenida a un comerciante que acababa de entrar. Los dos hombres se dieron un caluroso apretón de manos. El gobernador ofreció una silla al recién llegado y pidió por señas otra ronda de bebidas antes de tomar asiento otra vez.
Un repentino nerviosismo se apoderó de Giogi. Sudacar lo había invitado, cierto; pero era evidente que el gobernador estaba muy ocupado con sus amigos y asociados. Inseguro del recibimiento que le daría Sudacar, Giogi se dio media vuelta y abandonó la taberna.
De nuevo en la calle, Giogi no supo hacia adónde encaminar sus pasos. Vagó sin propósito fijo por la pradera donde se instalaba el mercado, con las manos embutidas en los bolsillos de la capa y la cabeza alzada hacia las estrellas. Cerca del límite de la pradera se hallaba la estatua de Azoun III, abuelo del actual monarca. El rey de piedra montaba un corcel de granito encabritado que pisoteaba a unos malhechores tallados en roca. Giogi se recostó en uno de aquellos rufianes de piedra y soltó un borrascoso suspiro.
—Ésta no es la clase de bienvenida al hogar que había imaginado —explicó al forajido.
Sopló un viento húmedo y desapacible procedente de la laguna. Giogi suspiró otra vez y observó las figuras fantasmagóricas creadas con su aliento flotar hacia el este, en dirección a su hogar.
—La casa parecía una tumba cuando llegué anoche —le dijo al maleante—. Y mañana, el segundo día tras mi regreso, tengo que pasarlo fuera, visitando la cripta familiar. Shaver dijo que me había perdido las mejores regatas de verano de los últimos años. Su velero, La Joven Bailarina, llegó en segunda posición a pesar de estar las apuestas a cuatrocientos contra uno. Y Chancy me informó que su hermana, Minda, no esperó mi regreso y se ha casado con Darol Harmon, un tipo de Arabel. No es que hubiera ningún compromiso oficial entre nosotros, lo reconozco. Pero creí que existía un afecto recíproco. Aunque supongo que un año es un plazo demasiado largo para que te espere una chica. —Giogi estudió la mueca del malhechor de piedra—. Claro que imagino que tú tendrás tus propios problemas.
Como el maleante no dio su opinión ni aprovechó la ocasión que le ofrecía para intervenir en la conversación, Giogi reanudó el monólogo.
—Todo el mundo se ha reído de mis botas y nadie quiso escuchar el relato de mis viajes. Tengo que admitir que no toman parte príncipes, ni elfos, ni cuenta con un multitudinario reparto, pero intervienen un enorme dragón rojo y una maligna hechicera, y una encantadora, aunque chiflada, mercenaria. Aguarda. Hubo alguien que se mostró interesado —rectificó Giogi—. Gaylyn, la esposa de Freffie. Una muchacha simpática, y también bonita. Olive Ruskettle, la famosa bardo, compuso una canción para conmemorar sus esponsales… Me refiero a los de Freffie y Gaylyn, por supuesto. A ver, ¿cómo era la música?
Giogi empezó a tararear retazos de la tonada.
—Lararará, tarará, un aliento sincopado. Darandá darará, el amor prevalece incluso sobre la muerte.
—¡Giogioni!
Giogi se llevó tal sobresalto que perdió el equilibrio, resbaló con la figura del bribón de piedra, y se fue de bruces.
Samtavan Sudacar no pudo por menos que sonreír ante el espectáculo del joven noble caído bajo los cascos del corcel del monarca pétreo, como si a él también fuera a pisotearlo.
—No estás en muy buena compañía, muchacho —comentó el gobernador, tendiéndole una mano.
Giogi aceptó su ayuda con agradecimiento y, mientras Sudacar tiraba de él para levantarlo, al joven no le costó trabajo imaginarse aquellos musculosos brazos propinando mandobles capaces de acabar con un gigante.
—¿Qué haces aquí? —preguntó Giogi.
—Vine a buscarte. Lem me dijo que entraste en la taberna y que te marchaste a los pocos minutos. No me viste con tanto jaleo, ¿no?
El joven movió la cabeza en señal de asentimiento y acto seguido la sacudió de izquierda a derecha. No era fácil explicar que había sentido miedo de ser rechazado.
—Salí en tu busca para llevarte de vuelta a la taberna. A no ser, claro, que estés muy ocupado en darle conversación al abuelito de Azoun. He oído decir que lo estás cogiendo por costumbre.
