18 DE ABRIL
Después de que Nelse y Lundquist partieran para sus labores, me llevé a Ted a dar un largo paseo, procurando evitar el montón de piedras del primer pastizal. Siendo un cachorro, Ted tuvo su primer trauma al subir trotando aquel montículo de piedras y molestar a una larguirucha serpiente toro, que le soltó un fuerte latigazo. Ahora se queda mirando temeroso el montón de piedras desde la segura distancia de un centenar de metros y ladra desesperado, pero no se acerca. El único aspecto negativo que tiene es que me recuerda que fue un regalo de Sam. A mi edad se tiene la errónea sensación de que puedes entender con bastante exactitud a tu nuevo amante, pero entonces empiezan a surgir las desagradables sorpresas. Con Sam fue su amplia colección de resentimientos que no lograba ocultar y que yo no pude ayudarle a resolver. Sentía enormes deseos de verle la semana después del almuerzo familiar al aire libre y nos encontramos en Hardin, Montana, con la intención de asistir a la feria de los absarocas, la mayor reunión ceremonial de los indios, y luego visitar a un amigo mío, especialista en cetrería, que poseía un rancho entre Belle Fourche y Sturgis. Apenas logramos pasar de los dos días. Sus amigos de allí me parecieron unos estúpidos integrales. Entre los vaqueros existe la presunción de serlo de verdad, frente al noventa por ciento que se limitan a vestir como tales. Por supuesto, tienen sus propias características válidas, modales que se absorben ejerciendo la profesión, pero es como si hubiesen adoptado la mayoría de sus actitudes de lo que han visto en el cine o en la televisión. Como es lógico, el alcohol ayuda a potenciar los malos comportamientos, que sin él sólo serían algo en estado latente. Todos los amigos de Sam, incluidas sus esposas y sus novias, parecían terriblemente orgullosos de no haber leído nunca un libro «de principio a fin», y se mostraron como unos condescendientes racistas al comentar a Sam que nos dirigíamos al festival de los absarocas. Entonces Sam se acobardó:
–Es ella quien tira de mí para que vaya -comentó como si fuera un semental, y me sentí tan cabreada que hubiese querido descerebrarle allí mismo con una botella de cerveza.
Ya a medianoche del primer día, en un bar de Hardin, llegué a la conclusión de que aquella gente, comparada con los sicilianos de Brooklyn, lograría que éstos semejaran caballeros ingleses. Incluso empecé a fomentar el recuerdo de ciertos graduados de las universidades más prestigiosas con los que había salido en Nueva York y que por lo general no me gustaban. Existe la terrible ilusión de que la grandeza del paisaje contribuye a la grandeza de las personas. La gota que desbordó el vaso aquella primera noche fue cuando el mejor amigo de Sam apretó del brazo a su novia borracha con tal fuerza que la muchacha palideció y estalló en lágrimas. Me levanté con brusquedad y me marché, pero, al seguirme Sam al aparcamiento, su pobre excusa fue que aquel desagradable incidente no era asunto nuestro. Le repliqué que quizá no lo fuera, pero que no tenía intención de quedarme para contemplarlo.
La verdadera discusión no empezó hasta última hora de la mañana siguiente, cuando estábamos de un humor excelente, circulando por la encantadora campiña hacia la presa Yellowtail, a lo largo del río Bighorn. Le comenté que me parecía sorprendente que tanta gente del este viniera a pescar truchas por allí, en medio de la miseria y la pobreza de la reserva india. Habíamos estado hablando de mi hijo, Nelse, y de lo maravilloso que había sido que se presentara al almuerzo familiar. El primer aviso fue que me felicitó sobre todo porque había encontrado un «heredero» para mi propiedad. Al mencionarle lo de los pescadores del este, me dijo que la mejor manera de atrapar una jugosa cantidad de truchas en el Niobrara era colocar una red en el río y luego lanzar petardos al agua para que los peces entraran en la red. Yo sabía que lo hacía para fastidiarme, porque en el maletero le había visto dos cañas de pescar. Le repliqué que no quería volver a ver a sus amigos y que los vaqueros de Nebraska eran mucho más agradables que los de Montana. Entonces me desafió si subterfugios, preguntándome si me consideraba «demasiado buena» para sus amistades.
–Absolutamente -fue mi respuesta.