—¿El qué? —inquirió Giogi, preguntándose si lo que quería decir Sudacar era que tenía el hábito de beber en exceso y acabar derrumbándose a los pies de los monumentos de la ciudad.
—Prestar servicios a la familia real. Alguien me comentó esta noche que, en realidad, tu viaje no era de placer, sino que realizabas una misión para Su Majestad en el sur.
—¡Oh, eso! No tiene importancia. Era sólo una misión como mensajero.
La modestia del joven hizo reír a Sudacar.
—Tendrás que contarnos todo con pelos y señales en la taberna, si es que no estás demasiado cansado y ronco de repetirla.
Giogi sonrió. Por fin alguien deseaba oír su historia. Adoptó una postura más erguida.
—Será un placer complaceros.
Los dos hombres se dirigieron hacia Los Cinco Peces pero, al llegar a la puerta, Giogi vaciló.
—Acabo de recordarlo. He… perdido la bolsa.
Sudacar observó al joven con el entrecejo fruncido.
—Conque a ti también te ha desaparecido, ¿eh? Últimamente se está repitiendo con frecuencia. Por lo visto tenemos un nuevo elemento en la ciudad. Voy a encargar a Culspiir que investigue este asunto. Pero no te preocupes. Esta noche eres mi invitado. Tenemos que hacer el brindis por tu padre.
Entrar en Los Cinco Peces en compañía de Sudacar era distinto de entrar solo. El gobernador conocía a todo el mundo y, como contrapartida, parecía que todo el mundo no sólo lo conocía a él, sino que además lo apreciaba. La gente se apartó para dejarle paso. Sudacar ocupaba la mejor mesa del establecimiento. Hizo que Giogi se sentara a su derecha y lo presentó como el hijo de Cole Wyvernspur. Muchos de los viejos comerciantes y sus aún más viejos guardaespaldas asintieron en señal de aprobación. Giogi reparó en que los aventureros más jóvenes susurraban una pregunta a sus mayores y, cuando éstos respondían en otro susurro, los jóvenes le dedicaban una sonrisa amistosa.
Cuando el dueño del local se acercó a la mesa con unas jarras de cerveza para Sudacar y Giogi, el gobernador le preguntó:
—Lem, ¿ha venido ya la señorita Ruskettle?
—Todavía no —contestó el tabernero—. Y es raro. Se puede ajustar el reloj de la ciudad por la puntualidad de su estómago, ¿sabes?
—Busco a la mujer que la acompaña, una tal Jade More.
—No eres el único. Ruskettle se ha pasado la semana preguntando si alguien la ha visto.
Sudacar frunció el entrecejo.
—¿Jade se ha marchado de la ciudad?
Lem sacudió la cabeza con gesto dubitativo.
—Su equipaje sigue en la habitación. Nada de baratijas ni harapos. Lo comprobé. Muchos vestidos bonitos y un montón de dinero. Lo he guardado todo para cuando regrese.
—Sea lo que sea a lo que se dedique, le deben de ir bien los negocios.
—Sí —admitió Lem con gesto risueño.
Cuando el tabernero se hubo alejado, Sudacar hizo un brindis.
—Por Cole Wyvernspur, un valiente aventurero.
Giogi bebió en memoria de su padre, pero su curiosidad tomó de repente otros derroteros.
—Esa tal señorita Ruskettle de la que hablas, ¿es Olive Ruskettle, la bardo?
—Sí. Está pasando el invierno en la ciudad. ¿La conoces? —preguntó Sudacar.
—Cantó en la boda de Freffie… ¡Ejem!… De Frefford y Gaylyn. En cierto modo, es la responsable de que me enviaran en esa misión de la Corona.
—¿Ah, sí? —dijo Sudacar para animarlo a proseguir.
—Llevaba de guardaespaldas a una joven llamada Alias, ¿sabes? Muy bonita, pero bastante chiflada. Me refiero a Alias.
—Sí, Ruskettle nos habló de ella. ¡Un momento! —exclamó el gobernador, con un centelleo de regocijo en los ojos—. ¿Eres tú el noble a quien Alias atacó por imitar a Azoun?
Giogi asintió con un gesto de cabeza.
—Me confieso culpable de los cargos —admitió, muy aliviado al ver que a Sudacar no lo ofendía que hubiera imitado a Su Majestad—. Sea como fuere, el caso es que, cuando volvía de camino a casa después de la boda, caí en la emboscada de una hembra de dragón rojo que se merendó a mi caballo. Una bestia monstruosa y vieja… El dragón rojo, quiero decir, no mi caballo. Era un buen corcel, el pobre animal. Luego ese dragón me envió a Su Majestad con la oferta de que se marcharía del reino si le revelábamos el paradero de Alias.