Pero la carta fatal se lanzó al negarse a llevar a una joven absaroca que hacía autoestop, a pesar del extremado calor que hacía ese día. Murmuró algo desagradable respecto a que los absarocas vivía del subsidio estatal y, puesto que no trabajaban, caminar sería un buen ejercicio para ellos. Que las personas como él tenían que trabajar para ganarse la vida. Esto me quemó en los oídos, y le dije que en toda mi experiencia como trabajadora social nunca había visto que vivir del subsidio fuera una posición envidiable, aparte de que la mayoría de los rancheros y de los granjeros figuraban de algún modo en las listas de parados del Gobierno. Entonces me contestó:
–Yo no soy más que un simple vaquero, querida.
Comprendí que, si bien con disimulo, iba a darse el baño diario de autocompasión, sin duda la más perjudicial de las emociones humanas. Y me pregunté por la tendencia al error que conlleva la atracción psicológica, por cómo tu cuerpo puede vibrar de deseo por alguien y luego descubrir que vuestras mentes son tan antagónicas como Vermont y Nevada.
En cuanto llegué al arroyo y al estanque, Sam se esfumó con la brisa primaveral que soplaba del sur, y no pude culpar a Ted por aquellos malos recuerdos, ya que sólo trataba de cazar un chorlitejo colirrojo que se fingía herido para llevárselo lejos del nido. Abandoné a Sam en el hotel y me fui sola a la Delegación Absaroca con el ánimo bastante alegre, como si hubiese esperado que aquello fuera a suceder y sólo tuviera que descubrirlo en el entramado de la realidad. Ted saltó al estanque, nadó al otro lado, luego se quedó tiritando y desde allí empezó a ladrar, como si esperase que yo fuera a rescatarlo. Di la vuelta en torno al estanque, deteniéndome para estudiar el montículo funerario que había en el bosquecillo. Tanto mi padre como Nelse habían supuesto que era de origen ponca. También encontré mi mochila de tela, en cuyo interior estaba el termo y el libro de Van Bruggen, Flores silvestres, hierbas y otras plantas de las llanuras del norte, hinchado por la humedad, que me había olvidado allí dos días atrás. ¡Menuda aficionada a la botánica! Pensé que, dado que el ejemplar era de Nelse, mejor sería comprarle otro, porque el libro se había hinchado y muchas páginas se habían pegado entre sí. Sentí otro calambre en el estómago y me irrité por el hecho de haber regresado al sitio donde concebí a Nelse, aunque no con el estado de ánimo apropiado, ti recuerdo de una dolorosa historia de amor es tan perdurable como el de una muela cariada o el de un fuerte golpe en la punta del pie.
Rescaté a Ted y, con paso vivo, partimos hacia el norte, dirigiendo mis pensamientos al reencuentro de Naomi y Paul, y a la seria velada, aunque bastante cómica, de finales de marzo, en que nos anunció que llegaría él y que vivirían juntos. No pude contenerme y, en broma, pregunté:
–¿Qué dirá la gente?
Estoy segura de que, después de cuarenta años de dedicarse a la enseñanza, está desafiando las leyes y los estatutos de la Junta Escolar del Condado, si bien es poco probable que alguien proteste por el hecho de vivir con su cuñado. El abuelo y yo siempre fuimos excelente carnaza para todo tipo de habladurías, y Michael les hizo disfrutar de lo lindo el último verano. Nelse escapó a cualquier posible reproche al devolver el rancho a la vida. Las existencias limitadas tienden a hacer del chismorreo el primordial pasatiempo nacional.
Naomi se sobresaltó ligeramente cuando le dije que me había dado cuenta del cariño que se tenían el uno al otro pocos años después de que muriera mi padre. Los niños pequeños no prestan mucha atención a las palabras en sí, sino a por qué la gente las dice. También estudian los gestos, las miradas y esa cosa inevitable llamada estado de ánimo. Advierten en ellos mismos este lenguaje no ver balizado y luego les basta con aplicarlo a los adultos. Ruth, que se sentía unida a Paul tanto como yo al abuelo, solía preguntar con su plañidera voz infantil por qué Paul no se convertía en nuestro padre. Y en los primeros años del instituto, cuando yo estaba en noveno grado y empecé a leer la gran colección de material sobre los nativos que el abuelo tenía en su biblioteca, a veces me preguntaba por qué Paul y Naomi no seguían la costumbre nativa de casarse con la viuda de un hermano. Es indudable que esto habría ayudado a Ruth, que siempre había temido un poco al abuelo en la misma medida que adoraba a Paul.
Yo andaba distraída, pero de inmediato me puse alerta al oír los ladridos de Ted, en los que había un nuevo tono de ferocidad, que brotaba desde lo más profundo de su pecho y se mezclaba con un gruñido. Estábamos bordeando la cara norte de una densa barrera protectora de árboles por la que había asomado un toro joven, sin duda perteneciente al rebaño del vecino, e imaginé que uno de los árboles habría caído sobre la cerca y permitido al toro penetrar en nuestra propiedad. Aunque aquella raza era normalmente dócil, aquél debía de pensar que era un Miura importado de España, pues empezó a trotar arriba y abajo, acercándose cada vez más, rugiendo y escupiendo mucosidades. Ted erizó los pelos del cuello y cargó contra la fiera, mordiendo al toro y obligándolo a correr al menos medio kilómetro. Me quedé sin aliento por la sorpresa, pero también asustada de que pudiera darle una patada o cornearle. Después de obligar a retroceder al toro hasta la barrera de árboles más lejana, al otro lado del pastizal, Ted regresó con cómicos andares, soltando de manera intermitente un profundo gruñido desde el pecho, brincando y saltando de lado o girándose en redondo para asegurarse de que el toro no le perseguía. Me arrodillé a su lado y lo acaricié, asegurándole que había hecho lo que debía. Fue divertido cuando minutos después pisé sin querer un oscuro palo, oculto entre la hierba, y esta vez poco faltó para que Ted saltara dejándose la piel al pretender esquivar la imaginaria serpiente.
Llegamos al Niobrara al mediodía, y el sol era tan brillante que relucía sobre las abundantes aguas de abril, el río turbulento y ondulado, aumentando la potencia de su rugido al pasar por encima de las rocas. Encontré una zona de hierba seca, de color amarronado, y me tumbé de lado, apoyada en un codo, como recordaba haber hecho junto al Little Bighorn al amanecer, observando cómo el sol se elevaba en el aire polvoriento lo mismo que un melocotón chafado, acompañada por los incesantes tambores del festival nativo. Después de dejar a Sam en Hardin, había contemplado las danzas toda la calurosa tarde, el crepúsculo y toda la noche, después de echar alguna que otra breve cabezadita en el interior de mi coche. A primera hora de la noche se había producido un vergonzoso incidente, cuando tomé un trago de whisky de una botella que Sam se había dejado en el asiento, pero a la vista de un policía absaroca que venía detrás de mí. Me reprendió con severidad, pues en aquella reserva estaba prohibido el alcohol. Le tendí la botella, sintiendo que las lágrimas estaban a punto de brotar. Entonces el policía me devolvió la botella y dijo que podía tomar otro trago antes de destruirla. Así lo hice, y de pronto los dos nos echamos a reír.
Me marché poco después de mi siesta a orillas del río, empujada por unos procesos de la memoria que me costaba controlar. No creo que dentro de mí haya indicios de autoconmiseración, ya que siempre me ha parecido la más aborrecible de las emociones, pero en mitad de la noche, mientras observaba a cientos de personas danzando, unos fantásticos bailarines ataviados con sus trajes de gala entraron en el círculo ceremonial, y uno tenía un cuerpo asombrosamente parecido al de Duane. También era un oglaga lakota, y en su carne llevaba la muesca de una herida de bala, que iba desde la parte inferior del omóplato al final de la caja torácica, y cuya coloración más ligera contrastaba con la oscura piel. Me pregunté si Duane, de haber estado con vida, habría tomado parte alguna vez en un festival nativo, y llegué a la conclusión de que no. Pensar lo contrario habría sido un falso consuelo. Me satisfacía la idea de que lakotas y absarocas danzaran juntos, así como gran cantidad de pies negros. Aquellos pueblos que poseían ciertos conocimientos de las antiguas costumbres, por mínimos que fueran, estaban más capacitados para sobrevivir. Las restricciones gubernamentales contra la Iglesia Nativa Norteamericana, constituida por los seguidores del peyotismo, parecían bastante corruptas, puesto que interferían en las prácticas esencialmente religiosas, que han demostrado ser una excelente defensa contra la maldición nativa del alcohol.