Sudacar frunció el entrecejo. No le gustaba la idea de hacer tratos con dragones rojos.
—¿Y qué hizo Su Majestad?
—Su Majestad no quería tener nada que ver con esa bestia, pero Vangy le dijo que Alias podía ser una asesina y lo convenció para que llegara a un acuerdo con el dragón.
—Característico de Vangerdahast —comentó Sudacar, molesto.
—Sí —se mostró de acuerdo Giogi. El joven tomó un sorbo de cerveza. No le gustaba el mago de la Corte, que era un viejo camarada de su tía Dorath. En las escasas entrevistas mantenidas con el hechicero, Giogi se había sentido más que intimidado por los poderes mágicos del cortesano y su presuntuoso convencimiento de no equivocarse jamás.
—Con todo —suspiró Sudacar—, el viejo mago mantiene a salvo a nuestro rey, por lo que le debemos estar agradecidos. ¡A la salud del rey! —añadió, alzando su jarra.
—Larga vida al rey —coreó Giogi, levantando su copa.
Los dos hombres bebieron un buen trago de cerveza y guardaron silencio mientras el líquido descendía por sus gaznates.
—¿Por qué viajaste entonces a Westgate? —inquirió Sudacar.
—Bueno, Vangy no sabía con exactitud dónde se encontraba la tal Alias. Al parecer, no se la podía localizar por medios mágicos, pero se creía que procedía de Westgate. En consecuencia, Su Majestad me envió allí para averiguar si las autoridades sabían algo de ella, y comprobar si aparecía por la ciudad. Y, en efecto, lo hizo. La vi a las afueras de la población. Después pasé el resto de la estación en Westgate intentando encontrarla o dar con alguna pista de su paradero, pero sin resultado. Pasé allí el invierno y regresé tan pronto como la travesía por mar no entrañó peligro.
—Según Ruskettle, Alias se encuentra ahora en Valle de las Sombras, la ciudad del norte —comentó Sudacar.
—¿De veras? Tal vez debería mandar una carta a Su Majestad con esa información —dijo Giogi.
—Deja que me ocupe yo de este asunto. Según Ruskettle, Alias trabajaba para Elminster. Más vale que Vangy sepa ese detalle antes de ingeniar algo nuevo para buscar las cosquillas a esa dama.
Giogi esbozó una sonrisa retorcida. Se preguntaba si un mago tan poderoso como Elminster era capaz de poner a Vangerdahast tan nervioso como el propio Vangerdahast lo ponía a él.
—Y dime, ¿qué te pareció Westgate? Ya me he dado cuenta de que te has comprado un par de botas altas. No conseguirás otras mejores en todos los Reinos, ni siquiera en Aguas Profundas.
—También conseguí esto —dijo Giogi, sacando la gema amarilla del doblez de la bota. La actitud de Sudacar se hizo más atenta.
—¿De dónde has sacado eso, muchacho? —preguntó.
—Lo encontré caído en el campo, a las afueras de Westgate.
—Lo encontraste caído… —Sudacar enmudeció. Parecía haberse quedado sin palabras—. ¡Es una piedra de orientación, chico! Lo sé porque Elminster en persona me prestó una en cierta ocasión.
—¿Qué es una piedra de orientación?
—Una gema mágica. Ayuda a los extraviados a encontrar el camino correcto.
—Pero yo no me he perdido —adujo Giogi.
El gobernador miró al joven noble de un modo extraño.
—Yo que tú la conservaría, por si acaso.
—Oh, es lo que pienso hacer. Me gusta. Me hace sentir… Quizá te suene raro lo que voy a decirte.
—Te hace sentir feliz —se adelantó Sudacar.
—Sí. ¿Cómo lo…? Oh, naturalmente. Dijiste que tuviste una en una ocasión. —Giogi guardó de nuevo la gema.
—Cuéntame más cosas de Westgate. Me han dicho que hubo mucho jaleo por allí, ¿no?
—Un dragón muerto se precipitó sobre la ciudad poco antes de llegar yo, y al día siguiente hubo un terremoto. Después se entabló una contienda de poderes por las propiedades y los negocios de una hechicera y sus aliados. Una mujer llamada Cassana, los seguidores de Moander, y los Cuchillos de Fuego, habían desaparecido después del terremoto.
—Los Cuchillos de Fuego. Ésa es una buena noticia. Recuerdo el año en que Su Majestad anuló sus estatutos por asesinar a una pobre doncella. Desde que Azoun desterró a los miembros de esa secta, ha pendido una amenaza sobre él. Quieran los dioses que no vuelvan a aparecer —brindó, y echó otro buen trago de cerveza.
Giogi hizo otro tanto. El calorcillo de la bebida incrementaba la sensación cálida y agradable que le inspiraba la compañía de Sudacar.
Los dos hombres bebieron y compartieron historias de Westgate hasta que Lem se acercó a ellos y tosió con suavidad. Giogi alzó la vista y entonces reparó en que las otras mesas estaban vacías y que los empleados de Lem recogían las sillas y los taburetes.
Los dos nobles eran los últimos clientes de la taberna, y Giogi sospechó que Lem había mantenido abierto el local hasta mucho más tarde de la hora habitual sólo por complacer a Sudacar. El gobernador dejó unos cuantos leones de oro sobre la mesa y se dirigió a la salida. Giogi lo siguió tambaleándose.
Muchos candiles del alumbrado de la calle estaban apagados por el soplo del viento o por haberse consumido la carga de aceite, pero la luz de la luna alumbraba de sobra el camino de los dos hombres. Cruzaron la pradera del mercado y se detuvieron ante la estatua de «Azoun Victorioso».
—¿Sabes? —comenzó Giogi—. Me has hecho darle tanto a la lengua que al final no me has contado nada de mi padre.
—Forma parte de mi diabólica artimaña. Así no tendrás más remedio que acompañarme otra noche —respondió Sudacar con una mueca.
—Me gusta la idea.
—Así vigilaremos juntos tu bolsa. La verdad es que deberías conseguir una hechizada, ¿sabes? De esas capaces de armar un buen jaleo si las toca alguien que no seas tú.
—La mía estaba encantada. Lo que ocurre es que siempre la olvidaba en cualquier sitio, así que, cuando los sirvientes la encontraban y la tocaban, se organizaba un escándalo. Tío Drone lo arregló para que funcionara sólo en el caso de que alguien que no fuera yo la abriera.
—¿Y qué es lo que hace?
—Creo que tío Drone comentó que convertía al ladrón en un estúpido o algo parecido.
—Bueno, pues advertiré a mis hombres que estén ojo avizor ante cualquier estúpido.
Giogi se echó a reír.
—Me fastidiaría mucho que me arrestaran por robar mi propia bolsa.
Sudacar frunció el entrecejo en una actitud reprobadora y apuntó a Giogi con un dedo.
—No deberías menospreciarte así, muchacho. Su Majestad no te habría confiado una misión de la Corona si no fueras una persona competente. A decir verdad, ahora que tus primos y tú os habéis hecho hombres, Azoun no tardará en requerir vuestros servicios, como lo hizo con tu padre y sus primos. Una vez que se haya solucionado esa tontería del espolón, será hora de que aceptes la responsabilidad de la nobleza y sirvas a tu rey.
—¿Quién, yo?
—Tú —reiteró Sudacar, sonriendo ante la expresión de aturdimiento plasmada en el semblante del joven.
Giogi había dado por hecho que lo habían enviado a Westgate en busca de Alias sólo por la circunstancia de que podía reconocer a la mercenaria. Jamás se le había pasado por la cabeza que el rey le encomendara otras misiones. Al parecer, el recuperar el espolón no garantizaba que su vida volviera a los cauces normales, a como era antes de la pasada primavera.
—Un momento. ¿Cómo es que sabes lo del espolón? —preguntó a Sudacar—. Dijiste que tía Dorath no quiso contarte lo que ocurría.
—Es que tengo mis propias fuentes de información —contestó con un guiño el gobernador—. Se ha hecho tarde. Es hora de marcharnos. —Dio una palmada a Giogi en la espalda y se encaminó hacia el lado sur de la plaza del mercado, en dirección al castillo Piedra Roja—. Buenas noches, Giogioni —se despidió en voz alta, antes de desaparecer en la oscuridad.
—Buenas noches, Sudacar —contestó el joven de manera automática.
Las palabras del gobernador lo habían dejado sorprendido y confuso, pero no inquiero. Echó a andar por una calle lateral que conducía a su casa.
Cansado y ebrio, el joven noble no recordó la advertencia de Drone acerca de que cabía la posibilidad —sólo la posibilidad— de que su vida corriera peligro. Tampoco oyó el golpeteo suave de unos cascos en los adoquines del pavimento, producido por un animal furioso que le seguía los pasos.