Mi agitación interior había proseguido toda la noche, con un breve sueño sobre mi profesor de historia favorito en la Universidad de Minnesota, un neoyorquino que nos había emocionado a todos con su brillante punto de vista, lleno de lacónica malicia, sobre algunas de las partes más desagradables de nuestra historia. Procedía de la Universidad de Columbia y hablaba, sin utilizar apuntes, mediante frases elegantes y conmovedoras. Estaba tan prendada de su mente, que la primera vez que llegué a Nueva York cogí un metro del West Side y subí hasta la calle Ciento Quince para ver la institución que había producido semejante criatura. Cuando hablaba de los nativos norteamericanos en el último siglo se centraba en la admirable tendencia de una cultura, o una civilización, a proteger de sí mismos a sus integrantes. Por desgracia, a lo largo de la historia de la humanidad se había tendido en mucho casos, de modo recurrente, a excluir a los verdaderos nativos de las políticas de protección, ya fuera en Tracia, en la Galia, Irlanda, Brasil o Estados Unidos. A los pueblos que los conquistadores destruyen, primero los califican de salvajes. En contraste con el emotivo tartamudeo de mi amigo Michael, la voz de aquel hombre era fría y tranquila, y sus palabras se clavaban como remaches en la nave colectiva de sus alumnos, que siempre fue una nave de locos.
Tal vez sea lamentable, pero en aquella ocasión salieron por vez primera a la luz pública los documentos de nuestra familia. Para aquel profesor había copiado varias páginas de los diarios de mi abuelo, entre ellas la larga descripción de los tres días que Caballo Loco pasó en la plataforma funeraria de su hija muerta, así como ciertos acontecimientos que habían conducido a la masacre de Wounded Knee. Como es natural, el profesor quería echar un vistazo a todos los diarios, pero tío Paul pensó que eso no sería prudente. Me las ingenié para aplazar la respuesta hasta después de que finalizara el semestre, pensando que esto podría poner en peligro mi nota. Al oír la mala noticia, el profesor no se mostró más frío de lo habitual, pero señaló que mi familia no tenía derecho a retener una información que pudiera corregir algunos malentendidos de un determinado período de nuestra historia. Esto encendió mi cólera hasta el punto de decirle que si se montaba en el coche y se acercaba a Pine Ridge podría encontrar un montón de cosas que necesitaban corregirse y además en el presente. Supongo que por este motivo me metí en lo del trabajo social. Estabas en contacto directo con la pobreza en vez de limitarte a escribir la historia de esa pobreza. Sentía un desmesurado respeto por aquel hombre, pero no por sus juicios sobre la reticencia de mi familia, si bien en aquel entonces yo no sabía, como sí lo sabía tío Paul, que había involucrados varios esqueletos. En cualquier caso, la existencia de nuestros documentos se filtró de manera progresiva en los círculos de los historiadores, y cualquier noticia de su existencia tendía a crear problemas, incluido el lío que armó Michael, cuya manera de ser me hace sonreír y me irrita a la vez.
Otro acontecimiento no del todo agradable en la feria absaroca fue el encuentro con una pareja lakota de mi misma edad, a los que conocía de la época universitaria. Más que participantes en la ceremonia, eran meros espectadores, y él daba clases ahora en un colegio de la comunidad en Dakota del Norte. Los dos se veían bastante desencantados y hacían comentarios irónicos sobre todo, como si estuviesen amargados, más que nada por la disolución gradual del AIM, el Movimiento Indio Americano. A finales de los sesenta, estando en casa para las vacaciones de verano y recién llegada de Nueva York, me había unido a ellos y a varias docenas más, un variado conjunto de nativos y blancos radicales, para protestar contra la terrible mancha que suponía el Monte Rushmore, en las Black Hills, y también para exigir la devolución de estos montes a los lakotas. A todos se nos arrestó sin dilación después de amenazar con derramar pintura de color rojo sangre sobre la gigantesca cabeza de piedra de George Washington. A los demás los metieron en la cárcel, mientras a mí me empaquetaban, vigilada de cerca por un coche no oficial del Gobierno a lo largo de los trescientos y pico kilómetros, a casa de Naomi. Aquello era una prueba evidente de que el nombre de mi abuelo aún tenía influencia mucho después de su muerte. Al poco tiempo, cuando volví a encontrarme con mis amigos radicales, incluida la pareja lakota con la que había coincidido en el festival ceremonial de los nativos, me recordaron con expresión glacial que la gente como yo, a diferencia de ellos, siempre disponíamos de «un billete de vuelta». En aquel momento no tuve valor para enfadarme con ellos, porque tenían razón. Durante el encuentro, la pareja lakota aún conservaba la discutible urbanidad residual del agotamiento ideológico. Las manifestaciones se habían visto sustituidas por maniobras legales no demasiado espectaculares, en parte porque los principales agitadores habían tenido que enfrentarse a la obstinación de las mentes blancas, para quienes la continuidad del contenido emocional de la doctrina expansionista de Estados Unidos era tan natural como el café de la mañana.
Así que me limité a charlar de cosas intrascendentes con la pareja lakota, aunque al separarnos ella me abrazó y me llamo «hermana». ¡Dios, cómo nos consume la vida!, pensé mientras los veía alejarse con el paso controlado de los viejos jubilados, a pesar de que tan sólo tenían mi edad. Evité un grupo de extasiados papanatas blancos que había por allí cerca, de esos que son el blanco de muchos chistes entre los nativos norteamericanos y de las imitaciones que de ellos se hacen en la televisión y en el cine. Existe una falsa identificación y la enfermiza esperanza de dar lustre a quienes de forma errónea se considera poseedores de una virtud casi genética, lo cual crea en sí la dificultad adicional de distanciarse de los auténticos problemas. Si te sientes horriblemente estafado y deseas reparaciones que te sobrevivan, apenas querrás convertirte en un tótem para los olvidados de la sádica, aunque benigna, cultura. Si quieres ayudarme no me adules, sino que vuelve a tu casa y le das una patada en el culo al congresista que hayas elegido, ésta es la petición más habitual y la más lastimera. De otra cultura no puedes absorber con avidez lo que no has podido encontrar en tu propio corazón. Tal vez lo reconozcas en otras culturas, pero sólo si ya existe en lo más hondo de tu alma.
Al abandonar la Delegación Absaroca, muy temprano aquella mañana, parecía como si mis ojos rozaran contra los párpados, pero sentía ligero el corazón. Supuse que se debía a que había visto a aquella gente celebrar lo que ya eran, pase lo que pase, con unos pasos de baile que sin duda tenían más de mil años, como si por un momento fueran capaces de emerger de la asfixia a que les sometía nuestra propia cultura. En vez de protestar con justificada violencia contra nosotros, se limitaban a no hacernos el menor caso.
En la larga y desierta carretera que bajaba hacia el este por Lame Deer y Broadus hacia Belle Fourche, no me encogí ante ninguno oe los recuerdos de 1972, cuando apenas me enteré de las noticias que publicaba la prensa respecto a la ocupación de Pine Ridge por los miembros del AIM y los muertos que hubo como consecuencia, porque Duane se había suicidado en los cayos de Florida aquel año. Yo tenía razones categóricamente religiosas para no utilizar nunca el título de «señora de Caballo de Piedra», tal como había publicado en su artículo un amable periodista del Miami Herald. Es indudable que permanecí ciega a eso que llamamos «el ancho mundo» durante todo el año siguiente. Aunque de forma muy leve, conseguí recuperar cierta aproximación a la vida en la casita que Paul tenía en una playa cerca de Loreto, en Baja California, y también en casa de Naomi, pero sobre todo en Nueva York, donde parece imposible desaparecer del todo dentro de ti misma, y donde me llevé las botas de caminar que tenía en casa para adoptar la solución tan sencilla de recorrer a pie miles de manzanas en los meses que siguieron. Siempre he sentido lástima de las gentes campesinas que, por miedo o por desdén, nunca han comprendido el misterio de una gran ciudad, que no es otra cosa que una extensión exagerada de nuestra naturaleza, buena o mala. Nelse es demasiado joven para convertirse en un avaro de la naturaleza y le obligué a reconocer el placer que sintió al pasear por París u otras ciudades de Francia durante las maravillosas primeras horas de la mañana, mientras su madre dormía bajo los efectos del vino.